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ArribaAbajoVII. Juanito rabia. Viaje al Oeste

-¡Puta gitana, esto no me lo vas a hacer más!

Decía Juanito a Victoria, mirándose al espejo en el cuarto de baño. Toda la noche la pasó despierto, sacudido por la vergüenza, maquinando venganza. ¡Que una hija de puta gitana pusiera en ridículo a un legítimo noble español era afrenta que no podía quedar en nada! ¡Y por un poetastro cubano! Su imaginación tramaba violarla, apalearla, dejarla desnuda abandonada en la nieve para que no encendiera más su mente. Con la cara llena de jabón, la navaja de afeitar dispuesta para iniciar el corte, hizo una mueca que se convirtió de repente en risa forzada. Abrió con desmesura la boca, enseñó los dientes de fiera, propinó sablazos y mandobles a la mujer que había detrás del espejo. Sólo cuando empezó a entonar su canturreo amigo, volvió a la realidad e inició el afeitado. Hoy el canto era mustia, monótona letanía salpicada por elevaciones periódicas, como los rosarios de las beatas.

Don Juan, tras una noche feroz de insomnio, oía desde su habitación la cancamurria del sobrino pensando que ya cantaban los frailes el gori-gori de su entierro. Extrañaba la cama, no acababa de acostumbrarse al olor de la nueva casa. Hacía una semana que se habían mudado a la Avenida de Massachusetts 1447. Era una vivienda todavía modesta -pero más alegre- para la que estaba comprando muebles decentes asesorado por Catalina. La dueña había dejado en la casa una máquina de coser y, en la cocina, una caja inmensa donde las carnes se podían tener en hielo. Total, por 150 dólares al mes. No era mal negocio, debía agradecérselo a los buenos oficios de su amiga.

Juanito bajó a desayunar a las once. Apareció fresco, sin ojeras, despidiendo perfume parisino. Llamó al criado.

-Víctor, vas a ir a la floristería Passtich por dos docenas de rosas, les pones mi tarjeta y las dejas en la embajada británica. Cuando vengas de allí, te pasas por casa de Miss Mc Ceney y le das esta bomba, que es de su biciclo.

-Señorito, me debe usted treinta duros de otras veces. Si no me da el dinero, no iré. Además tengo muchas cosas que hacer -refunfuñó el criado.

-Desgraciado -montó en cólera Juanito-, tu estás para hacer lo que yo te diga; y de dinero no hablemos, que gracias a la cachaza de mi tío te mantienes aquí. Si él quisiera, volverías a Salamanca a cuidar cochinos, que es tu destino natural.

Víctor enrojeció; miró a Juanito con malas intenciones. Su complexión fuerte, rechoncha, se dirigió amenazante hacia la frágil figura del agregado. Pero en ese momento entraba en el comedor Therèse, la cocinera, con la bandeja del desayuno en las manos. Acostumbrada a este tipo de altercados, impuso el orden, y concluyó:

-Usted, don Juanito, dele el dinero a Víctor; y tú, Víctor, ve por las rosas, que aquí no hay mucho que hacer.

Resuelta la trifulca, después de desayunar, entró el agregado en la oficina. En su mesa le esperaban varios asuntos de trámite. Convencido de que nunca escribiría bien el inglés, había decido contratar trabajo mercenario. Se acercó, melifluo, al criado Andrés, que limpiaba las ventanas. Le dijo: «Mañana te pago. Pero, por favor, hazme este despacho ahora». «Después de la tarea», le contestó el criado. Andrés tenía una novia americana, era despierto y hablaba el mejor inglés de la embajada. Escribía con una letra preciosa, de firme dibujo, sin cometer faltas de ortografía. Justo lo contrario de Juanito, que emborronaba mil cuartillas con membrete oficial hasta conseguir algo decente. Después de convencer al criado y dejarle sentado en su mesa, Juanito se dirigió a la de Paco Bustamante, enfrascado en resumir la prensa, que aquel día venía interesante.

Paco se levantó y fue a mostrarle las noticias a don Juan. Ni miró a Juanito cuando éste le propuso dar un paseo por el Mall. El sobrino, al ver que no se le hacía caso y que allí se trabajaba, trató de escabullirse hacia la puerta de la calle. Su tío, desde el despacho, le llamó. Don Juan vio a su sobrino dirigirse hacia él esplendente, repeinado, con la piel descansada y porosa, la ropa recién planchada.

-¿Necesitas algo? Voy de compras -dijo Juanito solícito.

-¿Has terminado los informes? Esta tarde tienen que estar listos.

-Eso lo hago yo en un santiamén después de comer.

-¿Y no vas a dormir la siesta?

-No te preocupes... igual me los hace Bustamante, son poca cosa.

-No te he visto sentado a la mesa de trabajo ni un solo día. No digo que tengas un horario fijo, como un oficinista, pero el papeleo mínimo sólo se puede hacer si uno lee, escribe y despacha.

-Tío, no te enfades conmigo. Sabes que odio los papeles, que no se me dan bien; además, tengo alergia al polvo de los papiros. Mi madre te ha dicho lo malo que me ponía de pequeño cuando cogía los libros de la biblioteca de mi casa. Ya no tengo esos ataques respiratorios, pero no debo exponerme... Por cierto, Víctor no quiere limpiar a fondo los cajones de mi armario. Debes recordarle cuáles son sus obligaciones.

-Tienes que dar ejemplo. No puedo permitir que te vayas de paseo mientras los demás cumplen con su trabajo, y menos que les mandes tareas que te corresponden. Si quieres salir, preséntame el informe.

-(...)

-¡Cállate! -le gritó don Juan.

-¡Si no he dicho nada! -protestó Juanito.

-Pero te oigo pensar.

-Si me oyeras pensar, no escucharías más que cosas buenas para España.

-Por ejemplo...

-Que hay que poner vigilancia al cubano. Está claro que es un individuo peligroso.

-¿Para quién? Yo creo que no es más que un poeta; exaltado y febril con las palabras, pero, como todos, torpe en los mecanismos prácticos de la vida.

-Pues yo le veo cara de clandestino. Nos odia.

-¿Qué quieres?, ¿que recurramos a los espías?

-Si eso no te gusta, o resulta muy caro... puedes pedir informes al Capitán General de Cuba, aprovechando que le vas a telegrafiar.

-Tú lo que tienes que hacer es ponerte a trabajar.

Don Juan se levantó del sillón, fue hacia la puerta y le cerró el paso con el brazo. Con gesto terminante le señaló el camino de la oficina. El sobrino esbozó una sonrisa turbia de picardía y se replegó hacia la oscuridad del pasillo.

Media hora después, Juanito, aprovechando que su tío se había marchado, salió a la calle. Se dirigió a la iglesia católica de Saint Matthew con la esperanza de ver a Victoria. No era la primera vez que la acechaba en sus misas. Se arrodilló en el primer banco, la cabeza inclinada sobre el pecho, juntas las manos en oración. La misma postura que de pequeño adoptaba en la capilla de los jesuitas. Luego, fue a confesarse con el padre Conagan. Ante el buen cura irlandés, inició la retahíla de sus pecados. Le hablaba de sus malos pensamientos, de sus sueños horribles y, sobre todo, de Victoria: en algunos momentos sentía ganas de matarla, para que no le tuviera más en una llaga viva, para que no fuese de otro. El padre Conagan comprendía algo de castellano; así que, Juanito, mezclando su inglés infernal -en el que declaraba lo perdonable- con un andaluz suelto, velocísimo -en el que confesaba lo imperdonable-, sumía al cura en una resignada actitud que podía condensarse en: «dejemos a este muchacho que se desahogue». «Diez avemarías a la Virgen», sentenció Conagan. A la hora de la comunión, el agregado se dirigió modoso, limpio como un nardo, hacia el sacerdote, abrió, cándido, la boca y se dispuso a recibir el cuerpo de Cristo.

Al acabar la misa, esperó dentro de una capilla lateral hasta que Victoria saliera al exterior. Los fieles, en el claustro norte, charlaban con el padre que, de grupo en grupo, despedía a su rebaño. Victoria aguardaba turno. Juanito aprovechó el momento y apareció con la cara transformada por la ingestión de la hostia, la mirada plena de recogimiento, la actitud mansa del santificado... Cuando estuvo a pocos pasos de ella, aparentó volver en sí, reconocerla, y regresó a este mundo de pecado; entonces, enfocó sus ojos perdidos y dijo: «¡Ah, estás ahí! No te había visto». Al instante, ya le estaba alabando el traje, la sutilísima colonia que sólo él podía apreciar, el detalle floral de su sombrero. Se acercó el padre Conagan y volvió el agregado a adoptar el aire místico. Cuando el cura se despidió, Juanito propuso a Victoria acompañarla hasta la embajada. Horas doradas, pletórico, sin rival, daba pequeños saltos delante de ella, haciéndola reír, sorprendiéndola con el halago: «Tienes el perfil de Lily Langtry». «Andas como una oca. Eres una oca. Un hada te ha transformado para que me hechices». Cuando Juanito decidió parar de moverse y de hablar, Victoria le preguntó:

-¿Te has comprado ya la pistola para el Oeste?

-¿Qué Oeste? -contestó él con la boca abierta.

-¿No os ha invitado Villard?

-¿Quién es ese Villard?

-El dueño del ferrocarril. Va a ir todo el mundo. Será muy excitante.

Juanito quedó sin saber qué decir, pero firmemente decidido a no perderse el evento. Continuaron andando hasta Tydal Basin, allí echaron maíz a los patos. Luego cogieron una barca. Juanito remaba resoplando, Victoria miraba indiferente a los cerezos japoneses de la orilla.

Don Juan, por su parte, había salido dispuesto a ir por cuarta vez en una semana a recoger los pagarés firmados a Jessop. En dirección a la sucursal, caminó por la avenida de Pennsylvania, que ya no escondía secretos para él. Paró en la librería Thompson y compró la obra de Lyell que le pidió Cánovas. Le costó un dineral. Caracterizaba al Monstruo esa insensibilidad respecto a las finanzas ajenas. Pero, bueno, poseía otras virtudes: gracias a él tenía el dinero de Jessop y, sobre todo, el cargo, pues, como no se cansaba de pensar, hubiera sido lo más natural del mundo que un conservador cogiera a uno de su partido para América. Compró también un libro de Flammarion sobre astronomía, debía familiarizarse con las estrellas en muy poco tiempo.

Llegó a la puerta del banco, el botones le dijo que el director no había llegado todavía. Don Juan, con paso decidido, rebasó al botones, atravesó el vestíbulo y se introdujo en la sala de juntas. Le salió al encuentro una secretaria, que le insistió en que su jefe no se encontraba allí. Ante la mirada de escepticismo de don Juan, le abrió la puerta del despacho. Estaba vacío.

De vuelta en la embajada, tenía un telegrama cifrado procedente de Cuba. El Capitán General le avisaba de la llegada de un hombre de toda su confianza, astrónomo y marino, a quien encontraría en el Congreso del Meridiano.

Al día siguiente, Juanito buscó la invitación al viaje. Había llegado, pero nadie la consideró. Trató de convencer a su tío para que hiciera las maletas. Don Juan se negó en redondo porque tenía que asistir al congreso; también por el reuma, las incomodidades y los apaches. Pestaña renunció. Por fin, logró convencer a Paco; éste, como secretario segundo, iría representando a España. Juanito le acompañaría de «attaché». No llevarían servicio, pero todo era gratis. A excepción del presidente, de la reina Victoria y del zar, buena parte de la crema diplomática, política e intelectual americana iba a asistir a la colocación del último clavo en el Northern Pacific Railway, en Deer Lodge, Oregón.

Sir Lionel le dijo a Victoria que Henry Villard había organizado el viaje porque se hallaba en dificultades económicas: debía mostrar fortaleza ante los rumores de crisis, dar confianza a los inversores; y también por Yellowstone: había olfateado el gran negocio de abrir aquel paraje de Las Rocosas al americano medio. El Northern Pacific Railway, la unión del Este con el Oeste por un ferrocarril que atravesara el Norte, por muy costosa que fuera, se convertiría al poco tiempo en una mina de oro. Sir Lionel le dijo a su hija, además, que se sentía muy orgulloso de que el magnate hubiera puesto el nombre «De la Warr» al vagón asignado a los británicos, en honor de un antepasado que fue gobernador de Virginia durante el reinado de Jaime I.

Victoria y lady Derby, con blancas pamelas, vestidas de tabaco y crema, llegaron a la estación de Nueva York. Miraban curiosas a todas partes, sin parar de hablar. Las doncellas andaban detrás, cargadas de sombrereros, maletines, paraguas... A pie de tren, las recibió el mismo Villard y les indicó el departamento que debían ocupar. Lady Derby preguntó al magnate si contarían con agua caliente en el vagón. Villard la miró muy concentrado, buscando una respuesta diplomática, y dijo: «No, hasta que lleguemos a Yellowstone», rompiendo a reír como sólo un presidente de compañía de ferrocarril puede hacerlo.

-¿Yellowstone? -preguntó lady Derby, un poco turbada por aquella expansión imprevista del sanguíneo plutócrata.

-Sí, tía. Es un bosque descubierto hace poco que tiene aguas termales y geisers altísimos -le adoctrinó Victoria.

-Perfecto, lo veremos. Quizás nos vengan bien esas aguas. Victoria, desde que salieron de Washington, no se había separado de lady Derby. Le encantaba su tía: espigada, pálida, con ojos grises y nariz de puente poderoso sobre el que encaramaba los impertinentes cuando quería investigar algo de cerca. Podía ser despiadada juzgando a un «parvenu» o a un filisteo, pero también ardorosa defensora de inocentes. A ella debía Victoria, en gran medida, su traslado a Washington. Como el entusiasmo de los americanos por su sobrina había llegado hasta Knole, lady Derby aceptó la invitación de Villard para ver con sus propios ojos el éxito de su protegida; además, oficiosamente, se podía decir que representaba a la reina Victoria.

Llegaron a Minneapolis. Todo el mundo bajó del tren para tomar el desayuno. En un prado cercano a la estación, Villard había dispuesto mesas sobre las que brillaban verdaderos manjares: pollo de las praderas, lengua de búfalo, ostras, champán... El general Grant hizo un discurso, le siguió Villard. Cuando el grupo de ingleses se abrió, Paco y Juanito pudieron ver, detrás de aquella muralla de elegantes levitas y copudos sombreros, una flor blanca, quizás un poco pálida, pero con más brillo en los ojos que en Washington. Victoria les mandó una sonrisa encantadora. Lady Derby, que estaba a su lado, la captó, miró a los destinatarios y puso tal cara de extrañeza que Victoria se creyó en la obligación de aclarar que aquellos muchachos eran amigos suyos, diplomáticos españoles.

-¿Diplomáticos..., pues parecen «valets»? -exclamó lady Derby.

-En España empiezan la carrera desde abajo -repuso seria Victoria.

Lady Derby no la creyó. Estaba convencida de que Juanito y Paco eran lo que parecían: criados. Pero sabía de la sangre española de su sobrina, de las normas audaces que había establecido en la legación británica, de su éxito con los jóvenes. Y en fin, aquellos lo eran.

Terminado el desayuno subieron al tren, continuó la marcha. Lady Derby y Victoria, una frente a otra, no acababan de fijar su atención en el libro que tenían abierto en el regazo. La hierba alta, parda, manchada de cardos amarillos, se extendía hacia el horizonte. Al poco tiempo, el tren disminuyó la velocidad hasta ponerse a paso de carreta. Oyeron en el vagón voces de ajetreo. El tren terminó deteniéndose, una manada de búfalos ocupaba la vía. Se asomaron a la ventanilla, vieron un mar de morrillos crespos y marrones hozando la tierra con grandes caretas barbadas. A ambos lados de la vía se esparcía la manada. Después de este espectáculo, sucedió una escena más íntima. Uno de los enormes animales levantó las patas delanteras y trató de cubrir a una hembra que tenía la cabeza humillada. Al elevarse, el macho mostró su verga triunfal, flamígera. Lady Derby miró a Victoria para iniciar un comentario jocoso ante aquella evidencia insoslayable, pero vio en su sobrina tal cara de sorpresa, tal expresión de extrañeza y confusión, que inmediatamente sospechó el motivo.

-¿Qué pasa, querida? -preguntó lady Derby con entonación afectuosa.

-Ese animal está enfermo -dijo Victoria con los ojos muy abiertos.

-En cierto modo sí, pero de una enfermedad deseada por todas las criaturas, incluidas las humanas -observó con delicadeza lady Derby, al ver que no había asomo de humor en su sobrina.

-No sé a qué te refieres, tía.

En este punto, el búfalo había logrado el acoplamiento de una manera pedagógica. Victoria pudo ver claramente, como en una lámina de anatomía, la trayectoria del brioso proyectil y la doméstica recepción efectuada por la hembra. El resto de la manada no se inmutó ante la trepidación de aquellas moles peludas, pero Victoria comprendió que la enfermedad no la padecía sólo el macho. Sintió nacer en las raíces de su melena un picor cálido que se le extendió a toda la cara.

-Me refiero, sobrina, a que esa enfermedad es la que tiene prevista el buen Dios para que todos nazcamos. Ese enorme artefacto hinchado es necesario que penetre en nuestra entrepierna para que podamos tener hijos -dijo Lady Derby con expresión jocosa, deportiva-. En fin, tenemos que hacer frente al asunto, y con buen ánimo.

La hembra bufaba de vez en cuando, el macho emitía unos ronquidos hondos que hacían retumbar el aire. Se oyó un disparo en la cabecera del tren. Los maquinistas despejaban la vía de búfalos. Luego empezaron a sonar los tiros en los vagones más cercanos. Lady Derby se asomó prudentemente y vio los fusiles saliendo por las ventanas de los pasajeros. Un gran animal se desplomó, después otro. La organización había repartido rifles a los invitados. Sir Lionel tenía encarado el winchester y apuntaba con la misma impunidad que a los platillos de una caseta de feria. Su gorra escocesa temblaba a cada disparo, mientras los animales caían.

Victoria se apartó de la ventana y permaneció encajada en su asiento con la barbilla pegada al pecho. Ahora se le aparecía a otra luz la mirada ávida de Juanito, la vibración impaciente de Roustan, la humedad empalagosa de los ojos del presidente Artur. Todo se reducía, pues, a escaramuzas preparatorias para el gran momento. Imaginaba que algún intercambio tenía que haber en la cama, pero no algo tan violento, tan concreto.

El tren se puso en marcha. Aún se oían los disparos. Victoria se levantó y vio con alivio que la pareja de búfalos seguía viva. Entonces comenzó una larga conversación con su tía.

La locomotora marchaba a toda velocidad cruzando la pradera. Atrás quedaba la manada, otras se divisaban a lo lejos moteando la llanura. Pararon en Bismarck, en realidad, unas casetas de madera alineadas a ambos lados de la calle que discurría paralela al río. Bajaron los españoles, dirigieron sus pasos al gran rumor de agua que se oía detrás del apeadero. Tomaron por un camino muy pendiente, lleno de barro. Pasados unos árboles se dieron de frente con el Missouri majestuoso.

En el pueblo, Paco y Juanito anduvieron por las aceras entabladas buscando una barbería. Vieron un cartel: el forajido representaba a un hombre joven, había robado treinta mil dólares en un banco de Northfield, Minnesota. Cinco mil se ofrecían por su captura, vivo o muerto. Juanito le encontró parecido con el bandolero Pasos Largos, al que no hacía mucho cazaron en la sierra Tiñosa, cerca de Priego de Córdoba. Paco le dijo que todos los bandidos se parecían un poco, que quizá Lombroso llevaba razón y existía una fisiognomía de la maldad.

Por la tarde, caminaron los invitados otra vez hasta la orilla del Missouri. Formaban la comitiva damas con floridos sombreros acompañadas por caballeros de barba y bastón. Los criados cerraban el cortejo, a una distancia discreta cabalgaban los soldados. Llegaron a un grupo de tiendas cónicas cubiertas con pieles de búfalo. En la puerta de cada una esperaba una familia crow vestida de fiesta. Cerca del río pastaban trabados los caballos. Se reunieron todos en el centro del campamento y al poco aparecieron unos guerreros con las caras pintadas de tierra roja, empuñando jabalinas emplumadas. Comenzaron a bailar la danza del pueblo del lobo. Daban grandes saltos, se acometían, gritaban..., y a medida que crecía el ritmo de los tambores, parecían ponerse más exaltados. A Victoria la acompañaban sir Lionel y lady Derby. No lejos, en un lugar desde el que podían verla a placer, se habían situado Juanito y Paco. Juanito le daba con el codo a su amigo: «Aquella india gorda le parece a la jueza Chivers, te mira con ojos devoradores. ¿Qué les das?», «Mira la avutarda que tiene a su lado Victoria».

Los guerreros se movían con feroces convulsiones dando alaridos perfectamente salvajes. Uno de ellos se detuvo para hacer sus contorsiones justo frente a los ingleses, mirándolos mientras gritaba. Lady Derby pensó que los organizadores le habrían encargado aquel sector del público. Sin embargo, Victoria sabía quién era la elegida. El indio se descoyuntaba, giraba, ululaba... pero sus ojos lanzaban unos destellos concentrados que siempre terminaban en ella. A la tercera parada, comenzó a inquietarse ante aquel salvaje con rictus de filo de cuchillo, dientes amarillos de tigre y cabello grasiento, negrísimo. El rugido profundo que emitía el guerrero le recordó los roncos suspiros del búfalo macho. Se apretó un poco contra lady Derby. Miró a su padre, le vio embelesado, con cara de inocente turista satisfecho ante aquellos buenos salvajes que le estaban divirtiendo.

Fueron apagando el ritmo los tambores. Los indios se dirigieron al centro, levantaron las manos hacia el cielo y dieron un grito común que acabó con la danza. Tronó una salva de aplausos. Los que hacían los soldados, desde los caballos, con sus grandes guantes amarillos, sonaban como si batieran colchones. Los guerreros comenzaron a retirarse. Todos menos uno. El que había mirado a Victoria se dirigió hacia los ingleses con gran agilidad llevando su lanza y una bolsa de piel. Sin mirar a nadie, se puso delante de ella, y le dijo: «Me go. You go», señalando a una tienda cercana de la que salía un humillo hogareño. Repetía las palabras y enseñaba la bolsa, pero eran sus ojos los más elocuentes. Sólo el miedo al rechazo o al ridículo velaban la autoritaria seriedad con que el joven exponía su demanda viril. Al ver que Victoria no reaccionaba y que una sonrisa de circunstancias había quedado congelada en su boca, el indio extendió el brazo hasta tomarle la mano. En ese momento, sir Lionel la cogió del otro brazo y, mirando severamente al salvaje, la apartó de él. Los soldados se dirigieron hacia el joven increpándole con gestos desabridos. Todavía Victoria pudo ver la cara de desengaño que le quedó al guerrero. Un lingüista alemán, que había contemplado la escena, se apresuró a hablar con sir Lionel en un aparte.

-Mientras estén aquí sería prudente poner vigilancia especial a su hija. Los guerreros crow cuando eligen mujer en público comprometen su posición social. No me extrañaría que éste intentara un rapto. Se han dado casos. Debe hablar con Villard de esto.

Victoria, más pálida de lo normal, parecía atender a las palabras tranquilizadoras de su tía. En realidad, continuaba viviendo la escena del joven indio solicitándola. En adelante, debía ser sumamente discreta, no levantar la fiera en nadie, posar sus ojos con frialdad en las personas inflamables, economizar gestos, reprimir sonrisas, convertirse en una momia. ¿O, acaso, no resultaría magnífica una aventura con aquel joven guerrero fuerte y decidido? Un sueño entre árboles, una huida a caballo... y despertar en un valle florido con terneritos. Lady Derby la sacó de sus fantasías. Era de noche, había que volver al tren.

Villard se tomó en serio la advertencia. En la puerta del vagón «De la Warr» ya montaban guardia dos vigilantes. Victoria, recuperada de la impresión, consideraba ahora el suceso como una anécdota entre circense y romántica. En su departamento le esperaban las doncellas para arreglarla. Por la noche tendría lugar una velada musical. Se encontraba pegajosa, sucia, con los huesos doloridos sin haber realizado esfuerzo alguno. Soñaba con un baño caliente, mandó que le prepararan las toallas.

Juanito recorría, curioseando, los pasillos del tren. Entró en los vagones de lujo. Detrás de la barra del bar, un patilludo camarero negro limpiaba los vasos. Atravesó varios vagones más. Cuando iba a volverse, atisbó, en uno de los departamentos finales del pasillo, una ráfaga negra, larga, que ondeó por un instante fuera de la portezuela. Desde donde se encontraba, le pareció la cola de un caballo. Desechó la posibilidad del equino: los americanos resultaban imprevisibles, pero los empleados de Pullman no le harían la cama a un caballo. Se iba a retirar con el convencimiento de haber sufrido una ilusión visual, cuando oyó la voz de Victoria. En ese momento, ella salió al pasillo, miró distraída a su alrededor, vio a Juanito y volvió a entrar en el departamento. Juanito quedó quieto, confundido. Victoria salió otra vez y, con la sonrisa en los labios, se dirigió hacia él.

-Nadie me ha visto así.

-Estaba conociendo el tren... -disimuló, trémulo, Juanito.

-Llevo mucho tiempo sin verte. No quieres nada con los amigos -dijo ella, divertida por la cara de pasmo del muchacho.

La melena le llegaba hasta las rodillas; el pelo negro, denso, con tonos rojizos, se derramaba por sus hombros y caía por la espalda, ensanchándose en una orla final recortada a la perfección. Juanito pensaba: «¿Cómo es posible que se ofrezca a mi vista con la melena suelta? ¿Tanta confianza tiene en mí? Ese pelo es parte de su cuerpo, me hace pensar en ella desnuda, en cómo debe cubrir su piel caliente y suave. ¡Quién pudiera sumergirse en esa negrura, tenerla entre las manos, acariciarla! Es demasiado largo y oscuro, me está provocando. ¿De dónde le vendrá la manía?, ¿de una promesa? En España algunas mujeres lo hacen. Su madre era bailaora».

-Me lo dejo tan largo porque me da pena cortarlo.

Juanito la veía, a la débil luz del pasillo, con los ojos profundos, las pupilas dilatadas, la sonrisa amiga; se hundía por momentos en una sima de miel y de peligro, no debía mirar esos ojos. La voz de Victoria le llegaba a un lugar donde sólo parecía hablarle a él; su español sonaba más imperfecto y tierno que nunca. Sin darse cuenta, se habían salido del ángulo de visión de las doncellas. Juanito cogió su mano. Ella no la retiró, ni se puso en tensión; siguió mirándole, pero ahora interrogante. «Amigo, ¿qué es esto?». Él la tomó por la cintura y la atrajo hacia sí. Victoria soltó la mano. Juanito la cogió del cuello y la besó a la fuerza chocando sus labios con la boca cerrada de ella. Victoria le empujó contra la pared del pasillo.

-Llamaré a las doncellas, estúpido.

Juanito, con los ojos rojos, volvió a acercarse. Susurrando para que no cumpliera su amenaza, le dijo:

-Si recibes mis flores, ¿por qué no quieres mis besos? ¿Por qué me miras hasta derretirme el alma? Si no me quieres, déjame en paz.

-Yo no te miro de manera especial. Tú sí me miras como un búfalo.

Bruscamente, salió corriendo y se introdujo en el departamento.

Juanito se dirigió al bar; allí, se desplomó en un taburete y le pidió al camarero un coñac. El negro se negó a servirle. Él insistió: lo necesitaba, tenía el frío metido en los huesos, quizás hasta fiebre, no podía hacerle eso a un compañero. Por fin, le puso la copa. Cuando el licor atravesó su garganta, recuperó un poco el ánimo. Se despidió del barman con un gesto de agradecimiento.

Llegaron a Helena, cerca de la Divisoria Continental. Rodeada de bosques, la aldea se encontraba en la ladera norte de unos picos nevados. Con sus casas de madera, parecía salida de un cuento infantil. La niebla de la mañana sumergía las viviendas en una atmósfera nórdica. Casi todos los hombres que podían verse desde el tren iban forrados de pieles y llevaban pistola. Hubo un pequeño comité de bienvenida formado por empleados de Villard, vestidos de limpio, y por los inevitables indios. A pesar del frío, los invitados bajaron del tren. Caminaron, dirigidos por el magnate, hasta un valle en el que se desplegaba un gran lago de agua esmeralda. Entonces, emergió Victoria de la niebla. Al pasar junto a Juanito, no echó la cara a otro lado, sólo miró hacia delante en busca del lago, como si anhelara meterse en él. Juanito sintió cómo se le encogía el pecho. Le había visto con toda seguridad. ¿Cómo podía mostrarse tan indiferente? Una cosa era que él se hubiera propasado, y otra muy distinta que no cruzara siquiera una mirada de reconocimiento. «Eres tú, te veo, existes...». Victoria saludó a un niño, le cogió en brazos, le sacudió el pelo. Aullaron lobos en la lejanía. Debían de estar a mucha distancia, pero se oían muy cerca en aquel silencio. Todos quedaron mirándose en suspenso, hasta que Victoria dijo:

-Los lobos huyen del fuego.

-Y precisamente aquí no tenemos -dijo, rápida, lady Derby, antes de dar media vuelta y dirigirse hacia el tren.

Dos días después, al oír el cañonazo, supieron que habían llegado a Deer Lodge. Paró el tren, la banda de música inició «Yankee Doodle». Los mineros, los granjeros, los ferroviarios que esperaban en el andén dieron vivas, levantaron alegres sus sombreros. Bajó Grant y arreciaron los aplausos. El general recibía las aclamaciones con el mismo gesto que tendría con sus nietos el día del cumpleaños. Aprovechó Villard para salir a continuación, seguido por los senadores y demás políticos. No había tiempo que perder. Todos se dirigieron a pie por la vía hacia el último empalme. La locomotora les seguía despacio. Llegaron a un prado en el que se levantaba una tribuna cuajada de banderas, farolillos y estacas coloreadas. Vinieron los discursos. Los periodistas ocuparon la primera fila, habían sido premiados por Villard con algo más que el viaje. Todos venderían Yellowstone.

Un grupo de indios formaba en dos columnas con sus trajes ceremoniales a la izquierda del estrado. Victoria trataba de distinguir entre ellos a su pretendiente; nada, todos eran viejos o mujeres. Sólo uno parecía contar con menos de cincuenta años, pero su extraño maquillaje le delataba como hechicero. Miró más allá, hacia los árboles, por si su héroe aparecía a caballo. Con una mezcla de alivio y decepción descubrió que no. Sonó otra vez la música mientras las personalidades bajaban de la tribuna. La hierba fresca del prado mojaba los vestidos de las damas. Victoria se esforzaba por no embarrar sus botines italianos. Llegaron al último tramo de la vía; se detuvieron y esperaron a que la locomotora del Oeste apareciera para enfrentarse a la del Este, que ya se encontraba allí. Al cabo de unos minutos, se oyó el triunfante silbato y apareció un enjambre de hombres montados encima de la máquina, cubriéndola por entero, situados en todos los lugares posibles, excepto en lo alto de la chimenea. Gritos, cánticos y saludos. Villard cedió a Grant un enorme martillo. El general se dirigió hacia un raíl que brillaba más que los demás. Cuando el círculo de autoridades estuvo formado, levantó el mazo como un atlante y lo descargó sobre la cabeza de un clavo de plata que, al hundirse en la madera de la traviesa, produjo un chasquido seco, terminante. Estallaron los vítores. A continuación, las dos locomotoras avanzaron despacio hasta tocar sus narices como dos camellos amistosos. Irrumpió la música, volvió a sonar «Yankee Doodle», le siguió «God save the queen», en honor de los británicos. Los obreros de ambos trenes se abrazaban, lanzaban al aire las gorras, intercambiaban sus martillos.

Empezó el baile en la calva del prado. Vasos de sidra, licor de arándanos, whisky..., todo corría por las gargantas festivas. Los indios no paladeaban la bebida, la engullían ansiosamente. Cuando los rugidos de algunos borrachos se hicieron molestos, un sargento de caballería acompañado por cuatro soldados, fue concentrando a los indios con chasquidos de la lengua semejantes a los que hace un pastor para llamar a las ovejas. Reunidos todos, los escoltó fuera del lugar.




ArribaAbajoVIII. Congreso Astronómico. El aguijón de la carne

Pocos días después de que su sobrino y Paco emprendieran el viaje al Oeste, asistió don Juan al Congreso del Meridiano. El vestíbulo del Willard Hotel rebosaba de uniformes militares y diplomáticos. Gorros, turbantes, sombreros de copa flotaban como corchos brillantes en un barril de melaza. Reinaba una atmósfera espesa de humo, zumbaban murmullos en mil lenguas. Iba a tener lugar la inauguración de la conferencia que fijaría el círculo donde se supusiera el origen del tiempo. Las más apartadas regiones de la tierra estaban representadas: japoneses, hawaitianos, árabes, hindúes... Algunas potencias acreditaron hasta cinco delegados. Por España, acudían don Juan y dos enviados especiales: don Joaquín Ruiz del Árbol, catedrático de Física de la Complutense, y un oficial de marina, don José Pastorín. El profesor Ruiz del Árbol sólo parecía relacionarse con su gran maleta de cuero negro. De aire aburrido y pedante, daba pábulo a pensar en un verdadero destructor de vocaciones científicas. Muy distinta impresión producía Pastorín. Llegó a Washington la noche anterior procedente de Cuba. Tenía bajo su mando el único buque científico español desde la corbeta Atrevida de Malaspina. No parecía un astrónomo. Las patillas gruesas, los dientes blancos, la sonrisa de hiena feliz ofrecían la estampa de un próspero tratante de esclavos. Don Juan, apenas cruzadas dos palabras, simpatizó con él. Antes del inicio de las sesiones, Pastorín le contó que su misión habitual en la Astarté consistía en atisbar los cielos, estudiar los fondos marinos y observar el curso de las corrientes tropicales. Dejó para el final decirle que lo enviaba el Capitán General de Cuba con la misión de investigar la dinamita y la compra de armas que intentaba Máximo Gómez. Don Juan le puso al corriente de sus últimas gestiones: la denuncia de Agüero ante Bayard, las notas casi diarias para urgir la detención de Marrero, los explosivos...

Don Juan había recibido instrucciones de Madrid para apoyar la propuesta británica de que el meridiano origen pasara por Greenwich, en lugar de por París. Sir Lionel ya le había sondeado sobre la postura de España en una recepción reciente. Le dijo que Inglaterra contaba con la mayoría de los votos antes de empezar el Congreso porque tenía la «razón náutica» de su parte. Don Juan le contestó que, más que la razón, los ingleses tenían la fuerza de la mayor flota del momento, por eso era natural que impusieran su criterio. Además, contaban con la ayuda de los Estados Unidos, potencia naciente de la hermandad anglosajona. De paso, le comunicó a sir Lionel su esperanza de que, a cambio, los ingleses aceptaran algún día el sistema métrico decimal. Fue entonces cuando el padre de Victoria soltó una sonrisilla meliflua, carraspeó y le preguntó por el reúma.

Don Juan no había tenido en su vida mucho trato con los cielos estrellados, tampoco tuvo tiempo de leerse el libro de Flammarion. Su relación con la astronomía se limitaba a saber que Perseo, Casiopea y el gigante Orión representaban en el cielo la escena del héroe que defiende a la princesa de un monstruo. Con ese escaso bagaje, iba a representar a España en la reorganización de los círculos máximos del globo terrestre.

Después de las primeras intervenciones, ya resultaba claro que el ganador sería Greenwich. Don Juan, desde su pupitre, declaró: «si las glorias pasadas hubieran entrado en cuenta para conceder a un país, a modo de corona o palma triunfal, la distinción de que el meridiano que pasa por su observatorio nacional fuese el primero, tal vez a ninguna otra nación, sino a España, tocaba de derecho tal preeminencia». Los franceses chillaban de forma grotesca, palmeaban los estrados, enrojecían, mascullaban sobre «la fuerza de la tradición», «París, centro cultural de Europa», «grandeur»... Toda esa irritación contrastaba con la plácida asepsia del resto de los delegados. Era el francés, el único espectáculo al que los avezados sabuesos del periodismo americano trataban de sacar jugo.

Llegado el descanso, don Juan salió con Pastorín al vestíbulo para fumarse un puro. Los periodistas corrían hacia la escalera principal; formaron un círculo a la espera de que terminara de bajar un ser corpulento y calvo. Todos murmuraban su nombre: Herlizer. Por los escalones descendía el principal responsable del mal ambiente contra España que imperaba en la opinión pública americana. Había viajado a Washington para entrevistarse con el presidente. Bajaba los peldaños desenvuelto, orondo, con la plácida mirada de un paquidermo; le flanqueaban dos secretarias elegantes; por detrás, guardaba sus espaldas un jayán con sombrero de ala ancha, chaqueta de piel y pistola al cinto. Se detuvo Herlizer en el rellano, miró satisfecho a los chicos de la prensa:

-¿Dónde está mi muchacho? ¡Eh, Gould, que ha venido tu jefe! ¿Cómo es que no te encuentras en primera fila? Mis periodistas siempre en primera fila.

Al momento se acercó, abriéndose paso de manera indecisa, un joven rubio con gafas de concha.

-Aquí estoy, señor Herlizer.

-Hazme la primera pregunta. La primera para el World.

-Señor Herlizer ¿es cierto que le van a nombrar doctor «honoris causa» por la universidad de Columbia? -preguntó Gould con voz que no le salía del cuerpo.

-Sí, hijo mío, me van a nombrar doctor por la universidad de Columbia -repitió con un trueno de voz Herlizer-. Mis buenos dólares me ha costado -y soltó una carcajada-. Pero eso no interesa a nadie. Ya se ve que te han destacado para preguntar a sabios astrónomos. Yo no soy un cabeza de huevo. Pregúntame algo hirviente, que pueda sorprender a los lectores. Sácame un titular -y miró con desdén al novato, como avergonzándose de tenerlo a sueldo.

-Señor Herlizer, soy Crane, del Sun.

-Te conozco viejo carcamal.

-¿Para qué va a entrevistarse con Cleveland? -preguntó Crane.

-Para ver si, de una vez, se decide a atizarles a los españoles como se merecen. Con tres de nuestros barcos, arreglábamos las cosas. Están oprimiendo a un pueblo, el cubano, que quiere la libertad. Y ofendiendo, desde su absurda soberbia de potencia moribunda, a este pueblo noble y generoso que es el americano. Ahora acaban de detener a un patriota. Leed la última edición.

En ese momento, hizo un gesto a la secretaria que se hallaba a su izquierda, ésta le entregó un ejemplar del World. Extendió la portada ante los ojos de todos. En ella, con letras gigantes: «Marrero arrestado». Herlizer continuó:

-Marrero, un luchador, un idealista que tuvo que refugiarse entre nosotros.

Don Juan quedó paralizado por la sorpresa. Cuando se repuso, y después de extrañarse de que la detención del jefe de los dinamiteros la supieran los periódicos antes que la embajada, intentó compartir su alegría con el marino. Pero éste clavaba la mirada en Herlizer y no le hizo caso. Pastorín alzó los hombros, se ajustó el sable de reglamento, encajó con fuerza en su cabeza el gorro de gala; al final, quedó en una posición rígida, similar a la de «presenten armas». De repente, se dirigió hacia el grupo de periodistas, y le gritó a Herlizer:

-¡Cerdo mentiroso! Marrero es un terrorista, un criminal que pone bombas para asesinar a inocentes. Ustedes le proporcionan las armas para que siga matando a mis compatriotas. Ha ofendido el honor de mi patria. Le desafío a duelo singular. Elija padrino y testigos.

Pastorín arrojó uno de sus guantes blancos a la cara de Herlizer. Éste no movió un músculo. Luego avanzó la cabeza hacia el marino, como si no terminara de creer lo que veía. Se recuperó, y dirigiéndose a los periodistas, vociferó:

-Mirad, amigos. Así resuelven los conflictos estos anticuados caballeros. Con guantes y sables.

Herlizer, enrojecido, miraba alternativamente al marino y al guardaespaldas. Luego, dirigiéndose sólo a Pastorín, bramó:

-¡Váyase al diablo! ¿Cómo se atreve a desafiar a un ciudadano americano en su propio país? Lárguese antes de que Charlie se enfade y le meta el sable por el culo.

Pastorín bordeó la barrera de las secretarias, apartó de un manotazo uno de los grandes macetones que adornaban la escalera y se plantó delante de Herlizer. Éste retrocedió, pero no pudo detener el tremendo bofetón. Las secretarias gritaron. Charlie atacó a Pastorín. Trataba de agarrarlo. El marino, aunque le esquivaba con agilidad, perdió algunos botones dorados del uniforme. Don Juan, muy alterado, se acercó a las escaleras. Los periodistas murmuraron: «el embajador español», y le abrieron paso. Uno de los mozos del hotel, que asistía embelesado al combate, escoltó a don Juan hacia el lugar de la pelea y se puso en cuclillas dispuesto a no perderse ni uno de los giros del acontecimiento. Herlizer trataba de escapar con sus dos secretarias. Don Juan le dijo a Pastorín, desde una distancia prudencial, alzando la voz, que se calmara, que no usara la violencia. El marino y el gorila seguían enzarzados haciéndose quiebros, asestándose golpes. Pastorín, menos robusto que Charlie, se escurría de las tarascadas que éste le lanzaba, tratando de llegar hasta donde estaba Herlizer. Don Juan, al fin, decidió intervenir y se interpuso entre ellos.

-Déjelo usted ya. Esto puede traer consecuencias políticas graves.

Cuando el guardaespaldas vio a don Juan, uniformado y majestuoso, aplacar a Pastorín, se retiró hasta el lugar donde estaba su jefe y, cogiéndole de un brazo, le llevó hasta la puerta del hotel. El botones se acercó al marino y le entregó el guante blanco que había quedado tirado en el suelo. Los periodistas se dividieron. Gould y unos cuantos salieron detrás de Herlizer, los otros rodearon a los españoles.

Pestaña había leído ya el periódico; fue al Willard con la intención de informar al embajador. Al entrar en el vestíbulo, le vio rodeado de gente. Se acercó al grupo; después de unos forcejeos, logró ponerse al lado de don Juan. Le extendió la última edición del World Herald. Efectivamente, Marrero había sido detenido, junto a seis más, en Savannah. Lo nuevo era que el periódico animaba a los Estados Unidos a intervenir en Cuba. Antes de que los periodistas volvieran a la carga, don Juan, Pastorín y Pestaña salieron a paso rápido del hotel.

-Confío en la prudencia de Cleveland. Ante el resto de las naciones no podrá justificar una guerra sólo porque hemos reclamado la detención de un dinamitero -dijo don Juan a Pestaña, dentro del coche que a todo correr habían tomado.

-Pero los políticos lo que quieren es que les reelijan. Si la opinión presiona de manera irresistible, irán a la guerra. Y a la opinión la maneja ese canalla de Herlizer -reflexionó, sombrío, don Saturnino.

-Lo primero -propuso firme don Juan- es redactar una nota al World desmintiendo su sensacionalismo. Concederé entrevistas a quien me las pida, o las pediré yo mismo en los pocos periódicos serios que van quedando, pues hasta al New York Times lo veo desde hace unos días simpatizar con los rebeldes.

Llegaron a la embajada. Víctor, el criado, manoteaba, sacudía la cabeza, balbucía de forma atropellada. Unos desconocidos habían apedreado las ventanas del despacho del embajador. Acababa de marcharse un grupo con carteles que decían: «Españoles asesinos», «Justicia para Marrero». Todos se sorprendieron de la rapidez de reacción del «pueblo americano». Apenas hacía unas horas que había surgido la noticia, y ya un equipo de alborotadores se hallaba dispuesto para actuar.

Al día siguiente, hubo un «meeting» de indignación a favor de Marrero al que asistieron más de quinientas personas. Se lanzaron discursos encendidos contra España, llamaron «vieja estúpida» al Secretario de Estado.

Ese mismo día, Pestaña le entregó a don Juan una nota de Bayard. Lamentaba los incidentes y se disculpaba de que la prensa hubiera conocido la detención de Marrero antes que ellos. Lo peor era que la dinamita no aparecía por ninguna parte. Ni el cabecilla, ni los otros seis detenidos, reconocían que la hubiera. Protestaban airadamente y sus abogados iniciaban recursos contra la medida. Bayard decía que su gobierno sólo podía mantener los cargos por las pistolas y fusiles que les encontraron en la pensión de Savannah en donde fueron arrestados.

-Si hubieran encontrado la dinamita -dijo Pestaña-, tendrían muy difícil demostrar ante el mundo que ellos sólo apoyan a políticos y luchadores cabales, no a asesinos. ¿Quién miente aquí? ¿Mintió Ausubel? ¿Miente Bayard? ¿Se han preocupado los americanos de encontrarla? No han querido, con la detención cumplen -se contestó Pestaña a sí mismo, con pausada resignación.

Dos días después, en el bar del Willard, terminada la última sesión del congreso, don Juan y Pastorín tomaban un coñac comentando las incidencias, algunas chuscas, que habían ocurrido aquella tarde. Por ejemplo, los chinos propusieron a última hora que el cantonés fuera también lengua oficial, pues ellos eran el pueblo más numeroso de la tierra. Animados por el alcohol y el patriotismo, volvieron a lamentar la injusticia histórica de que la nación descubridora del Nuevo Mundo, la que dibujó las rutas de los mares, se viera relegada en favor de una estirpe de piratas y bebedores de ginebra. Cuando llegó la autocompasión a límites insoportables, el marino cambió de conversación.

-Llevo dos meses embarcado, en la más estricta cuaresma. Si no pruebo un poco de carne, me va a dar el escorbuto. ¿Conoce usted algún sitio respetable donde un astrónomo pueda solazarse?

-Sé lo que oigo a mis agregados -repuso don Juan-. Ellos hablan muy bien de la casa de Betty Louis. Dicen que es discreta, que tiene buenos muebles en los salones, comodidad en los dormitorios, cuartos con agua corriente y, ante todo, muchachas de gran calidad, muy limpias, revisadas cada semana por el médico de la casa, Mr. Hearp, al que conozco y que es más caro que el gas. Durante el tiempo que llevo aquí, he pensado en ir alguna vez, pero solo no me gusta aventurarme y con los mocetones de la embajada, me veo en una inferioridad ostensible. Así que mi cuaresma es parecida a la suya. También a mí me hostiga el aguijón de la carne.

Poco después, se detuvieron ante una casa de ladrillo rojo y ventanas góticas, no lejos del Mall, en un sitio que, sin ser céntrico, tampoco estaba fuera del Washington visitable. Iban sonrosados, los ojos brillantes, los puros despidiendo el humo azul de las locomotoras. Después de respirar hondo, don Juan, con aire de maduro inspector de policía en misión de control venéreo, golpeó el llamador. Un mayordomo negro entreabrió la puerta, examinó los uniformes respectivos y con voz sumisa, profesional, les dijo:

-Por aquí, señores.

Entraron en el amplio vestíbulo, presidido por una escalera central. A ambos lados, los salones. Uno, tapizado de verde oscuro, otro, de rosa cardenal. De ellos salían voces contenidas de varones, contrapunteadas por cálidos, y un poco roncos, susurros femeninos. Enseguida se presentó una mujer de mediana edad, traje gris perla y busto de estatua. Tenía una cara agradable, aunque marcada por las ojeras; iba sin maquillaje, con el pelo húmedo, como si acabara de bañarse. Su expresión dominante y tranquila daba a entender que se encontraba en horas de trabajo, que ella era la dueña y que no entraba en el lote. Les extendió con solicitud el brazo. Don Juan, al instante, tomó su mano y, arqueando con elegancia la espalda, se inclinó:

-Señora mía.

-Soy Betty Louis -dijo ella.

-Lo sabemos -intervino Pastorín cortante, para evitar cualquier dilación en las presentaciones.

Betty dudó si serían o no delegados del congreso astronómico. Llevaba atendiéndoles más de dos días. Era gente pacífica, muy distinta de la que acudía a la capital para las convenciones de ganaderos o de viajantes de paño. Tenían un aire ingenuo, despistado; algunos, hasta olían a tinta. No así aquellos dos caballeros. Betty se dio cuenta de que don Juan mostraba un poco de inquietud, como si temiera que le vieran allí, de modo que los pasó a su despacho. Para evitar encuentros embarazosos, tenía dispuesta esa habitación desde donde era posible inspeccionar los dos salones a través de una discreta celosía. Así, los indecisos veían sin ser vistos y tenían la oportunidad de elegir, a distancia, las muchachas deseadas. Entretanto, éstas conversaban con otros clientes, les ofrecían bebidas o simplemente se exhibían en los divanes. Vestidas con elegancia, si no fuera por la amplitud y profundidad de sus escotes, se podría pensar que aquello era el salón de una casa de la «high life».

-Si ven algo que les guste, tiran del cordón y vendrá Noah. Él se encargará de llevarles a la chica a una habitación del primer piso, al que ustedes pueden subir por aquí -y les señaló, medio disimulada por una enorme planta, una escalera de caracol pintada de rojo.

Cuando les dejó Betty, Pastorín dio una rápida ojeada al salón verde; enseguida supo cuál sería su elección. No era muy alta; quizás, hasta un poco rellena, pero, incluso desde allí, se podía ver el azul morado de sus ojos, la cara pícara, la melena corta de rizos negros. Estaba recostada en un pequeño sofá, ofrecía su cuerpo, con húmeda indiferencia, al desconocido que la observaba detrás de la rejilla. Una bomba erótica, pensó, en términos bélicos, Pastorín.

Tiró del cordón y al instante se presentó Noah.

-Diga a la señorita de aquel diván que tendré el gusto de pasarla por las armas en breves momentos.

Noah no entendió la metáfora militar, pero supo que el marino había elegido a Susan. Antes de acompañar a Pastorín al piso de arriba, le preguntó a don Juan.

-¿Ha elegido usted ya?

-Todavía no. Estoy calculando mi potencia de fuego.

Una vez que Noah y el marino salieron, don Juan se sirvió una copa de coñac, encendió otro puro y miró por la celosía. El salón se hallaba dividido en varias zonas de intimidad por muebles-jardinera con exhuberancia de plantas. Reconoció a algunos congresistas. Los delegados italianos Santori y Trono di Monte cortejaban en paralelo: arrodillados en apartados contiguos, ambos acercaban la barbilla a los escotes de sendas muchachas. Un alemán tristón, con mostachos de domador de fieras y mirada hundida, se había separado del grupo y medio dormitaba. Era el profesor Ritske de Jena, especialista en estrellas dobles.

Don Juan se debatía en una serie de incertidumbres: «¿Subo a la habitación o me quedo en uno de los salones a verlas venir? Si decido subir, ¿intentaré la penetración o pediré algún trabajo menos comprometido? Y si me determino a penetrar, ¿podré o no podré? Con casi sesenta años, no siempre acude el perro a la llamada del amo».

Estas elucubraciones se evaporaron de pronto. Betty Louis, desnuda del todo, apareció en el vano de la puerta del despacho con dos copas vacías de champán en una mano y una botella en la otra.

-Veo que no se decide -dijo con voz insinuante-. Quizás necesite observar más de cerca las bondades de esta casa.

Hizo un ligero movimiento voluptuoso adelantando el hombro izquierdo. Se acercó al embajador, le miró fijamente y puso una de las copas en su mano. Don Juan acusó el impacto. La oferta de ese cuerpo blanco, de carnes firmes, si bien no restallantes, el tono casi maternal con el que susurraba, le sacaron de todas sus vacilaciones. Aceptó la mano que ella le ofrecía y la siguió. Don Juan subía las escaleras no muy dueño de su voluntad, contento al fin de que Betty hubiera decidido por él. Contento, porque si fracasaba, iba a hacerlo ante una mujer madura, que sabría comprender mejor el deterioro inevitable del impulso.

Ya en el dormitorio, lo primero que atrajo la atención del embajador fue la cama: amplia, de alto dosel, vestida con colcha de flecos rosa, repleta de almohadones celestes. Destacaban, asimismo, un tocador isabelino y, en las paredes, varios retratos de presidentes de los Estados Unidos; entre ellos, uno de Abraham Lincoln que, con el párpado izquierdo semicerrado, aparentaba guiñar, cómplice, a todo lo que pudiera ocurrir en la alcoba. Betty se aproximó a don Juan, comenzó a quitarle la ropa. Le invadió al embajador una plácida agitación. Podía contemplarse a sí mismo desde fuera, como si desnudaran a otro: a un viejo con vientre adelantado, bíceps flojos, pelo encanecido y una redondez abatida, general. Veía un cuerpo sostenido por piernas blancuzcas, espolones de carne cruda embutidos en un par de calcetines negros. Era consciente de la estampa que debía de ofrecer a un observador imparcial. No necesitaba deducirlo, por lo demás, pues en aquel momento podía contemplarse en el espejo del tocador. La comicidad de su apariencia, sin embargo, terminaba eclipsada por la confianza instintiva que le producía Betty. Se conducía de una manera que le evocaba a alguien muy familiar. ¿Acaso a su primera niñera, Visitación? Seguro que se trataba de ella. Suya debía de ser la reminiscencia benéfica que convertía aquella situación mercenaria en un cálido y humano encuentro. Cuando terminó de ser desnudado por Betty, don Juan pudo comprobar que su cuerpo le regalaba un firme argumento. De inmediato, tomó el control de la situación; pausada y deleitosamente, hizo feliz a Betty Louis. Luego, hablaron durante un buen rato de cierto resumen de sus vidas.

Era tarde. Don Juan, en el vestíbulo, se disponía a despedirse de Betty. Pastorín, precedido por una Susan risueña, bajaba las escaleras al tiempo que tarareaba aires marciales y pellizcaba a su palomita. Se dirigió a la dueña para pagar. Betty, digna y agradecida, rehusó el dinero:

-Ha sido para mí un placer atenderles. Invita la casa.

Pastorín miró a don Juan con el orgullo de un soldado que sabe que debe la victoria a la inteligencia de su general.

Al salir, una noche pura. En Washington, no se encendía apenas el alumbrado y como había luna menguante, los astros podían verse con todo su brillo. Eufórico, Pastorín inició el himno de Leopardi: «Che fai, luna, tu sola, in ciel...»

A la altura del cruce de la calle Albany y la catorce, pasaron junto a un grupo de cuatro individuos con mala catadura, sentados en un banco en la oscuridad. A don Juan le subió el corazón a la garganta, cuando el de facha más torva se acercó a pedirle fuego. Los otros tres se deslizaron por detrás con intención de rodearlos. Pastorín reaccionó con rapidez, de un salto subió al banco para dominar desde allí a todos. Con voz de trueno, de capitán que habla a una tripulación incompetente, les gritó:

-¡Por mil barricas de oro...! Atrás, chusma inmunda. No molestéis a dos hombres, por una noche, felices.

Los individuos continuaron cercando al embajador, que permanecía inmóvil con la caja de cerillas en la mano. Entonces, Pastorín sacó un reluciente revólver negro y apuntando al que pedía fuego, saltó desde el banco y se puso delante de don Juan. Empezaron a retirarse despacio; el marino advirtió que al primero que se moviera le soltaba un tiro, y lo hizo con una voz como para convencer a cualquiera. Ya en lugar iluminado, cerca de la Casa Blanca, dejaron de preocuparse.

-En este país hay que ir armado, a ciertas horas y en ciertos sitios. Usted debería tener una pistola. Sobre todo, ahora con lo de Marrero. Aquí todo el mundo la tiene. Por cierto, ¿no se ha fijado en que había un coche en la acera de enfrente observando la escena?

-No me he fijado -contestó don Juan.

-Creo que iban por mí. No soy una compañía segura. Herlizer sabe a estas horas todo sobre un servidor. Yo no venía por aquí desde hace tiempo, me la tienen jurada por una faena de la pasada guerra, que otro día le contaré. Reconozco que ayer me señalé bastante con el cerdo del magnate. Ya no me podré mover con tranquilidad, así que debo abandonar Washington. Lo del Congreso era la tapadera perfecta, porque soy astrónomo. Pero, en fin, lo he echado todo a perder.

-¿Entonces, no va a investigar el paradero de la dinamita?

-Claro, eso no puedo dejar de hacerlo. Tendré que ir a Cayo Hueso a husmear, a ver lo que me dice Quirós. De estar en algún sitio, será por allí. Sólo hay un sinvergüenza capaz de llevarla a Cuba y ése es Agüero. Bueno, por lo menos con la detención de Marrero tenemos más tiempo, hasta que recluten otra cuadrilla que lleve la dinamita a Cuba.




ArribaAbajoIX. Literatura. Madame Blavatsky

Catalina había decidido traducir al inglés los «Cuentos y Diálogos» que le regaló don Juan. Llevaba algunas hojas a las veladas para resolver sus dudas. Dominaba el castellano todavía mejor que el francés, pero una cosa era hablarlo o leerlo y otra muy distinta dar con la palabra literaria precisa. La obra de don Juan estaba plagada de expresiones populares andaluzas, de forma que las primeras versiones parecían partituras llenas de rabos, interrogaciones y asteriscos. La sintaxis tampoco encajaba. Como había tanto que hacer, Catalina le propuso a don Juan que fuera a su casa por las tardes los lunes y los viernes. Él llegaba con puntualidad diplomática a las cinco menos diez. Sally, la doncella, le introducía en la biblioteca. Allí, encontraba a Catalina mordiendo su pluma de nácar, rodeada de papeles, con el diccionario Appleton encima de la mesa. Tomaban el té, trabajaban de firme; luego quedaban en verse en alguna velada.

Una tarde, don Juan llegó media hora antes. La doncella, en la puerta hablando con el cochero, se hizo a un lado para dejarle pasar. Se dirigió a la biblioteca, pero no estaba Catalina; fue hacia el ventanal y se puso a mirar el jardín. Allí la descubrió sentada en el suelo, con las piernas desnudas cruzadas, cada pie descansando en el muslo contrario, los ojos cerrados, inmóvil. No sabía qué hacer: ¿silbar, toser, tocar en los cristales? Decidió esperar para no interrumpir la meditación, ¿pues de qué otra cosa podría tratarse?

Sally, desde el interior, avisó a Catalina; ésta volvió en sí, se estiró, susurró algo y entró en la casa por la puerta del porche. Pasados cinco minutos, apareció en la biblioteca con el uniforme de trabajo. Al ver a don Juan, esbozó una sonrisa muy social:

-Has llegado antes, no te puedo pedir disculpas.

-He dado un paseo por el Mall; cuando acordé estaba frente a tu casa. Hoy creo que es el primer día de primavera.

-¿Me has visto? -inquirió Catalina, un poco avergonzada.

-Te estoy viendo.

-¿Has mirado al jardín mientras esperabas?

- Sí.

-¿Y qué has visto?

-Una ninfa que parecía dormir. Catalina sonrió y desvió la mirada; con mano un poco temblorosa sirvió el té.

-La primavera no me sienta bien, tengo que defenderme.

-¿De qué?

-Del dolor.

-¡Pero si eres una campana, Kate Bell!

-No soy una campana. También puedo ser Kate Hell.

-Yo no creo en el infierno, y menos que tú puedas serlo.

-No lo soy, pero puedo estar algunas veces en él. El yoga me ayuda.

Don Juan puso los brazos en cruz:

-Nicolai hace gimnasia sueca.

-El yoga no es gimnasia, es un camino de purificación.

Don Juan notaba que Catalina luchaba por ser más explícita, pero algo se lo impedía. Trató de componer un gesto más serio:

-Eso me suena a espiritualidad oriental.

Catalina colocó las tazas en la bandeja. Miró a don Juan; al ver que había desaparecido su expresión irónica, en tono bajo de voz, dijo:

-Soy budista, sigo las doctrinas de Helena Blavatsky y del coronel Olcott. Mi pobre padre está horrorizado, le he salido una pagana radical.

-Yo creo en Dios todopoderoso. En las iglesias y en las religiones hechas por los hombres tiendo al escepticismo -engoló la voz don Juan.

-Según Sumangala, el dios personal no existe. «Es una sombra gigantesca lanzada en el vacío por la imaginación de los ignorantes».

-Ese buen hombre necesita las cinco vías tomistas -dijo don Juan, temiendo que Catalina se las preguntara una por una.

-¿Y en el alma? ¿Crees en el alma?

-Sí, claro... aunque dudo de todas esas bonitas historias del juicio final, el purgatorio, el paraíso...

-Entonces estamos más cerca de lo que crees. El alma es compleja.

-Platón decía que teníamos el alma instintiva, la temperamental y la racional.

- Buda es más preciso.

Catalina se levantó, trajo un pequeño libro rojo y lo abrió por la mitad:

-Según este catecismo budista de Olcott, en el hombre hay que considerar siete prendas, que no todos poseen, sino los perfectos: el cuerpo terrenal, el principio de vida, la forma astral, el alma animal, el alma humana, el alma espiritual y el espíritu.

-Ockham afirmaba que no hay que multiplicar los entes sin necesidad. ¿No te parecen demasiadas almas? -dijo don Juan.

Catalina leyó un párrafo:

-«Todos los humanos tenemos cuerpo terrenal, principio de vida, forma astral y alma animal; pero alma humana tienen pocos, alma espiritual, poquísimos y espíritu, casi ninguno. El progreso consiste en poseer las siete prendas. Cuando el alma humana se educa llega a refrenar, sujetar y dirigir al alma animal, que es donde están los apetitos bestiales, después gobierna también a la forma astral, que es el espectro, el cuerpo etéreo, el fantasma de nuestro ser, al cual enviamos a donde queremos, apareciéndonos en cualquier parte, como hacían Apolonio de Tiana y otros».

-Lo del fantasma lo considero un poco extravagante. ¿De veras cree eso el señor Olcott?

Catalina no hizo caso de la observación y continuó:

-«Con el tiempo, y educándose más el alma espiritual, se llega al supremo grado de iniciación, adquirimos el sexto principio o buddhi. Entonces ya somos sabios y disponemos de la Naturaleza, conociendo sus leyes misteriosas. Nos metemos, si se nos ocurre, en el hueco de una cáscara de avellana, nos filtramos a través de las más sólidas murallas, oímos a mil leguas de distancia, vemos lo que queremos ver, y trasponemos por los espacios siderales a visitar los astros más remotos, como hicieron Swedenborg y otros varios».

-¿De verdad crees todo eso?

-No todo, no las chiquilladas. Yo creo en la teosofía. El espiritismo es como la religión popular, el misterio ingenuamente presentado a las personas sencillas. Vosotros tenéis las vírgenes y los santos, ¿no? -replicó Catalina, y siguió leyendo: «Por último, el buddhi va subiendo y, enriqueciéndose en sabiduría, logra desechar de sí todo dolor, todo deseo, todo egoísta propósito, y adquiere el atma. Como el atma es la raíz, el ápice de la mente, el abismo en que todo se unifica, al tener atma llegamos al nirvana».

Catalina dejó de leer. Tenía cara de beatitud, de dulzura, de lejanía.

-Esto es lo que me interesa, esto busco con todas mis fuerzas.

-La palabra me encanta, ¿qué es? -preguntó don Juan.

-El nirvana es el fin del progreso, la última perfección. El nirvana es la nada: cesación de cambios y mudanzas, reposo absoluto, ausencia de deseo, de ilusión y de tristeza; olvido de todo, seguridad de que no se volverá a nacer, porque se extingue la voluntad, el necio prurito de la vida.

-¿Y si ese estado no se logra?

-Tenemos que caminar mucho. Cada uno de nosotros, si no llega al nirvana, ha de tener por lo menos trescientas cuarenta y tres vidas o encarnaciones.

-¡Trescientas cuarenta y tres vidas! Trescientas cuarenta y tres muertes. No me extraña que los budistas quieran alcanzar cuanto antes el nirvana. La reencarnación, como alternativa a la inmortalidad, me parece un ajetreo insufrible.

-Madame Blavatsky es buddhi, está cerca. Según ella, yo estoy todavía luchando con mi alma animal. Tienes que leer su obra «Isis sin velo».

Otra vez se dirigió rápida a una de las estanterías; le puso delante cuatro tomos encuadernados en piel de vaca. Don Juan cogió uno, lo abrió, le saltaron a los ojos: misterios, periespíritu, Cagliostro, Zoroastro, Orfeo, Pitágoras, el alma del mundo, Ammonio Sacas. Luego fue por otro libro: «El mundo oculto», de un tal Sinnet. Quería que se los llevara los dos para leerlos. Don Juan, ante el entusiasmo de ella, no puso objeción.

-Conoces a esa madame, por lo que veo.

-Desde hace cinco años. Es mi amiga, mi guía espiritual. Vive en Nueva York, pero a veces viene por aquí a alguna «séance» y me visita.

-¡Extinguir el necio prurito de la vida! Eso sólo puede pensarlo alguien a quien la vida le resulte insoportable -exclamó don Juan con voz grave.

-¿Te han entrado ganas de matarte alguna vez? -le preguntó Catalina.

-Tengo flaco el corazón.

-¿Y de joven?

-Una vez, en Rusia.

-Cuéntamelo.

-Ella me dijo: olvidemos esto, «ne m'en voulez pas». Yo tenía en la embajada un puñal de Georgia, grande, ancho, adamasquinado y truculento. Con él se podía cortar a cercén la cabeza de un buey. No dejaba de sacar la vaina y pensar en la muerte teatral y aparatosa que podría darme con él. Pero la razón fría, algo risueña y burlona, no me abandona nunca, ni en los momentos de más pasión. Figúrate que me reía de mí mismo viéndome tan desesperado, y no por eso dejaba de desesperarme ni, al desesperarme, de reírme.

-No la querrías de verdad.

-Si uno tuviera que matarse cada vez que el suicidio viene a propósito, se ajusta a la acción y termina bien el drama, «plaudite cives», sería menester tener seis o siete vidas al año, para irlas sacrificando según convenga, quedándose a lo mejor sin vida, y sin poder suicidarse cuando el caso más lo requiera.

-Pero, si pierdes el amor, ¿qué importa la vida?

-Cuando iba a un baile y me aburría, me quedaba hasta lo último, a ver si por dicha terminaba divirtiéndome. En este pícaro mundo, que es también un baile, me va a pasar lo mismo: con la esperanza de divertirme, voy a vivir más que Matusalén. En fin, no creo que me llegue la desesperación mientras pueda contemplar este hermoso y variado espectáculo. El día en que me muera, aun hecho una momia, voy a cantar como La Traviata: «Gran Dio, ¡morir si giovane!...»

-Yo no creo que el mundo sea un espectáculo que merezca contemplarse si se queda vacío, oscuro, sin la luz del amor.

-Eres joven y romántica. El mundo es un misterio grandioso, aún sin amor. Y tú lo sabes. ¿Si no, por qué tiemblas ante una noche estrellada? ¿Por qué me dices que te impresiona la inocencia de los ojos de tu perro?

-Cuando sufro, las noches me parecen calabozos y el sol, la lámpara mortecina de una celda.

-Pero el sufrimiento pasa.

-¿Y si no pasa...o yo no puedo evitarlo? -dijo Catalina.

Durante los días siguientes, Catalina no apareció por ninguna de las tertulias. Como todos los viernes, don Juan se dirigió a Highland Terrace confiando en que estaría dispuesta para la traducción. Sally, con cara educada, aunque inexpresiva, le dijo que se había ido a Wilmington. Don Juan le preguntó si la madre había empeorado. La doncella le respondió que la madre siempre estaba mal. Ante la poca voluntad de dar más detalles, don Juan se dio media vuelta y volvió a la embajada paseando.

Por la noche, en casa de los rusos, habló con Amy, la hija del embajador Heard. Antes de conocer a Catalina, habían coqueteado un poco.

-Ya no me dice el ministro de España que tengo los ojos de terciopelo -le reprochó, amable, ella.

-Pero los sigues teniendo.

-¿Cómo está su mujer? -preguntó Amy con la más inocente de las entonaciones, si no la hubiera acompañado de una sonrisa pícara y un ligero desdén en el remate final.

Don Juan no se esperaba la pregunta porque tenía conceptuada de discreta a la joven. Olga que, cerca de allí, la había oído, volvió la cabeza como un resorte.

La respuesta de don Juan tardaba un poco más de la cuenta. Al fin llegó:

-Bien, muy bien.

Don Juan se deslizó con la máxima suavidad al encuentro de Olga, que sustituía a Catalina en la preparación del ponche. Terminados los brindis, hizo un aparte con la anfitriona.

-Catalina se ha ido a Wilmington.

-¿Y qué tiene eso de raro? De cuando en cuando, desaparece de la vida social. No es de extrañar, las crisis cardiacas de su madre son muy graves.

-Lo que me extraña es que no me avisara, que no le dejara recado a la doncella para mí.

-A los amigos todo les está permitido -dijo Olga.

-¿Qué sabes de la rusa?

-¿De qué rusa?

-De esa madame Blavatsky...

-¿De qué la conoces?

-He leído su Isis, me lo prestó Catalina -mintió don Juan, que sólo había hojeado uno de los tomos.

-Misterio para los americanos, claridad para los rusos...

- ¿La conoces bien?

-Yo sí, pero Nicolai todavía mejor, por motivos profesionales. Ahora está en Bombay.

-Pues Catalina dijo que vivía en Nueva York.

-Es verdad, aunque en estos momentos se encuentra en Bombay. Puede que se escriban o que se comuniquen por telepatía -dijo Olga con media sonrisa de humor, media de misterio.

-No me parece una buena influencia para una joven -repuso don Juan con voz que quería ser neutra.

-Catalina no es una niña desamparada, está curtida en las cosas del espíritu.

-Tú sabes que ese budismo es una predicación de la muerte.

-Bueno, yo no diría que la teosofía concluya eso.

-¿No? Lee, lee ese tipo de literatura...

-La he leído y me gusta, está llena de cuestiones interesantes, de puertas inexploradas.

-La única puerta es la muerte para llegar a la nada, ¿qué es si no ese maldito nirvana? Olga se alisó el vestido y miró a don Juan fijamente a los ojos.

-¿Por qué tienes tanto interés en proteger a Catalina?

-No tengo interés en proteger a nadie; es que no quiero que una mujer valiosa a la que tengo afecto y a la que veo vulnerable se vea... se vea...

-¿Conquistada? ¿Dominada?

-Llámalo como quieras.

-Entiendo, entiendo...

Olga llamó a Nicolai, se levantó para atender a otros invitados y, al retirarse, le dijo a su marido:

-Nuestro amigo quiere que le cuentes la historia de Lelynka.

De vuelta en la embajada, antes de acostarse, escribió don Juan cartas a su hermana Sofía, a Menéndez Pelayo, a su hija Carmencita y a Carlos, el hijo mayor. Ya muy tarde, abrió el ejemplar de «El Mundo Oculto» y repasó los fragmentos que tenía subrayados Catalina:

El dolor, el origen del dolor, la detención del dolor y el camino que conduce a la cesación del dolor. Todo el universo está abrasado por las llamas de la pasión. Todo es dolor. El nacimiento es dolor, la decadencia es dolor, la muerte es dolor. Estar unido a lo que no se ama significa sufrir. Estar separado de lo que se ama, no poseer lo que se desea, significa sufrir. El deseo es el origen del dolor. El deseo de los placeres de los sentidos, el deseo de perpetuarse y el deseo de extinguirse. El deseo de morir no constituye una solución, pues es incapaz de detener el ciclo de las reencarnaciones. (Esto lo tenía Catalina enmarcado con dos signos de admiración, fuertes, de palo grueso, con la misma intensidad con que hacen los niños las primeras letras). La liberación del dolor consiste en la supresión de los apetitos. Llega el nirvana, la extinción de la sed.




ArribaAbajoX. Don Juan busca al Gran Maestro. El Obelisco

Quemaba en su bolsillo la carta que le había entregado Paco después de abrir la valija. Juanito, en la puerta de la embajada, mientras esperaba a su tío, no pudo contenerse, rasgó el sobre y sacó dos hojas. Ahí tenía el informe sobre Agramonte. El día después de la tertulia en casa de la jueza, cegado todavía por los celos, telegrafió en clave a Madrid para pedir la ficha policial de Ignacio. Con el viaje al Oeste, casi lo había olvidado. Cumplía con su obligación: la defensa de los intereses y las vidas de sus compatriotas en el extranjero. Lo de Cuba era una guerra. Cierto que odiaba la luz fuerte, honrada, de los ojos del poeta y la actitud melosa con que le distinguía Victoria. Aunque no hubiera mujer por medio, él debía hacer averiguaciones sobre un insurgente. ¿Era obligación suya?, ¿del agregado militar? o ¿del mismo embajador, que también oyó la proclama de Ignacio en casa de la jueza? Sin embargo, su tío estaba empeñado en considerarlo inofensivo. Así que fue preciso asumir la responsabilidad.

La ficha policial, escrita en el enrevesado estilo de los atestados, decía que Ignacio era hijo de Enrique Agramonte; por tanto, sobrino de Ignacio Agramonte y Loynaz, el Apóstol Inmaculado, patriota muerto en combate durante la guerra de los Diez Años. Nació en Sancti Espiritus, provincia de Camagüey, en una familia de empresarios ferrocarrileros. Había vivido en Cuba durante la juventud, protegido por sus abuelos. A los veinte años se casó con una maestra. Seis años después, la abandonó y se fue a Nueva York. En la actualidad dedicaba todos sus esfuerzos a la causa revolucionaria. Terminaba la ficha con una localización estética digna de Clarín: «en lo literario, puede considerársele un poeta mitad romántico, mitad estetizante, de los muchos que ramonean por la escena madrileña». Lo importante, pensó Juanito, era que estaba casado. Un detalle que quizá no supiera Victoria.

Salió don Juan vestido de gala, ambos se dirigieron al coche. El embajador estaba decidido a que esta vez Jessop no pudiera escapársele. Pensaba encararse con él delante de Cleveland, si fuera preciso; como gran maestro de la logia de Columbia, debía asistir a la inauguración del obelisco. Le había mandado una nota al Club Cosmos dos días antes para que llevara consigo los pagarés.

El coche tuvo que detenerse, la calle estaba cortada por un desfile. Ni tío ni sobrino habían visto nada igual en su vida: carros triunfales llenos de atletas y de ninfas, caballos montados por amazonas, payasos en carrozas, elefantes que aspiraban agua olorosa de unas calderetas y la esparcían con sus trompas sobre la muchedumbre, camellos cabalgados por negros de la Nubia, cuadrigas de la antigua Grecia, leones, cabras metafísicas, mil tipos raros. Y el Gran Jumbo, que embobaba a los niños. Un polvo dorado envolvía los carromatos. El circo Barnum llevaba un día en Washington. El mayor espectáculo del mundo levantaba sus albas tiendas en la llanura cercana al Muelle de la Marina. Había acampado en la capital con ocasión de las fiestas patrióticas celebradas para inaugurar el monumento al padre de la nación, George Washington.

Cuando pasó el desfile, Juanito le dijo a su tío:

-Los masones ayudan a los rebeldes. El otro día vi entrar a Agramonte en el Club Cosmos -el sobrino miraba a don Juan con precaución-. Debemos vigilar en serio al cubano.

-¡Te dije que no te metieras en eso! -tronó don Juan.

-Lo vi por casualidad... yo iba a comprar tabaco.

Don Juan quedó unos instantes en silencio, tenso y enfadado. Luego, más tranquilo, continuó:

-No te extrañes, los cabecillas de la guerra del 68 eran todos masones y tenían el apoyo de sus hermanos españoles. En cuanto a Agramonte, te lo he repetido veinte veces: sí, es uno de los principales del comité, pero un político idealista. Tú no debes vigilar a nadie. No es cosa tuya, no se te ocurra meterte otra vez en camisa de once varas.

¡Así que Agramonte visitando a Jessop! El cónsul Chamorro, desde Nueva York, le venía advirtiendo de los movimientos del Comité Revolucionario Cubano para comprar armas, pero no tenía nada concreto. Este de Agramonte quizá fuera un primer contacto para pedir financiación. En el fondo, agradeció a su sobrino la noticia. Sería necesario seguir las andanzas del poeta, pero de ningún modo Juanito. Y si no él, ¿quién lo iba a hacer? Pastorín estaba en Cayo Hueso. A Paco Bustamante, por muy competente que fuera, no debía embarcarlo en otra tarea de espía.

Cuando llegó el coche a la explanada reservada a las personalidades, don Juan se dirigió a la tribuna y Juanito a mezclarse con la multitud. El obelisco lo dominaba todo. A pocos metros del monumento, se levantaba un estrado cubierto, adornado con guirnaldas y banderas, destinado al presidente de la nación y al cuerpo diplomático. Marchas patrióticas atronaban el aire. El himno americano anunció la entrada de Cleveland.

Jessop, en su discurso, trazó un recorrido por los cuarenta años que había durado la construcción del obelisco, hizo una semblanza patriótica de Washington, después, un elogio de la masonería. Para acabar, leyó una oración dirigida al Arquitecto Universal. Ostentaba el Gran Maestro una estampa marmórea. Le rodeaban tres jerarcas de la logia de Columbia; cada uno sostenía en sus manos el libro, el compás y el delantal que pertenecieron a Washington. Cuando terminó de hablar Jessop, Cleveland declaró inaugurado el monumento. Desfilaron las quince logias de la capital y una representación de todas las de América. Cerraban la marcha los Socios Raros, los del Fénix, los caballeros de Pythias, los Hombres Rojos, los de la perfección de Mitra.

El sol había sobrepasado la punta del obelisco y se dirigía de vuelta hacia occidente. Juanito, confundido entre el gentío, divisó a Victoria, a la que Roustan, con el uniforme pomposo de la diplomacia francesa, ayudaba a descender por la escalerilla de la tribuna. Llevaba el vestido rosa pálido que a él le gustaba. Tenía la mirada lejana y aburrida de las jóvenes que asisten a ceremonias en las que deben mantenerse quietas y oír discursos. Juanito intentaba que los ojos de Victoria se cruzaran con los suyos, pero ella los dirigía a la barandilla de madera o, un poco de reojo, hacia atrás, a donde estaba Roustan. Poco después, derramaba la vista por la zona en la que se encontraba el agregado con la digna inexpresividad de la mujer que se siente observada: los pómulos un poco afilados, los labios prietos. Cuando bajó del estrado, Juanito la vio sonreír mirando en su dirección: desapareció la máscara oficial, brotaron el reconocimiento y la simpatía. Era en su dirección, sí, pero no estaba seguro de ser él el destinatario de la ruptura luminosa de su rostro. No era él. El joven cubano se acercaba, la saludaba. Llevaba un delantal con la bandera de Yara: franjas azules y blancas, triángulo masónico rojo, dentro, la estrella solitaria.

La pareja se sumó al río de la multitud en retirada. Juanito no les quitaba ojo de encima. Iba dos o tres filas más atrás. Podía ver los sombreros de Ignacio y de Victoria entre las cabezas numerosas.

Agramonte explicaba a Victoria que el atuendo masónico le venía grande, se lo había prestado un amigo gigantón de Nueva York. Debía reconocer que la inglesa estaba preciosa: frágil, las mejillas encendidas, lanzándole suaves miradas.«Esta mujer, regalo para el héroe, hurí fugaz, sólo para el momento que precede al triunfo o a la muerte». Siguió intentado el poema que la deslumbrara. No podía avanzar. La palabra «plenitud» ocupaba toda su mente e impedía a las demás jugar entre sí, alternarse, para conseguir acordes sonoros. Las rimas «virtud», «rectitud»... le resultaban imposibles de encajar en la ocasión. Victoria le pidió:

-Cuéntame cómo es la Habana.

-Tienes que conocerla por el alma de sus nombres: «Regla», «Varadero», «Tacón»... -declamó Ignacio con tono nostálgico, mirándola a los ojos, y continuó- ...«Guanabacoa», «Obispo», «Aguacate»...

-La otra noche soñé con un niño esclavo -interrumpió Victoria-. El negrito estaba solo en la calle, mi madre me dijo que me quedara con él. Unos negreros me lo quitaron; yo era el capitán del barco negrero; luego, vino un espadachín y salvó al esclavito luchando cuerpo a cuerpo conmigo, matándome en cubierta de una estocada; después, me resucitó y me entregó al niño. Los dos llegamos a un puerto blanco.

-También nosotros soñamos algo parecido. Soñamos con que eso sólo pueda ocurrir en los sueños. La liberación tiene que venir para todos: negros y blancos, pobres y ricos, creyentes y ateos.

-¿Me dejarás que te ayude en esa lucha? -soltó Victoria precipitadamente.

-Te agradezco la generosidad, pero es imposible.

Ignacio se sorprendió. Sólo se habían visto una vez. Este brote repentino era auténtico, nacía como el agua de una fuente. En casa de la jueza habían simpatizado, sí, y todavía recordaba el brillo de sus ojos, el ardor con que le defendió. Pero ¿y si se lo tomaba en serio? Así empezó su esposa. Creía que compartiendo sus ideas, su forma de vida, conseguiría tenerle más cerca y, quizá un día, domesticarle del todo. Aunque pronto, el curso duro de la lucha, las inevitables elecciones -por ejemplo, entre quedarse con el hijo enfermo o salir de viaje para una misión- crearon un fondo de amargura y de reproche que había secado los sentimientos de los dos. ¿Debía ahora implicarse con Victoria? ¿No sería mejor dejar el agua correr y seguir su lucha sagrada? Ella no valdría para madre de sus hijos, para compañera de batalla. La gente de su mundo juzgaba las emociones como algo plebeyo, habitaba una atmósfera de sobreentendidos sutiles y tenues delicadezas que perseguían siempre ignorar lo desagradable. Demasiado delicada y consentida, para que, de pronto, pudiera adaptarse a una vida de sacrificio o de penuria. Creía conocerse a sí mismo. Era enamoradizo; sincero, pero inconstante. Le deslumbraba la belleza y el misterio. Ahora bien, cuando ella, la que encarnaba esos ideales, se rendía impresionada por el ardor de su persecución -y mostraba su rostro mortal, sus demandas demasiado humanas- él comenzaba a perder fuego poético, entraba en un periodo de distanciamiento y, mirando a la rendida con compasión inconsciente, volvía a la política, al seguro seno de la Patria, su amante verdadera. ¿Le pasaría igual con Victoria?

Anduvieron un rato silenciosos, sumidos en una especie de aturdimiento. A veces, las filas de gente, demasiado próximas, se detenían obligando a la pareja a esperar hasta que se reanudaba la marcha. En esos instantes, se miraban con humor y deleite. (Otros ojos, llenos de angustia, brillaban detrás de ellos. Juanito, en un relámpago, sorprendía sonrisas que le arrancaban el alma). Pararon a descansar en un banco; contemplaron las evoluciones de un tiovivo cercano, las garzas blancas que se posaban en las copas de los pinos...

Juanito les observaba confundido entre un numeroso grupo de damas que acudían a un pabellón de modas. Por andar ocultándose entre setos y muros, la chaqueta la llevaba llena de polvo, la flor del ojal se había convertido en un trapo arrugado. Tenía los ojos apagados por la tristeza, humedecidos de envidia y curiosidad. Sintió ganas de abandonar la vigilancia. Estaba tan abatido que no veía el mundo. Aunque no le gustaba beber fuera de las comidas, ahora necesitaba algo para el dolor, para cambiar aquel estado, para matar aquellos minutos. Pensó en el clorhidrato de cocaína que le sobró del dentista, pero tenía que ir a la embajada. Terminó por sobreponerse. Cuando Victoria y Agramonte se separaron, siguió al cubano. A unos metros detrás de él, podía ver sus andares triunfales, como si sobre las espaldas llevara a Victoria ligera, invisible, rendida. Al poco tiempo, Ignacio llegó a una modesta pensión de la calle 47. Juanito tomó el número y se dispuso a regresar.

Su mirada inquieta pronto descubrió uno de los pocos bares públicos abiertos en Washington, el Artemisa. Entró en el club. En la penumbra, al fondo de la barra, un camarero atareado picoteaba sobre una orquesta de vasos y cucharillas. A pesar de que aún no se había acostumbrado a la bebida nacional, se sentó y pidió un whisky. Tomado el primer trago, saltarín y ardiente, adivinó una sombra detrás de él, se giró hacia ella y la vio corporeizarse. Un individuo gris, acuoso, de testa triangular, le miraba con fijeza.

-Yo le conozco a usted. No sé su nombre, pero sí qué anda buscando.

A Juanito no le gustó el sujeto, aunque le interesó su introducción. Además, eran los únicos que se encontraban en el bar. De manera neutra, le contestó:

-Usted me aventaja. Yo no sé con quién hablo.

-Soy Pierre Ausubel -dijo extendiéndole la mano-, representante y fontanero internacional. Realizo ciertas operaciones en las cañerías, arreglo grifos, limpio pozos ciegos. Y mis honorarios no son tan altos como los de los fontaneros de verdad. España me debe aún una avería.




ArribaAbajoXI. Kate vuelve. Entrevista con la bruja

Don Juan, al lado de los rusos durante la ceremonia, escrutaba el grupo de gente que rodeaba a Bayard con la esperanza de descubrir a Catalina, que continuaba sin aparecer desde hacía más de un mes. Pero en vano, porque al senador no le acompañaba su hija. Olga, que captó la dirección y el sentido de las miradas de don Juan, le susurró:

-Tengo noticias de que Catalina lleva dos días en Washington. Me extraña que hoy no acompañe a su padre.

Cuando bajaban del estrado, Nicolai le preguntó:

-¿Estás preocupado?

-No quiero que se me escape Jessop.

-¿Todavía con eso?... Pues allí lo tienes.

El banquero, rodeado por tres torres masónicas, se hallaba a unos veinte metros. Don Juan dejó plantado a Nicolai y se dirigió rápido hacia el grupo. Cuando Jessop lo vio acercarse, salió hacia él con la mejor sonrisa, patente en ella un filo de desprecio.

-Recibí su nota. Lamento las molestias que le he ocasionado.

-¿Tiene lo que le pedí?

-Sí.

-¿Por qué ha maniobrado tanto para que no consiga pagarle?

-Ya le dije que en mi banco no éramos muy amigos de su gobierno.

-Pero me los prestó usted, no su banco, y aseguró que íbamos a ser amigos. A los amigos no se les coacciona.

-¿Quién le ha coaccionado?

-¿Cómo sabía el general Grant que yo tenía problemas con el juego, si sólo he jugado con usted, y una vez?

-Había más gente aquel día.

-Para entrevistarse con Agramonte, un humilde poeta, sí tiene tiempo.

-Mantenemos estrechas relaciones con nuestros amigos los masones cubanos. De todas formas, ¿no pretenderá controlar mis amistades? Yo no me ocupo de sus compañías de trabajo, ni de las de placer... -y brilló un destello casi soez en la mirada de Jessop.

-Es inútil seguir...

Don Juan sacó dos sobres de su bolsillo. Ni Nicolai, ni los acompañantes de Jessop les prestaban atención. El banquero le miraba con una sonrisa irónica y fría.

-¿No pretenderá usted pagarme aquí, en público?

-Eso es lo que pretendo, y si usted se niega tendré que llamar al embajador de Rusia para que sirva de testigo.

Jessop dudó un instante, miró a los masones, y sacó los pagarés con discreción de su chaqueta. Los introdujo entre las hojas del discurso que acababa de leer. Se los dio disimulados entre dos de ellas. Don Juan hizo como si leyera las hojas por encima y le devolvió los sobres con el dinero de la misma forma.

- No hay nada personal en todo esto, estamos en distintos campos de batalla, sencillamente -dijo Jessop con tono conciliatorio.

Don Juan, le dio la espalda y se dirigió hacia donde estaba Nicolai.

Al día siguiente fue a casa de Bayard. Le abrió Sally. La doncella se compuso el delantal y bajó los ojos. Don Juan le preguntó por Catalina.

-Ya ha llegado de Wilmington... si quiere le aviso, pero tiene visita.

-¿Está en la biblioteca?

-No, en su habitación. En la biblioteca la aguarda madame -dijo Sally con voz forzada, como si se avergonzara de haber usado ese nombre.

Después de dudarlo, la doncella decidió avisar a Catalina. Don Juan dejó el sombrero en el vestíbulo y se acercó a la escalera. Miraba hacia arriba esperando noticias. Sally bajó, le dijo que Catalina estaba sin arreglar, que no podía verlo ahora. En ese momento, salió de la biblioteca una mujer gorda, de ojos verdes y ropa estrafalaria. Se dirigió hacia él mirándole sin sorpresa, con una leve sonrisa, casi una mueca. Levantó levemente la mano izquierda a modo de saludo.

- Me llamo... -comenzó a decir don Juan.

Pero ella volvió a levantar la mano, esta vez para imponer silencio. Le tomó del brazo y le condujo al interior de la biblioteca. Desprevenido por la autoridad que mostraba la mujer, se dejó llevar. De cerca, pudo ver que era bizca de uno de sus enormes ojos verdes, fijos en don Juan, sin parpadear, con una insistencia penetrante, no del todo humana. Blanca como la leche, de edad imposible de determinar, llevaba un vestido gris de seda, que cubría con una mantilla de dragones orientales. La biblioteca olía a un dulzón aroma parecido al azafrán. La mujer soltó el brazo del embajador, se dirigió a un tarro que había sobre una mesita y sopló sobre la brasa. Entre el humo de aquella especie de incienso, miró a don Juan con rigidez de máscara, entornando un poco los ojos, como si tratara de ver dentro de él, o quizás de hipnotizarle. Por fin, dijo:

-Tomemos el té.

-Sólo he venido a ver a Catalina, y ahora no puede recibirme.

-Usted ha venido a conocerme... Siéntese, la vida es corta, señor embajador.

-¿Cómo está Catalina?

-Mucho mejor. Ahora lee, medita... creo que respira hondo.

-¿Cómo sabe usted quién soy?

-Le ha descrito muy bien Kate... Su nombre es Valeégga -pronunció con el más estudiado y auténtico acento francés.

-Y el suyo, Helena Blavatsky.

-Ese es el último, por ahora.

-He leído su libro. Está bien escrito, pero la materia es oscura.

-No es la materia, sino el alma turbia la que la oscurece.

-Usted cree tener poderes psíquicos -dijo don Juan.

-¿Y usted, no los tiene? ¿No tiene poderes psíquicos, los más poderosos, el que se cree Dios creando el mundo en una novela? Porque usted escribe novelas, ¿verdad?

-Sí, pero no es mi intención imitar a Dios.

-¿Qué sabemos verdaderamente de nuestras intenciones?

-Yo sí creo que lo sé, igual que sé que carezco de poderes psíquicos.

-¿Qué opina usted de los que los tenemos?

-Infantilismo.

-Eso opino yo -dijo la Blavatsky

- Claro.

-Su primera reacción ante Isis es característica de este siglo, tan negado para el misterio, tan dado a la incredulidad, a la refutación.

-¿No es también su siglo?

-He vivido en otros siglos. No puedo librarme todavía del lapso de vida humana que me ha correspondido.

La Blavatsky se sentó en el mismo sillón que él ocupaba durante las traducciones. Allí replegada, confundida con el respaldo negro, era sólo una sombra en la que brillaban dos ojos fosforescentes, como los de un animal de noche. Un delgado escalofrío recorrió la espalda de don Juan.

-¿Estoy loca?

-Está equivocada, y me temo que equivoca a Catalina.

-¿Qué sabe usted de ella?

-Que es una mujer extraordinaria y que es buena, sobre todo que es buena de corazón.

-De acuerdo, es una elegida. No todos pueden llegar a la liberación, debe estar contenta, pero hay que pagar un precio.

-¿Qué precio?

-El amor es un obstáculo, el recurso desesperado, el grito desgarrado del cuerpo para no ser relegado en la misión que el alma tiene encomendada.

-¿Qué ideas son esas tan falsas y destructivas?

-Usted es un obstáculo para ella. Ha tenido que recurrir a mí para que la vuelva al camino.

-¿Le ha dicho ella que yo soy un obstáculo?

- No, ella me ha dicho todo lo contrario, pero...

-Pero usted se empeña...

-Ella me llama, y si puedo, como ahora, trato de curarla.

-¿Curarla de qué?

-De sus ataques de tristeza... le dan desde los dieciocho años. ¿No lo sabía? Sin causa, sin motivo, en cualquier momento se siente arrastrada a un pozo oscuro del que no puede salir por sí sola. Llevaba tiempo sin sufrirlos, pero ya ve, aparece usted y vuelven a escena. Yo le hablo, le doy hierbas, recitamos mantras, vamos a alguna sesión de espiritismo... Así poco a poco, va saliendo. Ahora ya está casi bien. Pero le aconsejo que no toque mi autoridad, que no me desprecie ante ella, puede ser que algún día sólo me tenga a mí.

Aquella misma tarde Catalina se presentó en la embajada. Llamó tres veces a la campanilla, el último golpe más prolongado. Fue a abrirle don Juan. Su habitual cara luminosa la tenía pálida, apagada, el brillo de los ojos perdido.

-Hola, Juan -dijo con voz baja, ronca.

-Por fin tienes la bondad...

Catalina le ofreció la mejilla. Él depositó un beso fugaz de saludo. Entraron en el despacho.

-Te he echado mucho de menos. Mucho... -musitó ella.

-Me has tenido muy preocupado. Ni una sola noticia.

-No he querido que me vieras así. La tarde del yoga ya presentía la oscuridad. Al día siguiente, me fui a Wilmington. Tres semanas después, viajé a Nueva York, Helena volvía de Bombay.

-Ya he hablado con esa mujer -dijo don Juan con tono sombrío.

-Sí, me lo ha contado... ya sabes, entonces, que he pasado una mala temporada. Ahora estoy mejor. Atravesé el túnel y les compré a mis hermanos pequeños todos los dulces que querían, un pony para Philip, unos vestidos para Nellie, organizamos guiñoles y lecturas poéticas, a pesar de que a mi madre no le gusta que los niños pierdan el tiempo.

-¿Cómo está tu madre?

-No hablemos de ella ahora. Bien, está bien.

-¿Y tu padre?

-Sólo le veo algunos fines de semana. Se puede decir que lleva dos meses viviendo en la oficina.

-Una de las oficinas más atareadas de la tierra.

-Es tan bueno que el poco tiempo libre que tiene lo pasa con mi madre, que siempre le ha atormentado. Mucho cuando estaba sana, pero ahora más...

-Es difícil la vida de un político.

-De un político que además tiene una mujer como ella. Después de odiarme y hacer todo lo que está en su poder para dañar mi vida, hoy llora por mí.

-¿Por qué?

-Porque no me he casado todavía, porque no me casé con quien ella quiso... Por todo. Porque lleva diez años que no se levanta de la cama y cree que yo no cumplo como anfitriona, por mis extravagancias. Porque mi padre siempre le habla maravillas de lo bien que llevo la casa. Porque está celosa, porque cree que la sustituyo.

Don Juan trató de intervenir, pero no sabía qué decir. Catalina miraba con fijeza a un punto indefinido cerca del ventanal.

-Desearía no haber nacido de su miserable cuerpo. Era la primera vez que don Juan la oía hablar de esa forma. Un torrente oscuro se le vino encima. Se vio a sí mismo como un cura viejo durante la confesión.

-Quiere que me integre en una hermandad para cuidar enfermos, pero le he dicho que me he propuesto vivir y amar con toda la fuerza que pueda.

Catalina miró a don Juan; al ver su expresión de desconcierto y circunstancias, le dijo:

-No amo a mi madre, pero no me creas un monstruo... Quiero calmar su sufrimiento. Estos días, a pesar de todo, he hecho lo que se espera de una buena hija, con una paciencia infinita. Siempre que flaqueaba pensaba en ti, aparecías vestido con la armadura solar de Amadís.

Don Juan le cogió las dos manos. La derecha la tenía muy fría, como si hubiera estado lavando ropa, la izquierda, cálida y suave.

Una semana después, continuaron la traducción. Helena Blavatsky había vuelto a Nueva York. Catalina recuperó el relleno de la piel en la cara, sus ojeras menguaron, el tono de voz se hizo más enérgico. Esa tarde tuvieron que interrumpir el trabajo porque la modista debía probarle un vestido. Don Juan se quedó solo en la biblioteca. Aún olía al dichoso incienso de la bruja. Trató de abrir la ventana. Para hacerlo tuvo que pasar por delante del escritorio de Catalina. En él vio su diario azul, cerrado, pero sin el candado. Sintió la tentación de abrirlo. Resistió y continuó hacia la ventana. Volvió a sentarse. Pensó que ella tardaría más de media hora con el traje. Fue hacia el escritorio y abrió el diario. Leyó un poema, después un trozo fechado en noviembre del 1882:

«Me he despertado esta noche con sobresaltos, pensando que el Panteón caía sobre Highland Terrace, mi casa se incendiaba, el Potomac inundaba el Mall y Washington era engullido por las aguas. Durante el día, sufro sin tregua una desolación incurable. No puedo concebir el gozo ni el placer de habitar en la tierra. Alegría, júbilo, luz, afecto, amor, todas esas palabras carecen de sentido. Un cielo abstracto sobre una roca vacía, así es mi morada para la eternidad. El miedo, un miedo atroz, me oprime, me domina sin pausa y no me abandona nunca. ¿Dónde queda la justicia en todo esto? ¿Qué he hecho para merecer tal exceso de severidad? ¿Bajo qué forma me aplastará este miedo? ¡Cómo agradecería que alguien me liberara de la vida! Comer, beber, estar despierta toda la noche, sufrir sin interrupción, ¡ésta es la herencia recibida de mi madre! Lo que no llego a entender es ese abuso de poder. Nacida como un hongo, entre un anochecer y una madrugada.

Es como si viviese en otro siglo. Lo veo todo a través de una nube, he cambiado y las cosas ya no son lo que eran. Las personas se mueven como sombras y el sonido parece provenir de un mundo lejano. Para mí ya no existe el pasado, la gente me resulta extraña, es como si no pudiese ver realidad alguna, como si estuviese en el teatro, como si las personas fuesen los actores y todo lo demás el escenario. Ya no me encuentro a mí misma. Camino, pero ¿por qué? Flota todo ante mí, aunque no deja ninguna impresión. Lloro con falsas lágrimas, tengo manos irreales, lo que veo no es real. Todo es una carga, la tierra parece maldita y, bajo el peso de la maldición, árboles, plantas, piedras, montañas y valles aparecen condenados a quejas y lamentos. Miro a mi perro con envidia, deseando de todo corazón estar en su lugar, no tener alma que perder.

Ayer entré en el vestidor para buscar algo. De repente, sin previo aviso, cayó sobre mí, como si surgiese de la oscuridad, un miedo horrible, mucho más concreto. Apareció la imagen de una mujer de cabellos negros y piel grisácea, completamente idiota, sentada en un banco, con las rodillas pegadas a la barbilla, vestida sólo con una sucia camiseta que estiraba sobre las piernas para envolver toda su figura. Se sentaba como un gato egipcio, sólo movía los ojos negros, con una mirada nada humana. Yo soy así potencialmente, pensé. Nada de cuanto poseo me puede preservar de este hado, si llegase mi hora como llegó para esta mujer. Sentí horror de ser como ella y tuve la sensación de que era distinta sólo por una diferencia momentánea. Fue como si algo, hasta ahora sólido dentro de mi pecho, se hubiese roto y convertido en una masa temblorosa de miedo».

Don Juan oyó la voz aguda de la modista despidiéndose en el vestíbulo. Cerró el diario, lo colocó en su sitio y se dirigió al sillón. Catalina entró diciendo:

-He tardado... No tengo ropa para Newport.




ArribaAbajoXII. Newport

Desde el séptimo piso del hotel Labrador, en Newport, podía distinguir don Juan, allá abajo, en el suelo, cuatro figurillas dentro de un rectángulo de tierra que se desplazaban a saltos hacia una línea blanca, avanzando y retrocediendo, mientras daban bastonazos al aire. En la cancha de tenis, su sobrino Juanito se agitaba más que los otros. Fijó la vista en el mar destellante de aquel día limpio de verano. «¿Quién aguanta en Washington con el bochorno? El mar, gran separador. Mi familia no quiere venir; sí mis hijos. Carmencita, seguro. Tengo ganas de verla. Pero entonces vendrá mi mujer. Se acabaría la libertad... Le debo a Santiso, de Baena, dos mil reales, y tres mil al padre de Juanito. ¿Cuándo se venderá El Alamillo? Aquella barca quieta en el horizonte ¿a dónde irá? Esa luz que rebota en los pañuelillos blancos que alza el viento ¿qué hace aquí? No tengo dinero, ni esperanza, ni astucia, ni capacidad para conseguirlo. Hay que quitar esa Biblia de la mesilla de noche. Van a venir dentro de poco las limpiadoras para arreglar la habitación. Ya las oigo cerca. No entrarán, si yo no quiero. Colocaré el «don't disturb». Estoy contento con Catalina aquí. Me rejuvenece. Extravagante, sí, pero joven, sensible. No debo tocarla, mis manos de viejo temblarían».

El hotel organizó por la noche un baile de disfraces. Don Juan condescendió a ponerse antifaz por no desentonar, pero le apretaba demasiado y estaba deseando quitárselo. Acompañada por el general Grant, apareció Catalina. Iba disfrazada «à la marquise», con peluca blanca, lunar en la mejilla y labios de cereza. Don Juan la veía en el extremo de la gran mesa, rodeada de candelabros de plata, copas de cristal, criados de etiqueta... Mientras tomaban con sus grupos respectivos algo de aquí o de allá, se fueron acercando hasta que estuvieron al lado. Don Juan reparó en el gran escote. Salvo las piernas el día del yoga, sólo conocía su cuerpo vestido de invierno en la calle o, dentro de los salones, con blusas cerradas al cuello. Aquella noche, coronada por una diadema de brillantes, llevaba un vestido de terciopelo oscuro, sujeto en la cintura por un gran broche a la antigua que lanzaba reflejos acaramelados sobre sus espléndidos pechos. Espléndidos. No se le ocurría otro nombre. Es decir, justos, llenos, tersos, palpitantes. Los libros, los poemas, la naturaleza, pero nunca aquella carne blanca y suave. Los ojos de ella, como siempre, fijos en don Juan de manera continua.

-El embajador de España, presidente...-dijo Catalina con formalidad.

Grant, con la barba canosa, vivaces los ojos protegidos por cejas hirsutas, campechano, le dio un cálido apretón de manos:

-Tenía muchas ganas de conocerle. Algunos amigos míos también.

Don Juan pensó que aludía a la hermandad belicista y se puso en guardia. Pero el general no continuó por ese camino, habló un poco con Catalina sobre su caballo Alabastro y después los dejó solos.

-¿Por qué le llamas «presidente»?

-Todo el mundo lo hace, hasta Cleveland. No puedes imaginar otra cosa: un héroe de la guerra civil, dos veces presidente, todavía con energía y metido en grandes empresas... -Catalina se interrumpió un instante, dudó, y continuó-... que quizás no te beneficien. Se rumorea que tiene cáncer. Pero ahí está. Cuidado con el gran hombre. No hace mucho fue a ver a mi padre. Delante de mí, dijo que Cleveland debía mandar a Cuba los destructores y reconocer diplomáticamente al Comité Revolucionario como legítimo representante del pueblo cubano.

-¿Y qué contestó tu padre?

-Que no hay «casus belli», que tendría que esperar a que los republicanos ganaran las elecciones, si quería una guerra.

Catalina no siguió con la conversación. Estuvieron un rato callados. Luego, salieron a la terraza ante una noche serena, olorosa, densa de estrellas. Se sentaron en un velador. Catalina posaba sobre él sus ojos cálidos mientras sonaba la música y les servían deliciosos cócteles de ron. La orquesta del hotel inició un vals. Ella se levantó, se alisó el traje, cogió de la mano a don Juan y le condujo hasta la pista de baile. El embajador -la barbilla alzada, los brazos altos- sostenía a Catalina mostrándola, luciéndola, y ella giraba, ligera como una pluma, en los brazos del hombre maduro. Don Juan compuso cara de bondadosa sonrisa, como si bailara con su hija. Se miraban con fijeza a los ojos; los de él, negros, hundidos en la cueva de la experiencia; los de ella, azulgrises y rendidos.

Volvieron a sentarse cuando acabó la pieza. Catalina miró hacia arriba doblando el cuello hasta que su nuca tocó el respaldo de la silla.

-¡Qué noche! ¡Cómo brilla Vega! ¡Siento por mis venas una corriente de electricidad que podría encender todas las farolas de esta ciudad!

-De modo que ya has conseguido los poderes -dijo don Juan en tono de chanza.

-Sólo en ciertos momentos, como éste de ahora. Pero todavía me falta mucho camino.

Catalina miraba la copa de licor, doblaba la servilleta, parecía estar muy lejos de allí. Por un instante, don Juan no dominaba la escena, otra presencia gravitaba sobre la frente de ella.

-La tierra es un cuerpo magnético -siguió con voz distante-, está cargada de electricidad positiva. Los cuerpos humanos y todos los objetos materiales tienen electricidad negativa, por eso generamos de forma continua una corriente contraria a la de la tierra, la que hoy me sobra, la que vibra a mi alrededor.

Catalina se incorporó un poco en la silla. Puso su brazo sobre el velador de mármol:

-¿Ves cómo tengo erizado el pelo?

-Sí, aunque creo que de electricidad saben más los físicos que esos teósofos a los que tú lees.

-No tengo ganas de discutir. Tu escepticismo ha hecho que se vengan abajo -suspiró ella, mientras miraba el pelo de su brazo ya aplacado por completo.

-Los viejos siempre establecemos comparaciones, pero tú no le pareces a ninguna.

-¿Qué me ves de raro?, ¿tengo poco pecho?, ¿pienso demasiado en ti?

-No es rareza, ni nada físico. Me agrada que pienses en mí, que te preocupes por quien nadie se preocupa.

-¿Entonces?

-No quiero halagarte. Mañana te espera un duro compromiso.

-Ganaré.

Al lado de la pista de saltos, Juanito presumía de la doma andaluza. Intentó coger las bridas del caballo de Victoria para hacer una demostración. Ella no le dejó, siguió hablando con don Juan y con Catalina. Ésta, vestida de amazona, le hacía mimos a Alabastro, palmeaba su cuello, aspiraba el olor de sus crines. A don Juan se dirigía con tono cálido, pero a distancia sideral de la ternura con la que hablaba al purasangre; sin embargo, durante un momento se fijó en él con la misma mirada cargada de amor que acababa de posar en su caballo. Don Juan, sin darse cuenta, adoptó con la cabeza el mismo arqueo comprensivo que el equino. La brisa del mar ondeaba las banderas. El olor a bosta, los perfumes de las damas, los sombreros floreados, los resoplidos roncos de los animales... Don Juan miraba embobado e inquieto a Catalina. Sabía que era una magnífica amazona. Alabastro un caballo fiero, sí, pero noble y domado por la obstinada voluntad de su dueña. Se fijó en la pista de saltos. Los obstáculos, a los que él ni con ayuda de una escalera osaría encaramarse, vistos al nivel del suelo parecían muros insalvables. No podía existir animal alguno capaz de elevarse sobre ellos, extenderse, caer y seguir corriendo. Los megáfonos anunciaron el comienzo de la competición. Juanito cruzó las manos y se las ofreció a Victoria para que subiera a su caballo. Don Juan quiso hacer lo propio, pero Catalina dio un brinco y montó encima de Alabastro, que alzaba la cabeza, se encrespaba y sentía el desafío. Ella rebotaba sobre la silla al paso gallardo del animal. Árboles, muros, céspedes, esquinas... y el amigo elemental, robusto, serio, conduciéndola con su fuerza esbelta.

Don Juan y todos los demás se dirigieron a las tribunas. Clover Adams -larga la nariz, pequeño el sombrero, de negro- abrió la carrera. Saltaba con elegancia, pero perdiendo tiempo entre cada obstáculo. Derribó dos palos. Aplausos. Victoria saltó el primero, perdió el sombrero en el segundo, derribó en el sexto; todo a muy buen ritmo. Juanito brincaba en las tribunas. Le llegó el turno a Catalina. Alabastro tomó carrera, con suavidad rebasó el primero, pasó el segundo, no dudó en el triple, superó la ría sin tocar agua, dio la vuelta, encaró el paredón y se elevó sin que su panza rozara los bloques. Otro triple, y el final. No hubo derribos. Vítores. Don Juan, con el puro en la boca, aplaudía inflamado. Catalina saludaba con la mano a la tribuna. Entonces, Alabastro dio un brinco inesperado, ella perdió el equilibrio y cayó de espaldas sobre la grupa; no llegó al suelo porque pudo agarrarse a la cola del caballo, pero la espuela se le había enganchado en el estribo, y quedó de lado, inclinada hacia la derecha, a punto de caer sobre la pista. Alabastro siguió corriendo unos diez metros. Catalina hizo varios intentos de torcer el tobillo para sacar el pie del estribo, al final lo consiguió. Como no pudo, desde su posición, erguirse sobre la grupa, dejó de agarrarse a la cola y cayó al suelo. Don Juan, lívido, con el corazón desbocado, se dirigió hacia la pista. Allí, los mozos trataban de levantarla. Cuando pudo incorporarse, un poco aturdida, fue junto a Alabastro y le acarició la frente: «no tienes la culpa, yo te he fallado». Miró a don Juan con intensidad. No había pasado nada. Dos enfermeros del club la llevaron en camilla a una carpa levantada sobre lanzas azules. Don Juan les siguió. No le dejaron entrar. Victoria sí pudo y, poco después, aparecía entre las cortinas con cara alegre. «Sólo un esguince en el tobillo. El pie inmóvil tres semanas».

Al día siguiente, don Juan trató de ver a Catalina. Subió al piso quince, a la habitación 422. La doncella le dijo que no estaba arreglada y que volviera por la tarde.

Don Juan se puso hecho un Medoro. Tomó un baño para calmar los nervios, para estar bien limpio y oloroso. Se afeitó más a contrapelo que nunca, eliminó todo olor a cigarro con polvos de la Sociedad Higiénica y elixir odontálgico del doctor Pelletier, echó en el pañuelo esencia triple de violetas de Mister Bagley y, en fin, se atildó como Gerineldos cuando fue por la noche en busca de la Infantina.

Ella estaba recostada sobre dos grandes almohadones apoyados en el cabecero de la cama. Sus ojos tenían una lánguida dulzura con cierta viveza y resplandor temerosos.

-Estoy horrible, no sé como he dejado que subas.

-Estás muy guapa -dijo don Juan, entregándole un ramo de camelias.

-Te agradezco las flores.

Catalina se puso pálida y, al instante, colorada. Miraba el ramillete, lo olía. Arrancó la camelia más encendida y se la colocó sobre el pecho. Don Juan se sentó al pie de la cama.

Catalina le tiró un pétalo de la flor, despidiéndolo de sí con un capirotazo.

-Así empieza a enamorarse don José de la gitana en la novela de Merimée -observó don Juan.

-Acércate. Tengo una curiosidad.

Él se sentó en la cabecera. Catalina cogió la bujía de la mesita de noche.

-No sé si son negros o verdes.

Escrutó los ojos de don Juan. Éste se quitó las gafas para que los viera mejor y miró también hondo en los de ella, en silencio, de forma implacable, sostenida. Catalina hizo como que se adormecía.

-Me magnetizas, me voy a dormir. ¿Sabrás despertarme?

-No -contestó don Juan, en tono inocente.

-Pues entonces, por Dios, no me mires.

Obedeció él con humildad y dejó de mirarla; se separó de la cama, se hundió en un sillón, suspiró, quedó quieto y callado. Catalina se incorporó entonces, le miró con ojos tan cariñosos y provocativos, que don Juan se levantó -alígero, acucioso- y la besó, la estrujó, la mordió, como si tuviese el diablo en el cuerpo. Ella no opuso resistencia, unió y apretó su boca contra la de don Juan, le besó mil veces los ojos, le acarició y enredó el pelo con sus temblorosas manos.

Todo fue muy breve. Sally llamó a la puerta, traía un telegrama. Catalina lo abrió.

-Es de mi madre, la costilla fea me llama otra vez. El mes de julio es suyo, siempre se las arregla. Dice que, como estoy inválida, debo dejar Newport para que nos cuiden a las dos en Wilmington.

Catalina sacó de la mesilla de noche una fotografía.

-Tómala, me la ha hecho Clover. Como me quiere, me ha sacado bastante bien.




ArribaAbajoXIII. La llamada de Cuba

La semana que pasó en Newport le supo a poco. A la vuelta, don Juan percibió un cambio drástico en la capital. Acabadas las sesiones del Congreso y del Senado, la desbandada de los políticos fue general. El cuerpo diplomático buscó los lugares chic de veraneo. Se acabaron las tertulias. Nicolai y Olga viajaron a San Petersburgo. Las calles, desiertas; el calor, sofocante. Por las noches parecía refrescar un poco, pero era un espejismo. La gente sacaba las hamacas a la puerta de sus casas y, entre abanicos y limonadas, aguantaban hasta altas horas. Don Juan no podía dormir con aquellas temperaturas. Por las mañanas, escribía cartas. A mediodía, iba a la biblioteca de la Smithsonian Institution, que sí permanecía abierta. Los techos altos, los ventiladores, el silencio..., creaban un clima agradable en el único lugar de Washington donde se podía respirar. Allí leyó a Howells, recomendado por Catalina, e intentó, sin conseguirlo, el esbozo de una novela sobre amores tardíos. Por las siestas, modorra general hasta que, después de cenar, se armaba la mesa de tresillo. Entonces, su sobrino hacía mil renuncios, fallaba los reyes del compañero o dejaba pasar los del contrario; todas las noches perdía tres o cuatro dólares y terminaba rabiando, despotricando, queriendo volverse a España.

Por aquellos días, recibió don Juan un paquete de Cuba: la caja de puros que le mandaba su amigo Gamazo. También había una carta. Le invitaba a la Habana. No se veían desde que estudiaban Derecho en Granada. Hablaba de una reclamación muy importante. Durante la guerra civil, la casa española Maza y Larache compraba algodón al gobierno sudista para exportarlo luego a Méjico. Poco después de terminar las hostilidades, el gobierno federal se apoderó en Shreveport, Luisiana, de 1369 pacas de algodón que la empresa española había comprado a los sudistas por valor de setecientos mil dólares. El gobierno las vendió en Nueva Orleans y se embolsó el dinero. Su amigo Valentín había entrado como socio de esa firma en tiempos recientes. Le decía que, aunque los trámites judiciales estaban en marcha desde hacía tiempo por parte de los abogados de la casa, hasta ahora los americanos no habían querido ni hablar del asunto. Algo había cambiado, sin embargo, con Cleveland, y parecían más dispuestos a negociar. Pero era necesaria una reclamación oficial del Estado Español. Le rogaba encarecidamente que la iniciara. Don Juan vio las puertas abiertas. ¡Desde el Caribe brilla el sol del oro! Sería lo más natural del mundo que, si la reclamación triunfaba, pudiera reportarle, sin escrúpulo de conciencia, algún tipo de presente no pequeño, dada la cantidad fabulosa de dólares que estaba en juego. «En la Habana hablaremos de los detalles», finalizaba la carta.

A últimos de julio, llegó Pastorín. Volvía de Cayo Hueso con unos kilos de más. Había dejado la Astarté en el astillero de Baltimore para un leve ajuste en la caña del timón. Era necesario actuar de inmediato. Los nihilistas de Tampa disponían ya de la dinamita de Marrero, y Agüero estaba dispuesto a transportarla. En el muelle, el hijo de Quirós había visto al filibustero hablar con unos gerifaltes del tabaco. Le siguió y descubrió cuál era su barco. Al día siguiente, Agüero y el barco habían desaparecido. Pastorín telegrafió a Capitanía General advirtiendo de la expedición. Dentro de día y medio saldría él para Cuba.

Don Juan, en un impulso, propuso acompañarle. ¿Por qué no? ¿Qué le esperaba en la capital sin Catalina, con el calor, con Juanito...? En Cuba, sin embargo, un tiempo delicioso, la hospitalidad de Gamazo, detalles sobre la reclamación de la casa Larache, la belleza del aquel paraíso. Dos inconvenientes: los tifones del Caribe y que, según todos los indicios, era probable que hubiera explosiones en la Habana. De esto último no le habló a Pastorín; confiaba en que él encontrara la dinamita. Además, antes había habido otras amenazas y todas terminaron en nada. La Habana era muy grande, si ocurriera el atentado no le iba a tocar a él. Respecto a los tifones, Pastorín le mintió despiadadamente:

-No tiene que preocuparse, en esta época del año el mar está tranquilo.

Y luego:

-¿Ha vuelto a ver a Agramonte?

- No -respondió don Juan.

-Gómez se está moviendo en Nueva York... Creo que el poeta ha entrado en contacto con los masones de aquí.

-Lo sé, se ha entrevistado con Jessop.

-Otro cerdo, peor bicho que Herlizer, si cabe. ¿Lo conoce?

-Sí, me invitó en una ocasión al club Cosmos -dijo don Juan.

-Ese club es una madriguera para hacer trabajos sucios con el pretexto de la geografía. Hemos encontrado mapas suyos en manos de los rebeldes. La Marina dispone de proyectos concretos para tomar la Habana por mar y sabe que tenemos el puerto minado. Harían cualquier cosa para conseguir los planos de las minas o de las baterías. Sabemos que se reúnen con regularidad para planificar la estrategia. Herlizer calienta a la opinión, Jessop y Carnegie financian al comité de Nueva York, la Marina prepara sus barcos de guerra.

-No creo que los del comité colaboren con los dinamiteros...

-Tienen el mismo objetivo, lo que no van a hacer es denunciarlos, ni perseguirlos.

-Yo confío en Cleveland y en Bayard.

-Quizá no hagan nada violento, si pueden. Pero la hermandad acecha, y los políticos duran sólo cuatro años en el poder. Ellos, sin embargo, permanecen en sus puestos de mando a la espera del momento oportuno. Son profesionales y patriotas ¿Quién dice que Cleveland no se verá arrastrado por las circunstancias?




ArribaAbajoXIV. La Habana

La corbeta Astarté hendía, ligera, la capa fresca del mar. Aparejaba tres mástiles con cofas, crucetas y una sola batería: la del combés. Las velas tersas, la cubierta encerada, los cañones, relucientes como plata de monjas. Baltimore, a lo lejos, cada vez más sumido en el horizonte. Don Juan observaba el ajetreo de los marineros. Acostumbrado a los trasatlánticos, el empuje del viento en las lonas le producía pequeñas sacudidas, diminutos sobresaltos, a los que pronto se habituó. No llegaba a creerse que estuviera navegando rumbo a Cuba, dispuesto a cruzar el Caribe.

Acabadas las tareas de salida, la tripulación rezó en cubierta una salve marinera que -con voz campanuda, una mano en el timón, otra en el breviario- dirigió el capitán desde el castillo de proa. Pastorín izó la bandera española, dio tres vivas al rey. A continuación, los científicos se presentaron ante don Juan: Fermín Paredes, santanderino, encargado de la investigación botánica; Leopoldo Factos, dibujante naturalista. Terminadas las formalidades, sufrió el embajador un ataque de conocimiento. El capitán detectó la enfermedad. Sonrió burlón y, mirando alternativamente hacia la cofa del mayor y a la levita de don Juan, le comunicó al grumete:

-Señor Ríos, tenga la bondad de mostrar la corbeta a nuestro invitado. Quizá quiera subir a la meseta del palo, desde allí se ofrece una vista espléndida de la mar oceana. El rapaz, al oír la orden, se ajustó los pantalones de loneta, estiró su camiseta rayada y, con acento florido del bajo Guadalquivir, preguntó:

-Señor, ¿por dónde quiere empezar?

-No por la cofa, desde luego. Allí sólo suben los monos -contestó don Juan, agarrándose a un cabo, al dar la Astarté un bandazo caprichoso a sotavento.

Le preguntó por las vergas, la gavia mayor, el bauprés, las cuadras... El grumete respondía con amable superioridad. Pero el fuelle pedagógico del muchacho fue decayendo. Cuando el embajador quiso saber lo que medía la quilla de la corbeta, puso una mirada de desvalido agotamiento..., y suspiró:

-Me gustaría, señor. Pero le he dicho todo lo que sé. El resto, se lo pregunta al capitán.

El sol se puso por la amura de estribor, el viento comenzaba a rolar al norte con fuertes ráfagas, la oscuridad fue invadiendo la cubierta. Cuando el aire dio en azotar de través, se izaron las trinquetillas y la vela de cuchillo del mayor. Pastorín levantó la vista hacia la sobrejuanete de proa, dio órdenes de orientarla. La noche vino negra, pura; el mar, agitado y desierto; Betelgeuse iniciaba su ascenso por el horizonte. La luz de las antorchas daba a los rostros una seriedad como de oficiantes de la adoración nocturna en una iglesia castellana; sólo faltaban el escapulario, el incienso y los rezos.

Cenaron en el camarote del capitán. Después, en el alcázar de proa, fumaron con deleite y bebieron coñac jerezano. Don Juan, un poco apartado, se había apoyado en uno de los cañones y, distraído, jugaba con el mecanismo de entrada del proyectil, abriendo y cerrando rítmicamente el pestillo. Pastorín le advirtió:

-No debe fatigarlo, puede vencer el pasador e inutilizar la pieza. Acaso parezca un juguete, pero es un cañón en condiciones perfectas. De hecho, este año lo hemos disparado más de veinte veces. Ese, y los otros cinco.

-¿Todavía hay piratas? -preguntó, con divertida sorpresa, don Juan.

-Piratas con pata de palo, bandera negra, calavera..., no. Pero surcan estas aguas barcos americanos cargados de cubanos belicosos. Si ven la insignia española en un frágil velero, consideran que ha llegado la ocasión del fanfarroneo o incluso del botín. Entonces, se acercan confiados pensando: «¡Bah!, un barco escuela. Divirtámonos un poco, probemos sus bodegas». Momento en el que yo les mando aviso con uno de mis seis ratones plateados. Al primer cañonazo, viran de repente y siguen su camino. También, algunas veces, en la desembocadura del Amazonas, han servido para disuadir a indígenas que nos lanzaban flechas veneníferas desde la playa. En fin, una antigualla que vale su peso en oro.

Fermín y Leopoldo miraban a Pastorín con simpática reverencia; todo lo que decía lo apoyaban con gestos de cabeza o gruñidos de asentimiento. En las pausas del capitán, también el moderado oleaje -rompiendo en el casco- aparentaba aplaudir.

-No he querido contarle antes nuestra más famosa hazaña para que no creyera que se embarcaba en un navío de guerra -continuó Pastorín.

El embajador le miró con una expresión que decía: «Me creo todo lo que usted cuente, proceda». En ese momento, el grumete subió las escaleras y se plantó al lado del capitán. Le susurró algo al oído. Pastorín se levantó, enérgico, y le dijo a don Juan:

-Dispense amigo, no puedo hacer esperar a mi estrella.

Se dirigió a popa, donde Ríos le había montado un telescopio en un trípode. El grumete apagó las antorchas, el barco quedó en oscuridad total. Una vez acostumbrado a la falta de luz, don Juan pudo ver la escena. El capitán movía el tubo con presteza hacia la mitad del arco celeste. Luego, durante unos segundos, su corpulenta envergadura permanecía inmóvil, hasta conseguir el enfoque perfecto de la estrella. El grumete anotaba en un cuaderno las cifras que Pastorín le iba comunicando: «ascensión recta: 34: 47: 17, declinación: 63: 22: 93. Al sur de Camelopardalis». Después de una media hora, volvió Pastorín a la reunión.

-¿Qué tal nuestro lucero? -le preguntó don Juan.

-Lo que me interesa son las estrellas que cambian de brillo por periodos. Hay infinidad. Muchas de las que ve ahora, lo hacen. Este viaje colabora en un catálogo general de variables. Para descubrirlas hay que tener buena vista y buenos cielos.

-Nuestro capitán recibió la medalla Steinmann del observatorio de Göteborg. Algo así como la laureada de San Fernando en las batallas astronómicas -terció con orgullo el botánico Fermín.

-Me ha dejado en ascuas. Antes de viajar a las estrellas, había prometido contar una historia marítima -intervino don Juan dirigiéndose al astrónomo.

-Ah... la utilidad de los cañones -dijo Pastorín-. Pues ni más ni menos que, gracias a ellos, pudimos ayudar a la detención por parte de nuestra armada de un barco filibustero especialmente peligroso. Le cerramos el paso con unos cuantos cañonazos a unas seis millas de tierra, con las colinas de Guantánamo a la vista. Izaron bandera blanca y se rindieron al capitán Dionisio Costilla, que les perseguía en el Tornado. Éste ocupó el vapor, hizo prisioneros a los oficiales yankis, encerró a los cubanos en las bodegas y dirigió el barco a Santiago de Cuba. Había allí dinamita suficiente para volar el castillo del Morro, y una gran cantidad de fusiles y munición.

-Pero, ¿qué me cuenta usted? ¿Está hablando acaso del «Virginius»? ¡Así que intervino en esa escaramuza! Bueno, «escaramuza» no es la palabra adecuada -se corrigió don Juan-, quiero decir «acción valerosa y patriótica».

-Pues sí, el «Virginius». Cuando el barco arribó a Santiago, el gobernador instruyó un sumarísimo. Mandó fusilar a los oficiales americanos, al dirigente Bernabé Varona y a unos veinte cubanos más. Llegaron un lunes por la mañana, fueron juzgados por la tarde y pasados por las armas de inmediato.

-Recuerdo el impacto que produjeron esas ejecuciones en las cancillerías -dijo don Juan.

-Más impacto habría tenido la dinamita en nuestros pechos -recalcó Pastorín-. El fusilamiento fue la solución justa, la que se correspondía con los efectos que los filibusteros querían causarnos. La justicia de los hombres debe aproximarse a las leyes del universo. A tal acción, tal reacción...

Don Juan, al ver los ojos fríos y ardientes de Pastorín, pensó en los retratos de Antonello de Messina que de joven había contemplado en Italia. Representaban a fogosos adultos con la mirada de quienes poseen a la vez el conocimiento y el «imperium» físico: el mentón que hendía el porvenir, la frente aventanada, los ojos fulgurantes, y esa forma complaciente, alerta, de asomarse al mundo, como el leopardo que acecha, relajado, sobre la rama de un árbol en la sabana.

El ron, el aire calmado de la noche, sirvieron de acicate a los científicos para conducir la conversación, primero, hacia las novedades políticas, después a las mujeres, luego, de forma natural, a los chistes procaces. Los hachones que alumbraban en cubierta habían agotado la brea cuando llegó el momento de entonar las canciones de añoranza de la patria.

En la litera, don Juan, mientras trataba de conciliar el sueño, cayó en la cuenta de que no había escrito carta alguna desde hacía dos semanas. Decidió redactarlas a la mañana siguiente para echarlas al correo nada más llegar a la Habana. Desde allí saldrían hacia España con floridos matasellos de palmeras y el aroma caribeño impregnado en el papel. Aquellas misivas enorgullecerían a sus hijos, por tener un padre en tierras lejanas de aventura; a su mujer le preocuparían, por creerle expuesto a los peligros de las mulatas lavanderas o de las criollas tostadas y melosas. Siempre había oído maravillas de las cubanas. Ahora, «de la carrera de la edad cansado», sin grandes esperanzas en el disfrute directo de los dones que pudieran ofrecerle, tenía la intención, por lo menos, de contemplarlas con sus expertos ojos de aficionado perpetuo.

El ruido de cubierta despertó a don Juan, que había pasado una noche agitada por la cena excesiva, los puros numerosos y el ron en demasía bucanera. Las pisadas sobre las tablas, encima de su camarote, sonaban ligeras; las voces, aunque roncas, festivas. El arrastrar de los baúles, los cabos al caer en el maderamen, el mugido profundo de Pastorín anunciaban que la Habana estaba cerca. Arreglado, llevando su maleta, salió don Juan al exterior. El grumete, ojeroso, sacaba brillo a la hebilla de un cinturón. Los naturalistas, con los ojos hinchados por el sueño, aspiraban la brisa mañanera. Un amanecer sereno, un mar plano como lámina de estaño. Al fondo, el alegre crepitar de los edificios que, límpidos, sin niebla, relumbraban con el primer sol. Por detrás, oyó la cavernosa voz del capitán: «Ahí la tiene usted, la muy ilustre y siempre fidelísima, villa de San Cristóbal de la Habana».

El barco enfilaba la boca del puerto.

- Mire -indicaba Pastorín-, ese es el Morro, el castillo de los Santos Reyes. El del otro lado es el fuerte de San Salvador de la Punta. ¿Quién entra en este palacio tropical sin permiso? Véalos, como dos soldados gigantes de piedra. Aquel torreón es el Morrillo, el que está situado en la cresta del peñasco. Observe el fanal de primer orden de Fresnel, cuya luz giratoria ilumina hasta cuarenta millas. Fíjese en el recinto meridional del castillo ¿Ve la gran batería rasante? Cuente. Son doce piezas de grueso calibre las que apuntan a la entrada del puerto. «Los Doce Apóstoles», y no tienen precisamente en la cabeza la llama del Espíritu Santo, más bien saldrá por sus bocas el fuego del infierno.

La perorata de Pastorín seguía extendiéndose en detalles militares, todos de admiración ante «la inexpugnable y bella». La ciudad, a medida que la corbeta discurría por el canal, antes de entrar en la bahía, aparecía medio oculta por un bosque de mástiles y velas. Luego, se presentó de pronto, como si el barco navegara por sus calles.

-Ahí tiene -seguía Pastorín-, en la ribera oriental, San Carlos de la Cabaña, la primera fortaleza de América. El que se hace con ella, se hace con Cuba. Un pueblo militar con cuarteles, polvorines, caballerizas... Todas sus cortinas, rodeadas de profundos fosos. Dotación de fuego: doscientos cañones, sin contar la batería de la Pastora, que nos está mirando en este momento.

Don Juan no atendía al capitán. Se fijaba en la brisa. ¿De dónde ese olor a jabón fresco que exhala el aire? ¿Del palmeral al fondo de la bahía?

Atracaron en el muelle de la Luz. Mulatos descargaban barcazas, macizos oficiales paseaban orgullosos. Los sacos de azúcar, los fardos de tabaco, las barricas de aceite... todo iba a parar a barcos de bandera americana que fondeaban flamantes y pletóricos.

Don Juan acordó con Pastorín reunirse pronto. Luego se despidieron los naturalistas y Ríos. Marcharon alegres, con las cabezas ladeadas, como si eso les diera más capacidad de visión sobre el lugar donde se escondían los placeres. Guardados por el ángel inocente de la juventud, se internaron por un pasillo entre dos altas hileras de fardos.

Al poco, se presentó un ser curioso.

-¿Señor embajador..., don Juan...? Soy Carlos Balbuena de Prado, jefe de la Aduana. Como máxima autoridad portuaria, tengo el honor de ponerme a su disposición y de transmitirle la más cordial bienvenida por encargo del Capitán General.

Nadie podría esperar alguien tan pequeño como jefe de algo; sólo la proporción de sus miembros lo salvaba de ser un enano. El traje de lino, la cadena de oro que cruzaba el chaleco, los gemelos de brillantes, mostraban a las claras que aquel hombre no desaprovechaba el cargo. «¿Jefe de Aduanas? Corrupto o incorrupto, buen puesto», pensó don Juan. Balbuena le presentó a los dos policías secretos que serían su escolta, vestidos uno de guajiro, el otro de corte europeo. Ambos hablaban con acento mallorquín. Hicieron una inclinación ceremoniosa y enseguida se volatilizaron entre los cargadores.

Balbuena le indicó la volanta que esperaba para llevarlo a casa de los Gamazo. A las bridas, un joven muy serio, algo gordo, miraba con tranquilidad todo lo que ocurría a su alrededor. Cuando vio que don Juan se dirigía al coche, bajó de él y con aire deferente, se presentó. «Soy Valentín Gamazo. Mi padre se disculpa por no estar aquí, pero ha tenido que salir a la carrera para la hacienda. Vendrá a la hora de cenar». Cogió las dos maletas como si no pesaran y las colocó en el coche. En realidad, lo que le hacía parecer gordo era, más que la cantidad neta de grasa, la particular disposición de una cabeza grande, un cuello corto y la carne torneada al hueso con blandura.

Cuando consiguieron salir del puerto, accedieron a una calle llena de tiendas con abigarrados toldos. El joven Gamazo quiso ofrecerle un recorrido que incluyera lo más notable de la ciudad. Le llevó, primero, a una plaza de imperfecto paralelogramo, embaldosada, con cuatro parterres rodeados de verjas. En el centro, la estatua de Fernando VII.

-¡El deseado, el deseado! -exclamó el joven, irónico-. Para nosotros fue bueno. Según los libros «tuvo acertadas providencias que aseguraron la paz y la prosperidad de Cuba».

La estatua, más bien mala, representaba al rey felón con cetro, toisón y manto. El Palacio de Gobierno se levantaba en el lado oriental de la Plaza de Armas. Algunos curiosos esperaban el desfile de la tropa que cubría el servicio de guardia. Por doquier, vendedores de helados, chiquillos, apenas mujeres. Recorrieron las calles Obispo, O'Reilly, Mercaderes..., adoquinadas, con buenas aceras. Al entrar en Peña Pobre, el coche empezó a dar unos saltos despiadados: rodaba sobre un empedrado macadam deteriorado por los carros, los aguaceros y el estiércol de las bestias.

-No se asombre. El adoquín que debía haber aquí se lo han embolsillado.

En cierto tramo de la calle, pasaron sobre unos tablones negros incrustados en el barro seco, la volanta redobló su trote espasmódico.

-Son de caoba, tienen más de un siglo. Aquí la madera sobra y la piedra falta. Hay que traerla de Veracruz.

El coche tuvo que detenerse al poco tiempo porque un rebaño de cabras ocupaba la calzada. El joven Gamazo miró divertido alrededor, se encogió de hombros, y trató de distraer a don Juan señalándole las casas cercanas. Sus colores variaban entre el azul añil, el castaño claro y el verde aceituno. Las ventanas tenían rejas que llegaban hasta el suelo. En ellas, una joven limpiaba los barrotes, una niña, ensimismada, vestía sus muñecas, gatos somnolientos descansaban sobre los poyetes. Cuando las cabras despejaron el camino, entraron en una calle bien pavimentada, umbría, flanqueada por grandes casas solariegas. El coche se detuvo ante una con fachada de piedra, ventanales de cristales polícromos, y un balcón corrido que ocupaba toda la planta superior. La casa de los Gamazo.

Don Juan se apeó. Valentín dejó la volanta a un criado mulato. Atravesaron el fresco zaguán y entraron en un patio con soportales. Dos niñas, a todo correr, se echaron encima de Valentín, alegres, gritonas, jugando primero, después un poco cohibidas por la presencia de aquel señor desconocido.

-Sinda, coge a las niñas -ordenó Valentín a una mulata que se acercaba.

Entonces salió Mercedes. Don Juan, que la conocía desde su juventud, la encontró con la misma mirada generosa y verde; el cuerpo, sin embargo, desfigurado por la gordura. Llevaba una blusa de gasa, casi morada, que dejaba al descubierto los hombros lechosos, salteados de lunares. Las blanduras del trópico se habían instalado en aquella que fue enjuta castellana de Toledo.

-Dichosos los ojos, Juan. No quiero halagarte, pero has ganado con los años. ¿Cómo está Dolores? ¿Y tus hijos?

Hubo un intercambio atropellado de acontecimientos familiares; salieron a relucir los muertos, las bodas, los bautizos de ambas estirpes. Pidió Mercedes noticias de sus hermanas, a las que frecuentaba el embajador, también del «Pollo de Antequera», ministro de la Gobernación en la Regencia, que de joven fue su pretendiente, «entonces no me gustaba porque tenía un tic en las cejas, ¿lo tiene todavía, Juan?» Mercedes no paraba de hablar. Él la escuchaba, encantado del lugar tan fresco en el que habían ido a sentarse: una sencilla habitación que recibía la brisa de Cojímar a aquellas horas agobiantes del mediodía. El refresco de limón, hierbabuena y un poco de ron, servido por la esclava Sinda, acabó de ponerle en concordancia tropical.

-Las cosas no van bien en la hacienda -se lamentó Mercedes con voz seria y tono resignado-. Ya te contará Valentín. Quiero que le animes a volver a España. Él mismo está deseando pasearse por Madrid y ver a la gente, pero su orgullo se lo impide.

Sinda retiró el servicio de refrescos. Llevaba falda larga y blusa escotada. La ligereza de la ropa fue uno de los primeros choques tropicales que recibió don Juan. Las norteamericanas tenían andares enérgicos, costumbres liberales, pero iban vestidas hasta el cuello. Las cubanas, sin emancipar, andaban rumorosas, ofrecían a la vista sus carnes firmes, morenas y sedosas.

Mercedes siguió hablando y abanicándose un buen rato. Al fondo, en el patio, se oían las voces de las niñas, que arrastraban una pequeña caja de madera.

Al fin, pudo don Juan subir a la habitación que le tenían destinada. Sinda, solícita, cargada de ropa blanca, le guió hasta el segundo piso. El dormitorio era acogedor y fresco. Se echó en la cama; sacó de la maleta la fotografía de Catalina. Medio adormilado, oyó una bocina de oro.



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