Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
Anterior Indice Siguiente




ArribaAbajoXV. Los Gamazo

Don Juan se dirigía al Casino de la Habana. Mercedes le había dicho que Valentín le esperaba allí para almorzar. En el trayecto, se le acercó un vejete ofreciendo lotería: empañados los anteojos de gruesos cristales, la colilla del puro en la boca, desdentado, con barba de pinchos blancos. «¡La cubana!, ¡la auténtica!, el 7.025, el rayo... ¿Quién la quiere?» El azar es ciego, y aquel vendedor casi lo era. Sacó un billete -recién cambiado, crujiente-, que de inmediato fue capturado por unos dedos sarmentosos, con uñas negras de mugre.

Continuó, errante, por Oficios, Compostela, Aguacate, Villegas... Y las tabernas «Alma Húmeda», «La última de Pérez». Fachadas roídas por el salitre marino, almacenes con profundas hileras de barricas que olían a tasajo. Al entrar en la calle Obispo, un hombre fue hacia él con los brazos en alto.

-Por fin doy contigo -dijo, abrazándose al embajador.

En un primer instante, don Juan no reaccionó.

-¿No me conoces? -insistió el hombre.

Don Juan vaciló unos segundos; cuando acabó el abrazo, pudo verle la cara a quien no era otro que Valentín. Entonces fue él quien volvió a abrazar al amigo recuperado.

-He llegado esta mañana de «La Soledad». Me ha dicho Mercedes que habías salido de paseo y tenía tantas ganas de verte, que me he puesto a callejear por si te encontraba antes.

No veía a su amigo Gamazo desde hacía más de treinta años. El hacha del tiempo le había tratado con relativa misericordia. Aun así, el cerco del pelo se retiraba cráneo arriba; el cuello, ensanchado, se hacía continuo con la cabeza; la boca se descolgaba en las comisuras. En suma, la figura atlética que en Granada, de estudiante, trepaba de un salto a un balcón, había desaparecido sin dejar rastro. Mientras se dirigían al Casino, Valentín le contó a don Juan lo esencial de su vida. En Cuba no pudo utilizar su título de abogado. Se empleó, primero, en una tienda de tejidos, luego montó una pequeña lavandería para uniformes de soldados. Ahí ganó un poco de dinero, que invirtió en el suministro de vestimenta a la intendencia militar. En la Guerra Grande, los pedidos fueron fabulosos. Estuvo diez años surtiendo al ejército español. Sólo él junto con «Plá y Carbonell, Paños de Sabadell», tenían la exclusiva. Una fortuna. Con ella compró la hacienda de caña «La Soledad», cerca de Cienfuegos.

En la mesa, durante el aperitivo, buscaban el tono, escudriñaban los silencios, se tanteaban..., como camaradas muy cercanos en una época de la vida que, con el paso del tiempo, terminan por volverse unos extraños y, al reencontrarse, se esfuerzan por recuperar la capa del alma que guarda el calor de la antigua amistad. Gamazo -traje de fina alpaca, sombrero panamá, camisa de bordada pechera, botas de charol con puntas achaflanadas- pidió al solícito camarero: «rabo de toro para el embajador y tortilla de patatas con chorizo para mí».

-Todavía no te he preguntado por el viaje.

-Magnífico... Conducido por el sabio Pastorín.

-Sabio y patriota -dijo Valentín con orgullo.

-Veo que le conoces.

-Tiene mucha responsabilidad sobre sus hombros don José... Yo le conozco desde el tiempo de los voluntarios.

Don Juan le contó a Gamazo las andanzas de Pastorín en Norteamérica, pero no se decidía a hablarle del asunto explosivo. Al fin lo hizo, cuando creyó haber recuperado el verdadero rostro de su amigo juvenil.

-Ahora creo que tiene más responsabilidad que nunca, trata de encontrar a un tal Agüero, que nos tememos que haya metido aquí la dinamita de los nihilistas para hacer algo gordo.

-Dile que cuenta con todo nuestro apoyo.

-¿Nuestro?

-Sí, con el mío, y con el de los voluntarios que quedamos en el Partido Constitucional.

-De todas formas, no hables de esto a tus amigos -aconsejó don Juan.

-Descuida, pero déjale claro que cuente conmigo... Dispongo de una buena red de información que le puede ser de utilidad.

Cuando terminaron de comer, don Juan rehusó el postre. Valentín llamó a un limpiabotas, que no pudo actuar porque Gamazo se levantó rápido y trajo a la mesa a un hombre de unos sesenta años, muy moreno, delgado, con guayabera y pantalones blancos.

-Juan, te voy a presentar a don Julio Pagliari Soler, coronel de la guardia civil y jefe de la policía gubernativa de la Habana.

El coronel hizo un amago de cuadrarse, pero sólo juntó los pies e inclinó un poco la cabeza; luego, avanzó una mano cordial.

-Don Julio -continuó Gamazo-, hoy no cuente conmigo para el dominó.

-No se preocupe, tendré que sufrir a Cercedilla -aceptó resignado el coronel. Cuando se retiró Pagliari, Valentín dijo:

-De este hombre depende nuestra seguridad. Su hora y media de dominó es la única expansión que tiene en todo el día.

-No comprendo cómo podéis pensar en las fichas recién comidos.

-Nunca he dormido la siesta.

Don Juan bostezó:

-En tu caso, bueno, pero un jefe de policía debe dormir la siesta...

-No en la Habana; su cerebro tiene que estar siempre en guardia, el dominó le ayuda a distraerse sin perder los reflejos.

Don Juan comenzó a sentir sopor; el rabo de toro hacía su efecto... y el calor húmedo, la vegetación del patio, el zumbido del moscardón...

-Me tomaría un café solo.

Gamazo llamó al camarero, después le ofreció a don Juan un augusto veguero.

-No te duermas, fúmate éste y hablemos del asunto Larache, ¿cómo va la cosa?

-Creo que bien. Lo consulté con el gobierno y me dio permiso para que firmara la reclamación. Pero esto es cosa lenta, complicada. Me temo que a algunos personajes habrá que untar: al subsecretario Davis, al abogado consultor del departamento de Estado, a ciertos jueces...

-Es mucho dinero, puede haber regalos para todos, y por supuesto para ti -dijo Valentín mirando a los ojos a don Juan.

-La reclamación es justa. El embajador, cualquiera que fuere, sólo cumple con su obligación dándole trámite.

-A ti, la casa, según me han dicho, podía obsequiarte con unos treinta mil dólares.

Era la primera vez que don Juan oía una cifra concreta. Sonó dentro de él un repique de campanas. Una fortuna. Su vuelta triunfal. El fin del agobio.

-Te digo que un funcionario del Estado no debe recibir más que su sueldo por cumplir con su obligación.

-¿Pero qué escrúpulo es ése? La obligación se puede cumplir de muchas maneras... Si uno vigila, se esfuerza más allá de su estricto deber y está atento a todo, como tú lo estás, ¿por qué el beneficiario de tu esfuerzo no te va a mostrar su agradecimiento? ¿A quién le quitas tú el dinero? El millón y medio de dólares es de la casa Larache -y un veinte por ciento mío como socio-, tú ayudas a sacarlo de los sótanos del Tesoro americano que se lo apropió, ¿y no te vamos a recompensar? No es dinero del Estado español, ni procede de negocios ilícitos. Imagina que un guardia civil impide que un bandolero te robe la cosecha de aceite de tu finca, ¿qué pensarías de él si no aceptara que le mandaras una arroba?

-Que es un santo... o un tonto -reconoció don Juan.

-Y entre los extremos se halla el hombre prudente.

-Mi situación económica es desastrosa -dijo don Juan con tono resignado- ¿Por qué crees que he cruzado el charco a mi edad? Pues porque viniendo a América sin la familia, creí que podría ahorrar.

-Razón de más para que no dudes. Yo también necesito esa liquidez. Aunque demos a los funcionarios yankis el treinta por ciento de la reclamación, Maza y Larache recibiría más de un millón de dólares, y yo unos doscientos mil. Eso casi me quita las hipotecas con Atkins sobre la hacienda. Si tú me ayudas a salvarme, ¿no es justo que yo sólo te alivie?

-Yo creía que tú...

-Ya te contaré las amarguras otro día. Ahora vete a dormir la siesta. Tienes que mantenerte bien despierto para disfrutar de este paraíso que nos quieren quitar. Dile a Mercedes que no sé si esta noche iré a cenar.

Cuando salieron del casino, Gamazo le dijo a un cochero que llevara a casa al embajador. Cuando entró en el zaguán, fue recibido por el frescor y la sombra: un toldo cubría el patio tapizando el suelo con lunares de luz, goteaba monótono el chorro de la fuentecilla; desde unos grandes macetones que rezumaban humedad y olor a arcilla, la yedra ascendía por las columnas. En el piso de arriba, cantaba Sinda. Valentín hijo acababa de llegar y se había encerrado en su habitación. Don Juan, aunque necesitaba la siesta, se quedó a charlar con Mercedes.

-Juan, el niño me tiene preocupada.

-Pues parece un muchacho tranquilo e inteligente.

-¿Tranquilo?... Será por fuera. Yo le conozco y sé que no deja de pensar. Tiene algo metido en la cabeza, y hasta que lo consiga no parará. No sé de qué se trata, pero imagino lo peor.

-A esa edad sólo puede ser una mujer -apuntó don Juan sin mucho convencimiento.

-No es una mujer. Creo que en la universidad anda con malas compañías. El convento de Santo Domingo es un mal semillero de independentistas. Siempre hay altercados entre estudiantes españoles y rebeldes. El otro día vino con el pantalón desgarrado. Me lo dijo Sinda. Cuando está aquí, se pasa las horas leyendo y escribiendo, luego se va de casa y no le vemos más el pelo. Su padre no ha hablado con él en un mes. Todo nos ha venido a la vez: los problemas de la hacienda y los del niño.

-¿El padre sabe algo? -preguntó don Juan.

-Menos mal que no. Si se enterara, no quiero ni pensar lo que pasaría.

-Bueno, a esa edad se suele ser idealista, se quiere arreglar el mundo. Los jóvenes necesitan probarse, desafiarse unos a otros y a sí mismos. Además, está en el ambiente.

-Pero nosotros le hemos educado como español, no como cubano. Le mandamos, desde los diecisiete años, cada Navidad, a Toledo con sus tías. Hasta hace unos meses, teníamos todos opiniones iguales en política. Ahora, las pocas veces que coincidimos en la mesa, se encierra en sí mismo o habla de cosas intrascendentes. Sobre todo se le nota en la mirada. Desconfía de nosotros. Ya no nos admira. Creo que se avergüenza. No sé si todavía nos quiere. Con la única que habla es con Sinda y, según ella, tampoco le dice gran cosa. Hoy, por ejemplo, salió a las nueve para la universidad y ha vuelto un poco antes que tú. Traía los ojos brillantes. Seguro que no ha comido.




ArribaAbajoXVI. La hacienda «Soledad»

La noche anterior, Gamazo le había recordado a don Juan que tendría que madrugar. Saldrían muy temprano para la hacienda. En la estación se les iba a unir Pastorín.

El tren los llevaba por campos cubiertos de caña. Viajaban en un vagón lleno de sacos, con una toldilla de lona que temblaba sobre sus cabezas ondeada por la brisa. La locomotora adelantaba el rastrillo frontal como si quisiera arar los raíles; bocanadas de humo sucio salían de la chimenea. Hicieron una parada bajo una enorme ceiba para que el tren tomara agua. Aprovechando que no había ruido, Gamazo se dispuso a explicarles el motivo del viaje.

-Dos días antes de que llegarais a la Habana, don Límbano Acebes, un antiguo hacendado pasado a los rebeldes, me robó esclavos en la hacienda. Entró en el patio cuando se disponían a salir para la zafra. Allí mismo les improvisó una arenga, desde el caballo, rodeado de sus mambises. Según me han contado, habló de gallegos crucificados, pan de los hijos, escuadras norteamericanas salvadoras, cañones de último modelo que derribarían el Morro, abajo el opresor... Cuando terminó la proclama, muchos jóvenes se le acercaron ofreciendo sus vidas por la patria. De inmediato, sus madres fueron tras ellos, y entre gritos y empujones, los alejaron de don Límbano. Sólo cuatro se fueron con él.

-O sea, que se está formando la guerrilla mambís, como en el 68 -dijo Pastorín.

-Si don Límbano se ha atrevido a entrar en la hacienda para quitarme esclavos, la insurrección va en serio. El renegado debía tener buena información, llegó el día en que faltaba la vigilancia. ¿Te acuerdas de Edelmiro? -preguntó Gamazo dirigiéndose a Pastorín.

-Ahora no caigo.

-Sí, hombre, el sargento caníbal...

-Ya, ¡claro que le conozco! ... pero no es sargento, le echaron del ejército -contestó Pastorín.

-Bueno, pues él se encarga de la seguridad aquí. Aquel día había tenido que acudir en ayuda de un hacendado vecino.

Al ver la cara de extrañeza de don Juan, Gamazo le explicó:

-Este Edelmiro, en la Guerra Grande, cuando su compañía quedó rodeada por los rebeldes con todas las líneas cortadas, se alimentó de sus soldados muertos. Eso, al fin y al cabo, es supervivencia. Pero encima es cruel: fue torturador en la Cabaña. Cuentan que mientras los presos gritaban en el potro, Edelmiro tarareaba música patriótica, bebía vino y les insultaba. Además, me roba. Se queda con cantidades considerables de grano, azúcar, gallinas... «en concepto de intendencia para la tropa», le explica a mi administrador. Tropa que está formada por un selecto grupo de indeseables a los que domina «manu militari». Pues, con todo, no tengo otro remedio que aguantarme. Por muy voraces que sean los perros guardianes, peor sería la ruina.

Don Juan puso un semblante de comprensión. Gamazo continuó.

-Edelmiro trató de hallar la pista de los esclavos, sin conseguirlo. Pero hace una semana, dos de los cuatro fugados regresaron a la hacienda, según ellos «porque estaban muy enmadrados y no recibían buenas raciones». Para evitar el castigo, le contaron al sargento todo lo que recordaban: don Límbano se encontraba por la zona sur de Matanzas, en Jagüey Grande; iba acompañado por un caballero con ropa de marino, al que llamaban «Almirante». Cuando Edelmiro me lo contó por primera vez, no caí en la cuenta, pero después relacioné al tal almirante con Agüero. Bien podría tratarse de él.

Y dirigiéndose a Pastorín, Gamazo concluyó:

-José, tú que lo conoces, debías interrogar a los esclavos. Me huelo que es el filibustero.

El tren volvió a ponerse en marcha. Media hora después, paró ante una caseta de madera. Allí les esperaba un guajiro con tres caballos. Don Juan no montaba desde hacía muchos años, pero se acomodó al pacífico percherón que le habían destinado. Pastorín no estaba muy contento con su jamelgo, Gamazo cabalgaba en un purasangre espléndido. Atravesaron un pequeño bosque de palmeras; luego se presentó de repente la llanura. Tardaron un buen rato hasta llegar al ingenio azucarero. En la puerta de la casa, les esperaba un esclavo con el sombrero en la mano.

-Bueno, Pachín, ¿dónde están los peones?

-En la parte de Caño Gordo, mi amo

-¿Están todos?

-Menos los dos que se llevó don Límbano.

-¿Y Edelmiro y su cuadrilla?

-Esta mañana fueron a la hacienda «Salas Viejas», llamados por la mujer de don Esteban, que había oído tiros en los cerros... pero ya regresó.

-Ve a Caño Gordo y tráete a los dos fugados. Dile a Edelmiro que lo espero aquí.

-Sería mejor que fuera yo a donde estén trabajando. Allí podré interrogarlos con el sargento. Ganaríamos tiempo -propuso Pastorín.

Gamazo y don Juan sintieron un poco de alivio ante la iniciativa del marino. Valentín, por no ver a Edelmiro; don Juan, por no asistir a escenas desagradables.

-Como quieras, José... Y tú, Pachín, acompaña al capitán -dijo Gamazo, con mirada inexpresiva.

Cuando se marchó Pastorín, Gamazo mostró a don Juan las viviendas de los trabajadores.

-Antes se hacinaban en barracones, todos juntos. Yo he construido estas casas para que cada familia pueda vivir independiente. Han disminuido las riñas. Muchos de los que ves aquí ya no son esclavos, obtuvieron la libertad después de Zanjón, pero prefieren quedarse porque tienen trabajo y un amo no demasiado malo. Otros, se acogieron al patronazgo, algo así como un periodo de vigilancia y protección antes de obtener la libertad. Todos ellos saben que falta poco para que desaparezca por completo la esclavitud. El día que eso ocurra será mi ruina.

-Desaparecerán los esclavos, pero no los obreros -dijo don Juan.

-La caña hay que cogerla en su tiempo, no entretenerla, llevarla enseguida a la elaboración. Se necesitan muchos hombres a la vez en momentos muy precisos. Si fuera un trabajo de peones libres, habría que pagarlo a precios muy altos. Los esclavos viven todo el año con nosotros, sólo nos cuestan la manutención.

-¿Y no habéis hecho nada?

-Sí. Hemos comprado maquinaria moderna para el tratamiento de la caña, pero así sólo ahorramos hombres en la elaboración; y te digo que lo que importa es la mano de obra durante la recolección. No hay artefacto que pueda sustituir a un buen guajiro con su machete. Para la maquinaria hemos pedido créditos. Los míos, los debo a Atkins & Co., el mismo banco dueño del ferrocarril que nos ha traído, y como garantía figura la hacienda. Con los precios del azúcar por los suelos y sin beneficios, no puedo pagar los préstamos. Los bancos conocen la situación mejor que nadie y son reacios a ampliármelos. En fin, ya ves los problemas que tengo. Ya ves cómo necesito que lo de Larache salga bien.

-El gobierno me tiene negociando un tratado con los Estados Unidos que os va a ser favorable, incrementará vuestras ventas al disminuir los aranceles americanos -dijo don Juan, con voz en la que resonaba el consuelo.

-Eso no me salvará -replicó sombrío Gamazo-. Todos estamos ya, de hecho, en manos de los americanos. Su capital domina por completo, dentro y fuera de Cuba, el mercado del azúcar. En estos momentos, Atkins podría ejecutar, si quisiera, más de veinte hipotecas y quedarse con haciendas que producen el setenta por ciento de la caña cubana. Lo hará cuando no tenga más remedio, o cuando se aclare la situación política.

-En las Cortes hay un proyecto...-don Juan se contuvo y no le contó a su amigo que al último debate sobre el presupuesto de Cuba, según le había contado por carta Gumersindo Laverde, sólo asistieron siete diputados de los cuatrocientos que componen la cámara.

-¡Al diablo, con las Cortes! -se exaltó Valentín-. No os enteráis. Aquí no hay nada que hacer. El veneno nacionalista se ha infiltrado en toda la población criolla y, por supuesto, en los esclavos. Los nacidos en Cuba, nuestros jóvenes, simpatizan con lo que llaman «su» patria. Yo me he librado con mi hijo, pero Esteban, mi vecino de «Salas Viejas», tuvo al suyo a punto de ir a la cárcel por propaganda ilegal. Y la presión americana es muy fuerte, eso lo sabes tú mejor que nadie. Hay una ayuda descarada a los rebeldes. La moral del ejército está cada vez más baja. La mayoría de los mandos están alcoholizados. A los soldados no les pagan; lo poco que hay, se lo reparten los chusqueros de intendencia. Y los políticos cada día dicen una cosa, según vayan los vientos en Madrid. Los más sensatos saben que aquí está todo perdido. Prim lo sabía, Polavieja también, y sobre todo Martínez Campos. Aguantan unos por deber, otros por vanidad, y algunos porque esto es una mina.

Don Juan, mientras oía a su amigo, iba sintiendo un desánimo cada vez más grande. ¿Y si fuera verdad que la gente de Cuba ya no quería a España?, ¿que sólo unos pocos comerciantes interesados pugnaban por la isla? En las calles de La Habana no veía más que mulatos o negros; blancos, muy pocos, la mayoría militares. La revelación de Gamazo sobre lo profundo del dominio de la banca americana en el negocio del azúcar, le hizo pensar que las indemnizaciones por los daños en las propiedades yankis podían no ser tan desmesuradas: una hacienda quemada o destruida haría perder grandes sumas de dólares al banco que la tuviera hipotecada. En fin, se prometió estudiar el asunto al regreso; por el momento, debía disfrutar de sus vacaciones.

-¿Y qué vas a hacer? -continuó preguntándole don Juan a Gamazo.

-Por mí, mañana mismo me iría a España. Mercedes también quiere, pero mis hijos no abandonarán Cuba. Mi hija está casada aquí y se encuentra feliz. Valentín no quiere ni oír hablar de eso. Cuando insinúo algo, se pone muy nervioso y me deja con la palabra en la boca. Además, ¡qué carajo!, no me resigno a perder la hacienda. Quiero luchar por ella. Estoy dispuesto hasta a entenderme con los independentistas si hace falta. No quiero volver a España derrotado.

-Derrotado no volverías. Siempre puedes venderla, liquidar la hipoteca y algo sacarías en limpio si no tardas. Con ese algo, en dólares, podrás vivir en Madrid como un rey, comprar fincas, entrar en la corte...

-Sí, pero a pesar de todo volvería derrotado; aunque sólo yo lo supiera. En fin, quizás lleves razón y esté exagerando mi orgullo. Mi suegra ha muerto, nadie me lo podría reprochar como un fracaso -sonrió con cara de víctima.

Pasados los barracones de los esclavos, se detuvieron a admirar la torre vigía, que, por su talle fino, parecía una reina de ajedrez. En lo alto, colgaba una campana para llamar a los esclavos. Subieron por una escalera de hierro. Desde allí, la tierra parda, las palmeras, los promontorios, se extendían hasta perderse de vista confundiéndose con la línea del cielo. Bajaron de la torre; el tufillo de una cocina cercana les recordó que llevaban danzando desde muy temprano... y la danza sale de la panza.

De vuelta hacia la casa, tuvieron que pasar otra vez junto a los cobertizos de los esclavos. Valentín se detuvo. Como si hubiera olvidado algo importante, cogió a don Juan del brazo y le condujo hacia uno de los cubículos.

-Ahora te voy a enseñar un portento, un milagro de la naturaleza.

Atravesaron un pequeño patio tabicado y entraron en la vivienda.

-Cecilia, ¿está tu padre? -dijo Gamazo a una mujer negra de edad indefinida que se afanaba atizando el carbón de un anafre.

-Sí, mi amo, está en el dormitorio.

-Anda, dile que salga, que quiero que lo vea un amigo.

Cecilia apartó una cortina y la volvió a correr detrás de ella; estuvo cuchicheando en un idioma desconocido con alguien que tosía de manera hueca, persistente. El humo no lograba salir por el único ventanuco de la habitación. Cuando la mujer volvió a retirar el cortinaje, apareció un viejecillo negro, encorvado, con la boca temblorosa y desdentada.

-¿Cómo estás, hombre?

-Como Dios quiere, mi amo. Me alegré de verle. Hace mucho tiempo que no recibo visitas y me duelen mucho los pulmones, aunque ya no fumo, no fumo, no fumo...

Le sobrevino un golpe de tos. Cuando acabó el ataque, Valentín le dijo:

-Escucha, éste es mi amigo el embajador. Quiero que le enseñes lo tuyo.

El viejo bajó la mirada y, fijándola en un punto que podía ser la rodilla de Gamazo, empezó a desabrocharse su mugrienta camisola de cuadros. Cecilia, al darse cuenta de que le costaba mucho, se acercó a su padre y se la desabotonó en un momento; después, se apartó y salió fuera. La oscuridad de la casa apenas permitía distinguir las formas de los objetos. El viejo no reaccionaba. Gamazo le cogió del brazo y, de manera expeditiva, le llevó hasta el umbral para tener más luz. Allí, le quitó la camisa dejándole el pecho descubierto. De aquel torso hundido, esquelético, sobresalían -amarillentos- dos senos, como peces muertos. El viejo, que seguía con la mirada en las rodillas de Gamazo, esbozó una sonrisilla indecisa entre la vanidad y la vergüenza.

-¡Es el único hombre en el mundo que ha dado de mamar a su hijo! -exclamó teatral Valentín.

Gamazo le confesó a don Juan que, después de haber mostrado el fenómeno a sus amistades muchas veces, todavía se conturbaba ante aquellos fláccidos lenguados yertos, colgando del pecho de su esclavo. Le contó que era negro mandinga; se llamaba Francisco Lozano, con veinte años fue comprado en el mercado del Jardín Botánico por Torriente, el anterior propietario de la hacienda. Valentín le conoció cuando ya había llevado a cabo su hazaña. La mujer de Francisco cayó enferma de gravedad, no podía darle el pecho a su Basilio, recién nacido. Los llantos de hambre se hicieron tan insoportables, que un día Francisco cogió al niño en brazos y le ofreció las tetillas. El chiquillo, ávidamente, comenzó a lamerlas y succionarlas. Al principio, esos movimientos reflejos sólo le calmaban un poco. Francisco insistió; la irritación diaria de los pezones provocó que se acumulara el líquido. La leche resultó densa y dulce. El padre se asustó de cómo iban creciéndole los pechos, pero siguió durante cinco meses amamantando a su hijo, hasta que lo sacó adelante. Torriente se enteró enseguida del prodigio que tenía en su finca. Llamó a un doctor de la facultad de Medicina, quien dictaminó que no había nada extraño en lo fisiológico. El resto de los esclavos creyó que Francisco era brujo, rodeándole de un aura de prevención y respeto. La esposa de Torriente lo mostraba a las amigas, le regalaba golosinas, huevos, ropa usada y todo el tabaco que quería.

Cuando cumplió diecinueve años, el amamantado se fue con los mambises. Por aquella época, muchas tardes, Francisco miraba hacia los promontorios, esperando ver aparecer por el sendero a su hijo montado en la burra que robó para marcharse. Nunca apareció. Basilio murió en la batalla de Las Tunas.

Después de abandonar los cobertizos, a don Juan se le habían quitado las ganas de comer. La manera natural, incluso cariñosa, con que Valentín dispuso del viejo, le había impresionado más que si hubiera empleado la grosería o la violencia. La mirada de Francisco fija en las rodillas del amo, mientras intentaba desabrocharse la camisa, resumía, mejor que mil libros, la dominación del hombre por el hombre. ¿Qué sabía él de los esclavos? Eran una necesidad en las plantaciones; los ingleses, los franceses, los holandeses, ... los tuvieron, los tenían; Cuba se derrumbaría sin ellos, están mejor que en África -donde son esclavizados por el hambre o por sus reyezuelos-, comen más que un obrero inglés, tienen educación católica, podrán salvar su alma en una vida mejor. Todo esto sucumbió con aquella simple escena. Se puso en el lugar de Basilio, cuando viera a su padre desabrocharse ante los señores orondos y las damas cristianas. Ahora entendía que se echara al monte con la espina brillante del odio metida en el corazón.

Entraron en la casa. Había dispuesta una espléndida mesa. Gamazo propuso esperar a Pastorín para comer. Mientras, tomaron un vino con los aperitivos.

No tardó el marino. Venía con cara seria y apenas atendió a las viandas. Miraba hacia el exterior, a la puerta, como siguiendo un rastro.

-No hay tiempo que perder. Seguro que se trata de Agüero. El capitán general debe mandar columnas volantes desde Cuevitas para cazar a esos dos.

Continuó contándoles que los esclavos, bajo la atenta mirada de Edelmiro, le confirmaron que el tal almirante tenía la cara grande, «como un pan», los ojos azules, el pelo rubio, y que iba vestido de oficial de marina. Así era Agüero. Los jóvenes no habían oído nada de la dinamita.




ArribaAbajoXVII. Ópera en el teatro Tacón

Farolillos de papel, tablados con orquestinas criollas, mulatos bailando danzones y guarachas, música en todos los rincones de la plaza. Se oían, en la distancia, los rugidos acres de los leones. Acampaba un circo en el Paseo de Isabel II. Avanzaban despacio los coches de caballos hacia la puerta del teatro Tacón. La tarde se ponía roja detrás de los tejados. Por las terrazas de los cafés, imploraban los mendigos; en los veladores, las familias tomaban refrescos contemplando la llegada de la buena sociedad habanera a la ocasión musical del año: «Norma» de Bellini, cantada por Mascagni y Nellie Melba. Algunos soldados patrullaban en parejas; el Capitán General asistiría al evento.

Pastorín y don Juan venían conversando con animación, vestidos de frac, blanco el chaleco, la pajarita blanca. Andaban con tal majestuosidad, que cohibían a los mendigos, ni uno se les acercó. Pastorín se inclinó, galante, ante unas damas que bajaban de un coche. Al poco, oyeron los cascos de unos caballos que avanzaban urgentes, decididos. Se hizo un pasillo de gente para que pudiera acceder el Capitán General: don Ignacio María del Castillo y Gil de la Torre, laureado de San Fernando, héroe militar en Santo Domingo, sesenta años, aficionado a la lotería, a las peleas de gallos y a los toros. Tras un revoloteo de ayudantes en torno a la portezuela, salió del coche un hombre no muy alto, cabeza grande y hombros macizos. Llevaba el uniforme cuajado de medallas; sostenía el bastón de mando en la mano derecha, mientras con la otra se arreglaba el sable. El cornetín tocó llamada de «atentos» y la borrasca musical en la plaza se apagó como si un invisible director de orquesta hubiera abatido los brazos. La banda militar inició los acordes de la Marcha de Infantes; todos los presentes, incluidos don Juan y Pastorín, adoptaron la posición de firmes. Al acabar, en la fracción de segundo inmediata, cuando el silencio era absoluto, se oyó un grito portentoso proveniente de arriba, quizás de un tejado, lanzado con la misma entonación y el mismo caudal de voz con que algunos aficionados se explayan en las plazas de toros: «¡Viva Cuba libre!». Todas las miradas se volvieron hacia el edificio del que parecía proceder el alarido. Nadie pudo ver nada. Uno reaccionó entre el público y gritó a su vez: «¡Viva España!». Los soldados se movilizaron dirigiéndose hacia una casa cercana. El Capitán General miró hacia arriba con desprecio y entró muy erguido por el arco principal al vestíbulo del teatro. Pastorín dijo:

-Tiene mérito don Ignacio.

-¿Por qué?

-Por venir justo hoy. Sabemos que desde Barcelona han llegado unos anarquistas y esa gente tiene la especialidad de actuar en los teatros.

-¿Y cómo sabe usted eso? -preguntó inquieto don Juan.

-Porque me lo ha contado Pagliari. Éste era el momento peor. Es imposible controlar una plaza llena de gente. Dentro del teatro es distinto. En la entrada hay una vigilancia severa. Se tiene la orden de no dejar pasar a nadie sin invitación.

-¿No se sabe quiénes son?

-Sabemos que uno es pelirrojo, que llegaron hace una semana; fueron desembarcados en algún lugar cercano a Cárdenas y creemos que cuentan con el apoyo de los rebeldes del interior.

-O sea, que al lado de su excelencia no estaremos muy seguros. Si me lo llega usted a decir antes, igual me hubiera quedado oyendo cantar a Sinda, que es mucho más interesante que Mascagni.

Entraron en el palco. Desde allí se veía la herradura perfecta de la sala, las filas de lunetas cruzadas por tres calles, el amplio foso orquestal, una araña enorme de cristal en el techo. Podría haber dentro unas dos mil personas: un hervidero de calvas orondas, escotes, melenas y brillantes. Los perfumes de gala subían hacia los palcos impregnando los cortinajes, infiltrándose en las moquetas. El proscenio, hasta las candilejas, estaba cubierto de paño rosa. En el centro, pequeños arriates de pensamientos frescos se alternaban con arbustos recortados en forma de cipreses. Sobre el escenario, surtidores de agua verdadera, un templo druida, un altar de bronce...

Llega la cuarta escena. Entra Norma, coronada la frente con una corona de verbena, «armata la mano d'una falce d'oro». Se coloca junto a la piedra druídica y mira alrededor, como inspirada. Todos hacen silencio. Extiende los brazos al cielo; «la luna splende in tutta sua luce»; todos se postran.


Casta Diva, che inargenti
Queste sacre antiche piante,
Al noi volgi il bel sembiante,
Senza nube e senza vel!



Pastorín, un poco aburrido, dejó solo a don Juan, justo cuando Norma maldecía su sino. Faltando poco para el entreacto, se dirigió a paso ligero hacia el ambigú.

En el descanso, don Juan, seguido por los dos guardaespaldas mallorquines, a los que no había visto hasta entonces, se propuso ir en busca de su compañero. Por el pasillo de los palcos comenzó a bullir la gente; el embajador tuvo que esperar un rato para poder bajar las escaleras. Allí detenido, desde uno de los peldaños superiores, reparó en una cabeza que le era familiar. No podía verle la cara, pero a ese hombre lo conocía. Pasaron unos minutos hasta que lo pudo identificar. Sin duda era Herlizer, acompañado por una dama vestida de rojo. ¿Qué haría el magnate en La Habana? Don Juan se contestó: «Lo mismo que yo, de vacaciones». Sería un invitado de esa mujer, igual que él lo era de los Gamazo.

Pastorín le esperaba con cara divertida, un poco achispada por el coñac.

-A propósito, ¿sabe usted quién está aquí? -dijo don Juan cuando llegó hasta él.

-Cánovas disfrazado de «prima donna» -contestó guasón el marino.

-No es Cánovas, ni va disfrazado. Es Herlizer.

-Ya lo sabía... -masculló Pastorín.

-¿Por qué no me lo ha dicho antes?

-No debo participarle todas mis cuitas. Está usted de vacaciones.

Le contó que el magnate llevaba en la Habana varios días. Había venido de pesca en su yate Bucaneer, como otros muchos yankis ricos que disfrutan con el tiburón. Pagliari le vigilaba de manera discreta, pero tenía órdenes del Capitán General de no molestarlo.

Poco después, se le acercó a don Juan un ayudante que le transmitió la invitación de don Ignacio María para que fuera a su camarín.

El gobernador le recibió con afecto. Pidió disculpas por haberle molestado, pero «mi mujer le ha visto solo en el palco y se ha empeñado en que le mande recado». Don Juan notó en el militar, bajo su amabilidad, una concentración intensa: el ojo izquierdo miraba hacia dentro, torvo, dispuesto a cualquier cosa, como antes de entrar en batalla, el derecho, se asomaba al exterior y era capaz de percibir al embajador español en Washington.

-Pastorín me ha dicho que han tenido un buen viaje. Antes de nada, debo agradecerle su esfuerzo por ayudar a la detención de Marrero. Respecto a ese almirante de pacotilla, de acuerdo con los informes de don José, he dado órdenes para que se le busque en Matanzas...

Don Ignacio se pasó una mano por la frente con gesto de cansancio; abandonó el tono castrense y, de manera más coloquial, continuó:

-He estado, y estoy, tan ocupado con la situación, que no he podido recibirle antes. Me ha dicho don José que está usted con Gamazo. Transmítale a Mercedes mis saludos y los de mi mujer.

Siguió el intercambio de formalidades, hasta que apareció Herlizer en uno de los palcos cercanos, acompañado de la dama.

-¿Cómo es posible tanto cinismo en ese hombre? ¿Sabe usted lo que decía en su periódico cuando detuvieron a Marrero? ¿Cómo nos acusaba? -exclamó irritado don Juan.

-Sí, Pastorín me contó el altercado. Pero no es sólo ese caballero. La hermandad la compone más gente. En el lobby «Cuba americana», el que menos, tiene diez millones de dólares.

-Debemos desenmascarar a ese bandolero -exclamó don Juan con energía, mirando al general con la expresión del político que pide acción expedita al militar.

-No podemos luchar contra todos a la vez: contra los dinamiteros, contra el comité de Nueva York, contra la hermandad... Herlizer y el cónsul Badeau están llevando a cabo gestiones importantes. La Spanish-American Light and Power, de Nueva York, ha amenazado con cortar el suministro de gas a las calles de la Habana si la ciudad no le paga en plazo breve los cuatrocientos mil dólares que se le deben desde hace año y medio. Estamos a punto de quedarnos a oscuras. En la situación actual, eso significaría el toque de queda, el aumento de los disturbios, la declaración máxima de nuestra debilidad... Pues bien, el cónsul Badeau consideró la posibilidad de que Herlizer consiguiera una moratoria de la compañía y un préstamo de la banca Morgan que nos salvaría por el momento. Así que ya verá...

La orquesta comenzó a ocupar el foso, hacían probaturas los violines, el público se incorporaba a los asientos. Don Juan trató de despedirse para volver a su palco, pero don Ignacio, amable, le retuvo del brazo y le dijo con voz seria:

-Quédese aquí. Tenemos que hablar todavía un poco, en Capitanía va a ser más difícil y ceremonioso.

El gobernador bajó el tono de voz:

-El hijo de Gamazo es anarquista. Procure no explayarse sobre asuntos delicados en las conversaciones familiares, en especial si él está delante.

-¿Valentín? ¡Pero si su madre cree que es simpatizante de la independencia!

-Nada de eso. Él y los de sus ideas quieren la independencia, sí, pero la de toda la humanidad. La propiedad, los gobiernos, el orden, les repelen. Hasta ahora no han hecho nada, son un grupo de jóvenes idealistas, con lecturas y ganas de destacar. Han llegado a Cuba, por lo visto, dos catalanes de cuidado. Mi gente me dice que el muchacho se dedica a escribir pasquines y que, con dos amigos más, los suelta por las noches en las puertas de las casas modestas. Creo que Mercedes debe saberlo y mandarle a España una temporada. No quiero encontrarme un día con que lo tengo en un calabozo. Gamazo es un buen hombre, patriota, trabajador..., y somos amigos. Sé que si se entera por mí puede haber violencia. Así que dejo en sus manos el asunto de informar a la madre.




ArribaAbajoXVIII. Mazmorras de La Cabaña

Pastorín llegó a casa de Gamazo sobre las cinco de la tarde. Le abrió Sinda. Preguntó por el dueño o por don Juan. La esclava le dijo que el señor había salido.

-Avisa a don Juan.

-Estará descansando.

Pastorín la miró con tal severidad, que Sinda se dirigió, veloz, al piso de arriba. Golpeó con cuidado en la puerta. Don Juan, amodorrado en la butaca, se levantó, fue al baño para refrescarse, compuso el atuendo y salió al pasillo. Desde lo alto de la escalera, vio a su amigo caracoleando entre las macetas del patio como un caballo contento. Cuando le tuvo más cerca, notó en sus ojos que la tensión era mayor que la euforia. El marino le cogió del brazo y le condujo a la puerta de la calle.

-Agüero está en La Cabaña.

-¡Por fin! ¿Cómo ha sido eso?

-Le arrestaron a él y a don Límbano hace tres días, al sur de Matanzas. Los informes de los esclavos resultaron buenos.

-¿Y la dinamita?

-No se ha encontrado. Ni don Límbano, ni Agüero, dicen saber de ella. Pero ya veremos si saben o no saben...

-Si la dinamita sigue por ahí, el peligro no ha desaparecido.

-No se preocupe, Pagliari tiene a un capitán Flores que hace cantar a las piedras.

-No me gusta la tortura -sostuvo rotundo don Juan.

-Ni a mí. Salvo cuando hay demasiado en juego y aprieta el tiempo. Aquí está la vida de muchos inocentes que pueden saltar por los aires. Hay que elegir entre dos sufrimientos, creo que está claro que debemos optar por hacerle el daño a los que lo quieren provocar.

-También puede uno abstenerse de torturar.

-Entonces se toma el partido de los asesinos, al dejar indefensos a los inocentes. Pastorín miró por primera vez a don Juan con una brizna de decepción. El embajador lo advirtió.

-El que hace estallar una bomba en medio de una muchedumbre es un monstruo. De acuerdo. Pero el Estado no puede rebajarse al nivel del monstruo y torturarle por ningún motivo, ni imponerle más penas que las del código.

-El Estado, el Estado..., ¿dónde está ahora el Estado? Tanto yo, como Pagliari, no somos más que simples individuos que tienen que elegir en muy poco tiempo entre salvar vidas de inocentes, que están bajo su responsabilidad, o dejar que esos monstruos las destrocen.

-Nos van a acusar...-dijo don Juan con voz débil- La reacción internacional, si eso llega a saberse...

-¿Qué le vamos a hacer? Los que nos acusen no tienen el problema, ni les afecta...

-Pero las garantías jurídicas...-volvió a insistir don Juan, con voz aún más débil.

-Deben estar vigentes siempre, pero le repito, salvo en casos excepcionales, o sea, cuando resulten proteger al asesino más que a la víctima. Yo no he torturado nunca... y me repugnan los verdugos. En Cuba sólo se hace de forma esporádica, si no hay más remedio. Pero en este caso, aquí y ahora, ¿qué hacemos?, ¿dejamos que la dinamita produzca una masacre?

-¿Y si él no la ha traído, como dice? ¿Y si no sabe dónde está?

-La dinamita la ha traído él. El hijo de Quirós casi vio meterla en el barco. Los de Cayo Hueso están más eufóricos que nunca con el «próximo acontecimiento» de la guerra científica. Los indicios son muchos. Además, Agüero incluso sin dinamita, tiene un historial de asesino suficiente...

-¿Y usted qué piensa hacer?

-Ahora mismo me voy a La Cabaña, esperaré hasta que cante para actuar lo antes posible. En estos casos, el tiempo es clave. No creo que todavía sepa nadie que están detenidos, la cosa se ha hecho con mucho sigilo. Sobre todo, no deben enterarse los corresponsales americanos.

Pastorín dejó a don Juan al atardecer. Se dirigió hacia la ciudadela de La Cabaña. Una vez allí, cruzó el puente que salva el foso, atravesó la plaza de armas y entró en el cuartel principal. Preguntó a un teniente de guardia por el coronel Pagliari. Le dijo que estaba en los calabozos, al final del ala izquierda. Cruzó patios, recorrió galerías, bajó a los sótanos, hasta llegar a la mazmorra principal. Le abrió un sargento de la guardia civil. La habitación era circular, toda de piedra, con un gran pilón en medio. Por los ventanucos entraba olor a salitre. Dentro estaban Pagliari y el capitán Flores. Agüero se encontraba sentado en un taburete, con la cabeza pegada al pecho, el uniforme de almirante raído y sucio, desabrochada la camisa. Flores le cogió del mentón y le levantó la cara:

-Saluda a don José, que viene a que le digas cosas.

Agüero miró con una expresión vacía, enrojecidos los bordes de los párpados, hondas las ojeras. Pastorín hacía años que no le veía. Llevaba meses tratando de refrescar la cara del rebelde, la única imagen que pudo rescatar fue la de alguien rubio con ojos azules. Delante, sin embargo, tenía a un espantajo pajizo.

-Llevas dos días sin dormir, Carlitos... y sin comer -dijo Flores dándole un tirón de la casaca.

Don Julio Pagliari, un poco apartado, sentado en el borde de una tinaja, encendió un puro.

-¿Dónde está la dinamita? -continuó Flores.

-No sé nada... nada...-balbució Agüero, como un niño que quiere que el padre le deje dormir.

-Sí lo sabes... y me lo vas a decir.

Flores le dio una bofetada que proyectó la cabeza del almirante desde el pecho hasta la nuca.

-Eres muy valiente, lo sabemos. Pero, por favor, dinos algo de la dinamita. Tenemos prisa. Si dentro de dos minutos no hablas, vas al potro, a crecer un poquito.

Flores se volvió y miró a Pagliari. El coronel le hizo una seña para que se acercara.

-¿Cómo lo ve?

-No creo que tengamos que esperar mucho. Éste suelta lastre al primer giro del torniquete.

Pastorín miró a un lado y a otro, dio unos pasos hacia atrás, carraspeó. El coronel fruncía el ceño como si le molestara el humo en los ojos.

-Don José, ¿quiere usted avisar al capellán? -dijo Pagliari en voz alta.

-¿Dónde está?

-En el piso de arriba, en la sala de oficiales.

Salió rápido Pastorín. Después de andar unos metros, oyó un alarido animalesco dentro de la mazmorra. Avivó el paso, subiendo las escaleras de dos en dos. Mientras iba por la galería, pudo oír un segundo grito desgarrador. Llegó a la sala, buscó una sotana. Al final de la barra del bar, estaba el capellán leyendo el periódico. Fue hacia él a paso ligero.

-Padre, don Julio dice que baje.

-No se apure, hace eso siempre. Mata dos pájaros de un tiro: asusta al misacantano y aleja al novato.

-Pero, entonces, ¿no va a venir?

-Tómese una copa conmigo. Cuando la terminemos, le acompañaré.

Pasado un cuarto de hora, bajaron a la mazmorra. El capellán cedió el paso a Pastorín.

-Entre usted, yo espero aquí a que me llame don Julio. Seguro que no hay necesidad de mis servicios.

Una vez dentro, Pastorín vio a Agüero sobre una tabla cubierto con una manta, tendido boca a bajo, la ropa esparcida por el suelo. Daba unos quejidos broncos, continuos; levantaba el torso, estiraba el cuello, se desplomaba. Pagliari notó la cara alterada del marino, y le dijo:

-Ha probado mucha menos medicina de la que él quería distribuir entre los inocentes. No se preocupe por este canalla, no se deje enternecer por su dolor. Seguro que brindaría o daría vítores a la patria el día que la dinamita dejara sobre el suelo niños descuartizados o mujeres destripadas, el día en que los trozos de carne humana hubiera que recogerlos encima de los parterres. Mientras ha durado la sesión, he tenido esa imagen en mi cabeza.

El capitán Flores permanecía en un rincón dedicado a recoger instrumentos metálicos. El sargento lavó algo en la pileta; después, echó cubos de agua sobre las losas de piedra para quitar el olor a orines.

Pagliari rompió el silencio.

-El atentado está proyectado para el día de la corrida de la beneficencia. En la plaza de toros, no en capitanía. Deben hacerlo los anarquistas catalanes. La dinamita la tienen en una escuela de la Habana. No sabe en cuál. En fin, hay unas treinta. Habrá que buscar una por una, desde ahora mismo.

-¿Y qué pintan en esto los catalanes? -preguntó Pastorín.

-El comité nihilista de Marrero es anarquista... Habrán tenido que recurrir a los camaradas de la madre patria.




ArribaAbajoXIX. La dinamita

Al día siguiente, a las nueve de la mañana, quince patrullas entraron en otras tantas escuelas. Los soldados, acompañados por perros, registraron a fondo las modestas viviendas, en general, regidas por monjitas o por padres salesianos. No encontraron nada. Los segundos quince colegios empezaron a registrarse a las diez y media. Pastorín había visitado tres, no vio más que chavales somnolientos, tocas y bonetes. Iba vestido como un comerciante peninsular. Detrás, repartidos en parejas por las aceras, le seguían ocho policías de paisano.

Llegó a una casa con ventanas enrejadas y postigos pintados de azul: el número 16 de la calle Picota. En un pequeño letrero ponía: «Escuela de San José». Pastorín se acercó al portal y oyó un monótono recitado infantil. Entró en el zaguán con aire de viajero curioso; le asaltó un denso olor a lapicero, a sudor, a pizarra borrada con saliva. Pudo ver, en el cuarto de la izquierda, las nucas rapadas y los uniformes rayados de los niños. Una joven, con vestido gris, salió de la habitación de la derecha. Llevaba de la mano a un pequeño que, al ver a Pastorín, se sobresaltó, arrimándose asustado a las faldas de ella. Ambos esperaron a recibir explicaciones.

-Discúlpeme, señorita. Pero esta escuela se parece mucho a la mía, allá en España. No he podido resistirme a los recuerdos -dijo Pastorín con una entonación tan veraz que enseguida se despejó toda inquietud en la frente de la muchacha. Ella siguió su camino tirando del niño como si fuera a lavarlo con urgencia.

Avanzó Pastorín por el pasillo con las manos en la espalda y la barbilla levantada. Miró la pizarra de la clase; en ella, pintada con tiza, aparecía una fortaleza medieval erguida sobre una alta peña: el rastrillo levantado, el pendón al viento y, dentro de él, un triángulo con la estrella solitaria. En letras gigantes figuraba la leyenda: «Dios, Razón y Derecho». Los niños hundían sus cabezas en las tareas o en el sueño. Por donde antes había desaparecido la muchacha, salía ahora un joven de aspecto meticuloso, con perilla y pelo ensortijado.

-Buenos días, ¿es usted el maestro? -preguntó amable Pastorín.

El joven no mostró inquietud alguna:

-Desbravador de zagales, diría yo.

-¿Y los desbrava pintándoles castillos con el lema de Maceo y la bandera separatista?

El maestro heló su sonrisa. Pastorín dio un agudo silbido de cabrero; al instante, llegaron los agentes. El joven hizo ademán de entrar en la clase, pero Pastorín le cogió con fuerza del brazo.

-Estamos buscando explosivos.

-No sé de qué me habla.

Pastorín sacó el revólver y se lo puso en la bragueta al maestro.

-Voy a contar hasta diez.

El joven quedó rígido. Sin abrir los labios, movía la nuez como si su garganta hablara para adentro. Pastorín terminó de contar, pero el maestro seguía inmóvil. El marino montó el revólver. Entonces, de una puerta lateral salió la muchacha que, corriendo, fue a abrazarse al joven.

-No le haga nada. Lo que buscan está en el sótano. No asusten a los niños, yo les llevaré.

Dos agentes esposaron al maestro. Ella entró en la clase seguida por Pastorín y los demás policías. Los niños vieron la comitiva y, dando un fuerte tabletazo con los asientos, se pusieron en pie todos de golpe. La maestra subió a la tarima, les dijo que se fueran a sus casas. Los chiquillos recogieron las carpetas y huyeron en estampida. La joven abrió el cajón de la mesa, sacó un monedero. Salieron a un patio lleno de macetas; la maestra apartó tres geranios y dejó al descubierto una trampilla. Cogió una llave del monedero, abrió el candado y levantó la chapa. Comenzaron a bajar al sótano. Ya desde los primeros peldaños Pastorín notó un intenso olor a manzanas. La maestra sacó del monedero una caja de cerillas: «Necesitamos luz». Pastorín oyó el primer rascado fallido. Al instante, la cogió del cuello con una mano y le quitó la caja con la otra.

-¡Quiere que volemos todos juntos! -le dijo, jadeando, al agente que iba detrás de él.

La joven comenzó a chillar.

-¡Asesinos...! ¡Viva Cuba Libre!

Pastorín le retorció el brazo hasta que cambió el grito patriótico por otro de dolor.

-¡La dinamita, mala bicha!

La joven quedó muda un momento, luego siguió gritando vivas a Cuba. Dos policías se la llevaron arriba. Pastorín mandó despejar la escalera para que entrara claridad. Bajó un perro; el animal no lo dudó, fue directo a escarbar en una alfombra de paja donde maduraban cientos de manzanas.

-¡Debajo de las manzanas! -gritó Pastorín. Un agente, con mucho cuidado, levantó un poco de paja y vio los sacos.




ArribaAbajoXX. ¡Cubanos, levantaos!

Desde que llegó a Cuba don Juan, aquél fue el primer día en que Valentín hijo almorzaba con ellos. El padre aún no había llegado. Mercedes mandó a Sinda que sirviera la comida en el salón principal. Primero tomaron vino de California, refrescado en barricas de sal y arena mojada. Nada más llegar el primer plato -ensalada tropical con langosta-, Valentín se puso a preguntarle a don Juan sobre política: cuánto iba a durar Cánovas, si era verdad que Elduayen había hecho salir de Madrid a la amante del rey, si Romero Robledo se había quedado con dinero de un ferrocarril... Don Juan contestaba con monosílabos o con generalidades que conocía cualquiera que leyera la prensa.

-¿No tenías tantas ganas de comer? Pues no paras... deja en paz a Juan -le reconvino Mercedes en tono cordial. Valentín hizo caso a su madre y engulló con ansiedad los trozos del asado que le acababa de poner Sinda. Pero al poco, siguió:

-¿Va a ir usted a la corrida de la beneficencia? -preguntó indolente.

-Sí, me ha invitado tu padre a vuestro palco.

-Yo aborrezco la fiesta, no es digna de un pueblo civilizado.

Don Juan iba a replicar, cuando Gamazo apareció en la puerta del comedor. Silbaba triunfal, traía bajo el brazo un manojo de papeles. Al ver a su hijo sentado en la mesa, aplacó su expresión de contento y con voz alta se dirigió al embajador:

-Agüero y don Límbano han sido fusilados esta madrugada. Por fin nos vemos libres de esas alimañas sanguinarias. Me lo acaba de contar don José en el Casino. También han pasado por las armas a dos maestros que tenían escondida la dinamita en su escuela.

-¿Dos maestros?... ¿y la tenían con los niños allí? -preguntó, con la boca abierta, Mercedes.

-Sí. Ella era hija de un subteniente retirado en Santiago de Cuba. Él, no lo sé.

Mercedes hizo la señal de la cruz: «Dios los perdone». Valentín hijo se quedó mirando a su padre sin expresión, tomó agua, hundió la cabeza en el plato y siguió con la comida.

-Mira lo que han echado este mediodía. La Habana está inundada.

Valentín extendió a don Juan una de las hojas. En grandes letras de imprenta podía leerse: «Don Carlos Agüero y don Límbano Acebes torturados y asesinados por defender la libertad. ¡Cubanos, levantaos contra la tiranía!». Don Juan no terminó el panfleto. Se lo pasó a Valentín hijo; éste siguió masticando, adelantó la barbilla, miró por encima el papel y lo dejó sobre la mesa sin tocarlo. Tomó el postre en dos bocados, después se levantó.

-Perdona, papá, que no te espere, tengo un examen de Civil esta tarde. Don Juan, mis disculpas.

Besó a su madre y salió del comedor.

Gamazo contó las peripecias de Pastorín durante el registro de las escuelas.

-O sea, que tenemos la dinamita, pero no a los anarquistas catalanes -resumió don Juan.

-Así es, los maestros se negaron a hablar. Aunque sin el explosivo, poco podrán hacer esos matarifes.

Terminaron de comer. Don Juan, olvidando la hora sagrada de la siesta, se marchó con Valentín al casino. Estaba ansioso por ver a Pastorín y felicitarle. Durante el camino, Gamazo le contó que se proyectaba un homenaje a don José y a Pagliari; el Capitán General pensaba condecorarlos.

Al llegar, entraron en la sala de lectura; encontraron a Pastorín adormilado en una butaca. Gamazo le dio con el bastón de bambú un ligero golpe en la rodilla. Don José abrió los ojos y se incorporó.

-Transmítale a Pagliari mis felicitaciones -dijo don Juan.

-A don Julio no es fácil verle hoy, está detrás de Herlizer. Creemos que los panfletos los han imprimido en la máquina que tienen sus corresponsales en el yate. Esa tipografía no la hay en Cuba.




ArribaAbajoXXI. Toros en la Habana

El bar Escauriza estaba a rebosar. Los parroquianos miraban de reojo hacia la calle. Las colillas, el aserrín, las chapas, cubrían el suelo; el olor de los camarones se mezclaba con el aroma hondo del café; hasta el techo subía el humo de los cigarros y, desde allí, las aspas del ventilador lo retornaba como aire calentón. Don Juan y Pastorín entraron en el local. El capitán saludó al dueño, un asturiano elegante que, con la mano sobre la caja registradora, contemplaba satisfecho el hervidero de su negocio. Pastorín le pidió dos cafés. «Okey capitán. A precio de costo». Sonaron cerca los tambores. Los mozos de cerillas, los camareros, se asomaron a la calle. Pasaba la banda. Por encima de los sombreros de la gente agolpada ante la puerta, aparecieron los trombones. Don Juan y Pastorín cambiaron una mirada. El pasodoble, la música de la raza. Hacía mucho tiempo que no oían esa melodía injertada en sus memorias.

El bar empezó a vaciarse. Muchos se fueron tras los uniformes y las blancas gorras de los musicantes. Salieron don Juan y Pastorín a una tarde clara, sin nubes. Ejercían sus funciones los mil pícaros de la rúa habanera: revendedores, barquilleros, tachines, descuideros, mendigos, lecheros, aguadores. Terminada la calzada de Belascoaín, llegaron a la entrada principal de la plaza de toros. Por más que don Juan lo intentaba, no podía encontrar en ella nada destacable: su construcción sencilla, las paredes encaladas de blanco, los ventanales arqueados de la segunda planta, la hacían indistinguible de cualquier otra de España.

El palco de los Gamazo se hallaba junto al presidencial. Don Juan, una vez sentado, se fijó en el redondel. Acostumbrado al albero, le sorprendió aquella arena azucarada sobre la que podrían batir en cualquier momento las olas esponjosas. Fulguraba el tendido de sol como un tapiz de grillos engrasados y sombreros de yarey. En el de sombra, envuelto por la niebla azul que despedían los cigarros, dominaban las ropas pardas, las mantillas galanas, los sombreretes parisinos.

Sonaron aplausos corteses, emergió el uniforme gris de don Ignacio María. La banda tocó el himno nacional con énfasis de trompetería un tanto espasmódico, como si al director le hubiera dado un ataque de tos. Acabada la música, el capitán general saludó militarmente, circundó con su mirada a la muchedumbre y tomó asiento. En pie, tras de él, permanecía un ayudante. A su lado, el alcalde Farias y dos graves señores dirigentes de la peña taurina «Príncipe de Triana». Comenzó la corrida...

Se movía inquieta la gente del callejón. Los mozos ordenaban los capotes, disponían muletas y botijos. Afianzaban los toreros sus zapatillas en la arena, encajaban con fuerza las monteras, miraban agudamente a los tendidos. El clarín anunció la inminente salida del toro. Un portazo brusco, un chirrido de goznes, una nubecilla de polvo, precedieron a la irrupción del heraldo negro condenado a morir. Tenía la frente rizada, la cuerna veleta y una mancha blanca en el pecho. Había viajado en barco desde Méjico, fue criado en las dehesas de Tijuana. Deslumbrado por la furia de la luz, concentrada la rabia en las astas, arremetió contra una nube rosa que aleteaba al fondo, donde el círculo se oscurecía. Retiró el capote el peón; el animal tuvo que frenar para no incrustarse contra las tablas; levantó el hocico arrastrándolo por el canto de las maderas, husmeó el clamor, el humo, los perfumes; vio los grandes huecos negros de la libertad abiertos en los tendidos. Tomó impulso, saltó el burladero, cayó al callejón. Gritaban las mujeres, corrían los mozos. El dolor en el cuerno astillado. Al pasar por el tendido de sol, la gente daba grandes golpes en el latón de las barreras para que saltara más si podía, para que les cogiera a ellos, que se creían protegidos. El ruido cesó cuando una puerta imprevista lo devolvió al ruedo.

Rafael Guerra, Guerrita, lo llamaba..., el noble acudía, se desplazaba hundiendo la cabeza detrás del percal rosa. El animal había recuperado el orden tras la violenta salida. Después de tantos sobresaltos, al fin un compañero, alguien que se alegraba de que él corriera, que le enseñaba un trapo, y se defendía sólo con colores. Vio apostarse en los flancos de la plaza a dos gruesos centauros. Su aliado lo puso debajo del caballo; le alcanzó primero una punzada quemante, luego un hierro infernal en el lomo. Había que empujar y quitarlo de allí. El cuerno derecho se introdujo en una panza viscosa, el caballo dobló las patas delanteras, sus tripas se mezclaron con la arena. El toro corrió hacia un quite. Le salía del morrillo la sangre en gruesos borbotones, derramándose hasta las patas. Debilidad en todo el cuerpo, vacío en la cabeza...

Rafael, apoyado en el burladero, se enjuagaba la boca. Sabía que el gobernador le estaba juzgando. No podía quedar mal. Iba a dar una tanda de derechazos bajo el palco de honor. Después los naturales; el brazo desmayado, como le gustaba a don Ignacio. Como remate, una estocada hasta el puño. En la recepción le pediría que destinaran a su sobrino a un puesto tranquilo en la Intendencia de la Habana. Ahora se encontraba en Santiago, expuesto a salir al campo en las escaramuzas.

Hubo un clamor en la plaza. Salió el banderillero de la tierra, el único que el Caribe había aportado a la fiesta: «Barquerito de Mariel». Negro aguado, pómulos altos, figura de tábano. Le adoraban como a un ídolo, no sólo por la tauromaquia, sino por ser cantante popular, presente en todas las fiestas. Tan grande era su afición, que abandonaba la orquesta el mes previo al inicio de la temporada para hacer ejercicios gimnásticos y comportarse ante el toro.

El inocente se fijaba en el banderillero, plantado como una estatua junto a las tablas. Jadeaba, solo en el centro del ruedo, con larga lengua blanquecina. Las praderas, los alcornoques, el agua fresca de Méjico. Barquerito birló su cuerpo en tres ocasiones, le clavó tres pares en el centro del cráter de sangre. «Desencajada sombra viva, los huesos de la piel me desclaváis». Rafael se dirigió al palco para «brindar a Su Excelencia la muerte de este toro». Don Ignacio María se levantó muy despacio y saludó con gesto animoso al torero.

Don Juan, al margen de lo que opinara de la fiesta, tenía un interés vivo por Guerrita que, además de paisano, era una leyenda. Quería prestar atención a la faena de muleta.

El público pidió música. El toro vio acercarse a Rafael. Olfateó las glándulas del miedo en el bulto rosa y oro. Oyó que el torero lo llamaba. Embistió con ansias de aniquilar al jefe de sus heridas. Rafael aguantó el primer viaje, disolviéndolo en una calma de caricias y de seda. Los naturales salían como vuelan los pájaros, como ríen los niños. La plaza se despeñó en un grito comunal. Pastorín, con los brazos abiertos, volcaba el cuerpo sobre la barandilla. Don Juan aplaudía brioso y emocionado; supo entonces que el arte verdadero suspende el correr del tiempo y, en un instante, transfigura el mundo. Este juego de dominio donde la vida es el premio, le parecía ahora la cumbre de la civilización, el verdadero respeto al animal. Se consideraba acólito de un rito que ensalzaba a la bestia como cómplice en una causa superior: hacer surgir la belleza.

Rafael volvía a ver la mirada del toro. Estaba dispuesto a creer que aquellos ojos despavoridos por el dolor albergaban un alma. Cuando la onda de aire, al pasar la mole negra por su lado, le presionó el bajo vientre, sintió la necesidad de dar una buena muerte al pobre animal hermano.

El mártir no embestía con la misma pujanza. En la frente se abrían paisajes soñados de su juventud. Ya no sentía la brecha en el costado. Sed, ganas de terminar, de dormir. Se quedó quieto, mirando con la boca cerrada la extraña danza que iniciaba el torero con un rayo de plata en la mano, apuntándole. Un silencio total. Lo vio venir derecho hacia él. Cuando quiso reaccionar, una delgada y fría señal atravesó su piel con un estallido de venas ardiendo. Pastorín exclamó al ver la estocada: «Lo ha matado cara a cara, como un valiente». Don Juan pensó que en realidad lo había degollado. Acabó el arte; aquello no era un juego, sino un funeral, el espectáculo feo, villano y repugnante que se venía representando desde las bodas de doña Urraca. El inocente arrojaba sangre turbia por la boca, la testuz caída y delirante. Un corro de peones inició la rueda de capotes. Rafael reprimió un gesto de compasión, compuso una actitud erguida y triunfante. Miró al Capitán General. Éste, con la montera debajo del brazo, aplaudía entusiasmado.

Cuando Guerrita daba su triunfal vuelta al ruedo con las dos orejas, Pastorín, al pasar la mirada por el tendido cercano, reparó en un hombre que no aplaudía; iba escalando -tenso, encorvado- las gradas justo debajo del palco de honor. Llevaba ropas peninsulares, sombrero hongo. Algo no encajaba..., hacía mucho calor para ir tan vestido. Debajo del sombrero le sobresalía el pelo rojo. Otra vez volvió a mirarle; ya estaba cerca del lugar en el que don Ignacio comentaba la faena con sus acompañantes.

Pastorín saltó la verja que cerraba el palco de los Gamazo; se dirigió hasta el presidencial corriendo por la galería. Allí pegó un empujón al ayudante y le gritó a don Ignacio: «¡Al suelo!». En ese instante trataba de colocarse el pelirrojo en la grada inmediata, a unos metros del gobernador. Dos policías de paisano sacaron la pistola y apuntaron a Pastorín. El capitán general, todavía sin entender qué hacía el marino, había retrocedido hacia el interior, lejos de la barandilla. «No tiren, es amigo» exclamó don Ignacio. El pelirrojo inició una carrera por el tendido aprovechando que la gente permanecía en pie aplaudiendo, buscaba una boca de salida. Pastorín fue tras él seguido por los policías. El pelirrojo llegó al patio de caballos, lo cruzó como una liebre, atravesó el matadero y tropezó con los garfios que iban a sostener las reses en canal tras la corrida. Se recuperó y salió volando. Pastorín no podía correr tanto, los policías tampoco. El pelirrojo trepó por la pared que daba a los corrales y saltó a la calle.

-¿Qué ha pasado, capitán? -le preguntó don Ignacio María a Pastorín, cuando éste volvió a la plaza.

-El anarquista ha intentado atentar contra usted. Se nos ha escapado. Es uno de los catalanes. Me extraña que sea el pelirrojo, el más fácil de identificar.

-¿Tiene usted una descripción fiable?

-Sí, por completo, mi general. Sería capaz de dibujarlo. Debemos distribuir copias por todas las jefaturas.

-Bueno, tengamos la fiesta en paz. Música, y que siga la lidia.




ArribaAbajoXXII. Valentín hijo y Bakunin

Dos días después de la corrida, don Juan llegó a casa de los Gamazo pasada la media noche. Todas las luces estaban encendidas, los sollozos de Mercedes se oían desde el patio. Sinda le recibió con la cara descompuesta.

-¿Qué pasa?

-El niño, el niño..., esta noche no ha venido a dormir. El señor ha ido a la policía. Entró en el salón. Mercedes tenía los ojos enrojecidos, la cara abotagada por el llanto.

-Juan, Juan... ¿dónde estará? ¡Me lo han matado! Ayer vi el miedo en sus ojos al darme un beso antes de irse. Ha pasado algo malo. Parece mayor, pero es como un niño, tiene el corazón de un niño. Le han embaucado los rebeldes, le han buscado la ruina.

Don Juan le contó entonces su charla con el capitán general. Concluyó con una mentira histórica y piadosa:

-No te preocupes, los anarquistas son pacíficos. Además, Ignacio María está sobre aviso.

Mercedes oía por primera vez la palabra «anarquista» y eso no la tranquilizó, aquello sonaba a enfermedad, a desgracia, a ruido de sillas destrozadas. Sinda le refrescaba las sienes con un pañuelo húmedo. Mercedes miraba sin cesar a la puerta esperando que llegara su marido con noticias.

-Sube a acostarte, Juan.

-No. No me voy a acostar. Me quedaré hasta que venga Valentín -contestó el embajador.

Sinda constantemente traía agua de azahar, sales y paños. La mesa se hallaba atestada de vasos; cuando no cabían más, la esclava los retiraba con manos temblorosas; luego, volvía a sentarse junto a su señora y le pellizcaba los pliegues del vestido.

-Igual está en la hacienda y no ha podido coger el tren. Lo más seguro es que no se encuentre en la Habana. Habrá viajado a alguna parte; con las tormentas recientes, el barro de los caminos le habrá impedido volver -trataba de consolarla don Juan.

Mercedes le miraba indiferente, concentrada en su angustia.

-Debía haberle mandado a España hace un año. Todos debíamos estar ya allí.

Se oyó crujir el pestillo de la puerta y un rumor de voces broncas, entre las que sobresalía la de Gamazo.

-Cuéntale al inspector Fuentes todo lo que te pregunte, Mercedes.

-Iba sin sombrero, vestido con pantalón oscuro y guayabera blanca... Y su carpeta de libros. Mi hijo es un intelectual, inspector, es sólo un anarquista.

Cuando Gamazo oyó la palabra, no pudo reprimir un «No digas tonterías». Miró a don Juan; éste, desde el fondo de la butaca, le prometió: «Luego te explicaré». Fuentes, hombre de gesto indiferente y ojos bonachones, adoptó una actitud que significaba: «volvamos a empezar».

-Quizás esté en España -especuló Fuentes-. De un tiempo a esta parte se suceden los intercambios: gente de Barcelona viene a la Habana y anarquistas cubanos se trasladan a Madrid.

Eso alivió un poco a Mercedes. «Si está en España, no dejará de visitar a sus tías, que le harán entrar en razón y le mandarán para acá». Gamazo no aceptaba que su hijo hubiera abandonado la casa sin despedirse de ellos, dejándoles en aquella zozobra. Sus pensamientos eran torvos. Creía que le habían secuestrado. Pronto alguien iba a exigirle muchos miles de pesos por el rescate. Existía bandolerismo, antiguos guerrilleros que no se habían rendido y seguían en armas dedicados al atraco o al secuestro. Tampoco faltaba gente en los bajos fondos, mulatos o soldados renegados, dispuestos, por un puñado de plata, a sacarle las tripas de un machetazo a cualquiera. Todas las perspectivas parecían siniestras. La que ni siquiera contaba, era que su hijo fuera anarquista. Siempre que oía aquella palabra, la relacionaba con simplezas de personas estrafalarias o un poco «tocadas». En el casino de la Habana, don Salvador Mengíbar, se decía anarquista, y todos sabían lo en las nubes que vivía, lo inocente e inofensivo que era aquel señor. Nunca habría creído que su hijo fuera tan simple como para tener ideas parecidas a las de don Salvador. Se había quitado, por otra parte, un peso de encima. Peor hubiera sido que fuera independentista. Se habría visto obligado a repudiar a su propia sangre.

El comisario Fuentes bostezó un par de veces antes de dar a su ayudante las instrucciones rutinarias: comprobar listas de pasajeros en los barcos, preguntar en los hospitales, en el depósito... Esto último lo dijo de manera apenas audible, con un susurro veloz.

Mercedes fue a acostarse aferrada a la idea de que su hijo estaba en España. Gamazo le dijo a don Juan que se retirara a descansar. Como todas las noches, Sinda le acompañó con un candelabro hasta la puerta de su habitación. Iba murmurando: «Los ñáñigos, han sido los ñáñigos, los siervos del diablo».

-¿Qué dices, mujer?

-Señor, señor... Tinito es bueno para ellos. Es el hombre que buscan, tranquilo, blanco, con carnes blandas. Se lo han llevado.

-¿Quiénes son esos bóñigos? -preguntó don Juan, que no había entendido tanta eñe susurrada, y creía que Sinda se estaba refiriendo a hombres tan despreciables como la mierda de vaca.

-Son demonios en carne y hueso. Matan para sacrificar al maligno. Al esclavo Nicodemo le asaron el corazón. Agua bendita, Santa Purísima, líbrame del mal.

La cara de Sinda, con los ojos adentrados por el miedo, adquirió un rictus de asco.

-Derraman -continuó la esclava- aceite y aguardiente en el altar, semillas machacadas, jugos de pringue y leche de palomas, bailan alocados y, si el gallo degollado cae con el pico señalando a oriente, tienen que buscar a un cristiano y ofrecerlo.

-¿Y cómo sabes tú esas cosas?

-Me las ha contado Marina Pimba, la vieja.

-Son supercherías. Una mujer inteligente y bonita como tú no debe creerlas.

-Los ñáñigos existen, mi señor. Yo he visto uno.

-Bueno, pero no le hables de ellos a doña Mercedes en estos momentos.

Por la mañana, a primera hora, Pastorín se presentó en casa de Gamazo. Cuando don Juan bajó a su encuentro, le dijo:

-Al muchacho le han llevado a la Cabaña. Cayó en la redada de anarquistas que hicimos el día siguiente al atentado. He tratado de encontrar al padre, pero probablemente esté en el campo. A doña Mercedes no me atrevo a darle la noticia. ¿Qué hacemos? El muchacho tiene una crisis nerviosa.

-¿Se le ha podido demostrar conocimiento o contactos con los catalanes?

-No, sólo le han encontrado pasquines... a él y a otros dos estudiantes que detuvimos en una pensión. Los tenían escondidos en un cuartucho de la casa.

Poco después, franqueaban la puerta de la fortaleza. Salieron a un patio formado por cuatro grandes muros, en los que se alineaban las celdas. Las de la planta baja, con puertas de chapa, daban al aire libre. Las del piso de arriba, tenían la entrada protegida por un estrecho soportal corrido, con columnas de madera. Subieron a la segunda planta por una escalera estrecha de mampostería. Pastorín sacó un manojo de llaves. Tras tantear en la cerradura, dio un giro experto y abrió la puerta. La habitación no tendría más de diez metros cuadrados. Había un camastro, un taburete con palangana y un orinal grande. En la pared del fondo, se abría un ventanuco por el que entraba la brisa aceitosa del puerto. La humedad resultaba insoportable. En la cama yacía alguien, vuelto hacia la pared, acurrucado, tapado con una manta hasta las orejas. Pastorín, sin mediar palabra, le agarró por los hombros y le incorporó en el catre, apoyándole contra la pared. Valentín balanceó la cabeza a izquierda y derecha como si su cuello no pudiera sostenerla. Sus ojos descarriados por el techo, por la pared, por la puerta, pudieron, al fin, centrarse en don Juan. Brilló, entonces, una luz de comprensión. El embajador empezó a hablarle de manera afable. Al cabo de unos minutos, ya podía mantenerse erguido.

-¿Cómo estás, Valentín? -preguntó don Juan.

-Me duelen las espaldas... -contestó el muchacho con voz tranquila, lejana. A continuación, cambió a un tono tembloroso:

-Hable con mi padre, me van a torturar, me van a arrancar las uñas, a hacer tragar litros de agua, no quiero, no quiero... aunque sea mi obligación.

Don Juan le palmeó el cogote:

-Tranquilízate hombre, no te va a pasar nada.

-Dígale al embajador de España que no soy un traidor a la patria. Usted no debe entretenerme. ¿Cómo le voy a aprobar el derecho romano? Mi madre, que no vaya a la universidad. Le dirán que saco malas notas. Quien le dé un mal rato a mi madre tendrá que vérselas con los catalanes.

Pastorín cogió a don Juan del brazo y le llevó fuera de la habitación.

-Vámonos ya. No podemos hacer nada. Le diré a Pagliari que firme la excarcelación.

-¿Qué le habrá pasado a este muchacho? -se preguntó, caviloso, don Juan, cuando salieron al aire libre.

Había atravesado mil gargantas oscuras, ahogándose en cada una de ellas. Había resucitado para volver a asfixiarse. Se unieron los cielos con los mares, los caracoles corrieron por sus ojos, los musgos y el barro le entraron por la nariz. Arriba lucía, estrellada, la noche. Nunca supo con exactitud cuál era su posición hasta que el compañero Silva le dijo que se pusiera a las órdenes de los catalanes. El pelirrojo le entregó una pistola. Con ella debía matar al gobernador, ya que él no pudo en la corrida. La causa lo exigía. A él nadie le registraría, era amigo del general, hijo de un buen ciudadano. Bakunin elogiaba a los jóvenes burgueses que con su pureza de alma defendían la Idea, a riesgo de enfrentarse con su propia casta: «La parte en verdad noble de la juventud que, aun perteneciendo por cuna a las clases privilegiadas, en su generosa convicción y en sus ardientes aspiraciones, adopta la causa del pueblo». Él era un claro ejemplo. No le temblaría el pulso. Al salir de la casa donde se refugiaban los catalanes, la pistola le pesaba como un peñasco. Quería obedecer. El sacrificio era necesario, el objetivo -la salvación de la Humanidad- deslumbrante y benéfico. Por tanto, la violencia, bien dirigida, quedaría de sobra moralmente justificada. Era difícil, sí, matar a alguien, pero él trabajaba para la historia. ¿No estaba el tiranicidio permitido por la iglesia católica? En el Casino, se acercaría a don Ignacio mientras jugaba con los comandantes, le dispararía. Tendría muy cerca sus negras sienes, oiría el murmullo de las tazas de café, el chasquido en el mármol de las fichas de dominó. La atmósfera azulenca del humo del tabaco sería la nube matriz que engendrara el fogonazo liberador. «Debemos destruir los tres pilares de la reacción: la iglesia, el ejército y el capitalismo. Yo detesto la propiedad privada. Estoy dispuesto a no heredar la hacienda. Mi padre es un explotador. ¿Quién puede negarlo? A don Ignacio María hay que suprimirlo por necesidad técnica y ética: el encargado de mantener el Estado tiránico en mi isla amada, el torturador. Es verdad que, cuando niño, me alzaba en los brazos, que, desde entonces, recuerdo sus orejas y el resplandor de sus ojos decididos...». Valentín volvió a tocar el revólver, a reconstruir el trayecto hasta la sala de juegos. Vería en la entrada al conserje Chicoleras o al mozo Agustín, le saludarían. ¿Dónde está don Ignacio? No debía mirarle a los ojos mientras disparaba. Los catalanes tenían experiencia, habían atentado contra un obispo en Talavera de la Reina. Ya de noche, deambuló por las calles mojadas. No sabía a dónde ir. ¿A casa, con el arma y en aquel estado de agitación? Si iba..., al ver a su madre, al oír la risa de Sinda, se desmoronaría. Anduvo varias horas sin rumbo. Entró, por fin, en un tugurio donde bailaban unos mulatos. Había un gallo enorme, de dorados espolones, encerrado en una jaula de cañizo encima del mostrador. Aturdido por la música y el humo, pidió una copa. Se puso al lado del gallo, miró fijamente el asombro de sus ojos: las pupilas querían decirle algo. Le herían los destellos de vasos, botellas y bandejas. Tomó varios tragos de una bebida anónima, fuerte: árboles dorados, estrellas diminutas, gusanos transparentes, negros filamentos. Un indefinible silencio le confinaba en la cresta roja del gallo, todo lo demás se desvanecía. No recuerda cuánto tiempo pasó así. Salió al exterior y comenzó a llorar. Se sentó en un banco. «No puedo hacerlo, no puedo hacerlo». Las convulsiones empezaron poco después. Cayó al suelo, echó la cabeza atrás, se estiró para coger aire y dejó caer la espalda de forma violenta. Le abandonaron los músculos, salieron del cuerpo todos los fluidos, quedó vacío como un pellejo. A duras penas, se arrastró hasta la pensión de su amigo Silva. Allí le detuvieron dos horas más tarde.




ArribaAbajoXXIII. Despedida política de la Habana

Pastorín llamó haciendo sonar con brío la campanilla. Desde fuera, a través de la verja, vio solitario el patio de los Gamazo. Salió a abrirle Sinda.

-¿Cómo está el niño?

-Todavía triste, pero ya come y conoce -contestó la esclava con un deje esperanzado en la voz.

-Hazme el favor, dile a don Juan que estoy aquí.

Sinda fue al interior, Pastorín se sentó en una mecedora. Al poco, la esclava pasó llevando una bandeja con un vaso de leche y un frasco medicinal.

-Ya baja -dijo Sinda.

Don Juan apareció al rato. Saludó a su amigo:

-Debo adelantar la vuelta. Esta casa no está para huéspedes, como usted puede suponer.

-Sinda cree que se encuentra mejor -apuntó Pastorín.

-Eso es relativo. El médico dice que todavía delira. Hoy está más tranquilo, a ratos casi normal... Aunque hay otros en los que vuelve a afilársele la cara, se le ponen ojos de loco y disparata. Le ha dado por defender a su padre. Jura matar a quien intente hacerle daño. El doctor piensa que alguna experiencia aterradora ha debido de ocurrirle al muchacho. Eso ha desencadenado el brote de locura. Puede que, con suerte, vuelvan las aguas a su cauce. A mí me tratan bien, claro; pero no quiero cargarles más. Tengo billete para pasado mañana en el Barrow Bay.

Al día siguiente, cuando el sol declinaba, salió don Juan a dar un paseo. Sobre su cabeza, silbaba ligerísimo el viento. Las casas del Malecón, hombro con hombro, se defendían ante el empuje del Atlántico; batían las olas el dique plateado. Pensaba despedirse de La Habana, deambular por ella con sonrisa agradecida. No se conjurarían los astros para volverla a ver. Abandonó el mar entrando por la calle Colón. Delante iba un gato: se paró en una esquina, husmeó el suelo y levantó el rabo anillado de armiño. Se detuvo también don Juan, llenando los pulmones del aire de intramuros, que olía a pez podrido, a piedras orinadas. Miró los bancos de hierro, los arcos acristalados, los balcones corridos. «Cuando yo me vaya, quedarán aquí inmóviles, desgastándose por el viento y la desidia. O quizás revivan en el corazón de los jóvenes poetas.»

Llegó a una plaza con una fuente. La diosa, coronada de pétalos, los pechos jaspeados cubiertos por finas vetas verdes, se sentaba en un trono floral; a sus pies, cuatro delfines de escayola blanca. Unos niños jugaban a salpicarse en el estanquillo. Un mulatito y dos blancos puros. Parecían, pensó don Juan, cantos rodados, batidos por los topetazos prematuros de la corriente de la vida. Al mulato le nacían unas orejas como las asas de una olla. Los otros estaban llenos de trasquilones, desconchones y arañazos. Los tres hacían equilibrios, metían la cabeza en el agua, aullaban con la euforia que produce el chapoteo en la infancia. Aquellos niños ya no serían españoles.

En los bancos de la plaza, en las gradillas de las casas, gravitaban, sentados, hombres de todas las edades. Orientaban la cabeza para captar un moscardón, o alguna pirueta de los pequeños, o el aleteo de una paloma sucia que levantaba el vuelo. Un país sentado. Tendría que volver a España para ver una plaza así. En los Estados Unidos, le esperaba otro concepto del tiempo. Debía exprimir estas horas, permanecer un poco más en aquella Habana tirada en la calle, fumando al atardecer, tan ociosa como él.

A la hora convenida, Pastorín hizo su aparición con el uniforme de gala: los botones más dorados que nunca, más blanca la camisa blanca y una encrespada, luminosa, corbata de seda que no era la reglamentaria.

-No quiero ser impertinente amigo mío, pero me parece que le veo un poco apagado -saludó Pastorín.

-¿Apagado?... ¡Del todo oscurecido! No quiero irme de aquí. No quiero regresar a los fríos de la América del Norte, ni ver más a aquellas hormigas laboriosas. Me encanta este zanganeo tropical.

-Véngase a Valparaíso conmigo, establezcamos allí la República de Vagancia. Fundemos un partido...

-Pero eso es ya trabajar... -gruñó don Juan.

Apenas anochecido, llegaron a la plaza de la Catedral, entraron en el templo repleto de gente. Se sentaron en un banco bajo el crucero, en la nave central. Enseguida les envolvió el olor a incienso, a pétalos de rosa pisados. Sólo unas lámparas de aceite en las capillas laterales iluminaban la iglesia. Un monaguillo, vestido de encaje blanco, merodeaba por el altar mayor. En las muñecas de las mujeres, los abanicos se desplegaban rítmicos. Hubo murmullos. Andando deprisa, salieron de la sacristía cinco músicos italianos, saludaron al público y se sentaron en unas sillas minúsculas. El adagio del concierto para violoncelo de Boccherini ascendió por los altos pilares. Pastorín se adormecía. Don Juan llevaba el compás con la mano, mirando muy concentrado el arco del primer violín. Le invadía la dulzura de la pieza. Sentía una sutil debilidad, una indiferencia general ante el movimiento del mundo. La política se le presentaba muy lejana. Todos parecían tener razón. Cada uno intentaba llegar al máximo de su poder. La música, una tregua, una llamada desde un paraíso posible, que nunca existirá. De modo apenas perceptible, el humo de las velas le hacía lagrimear. El abanico de una dama sentada a su izquierda, impulsaba las notas a oleadas hasta el fondo de su cabeza. Era la vejez. No quería reconocerlo. La relatividad de todos los afanes. Al final, las bazas perdidas en la vida son tantas, que nadie, tampoco el triunfador, termina convencido de que ha ganado el juego.

Los italianos atacaron la parte final de una sonatina. Con suavidad se iban desprendiendo las costuras de las frases; quedó sólo una, que se repitió dos veces más antes de apagarse. Un silencio breve, y los músicos se levantaron. Salieron dignos, con las cabezas gachas, como si acabaran de recibir la comunión.

Pastorín y don Juan hicieron una ronda nocturna por varias tabernas. Al salir de la última, el marino se empeñó en acompañarle hasta la casa de Gamazo. En la calle Amargura, don José lamentó su negra suerte: «No he encontrado mi mitad». Echó el brazo sobre el hombro del embajador, que recibió estoico la vaharada etílica. Sabía don Juan que pasaba los últimos momentos con su «buon compagno». Tardarían en verse, si se veían. Ya cerca de la casa, Pastorín quedó de repente en silencio, se paró en medio de la calle y plantándose muy serio frente a don Juan, dijo: «No le olvidaré». Éste le estrechó la mano; luego se fundieron en un abrazo. El marino se alejó entonando una triste canción napolitana.




ArribaAbajoXXIV. Vuelta a Washington

Al entrar en Washington, don Juan despertó de una cabezada creyendo ver la Plaza de Armas entre las calles y esquinas que el tren dejaba atrás. Cuando llegó a la legación, nada más abrir la puerta, el olor a madera seca le demostró de forma inapelable que ya no estaba en Cuba. Salió a recibirle el criado Andrés. Según él, nada extraordinario había ocurrido en aquellos días: estuvieron los carpinteros para arreglar el suelo del comedor, la cocinera se puso enferma una semana y había muerto el vecino, el general Parker.

En el despacho, sobre la mesa, encontró una carpeta hinchada por la abundante correspondencia. Se sentó con intención de ver lo más importante. Paco había hecho dos montones con las cartas: en un lado, las oficiales, en el otro podía distinguir las letras indecisas de sus hijos, el trazo caligráfico de su mujer, un sobre azul pálido de Catalina. Estuvo un rato sentado en el sillón, jugueteando con un pisapapeles. Sintió curiosidad por ver qué le escribía Catalina. Dirigió su mano hacia el sobre azul, pero prefirió irse a la cama todavía con sabor cubano.

A la mañana siguiente, mientras desayunaba, Juanito le resumió la vida diplomática durante su ausencia. El sobrino, mucho más delgado, había adquirido un tic en la comisura derecha del labio superior.

-Victoria dio una fiesta maravillosa en honor del príncipe de Gales, que iba de paso hacia las regatas de Savannah. Un individuo fantástico. Ella me presentó como «un noble español». Eduardo me miró con simpatía, hasta con un poco de camaradería, ¿sabes? Miraba mucho a Victoria. Se dice que es un conquistador. Yo llevaba puesto el frac que me hice en Madrid en casa de Padrós. Victoria me regaló una orquídea blanca para el ojal. Eduardo bailó con ella varias veces; bebía a pequeños sorbos, aunque sin parar. Todo resultó encantador. ¿Qué más? ¿Qué más?

Al final le confesó:

-Si me ves tan delgado, es porque tengo una solitaria. Como más que nunca, pero ese bicho se lo aprovecha todo. No sé dónde he podido cogerla. Cuando Therèse me ve entrar en la cocina, me sienta en la mesa y empieza a acercarme bollos, leche y todo lo que se le ocurre. Yo, la verdad, me veo más elegante. No se lo digas a mi madre, si le escribes, que es capaz de presentarse aquí a ver qué me pasa. Esto no lo sabéis más que Paco, Therèse, el doctor Gibson y tú. No quiero ni pensar que se enteren mis amigas de que tengo en las tripas una gran lombriz. Sobre todo Victoria -dijo con miedo, mientras le asaltaba su pensamiento recurrente: «Castigo de Dios. Había soñado meterse dentro de ella y vivir a su costa, recogido en su corazón batiente, bañado en su sangre, acompañándola a todas partes, asomándose a sus ojos, aun a costa de ahogarla».

-¿Y a ti, cómo te ha ido por Cuba? -le preguntó a su tío, tras volver a la realidad.

Mientras se fumaba el puro del desayuno, de manera desganada, don Juan le contó la vida social que había llevado en la Habana. Al terminar, Juanito recordó algo:

-¡Ah!, no te he dicho que me han escrito de casa contándome lo del terremoto. Una pared del cortijo de mi madre se vino abajo y mató a diez cochinos. Los caseros se salvaron porque estaban echando comida a las gallinas. Ha muerto mucha gente, sobre todo en Alhama de Granada. Se sintió en toda Andalucía. El rey Alfonso ha encabezado una colecta para las víctimas, aportando cincuenta y cinco mil pesetas. De Madrid llegó un despacho sugiriendo que la embajada le imitara.

¿De dónde iba a sacar el dinero para encabezar la lista? Si no ocurría un milagro, tendría que ser de su sueldo, es decir, privándose. Menos de cien duros, imposible. Lo discreto serían unos doscientos. Si el rey había puesto la cantidad que decía Juanito, habría que llegar a las mil pesetas. Seguro que la fortuna de Alfonso era cincuenta veces superior a la suya. ¿Y si organizara una colecta entre el cuerpo diplomático? Siempre hay damas dispuestas. Debía hablar con la jueza Chivers.

Juanito, que vio a su tío metido en cavilaciones, aprovechó para irse a la calle. Al salir, se cruzó con Paco. «El jefe viene más moreno..., pero tan sin blanca como siempre. No le des malas noticias».

Bustamante entró en el comedor y saludó, efusivo, a don Juan.

-Por fin está usted aquí. Le hemos echado de menos. Sin el trabajo que nos mandaba, sin el tresillo, el aburrimiento nos iba a devorar.

Lo primero que hizo fue contarle la publicación anticipada de las cláusulas del Tratado de Comercio.

-Alguien las ha filtrado al World, que tituló en primera plana: «Un regalo a los tiranos». Según el periódico, el Tesoro dejará de ingresar treinta millones de dólares, si se suprime la tasa del veinte por ciento que tiene que pagar la caña para entrar aquí. La cosa se pone difícil. Por si fuera poco, a raíz del fusilamiento de Agüero, hemos tenido manifestaciones frente a la embajada.

Paco le pasó a la firma una multitud de papeles atrasados, después lo dejó solo en el despacho. Había llegado la hora de dedicarse a la correspondencia. Primero abrió las cartas de la familia. Dolores le pedía dinero, le reprochaba que los hijos no tuvieran un padre, le insinuaba que no hiciera el ridículo, a sus años, con su típico galanteo añejo, le recordaba, en fin, que no estaba para muchos trotes. Una vez más, se sintió feo y despreciable.

Abrió después la carta de Catalina, escrita con letras apretadas y lanudas, como ovejitas en fila:

«Aunque algunas veces me agrada pensar: «todo llega, todo se rompe, todo pasa», solamente lo hago cuando me siento infeliz y necesito convertirme en una piedra sin corazón para no ser herida. Si amo, debe ser a vida o muerte. Por eso he temido tanto al amor; tanto como un ser humano puede temerlo, incluso desde que era niña. Entonces, veía a otros amar un poco, llorar por su amor perdido..., y encontrar uno nuevo en breve tiempo. Yo sabía que no podía hacer eso, que no lo haría. Me aterrorizaba dar mi corazón a cualquiera de las personas que eran capaces de amar a la ligera. En consecuencia, he hecho gran cantidad de cosas odiosas. Como ves, me gusta posar de diabólica.

Ahora, querido, escúchame. Te amo como nunca podré amar a nadie. Si te pierdo, mi corazón será un fuego apagado. Podría ser amable con la gente, apenarme con sus problemas, pero el amor no es eso. Cuando estoy contigo soy más feliz, aunque estemos en circunstancias infelices, que si tuviera un corazón ligero y poseyera todo lo que los mundanos desean. Yo no quiero no ser desgraciada, sólo quiero estar contigo. Prefiero ser infeliz y estar contigo, que estar en el cielo.

Con el cabello blanco y la piel llena de arrugas, aún serías para mí el primero de los hombres, el objeto de mi estimación y mi ternura. Aunque no espero hacer eterna en tu alma la ilusión del amor, creo que nunca desaparecerá de ella el afecto profundo que sobrevive a la juventud y a la muerte. Sí, a la muerte; porque el principio eterno de vida que sentimos en nosotros, y que vemos flotar en la naturaleza, no puede ser sino amor. Amor espiritual, que no se destruye con el cuerpo, y que debe existir mientras exista el gran principio del cual es emanación. Juan, tú serás siempre para mí el más amable de los hombres y el más querido de los amigos: lo eres ahora y lo serás mientras yo viva. Es preciso que te diga una y mil veces que te quiero más que a ningún hombre he querido. Nada tengo que temer de ti, mi obligación es adorarte.»

Una semana después, Catalina le mandó una nota. Acababa de regresar de Wilmington. Quería verle cuanto antes.

Al llegar don Juan a Highland Terrace, Sally le abrió la puerta. Bogui, el perrillo autor de su primer batacazo americano, ladró de alegría, movió el rabo y le olió el bajo de los pantalones; luego, se alzó sobre las patas traseras, tratando de asaltarle la levita. Don Juan le rascó la cabeza y se dirigió al salón. A los pocos minutos, entró Catalina. Fue hacia él muy despacio; poco a poco aceleró. Don Juan sintió el choque en sus huesos. Le abrazó con tal fuerza, que podía sentir las costillas de ella pugnando por meterse entre las suyas. No dijeron nada. Catalina, sin aflojar la tensión, hundía su cara en el hombro de don Juan. Nunca nadie se había incrustado contra su cuerpo con tanta energía. Gratitud. ¿Quién le iba a decir a él, viniendo del frío y del desdén, que una mujer joven se le aferraría con la fiereza de una estrella de mar a una roca azotada por las olas? Al fin, Catalina se separó; tenía los ojos enrojecidos.

-¡Cuánto te he echado de menos! -jadeó ella.

Don Juan la atrajo hacia sí, la besó en la boca con ternura. El cuerpo de Catalina perdió peso; cálido como un colchón de pluma, lo sentía él descansar entre sus brazos. Estuvieron así un buen rato. Luego, don Juan le contó sus días en Cuba. Al terminar el relato, Catalina, con media sonrisa, le preguntó:

-¿Te has acordado de mí?

-Mucho

-¿Todos los días?

-Todos

-¿Has leído mi carta?

-Sí. No me la merezco.

-He soñado contigo todas las noches. Íbamos a París, a Italia, a Granada, a tu pequeño pueblo cordobés. Sentía tu presencia junto a la cama de mi madre, tu aliento cuando me peinaba ante el espejo. Oía tu voz en los pasillos.

-Me parece muy bien ese uso de tus poderes especiales.

-Antes de caer dormida, me tocabas el pelo y decías «estoy aquí».

Don Juan extendió la mano y le acarició la cabeza.

En los días siguientes, tomaron la costumbre de dar largos paseos. Catalina se mostraba incansable. Don Juan, a veces, quedaba rezagado y ella tenía que esperarle. Caminaban hasta Anderson Cottage, la casa que utilizara Lincoln como residencia familiar, a cuatro millas del Capitolio. Allí, el aire en verano estaba lleno de frescor vegetal. Se sentaban en un banco, debajo de un gran sicomoro. Luego, entraban en un restaurante cubierto de yedra y pedían una comida ligera; a los postres, se miraban a los ojos con las manos entrelazadas sobre la mesa. Después del almuerzo, iban a tumbarse en la hierba, bajo unos álamos. Don Juan pedía a Catalina una balada, siempre la misma, la de Susan Jane, así iniciaba su dorada y breve siesta.

Uno de aquellos días vieron, en la portada del periódico que leían dos jubilados, el grabado de una enorme estatua portando una antorcha. Catalina le dijo:

-Estoy deseando ir a Nueva York, te encantará conocerlo a fondo.

-Lo que más detesto es la indigestión de «grandeur» que nos propinarán los franceses -se lamentó don Juan, pensando en la multitud de veces que el embajador Roustan le había mostrado la maqueta de la «Libertad Iluminado al Mundo».

-Pero tú no puedes faltar... -dijo Catalina.

-Me temo que de ninguna forma. Tampoco podrá faltar sir Lionel. No le hará ninguna gracia. En realidad, es una fiesta que se celebra contra los ingleses.




ArribaAbajoXXV. La Libertad iluminando al mundo

Ignacio Agramonte se levantó pronto. Cuando ya tenía puesto el abrigo, tuvo que volver a su cuarto. Había olvidado la libreta. La necesitaba para anotar los detalles y la atmósfera de la jornada. Se había comprometido con el diario Patria a cubrir el acontecimiento. Salió a una mañana áspera, con aire de ceniza; bajo la llovizna terca, anduvo por calles enlodadas, hasta llegar a los muelles. Barcos vestidos de perla por la bruma, orlados de banderas, maniobraban repletos de gentío. Llegó a Brooklyn. Gemía el puente bajo su carga de transeúntes. Se había citado allí, en la entrada oriental, con Ramón Lamadriz, amigo y miembro del comité revolucionario cubano.

-Hace un frío que hiela las palabras -saludó Lamadriz con el fragante señorío de los nativos de Camagüey.

No tenían entrada para la tribuna instalada en Madison Square desde la que Cleveland y los invitados presenciarían la parada cívico-militar. Aunque llegaron a la plaza con tiempo, fue imposible ponerse en primera fila. Al cabo de un rato, encontraron a dos chinos dispuestos a cederles el sitio por tres dólares. Aceras, portadas, balcones, todo se iba cuajando de gente gozosa. Cleveland aún no había llegado. Las calles que daban a la plaza no dejaban de verter muchedumbre. Ignacio buscaba impaciente a Victoria en la tribuna. Entre los vestidos claros, bajo las amplias pamelas, no había rastro de ella. La fanfarria anunció la llegada del presidente. Dio comienzo la parada. Ignacio sacó su libreta. «Un raudal de bayonetas, un millar de camisas rojas, una mancha de gorros blancos en el escuadrón. Pasa la artillería, la caballería... Muestra sus garras el águila poderosa. Aplaude la muchedumbre el paso firme de la milicia del Séptimo Regimiento. Al clarín de oro, vuela la marsellesa por toda la procesión. Los barcos franceses que trasportan la estatua, dan veinte cañonazos. El presidente, con la cabeza descubierta, saluda los pabellones desgarrados.»

Ignacio, al ver desfilar a los soldados henchidos de orgullo, sintió como si le hubieran tocado la herida. Nunca había hecho sangre en su vida. Poesía y política. Palabras bellas y palabras- fuerza. Su tío hizo famosa la orden: «Corneta, toque a degüello». Y su padre, en una emboscada durante la guerra del 68, salió del escondite y retó en duelo a un oficial español. Cubanos y españoles pararon el fuego para contemplar la escena. Enrique hirió gravemente al oficial. Cuando lo retiraron, volvieron las columnas a pelear. Pero a él, algunas almas avinagradas, le insinuaban que no presumiera de patriota, pues nunca había arriesgado su vida en el campo de batalla. Lamadriz, aunque abogado, también había pasado la prueba de la hombría en la manigua. Sabía manejar el machete y el revólver. El de Camagüey conocía esa llaga oculta de Ignacio y procuraba no hablarle de su experiencia militar, a pesar del asedio constante al que le sometía Agramonte para que le enseñara a disparar. Siempre se excusaba diciendo que el campo quedaba muy lejos en Nueva York, que no tenía municiones, que había mucho trabajo en el comité como para entretenerse con el tiro al blanco.

En una ráfaga, descubrió Ignacio a sir Lionel, con el hongo y la barba gris ¿Y Victoria? ¿Se encontraría en otra parte de la tribuna, adonde su vista no podía alcanzar? Decidió acercarse todo lo que le permitiera la multitud.

Con una mano en el pecho y la otra sobre el pasamanos del estrado, sin leer, con acento sincero y voz robusta, habló Cleveland:

«No estamos aquí hoy para doblar la cabeza ante la imagen de un dios belicoso y temible, lleno de rabia y de venganza, sino para contemplar con júbilo a nuestra deidad propia, que guardará y vigilará las puertas de América. Más grande que todas las que celebraron los cantos antiguos. En vez de asir en su mano los rayos del terror y de la muerte, levanta al cielo la luz que ilumina el camino de la emancipación del hombre».

Terminado el discurso, un coro de negros con becas azules cantó «God Bless América».

Llegó la noche. Aún se oían las sirenas de los vapores; sobre los edificios, fulguraban esporádicos fuegos artificiales. Comenzó a llover con fuerza. A Ignacio le daba igual mojarse. Iba pensando en el artículo y en Victoria. Lamadriz le ofreció resguardarse bajo el paraguas.

-¿Lo merezco acaso? -preguntó Ignacio, con mirada abstraída.

-Un paraguas todo el mundo lo merece -respondió Lamadriz.

-Con frase breve, has definido el mínimo de los derechos del hombre...

Entre el aguacero, vieron las acogedoras luces de Del'Mónico. Lamadriz apuró el paso y condujo a Ignacio hasta la entrada del restaurante.

-Invito a cenar. Hace una noche horrible, te veo desanimado.

-Pero esto es muy caro... -protestó débilmente Ignacio.

-No importa, no me faltan pleitos.

La luz dorada del restaurante lo convertía en el refugio ideal, en la justa culminación de un día memorable. Entraron. Fueron recibidos por un menudo y enérgico acomodador. «Deben comprenderlo, se trata de un día especial. Tenemos todo ocupado. Todavía no ha llegado la gente del puerto». Lamadriz insistió. «Sólo somos dos, seguro que nos puede acomodar en una pequeña». Lamadriz deslizó un billete en el bolsillo del frac del maitre que, después de consultar con varios camareros, llamó a un mozo; al poco tiempo, se encontraron sentados en un buen sitio del salón.

Mordiendo todavía las finas galletas saladas del aperitivo, Lamadriz sacó la conversación:

-¿Crees que Gómez conseguirá los doscientos mil pesos?

-Mejor que no los consiga... No estamos para locas hombradas. Tiene ganas de mando otra vez, se siente viejo y está impaciente por conquistar Cuba. No comprende que la población no está preparada para otra guerra -sostuvo firme Ignacio.

-Piensas igual que Martí.

-Me alegro. Daría lo que fuera por llegarle a los tobillos, por que pudiera decir de mí lo que ha dicho de mi tío: «diamante en alma de beso». La gloria en cinco palabras -Ignacio tomó un trago de vino rojo, miró la lámpara del techo y recordó que tenía que llevarle los últimos poemas al Apóstol para que se los corrigiera.

-¿Por qué, entonces, estás ayudando a conseguir el dinero por medio de Jessop? -preguntó Lamadriz.

-Por disciplina. Todo el comité me lo encomendasteis, ¿no? Según vosotros, mi familia abre las puertas de cualquier hermano. De todas formas, no está claro que nos ayuden los masones. Quieren ver claros los detalles de la operación... y no tenemos nada: ni barco, ni hombres...

-Gómez tiene ilusión esta vez, Maceo también. Piensan que las guerrillas armadas con ese dinero, una vez establecidas en las sierras de Oriente, volverán a encender el patriotismo y los españoles tendrán que irse.

-Necesitamos tiempo, convencimiento, instrucción. Gómez lo resuelve todo con las armas.

Ignacio, desconcertado ante los nombres embaucadores del menú, se aferró a la primera palabra conocida que rimara con su oído o con su estómago; encontró la jugosa ternera. Había pasado mucho frío, el vino y la carne le llenarían de cálida vida. Miraba, a cada instante, hacia la puerta del salón. En el recibidor, grupos engalanados, bulliciosos, dejaban abrigos y sombreros. El alcalde de Nueva York, el propietario de los almacenes Kasper, la actriz Lilian Russell, exhibían contentos sus deslumbrantes apariencias.

-Me has invitado a un desfile social -dijo Ignacio.

-No era mi intención. Yo sólo quería comer.

-¿Cuándo vamos a ir al campo? -preguntó Agramonte en voz baja.

-Ya veremos... Cuando tenga una mañana libre -le contestó Lamadriz, con tono distraído.

Ignacio, bajando todavía más la voz, le confesó a su amigo:

-Ayer me compré un revólver.

-¿Qué ha pasado?

-Creo que me siguen, que me tienen vigilado...

-Siempre te han tenido vigilado.

-Sí, pero en esta ocasión no son españoles. Conozco a los espías del cónsul, algunas veces hablamos. El que me sigue todo el día es un tipo extraño. Tienes que enseñarme a disparar. Debo acostumbrarme al peso del arma, debo saber cómo reaccionan mi mano y mi brazo ante la sacudida.

Una sonrisa de picardía infantil afloró a los labios de Ignacio. Su compañero por fin le tomaba en serio. El de Camagüey se quedó pensando un momento.

-Bueno, mañana, después de la reunión del comité, iremos a un descampado y haremos prácticas -propuso Lamadriz con determinación.

A Ignacio se le encendieron los ojos, miraba a su amigo como un niño al padre que promete llevarle de excursión. Dio un gran sorbo al vino, siguió con la comida. Cuando se disponía a llamar al mozo de las cerillas, lanzó otra ojeada al recibidor. Un grupo numeroso se agitaba en la entrada. Roustan quitaba el abrigo, con gesto galante, a una dama joven. Era Victoria. Iban también, sir Lionel, el embajador Valera, Katherine Bayard, J. P. Morgan..., varias damas mayores, y, entre ellas, la jueza Chivers, que no se soltaba del brazo de don Juan. Todos se dirigieron, encabezados por el embajador francés, a una mesa que presidía el salón.

Victoria había visto ya a Ignacio. Con la cara iluminada, atendiendo con cortesía a sus acompañantes, aprovechaba cualquier momento libre para mirar a Agramonte: ojeadas rápidas, fulgores que se clavaban en el cubano reconociéndole, animándole, interrogándole.

La jueza Chivers no quitaba ojo a la escena. Reconoció a Ignacio siguiendo la dirección de las miradas de Victoria. Le dijo a don Juan:

-¿Va todavía su sobrino detrás de Victoria?

-Intenta mariposear, pero creo que no se desengaña.

-Es tan hermosa... Entiendo que vuelva locos a los jóvenes.

-Lo malo de mi sobrino es que es pobre.

-¿Y qué tiene eso que ver con la juventud y con el amor?

-Yo no conozco a ningún hombre pobre que haya tenido éxitos repetidos con las mujeres.

-Pero admite que, aunque no repetidos, puede tener el primero o algunos éxitos. ¿No es así? Con el primer amor no se piensa en el dinero.

-Bueno, le concedo que aun siendo pobre, si tiene carácter y atractivo, puede conseguir éxitos al principio y con mujeres de su clase... Juanito tiene un carácter tan inestable... En fin, él no se da cuenta de que con Victoria no tiene nada que hacer.

-Fíjese en el cubano. ¡Cómo se miran!

-Es natural. Poeta y rebelde. Un tipo que gusta a las mujeres. En apariencia débil, sensible, que despierta instinto de protección; aunque también difícil, obsesionado con una idea, con ambición de poder. El muchacho tiene humanidad y fuego. Tampoco me extraña a mí que le guste a esa coqueta redomada que es Victorita.

-No es coqueta. Sólo educada y amable con todos los que la pretenden ¿Qué quiere que haga? ¿Que les tire a la calle las flores que le mandan? ¿Que prohíba que la admiren y la requiebren? Eso es imposible para una mujer bonita, y usted lo sabe.

-¿Yo?

-También a usted le gusta coquetear, ser admirado, despertar emociones.

-Yo soy un carcamal. Hace veinte o treinta años, no le digo que no. Pero ahora... Sólo me queda labia.

Don Juan cambió de conversación. Catalina, sentada no lejos de él en la mesa, hablaba tranquilamente con sir Lionel.

Terminada la cena, salió al salón un italiano recio, severo, vestido de frac y peinado con brillantina. Se dirigió a la mesa principal, hizo una inclinación, aclaró la garganta, tomó aire y comenzó un aria de Donizetti. El público quedó sumido en un silencio sentimental. Victoria e Ignacio intensificaron sus miradas. Ella le hizo un gesto con la mano que significaba: «Espera». El tenor atacaba la parte celestial de la pieza. Había un esfuerzo hercúleo en cada uno de los rincones armónicos de la voz. Cuando alcanzó la cima, un rugido de alegría asoló los valles cercanos en un alud de luz. La tensión que el cantante había acumulado estalló en aplausos liberadores. Todo el mundo se levantó de sus sillas, abandonó las mesas, intentó felicitar al italiano. Agramonte y Lamadriz, enardecidos, fueron a palmear las anchas espaldas del tenor. En el barullo, se acercó un botones y le entregó a Ignacio una nota: «Mañana, a las cuatro, en la glorieta roja de Central Park». No llevaba firma, pero él miró a Victoria, que permanecía sentada y feliz; su ademán le confirmó el mensaje. Ignacio le hizo un gesto de asentimiento con un medio guiño. «Allí estaré».

Al salir del comedor, don Juan, flanqueado por Catalina y por la jueza Chivers, se encontró con Paco y con Juanito. Le esperaban. Habían estado en una sala de fiestas dos calles más al norte. Llevaban media hora en el vestíbulo del restaurante hablando con la chica del guardarropa. Juanito, beodo total, se atusaba el bigote y lanzaba miradas canallas a la pequeña pelirroja; ésta tuvo que dejar de reírse de las muecas del agregado porque todo el mundo comenzaba a pedirle los abrigos.

-¿Qué hacéis aquí? -interrogó don Juan entre enfadado y burlón.

-Venimos para acompañarte a casa, tío. Aunque el hotel esté a doscientos metros, la noche tiene peligro -dijo Juanito, de modo confidencial.

-No es necesario, yo voy a dejar en sus hoteles a estas damas.

Paco y Juanito le acompañaban a Nueva York con cargo a la embajada. ¡Qué menos para un embajador de España que dos acólitos! Sir Lionel, llevaba siete; Roustan, diez y cocinero, aparte de los generales y políticos venidos de Francia. Nicolai traía quince sirvientes. Todos los embajadores, en los mejores hoteles, los españoles, en «The Meridian», casi una casa de huéspedes.

Don Juan se despidió de ellos. Juanito, entonces, se precipitó dentro del salón con paso decidido. Había reconocido a Victoria. Fue a saludarla, pero descubrió que, a unos metros de ella, Ignacio -contento y más moreno que nunca- hablaba con Lamadriz. Se detuvo en seco: «están aquí los dos, se han citado, ella le quiere, está claro, se compromete, ¡tierra trágame!, qué tontería ridícula saludarla, huye». Dio media vuelta y salió con rapidez hacia el exterior. Le había desaparecido del todo la flojera tontuna del bebido.



Anterior Indice Siguiente