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ArribaAbajoLibro Tercero

La República



ArribaAbajoPrimera parte

La anarquía: 1825-1848



ArribaAbajoCapítulo I

El imperio: 1821-1823


El Gobierno; el Hombre providencial; las dificultades financieras, los partidos rudimentarios. Iturbide. El Congreso; la Revolución Republicana; Abdicación y fin de Iturbide.

     Los pueblos acostumbrados a esperarlo todo o a percibir en todo una intervención directa de la providencia (¿y cuál pueblo no tiene esta inclinación?), ven en los triunfadores, geniales o afortunados, unos verdaderos Mesías; ésta era la creencia ingenuamente expresada por la Junta gubernativa, instalada conforme al plan de Iguala y tratados de Córdoba (en ella figuraron O'Donojú y otros españoles conspicuos), en este párrafo del Acta de Independencia del Imperio: «La Nación mexicana, que por trescientos años ni ha tenido voluntad propia, ni libre el uso de la voz, sale hoy de la opresión en que ha vivido. Los heroicos esfuerzos de sus hijos han sido coronados, y está consumada la empresa eternamente memorable que un genio superior a toda admiración y elogio, amor y gloria de su patria, principió en Iguala, prosiguió y llevó al cabo arrollando obstáculos casi insuperables».

     No, la nación mexicana no tenía trescientos años de vida, sino de laboriosa y deficiente gestación; en los once años de la lucha había venido a la luz, como nacen las naciones, al adquirir conciencia de sí mismas; no, Iturbide no era un genio superior: fue un hombre afortunado que hizo a su país un incomparable, un supremo servicio, entró después en la sombra del desacierto y el infortunio, que no bastó a disipar el efímero esplendor de una corona, pero que iluminó en su tumba la piedad y la gratitud de la patria. Eso que decía la Junta lo pensaba el pueblo entero; sólo el grupo de españoles o mexicanos constitucionalistas callaba con cierta ironía y se disponía a romper los pies de arcilla del ídolo.

     Como la forma de gobierno era el Imperio y el trono vacaba de hecho, mientras el emperador condicionalmente nombrado, don Fernando VII de España, dictaba su resolución, nombrase una regencia que presidió Iturbide y de la que formó parte, momentáneamente, O'Donujú, muerto en esos mismos días y reemplazado por el obispo de Puebla, Pérez, reactor desapoderado en España, entusiasta por la independencia aquí, en odio a los liberales, y hombre de marcada inferioridad moral en todas partes. Organizose así el gobierno, pero no la situación, la necesidad de pagar sus haberes al ejército trigarante, a los regimientos españoles capitulados, de sostener los gastos duplicados de la administración, cuando el país estaba absolutamente agotado y seguía esquilmado en detalle por los jefes preponderantes en las provincias; cuando, con la más generosa y absoluta de las imprevisiones, se habían suprimido los impuestos directos a los indígenas y otros importantes, y Veracruz, el principal puerto de importación. posible, estaba dominado por los cañones del comandante español Dávila, que tenía su aduana en Ulúa, hacía realmente imposible la vida administrativa del imperio. Recurrir a la venta de los bienes confiscados a los jesuitas, que no habría sido mal expediente para lograr un respiro y establecer algo normal, no podía ser, porque la opinión en favor del restablecimiento de la Compañía era casi unánime en el país y llovían las peticiones en este sentido. ¿Qué hacer?

     Elecciones para el constituyente que exigía el plan de Iguala; eso iba a remediarlo todo. Reuniose el Congreso; la regencia le rindió parias, los ministros lo trataron como a una divinidad; se le llamó V. M., y la asamblea declaró que en ella residía la soberanía, que delegó parcialmente en un ejecutivo (la regencia) y en un poder judicial, conforme a los ritos de las nuevas escuelas políticas. Todo parecía indicar, en aquellos días de esperanza, que los males eran pasajeros, que tocaban a su término. La situación económica era negra, pero la política parecía aclararse: los empleados, los magistrados, los oficiales españoles que no se consideraron capaces de pactar con el nuevo imperio obediencia y adhesión, abandonaron sus puestos y el territorio, como muchos españoles ricos lo habían hecho y otros se disponían a hacerlo; los que habían seguido la nueva bandera, por falta de recursos unos o por interés personal otros, parecieron incapaces de deslealtad a su nueva patria y la mayor parte de ellos lo demostró así. El Imperio, se redondeaba; la península de Yucatán que, políticamente independiente del virreinato, había tenido su historia propia, bien agitada y dramática por cierto, que se había mantenido apartada del movimiento de emancipación nacional, pero que, en cambio, había sido un foco de emancipación intelectual, a pesar de que sus intereses económicos eran opuestos a los del nuevo imperio, se adhirió a él espontáneamente, facilitando la transición las mismas autoridades españolas. Chiapas, en donde la influencia del clero era absoluta, fue desde temprano un centro activísimo de propaganda anticonstitucional y, por ende, el plan de Iguala, interpretado por muchos en sentido exclusivamente contra-revolucionario, tuvo allí mucho eco, lo mismo que en algunos pueblos de Guatemala; de aquí un movimiento irresistible en favor de la independencia y de la unión al imperio mexicano; en las provincias centro-americanas este sentimiento, muy pronunciado en unas, era débil en otras, como Guatemala y el Salvador, en donde se formó un considerable grupo de patriotas que obtuvo una declaración absoluta de independencia (15 de septiembre de 1822). Pero las tropas mexicanas fueron ocupando el país; las adhesiones a México se multiplicaron, publicáronse las convocatorias para elecciones, al Congreso del Imperio, verificáronse éstas, y Centro América formó parte de la nueva gran entidad hispano-americana del Septentrión, como solía decirse entonces.

     En el Congreso se notaba cierta anarquía, propia de la edad de la nueva nación y de las instituciones parlamentarias en un país que hasta hacía poco no había soñado tenerlas; todo era sorpresa, curiosidad, interés, duda e inexperiencia; los que habían formado parte de las cortes españolas, los que habían viajado por el extranjero, los que habían leído los libros políticos, eran los maestros y guías de la nueva Asamblea. Pronto se esbozaron grupos de tendencias bien diversas: los que no perdonaban a Iturbide la Independencia (a este grupo pertenecía el mismo presidente del Congreso, Odoardo); los que no le perdonaban haber frustrado en Iguala el ensayo de aclimatación de la constitución española en el virreinato (Fagoaga era el jefe de esta facción); unidos a éstos, que se llamaron españoles o borbonistas, es decir, que contaban con que un príncipe de la familia real de España aceptase el trono, los republicanos, es decir, los que consideraban el plan de Iguala como una transacción vergonzosa con España (como si hubiese podido hacerse otra cosa) y esperaban que, al ser rechazados los tratados de Córdoba en España, se estableciesen aquí gobiernos parecidos a los que en los otros países americanos existían; éstos odiaban a Iturbide por su antiguo odio a los insurgentes, a los luchadores de la época heroica; uno de los regentes secundaba estas miras; el grupo de adictos a Iturbide estaba en minoría, pero el ejército y las masas lo idolatraban.

     Se veía claramente que Iturbide, fuerte con su popularidad, con su ejército y con la conciencia del inmenso servicio prestado a la patria de que se consideraba autor, sufría con marcada impaciencia la sorda hostilidad del Congreso, como había soportado la de la Junta gubernativa. La prensa, las logias masónicas, que habían tomado gran incremento, los viejos patriotas que habían quedado con sus grados en calidad de auxiliares o nacionales, se armaban para combatir al libertador. Este, en el colmo de la exasperación, por lo que él consideraba como injusticia e ingratitud insignes, se valió de una formal tentativa del gobernador español de Ulúa, que quiso, apoyado en las fuerzas coloniales que aún no salían del país y en los arrepentidos, hacer una contra-revolución, para dirigir oficialmente, aunque con precipitación e incoherencia extraordinarias, una serie de acusaciones contra sus enemigos diputados y regentes. El resultado de todo ello fue un pequeño combate entre fuerzas mexicanas y españolas, al que se dio proporciones extraordinarias (el general Bustamante fue designado con el nombre de héroe de Juchi, lugar de la acción; como él hemos tenido por millares los héroes en México), y algunas escenas deplorables y conflictos personales entre el generalísimo y sus contrarios en el seno mismo del Congreso, según se decía ya; Congreso y Regencia resultaron disminuidos moralmente; mas los adversarios de Iturbide lograron ponerlo en minoría, en la Regencia misma, y menudearon los golpes.

     Entonces llegó a México la noticia de la repulsa indignada e irracional con que habían sido acogidos los tratados de Córdoba por las Cortes españolas; los borbonistas quedaron desconcertados y se pegaron a los republicanos y antiguos insurgentes, que dirigidos y organizados por las logias masónicas, comenzaron a hacer llegar al Congreso peticiones en favor de una república como las de Colombia, el Perú y Buenos Aires. Mas no era ése el sentimiento público; la exaltación contra España, un sentimiento inmenso de júbilo porque la repulsa de las Cortes había dejado al Imperio dueño de sí mismo y le había dado un carácter nacional, rompiendo la última liga posible con la metrópoli; un deseo vehemente de retar al poder de Fernando VII, poniendo frente a él a un monarca nacido del movimiento mismo de la Independencia, eran los caracteres de la opinión dominante y avasalladora. Iturbide aparecía más que nunca ante las multitudes como un guía y como un faro: era el orgullo nacional hecho carne. Esto explica el imperialismo de los Gómez Farías y los Zavalas, los futuros jefes del partido radical, empeñado en extirpar del país hasta el último rastro de la preponderanda española.

     El Congreso fue imprudente; empujado por los enemigos del generalísinio, que estaban gobernados por la masonería, en cuyas logias llegó a ser discutida la supresión de Iturbide, aun por medio del asesinato, propuso reglamentar la Regencia, prohibiendo a sus miembros tener mando de armas: el golpe iba derecho al generalísimo. Iturbide contestó con un pronunciamiento de la guarnición de la capital, que le proclamó emperador. Reunido el Congreso, en condiciones en que toda deliberación era imposible por la exaltación delirante de las muchedumbres, de los soldados y de los frailes, sancionó el movimiento de un modo ilegal, que después fue legalizado, sin embargo. Y el Imperio, nacido en Iguala, tuvo por jefe desde aquel momento (21 de mayo de 1822) al «Emperador constitucional del Imperio mexicano, Señor Don Agustín de Iturbide, primero de este nombre», como reza el decreto.

     Es inútil la discusión sobre la conducta que debió haber observado Iturbide para evitar el escollo de un trono sobre arena cimentado; después de los acontecimientos y en vista de las consecuencias funestas de su ensayo, es sumamente fácil el papel de profetas retrospectivos, y ahora podemos darnos la satisfaccción de una censura implacable, demostrando que más habría convenido a él y al país que, rompiendo los compromisos de Iguala, hubiese inaugurado una dictadura eminentemente ilustrada y organizadora, forma natural de los gobiernos de transición, hasta que las amenazas de España hubiesen terminado y la República, compacta y fuerte, se hubiese desprendido bien de la matriz colonial. En aquella situación el Imperio parecía una forma superior, por su prestigio semidivino, a la dictadura; la ambición del que creía, no sin apariencia de razón, que todo se lo debía la patria, quedaba satisfecha por este premio supremo a un supremo mérito, y el pueblo, incapaz de comprender las ventajas de la república, contestó con tan vivas muestras de adhesión en todos los ámbitos de la nación nueva a la exaltación al trono del victorioso caudillo, que un hombre superior a Iturbide por la inteligencia y el carácter se habría ofuscado completamente: un rey mexicano era, para las clases indígenas y de educación rudimentaria de una sociedad que había crecido en la religión de la monarquía, el símbolo vivo de la independencia.

     Pero si las ideas, cuando adquieren la forma de sentimientos, gobiernan el mundo, es con la condición de que se identifiquen con los intereses, que son sentimientos inferiores, pero avasalladores: el Imperio, a pesar de su popularidad, nació muerto, porque nació indigente y defraudó instantáneamente las esperanzas de cuantos en él veían una piedra filosofal, una receta para convertir en oro para los empleados, posición a que aspiraban todos los mexicanos, los inagotables tesoros naturales del país más rico de la tierra, lo que era un axioma por tal modo evidente que quienes se atrevían a criticarlo eran tachados de malos patriotas. Las ceremonias de la coronación que, naturalmente, tuvo un aspecto lujoso y ridículo, una verdadera apoteosis de advenedizos, pecado imperdonable para la parte culta de la sociedad mexicana, dada al epigrama y que todo lo tolera menos la suficiencia; la organización de la casa imperial, a la que pertenecieron varios de los nobles de la aristocracia colonial; la composición del ministerio, del consejo de Estado, de la dirección del ejército, en todo lo que Iturbide fue pródigo y generoso, halagando a sus mismos enemigos; la fastuosa inauguración de la orden imperial de Guadalupe, los besamanos, las funciones religiosas, los festejos y las oraciones populares animaron y encantaron a la sociedad en los primeros días de la dinastía nacional.

     Mas la situación financiera devoraba las entrañas de aquel régimen que, a pesar del desprendimiento de Iturbide, resultaba por todo extremo caro, y que fue frustráneo, precisamente porque fue insolvente; no podía comprenderse un Napoleón (este nombre y este ejemplo fueron la fatal obsesión de Iturbide) apoderándose del dinero ajeno. Ciertas o conjeturales, por posibles, las noticias sobre conspiraciones de borbonistas e insurgentes o republicanos menudeaban; la inquietud y el desasosiego, el temor de acontecimientos graves, ganaba a las provincias, partiendo de la capital; Iturbide, violando el fuero constitucional de los diputados, hizo prender a varios de los más conspicuos por sólo ser enemigos suyos, pues no había pruebas ningunas del crimen político que se les atribuía, y principió así a plantearse un gran proyecto de usurpación.

     La guerra latente entre el Emperador y el Congreso, que la inmensa explosión de entusiasmo de los días de la coronación habían amortiguado y aplazado, estallaba al fin más acerba que nunca. El Congreso había vivido de política; poco práctico había hecho en materia de administración; había dejado al erario vivir de expedientes, al día; el deficit era terrible, lo aumentaban el Imperio y la necesidad de mantener en pie de guerra un ejército, enorme en relación con los recursos (35.000 hombres), porque el Emperador no quería ni podía tal vez prescindir de él. Iturbide promovió una reforma electoral, bien cuerda en sí misma, aunque impolítica en aquellos momentos, que tendía a reducir a la mitad poco más o menos el número de los diputados. Aconsejó esta medida don Lorenzo de Zavala, repúblico yucateco que se había distinguido cuando joven en el grupo de intelectuales emancipados que formó el eminente profesor Moreno, quien padeció luego terribles penalidades por la exaltación de sus ideas políticas y que, después de figurar entre los representantes de la Nueva España en las Cortes de Madrid, había vuelto a su patria con ideas muy radicales, pero muy claras, con nociones fuertes y positivas en el arte de gobernar, al servicio delas que puso una extraordinaria y muy cultivada inteligencia y un carácter que solía apasionarse hasta la más terrible vehemencia. Zavala era un gran ambicioso y un gran audaz; todo su ideal político consistía en aclimatar en México las instituciones parlamentarias del tipo sajón, de que era entusiasta devoto; pero, para preparar el camino, juzgaba necesario acabar con la influencia del elemento español en la nueva nación, destruir los privilegios de las clases hasta entonces directoras; éste fue el programa del partido liberal en México, y es por esto Zavala uno de sus fundadores próceres. Iturbide era para él un instrumento admirable para realizar el propósito esencial: la independencia nacional y social respecto de España. El proyecto de Zavala, prohijado por el Emperador, fue desatendido por el Congreso; una iniciativa para crear tribunales especiales que juzgasen a la vez de los delitos de conspiración, homicidio y robo, fue rechazada con justa razón por el Congreso. Iturbide hizo entonces prender a varios diputados, expulsó al resto por medio de la fuerza del lugar de las sesiones, y declarando disuelto el Congreso constituyente, nombró una Junta instituyente, para atender a lo más preciso y convocar, sobre nuevas bases electorales, un nuevo Congreso constituyente.

     La Junta se encontró con el problema financiero en el momento de nacer; una solución sensata, aunque fuese provisional, era negocio de vida o muerte. Pero ¿cómo asegurar, la vida del día siguiente? En tal grado era precaria la situación, que se decretó un préstamo forzoso, forma de exacción muy parecida al robo oficial, y se autorizó al emperador para apoderarse de una conducta de más de un millón de pesos que iba rumbo a Veracruz, lo que se parecía a un salteamiento. Zavala trazó un plan de hacienda, en que para cubrir un deficiente de varios millones se decretó una capitación, se ordenó la acuñación de una fuerte cantidad de cobre y se creó un papel moneda, que, a pesar de la honradez con que el gobierno trató de amortizarlo rápidamente, nació entre el descrédito y la desconfianza, que lo depreciaron terriblemente.

     En Veracruz, el brigadier Santa Anna había intentado algo sobre Ulúa, que salió contraproducente y que le colocó en una situación equívoca que inspiró al Emperador gran desconfianza; para asegurar el éxito de su plan de quitar el mando a Santa Anna y consolidar la situación en Veracruz, bajó a Jalapa, en donde creyó haber reducido a la impotencia al inquieto brigadier. No fue así: éste sublevó la guarnición de Veracruz, bajo los complacidos ojos del gobernador español de Ulúa, y proclamó una cosa que apenas podía figurarse lo que era. Uno de los políticos perseguidos de Iturbide, mexicano, pero que tenía la representación de Colombia en México, Santa María, le redactó un manifiesto y un plan en favor de la república.

     Iturbide comprendió la gravedad de la situación y envió sobre Veracruz a sus mejores soldados y al general en quien más confianza tenía, Echávarri. Este comprendió que era imposible apoderarse de Veracruz por la fuerza, que su ejército se iba a disolver por la sola acción del clima y, creyó, sin duda, hacer un gran servicio a Iturbide, a quien juzgó perdido, celebrando con el pronunciado de Veracruz un pacto que se llamó Plan de Casa Mata (febrero de 1823). El de Veracruz desconocía a Iturbide y proclamaba la restauración del disuelto Congreso; el nuevo plan reconocía en apariencia la autoridad del Emperador y exigía la pronta reunión de nuevas cortes, bajo la salvaguardia del Ejército libertador; comenzó así sus transformaciones el ejército, que había pasado de realista a trigarante y entonces era libertador.

     Para no dejar a los insurgentes sin vela en el entierro, y apenas hay metáfora en esto, Guerrero y Bravo habían ido a sublevar al Sur, y aunque vencidos por Armijo, éste se les unió, al cabo, en vista del movimiento del ejército, que en todo el país aclamaba el nuevo Plan, y de que el mismo comisionado de Iturbide, el segundo personaje militar del Imperio, el general español Negrete, había aceptado el mando de la sublevación militar. Iturbide reunió el disuelto Congreso, y poco después, sin alientos para sostener una lucha civil, envió a la Asamblea su abdicación. No la admitió el Congreso, sino que declaró con exageración rencorosa que el Imperio había sido un régimen ilegal y nulo, lo que no era verdad. Iturbide marchó al destierro, y concluyó así su vida pública (marzo de 1823). Cuando, un año después, una reacción iturbidista apuntó en el país, lo cual dio esperanzas al proscrito de recobrar un papel de primera importancia, porque juzgaba inminente el peligro de una nueva invasión española en México, al mismo tiempo que el Congreso lo declaraba fuera de la ley, sentenciándolo a muerte si volvía a su patria, Iturbide abandonó su destierro y, sin conocer el terrible decreto, desembarcó en Tamaulipas. La legislatura, cumpliendo la sertencia política con implacable rapidez, lo hizo ejecutar en Padilla (julio 19 de 1824). Fue un acto político, no fue un acto justo. Iturbide había hecho a su patria un servicio supremo, que es inútil querer reducir a un acto de traición a España. No estuvo a la altura de su obra, pero jamás mereció el cadalso como recompensa; si la patria hubiese hablado, lo habría absuelto.




ArribaAbajoCapítulo II

Federación y militarismo (1823-1835)


La Constitución de 1824: Presidencia de Victoria. El Federalismo revolucionario: Guerrero. EI Militarismo: Bustamante. El Programa Reformista: Gómez Farías. La Reacción: Santa Anna. Fin del Régimen Federal.

     La revolución iniciada en Veracruz desconocía la legalidad del Imperio; el pacto de Casa Mata sometía al Emperador a la decisión del Congreso constituyente restablecido, y éste, en efecto, restablecido por el Emperador bajo la presión revolucionaria, declaró al desechar la abdicación de Iturbide, que el Imperio había sido ilegítimo en su origen; y para no dejar esperanza alguna de restauración monárquica, declaró caduco el plan de Iguala en cuanto a los príncipes de la casa de Borbón se refería, y de aquí resultaron dos partidos legalmente nulificados: el mexicano imperialista y el hispano-mexicano o borbonista, y un hecho incontrovertible, la República. ¿Qué clase de república? La parte más culta de la oligarquía triunfante, él alto clero, los principales jefes del ejército, los más ricos propietarios estaban por una república a la francesa, en que la capital predominase y subordinase a las provincias, lo que fluía naturalmente de los sistemas virreinal e imperial, lo que era probablemente más cuerdo, más político. El Congreso se inclinaba a este modo de ver las cosas; el partido borbonista, al desaparecer, se fundió en este grupo, que comenzó a llamarse centralista; políticos importantes como Alamán, el padre Mier, Santa María, se pusieron a su cabeza, sin precisar un programa, que más bien se infería de su hostilidad más o menos franca al partido federalista; a este grupo prestaron su apoyo todos los elementos conservadores del país y, entre ellos, el que era dueño de casi todo el comercio y de buena parte de la minería y la agricultura, el elemento español. De aquí resultó un fenómeno político curioso: el partido reformista, que comenzaba a dibujarse netamente por su incompatibilidad con los españoles y con los grupos privilegiados preponderantes en el Centro, a quienes consideraba como el principal obstáculo para realizar sus miras, los jacobinos (así les llamaba el padre Mier), en lugar de ser centralistas, como en Francia, fueron federalistas, y proyectaban una república calcada sobre la norte-americana, cuya constitución habían someramente estudiado: Ramos Arizpe, Zavala, Gómez Farías, Sánchez y otros, trataban de organizar este partido y contaban con un auxiliar poderoso, el iturbidismo, que atizaba en todos los ámbitos del país el espíritu localista.

     Éste había encontrado de antemano su expresión y su forma en las Juntas provinciales, verdaderos congresos locales emanados de la elección aparente del pueblo, creados por la Constitución española y que, aclimatados rápidamente en el Imperio, eran el centro de todos los apetitos, codicias y anhelos de los grupos provinciales por disfrutar empleos y distribuirse los pequeños erarios locales; así se formaron en las más importantes ciudades del país sendas oligarquías políticas, resueltas a no dejarse arrebatar el poder conquistado, y que no transigían más que con el sistema federal, que tenía un marcado color separatista. La antigua provincia de Nueva Galicia, que ya se llamaba Estado soberano de Jalisco y que había, en los últimos tiempos coloniales, formado una especie de virreinato por separado, bajo la dictadura de Cruz; las antiguas provincias internas de Oriente, que tendían a formar, impulsadas por un clérigo muy inteligente y muy liberal, Ramos Arizpe, antiguo diputado a las Cortes españolas, un nuevo Estado formidable al Norte; Yucatán, que, por su posición geográfica y por su historia administrativa, por sus intereses económicos y hasta por su autonomía étnica y lingüística, era una pequeña nacionalidad aparte, que casi nunca estuvo conforme con vivir unida a la República mexicana y cuya fusión íntima con la patria común no se ha realizado sino lentamente en la segunda mitad del siglo, eran las entidades que se habían puesto al frente del movimiento, y todas las otras antiguas provincias las seguían. Como era natural, por su posición enteramente excéntrica, por los recuerdos de su historia autonómica, porque no podían regirse por el mismo sistema financiero las regiones de nuestra Altiplanicie y las Centro-americanas, plenamente ístmicas, la tendencia federalista tomó en Guatemala un carácter marcadamente separatista y nacional. Llegó el momento en que el Congreso mexicano, con honradísima cordura, se creyó obligado a respetar este sentimiento; consultó legalmente la voluntad de los habitantes, que votaron por su independencia (con excepción de Chiapas, que empeñosa y firmemente manifestó su deseo de quedar incorporado a la República mexicana), retiró las guarniciones mexicanas y reconoció solemnemente la nacionalidad nueva.

     El Congreso que había creado el Imperio comprendió que le era imposible subsistir, y después de algunas medidas urgentes en el orden financiero y militar, redujo su papel al oficio de convocante de un congreso constituyente nuevo, cediendo a una presión durísima, y se retiró. Aquella asamblea de hombres inteligentes e inexpertos había hecho y deshecho su propia obra: creó el Imperio y lo derrocó; fuerte para destruir, fue impotente para construir; era el primer ensayo de parlamentarismo nacional. Fue infeliz; otros peores ha habido después.

     En el nuevo Congreso, los elementos federalistas preponderaban de tal modo que se consideraba como investido de este mandato imperativo: legitimar la federación, que de hecho existía ya en forma anárquica. Un poder ejecutivo, compuesto de tres individuos, de la caída de Iturbide: Negrete, español de gran prestigio militar, pero profundamente odiado de los insurgentes; el integérrimo general Bravo, que se inclinaba a los federabstas moderados, y Michelena, hombre de intriga y ambición, que debía su puesto a la circunstancia de haber sido autor de un plan de independencia anterior al de Querétaro, lo que le valió la persecución virreinal. Este poder ejecutivo se componía y descomponía incesantemente por las comisiones de que sus miembros eran investidos; pero los suplentes nombrados, siempre fueron de los antiguos insurgentes, y así pasaron por él, Guerrero, el ex-corregidor Domínguez y Victoria. El ministro de Relaciones, Alamán, aliado entonces de Michelena, era el alma del gobierno Alamán, que con tanta parcialidad a veces, y a veces con superior instinto político y siempre en noble estilo, había de ser luego el historiador, necesariamente discutido, pero justamente respetado de aquellas épocas confusas, había desempeñado un papel importante en el grupo americano de las Cortes de Madrid; allí llevó la voz de los partidarios de la independencia, y luego, en su patria, capaz de desear el restablecimiento del poder colonial, pero convencido de la imposibilidad de esta tentativa, se propuso poner sus vastos conocimientos y su notable inteligencia al servicio de un propósito que podía formularse así: «Lo que a México conviene es volver al sistema español, ya que no a la dependencia de España, y no separarse de él sino en lo estrictamente necesario y lentamente». Este sofisma de observación provenía de la comparación entre las angustias y las obscuridades siniestras de lo presente, con la paz, la quietud y la resignación de los tiempos anteriores a la Independencia. Con menos prejuicios y más perspectiva histórica los hombres que como Alamán pensaban, habrían comprendido que en la calma y en la inmovilidad mecánica de los tiempos coloniales estaba el germen de las borrascas deshechas que vinieron después. En su primer ministerio, Alamán era un federalista sumamente moderado y tenía plena razón; los sucesos posteriores lo convirtieron en el organizador del partido conservador, entonces incoherente todavía.

     El Congreso pulsó bien el estado anárquico del país y trató de apresurar la promulgación de las bases de la federación, aun antes de la Constitución definitiva, con el objeto de apaciguar el ardor y la vehemencia de las reclamaciones del partido triunfante. El remedio resultó sólo un paliativo; el mal era profundo: síntoma de él fue la asonada militar en que tomó parte la guarnición de México, acaudillada por el coronel Lobato, que denunció luego como instigadores suyos a Michelena mismo, que intrigaba en el poder ejecutivo por desembarazar de obstáculos el camino de la ambición, y al brigadier Santa Anna, que se hallaba procesado por una tentativa de revolución federalista. El objeto principal de los pronunciados era disponer del poder y del dinero; el plan se resumía en esto: separación de los españoles de los empleos públicos, lo cual era una medida violenta, perjudicial al buen servicio administrativo y contraria al pacto trigarante de Iguala, pero sin duda política y, dadas las circunstancias, racional y necesaria. La exigía sin tregua el antiguo grupo insurgente que, o se había incorporado al ejército, y en unión de los oficiales iturbidistas difundía en él sus odios contra los españoles, que habían sido, por regla general, muy crueles con sus enemigos durante la guerra de independencia y disfrutaban buenos empleos después de ella, o formaba los núcleos de la opinión anticentralista en las provincias y mantenía una constante agitación, profundamente hostil al elemento español. La imbecilidad del comandante de Ulúa, que bombardeó a Veracruz cuando supo que el ejército francés había entrado en Madrid para derrocar la Constitución, y las noticias siniestras que de Europa venían, y que anunciaban una invasión española apoyada por la triunfante Santa Alianza, autorizaban indudablemente la exigencia, pero no la rebelión que, gracias al admirable civismo del Congreso, sucumbió por sí sola. Inútil es decir que la mayoría de los diputados pensaban lo mismo que los autores del motín.

     Afectando un federalismo intransigente y casi separatista; explotando, lo repetimos, el antiespañolismo de las multitudes, que en cada alboroto repetían, como un grito de guerra social: ¡Mueran los gachupines!, con lo que expresaban el rencor profundo contra quienes sólo eran conocidos para el pueblo en forma de abarroteros, que explotaban, con implacable desprecio, sus vicios, fomentándolos; los antiguos partidarios de Iturbide habían formado, en Jalisco y en todo el Occidente, un partido que predominaba ya, que tenía por corifeos al general Quintanar y al comandante militar Bustamante, y que, siguiendo una activa correspondencia con el Emperador proscrito, le invitaban a presentarse en México como árbitro entre los partidos y lo empujaron a cometer este supremo desacierto. Las cartas que Iturbide envió al Congreso indicaron la inminencia del peligro: el Congreso dio el decreto atroz, dice Zavala, en que se ponía al libertador fuera de la ley, y que Iturbide no conoció sino cuando hubo desembarcado en México, y trató de desbaratar el foco imperialista de Jalisco, valiéndose para ello de los generales Negrete, Bravo, a quien los centralistas querían hacer dictador en aquellos días de peligro, y Herrera; estas personas lograron su intento: desterraron a los jefes principales y fusilaron a los subalternos.

     El Congreso seguía elaborando la Constitución; en ella se pueden notar las transcripciones de la Constitución española y de la de los Estados Unidos del Norte, y estudiar el criterio eminentemente francés y, por ende, muy poco federal, que dominaba en sus autores. Desde la discusión del acta constitutiva se apuró el debate sobre el régimen federal pleno, tal como lo proponía la comisión de Constitución; el padre Mier combatió el federalismo puro con incontrastables razones: «la federación era un medio de unir lo desunido, por eso la habían adoptado los Estados Unidos; allí toda la historia colonial exigía el pacto federal como única forma posible de la nacionalidad nueva; aquí era desunir lo unido, cuando todo urgía para hacer cada vez más compacta, más coherente a la flamante nación mexicana, cuya población, diseminada en un territorio inmenso, si quería una acción administrativa hasta cierto punto descentralizada, exigía, en cambio, una acción política que acelerase el movimiento de cohesión y reprimiese las tendencias centrífugas de las comarcas extremas y para poder contrarrestar los peligros nacionales; uno inminente, que venía de España, otro indefectible, que nos vendría de la vecindad con los Estados Unidos, que aumentaban sin cesar en codicia y en fuerza».

     Era cierto todo esto, y la federación fue una obra de circunstancias profundamente facticias entonces; pero resultaba no menos cierto que la opinión dominante era de tal modo favorable a la federación, que si el Congreso no la hubiera decretado habría sido incontinente derrocado: la Constitución promulgada en octubre de 1824, no podía ser otra cosa que lo que fue: la expresión pura de la opinión casi unánime del país político de entonces. Esta razón es la realmente incontestable en el manifiesto de Zavala que precede a nuestra primera Constitución; las otras, tomadas de las enormes diferencias entre las regiones que componían la Nueva España, tanto autorizaban el desmembramiento como la federación.

     La Constitución estaba simple y cuerdamente distribuida: miembros componentes de la Federación; organización del poder central, denominado, a la americana, federal; división clásica de este poder en otros tres independientes, aunque perfectamente conexos; composición y atribuciones de cada uno de ellos; límites de la soberanía de los Estados; condiciones para la reforma del pacto federal. Sajo este aspecto, la Constitución de 24 es un modelo de leyes bien hechas, pero además contiene disposiciones que comprueban el excelente criterio de sus autores; he aquí las esenciales: división del legislativo en dos cámaras (lo que era inherente al régimen federal); elección de los senadores por las legislaturas (lo que era el origen natural de sus poderes) y de los diputados por una elección de dos grados; poder ejecutivo depositado en una persona, y no en un colegio (como lo había sido, con mengua de su autoridad, desde la caída de Iturbide), y renovable cada cuatro años, lo que fue grave error; creación de un poder judicial soberano; formado por magistrados inamovibles, que equivalía a establecer un centro de estabilidad de la democracia que iba a formarse y una suprema garantía de la paz social, en constante actividad.

     Apenas estuvieron listas las leyes electorales, aun antes de la promulgación del Código político, se hicieron las elecciones presidenciales; los políticos se proporcionaron mandatos electorales de las clases pasivas y mudas, y, con beneplácito general, resultaron electos Victoria y Bravo para presidente y vice; las cámaras se formaron de lo mejor que había entonces en los partidos; la Corte suprema se compuso de magistrados altamente probos y respetados, bajo la presidencia del anciano ex-corregidor de Querétaro, Domínguez, y el país entró en la vida normal. Dos causas contribuían a ello en primer término: fusilado Iturbide en julio de ese mismo año de 24, en medio del estupor general, el partido imperialista recibió un golpe del que no pudo levantarse jamás y se fundió en el partido conservador, militar, que tendía a organizarse; desapareció, pues, un poderoso elemento de agitación. La otra causa consistía en la situación financiera: el ejército y los empleados estaban pagados, el país yacía tranquilo, y desde entonces fue proverbial esta máxima de política práctica: cuando los sueldos se pagan, las revoluciones se apagan. Y era natural esto en una nación en que, por sus hábitos y su educación, las clases directoras sólo podían vivir del presupuesto; el gobierno no era más que un banco de empleados, custodiado por empleados armados que se llamaban el ejército. Esta situación financiera provenía del desahogo del erario a consecuencia de los empréstitos contratados, con casas inglesas; estas operaciones, tachadas de inhábiles, y que lo fueron en efecto, son el origen principal de la deuda exterior de México; difícil era que, dadas las condiciones precarias de nuestra flamante república, hubiera podido hacerse algo mucho mejor: resultaba una obligación total de más de treinta millones de pesos al cinco y seis por ciento de interés y un beneficio neto para el gobierno, por el tipo a que los empréstitos habían sido tomados, de algo más de veinte millones, ocho de los cuales fueron gastados principalmente en malos buques, malas armas y equipos de guerra, pues todo anunciaba que pronto la tendríamos con España y era preciso apoderarse de Ulúa. Mas no era éste el resultado principal de nuestras relaciones financieras con el mercado inglés, sino estotro de suprema importancia: a las relaciones financieras era necesario, indeclinable, que sucedieran las diplomáticas, y así fue; la declaración del gabinete inglés, al principiar el año de 24, de que reconocería la independencia de las repúblicas hispano-americanas, paralizó por completo los empeños de la Santa Alianza en ayudar a España a recuperar sus colonias, y ésta ni pudo evitar la pérdida de San Juan de Ulúa, que destinaba a ser nuestro Gibraltar, ni tomar otro desquite que la ridícula tentativa de Barradas.

     Victoria, que, al principio, mantuvo al ministerio conservador presidido por Alamán, lo transformó en otro de federalistas exaltados, como Ramos Arizpe, y liberales moderados, como Gómez Pedraza, pero el tono general del gobierno fue resueltamente antiespañol. Explotando la inminencia del peligro nacional, inflando ciertos conatos de conspiración de algunos españoles hasta convertirlos en horrendos crímenes, injustamente castigados con la muerte, el partido radical quería, no ya sólo la separación de los españoles de los empleos públicos, sino que, considerándolos como el obstáculo principal a la reforma social (abolición de los privilegios), en lo que, por cierto, no andaba enteramente descarriado, sostenía la necesidadde expulsarlos en masa y de confiscar sus bienes, lo que puso del lado del grupo radical todos los apetitos.

     Los Estados Unidos, al mismo tiempo que Inglaterra y de un modo más explícito, habían recibido a nuestros plenipotenciarios y reconocido nuestra independencia; habían hecho más: ante las ostensibles combinaciones de España y la Santa Alianza para reconquistamos, el presidente Monroe, en diciembre de 1823, había formulado en un célebre mensaje la declaración conocida con el nombre de doctrina Monroe, la que podía resumirse así: «Para el gobierno de los Estados Unidos es un principio conforme con sus derechos e intereses que la América continental no puede ser considerada como dominio propio para la colonización por una nación europea: toda tentativa europea con objeto de obtener la sumisión de alguno de los pueblos americanos que han realizado su independencia o de ejercer alguna acción sobre sus destinos, será considerada como una manifestación de hostilidad a los Estados Unidos».

     Ante las insensatas amenazas de España, y obedeciendo a la sugestión de las ideas federalistas, un considerable grupo de políticos mexicanos, seguros de que los americanos nunca tratarían por la fuerza de dilatar hasta nuestro territorio su movimiento de expansión (Zavala), se arrimaban a todo lo americano, y en las instituciones y las virtudes del gran pueblo sajón tenían sus irrealizables modelos. El plenipotenciario americano Poinsett, hombre de alta ilustración, amigo de hacer prosélitos e identificado con las ideas antiespañolas, de los radicales, determinó a éstos a crear una asociación política, en la que no figuró naturalmente, pero de la que según parece era oráculo; tenía esta agrupación por objeto combatir a cuantos en el gobierno, en el congreso y en la sociedad pretendían moderar o reprimir las tendencias de los exaltados, y para ello urgía coaligar otros elementos del poder ejecutivo y legislativo y ponerlos con los primeros en competencia vigorosa. De aquí nació, bajo el patrocinio del ministro de Hacienda, Esteva, del de Justicia, Ramos Arizpe, del exaltado representante Alpuche Infante, de Zavala, y otros, la logia yorquina que aspiró a ser la sociedad de jacobinos de la revolución mexicana. Poinsett facilitó la organización; las logias escocesas quedaron casi desiertas; en todos los Estados se establecieron sucursales del apostolado nuevo, en que se trataban todos los astintos políticos, locales y federales; pronto fueron estas logias un gobierno de hecho, que aspiraba a sojuzgar al gobierno complaciente de Victoria. Este, a pesar del desahogo que el empréstito había traído al erario y del prestigio que le dio la rendición de Ulúa, veía apuntar los días malos: no se había aprovechado, para organizar las rentas públicas, la situación bonancible del erario; se derrochaban lastimosamente los pocos millones de que el gobierno mexicano podía disponer y, con cortos meses de intervalo, las dos casas que habían contratado en Londres los empréstitos mexicanos se habían declarado en quiebra, cegándose la fuente momentánea de los recursos fiscales. A más de eso, una encíclica del papa León XII condenando la independencia de las colonias había venido a perturbar hondamente las conciencias; mas a pesar de la actitud de Roma, considerando que las facultades que, como se vio en la segunda parte de estos estudios, había concedido la Iglesia a los reyes de España, habían sido heredadas por el Gobierno mexicano, que ejercía en consecuencia el Patronato, el ministro de Negocios eclesiásticos intervenía en la administración de la Iglesia; la guerra civil estaba ya en la atmósfera.

     Había una especie de ebullición política en todo el país; siguiendo el ejemplo de la capital, en donde dos periódicos, El Sol, órgano de los escoceses, y el Correo de la Federación, de los yorquinos, combatían encarnizadamente, se fundaban periódicos 'en los Estados y se improvisaban periodistas y literatos; los Estados concluían sus constituciones particulares, y la lucha entre yorquinos y escoceses, traía por resultado que las elecciones removían profundamente a las masas, porque todos procuraban sacar de ellas elementos de triunfo; éste fue un germen de actividad democrática atrofiado después. Los congresos se ocupaban o en discutir las fases posibles de un concordato con Roma, como que en ellos abundaban los eclesiásticos y abogados canonistas, o por iniciativa del gobierno, en discutir un proyecto de auxilio armado a los cubanos, que según una junta de insulares proscritos, reunida en México, ansiaban por proclamar su independencia; además, suspendía las garantías para los ladrones y salteadores, que infestaban los caminos, y para los facciosos, lo que era monstruoso. Pero lo que se imponía a todos, por la excitación sistemáticamente fomentada de la opinión, era la cuestión de los españoles; partidas armadas pedían su expulsión en distintos puntos del país; varias legislaturas la decretaron en sus Estados y el Congreso (el segundo constitucional, en que dominaba el elemento yorquino) decretó la expulsión de cuantos militares españoles había en el país, de cuantos españoles hubiesen llegado desde 1821 y de cuantos juzgase sospechosos el Gobierno; los demás debían renovar sus juramentos de fidelidad. Los generales Negrete y Echávarri salieron desterrados, grupos de misioneros abandonaron la República, y la consternación dominaba en las clases altas y en las inferiores; pero la burguesía yorquina seguía impávida su propósito. El decreto que se había dado era el extremo que parecían exigir las circunstancias.

     Contra esta preponderancia de los yorquinos intentaron los elementos moderados y conservadores, los escoceses, una reacción armada (el plan de Montaño), que acaudilló el gran maestre don Nicolás Bravo y que el general Guerrero hizo fracasar; pedían los reactores la extinción de la masonería, la renovación del ministerio y la expulsión de Poinsett.

     Este triunfo definitivo de los yorquinos, los dividió; los que entre ellos querían ir más allá en la cuestión de españoles y de reformas, se agruparon en derredor del general Guerrero; los que creían que era tiempo de detener la revolución, para no hacerla fracasar, proclamaron la candidatura de Gómez Pedraza, ministro de la Guerra, para la presidencia de la República. Era Gómez Pedraza un antiguo oficial realista, adicto luego de Iturbide, cuya caída había producido en él un odio terrible contra los españoles, muy ilustrado, orador notabilísimo y espíritu completamente emancipado; su carácter grave y su talento lo hacían, sólo bajo este concepto, muy superior al general Guerrero, cuyos méritos para con la Patria eran inmensos, pero que por su absoluta falta de ilustración parecía destinado a la tutela de sus partidarios y, sobre todo, la del más activo, inteligente y temido de todos, Zavala. Fue cierto que la presión de los ministros, y aun la del presidente mismo, dieron por resultado que una mayoría de las legislaturas sufragase por Gómez Pedraza; al saber este resultado se pronunció Santa Anna por Guerrero, y éste ha sido el ejemplo que ha abierto en nuestra historia el surco más sangriento. Derrotado y acorralado Santa Anna en Oaxaca, no tenía salvación; pero la revolución había cundido en varios Estados: las milicias locales, que se iban organizando con objeto de resistir a los comandantes militares nombrados por la Federación, se disponían a secundar el movimiento que estalló al fin en México (revolución de la Acordada), organizado por Zavala y acaudillado por Lobato y el mismo Guerrero. Gómez Pedraza y los otros ministros huyeron; Victoria se presentó a los rebeldes como suplicante para evitar desmanes; pero a los mismos jefes de la revolución, aun a Zavala a pesar de su energía, les fue imposible contener a las turbas desencadenadas, que saquearon el Palacio Nacional y la aglomeración de tiendas españolas que se llamaba el Parián, en la misma plaza de México. Victoria nombró a Guerrero ministro de la Guerra; el Congreso, violando el sufragio legal, lo declaró presidente y vice al general Bustamante. El sistema federal se había deshonrado, por desgracia.

     Hemos sido prolijos quizás en esta puntualización de los hechos que fueron el origen de los partidos políticos que se disputaron luego el poder en interminables luchas civiles; lo hemos juzgado indispensable para comprender su evolución futura, que nos proponemos seguir rápidamente.

     La administración del general Guerrero nació muerta; para poder legitimar su usurpación por medio del asentimiento del país y de la adhesión del ejército, se necesitaba tener un programa muy sencillo y marchar a su realización con una energía y cordura superiores; ni así probablemente habría logrado gran cosa: la transición entre el gobierno colonial y el gobierno propio había sido tan brusca, tan poco preparada por los hábitos políticos y sociales, había removido tanto elemento de desorden y anarquía, había creado tantas energías facticias, sublevado a cada paso tal tumulto de descontentos y encendido tantos odios, que debían pasar años y años antes que el temblor de tierra cesase y la República adquiriese asiento por medio de la transformación radical de su modo de ser económico. El mal estaba en las cosas y era inevitable; para hacerse cargo de la relativa bondad de los gobiernos que se sucedieron en México después del funesto pronunciamiento de la Acordada, es preciso aplicarles este criterio: ¿hasta qué punto aumentaron o atenuaron y neutralizaron los males de una situación incurable?

     La expulsión de los españoles decretada por el Congreso, atroz, innecesaria y absurda bajo el aspecto social (basta pensar en que, por graves defectos que se atribuyan con exageración enfermiza al grupo español, de él venía a la generación siguiente un grupo mexicano), era una suprema imprudencia política, porque se abandonaba un arma que podía contrarrestar todos los fantaseos de reconquista que pudiera acariciar el gobierno español. Después de esta medida, a que se creyó obligado el gobierno de Guerrero como al cumplimiento de un mandato imperativo, la guerra con España, que de hecho no existía, podía darse por segura; y era claro que no triunfaría una invasión, pero era evidente que, para resistirla, la situación financiera, ya desastrosa, se complicaría hasta un grado muy difícil de prever; cierto que el gobierno podría conjurarla por medio de la bancarrota y la quiebra fraudulenta, pero así naufragaría para siempre el crédito de la República y dejaría de ser una entidad apreciable en el progreso de la humanidad.

     Zavala, ministro de Hacienda de Guerrero, trazó un plan de reorganización financiera bastante cuerdo, y lejos de engañar al país, como lo había hecho constantemente el ministro de Hacienda del general Victoria, puso de bulto las dificultades casi insuperables de la situación y planteó valientemente el problema; pero el problema financiero no se resuelve definitivamente sin poner en vía segura de solución el problema económico, y éste era una impenetrable tiniebla en que apenas respiraba una sociedad casi muerta. La expulsión de los españoles, la revolución guerrerista y los deplorables sucesos que señalaron su triunfo habían matado de golpe en los centros mercantiles europeos, toda esperanza de que aquí llegase a organizarse una nación plenamente responsable, y el comercio comenzó a arrastrar una vida precaria entre la exacción famélica del agente fiscal y el contrabando, organizado como una institución nacional. Los explotadores del hambre y la miseria del gobierno vieron el campo abierto, y comenzaron su sencillísimo sistema de sangrías en un organismo anémico, que durante más de medio siglo impidieron andar a la República; la operación típica era ésta: se hacía al gobierno un préstamo de una cantidad pequeña, para el gasto del día siguiente; esta cantidad se entregaba parte (la menor) en numerario y parte (la mayor) en papel de la deuda pública, que se adquiría a ínfimo precio y que el gobierno aceptaba a la par; sobre el total se pactaba un fuerte interés y el reembolso se hacía por medio de órdenes sobre las aduanas, que se vendían a los importadores. El robo, el estrangulamiento eran visibles, era un escándalo que pronto dejó de serlo, porque sociedad y gobierno se habituaron a esto y se sometieron como esclavos: éste fue el imperio del agio, la verdadera forma de gobierno en que tuvo que vivir la nacionalidad nueva con diferentes etiquetas; federalismo, centralismo, dictadura.

     Zavala quiso luchar por medidas arbitrarias, es cierto, pero necesarias; todo el dinero se escondió; quiso restablecer el crédito en el extranjero, asignando una parte de las entradas a pagar los intereses de la deuda exterior, que no se pagaban: no pudo sostener la medida; lo único bueno que pudo lograr fue la supresión del monopolio gubernamental del tabaco, el estanco, que asesinaba en germen uno de los ramos más ricos de nuestra incipiente agricultura. Pero la guerra se vino encima; un cortísimo cuerpo de ejército español desembarcó en la costa oriental, y la República, con mil sacrificios, pudo oponerle un ejército apenas superior; mas hizo un esfuerzo agotante para resistir a un ejército mucho mayor que se suponía vendría en seguimiento de la vanguardia, mandada por Barradas, y los agiotistas, risueños e irónicos, tomaron de nuevo posesión del ministerio de Hacienda; era preciso vivir, aunque fuera con el dogal al cuello. El aplomo, la inteligencia y el valor sereno y alto del general Mier y Terán, unidos a la temeridad del general Santa Anna, obligaron a capitular a los invasores en Tampico, después de reñidísimos combates en que los oficiales españoles vieron con sorpresa que el soldado mexicano, cuando tiene la convicción (adquirida con maravilloso instinto) de que sus jefes están decididos a pelear hasta morir y le dan el ejemplo, puede equipararse con el primer soldado del mundo.

     La antipatía que inspiraba el ministro de Hacienda, a quien se atribuían las medidas violentas y los proyectos radicales, y cuya amistad con el plenipotenciario Poinsett era motivo de odio; el desprecio mal disimulado que inspiraba Guerrero, en una sociedad que alardeaba de culta, sin tener de ello otra cosa que las buenas maneras; la irresolución de éste y la división entre los miembros del gabinete, imprimían tal sello de debilidad a la situación que ni la victoria de Tampico fue parte bastante a remediarla, a pesar del entusiasmo que causó; pues ella, todos lo comprendieron, marcaba el fin de las tentativas de reconquista española.

     Pero dos resultados había producido en el interior la invasión frustrada: la necesidad de agrupar un ejército, en que se acumularon los restos del ejército veterano; la formación de cuerpos de milicias cívicas en los Estados, que daban a éstos pie para considerarse como naciones independientes casi; y en este hecho comenzó a originarse la rivalidad entre la guardia nacional y el ejército, que fatalmente había de llevar a la lucha entre los principios centralista y federalista. El gobierno de Guerrero sintió que la fuerza pública había pasado a otras manos y que hacían más figura en el país los generales Bustamante y Santa Anna que el presidente; para conjurar la tormenta sacrificó al ministro Zavala, dio al señor Bocanegra la cartera de Relaciones y pidió el retiro de Poinsett; más el partido yorquino, vencido por la rebelión de la Acordada, unido al partido escocés y sostenido por todos los elementos conservadores, asfixiaba al Gobierno, que no tenía un centavo y que se moría. A fines del 29 estalló una revolución militar en Campeche que se adueñó pronto de la Península; esta rebelión, nacida del conflicto entre las tropas federales sin sueldo y el gobierno local, que no quería pagar por el gobierno de México, estalló en una orgía de oficiales y proclamó el centralismo, cosa singular en un Estado que aspiraba visiblemente a la autonomía, pero que se explica porque de esta manera se derrocaba al odiado gobernador constitucional (que era un ciudadano intachable) y porque, siendo federal la República, el modo de separarse de ella era ser centralista; y como las razones en favor de la separación provenían de la incompatibilidad de los intereses económicos, resultó popular, durante cierto tiempo, el rigoroso gobierno militar inaugurado por los centralistas, que duró tanto como la administración de Bustamante.

     El ejército de reserva, al terminar el año de 29, se pronunció en Jalapa; se esperaba que Bustamante y Santa Anna se pusieran al frente del movimiento, pero el segundo se retrajo y quedó en disponibilidad para la próxima revolución, que así se llamaba cada asonada militar. El plan de Jalapa mantenía la Federación, hablaba de descontento, de violaciones de la ley, de ejército desatendido, es decir, no pagado; de abusos, de necesidad de impedir la anarquía, y exigía, en virtud del derecho de petición, que el gobierno abandonase las facultades extraordinarias y convocase a las augustas Cámaras que deberían remediar los males de la Patria. El plan era ridículo y, sin embargo, tal era el desprestigio social de la administración de Guerrero, que todo el mundo aplaudió. Guerrero marchó a combatir la rebelión, y se dirigió al Sur con un pequeño ejército, del que al fin se separó. En México quedó substituyendo a Guerrero el ministro Bocanegra, contra el cual se pronunció la guamición; entraron interinamente a gobernar el Presidente de la Corte y dos consejeros. Bustamante ocupó la capital, y el ejército de reserva, hijo del trigarante, se denominó protector de la Constitución.

     Cierto que había pretexto para un levantamiento: la autoridad de Guerrero era rigorosamente inconstitucional, mas de la misma fuente nacía la del vice-presidente Bustamante, y por eso las Cámaras, reunidas en enero de 1830, no declararon nula la elección de Guerrero, sino a éste moralmente inhábil para gobernar. Era una farsa legislativa aquélla; fue para el presidente depuesto el principio de una tragedia. El general Bustamante, el tremendo oficial realista, el héroe discutible de Juchi, el iturbidista recalcitrante y, por odio a los enemigos de Iturbide, exaltado federalista luego, era un hombre aficionado a las medidas enérgicas, aun cuando fuesen sangrientas, por convicción, no errónea acaso, de que para desalentar a los explotadores de la anarquía urgían terribles escarmientos (exceptuábase a sí mismo de ese grupo, porque confundía su ambición con el interés de la Patria). Valiente, serio, reflexivo y probo, representaba una aspiración general a la estabilidad, que las clases conservadoras, que naturalmente lo apoyaron, confundían con el estancamiento.

     Su ministerio, presidido por Alamán (Relaciones), y en el que figuraban el intrigante y resuelto coronel Fado (Guerra) y el sesudo Mangino (Hacienda), era de un marcado tono reactor; las clases privilegiadas, los lastimados por la expulsión de los españoles, los asustados por las tendencias del gobierno anterior, se sentían representados en él y suponían que sus corifeos procurarían centralizar y conservar, bajo la máscara transparente del federalismo, todo cuanto en el México nuevo pudiera sobrevivir del México colonial.

     El año entero de 1830 se invirtió en pacificar el país; algunos Estados formaban coaliciones para defenderse del gobierno central y del ejército, que comparaba, con despecho, su miseria, por la falta casi constante de sueldos, y la bienandanza de las guardias nacionales de los Estados, puntualmente pagadas; otros, como Yucatán y Tabasco, permanecían substraídos al pacto federal; Texas, completamente americanizado, gravitaba cada vez más hacia su centro natural en Washington; la parte meridional de los Estados de Michoacán, en donde el gobernador se había alzado en armas, de Puebla, México (el territorio del actual Estado de Guerrero) y Oaxaca, estaban incendiados por la insurrección guerrerista, y el ex-presidente, aunque enfermo y retirado, era el centro de este vasto movimiento. Conforme a su propósito, muy explicable desde el punto de vista de los vencedores, se adoptó un sistema de terror militar, y la represión fue en todas partes sangrienta: casi todos los corifeos de la resistencia armada fueron ejecutados; la imprenta calló (dos periódicos políticos se publicaban solamente en México), algunos diputados fueron rabiosamente perseguidos, y todo aquel sistema duro y brutal, y no nos atreveríamos a añadir innecesario, porque la guerra civil debía terminar a todo trance, pero frecuentemente injusto y ciego, acabó con un gran crimen, la ejecución del general Guerrero, padre de la patria y hombre de intachables sentimientos, representante genuino del patriotismo rural, candoroso, ardiente y probo, y jamás sanguinario bajo sus auspicios. Lo que indignó la conciencia del país fue la inicua perfidia con que Guerrero fue capturado en Acapulco por un abominable italiano, y el olvido estupendo en que los jueces militares pusieron los méritos del infortunado caudillo, de quien los partidos quisieron hacer un político cuando no era más que un gran mexicano.

     La República, henchida de fermentos de revuelta, se sometió y quedó pacificada de hecho. Esta circunstancia había levantado algo el crédito nacional; aún no se perdía en el extranjero la convicción de que México poseía maravillosas riquezas, que la inseguridad, hija de las discordias civiles, impedía explotar; las empresas mineras, que habían sido en parte abandonadas, cobraron nuevo aliento, y el capital inglés que las alimentaba comenzó de nuevo a moverse en dirección a la República; el comercio exterior creció a compás del tráfico interior y las rentas subieron; el gobierno, que había encontrado al erario en plena bancarrota, y que con el sistema de los préstamos parciales (agio) apenas vivía angustiosamente de un día para otro, aumentando sin cesar la deuda interior, al grado que el producto neto de las rentas, que no pasaba de trescientos mil pesos mensuales, apenas podía pagar las listas civil y militar del Distrito Federal, el gobierno pudo respirar, pudo comenzar un trabajo rudimentario de emancipación respecto de los agiotistas y volver a pagar los intereses de la deuda exterior.

     En plena conformidad con las ideas que profesó toda su vida, Alamán hizo decretar medidas que prohibían la colonización de americanos en las fronteras septentrionales (acto imprudentísimo de hostilidad que nuestros vecinos no perdonaron), y organizó una protección profundatnente artificial a la industria vernácula, no nacida aún. Se estableció un banco, que debía vivir con parte del producto de los derechos protectores que pagaba la importación y que debía proporcionar maquinaria y dinero a los futuros fabricantes. Las teorías de Alamán eran rutinarias y rancias, sus procedimientos eran prácticos y eficaces; cierto que no es posible negar que el libre cambio es, como toda libertad, un ideal, el fin de una evolución, y cierto también que una nación amurallada con tarifas no puede ser sino una rémora a la solidaridad humana, pero jamás un político marchará de uno a otro extremo sino lentamente y por grados. Lo que es inadmisible es que, por medios arancelarios, se creen industrias que no tengan en la comarca protegida su materia prima: querer hacer de la República mexicana un país manufacturero, sin vías de comunicación, sin combustible y sin fierro, sin población consumidora, era inútil. Vegetó y nada más la industria nacional; sólo cuando el estado económico comenzó su transformación orgánica, el problema del trabajo nacional pudo plantearse sobre bases definitivas.

     La existencia de depósitos en numerario, en las aduanas del Golfo, y el afán de los especuladores de obtener a bajo precio permisos de importación, que la administración de Bustamante había ido acercando a la par, determinó un pronunciamiento exclusivamente militar en Veracruz, bajo los auspicios de Santa Anna, que temía más una presidencia del general Mier y Terán (hombre de dotes superiores, que acababa de obtener el voto de las legislaturas y que poco después se suicidó en Padilla), o del general Bravo, que debla reemplazarlo, que la de Bustamante mismo.

     La revolución veracruzana recibió un tremendo descalabro, infligido por las fuerzas del gobierno; pero el partido federalista avanzado, que tenía su ciudadela en Zacatecas, en donde el gobernador García había allegado cuantiosos recursos militares, determinó una conflagración en el interior. Bustamante salió a contener el avance de las milicias federalistas y las destruyó; mas todo se había complicado, la rebelión cundía y había enarbolado una bandera legal: la de la vuelta de las cosas al estado que tenían en el año de 28 y, por consecuencia, el advenimiento del señor Gómez Pedraza a la presidencia constitucional. En cuanto Bustamante se convenció de que la guerra civil podía continuar indefinidamente, pactó una transacción con Santa Anna (convenios de Zavaleta, diciembre de 1832), obligó a su ejército a reconocer el nuevo orden de cosas, y aunque el Congreso se resistió con altivo civismo a pasar por lo que los generales sin autorización legal habían convenido, tuvo que ceder, y Santa Anna, con el ejército denominado libertador (tercera transformación del ejército trigarante en diez años), ocupó la capital.

     La era de los pronunciamientos mexicanos comenzó, puede decirse, en España, la tierra clásica de las rebeliones militares en nuestro siglo; en ninguna parte se ha considerado el ejército con derechos más claros para interpretar la voz de la Nación, soliendo sólo interpretar la voz de las codicias y apetitos de sus jefes o de quienes los mueven, que en los países españoles. En México prendió a maravilla el ejemplo de la metrópoli en este punto; al motín burgués en Aranjuez contra Godoy, correspondió aquí el de los comerciantes contra Iturrigaray; al levantamiento popular contra los franceses, correspondió el nuestro de 1810 contra los españoles; al pronunciamiento de Riego contra el absolutismo, en 1820, hizo eco el de Iturbide contra la dominación española. Desde entonces, nuestros pronunciamientos siguieron como en España, pero por nuestra propia cuenta. Iturbide es derrocado por el elemento español, preponderante en el ejército y en el gobierno; pero esa reacción tenía que ser efímera, y México se constituyó en federación, como una especie de mecanismo armado contra el influjo español; considerose el nuevo sistema como la consumación de la independencia, y los primeros años de nuestra historia política nacional están dominados por el temor de una invasión de España, por el deseo de arrancar de cuajo, hasta en sus raíces sociales, el predominio español en la joven República. El levantamiento, no diremos popular (pueblo es un nombre históricamente sagrado), sino demagógico de la Acordada, no tuvo sino muy poco de militar; los corifeos cayeron sobre el presupuesto para exprimirlo, los secuaces sobre el Parián para saquearlo; el ejército tomó su desquite con la sublevación de Bustamante en Jalapa, y el régimen militar imperó plenamente por vez primera, no llegó a su apogeo, el apogeo fue Santa Anna, pero sí predominó y ensangrentó al país como suele. En países enfermos de anarquía crónica es a veces éste un remedio, con tal de que a la paz impuesta por el miedo suceda la paz consentida por el bienestar social, la paz económica que llamaremos; el gobierno de Bustamante no tuvo tiempo ni idea para aprovechar dos años de orden político y financiero; el problema económico y social, la existencia de clases privilegiadas y la distribución monstruosa de la riqueza pública, no existió para él; buscó el remedio creando industrias facticias, que detenían el progreso de las masas, haciéndolas tributarias de deficientísimos grupos industriales y dando aliciente al contrabando, que carcomía el ramo principal de nuestras rentas.

     La reacción que arrojó a Bustamante del poder estaba dirigida por hombres exasperados por las ejecuciones políticas, que habían poblado de patíbulos el país, y por la sangre que había corrido a torrentes en la guerra civil; la administración derrocada era para ellos una negra trinidad: el presidente Bustamante y sus dos siniestros ministros, Facio y Alamán, delante de ellos surgiendo del infierno la satánica figura del Judas Picaluga y, entre esa sombra y esa sima, el cadáver de Guerrero acribillado de balas mexicanas.

     La revolución había paliado su obra con el pretexto de reanudar la interrumpida legalidad constitucional, de ahí la jefatura del presidente legítimo del 28, Gómez Pedraza, que apareció con un programa sensato y frío, verdadero credo de doctrinario, que se encaminaba a hacer, por medio de definiciones jurídicas, imposibles las revoluciones, como si esto fuese factible mientras la evolución del estado social no hiciese prevalecer en el país el instinto de conservar en la paz la garantía suprema del trabajo productivo, sobre la esperanza de obtener, en cambios repentinos, mejoramientos indefinidos e indefinibles. Lo único que entendió la nación del programa de Pedraza es que venía a elegir a Santa Anna, que después de una perpetua aventura, llegaba al fin al poder. A la sombra del ídolo, cuyos retratos elevaba en procesión la multitud en abigarrados carros triunfales, y en cuyo loor se entonaban himnos infantiles, con música y literatura rudimentarias, el partido nuevo, el radical, que había salido de las logias yorquinas a la calle, a la asonada, a la milicia cívica, a la prisión, a la sangrienta derrota y al deseo bravío de venganza, exaltó a la vice-presidencia al doctor don Valentín Gómez Farías y pobló de obscuros rencores, de anhelos de reforma y de audacias inexpertas las curules del nuevo Congreso, que sucedía al que tan virilmente había defendido la legitimidad de la presidencia de Bustamante y del interinato del general Múzquiz contra Santa Anna triunfante y contra Bustamante mismo, desalentado, rendido y desarmado.

     El gobierno español, que como siempre mostraba en los negocios americanos una miopía sorprendente, a pesar de que durante el largo período de agonía de Fernando VII el ministerio había publicado un programa de despotismo ilustrado, a pesar de que todos estaban convencidos de la inutilidad de las tentativas de España en sus antiguos dominios coloniales, y de que la revolución de 1830 en Francia había echado por tierra la Santa Alianza, persistía en no comprender que el único medio de transformar la situación de los españoles en la Nueva España era el reconocimiento de su independencia. Mientras esto no sucedía, un grupo político, considerable en México, se creía en el deber de seguir el programa de persecución contra los españoles, ya para libertarlos con el destierro de espantosos desmanes populares, ya para castigar en ellos el delito de haber ayudado, unos cuantos de hecho y todos con sus votos, a los gobiernos que, como el de Bustamante, dejaban de perseguirlos y convertían en letra muerta las bárbaras leyes de proscripción. Gómez Pedraza, hombre de carácter e ideas moderadas, era intransigente en la cuestión de españoles y casi su primer acto fue renovar el vigor de la expulsión.

     El general Santa Anna dejó el poder a Gómez Farías y al partido yorquino extremo, a los puros, como se les llamaba para distinguirlos de quienes querían las reformas a medias. El partido que iba a gobernar era claramente una minoría en el país; la masa agrícola, indígena y mestiza, que servía con las armas al que disponía de mayor fuerza en un punto dado para deshacer a la familia rural y arrebatar con la leva al padre y a los hijos, no tenía más guía, ni más faro, ni más programa que sus curas y sus supersticiones; las masas urbanas populares obedecían a sus amos; ambas eran, pues, cantidades negativas; los propietarios, los mercaderes, los hombres de educación y de carrera, los trabajadores de cierta independencia formaban la oligarquía con los empleados, el ejército y el clero.

     Esa oligarquía estaba dividida; la aristocrática y privilegiada, que era la mayoría, se componía así: los ricos, casi todos retraídos de los asuntos públicos por pusilanimidad, por egoísmo, porque en la política sólo toman parte los que no tienen qué perder, según la máxima repetida sin cesar en el salón, en la casa de la hacienda, en la sacristía; esta clase, a haber podido, habría resucitado la quietud de los riempos virreinales; los empleados, que eran conservadores casi en masa, y sobre todo, enemigos de cuanto pudiera comprometer su adhesión al clero y a la religión; en este grupo los individuos emancipados eran muy contados, restos de la expirante masonería; pero los empleados servían a quien les pagaba, y conspiraban, con sorda, tenaz y constante conspiración social, contra el que no les pagaba; el clero alto, que estaba cada vez más resuelto a defender sus privilegios, sus fueros, sobre todo desde que el Pontífice había dado nuevos jefes a la iglesia mexicana (hombres de saber y virtudes eminentes), y había establecido que el patronato pleno sólo pudo pertenecer a los reyes de España, y no a sus herederos por la fuerza, los gobiernos americanos. En cambio, en el bajo clero hervían las ideas reformistas y liberales, y no pocos de ellos fueron, en las legislaturas de los Estados y en la prensa, los promotores de las medidas radicales encaminadas a la supresión de los fueros y al establecimiento de la tolerancia religiosa: eran los descendientes de Hidalgo y de Morelos. El ejército fluctuaba, servir al gobierno era su deber general, seguir a sus jefes era su deber concreto; desempeñó todos los papeles, su unión con el clero fue obra del centralismo. Estos eran los componentes de la fracción mayor de la oligarquía.

     La pequeña burguesía, que odiaba a los españoles, los jóvenes abogados y hombres de ciencia, en su mayor parte, los políticos que codiciaban, los nuevos que ambicionaban, y a la cabeza de esta falange intelectual, apasionada de la igualdad, que se reclutaba principalmente en las capitales de los Estados, un grupo de patriotas pensadores que se anticipaban quizás a su tiempo, y de seguro al medio social que los rodeaba, eran los elementos que constituían la fracción de la oligarquía que se llamaba reformista; ésta tendió a crecer, a multiplicarse y a renovarse por medio de las fuerzas que, en lentos y pequeños grupos, de las clases inferiores subían a ella por medio de la escuela y de las asociaciones o reuniones políticas, en que ya se hacía constante propaganda; tal era ese grupo oligárquico en necesaria transformación democrática. En el año de 33 fue dueño del poder.

     Su programa se encaminaba a la reforma económica y social; se trataba de una empresa de emancipación, consecuencia forzosa de la obra de los grandes insurgentes de 1810; veinte años después, la generación que les había sucedido trataba de destruir el régimen colonial en lo que más hondas raíces había echado en la sociedad, en la tutela indiscutida de la Iglesia; se trataba, en una palabra, de convertir en sociedad laica a la sociedad mexicana. Los primeros golpes los había dado el gobierno español: la expulsión y despojo de la Compañía de Jesús contenía en germen la nacionalización de los bienes eclesiásticos, y por la misma razón, la imposibilidad para el Estado de subsistir con otro Estado dentro, oficialmente reconocido, cuyo jefe era un príncipe extranjero, el Papa; las doctrinas reformistas de los Mora, de los Gómez Farías, de los Zavala, eran la ampliación filosófica y económica de las doctrinas regalistas, estrechas y autoritarias, de los Cano, los Macanaz y los ministros de Carlos III; las aspiraciones de los reformistas tenían su origen histórico en los votos de los municipios, que desde el primer siglo colonial pedían a los reyes que se prohibiese establecer más conventos e iglesias y se limitase el número de religiosos. La razón inmediata de los reformistas estaba en la cuestión del patronato; el Papa había anatematizado la independencia e ignorado la nacionalidad nueva, luego había tratado con ella extra-oficialmente y había provisto las sedes vacantes; el gobierno mexicano había creído poder proponer obispos e ingerirse en el gobierno de la Iglesia como heredero del rey de España; el Papa y los obispos, con sobrada razón, habían dicho: «No, el privilegio era personal de los reyes, y era instransmisible y perfectamente revocable por la Iglesia». Eso era evidente, y lo era un poco menos, pero de seguro controvertible, que habiendo el rey, en compensación de ese privilegio, colmado a las iglesias americanas de privilegios parciales, constituido sus fueros (exenciones de impuestos y derecho de los individuos de ambos cleros de sólo poder ser juzgados por los de su clase) y permitídoles adquirir una imnensa riqueza territorial, que se basaba en donaciones directas de la Corona, el gobierno nuevo, a quien se negaba el patronato, debía considerarse en el caso de retirar los privilegios parciales, de suprimir los fueros y de recobrar en buena parte la riqueza territorial de la Iglesia. Un acuerdo con el Pontífice, un Concordato, habría aplazado por mucho tiempo el golpe; pero la Curia romana se resistía, y lo evadía con la política de moratorias y concesiones tardías, que la ha caracterizado frente a la irrupción irresistible de las ideas nuevas. Y de estas ideas eran apóstoles fervientes los reformistas del 33; no eran anticristianos, como se les dijo, eran hasta buenos católicos la mayor parte de ellos; pero, saturados de anhelos por la igualdad y de principios económico-políticos, iban a tres fines que sólo la generación que tras ellos vino realizó: destruir los fueros eclesiásticos; hacer entrar los bienes de manos muertas (los que no podían enajenarse) en la circulación de la riqueza general, y transformar por medio de la educación el espíritu de las generaciones nuevas; sin eso no se podría llegar a la libertad religiosa o de conciencia, base de las demás. Jamás la Iglesia consentiría en ello; lo había proclamado, y con justicia: la negación de la libertad de conciencia era la razón misma de su autoridad.

     El vice-presidente, de acuerdo con el presidente Santa Anna, lleno de temores y rencores, pensó primero en desarmar la resistencia privándola de sus caudillos, y de aquí la ley del caso, ley de arbitrariedad y venganza, que proscribió ad libitum un grupo considerable de mexicanos, después de infligirles inicuos tratamientos; el ex-presidente Bustamante fue el primer proscrito. Unos partieron; otros, estadistas, obispos, escritores, se ocultaron; los ministros de Bustamante fueron acusados por el asesinato político de Guerrero, del que no todos eran responsables, como lo demostró plenamente el proceso del señor Alamán.

     La sociedad estaba profundamente conmovida; el clero denunciaba al gobierno como resuelto a destruir la religión, y las funciones religiosas, para pedir la protección divina, y los lamentos de los profetas y los misereres se unían al profundo espanto que causaba la invasión del cólera, que las autoridades combatían con mil medidas de reclusión, de aislamiento y de silencio social, que daban aspecto pavoroso a las ciudades, desiertas en el día, iluminadas en la noche por fogatas de brea, a cuyo resplandor se veían transitar las camillas de la muerte, o los sacerdotes que llevaban aquí y allí penosamente los auxilios de la religión: el castigo del cielo era evidente, aquel gobierno impío atraía sobre la República las calamidades supremas; clamaba así la Iglesia y la sociedad sufría. Y aquellos hombres, del temple de acero de los jacobinos de la gran revolución, no desmayaban: la prensa liberal se desataba en acerbas críticas contra el clero, no atacando la religión, sino al contrario, confrontando crudamente la conducta del clero con las máximas del Evangelio; en algunos Estados la prensa había exaltado furiosamente los ánimos, y alguna legislatura decretó la ocupación de los bienes eclesiásticos y la supresión de las comunidades religiosas, de la coacción para el pago de diezmos, etc. El Congreso discutía los más avanzados proyectos, capítulos previos del definitivo movimiento reformista que había de estallar veinte años más tarde. Llegaron a adoptarse medidas generales importantísimas, que una reacción inmediata convirtió en letra muerta, pero que indicaron la meta de sus futuros anhelos al grupo liberal, que los despotismos centralistas iban a enriquecer de experiencia, de hombres y de odios.

     En ejercicio del derecho de patronato de que fingía creerse investido el gobierno, proveyó curatos, puso en obra la facultad de excluir a ciertos candidatos para la provisión de los beneficios eclesiásticos, como lo hacían los virreyes, y derogó provisiones de canonjías; puntualizó los requisitos con que podían circular en la República las determinaciones (bulas) del Pontífice; suprimió la coacción civil en materia devotos eclesiásticos y la del pago de diezmos; en los Estados se prohibía a los curas exigir trabajos personales y establecer cofradías, y se procuraba extirpar la costumbre indígena de convertir en orgías y farsas ominosas las fiestas eclesiásticas, lo que imposibilitaba el ahorro del trabajador rural y del artesano, y los mantenía en la idolatría; hábitos que, por su decoro propio, la Iglesia debió suprimir. Todas estas medidas miraban al presente; era preciso preparar lo porvenir: se suprimió

la Universidad, por el espíritu de mejorar destruyendo, en lugar de transformar mejorando; habría sido bueno, en lugar de una universidad pontificia, haber creado una universidad nacional y eminentemente laica; las universidades fueron los focos medievales de la enseñanza, constantemente adulterada, pero constantemente nutrida de un espíritu laico de emancipación y de ciencia; ese nombre es hoy precisamente el que denomina los esfuerzos colectivos de la sociedad moderna para emanciparse integralmente del espíritu viejo, y sólo en nuestro país ha podido parecer, gracias a una medida política apenas pensada, que universidad y reacción científica eran sinónimos: el partido liberal mexicano, y en esto se muestra bien latino, ha tenido siempre la superstición de las palabras. Suprimida la Universidad, se organizaron los estudios sobre planes nuevos más racionales, se dio un gran papel a la enseñanza científica y se promovió con esfuerzo enorme la propagación de la enseñanza primaria, base forzosa de la selección gradual que había de constituir los grupos de la enseñanza preparatoria y profesional. Era un plan de educación de la democracia y de creación de un pueblo mexicano consciente de su derecho.

     Los elementos reactores, heridos en el corazón, lucharon desesperadamente por la vida; el camino era natural: el gobierno reformista se apoyaba en México y, sobre todo, en los Estados, en las milicias nacionales, en los cívicos; luego pretendía eliminar y después suprimía el ejército, cuyos fueros estaban a discusión constantemente; luego, el interés de la Iglesia y del Ejército eran idénticos; claro, como que eran las clases privilegiadas. Empezaron los pronunciamientos, con la particularidad de que todos reconocían la presidencia de Santa Anna, que llegó a ser algunas veces proclamado dictador. El presidente ocupaba de cuando en cuando el poder, suspendía de hecho la obra reformista y tomaba las armas para pacificar el país, dándose el caso de que alguna vez lo capturaran las fuerzas que se habían pronunciado por su ascensión al poder absoluto, lo que dio lugar a demostraciones eminentemente ridículas de adhesión del Congreso federal hacia el astuto general, que precisamente se había mantenido apartado del movimiento reformista, para resultar como el verdadero autor, si triunfaba, o para aprovecharse de su fracaso, manteniéndose en su hacienda de Veracruz como un faro de esperanza para la mayoría social, hondamente conmovida, afligida e irritada.

     Una asonada en la misma capital, reprimida con admirable entereza personal por el vice-presidente, la declaración del estado de sitio, el llamamiento a las armas de las milicias cívicas, determinaron al presidente Santa Anna a intervenir, simulando una fuga de manos de sus carceleros partidarios; en llegando a México se declaró adicto a los reformistas, para inspirarles confianza mientras maduraba sus planes; hizo todavía algunas campañas contra los generales pronunciados y, en principios de 1834, el presidente había maniobrado con tal astucia, que los dos partidos en lucha contaban con él. En abril de este año Santa Anna ocupó repentinamente la presidencia, disolvió el Congreso, hizo salir del país a Gómez Farias, persiguió a los reformistas, derogó todas las leves de reforma, llamó a gobernar a un gabinete conservador y recibió el inmenso aplauso de la sociedad, libertada de aquellos temerarios emancipados que, sintiéndose en minoría, habían acometido una obra fundamental, la cual había de ser proseguida algún día o México renunciaba a ocupar un puesto entre los representantes de la cultura moderna.

     El general Santa Anna era un hombre que tenía la cantidad de inteligencia que se necesita para procurar todo su desarrollo a la facultad compuesta de disimulo, perfidia y perspicacia que se llama astucia. Sumamente ignorante, no carecía del don peregrino de devolver a sus consejeros, como suyos, los pensamientos que le habían comunicado; inmensamente ambicioso, con una ambición centuplicada por la convicción de que él era el fundador de la República y de que ejercía un derecho conquistándola; esa ambición era su religión única, amasada con un poco de superstición católica y de creencia ingenua en sí mismo y en su papel providencial. Vanidoso como un mulato, era sumamente accesible a la adulación, y el incienso lo mareaba y ensoberbecía, hasta inflarlo como a un sultán africano; sin principios de ningún género, sin escrúpulos de ninguna especie, gozando de prestigio inmenso entre la tropa, que lo sentía suyo; ajeno a la ciencia militar, pero capaz de acometer cualquier empresa política o guerrera, sin tener para ello más cualidades que las de comunicar su fuego al soldado, arrostrar impávido el peligro y despreciar toda precaución. Este ídolo del ejército permanente no pudo ser nunca, como militar, más que un coronel de guardia nacional.

     Santa Anna empleó el año de 34 en preparar la reacción centralista; el ejército desarmó en varias partes a las milicias cívicas, disolvió las legislaturas, sitió ciudades y ocupó militarmente algunos Estados, mientras otros, como Chiapas y Yucatán, se hallaban en la anarquía y estallaban dondequiera pronunciamientos. El predominio del ejército impuso una elección eminentemente favorable a los reactores, para el nuevo Congreso, que se reunió en enero del 35. Entonces, bajo la dirección del ministro de la Guerra, y mientras el presidente aparentaba retraerse en su hacienda, se multiplicaron los pronunciamientos en favor de la reforma de la Constitución de 1824. El Congreso se consideró (con falta absoluta de legalidad) autorizado para declararse constituyente.

     El régimen federal había concluido de hecho; el gobierno de Zacatecas, a quien se quería desarmar por medio de una ley, se alzó en armas; pero Santa Anna lo venció, disolvió las milicias y redujo el Estado a la obediencia. Antes de terminar ese mismo año expidió el Congreso las bases del Código centralista. La Federación había vivido. Error político inevitable, como casi todos los que han hecho de nuestra historia una trama de gigantescas dificultades, sólo comparables a las que la naturaleza ha colocado en el camino de nuestro progreso material y moral, la Federación, al convertirse en el blanco de todas las reacciones, preparaba su resurrección inevitable y definitiva en lo porvenir. Es un hecho histórico que nació de circunstancias transitorias, convertidas, por las resistencias al trabajo de emancipación social, en condiciones necesarias de nuestra existencia política.




ArribaAbajoCapítulo III

El centralismo y el conflicto con los Estados Unidos (1835-1848)


Texas; Santa Anna. La Primera Constitución Centralista; Bustamante; la Guerra con Francia. Guerra Civil; la Segunda Constitución Centralista; Bustamante; Yucatán. La Cuestión Norte-americana; Provocaciones e Insultos. Las Postrimerías del Centralismo; Guerra con los Estados Unidos. La Reacción Federalista; Santa Anna; Los norte-americanos en el corazón del país. Fin de la Guerra; la Paz del Cuarenta y Ocho.

     Los tres primeros lustros de nuestra historia nacional están dominados por la amenaza y el temor de un conflicto con España; la muerte de Fernando VII, la ascensión del partido reformista español al gobierno con la regente Doña Cristina, la terrible lucha civil que en la península se había desencadenado entre el carlismo absolutista y el cristinismo liberal, las medidas cada vez más violentas contra el predominio de la Iglesia y el clero, seguidas de sangrientas y espantables escenas populares, que volvían, en comparación, anodinas y pálidas las tentativas de nuestros yorquinos para fundar en México un gobierno laico; todo constituía una situación tan profundamente distinta de aquélla en que los conatos de reconquista americana habían nacido, que renovarlos resultaba imposible; de aquí al reconocimiento de la independencia de las antiguas colonias no había más que un paso; lo dio el ministro Calatrava en fines de 1836, y las relaciones entre España y México, que tantos males habrían evitado diez años antes, recibieron solemne sanción diplomática.

     Puede decirse que el federalismo, que las complacencias con los Estados Unidos, que el deseo de aliarnos a ellos, acariciado por los próceres de nuestro primer liberalismo, fueron la forzosa consecuencia de la actitud de España. Cuando ésta comenzó a cambiar, nuestras miradas angustiosas convergieron hacia el Norte, y la cuestión de Texas aparece en nuestro horizonte, cubriendo apenas el coloso de fuerza y de apetito que se delineaba tras ella; una lucha con Texas nada significaba para los mexicanos; lo que domina todo el período del centralismo es el temor de una guerra con los Estados Unidos. Ese temor era justo; los Estados Unidos podían cortar rápidamente nuestras comunicaciones con el mundo apoderándose de nuestros puertos indefensos, cegar la fuente principal de nuestros escasos recursos y obligarnos a devorarnos a nosotros mismos en obscuras y espantosas reyertas civiles para disputarnos las llaves de las cajas públicas, desmembrarnos probablemente y regresar a la barbarie o naufragar en la anexión. Fue una buena fortuna para México que la guerra directa y la invasión armada, si bien desnudó en todo su horror nuestras íntimas debilidades, enardeciese nuestra sangre, suscitase el valor del pueblo más abnegado del mundo, porque no defendía ningún bien positivo, sino puramente subjetivo y abstracto, y diese un poco de cohesión al organismo disgregado de la Patria.

     El más temeroso legado que España pudo dejarnos fue la inmensa zona desierta, despoblada e impoblable, por su extensión, rica a grandes trechos y en otros incurablemente estéril, que se extendía a nuestro septentrión allende el curso del Gila y del Bravo. Tales distancias separaban de ella el centro de nuestra organización política, tan difícil nos era explotar sus riquezas apenas adivinadas, con nuestra población inamovible en su mayor parte y escasísima en la restante, tan claro era que la formidable expansión anglo-americana había de rebosar en ella; la parte oriental de esa zona (Texas) caía tan naturalmente en la esfera de atracción de los Estados Unidos en indetenible marcha, que nuestros hombres de Estado no debían haber tenido otra mira que regalarla, literalmente, regalar aquella zona que no podía ser nuestra, a la colonización del mundo, a la rusa, a la francesa, a la inglesa, a la española, a la china, y dejar que allí se formara una Babel de pueblos que sirviera de rompeolas al ensanche americano. Pero esto, que hoy es fácil concebir y decidir con la punta de la pluma, era algo imposible para los prejuicios y las necesarias ignorancias de nuestros mayores; nosotros, con nuestro carácter más flojo que el de ellos, habríamos concebido mayores desaciertos; con sus errores está hecha nuestra experiencia.

     La codicia de los Estados Unidos se manifestó con mil pequeñas tentativas de ensanche de límites desde que su movimiento expansivo los constituyó en vecinos de la comarca texana, fértil, bien regada y abundantísima en ganados. El gobierno español procuró ser muy firme en cuanto a sus derechos y muy parco y cauteloso en sus concesiones; la que dio origen a la colonización americana en Texas, fue la hecha a Austin, el padre, para establecer trescientas familias católicas en las provincias. La necesidad de contar con la simpatía de los Estados Unidos y nuestra casi impotencia para hacer valer nuestros derechos, nos obligaron a descuidar las restricciones y a consentir en el hecho fundamental; pronto Texas fue un grupo de pequeñas, pero activas colonias americanas; los terrenos cedidos allí a ciudadanos mexicanos bomo Mejía, Zavala y otros, eran vendidos a norte-americanos, que corrían a establecerse en el rico Estado. El peligro era tan claro y se juzgó tan inminente que en la primera administración de Bustamante se dio una ley prohibitiva sobre propiedades raíces de extranjeros en los Estados limítrofes, ley enderezada contra los norte-americanos, que continuaron su lenta invasión colonizadora a pesar de las medidas militares tomadas por el general Mier y Terán. El Estado, entonces unido a Coahuila, comenzó por tomar parte resuelta en la revolución que el comercio contrabandista de Veracruz inició contra la rigorosa administración de Bustamante en 1832, a cuya cabeza se puso el inevitable Santa Anna; luego, al siguiente año, se declaró motu proprio desligado de Coahuila. Zavala, propietario allí, a quien empujaban el interés, el odio intenso de jacobino y de sectario contra el catolicismo que, ciertamente, en la República mexicana tenía entonces el triste aspecto de una superstición inmensa, la admiración incondicional por los Estados Unidos y su apego ingénito de yucateco por la federación y hasta por la autonomía y escisión de los Estados, llevó a Texas la noticia del advenimiento del centralismo. Los colonos, conmovidos profundamente por sus incitaciones elocuentes y por las de Austin, decidieron separarse de México y declararse independientes, seguros del apoyo eficaz de los Estados Unidos. Esto era triste e inevitable; todas las ligas de Texas estaban entre sus hermanos, ninguna íntima tenían con los mexicanos; por desgracia, la ruptura del pacto federal dio a la separación, que habría acontecido tarde o temprano, un estricto carácter legal. Si la Constitución del 24 hubiese sido legalmente reformada, claro es que nada habría podido obligar a los Estados federados a que siguieran unidos sin nuevo convenio que, pues contrato era, dependía de la voluntad de los que lo pactaban y podía no ser renovado. Si Texas no dio a su separación toda esa solemnidad, fue porque no hubo reforma de la Constitución en el sentido central, sino supresión revolucionaria de ella, proclamación del centralismo y convocación de una asamblea que sancionase el hecho.

     Si nuestros políticos hubieran tenido la presencia de ánimo suficiente para ver así las cosas y, partiendo de la legitimidad de la escisión texana, hubiesen celebrado arreglos ventajosos con ella, la guerra de Texas con su séquito de vergüenza y de ruina se habría evitado y con ella la lucha con los Estados Unidos, que fue su ineludible consecuencia.

     Dueños de San Antonio, armados incesantemente por los norte-americanos, los separatistas afrontaron la situación y esperaron a los ejércitos mexicanos. La formación de un ejército destinado a una guerra nacional (que así veían la lucha con Texas la mayoría de los mexicanos) era un negocio pingüe para Santa Anna y los ávidos que le seguían. El agio continuaba presidiendo nuestros destinos: imposibilitado el erario de subvenir a los gastos ordinarios, porque la lenta acumulación del derroche, del desorden, y el tremendo déficit que agregaba a los anteriores la liquidación de cada revolución triunfante, le obligaban a recurrir a los implacables mercaderes de Venecia, cuyas fortunas estaban hechas con nuestro infortunio. Las contribuciones nuevas venían una en pos de otra, pero la masa social era improductiva; producía trabajo para el dueño, que por medio del régimen rural de la tienda, del vale, de la moneda propia de cada negociación agrícola, y a veces del alcoholismo practicado como sistema, mantenía en el embrutecimiento y en la servidumbre por deudas al peón del campo, es decir, a más de la mitad de la población, que con todo esto pagaba indirectamente la contribución señalada a su amo; y si era libre, si tenía su pequeña negociación de qué vivir pagaba el peaje y la alcabala, que devoraban las dos terceras partes de su ganancia y le hacían ver el contrabando como una emancipación natural. La capitación en algunos Estados y las obvenciones exigidas por la Iglesia remataban aquella pesada máquina, trituradora de toda libertad, porque lo era de toda independencia económica, porque lo era del ahorro, que el mexicano no conoció jamás, no practicó nunca. La clase media, rural y urbana, el ranchero, el artesano acomodado, el tendero, ésa era la gran víctima del fisco, ése era el eterno suspirador por el triunfo de las revoluciones, para ver si el cambio traía un alivio, y era, también, el perpetuo explotado y despojado del guerrillero, del general, del prefecto y del gobernador. El comerciante, el propietario, luchaban a brazo partido con el gobierno, robaban a sus extorsionadores por cuantos medios podían, defraudaban la ley con devoción profunda, y abandonando poco a poco sus negociaciones en manos del extranjero (al español, que había vuelto ya, la hacienda, el rancho, la tienda de comestibles; al francés, las tiendas de ropas de joyas; al inglés, la negociación minera), se refugiaban poco a poco, en masa, en el empleo, maravillosa escuela normal de ociosidad y de abuso en que se ha educado la clase media de nuestro país. ¡Todo eso explica por qué solían expedir los congresos autorizaciones para contratar empréstitos de algunos centenares de miles de pesos, en los que no pasara del 45 por 100 la parte que se recibiera en créditos, con un interés que no fuera mayor del 4 por 100 mensual y un plazo de cuatro a seis meses, en que todo debía reembolsarse a la par! Con este régimen estábamos vencidos de antemano. Santa Anna, antes de entrar en campaña y desde San Luis Potosí, se proporcionó recursos, que el despilfarro jamás permitió hacer durar un mes, con el clero, con los arrendadores de casas de moneda, con particulares a quienes daba por un platillo de lentejas valores nacionales de primer orden (las salinas de Peñón Blanco), y aun así no podía moverse sino con dificultades terribles; nadie estaba pagado.

     La campaña de Texas puso de manifiesto la incapacidad del Estado separatista para resistir con sus solos recursos al ejército mexicano, que recorrió triunfante una parte del territorio entre el Bravo y el Sabinas, y la ineptitud política y militar del general de motín y de guerra civil que pasaba por el genio de la guerra entre las multitudes mexicanas: su política consistió en exasperar hasta el paroxismo a los texanos, fusilando a los prisioneros, asolando los campos e incendiando las poblaciones; política vandálica que puso, no sólo la codicia, sino la ira del pueblo norte-americano de parte de los texanos, que invocaron con razón los sentimientos humanitarios del mundo civilizado contra su feroz invasor, y su estrategia acabó por comprometer todo su avance victorioso en una aventura temeraria que lo llevó al desastre de San Jacinto; allí fue destruida la columna que con él marchaba y él hecho prisionero. El miedo de perder la vida obligó a Santa Anna a convertir su derrota parcial en un desastre general, y por su orden de presidente de la República y generalísimo, el ejército mandado por Filísola repasó el Bravo. El Estado de Texas quedaba abandonado; la cuestión militar con el Estado rebelde estaba en realidad resuelta; una nueva tentativa para recuperarlo nos pondría frente a frente de los Estados Unidos.

     Bajo la presidencia provisional de un abogado circunspecto y de buenas intenciones, don José Justo Corro, se recibió con estupor en México la noticia de lo que había pasado en Texas en los últimos días de abril de 1836, y mientras se tomaban las medidas necesarias para neutralizar los efectos del desastre y México se enfurecía contra Santa Anna, como un amante contra una querida infiel, a quien es incapaz de no seguir amando, los diputados, nombrados bajo la presión gubernamental y en momentos en que el partido reformista se hallaba en la inacción que sucede a la derrota, elaboraban un nuevo código político. La oligarquía conservadora organizó en él su poder y formuló sus aspiraciones; pero la mayoría de los diputados pertenecía a la parte moderada y, digámoslo así, liberal de esa oligarquía. Bajo la influencia directa de los doctrinarios que gobernaban la monarquía de Luis Felipe, nuestros repúblicos tenían fe en que los sistemas políticos, minuciosa e ingeniosamente organizados, pueden evitar los abusos del poder y las convulsiones revolucionarias; enemigos cordiales de toda tiranía, de la de abajo y de la de arriba, y devotísimos del régimen parlamentario, basado, no en el sufragio universal que, no sin juicio, les parecía no corresponder a realidad alguna en nuestro país, sino en un régimen censitario, creyeron haber hecho una obra tal de equilibrio entre la autoridad y la libertad, dentro del centralismo político y de la descentralización administrativa, necesarios en su concepto para mantener unida una nación amenazada de muerte muy de cerca, que al retirarse, después de invocar a «Dios todopoderoso, trino y uno, por quien los hombres están destinados a formar sociedades y se conservan las que se forman», juzgaron haber hecho cuanto era posible por la felicidad de la Patria.

     No les neguemos el respeto ni la justicia que sus intenciones merecen de la historia; su obra estaba destinada a fracasar, por su complicación misma y porque el problema mexicano no era un problema del orden político, sino económico y social. Toda constitución tenía que ser inobservada e inobservable; la misión de los constituyentes, con la seguridad de que compaginaban una obra necesariamente provisional, debiera haber consistido en unas cuantas reglas de organización representativa, no parlamentaria estrictamente, es decir, de organización de un gobierno efectivo y amplio del presidente y no del parlamento, reservado principalmente a la distribución de los impuestos y a la vigilancia de los gastos; de creación de la independencia judicial, destinada al resguardo de las garantías, y de promoción de la transformación de la sociedad mexicana, emancipándola por la supresión de los privilegios y por la difusión de la enseñanza, abriéndola ampliamente a las corrientes exteriores, y haciendo entrar en circulación la inmensa riqueza territorial estancada. Claro que de aquí habría nacido una revolución; claro que ésta era la revolución necesaria. Bajo este concepto, sólo el partido reformista preveía y estaba en lo justo.

     La Constitución de las siete leyes era, por lo demás, muy liberal; rica en su inventario de garantías, hospitalaria al extranjero y, según el sistema norte-americano, invitándolo a nacionalizarse con el aliciente de la propiedad raíz; intolerante en materia religiosa, pero mantenedora de un resto del patronato en compensación de esa intolerancia; dotada de su clásica división y ordenamiento de poderes, con un Legislativo bicamarista, con su cámara de representantes fundada en un estrecho régimen electoral, no desproporcionado a las exigencias cortísimas del país en materia de sufragio; con un Ejecutivo compuesto de un Presidente, que duraba ocho años en su Acargo, un ministerio y un consejo de gobierno; con un poder judicial inamovible y una división del territorio en departamentos, dotados de asambleas electivas con amplias facultades de administración. Pero la gran novedad de las Siete Leyes consistió en la compaginación de un Poder conservador, destinado a mantener el equilibrio entre los poderes, autorizado para anular las determinaciones de éstos, para suspender sus funciones, para restablecerlos cuando fuera necesario, nunca motu propio, siempre instigado por otro poder, todo ello para evitar la tiranía, y facultado también para declarar cuál era la voluntad de la nación en casos extraordinarios; esto era para evitar revoluciones. El poder conservador fue una rueda de sobra en el mecanismo; que lo pudo todo para estorbar el movimiento, nada para facilitarlo; lucubración de gabinete trasplantada a la ley para hacerla ingeniosa, no para hacerla vividera. En las constituciones federales el verdadero poder moderador es el judicial; pero, para hacerlo efectivo, se le ha quitado precisamente la facultad de hacer declaraciones generales que desquiciaran el mecanismo, limitándolo a las particulares que rectifican el movimiento.

     El hombre de aquella situación de patriotas circunspectos, de políticos que no se creían ilusos porque su ilusión era retrospectiva, ansiosos de gobiernos fuertes, pero no tiránicos, y amigos sinceros, pero lentos y miedosos, del progreso, era el general Bustamante, que subió de nuevo a la presidencia en abril de 1837; dado el régimen centralista, ninguno era más apto para consolidarlo mientras no estuviese zanjado el conflicto con los Estados Unidos, que apuntaba ya claramente. Su ministerio fue de hombres de patriotismo, de ilustración y de orden; el país iba a respirar.

     No tuvo tiempo; en el acto mismo, una humillación inferida por la marina americana a la nuestra, que cuidaba las costas de Texas, obligó al gobierno a pedir autorizaciones para exigir una satisfacción o declarar la guerra a los Estados Unidos. Este era el lance supremo que se acercaba; todos nuestros recursos, todo nuestro poder de unión y de disciplina debían apurarse para permitirnos ocupar con honra nuestro puesto ante el mundo. En esos mismos instantes estalló un pronunciamiento por la federación en San Luis Potosí; el objeto real era apoderarse de fondos y favorecer negocios; la revolución fue sofocada: su jefe, el bravo y temible general Moctezuma, pereció, pero había costado todo sangre y dinero; la punta de la bayoneta con que debíamos haber presentado al gobierno de los Estados Unidos nuestro ultimatum se había quebrado en pechos mexicanos.

     El pronunciamiento federalista de San Luis repercutió en diversas partes; Yucatán separado, Sonora alzado en armas, Nuevo México invadido, Michoacán incendiado, demostraban que ningún esfuerzo bastaba para pacificar el país; la tarea era inútil, el desaliento profundo. Alguna medida de protección a la industria galvanizaba aquí y allí el cuerpo social; pronto volvía todo a la inquietud, al temor, a la suprema angustia que produce la dificultad de vivir. Entonces tuvimos que apechugar con una guerra con Francia; injusto y absurdo alarde de fuerza del gobierno burgués de Luis Felipe, destinado a debilitamos más ante el conflicto americano, que amenazaba con subalternarnos para siempre a una nación que, con merma de los intereses latinos, nos impondría su industria y su comercio. Mucha arrogancia dentro y muy poco horizonte fuera tenían los ministros del rey de los franceses que nos obligaron a hacer un cuarto de conversión y defender nuestro flanco cuando teníamos el enemigo al frente. La política d'épiciers del ministerio que presidía M. de Molé, desvió de Francia el alma de una nación nueva, que iba toda hacia ella, e hizo un mal mayor: devolvió su prestigio al general Santa Anna, que impune, pero avergonzado, vivía en su hacienda veracruzana desde su vuelta de Texas.

     Fue ésta una triste historia diplomática, compuesta de reclamaciones ridículamente exageradas de algunos franceses, víctimas como los mexicanos de los desmanes cometidos en nuestras contiendas civiles, y de empeños racionales de libertar a los súbditos de Luis Felipe de préstamos forzosos y del efecto de leyes que pudieran prohibir a los extranjeros el comercio al menudeo. Moratorias del gobierno mexicano, que procuraba ganar tiempo, y notas altaneras y ultrajantes del ministro de Francia, llevaron la cuestión al terreno de la guerra, hecha inevitable por un ultimatum que estremeció de indignación a la República, que comentó ante las cámaras con noble y encendida elocuencia el ministro de Relaciones, Cuevas, y que refutó en sus lecciones ante la juventud forense la ciencia severa y recta del eminente magistrado Peña y Peña. El bombardeo y la capitulación de Ulúa, defendido heroicamente con cuarenta vetustos cañones contra ciento cuarenta de la escuadra de Baudin; la tentativa contra Veracruz, en que Santa Anna fue gravemente herido, peleando con su habitual denuedo y estimulado por su amor rudimentario al suelo de la Patria y por su afán de borrar los recuerdos ominosos de Texas, lo que logró plenamente; luego la ocupación del puerto y, más de dos meses después, la mediación de Inglaterra y el convenio con Francia, que produjo la paz, y en que tuvimos que pagar lo que no debíamos, lo que no hubo entre quiénes repartir, dejaron incólume nuestro honor. Lo que, en cambio, demostraba la casi imposibilidad de que la nación encontrase cohesión y vida, con el centralismo y todo, era la revuelta, los pronunciamientos de todos los puertos del Golfo, que provocados descaradamente por el comercio contrabandista, nos dejaba sin recursos y trataba con los franceses.

     Es cierto que la historia que, en nuestro tiempo, aspira a ser científica, debe vedarse la emoción y concentrarse en la fijación de los hechos, en su análisis y en la coordinación de sus caracteres dominantes, para verificar la síntesis; pero abundan los períodos de nuestra historia en que las repeticiones de los mismos errores, de las mismas culpas, con su lúgubre monotonía, comprimen el corazón de amargura y de pena. ¡Cuánta energía desperdiciada, cuánta fuerza derramada en la sangre de perennes contiendas, cuánto hogar pobre apagado, cuánta, cuán infinita cantidad de vejaciones individuales, preparando la definitiva humillación de la patria! El salteador que pululaba en todos los caminos se confundía con el guerrillero, que se transformaba en el coronel, ascendiéndose a general de motín en motín y aspirando a presidente de revolución en revolución; todos traían un acta en la punta de su espada, un plan en la cartera de su consejero, clérigo, abogado o mercader, una constitución en su bandera, para hacer la felicidad del pueblo mexicano que, magullado y pisoteado en un lodazal sangriento, por todos y en todas partes, se levantaba para ir a ganar el jornal, trabajando como un acémila, o para ir a ganar el olvido batiéndose como un héroe. El período que de la guerra francesa viene a la guerra norte-americana, es uno de los más espantables de nuestra trágica historia. Se reprodujo después; mas una claridad apuntaba en el horizonte; pero antes, no; era de noche...

     Bustamante, frío, escéptico, descorazonado, sin apego al poder, llama a Santa Anna y le deja el mando. ¿Cómo no, si era el ídolo, si era el trivial y eterno seductor de la República? Cuando la metralla francesa le destruyó una pierna en la playa veracruzana, él mismo cantó su gloria, se recetó el martirio por la patria, y con el más sentido y teatral de los adioses reconquistó el corazón de su México; una actitud heroica, un requiebro romántico, y la nación estaba a los pies de aquel Don Juan del pronunciamiento, del Tedeum y del préstamo forzoso.

     El gran comediante, en quien la ambición y la vanidad eran toda el alma, desempeñaba a maravilla, cuando le convenía así, el papel de fiel y desinteresado. Enfermo aceptó la presidencia interina, y mientras Bustamante, llevando a sus órdenes a Arista y a Paredes, se dirigía a Tampico, foco principal de la revuelta que se apellidaba federalista, Santa Anna, con prodigiosa actividad, y sin esperar el permiso del Congreso, lograba impedir el pronunciamiento de Puebla con su sola presencia y salía al encuentro de la fuerte columna que, con ánimo de apoderarse de esta ciudad, venía de la Huasteca, escapando a los generales de Bustamante. Mandábanla dos de los hombres de mayor audacia y bravura con que contaba el federalismo militar, Mejía y Urrea. Fueron vencidos, el primero fusilado por orden de Santa Anna; el segundo, fugitivo, volvió a Tampico, que se rindió por fin; se refugió en Tuxpan, que cayó a su vez y, al fin, capturado y resguardado por una capitulación, fue traído a México, en donde conspiró tenazmente. Cuando vuelto Santa Anna a su hacienda y Bustamante a la presidencia, ensayaba éste con un ministerio moderado una política de apaciguamiento, Urrea logró realizar sus propósitos, sublevó una parte de la guarnición, alborotó al populacho, se apoderó del Palacio nacional, en donde aprehendió al presidente, llamó al señor Gómez Farías, que compartía la vida entre su casa y la cárcel desde que había vuelto del destierro, y juntos proclamaron la federación. Aquel golpe de audacia inaudita quedó sin eco; pronto el gobierno aisló a los pronunciados, los cercó con fuerzas respetables, y después de varios días de combate en las calles, logró poner en libertad al presidente y restablecer el orden.

     Aquella sociedad mutilada sin cejar, sin un rayo de sol que alumbrara su cima, sin esperanza de llegar a la solución de un problema que el tiempo no resolvía, sino complicaba, y con un pantano de sangre y cieno en su tronco, se sentía capaz de vivir, ávida de vivir, sentía su savia, sentía su alma. Al primer contacto oficial con España (que como debiera haber hecho siempre, nos envió, no sólo un representante de su gobierno, sino de su literatura, que era por donde la unión íntima con la madre podía rehacerse), el árbol de las letras mexicanas se cubrió de renuevos; los periódicos, los ensayos en todos los géneros vinieron a luz; en los libros, en las academias, en los teatros, en las fiestas, parecía que algo amanecía en los espíritus, ya que no en el cielo de la Patria. En Letras patrias, México. Su evolución social, Sánchez Mármol explica lo que fue y valió ese renacimiento, que parecía querer inmovilizar con las floras del ingenio y la poesía las armas de las guerras fratricidas. ¡Ay, tanto no puede el arte! Uno de los que con más empeño había sido promotor ilustrado del movimiento literario, Gutiérrez Estrada, un yucateco, jefe del partido monarquista en México, como otro, Zavala, lo había sido del radical, propuso entonces, con una buena fe y un valor honrado que nadie ha puesto en duda, el remedio a nuestros males: la monarquía de un príncipe extranjero; nada podía haber más artificial, más facticio, más irrealizable en México que una monarquía; nada que fustigara más nuestro amor propio nacional que la monarquía de un extranjero. Pero ante nuestras incurables discordias, ante el tremendo peligro norte-americano, el error se comprende... El opúsculo de Gutiérrez Estrada sublevó la indignación del país y el portavoz de esta indignación fue un general, hijo del ilustre Morelos y ministro entonces de Bustamante, que luego, en compañía de Gutiérrez Estrada, proscripto desde entonces de su país, había de traer coronada de flores, al altar del sacrificio, a la víctima en que lograron personificar, Almonte sus ambiciones y rencores, y el otro sus ensueños imposibles.

     La impotencia del gobierno para organizar algo, para reducir a la obediencia a Yucatán, para presentar un ejército capaz de dictar en el territorio de Texas un pacto definitivo de respeto mutuo a los Estados Unidos, para hacerse obedecer de sus principales agentes, verdaderos sultancillos de los departamentos, se vio de bulto al mediar el año de 1841. En cambio, firme en sus propósitos de protección a la industria y necesitado, como siempre, de recursos para asegurarse un poco más de vida, recargó las tarifas de importación considerablemente; entonces de Veracruz a Guadalajara, pasando por México, fue un ir y venir de correspondencias y de agentes de las casas importadoras (contrabandistas, con honrosas, tan honrosas como escasas excepciones) para remediar el mal. Los prudentes hablaron de manifestaciones al gobierno; los resueltos, de la gran panacea nacional, el pronunciamiento, la revolución, como se llamaba siempre a la revuelta, a lo que el populacho llamaba con un nombre muy gráfico: la bola. Los indicados para acaudillar el movimiento, eran Paredes en Guadalajara, Valencia en México, y el indispensable Santa Anna en Veracruz, en donde Bustamante que, con todos sus defectos, era un gigante de pundonor, desinterés y patriotismo al lado de sus competidores, le había dejado rehacer su antigua satrapía. La bola fue la solución: el gobierno de Jalisco arrojó el guante y modificó el decreto del Congreso general; Paredes apoyó con la guarnición de Guadalajara el atentado y lo amplificó; poco tiempo después ardía la República. Valencia y buena parte de las tropas en México secundaron el plan de Guadalajara; Veracruz se rebeló; y Santa Anna, ofreciéndose como mediador, tendió los brazos a Bustamante para ahogarlo. El presidente rechazó con altivez la oferta, pero con profundo desaliento: quería renunciar; el Senado lo enderezó y lo sostuvo. Cuando todas las fuerzas de la revuelta se habían aglomerado en Tacubaya, el ministro de la Guerra, Almonte, fraguó un plan que le pareció admirable: un pronunciamiento del poder ejecutivo, un pronunciamiento por la federación. Bustamante aceptó a la fuerza la idea, se alborotó la multitud en México, los jefes clásicos de las milicias cívicas improvisaron batallones de obreros, y Santa Anna se puso frenético. Hubo combates en las calles, uno bastante serio a las puertas de la capital y, por fin, en los momentos de la batalla suprema, Bustamante soltó la espada y el bastón, entregó su ejército a Santa Anna y tomó por segunda vez el camino del destierro. No debía volver sino para presenciar el espantoso desastre del 47 y para ayudar honradamente a repararlo. Fue una desgracia para México que Bustamante no hubiera sido el presidente durante la invasión americana; no era por cierto un gran general, pero la defensa hubiera sido, bajo sus auspicios, mucho más seria, mucho mejor organizada, y más caro el triunfo y menos humillante la paz. Considerémoslo muerto políticamente desde este instante y dejemos como inscripción en su tumba la consideración que acabamos de apuntar.

     Las Bases del programa del ejército en Tacubaya son un curiosísimo monumento de la diplomacia hipócrita del pretorianismo puesto a las órdenes de los explotadores de las cajas públicas, mercaderes, agiotistas y generales, acaudillados por un ambicioso que creía que la Patria era, no su madre, sino su concubina. La revolución era centralista contra el centralismo, con el pretexto de que el gobierno era malo y de que la constitución debía ser reformada; al general en jefe tocaba nombrar una Junta, compuesta de dos diputados por cada departamento, porque no se conocía otro modo, decía textualmente el plan, de suplir la voluntad de esos departamentos; esta Junta nombraba al Jefe del ejecutivo provisional, que en cierto plazo debería convocar un congreso constituyente y que sería responsable ante un congreso constitucional. Entretanto, quedaba el presidente provisional revestido de todas las facultades necesarias para reorganizar la administración, de todo el poder necesario para hacer el bien y evitar el mal. Esta fue la famosa séptima base; era la dictadura.

     Hubo una tentativa de insurrección contra todo esto; Bravo en el Sur, los federales en Guadalajara y en Durango, se alzaron en armas; Santa Anna estuvo muy hábil, era muy astuto. Nombró un ministerio de federalistas y reformistas, que, con la vaga esperanza de encarrilar aquel gobierno hacia su anhelo de concluir con el poder del clero, aceptaron. Gómez Pedraza, García, el constante e integérrimo ex-gobernador zacatecano, formaron en él, y parte con halagos y parte movilizando un ejército formidable en aquellos tiempos, logró Santa Anna pacificarlo todo. Así sucedía siempre con las situaciones nuevas, sino que la penuria, la miseria las hacía pronto viejas. ¡Oh, y las miserias de los tiempos en que gobernaba Santa Anna eran famosas, como que todo lo gastaba en el ejército, en los favoritos, en el fausto regio de que se rodeaba! El fin de la circulación de la moneda de cobre (la tercera parte por lo menos de la que circulaba era falsa) fue un bien; el modo desenvuelto y firme con que exigió del clero gruesas sumas y la cesión de edificios, llamó la atención; el clero refunfuñaba, pagaba poco a poco y lo perdonaba todo al dictador. ¡Quién no lo perdonaba! Además, las armas mexicanas se cubrían de gloria en el Norte, aplastando en Nuevo México las invasiones filibusteras de los texanos; esto indicaba que el dictador estaba de buenas con su estrella, y se atrevió a todo: a rematar bienes que el clero reclamaba como suyos, a permitir a los extranjeros la adquisición de bienes raíces, medida justa que una candorosa estrechez de miras había visto como un terrible peligro y que era lo contrario. Al mismo tiempo se comenzaban a construir, para la ópera y la comedia, hermosos teatros; se embellecía la capital en lo que lo permitían los muros, de fortaleza y prisión a un tiempo, de los conventos, que cortaban y mataban las avenidas principales e impedían en todas direcciones el crecimiento de la población, a la que, en llegando las penumbras vespertinas, daban un siniestro aspecto medieval.

     Las dictaduras de hombres progresistas, que sean al mismo tiempo administradores inteligentes y honrados de los fondos públicos, suelen ser eminentemente benéficas en los países que se forman, porque aseguran la paz y garantizan el trabajo, permitiendo almacenar fuerzas a los pueblos. Pueden ser detestables en teoría, pero las teorías pertenecen a la historia del pensamiento político, no a la historia política, que sólo puede generalizar científicamente sobre hechos. Mas cuando la dictadura pesa sobre la justicia, crea el desorden y hace de la paz un estado precario, entonces es una calamidad; esto fue en muy poco tiempo la dictadura santanista. Los agiotistas seguían acumulando fortunas, los favoritos recibían regalos espléndidos; hubo alguno a quien le tocara en el reparto una buena parte de la fortuna antaño secuestrada a los jesuitas; el clero gemía, y conmovía con su aflicción a las masas; el clero había adoptado, ante las exigencias incesantes del gobierno, la política de ceder en principio, de escatimar en los detalles, y de gemir y sollozar ponderando su ruina; trataba hábilmente, con esto, de evitar el gran golpe de la desamortización que se cernía sobre su cabeza. Las contribuciones y los préstamos crecían y crecían; en el presupuesto vio, el país que podía ver, porque el otro, la mayoría, sólo podía sentir el látigo y la leva, algo que lo dejó estupefacto: una partida de ingresos de veintinueve millones, de los que sólo eran normales trece; diez y seis venían de recursos extraordinarios y precarios; y su sorpresa subió al espanto cuando observó que los gastos habían superado a los ingresos y quedaba un deficit. Es verdad que el Sur andaba revuelto, que había sido necesario mandar un ejército sobre Yucatán, substraído a la nación mexicana, y preparar otro para reconquistar Texas; es verdad que, en esos momentos, enviados ingleses y americanos exigían en términos perentorios la entrega de gruesas sumas. Pero todo ello provenía de la misma pésima dirección política... Aquélla no era una dictadura honrada y debía morir.

     Verificáronse las elecciones para el nuevo constituyente; el pueblo urbano, que asediaba hambriento las tiendas de comestibles y amenazaba a cada instante con saquear los depósitos de granos, sin poder saber si la moneda de cobre, admirablemente falsificada, que tenía en sus manos, valía o no algo, no tomó parte como suele en la lucha; la inmensa masa rural permaneció muda en su mal disimulada servidumbre; pero en los grupos electorales de segundo grado, hechos a fortiori en los municipios, predominó el sentimiento reformista y federalista, que era el señuelo con que se estimulaba el espíritu local, siempre vivo; ni los conservadores, poco amigos de exponer sus comodidades y la tranquilidad de sus familias a las agitaciones políticas, entraron en la contienda electoral, ni de una manera activa los agentes del gobierno indolentísimo de Santa Anna, del dictador, que entre uno y otro acceso febril de actividad, volvía a su vida de placer, a su amor por las peleas de gallos, por el lujo insultador de la miseria pública de que se rodeaba, a la pasión por exhibir los uniformes de sus flamantes regimientos. El resultado fue favorable a los partidos avanzados, que siempre que ha habido un bosquejo de elecciones en nuestro país han sabido triunfar. El presidente se percató del caso cuando ya no tenía remedio legal; pero, llenas como estaban las cartucheras de sus pretorianos de remedios extralegales, se contentó con recomendar que la constitución no fuese federalista y volvió a sus gallos, a sus paradas, a sus préstamos forzosos y a sus contribuciones; bajo sus complacientes miradas, sus propiedades en el Estado de Veracruz crecían como por ensalmo, y la adulación, abceso canceroso de toda tiranía, llegó al grado de erigir estatuas ridículas en honor del presidente y de dedicar suntuosísima fiesta cómico-fúnebre a la inhumación de la pierna momificada del héroe supuesto de Veracruz.

     En nuestra historia parlamentaria ocupa un puesto culminante de honor cívico el Constituyente del año de 1842. Inmediatamente trataron los representantes de poner un hasta aquí a la dictadura y a su desenfrenado despotismo financiero; exigieron cuentas y responsabilidades, y entraron en lucha acerba con las resistencias del Ejecutivo; dos proyectos de constitución estaban en pugna: el de los moderados, que proponía un centralismo eminentemente liberal, combinado con la autonomía administrativa de los departamentos, y éste era el más racional y el más patriótico en vísperas de una gran guerra internacional, y el de los exaltados, que era la vuelta al federalismo puro; ambos espantaron al gobierno. En las discusiones, los reformistas trajeron a discusión sus ideas favoritas de supresión de privilegios, de nacionalización de la propiedad territorial de la Iglesia, de tolerancia de cultos, de libertad para los esclavos por sólo el hecho de pisar el territorio nacional, actitud de supremo valor humanitario ante los amagos brutales del esclavismo norteamericano que, en cierto modo, inició en México la solución del gran problema de la esclavitud en los Estados Unidos. Los violentos discursos contra las clases privilegiadas y la adopción del proyecto de constitución federalista por el Congreso, dieron motivo al presidente para disponer una conspiración, según su viejo hábito, presentándose como defensor de los intereses sociales «contra los crueles e intolerantes demagogos del 28 y 33», como decía el ministro de la Guerra, Tornel, que había sido uno de ellos, acaso el único verdaderamente cruel. El dictador se marchó a su hacienda; era la señal de que la conspiración gubernamental estaba ya madura; el general Bravo, siempre temeroso de las reformas, porque no creía que respondieran al deseo del país, lo que era cierto, tan cierto como que sí respondían a sus más profundas necesidades, prestó su noble y majestuosa figura para decorar el atentado; Tornel hizo estallar la manifestación en cualquier parte, y el ejército se pronunció en todo el país contra el Constituyente. Obedeciendo a la voluntad nacional, los ministros y el presidente interino, Bravo, disolvieron el Constituyente, que protestó con admirable entereza en medio de la guarnición pronunciada de la capital; poco después se reunió una junta de notables, es decir, de propietarios conservadores, de clérigos, militares y abogados, para fraguar una constitución cualquiera; hicieron una constitución antirreformista, porque mantenía expresamente los fueros, pero no anti-liberal, porque garantizaba los derechos individuales, la independencia de los poderes, la responsabilidad de los gobernantes, y desembarazaba su centralismo, bastante mitigado, del complejo e inútil mecanismo de la Constitución de 1836. La nueva ley fundamental fue designada con el nombre de Bases orgánicas. Y así promedió el año de 1843.

     Mientras la Junta instituyente elaboraba el nuevo Código, el presidente, que siempre ostentaba su título de «benemérito de la patria» volvía de su hacienda al solio, sin más ley a que sujetarse que la famosa séptima base del plan de Tacubaya, que precisamente le desligaba de toda sujeción a la ley; volvía de su hacienda a ocuparse en los tres objetos que se distribuyeron toda su vida política: hacer la guerra, sacar dinero y conspirar. Santa Anna conspiraba fuera del poder contra todos los poderes, y en el poder contra los otros poderes, pero conspiraba siempre. Cada vez que volvía de su finca rural traía centuplicados sus bríos, y todas las bolsas temblaban, sollozaba de antemano el clero y los agiotistas se regocijaban: la situación era innegablemente difícil por todo extremo; cada faz nueva de la situación del país era más difícil que la precedente, como que todo era una acumulación uniformemente acelerada de dificultades; descendíamos por un plano inclinado, el abismo estaba abajo. La guerra continuaba en el Bravo, cuyas márgenes osaban violar los texanos, rudamente castigados por Ampudia; continuaba en el Sur, perennemente revuelto, y en el departamento segregado de Yucatán.

     Santa Anna tenía que hacer frente a esta situación militar gravísima, precisamente en los momentos en que los Estados Unidos le apremiaban con el cumplimiento de la convención que se había pactado cuando hubo terminado sus trabajos la comisión mixta de reclamaciones, que gravaron a México con una obligación perentoria de dos millones de pesos, por decisión del ministro de Prusia en Washington, quien fue el árbitro. Recargo a los derechos de importación, formidables préstamos exigidos al clero y a los particulares, la sociedad entera entregada a la inquisición despótica de los exactores, que todo lo invadían para embargarlo todo y organizar el saqueo oficial, aflicción de todos, tales eran los presentes que hacía a su patria el más desenfrenado de los dictadores. Pagó una parte de la deuda a los Estados Unidos, celebró con Texas un armisticio, al que hubiera debido suceder incontinenti el reconocimiento de su independencia, idea que, por rencor y amor propio humillado, rechazaba furiosamente Santa Anna, el antiguo prisionero de Houston.

     Yucatán, ya lo dijimos, había sido apenas parte de la Nueva España; era un Estado excéntrico, cuyo centro de atracción no podía estar en México, con el que las comunicaciones eran difíciles y lentas, y no había comunión posible de intereses; tanto que, al reunirse el constituyente en 24, Yucatán pactó un régimen execepcional para sí en materias aduaneras. Pertenecía a la patria nueva en tanto que favoreciese los intereses mercantiles e industriales, de la patria local; pero ésta siempre fue lo primero en el corazón de los yucatecos: después han venido la reconciliación, la solidaridad, la comunión de ideales, la Patria, en fin. Pero éste ha sido el resultado de toda nuestra historia, no la obra de un día. Yucatán, en donde el elemento militar, dominante en la plaza fuerte de Campeche, podía señorearse del Estado entero, se mantuvo separado con el pretexto absurdo de aspirar al centralismo, siendo aquella entidad federalista a fortiori; pero era la forma de la segregación. Algunos hombres buenos procuraron organizar aquella inconcebible anomalía, entre ellos un conspicuo marino, que había prestado notables servidos a la República y a su Estado natal, empleando su fortuna en la aclimatación de una gran industria en la península; este hombre, todo pundonor caballeresco y alteza de miras, era don Pedro Sainz de Baranda.

     Sin embargo, la revolución que derrocó a Bustamante y restauró a Gómez Pedraza en el poder acabó con el centralismo yucateco, y la obra reformista fue acogida con entusiasmo en la patria de Moreno, de Zavala, de Quintana Roo. Cuando Santa Anna debilitó y deshizo la federación, los agentes del presidente obligaron a Yucatán a permanecer adicto; pero la malhadada guerra de Texas, y después la de Francia, trajeron toda suerte de vejámenes para la península: derechos de importación altos, que encarecían el pan para los yucatecos; alcabalas que herían profundamente su comercio interior, disposiciones en el orden marítimo que eran un terrible amago para la marina campechana, y más que todo, la exigencia del contingente de sangre para el ejército que era intolerable por todo extremo para los yucatecos. El concierto de las voluntades se operó rápidamente; la rebelión, varias veces vencida al iniciarse, acabó por triunfar, y Yucatán quedó segregado de la República centralista en uso de su derecho. Un prócer de gran carácter, de alta inteligencia, de superiores dotes administrativas y de indiscutida probidad, personificó el movimiento y subió, por el voto unánime de sus conciudadanos, al gobierno del Estado: don Santiago Méndez e Ibarra10. El gobernador procuró fijar el carácter de los hechos: «escisión temporal, mientras la República vuelve a la federación». Las determinaciones del gobierno de Bustamante, poniendo a los yucatecos hasta fuera del derecho internacional, estimularon al partido que deseaba la separación absoluta y definitiva del Estado que, aunque gozaba de mayor popularidad, no llegó a la completa sanción de sus votos.

     Yucatán se dio en 1841 una constitución libérrima y reformista, obra en gran parte de don Manuel Crescencio Rejón, tan conocido luego en el país entero, y esperó que, a la caída de Bustamante, se le hiciese justicia y pudiese reincorporarse a la nación. Bien sabían los caudillos de la escisión que ésta no podía ser más que temporal: la antigua rivalidad, sin cesar renaciente entre Mérida y Campeche, la siempre inquietante actitud de la población indígena, bravía y cruel, en el Oriente y el Sur de la península, lo exiguo de las rentas públicas, eran causas bastantes para producir en Yucatán aislado, al alcance de España y de los Estados Unidos, y hasta de Inglaterra, que merinaba su territorio incesantemente, un estado perpetuo de anarquía interior y de humillación exterior. La reincorporación era necesaria, mas era preciso que fuese en condiciones que permitiesen la vida del Estado, y todos creyeron que esto podía realizarse al subir Santa Anna al poder. Mas no fue así; después de inútiles tentativas, el dictador apeló a la guerra, que comenzó en la segunda mitad de 1842 con el envío de una división de seis mil hombres y una flotilla a Yucatán; después de una lucha tenaz, en que el entusiasmo de los yucatecos llegó a una exaltación febril, que engendró actos de heroísmo y espantosos crímenes populares, terminó en fines del 43 con capitulaciones de una parte del ejército santanista, arreglos con la otra parte y abandono absoluto de la empresa mexicana, y después con un pacto entre el gobierno general y el local, que aseguraba a Yucatán un régimen de excepción dentro del centralismo.

     Como solía, Santa Anna no cumplió lo pactado, ni las exigencias de los mercaderes que dominaban a los gobiernos de aquellas épocas precarias permitieron remediar el mal a los gobiernos que al de Santa Anna sucedieron; Yucatán tornó a separarse, hasta que la federación volvió a ser, en 46, el régimen legal del país. Siguieron después mayores tristezas.

     Los Estados Unidos habían intentado, desde los primeros días de la República, adquirir la zona comprendida entre la Luisiana y todo el curso del Bravo, de su fuente a su desembocadura; Poinsett propuso al gobierno de México su compraventa, y los representantes de la política democrática, que los Estados meridionales de la Unión apoyaron siempre, no perdieron jamás de vista esta adquisición de grado o por fuerza; pronto entró en estas miras la adquisición de toda la zona mexicana del Pacífico, al Norte de la línea tropical, para evitar, se decía, que otra nación, Inglaterra por ejemplo, se adueñara de ella; en suma, la doctrina era ésta: todo el teritorio vecino a los Estados Unidos que México no puede gobernar de hecho debe ser norte-americano.

     Los tratados, las prácticas de equidad internacional, el mal disimulado recelo de Inglaterra y Francia respecto de la expansión territorial de la Unión, la oposición del partido Whig, que andando el tiempo había de fundirse en el partido republicano antiesclavista y que dirigía la gran palabra y la gran conciencia que se llamaba Henry Clay, contra el partido demócrata, de cuyas doctrinas antiproteccionistas y particularistas había de nacer, por la cuestión de la esclavitud, el grupo separatista y con él la guerra civil, habían retardado la usurpación y la conquista; pero la fuerza de las cosas la iba haciendo inevitable.

     Si el patriotismo ciego e imprevisor, o mejor dicho, si las facciones en lucha en México no hubiesen convertido en arma política la cuestión de Texas para desprestigiarse mutuamente con el reproche de traidores, grandes males habrían podido evitarse, precisamente explotando las exigencias de los partidos norte-americanos y partiendo del derecho incontrovertible de Texas para separarse, una vez roto el pacto federal. Habríamos salvado la zona entre el Nueces y el Bravo, la California acaso; habríamos obtenido una indemnización superior a la del tratado del 48, y, sobre todo, habríamos sacudido la pesadilla de la guerra con los Estados Unidos, que, desde antes de estallar, con sólo su amenaza, había chupado hasta la sangre los recursos de nuestra hacienda, incapacitada de normalizarse.

     No fue así; Santa Anna se valía del espantajo de la guerra, necesaria con Texas y probable con los Estados Unidos, para tener un espectro de ejército hambriento y casi inerme apostado en el Bravo y servirse de él para pedir sin cesar dinero, que sin cesar despilfarraba, y para apremiar los anhelos constantes de la república de Texas en favor de su anexión a los Estados Unidos.

     Las convenciones celebradas entre esta nación y México para liquidar las reclamaciones, las notas perfectamente razonadas con que México demostraba la serie de atentados permitidos por el gobierno de Washington contra la dignidad de la República, pues que en algunas ciudades de la Unión se proclamaba, en meetings públicos, la necesidad de la guerra con México, de la anexión de Texas, y se organizaba una especie de emigración armada hacia esta comarca, lo que todo el talento de Webster no bastaba, no digo a justificar, ni a explicar honradamente siquiera, muestran que en el terreno del derecho internacional nuestra diplomacia batió a la americana constantemente.

     Mas los hechos seguían su curso. Tras los auxilios descarados a Texas, auxilios ilícitos, ya se le considerase como un Estado rebelde, ya como una entidad independiente en guerra con una nación amiga, llegó a formularse la cuestión de la anexión que, si en rigor podía sostenerse como un derecho de parte de los texanos, no lo podía ser de parte de los norte-americanos, sino previo un deslinde de deberes mutuos con nosotros. Calhum, el rígido sostenedor de los derechos de los Estados en contra de los federales, el Moisés del futuro decálogo separatista, arregló con los texanos, como ministro del presidente Tyler, un tratado de anexión, que el Senado de Washington no aprobó y que estimuló a Inglaterra y Francia, que habían reconocido la independencia de Texas, para ofrecernos su mediación y evitar el atentado. Santa Anna entretanto se disponía a continuar la guerra al expirar el armisticio, lo que nos valió una nota fulminante del plenipotenciario norte-americano, que con rudo candor desenmascaraba la conducta de su gobierno y declaraba que la invasión de Texas sería la guerra con su nación. Así lo sabía el gobierno de México, y con anticipación había declarado que, a la admisión de Texas en la Unión, contestaría México con una declaración de guerra. Todo dependía de la cuestión presidencial en los Estados Unidos; si Polk, el candidato de los demócratas y sudistas, era electo, con su programa de anexión, la lucha era inevitable; si triunfaba Clay, la paz era cierta. Por menos de cuarenta mil votos de diferencia, sobre dos millones y seiscientos mil electores, triunfó el primero. Era nuestra mala estrella; mas una cosa quedó demostrada: que la anexión y la guerra no eran para los Estados Unidos una causa nacional, sino sudista.

     Mientras se reñía la gran batalla electoral en los Estados Unidos, aquí se agitaba también la cuestión presidencial; mas aquí los comicios eran los campamentos, y las urnas electorales los cañones de la guerra civil. Había una nueva constitución, un Congreso constitucional, en que, a pesar de los esfuerzos del gobierno, abundaban los elementos federalistas y reformistas, ante los cuales debía rendir cuentas el omnímodamente facultado presidente; mas no soltaba éste la dictadura: Santa Anna convertía sus cargos en propiedades, le parecía que se degradaba admitiendo responsabilidades, y como Escipión invitando al pueblo a dar gracias en el Capitolio, cuando se le exigían cuentas, el presidente en igual caso recordaba también que había fundado la República en Veracruz y salvado la patria en Tampico. La protesta contra esta conducta era unánime; el hombre del agio, de los préstamos, de los impuestos y de las vejaciones, inspiraba repulsión y causaba fatiga inmensa; en Guadalajara, en Querétaro se exigía el cumplimiento del plan de Tacubaya, que imponía al presidente la obligación de dar cuenta de su conducta ante el Congreso que, como lo dijimos, luchaba por atajar la dictadura.

     El general Paredes y Arrillaga, hombre de probidad personal y de suprema improbidad política, garantía viva de las aspiraciones del partido que pretendía que el país anclase en el centralismo y los privilegios, mientras una alianza con alguna nación europea nos ayudaba a salvarnos de los Estados Unidos, aun a cambio de erigir aquí un trono para un príncipe exótico; el general Paredes, carta que estaba en puerta en el naipe político, es decir, en la lucha incesantemente renovada por los honores y los emolumentos, apoyó con una parte del ejército, en Guadalajara, la actitud de la asamblea local, mientras la Cámara de diputados en México manifiestamente simpatizaba con el movimiento. Santa Anna sintió el peligro, y pasando, como solía, del sibaritismo indolente a la actividad febril, agrupó una o dos divisiones en el centro de la República, dejó al vice-presidente Canalizo, en cuya lealtad de can agradecido confiaba, la misión de vigilar al Congreso, que se empeñaba en someter a la ley al gobierno, y se lanzó por el Bajío, rumbo a los focos de la revuelta, para apagarlos a fuerza de astucia o a fuerza de sangre.

     Sus desmanes en Querétaro provocaron una actitud tan resuelta en un grupo de diputados, que se impuso a la Cámara entera, y que bajo la dirección del representante Llaca, puso la mano en el freno del corcel desbocado de la dictadura, pues todos comprendieron que llegaba el momento agudo de la crisis. Honor de la todavía informe institución parlamentaria, honor de la tribuna mexicana y de la conciencia de un pueblo que erguía sus cimas en los primeros albores de la libertad política, Llaca encarnó con heroico civismo la protesta inmensa de la indignación, del desprecio, de la vergüenza pública; la Cámara lo siguió; apeló a la fuerza el gobierno y disolvió la Asamblea, que se agarró estoica y rígida a su derecho; la sociedad parecía contener la respiración en presencia del duelo entre la palabra y la espada; fue muy rápido aquello: Valencia se pronunció en la Ciudadela por el plan de Paredes, y en una exposición de indecible entusiasmo, el pueblo, todas las clases que lo formaban, el magnate y el obrero, el clérigo y el guardia cívico, tributaron la más espontánea ovación que la capital presenció jamás a la Asamblea, que reanudó con varonil y noble serenidad el curso de sus debates. El dictador tenía un ejército aún intacto; se dirigió a la capital, se corrió a Puebla, mientras avanzaba el ejército de Paredes y el suyo se disolvía; luego, fugitivo, cayó prisionero y tomó el camino del destierro. Por ministerio de la ley, como presidente del consejo de Gobierno, y después por elección de la Cámara, el general don José J. Herrera tomó posesión de la presidencia. Y así concluyó el año de 44.

     El Congreso volvió la cara a la cuestión americana, que se presentaba premiosa, solemne y terrible; era una mano calzada de hierro apretando el cuello de una nación flaca y exangüe, una rodilla brutal en el vientre, una boca ávida de morder, destrozar y devorar, hablando de humanidad, de justicia y de derecho. El gobierno del íntegro, del prudente, del patriota general Herrera, aconsejado por Peña y Peña, en quien se aunaban la ciencia y la conciencia, hizo los últimos esfuerzos: un ejército en la frontera, otro a la frontera; un llamamiento a la unión en nombre de la patria amenazada de muerte, una actitud admirable de dignidad y de corrección ante los norte-americanos, pero no hostil al advenimiento, a la transacción, al acuerdo sobre la base de la independencia de Texas; tal era el espectáculo. La sociedad que veía y que pensaba, febril, inquieta, exigente, removida sin cesar por estremecimientos de rabia guerrera, que hacían vacilar a los gobernantes, pidiendo venganza y rehuyendo el sacrificio; el dinero escondiéndose, los militares husmeando nuevas revueltas, la clase rural inerte, ignara, sin afecto al amo que la explotaba, sin espíritu general, sin patria, tal era la realidad.

     Apenas comenzaba a funcionar la administración de Herrera, cuando llegó el caso de guerra, señalado, por nuestro gobierno; el Congreso y el Ejecutivo aceptaron y sancionaron en Washington la anexión de Texas. Nuestro ministro pidió sus pasaportes y quedaron rotas nuestras relaciones con los Estados Unidos, y como el apetito territorial, primera forma del imperialismo actual, se había desarrollado en los grupos del Sur y el Oeste de la Unión, la guerra con México era deseada allá y aceptada aquí por la opinión. El gobierno mexicano maniobró con tino: admitió los buenos oficios del ministro de Francia para intermediar con los texanos, que aún no habían llenado todos los trámites del protocolo de anexión; mas ya era tarde, la convención texana perfeccionó el acto, las fuerzas de los Estados Unidos penetraron en Texas y con el más insigne desprecio del derecho de gentes pasaron el Nueces, límite del nuevo Estado de la Unión, e invadieron el territorio de la nación con la cual no estaban en guerra aún, pretextando que Texas había considerado siempre que su límite era el Bravo. Con nuestras protestas, se pusieron en marcha nuestras mejores fuerzas; si llegaban a la frontera antes de que el jefe americano Taylor fuese reforzado, podíamos tomar con éxito la ofensiva.

     Y no se rehusaba el gobierno, al mismo tiempo que rechazaba al enviado americano con su carácter oficial, acambiar con él ideas que pudieran servir de base par un posible acuerdo futuro; bien se sabía que el hecho consumado de la anexión no tenía remedio: era ya historia, y había que partir de este punto para llegar a algo que salvase el resto de nuestro amenazado territorio. La presión de la opinión frustraba con su intervención brutal y apasionada las sutiles contemporizaciones de la diplomacia; se necesitaba aquí, no un pueblo enfermo de imaginación, de odio y de miseria, sino robusto y dueño de sí mismo, para dejar a nuestros ministros desmenuzar con notas de cancillería el formidable peligro que nos amenazaba. Ya se había obtenido que, para dar carácter oficial a nuestras conversaciones con el plenipotenciario americano, éste retirase la escuadrilla que amenazaba a Veracruz... Entonces, el general que había sido enviado con nuestros mejores soldados, con nuestros últimos supremos recursos a repeler la invasión, pretextando que el gobierno de Herrera hacía traición a la Patria, cometió la impiedad de volver al corazón de la República la punta de la espada que la confianza de esa patria había puesto en sus manos, y en unión de Valencia, el mejor de los discípulos de Santa Anna, que secundó el movimiento en la capital, derrocó a Herrera en diciembre de 1845. El gran ciudadano vencido salió del poder sencillamente como había entrado, con el alma llena de angustia patriótica y la frente limpia de manchas y de sombras.

     Al saber la caída de Herrera, el gobierno de Washington reforzó sus escuadras; ordenó a Taylor avanzar sobre el Bravo, en donde lo esperaban nuestras fuerzas, que no veían llegar los auxilios de Paredes, y después de un nuevo ensayo diplomático de pura forma, pasó de la palabra a la fuerza. Entretanto, el hombre que se había hecho reo del crimen político y militar más grande de aquellos tiempos, trataba de organizar una administración equívoca, detrás de la cual todo el mundo adivinaba un complot monárquico, y para sostenerse mantenía a su ejército reunido bajo su mano, en lugar de dispararlo sobre el Bravo.

     Paredes se hizo nombrar presidente con facultades discrecionales, por una asamblea de personas nombradas por él; como era del caso, trató en seguida de convocar un constituyente, porque resultó inservible la constitución centralista; lo que no servía era aquel ejército convertido en instrumento de ambiciones cínicas, era la burguesía, tímida o aduladora y egoísta, era aquel clero que se consideraba superior a la Patria, que dedicaba todo su afán a conservar sus tesoros, que si podía mostrar hombres de excelsa virtud cristiana, era como antítesis de la multitud frailesca ignorante, supersticiosa y corrompida; lo único que servía era el pueblo para ser rabiosamente explotado por todos.

     Se formó un grupo ostensiblemente simpático al presidente nuevo, que dirigía con su habitual entereza y talento el señor Alamán, el grupo monárquico, cuyo órgano fue El tiempo. Doctrinarios convencidos, aquellos hombres mostraron que los elementos más vivaces del partido conservador tendían a cristalizarse y a tomar forma regular, no ya en torno de la idea centralista, que para ellos había resultado deficiente, puesto que todos los conatos reformistas habían cabido dentro de ella, sino de la idea monarquista, que ellos mismos habían ayudado a matar en Iturbide, que resucitó con el valiente folleto de Gutiérrez Estrada y que iba a demostrar, quince años después, todo lo que encerraba de profundamente estéril, inaplicable y antipatriótico, cuando se realizase con el apoyo de la primera nación militar del mundo. El peligro americano era el generador del programa de una monarquía con un príncipe extranjero. ¿Qué iba a traer de fuerza un príncipe extranjero al trabajo de Sísifo de la organización del país? ¿Qué iba a ser sino un nuevo agente perturbador, añadido a los otros y más eficaz que ninguno para la discordia y para el mal? Si el príncipe venía sólo, ¿qué sería de la monarquía? Si con un ejército extranjero, ¿qué sería de la independencia? Pero todo era un sueño, que el día que pasó a los hechos fue una espantosa pesadilla.

     La convocatoria para el Constituyente es un documento singular, obra del señor Alamán; dividía al pueblo elector, muy restringido, en clases, y señalaba a cada clase una representación proporcional; era la segunda vez que la oligarquía procuraba darse una forma constitucional, que podía ser más o menos aceptable en teoría, pero que, para la mayoría de la nación política, que en su amor puramente verbal a las ideas democráticas denunciaba la génesis latina de su espíritu, era un insigne atentado, era la constitución de una aristocracia preparatoria de la monarquía, y esto era efectivamente; era la eterna asamblea de notables, con que todas las revueltas militares procuraban sancionar sus triunfos y la ambición de sus caudillos, convertida en permanente por el voto de la clase media. La protesta fue imponente; la prensa, pronto perseguida, y los hombres más importantes del partido liberal, pronto amordazados, encarcelados o desterrados, levantaron la voz y no hubo un solo pueblo de la República en que su eco no repercutiera; el gobierno se creyó obligado a declarar ostensiblemente su adhesión al credo republicano.

     La guerra, entretanto, existía de hecho; las hostilidades, sin embargo, no habían comenzado. A pesar de que a fuerza de moralidad pecuniaria y de deseo de reparar su falta irreparable, Paredes allegaba recursos y enviaba lentamente auxilios a la frontera, nunca pudieron los jefes mexicanos superar considerablemente en número a las fuerzas americanas, para balancear la superioridad de armamento que tenían sobre nosotros. En los comienzos de mayo, Arista, general en jefe mexicano, resolvió arrojar al invasor del territorio de Tamaulipas al de Texas, obligándolo a repasar el Nueces. Cruzó el Bravo con fuerzas iguales a las del enemigo y, en dos días consecutivos, libró sendos combates, que lo forzaron a retroceder en derrota a Matamoros, a desocupar esta plaza y a concentrarse en Linares. La falta de un estado mayor competente, la impericia de Arista y la artillería norte-americana causaron tamaño desastre.

     Claro es que se necesitaba, como en los momentos de supremo peligro para la patria, un hombre o un grupo de hombres que se adueñaran del timón de la nave que zozobraba; claro es que no era Paredes, general de pacotilla; claro que los pusilánimes burgueses que formaban el Congreso no eran los convencionales de la Revolución francesa; faltaban el Cónsul y el Senado.

     Al saber la noticia de los combates de mayo, el presidente norteamericano, Polk, declaró con un cinismo acaso único en la historia que la guerra era un hecho por haber los mexicanos invadido el territorio de Texas, y que era preciso proseguirla hasta obtener la paz; el gobierno mexicano hizo la declaración formal de guerra en junio, apoyándola con tanta moderación y cordura en la justicia, que no hubo una sola conciencia honrada en los Estados Unidos y en Europa que no nos concediera la razón.

     En el país, espantado al saber nuestras derrotas, rugía la tormenta. La revolución estalló en Guadalajara, esto era fatal, y llamó a Santa Anna, esto era fatal también: era el hombre visible por excelencia; el pueblo tenía en él, en cuanto se alejaba, una vaga confianza de que podía hacer milagros; era el hombre de las crisis, era nuestro deus exmachina, era un salvador que nunca salvó nada. ¿Qué hacer? Paredes necesitaba reservar fuerzas suficientes para combatir la revolución y necesitaba enviarlas todas al Norte; mandaba algunas trabajosamente, mal provistas, mal armadas rumbo a San Luis Potosí; una de estas brigadas, a punto de ponerse en marcha, se pronunció por la federación y por Santa Anna; el gobierno de Paredes, su Congreso, sus monarquistas, desaparecieron como por ensalmo; no debieron haber aparecido nunca.

     La nueva revuelta militar se presentó como una reacción contra el monárquismo, y mientras llegaba Santa Anna, que estaba al tanto de lo que iba a pasar, y al primer aviso se puso en camino con el general Almonte, ardiente republicano entonces, y el insigne estadista yucateco Rejón, el general Salas, el pronunciado de la Ciudadela, convocó un congreso y declaró provisionalmente vigente la Constitución del 24; suprimió en consecuencia las asambleas departamentales, y en prenda de su adhesión al federalismo neto, colocó al frente del ministerio al jefe del partido reformista don Valentín Gómez Farías.

     Llegó Santa Anna; los americanos con profundo maquiavelismo lo dejaron pasar, como quien arroja un proyectil incendiario en el campo enemigo. Iba a terminar el mes de agosto de 1846; ¿qué traía este hombre, en quien las masas populares, que frecuentemente lo habían vilipendiado y arrastrado sus estatuas y enrolado sus trofeos, se empeñaban en ver un Mesías? ¿Qué traía este defraudador de todas las esperanzas, este defensor de todas las causas que sirvieron a su avidez y a su ambición, qué traía a aquella situación desesperada, a aquel ejército de antemano vencido por la desnudez y el hambre, sin confianza en sus oficiales y sin fe en el triunfo? Traía una intención: la de ser, rescatando todas sus faltas, un soldado, nada más que un soldado de la patria. Por desgracia, ese soldado jamás pudo ser un general, e iba a ser el generalísimo.

     Más de medio millón de pesos había dejado en caja Paredes, y cuando llegó Santa Anna se habían gastado ya, lo que debió causarle profundo disgusto. Pero en esos momentos sólo se ocupó en aglomerar fuerzas en San Luis Potosí, para marchar en auxilio de Monterrey. Con tres mil hombres y haberes para ocho días salió, por fin, el que hasta entonces no era más que el jefe de la revolución; no había sido otra cosa toda su vida. Dejó a México entregado a la agitación electoral; los elementos exaltados, protegidos por las autoridades, impidieron, según parece, la intervención de la parte moderada de la sociedad y ad terrorem se adueñaron del voto público; los mismos periódicos liberales deploraron esto; la hora de los hombres de acción había llegado, y el partido reformista se aprestaba a asestar al clero el golpe decisivo.

     Santa Anna supo, no bien hubo emprendido su marcha, que Monterrey había capitulado y que la división de Ampudia, con los honores de la guerra, se concentraba en el Saltillo. La imprevisión de costumbre dominó en este nuevo y sangriento episodio de la guerra; el soldado se había batido bien, algunos oficiales se distinguieron heroicamente de un lado y otro; la superioridad del estado mayor y de la artillería enemiga habíase manifestado una vez más. Así sería hasta el fin.

     Santa Anna desplegó inmensa actividad en San Luis; pedía dinero sin cesar, lo tomaba en donde lo hallaba a mano. Con la tropa que llevaba, las incesantes levas que en las comarcas cercanas se hacían, algunos contingentes de los Estados y los restos de la división del Norte, llegó a tener de quince a veinte mil hombres; a medida que su ejército crecía, sus exigencias tomaban proporciones gigantescas. Bloqueados nuestros puertos, paralizados la mayor parte de los Estados, perdidos los del Norte, Yucatán amenazado de tremenda catástrofe interior y ajeno casi todavía al patriotismo general, siempre pospuesto al apremiantísimo patriotismo local, separándose de nuevo y neutralizandose para no caer en poder de los americanos, un deficit de siete a ocho millones, la prensa clamando contra el gobierno, que no sabía hacerse con recursos, la población de México armándose y formando batallones de milicianos, adictos unos a los reformistas que gobernaban, y otros, los burgueses, resueltos a impedir las medidas sacrílegas que se proyectaban contra el clero, que bajo la presión del miedo, más quizás que del patriotismo, se deshacía sollozando de pequeñas fracciones de su fortuna, tal era la situación en lo que de más aparente tenía.

     Reuniose el Congreso; su mayoría era de reformistas, pero escasa; de los noventa diputados que tomaban parte en las deliberaciones, cerca de la mitad se mostraban dispuestos a oponerse a las miras de los reformistas; todos eran liberales, sin embargo; en la minoría figuraban oradores eminentes, como Gómez Pedraza y Otero. En los últimos días del 46 fueron nombrados, para presidente, Santa Anna, y para vicepresidente, Gómez Farías; reaparecía la dualidad de los días aciagos para el clero y para la masa social, que liberal o reactora, reputaba como una institución intangible el poder económico de la Iglesia.

     Gómez Farías y los innovadores se habían puesto en pleno acuerdo con Santa Anna; el ardiente reformista yucateco Rejón había sido el intermediario; se trataba de disponer de los bienes de manos muertas, administrados por el clero, ya para proporcionarse recursos directos, vendiéndolos hasta obtener quince millones de pesos, ya hipotecándolos como garantía de un empréstito. La medida era grave por extremo, mas nadie ponía en duda el derecho que tenía el gobierno para decretarla; la doctrina regalista no tenía disidentes en las filas del partido liberal. Repitásmosla reducida a breves fórmulas: los bienes del clero no eran de propiedad particular, sino corporativa; estaban, pues, sometidos a condiciones especiales que el Estado tenía derecho de dictar; los bienes del clero eran invendibles (manos muertas), no entraban directamente en la circulación; estaban, pues, en condiciones económicas que el Estado podía modificar o transformar en provecho de la comunidad; los bienes del clero se habían formado con donaciones, o recibidas del soberano, o con su permiso; todo ello era muy revocable. Siempre habían hecho los gobiernos uso de este derecho, siempre los monarcas españoles mantuvieron incólumes sus prerrogativas sobre este punto; cuando el muy católico don Carlos III confiscó todos los bienes de los jesuitas en sus dominios, nadie dudó del derecho; su aplicación fue la discutida.

     Los reformistas tenían un fin político, un fin social, un fin nacional: consideraban la influencia del clero como perniciosa, porque era su derecho y casi su deber mantener a las clases en el statu quo, que tan favorable les era, y el statu quo significaba la superstición religiosa abajo y el pavor de toda innovación arriba; consideraban, como profundamente igualitaristas que eran, que los privilegios eclesiásticos constituían el obstáculo principal al advenimiento de una democracia, y creían que mientras el clero fuese una potencia financiera de primer orden no habría modo de despojarlo de su privilegio, de sus fueros. Y éste era el fin político. El punto de vista social resultaba idéntico al económico: mientras la gran masa de la riqueza territorial (las manos muertas) no entrase en circulación, la fortuna pública no podía crecer, el grupo social no podía cambiar de suerte; gobiernos y particulares hacían el papel de parásitos de la Iglesia y todo progreso social resultaría imposible. Y el fin nacional era financiero, era la vida del día siguiente, era el ejército organizado y en movimiento, era la defensa, era la salvación de la patria; los agiotistas no prestaban, esperaban que la hacienda moribunda necesitase un peso para vendérselo en cien; el clero no prestaba sino cantidades que servían para el día siguiente apenas; los impuestos, el de rentas e inquilinatos, que acababa de decretarse, no rendían nada, no había modo en el estado del país de llevar a cabo una exacción sistemática. Era, pues, preciso tomar de golpe todo el dinero que se necesitara para un año; no había otro tesoro que el eclesiástico.

     En el Congreso la oposición estaba dirigida por los moderados, de quienes ya se había hecho un hábito distinguir a los liberales exaltados, bautizándolos con el nombre de rojos, o intransigentes, o puros; los puros les llamaba el pueblo. Los moderados estaban de acuerdo con los puros respecto a desarmar a la Iglesia de sus privilegios y riquezas territoriales; pero unos, los liberales de doctrina, no creían que la desamortización pudiera hacerse sin indemnización, y por consiguiente, sin transacción. A lo que los puros replicaban: jamás consentirá la Iglesia, sino cuando los hechos estén consumados; siempre lo ha hecho así; y todos, aun los que no creían necesaria la indemnización, opinaban por aplazar la medida: en aquellos momentos era inútil, nadie compraría, y además era eminentemente perjudicial, porque el partido reformista no tenía la fuerza suficiente para imponerse y vendría indefectiblemente la guerra civil. Los reformistas sí creían poderse imponer, porque contaban con Santa Anna; y sí creían poder obtener recursos, porque comenzarían a regalar casi los bienes desamortizados y el clero mismo los rescataría. Se dio, pues, el decreto (enero de 1847), los ministros se previnieron a luchar contra los clericales; aquí y allí comenzaron a estallar protestas en forma de pronunciamientos; unas legislaturas apoyaron, otras no, y se negaron a promulgar la ley; las plebes, azuzadas por los frailes de baja estofa, gritaban por las calles de las principales ciudades «viva la religión y mueran los puros»; la alarma era espantosa.

     Nadie se presentó a adquirir lo que el gobierno vendía; era demasiado precaria la oferta para provocar demanda. Y Santa Anna pedía, siempre; llegó a tal grado su exasperación ante los ataques de la prensa que, por un lado, criticaba furiosamente la nueva ley, y por otro, achacaba su inacción al general en jefe, que decidió salir al encuentro del ejército americano, al través de un espantoso desierto, sin tiendas ni provisiones suficientes, sin haber formado en sus hombres los rudimentos del soldado. Con diez y ocho mil hombres desfiló por las interminables etapas de aquel país de la desolación y de la sed, rumbo al Saltillo (febrero de 1847), y cuando entró en contacto con el enemigo estaba vencido; había perdido cuatro mil hombres en su batalla de veinte días con el Desierto. El enemigo había escogido un admirable punto de defensa (la Angostura), y en él sostuvo dos asaltos formidables; si hubiese habido un general al frente del ejército mexicano y no un oficial que, aunque muy valiente, era muy vanidoso, inquieto e ignorante, el ataque habría sido concertado y no incoherente y sin plan fijo como fue, y Taylor se habría retirado al Saltillo. El soldado mexicano demostró en esta terrible lucha todas sus cualidades; era un soldado que se batía sin comer, que olvidaba el cansancio combatiendo, que con la pólvora mascaba a un tiempo el entusiasmo y el valor; pero sometido a súbitas depresiones como todos los mal nutridos, a pánicos como todos los nerviosos, y que cuando pierde la confianza en su oficial o en su jefe, se va, deserta, recuerda que ha sido secuestrado por la leva y educado por la vara, y huye.

     Santa Anna era como él; Santa Anna personificaba todos los defectos mexicanos y alguna de las cualidades: el desprecio personal a la muerte. Deprimido por la lucha, la abandonó antes del momento supremo y retrocedió al desierto, en donde la enfermedad, la desnudez, el hambre y la deserción libraron el postrer combate con aquella columna ensangrentada y famélica que desfilaba bajo un cielo implacable, entre una perpetua tromba de polvo que la quemaba y que la devoró casi. Santa Anna huía de la victoria probable con rumbo a la derrota cierta. Huía hacia México, en donde su poder peligraba y a donde se había hecho preceder, irrisión suprema, por un boletín de victoria; cierto, no lo había vencido el enemigo; se había vencido a sí mismo.

     Era precisamente lo que hacía en esos momentos México. A fines de febrero, por los días en que fracasaba el ejército nacional en la Angostura, la situación, que parecía no poder ser peor, había empeorado: un nuevo ejército norte-americano se había hecho dueño de Tampico, de antemano abandonado, y desembarcaba en las costas veracruzanas; el movimiento de penetración cesaba por el Norte y comenzaba por el Este, mientras nuestro ejército se empeñaba en la aventura desesperada de que acabamos de hablar. Veracruz no tenía para defenderse más que un puñado de hombres; era preciso un nuevo, un supremo esfuerzo para contener al enemigo hasta la llegada del vómito y de un ejército de auxilio. El gobierno, que se esforzaba todavía en vano en ejecutar el decreto de desamortización, vivía en perpetua alarma; los batallones en que preponderaban individuos de las clases acomodadas eran resueltamente contrarios a la reforma: el clero los acariciaba y prometía recursos, y cuando recibieron orden de partir a Veracruz, se concertaron y desobedecieron. La rebelión estalló en forma de una protesta armada contra la permanencia en el poder de Gómez Farías y contra la ley de enero y los legisladores; después todo se concretó al primer punto. Hubo luchas incesantes en la ciudad, muy poco sangrientas. Como en los batallones rebeldes preponderaban los jóvenes de la clase acomodada, a quienes se daba el nombre de polkos, así se llamó la facción, y con este nombre se contrapuso a los puros. Santa Anna, escogido como árbitro entre los contendientes, llegó a México, ocupó la presidencia de la República, y furioso al saber la capitulación de Veracruz, dejó el mando a un presidente interino (el general Anaya) después de derogar la ley, causa de tantos disturbios, y fue a cortar a los invasores el camino de la capital, más allá de Jalapa, en terrenos suyos.

     Activamente, como solía, logró pronto reunir en la boca de la tierra caliente un ejército; allí él era el único que podía determinar el punto de la acción, entre muchos lugares estratégicos, en aquellos intrincados escalones de la subida a la Altiplanicie; escogió el peor y se hizo batir completamente. La mistna presunción vana, la misma petulancia de jarocho que había demostrado siempre, lo perdieron allí; su actividad, su ardor le ayudaron a engendrar un nuevo ejército en las entrañas mismas de la derrota. El general Scott se pasmó al saberlo; avanzó hacia la capital, sembrando por doquiera proclamas conciliadoras y tranquilizadoras, diciendo que él como republicano, hacía la guerra a la facción monarquista, y que nadie como él respetaba la religión y la iglesia católica. No, la facción monarquista, acaudillada por Paredes, no había hecho más que imposibilitar la defensa de la frontera; era el partido liberal, unido a una fracción una militar, el que dirigía y organizaba la defensa del país; el partido reactor figuró en ella por muchas de sus individualidades conspicuas; como partido, no. Scott fingía ignorar esto; la verdad es que había sido un desencanto para los invasores encontrarse frente a frente con los reformistas federales que, naturalmente, tenían numerosos contactos de ideas con el pueblo de los Estados Unidos, su admirado modelo.

     Dueño de Puebla el ejército invasor, se decidió que la capital de la República se defendería, y se procedió a organizar para la lucha al Distrito Federal. Había entre la gente pensadora poca fe, ninguna quizás; «el resultado era seguro: imposible de aniquilar al ejército invasor, que podía aumentarse sin cesar por el Oriente y por el Norte. Y luego, ¿qué significaba la pérdida de tierras que no habían sido nuestras sino de nombre: Texas, la California? Tal vez sería una ventaja; reducirse era condensarse, era adquirir mayor cohesión, mayor fuerza.» El pueblo no; el pueblo creía que era indefectible vencer a los yankees; nunca el pueblo tuvo miedo al invasor; el terror vago que inspira a las masas una sucesión de reveses, no existía en este caso: «no eran los yankees los que habían ganado, eran los mexicanos los que se habían derrotado a sí mismos, con sus discordias, sus desobediencias, sus torpezas; un esfuerzo, un poco de unión y aquel puñado de intrusos desaparecería». Esto pensaba el pueblo con odio y con desprecio; era la incompatibilidad de razas, de costumbres, de idioma, de religión, la que hablaba así dentro del sentimiento popular. Reconocer lo que había de admirable, valor y entereza en aquel puñado de intrusos, que, calculando la superioridad de su armamento y su cohesión sobre la impericia de los jefes mexicanos y las divisiones debilitantes de las luchas civiles, penetraban arrollándolo todo a su paso hasta el corazón del país, que si de veras se hubiera levantado en armas, apenas habría dejado el polvo de los invasores mezclado al del suelo profanado de la patria; reconocer esas verdades innegables, eso no, eso nunca.

     Así es que, al presentarse el ejército de Scott en el valle de México, hubo algazara. ¿Cómo no triunfar? Allí estaba el resto de los héroes de la Angostura mandados por Valencia, que ya galleaba de rival posible de Santa Anna, formando una división de veteranos a quienes dirigía el presidente conmovedoras alocuciones; allí estaban las milicias cívicas, los polkos formando un campamento pintoresco, al que acudía lo más granado de la sociedad en alborozada romería, y recibiendo después del cañonazo de alarma, en presencia de las madres y de las novias, la comunión eucarística, que era como el viático supremo de la patria y de la gloria.

     Los invasores desfilaron impávidos y fueron a situarse en los peldaños más bajos de la sierra meridional del Valle; desde allí podían escoger su rumbo y su ocasión, nadie los molestaba. El núcleo humano de la defensa era la división de Valencia, que fue a situarse al alcance de los invasores en una mala posición (Padierna). El general en jefe le ordenó abandonarla; el presuntuoso subalterno tergiversó y no obedeció; Santa Anna, a quien probablemente no pesaba la pérdida de Valencia, no se hizo obedecer y le dejó luchar, primero a su vista, y sucumbir al día siguiente sin verlo; la defensa quedaba con la derrota de Padierna absolutamente desorganizada, y los invasores habrían penetrado en la ciudad en pos de los fugitivos, que habían comunicado el desorden a todo el ejército, si la severa defensa del puente y el convento de Churubusco no los detienen heroicamente y los hacen llegar maltrechos a una de las garitas del Sur, que los rechazó. El ejército invasor no llegaba a diez mil combatientes, y otros tantos, menos quizás, pudo oponerles en las dos terribles jornadas de agosto el ejército mexicano, que perdió en ellas cinco o seis mil hombres, los mejores sin duda. La superioridad táctica de los oficiales norte-americanos resulta del hecho de haber en toda la campaña del Valle logrado batirnos en detalle, siempre con fuerzas superiores; Padierna, Churubusco, Molino del Rey y Chapultepec demuestran este aserto. Singularidades: Scott decía en sus partes que había hecho prisioneros a dos ex-presidentes (Anaya y Salas); no hubiera llevado poca sorpresa si hubiese sabido que entre los oficiales americanos había dos futuros presidentes: Franklin Pierce y Ulises Grant.

     Scott solicitó después un armisticio, que fue fácilmente arreglado; el objeto era poner en contacto a un enviado de los Estados Unidos con los comisionados de México, para hacer cesar lo que el general americano llamaba con justicia una guerra desnaturalizada; el enviado, Mr. Trist, pedía una faja en nuestra frontera septentrional que tocara al Bravo y comprendiera Nuevo México y las Californias; nuestros comisarios se negaron a ceder otra cosa que Texas, hasta el Nueces, y una parte de la Alta California; las negociaciones se interrumpieron, se acabó el armisticio, y en la primera quincena de septiembre quedó resuelta la suerte de México; la misma imposibilidad en que se halló siempre Santa Anna para concentrar la defensa, dejó en número menor de fuerza a los defensores de Casa Mata y Molino del Rey; gracias a esta falta absoluta de sagacidad, el victorioso combate defensivo que sostuvimos allí no pudo sostenerse como ofensivo, convirtiendo el rechazo de los invasores en derrota; lo mismo sucedió en Chapultepec, tomado pocos días después. En estas sangrientas luchas culminó un episodio: la defensa que hicieron en lo alto de Chapultepec los alumnos del Colegio Militar; algunos de ellos sucumbieron. Todas las glorias de los combatientes, las del ejército invasor y las del nuestro, quedaban por debajo de ese acto sencillo y sin par; es el vértice sublime de la pirámide roja.

     El 15 de septiembre de ese mismo año de 47, el ejército vencedor ocupó la capital; aquí y allí hubo serios conatos de resistencia popular, presto desvanecidos; Santa Anna deshecho, impotente, se retiró por el Oriente, dimitiendo la presidencia de la República y nombrando a sus substitutos mientras se reunía el Congreso. Pocos días después, el presidente de la corte de justicia, Peña y Peña, se hacía reconocer como presidente legal en buena parte del país, agrupaba algunos elementos de fuerza, llamaba a los gobernadores, trataba de reunir al Congreso, y quedaba constituido un gobierno nacional que podía abrir negociaciones con el jefe del ejército invasor. Las historias especiales abundan en detalles característicos que no podemos ni apuntar aquí. En un grupo exaltado del Congreso halló tenaz oposición la idea de la paz, de que eran encarnación viva los señores Peña y Peña, su ministro De la Rosa, y luego el presidente interino, el general Herrera; ellos y casi todo el partido moderado habían deseado esa paz desde el principio, previendo cuanto sucedió después; ahora estaban resueltos a llevarla a cabo, a pesar de las bravatas de los militares y del derroche de elocuencia teatral de algunos diputados. La paz era una necesidad antes de la anexión de Texas, una necesidad apremiante inmediatamente después; una salvación después de la guerra: la guerra nos había desarmado; ni teníamos soldados (nueve mil hombres diseminados en el país), ni artillería, ni fusiles (menos de 150 en los depósitos). ¡Oh!, era muy fácil declamar y tomar actitudes de augusta intransigencia en la tribuna y en la prensa; quienes supieron sacrificar su popularidad y sus dolores patrióticos a una obra indispensable y terrible, ésos fueron lo beneméritos, ésos son los que merecen el respeto profundo de la historia. Sólo quien ignore cuál era la situación de anarquía del país, las tendencias al desmembramiento, ya claras en diversos Estados, la facilidad con que gran parte de la sociedad aceptaba la tutela americana por cansancio de desorden y ruina, las ideas de anexión que surgían en grupos compuestos de gente ilustrada, la actitud de la gente indígena, fácilmente explotable por los invasores; sólo quien todo esto ignore o lo ponga en olvido, puede condenar la obra de Peña y Peña y sus insignes colaboradores: un combate más, que habría sido un nuevo desastre y una humillación nueva, y una parte de Chihuahua, Sonora y Coahuila se habrían perdido; el principio de que no se puede cader el territorio en ningún caso es absurdo, y jamás ha podido sostenerlo una nación invadida y vencida; el verdadero principio es este otro: bajo el imperio de una necesidad suprema, puede y debe una nación ceder parte de su territorio para salvar el resto.

     Con estas convicciones entraron en pláticas y fueron formulando las cláusulas de un convenio el comisionado americano Trist, hombre lleno de deferencia, y los eminentes jurisconsultos nuestros apoderados; hallaron éstos, no sin sorpresa, que las bases propuestas por el vencedor no habían cambiado substancialmente después de sus triunfos decisivos en el Valle; sobre ellas fue necesario tratar. De aquí el tratado de Guadalupe-Hidalgo: un mes exactamente duraron las conferencias; los comisionados mexicanos disputaron la presa palmo a palmo, cediendo sólo ante la fuerza, mientras el gobierno nacional en Querétaro procuraba mantenerse en pie luchando con la anarquía, con la hostilidad de los principales Estados, con la insurrección latente en otros, con la miseria, con la impotencia; si cedía, si se desquiciaba, todo vendría por tierra y la República se hundía con él. El 2 de febrero se firmó por fin el tratado; perdíamos lo que estaba perdido de hecho: California, Nuevo México, Texas y la zona tamaulipeca de allende el Bravo; lo demás nos era devuelto en plazos breves, más una indemnización de quince millones de pesos. No fue esto el precio del territorio vendido; esto era imposible, porque no se dejó a los americanos nada que no tuvieran ya, y sí se obtuvo la devolución de mucho que creían haber ocupado definitivamente; se trataba de una indemnización de guerra, tan necesaria, que sin ella el gobierno no habría podido sostenerse, y el caos del desmembramiento y de la anexión habrían sido la consecuencia forzosa de la catástrofe. Al lado de estas cláusulas de los límites, la devolución y la indemnización, las otras son secundarias. Resultó un convenio doloroso, no ignominioso; los tratados de paz ajustados entre Francia y Alemania, en Francfort, y entre España y los Estados Unidos, en París, nos obligan, por comparación, a ser más justos con esta obra inevitable de nuestros padres. Hicieron cuanto pudieron, hicieron cuanto debieron.

     México, país débil, por su escasa y diseminada población, substraída aún en parte a la vida culta y a la plena noción de la patria, ha sido vencido en sus luchas internacionales, aunque nunca dominado. Pero hay en él una especie de elemento fatal, de influjo maligno sobre sus vencedores, que parece guardar una estrecha aunque misteriosa relación con la justicia de su causa: de la intervención francesa nació la guerra franco-alemana; de la invasión americana nació la guerra de Secesión. Los partidos se dislocaron en los Estados Unidos, surgió un grupo resueltamente antiesclavista que promovió la no admisión de la negra plaga social en los territorios nuevos, y ante ese grupo, el Sur, sintiéndose más fuerte, puesto que para fortalecerse hizo la guerra de México, se irguió amenazador y armado. Clay, el pacificador, el hombre a cuya rectitud, antes de abandonar este tremendo período nuestra historia, cumple rendir homenaje en nombre de la justicia y del derecho, Clay procuró contener el torrente con una transacción; pero el antiguo pacto del silencio sobre la cuestión esclavista estaba roto, y de los amigos del suelo libre iba a nacer el partido republicano, y de esta agrupación la necesidad para el Sur de defenderse con las armas. La guerra de México fue la escuela de los futuros generales de la guerra civil.