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ArribaAbajoParte segunda

La Reforma



ArribaAbajoCapítulo IV

Reorganización y reacción (1848-1857)


Pacificación; Yucatán; Probidad administrativa. Presidencia de Arista; los Liberales de Gobierno. Mercantilismo y Militarismo. Santa Anna; el Gobierno Personal. Ayutla; fin de la Dictadura; los Reformistas. Presidencia de Comonfort; Fracaso del Presidente Constitucional.

     México no ha tenido más que dos revoluciones, es decir, dos aceleraciones violentas de su evolución, de ese movimiento interno originado por el medio, la raza, y la historia, que impele a un grupo humano a realizar perennemente un ideal, un estado superior a aquél en que se encuentra; movimiento que, por el choque de causas externas, casi siempre se precipita, a riesgo de determinar formidables reacciones; entonces, lo repetimos, es una revolución. La primera fue la Independencia, la emancipación de la metrópoli, nacida de la convicción, a que el grupo criollo había llegado, de la impotencia de España para gobernarlo y de su capacidad para gobernarse; esta primera revolución fue determinada por la tentativa de conquista napoleónica en la península. La segunda revolución fue la Reforma, fue la necesidad profunda de hacer establecer una constitución política, es decir, un régimen de libertad, basándolo sobre una transformación social, sobre la supresión de las clases privilegiadas, sobre la distribución equitativa de la riqueza pública, en su mayor parte inmovilizada, sobre la regeneración del trabajo, sobre la creación plena de la conciencia nacional por medio de la educación popular; esta segunda revolución fue determinada por la invasión americana, que demostró la impotencia de las clases privilegiadas para salvar a la Patria y la inconsistencia de un organismo que apenas si podía llamarse nación. En el fondo de la historia ambas revoluciones no son sino dos manifestaciones de un mismo trabajo social: emanciparse de España fue lo primero; fue lo segundo emanciparse del régimen colonial; dos etapas de una misma obra de creación en una persona nacional dueña de sí misma.

     En ninguna parte se hacía sentir apenas la acción del gobierno; cada entidad federalista era dueña de sí misma, y al pacto federal se había substituido de hecho una especie de confederación de repúblicas insolventes. Constituir un centro, reorganizar un poder capaz de volver la cohesión al país, en mejores condiciones para ello, después de la guerra (que disminuyendo en más de la tercera parte el territorio, había facilitado al centro la tarea de fortificar su radio de acción), aprovechar el dinero de la indemnización americana, no sólo para vivir, sino para regenerar la hacienda pública, clave de la estabilidad política; tal era en sus rasgos más acentuados la misión que tocaba desempeñar al hombre de ideas progresistas, de probidad inmaculada y de energía demasiado desleída en benevolencia que era el general Herrera.

     El 12 de junio de 1848 abandonaron la capital de la República los invasores y la ocupó el gobierno nacional, rodeado de los prohombres del partido liberal de gobierno, de los que creían que las reformas deberían de ser muy lentas y por medio de transacciones sucesivas para evitar la lucha civil; las resistencias mostraron que este programa era irrealizable. Este gobierno, facultado para disponer de los tres millones primeros de la indemnización (su solo recurso, porque nada producían ni las aduanas, cuyos escasos productos estaban consignados a pagar acreedores, ni los estancos, ni los Estados, que no mandaban sus contingentes pecuniarios), los distribuyó lo mejor que pudo: el fusil de cápsula nos había vencido; el gobierno dotó al ejército de esta arma, comprada al invasor; ayudó a los mexicanos que no quisieron seguir viviendo en los territorios cedidos a establecerse en la patria mutilada; salvó a la hacienda de los resultados próximos de un contrato ruinoso, y auxilió en su lucha con los bárbaros a los Estados del Norte y a Yucatán.

     Yucatán, que para libertarse de la invasión y quizás de la dominación definitiva de los Estados Unidos, que no hubiera podido combatir, había renovado su segregación en los momentos mismos en que la guerra extranjera penetraba en el corazón de la República, expió de un modo terrible este crimen de leso patriotismo con la sublevación de los indígenas, que formaban la mayoría de la población de la península, sublevación largo tiempo hacía preparada, pero que estalló como consecuencia de la guerra civil originada por el movimiento separatista, que quiso contener primero y luego se resignó a dirigir, para evitar males supremos, el señor Méndez.

     La sublevación de los indígenas deshizo socialmente la península; arrolló las resistencias, se apoderó de casi todas las poblaciones principales; rompió, saqueó, incendió, atormentó, mató, sin cesar, sin un solo movimiento de cansancio o de piedad. Los yucatecos que no perecieron, huyeron a las costas o emigraron de la península; cuando la crisis hubo pasado, la población, que se acercaba antes a seiscientos mil habitantes, no llegaba a la mitad. El indecible terror que inspiraban aquellos implacables asesinos, armados por los mercaderes de la colonia inglesa de Belice, fue tal, que los peninsulares buscaban auxilio y protección en el extranjero, resueltos a sacrificar hasta su precaria independencia con tal de salvar la vida y el hogar. Después de tristísimas e inútiles tentativas, México, al acabar la guerra con los Estados Unidos, acogió a aquel hijo pródigo y le envió dinero y soldados. Este día Yucatán, que sólo por conveniencia se había ligado a México, quedó unido por el corazón; ya no era a la federación a la que volvía, era a la Patria y para siempre. Entretanto todos los hombres válidos habían empuñado las armas en la península, y en una lucha de años, sembrada de actos de salvaje energía y episodios heroicos, dignos de romances épicos, los yucatecos reconquistaron palmo a palmo el suelo natal; una zona de desolación y de muerte, surcada frecuentemente de líneas de sangre, separó desde entonces al grupo civilizado, viviendo en poblaciones arruinadas, de los kraales de los indómitos y feroces mayas.

     No era ésta con todo la parte más inquietante en el trabajo de pacificación; los bárbaros en Yucatán estaban contenidos, y por el artículo II del tratado de Guadalupe Hidalgo, los Estados Unidos habían contraído la santa [sic] obligación de impedir o castigar las incursiones de los nómadas del Norte; los bárbaros que amenazaban de cerca al gobierno eran los eternos fautores de pronunciamientos y guerras civiles, eran v.g. , Paredes, el guerrillero español Jerauta, los pronunciamientos del Sur y de la sierra de Querétaro, en que ya en un bando, ya en otro aparecen los nombres de los futuros campeones de la reacción, el incansable y noble Tomás Mejía, el terriblemente siniestro Leonardo Márquez. En toda esta lucha prestó al gobierno servicios de primer orden el general Bustamante, muerto poco después.

     No podemos hacer la historia detallada de nada de esto. Para la pacificación todo era estorbo; la casi absoluta autonomía de los Estados, la imposibilidad de atender al ejército por falta total de recursos. Para la organización administrativa todo eran imposibilidades; la clave era la reducción del ejército, que equivalía a formar con los cesantes uno en contra del gobierno, el ejército forzoso de Santa Anna, que, apenas se perdía en los horizontes del Golfo, readquiría su nimbo de salvador. Al concluir la administración del señor Herrera, el país, en lo posible, estaba pacificado y mostraban su cabeza redentora las mejoras materiales. A pesar de las terribles discordias políticas, la literatura y el arte dejaban oír su voz divina, había un anhelo indecible de ir hacía el porvenir, de conquistarlo, de seducirlo; pobre, pobre patria; la playa estaba lejana; entre ella y el siglo que mediaba, una generación entera iba a naufragar en deshecha borrasca.

     La hacienda pública exhausta, sin más recurso efectivo que la indemnización, había dado un paso gigantesco, había entrado el orden en el caos; había clasificado su deuda, había convertido la mayor parte de ella, la deuda con los tenedores de bonos ingleses; había fijado definitivamente su monto y estipulado el pago de intereses menores (operación inmejorable en aquellas circunstancias, que hace honor a la gestión financiera del señor Payno); se había formado una Junta de crédito público, compuesta de personas de alta honorabilidad; se habían introducido serias economías en los presupuestos, y, lo que parecía imposible, el ministro de la Guerra, el general Arista, había logrado reducir, moralizar, consolidar al ejército, encaminándolo hacia la extinción del fuero que no fuese estrictamente militar.

     El partido conservador existía en elementos dispersos que unas veces militaban con una administración, otras con otra; el ejército seguía a Santa Anna, que unas veces era federalista y puro, otras centralista y clerical, el clero, mal gobernado por sus obispos, se iba agrupando definitivamente en torno de quienes, resistiendo a las ideas nuevas, pretendían que la Iglesia gobernase a la sociedad aun por medio del gobierno, a quien exigían que desechase la tolerancia religiosa, propuesta ya por algunos, e impidiese la circulación de obras prohibidas.

     Un hombre de gran inteligencia, pero que partía políticamente de un error fundamental, del que eran consecuencia lógica todas las teorías que con impaciencia juvenil ansiaba por reducir a la práctica, comenzó a dar una organización formal al partido conservador, don Lucas Alatrán. Su impopularidad entre la burguesía liberal era formidable y descendía hasta las masas; su Historia de México, consagrada religiosamente a demoler el respeto a los padres de la Independencia, y la guerra que en ese sentido hacían a la leyenda en que la gratitud popular había transformado, como suele, la historia de los días heroicos de la insurrección, los periódicos que el señor Alamán dirigía, lo habían convertido en una verdadera enseña de combate a muerte contra el credo reformista. El error fundamental del señor Alamán y de todo el partido que organizó durante las administraciones moderadas, consistía en creer en la bondad del régimen colonial, que había dado al país paz, orden, prosperidad; de donde inferían la necesidad de restablecerlo hasta renovar aquí la monarquía bajo el protectorado o tutela de una monarquía europea, de la española sobre todo. Para el inflexible doctrinario nada significaba el terrible fracaso del régimen colonial, que la misma explosión de la guerra de independencia había mostrado; no creía que la paz y el orden perfectamente mecánicos de los tiempos españoles habían tenido por indeclinable consecuencia la agitación y la anarquía de los tiempos mexicanos, precisamente por la absoluta falta de preparación para la vida propia que caracterizó la educación española en que se informó nuestro espíritu; para él nada significaba la variación de tiempos, la imposibilidad absoluta de restablecer el aislamiento mental y físico que fue la condición esencial del buen éxito del régimen antiguo. Y seguía impertérrito su marcha poniendo en contacto a todas las clases conservadoras entre sí, a todos los hombres importantes que se inclinaban a sus miras; a la Iglesia, que con sus nuevos jefes los señores Garza en México, Munguía en Michoacán y luego Labastida en Puebla, entró de lleno en la batalla política; al ejército, que aspiraba sin cesar a la revuelta, para lo cual inició conversaciones epistolares con Santa Anna, que desde Turbaco seguía el hilo de los asuntos mexicanos; a los ricos, casi todos españoles, a los industriales, amagados por las doctrinas liberales de los reformistas. Y pocas veces se ha puesto en este país tanta energía, tanta voluntad, tanto talento al servicio de una causa imposible: el pueblo mexicano no podía desandar la vida de una generación para colocarse en el punto en que Iturbide creó el Imperio y repetir el mismo camino de abismo en abismo. Las cuestiones municipales, en que el señor Alamán tuvo el derecho de su parte, logrando formar un ayuntamiento que la autoridad impidió moverse, le sirvieron para ensayar las fuerzas de su ejército, y la lucha que emprendió contra la administración de los liberales de gobierno fue tremenda e insensata; desprestigiando y haciendo fracasar a los moderados, llamando a la reacción contra ellos, hacía fatal la dominación de los reformistas revolucionarios, de los puros. Si todas las fuerzas conservadoras se hubiesen puesto del lado de los moderados, la reforma habría sido obra de medio siglo más.

     Cuando ese varón de Plutarco, tan modesto, tan íntegro, de conciencia tan serena y tan olvidado, don José Joaquín Herrera, dejó el poder a su ministro de la Guerra, don Mariano Arista, nombrado presidente por la mayoría de las legislaturas, pudo decir: quien hace lo que puede hace lo que debe. Pero bien poco era lo que se podía en la desorganización que la guerra extranjera, la federación mal practicada y mal regularizada, los elementos de anarquía y las resistencias a todo orden en los grupos de acción y a toda reforma en los grupos de conservación, habían hecho endémica en la República. A pesar de su deber santo de impedir las incursiones de los bárbaros en el Norte, los americanos, lejos de impedir, impulsaban quizás las trágicas correrías de los apaches y sus congéneres desde Sonora a Tamaulipas, que mantenían paralizado por el terror el movimiento mercantil y agrícola en la zona comprendida entre los nuevos límites y el Trópico; y en Yucatán la guerra seguía monótona, tenaz e implacable, devorando la carne viva de la.población yucateca, gracias a la ayuda constante que, en cambio de facilidades para extraer maderas del territorio mexicano, prestaba a los mayas el gobierno de Belice, seguro de lo inútiles que serían nuestras reclamaciones y de la impotencia del gobierno para sancionarlas enérgicamente.

     La situación, pues, era, en enero de 1851, al comenzar el general Arista el período presidencial que debía acabar de hecho antes de concluir el año siguiente, más grave que nunca. Mucho bueno se había iniciado; ¿cómo realizar estas iniciativas? La cuestión financiera, que era difícil resolver normalmente antes de resolver los problemas económicos de la colonización, de las vías de comunicación y de la movilización de la riqueza territorial, no admitía ya paliativos: los recursos de la indemnización americana estaban casi agotados; las entradas aduanales absolutamente mermadas por el contrabando, que tenía en Monterrey una plaza de depósito y que se hacía por todos los puertos y fronteras ostensiblemente; las economías en el presupuesto inundaban las ciudades principales de militares cesantes, prontos a pedir el sueldo y el ascenso a la futura revuelta, como lo habían hecho siempre, y atestaban las oficinas públicas de traidores y conspiradores de corrillo, pero muy obstinados, muy implacables, que lo minaban todo y todo lo disolvían: ésta era la terrible conspiración, impalpable o irrepresible, de los empleados no pagados o mal pagados; conspiración eterna en México y que casi siempre fue eficaz.

     A todo acudió el nuevo gobierno: a ayudar a los Estados fronteros; a reforzar los contrarresguardos para evitar el contrabando del Norte; a reprimir movimientos revolucionarios, gravísimo alguno de ellos (Guanjuato), y sobre todo a crear recursos. Este era el escollo supremo. Los ministros de Hacienda pintaban valientemente la situación del tesoro; el presidente, en sus informes periódicos a las Cámaras, trazaba cuadros pavorosos de nuestras miserias. Resultaba que a pesar de las economías hechas en los sueldos de los empleados, a pesar de que no se atendía a la defensa de la frontera septentrional, que podía considerarse perdida (Sonora, Durango, Chihuahua), el deficiente, computando todas nuestras obligaciones, pasaba de trece millones; haciendo a un lado la mayor parte de ellas, se acercaba todavía a cinco millones, y no había, al otro día de la conversión, con qué pagar los intereses de lo que se llamaba la deuda inglesa; la última tentativa para fundar nuestro crédito venía bochornosamente por tierra. Las exigencias diplomáticas nos obligaron a encontrar expedientes provisionales para detener una probable guerra exterior y acallar momentáneamente a nuestros acreedores; unos ministros proponían como único remedio la suspensión de pagos, otros hacer entrar en las arcas federales las rentas de los Estados, y todos el aumento de impuestos: alzas a los derechos de importación, contribuciones a los productos de la industria fabril, etc. Lo más claro de nuestros exiguos recursos estaba en las rentas aduanales, pero, ya lo hemos dicho, el contrabando casi las nulificaba, y cuando las medidas del gobierno lograban ponerle coto, los filibusteros mexicanos (Carbajal y Canales), seguidos por los filibusteros de Texas, se organizaban ostensiblemente del otro lado del Bravo y, subvencionados por el comercio de Matamoros y las aduanas fronterizas, invadían al frente de pequeños ejércitos el territorio nacional, amagaban a Matamoros, a Camargo, promovían la separación de aquellas comarcas para formar una república aparte. El gobierno, exhausto, sacaba fuerzas de flaqueza y lograba rechazar la invasión, que iba a rehacerse al lado americano a ciencia y paciencia de las autoridades, que armaban las expediciones filibusteras en el Bravo, como armaban y empujaban a los bárbaros de la frontera noroeste, y las expediciones piráticas de Walker y Raousset, que, empeñado, en ser el Hernán Cortés de Sonora, llegó a apoderarse de Hermosillo en 52, por poco tiempo, y volvió luego a sus preparativos de conquista, a sus ensueños de poeta aventurero, a sus insaciables ambiciones, como las de sus abuelos los barones feudales de los tiempos de las Cruzadas.

     Un acontecimiento cuya trascendencia no pudo calcularse de pronto, vino a ser el anuncio del principio del desastre; el oficial superior que gobernaba a Matamoros, para allegar recursos y poder rechazar a los filibusteros, había motu propio alterado las tarifas del arancel, bajando las cuotas de importación. El caso dio motivo a interpelaciones fulminantes a los ministros, a reclamaciones desesperadas del comercio de importación (Tampico y Veracruz sobre todo), a acusaciones apasionadas y a calurosos debates; difícil era remediar el mal. El Congreso no atendía, o muy poco, las iniciativas financieras del gobierno; éste apenas podía ocuparse en sofocar los pronunciamientos, incesantes en Veracruz, en Sinaloa, en Michoacán; el país se disolvía, como llegó a decir el ministro de la Guerra, Robles Pezuela.

     Bajo estos tristes auspicios comenzó el año de 1852 con un nuevo Congreso, pero con una situación peor, que el presidente trazó con líneas sombrías en un discurso que parecía el De profundis de la federación y de la República. Como era natural, pedía recursos para colmar el formidable deficiente, pedía disposiciones que obligasen a los Estados a cumplir con sus deberes, que olvidaban por completo, pedía tropas con qué poder consolidar la labor de pacificación tan precaria del país e indicaba que se conciliasen los intereses de la industria y del comercio. Nada quería o nada podía hacer el Congreso. Las nuevas y espantosas incursiones de los bárbaros en Durango, hacían exclamar a los infelices habitantes de la frontera: «¡Llegó la hora suprema, vamos a desaparecer de la sociedad mexicana!» Y ni el Congreso ni el gobierno pudieron nada.

     Corrieron así los meses; todo se repetía, bárbaros, filibusteros, pronunciamientos, escaseces infinitas; una federación convertida en confederación por la excesiva libertad de los Estados; el Ejecutivo que pedía, ya que el Congreso nada arreglaba, que lo facultase para arreglar algo, petición sin éxito, el país sano aplaudiendo los primeros telégrafos, sosteniendo las publicaciones literarias; la prensa de oposición hiriendo al gobernante hasta en su vida privada, y los conservadores cubriendo de sarcasmo a la federación, al gobierno representativo y al sistema republicano; tal era el cuadro. Cuanto pasaba parecía darles razón: la obra de la Reforma apenas aparecía aquí y allí, ahogada por necesidades premiosas; Ocampo en Michoacán la iniciaba con energía, sosteniendo la libertad religiosa, atacando las obvenciones parroquiales y preparando atrevidos sistemas de nacionalización de la propiedad estancada, lo que, decía el señor Alamán, fue una de las causas más eficaces de la caída de Arista y decidió al clero a impulsar la revolución. Pero el presidente seguía firme su camino, sembrado de obstáculos, resistiéndose a separarse una sola línea de su deber constitucional.

     A mediados del 52 estalló una revolución en Guadalajara contra el íntegro y progresista gobernador López Portillo, honor del foro jalisciense; dueña de la capital la revolución, pronto invadió todo el Estado; mientras el ejecutivo federal se aprestaba a combatirla, los representantes de todos los enemigos de la situación acudían a Guadalajara, foco de la revuelta, y allí procuraban enderezarla contra el gobierno general. Halagando las codicias y resentimientos del ejército, los santanistas eran los más activos entre estos agentes del mal, y lograron que en septiembre la rebelión local se transformase en general, pidiendo la destitución de Arista; al fin, en octubre, todo aquel heterogéneo encuentro de apetitos, deseos famélicos y exasperados e instintos reaccionarios, todos los que temían las reformas (el clero movido por don Antonio Haro, agente de Alamán) y los que querían vengar algo, los que querían robar algo, los que querían comer algo, y los apasionados de la bola y del indispensable taumaturgo de Turbaco, se pusieron de acuerdo y de aquí nació el plan del Hospicio (octubre del 52), que mantenía el sistema federal, desconocía a Arista, apelaba a un nuevo Congreso, que reformaría la Constitución y salvaría al país, y llamaba en términos encomiásticos al Leneral Santa Anna. Cundió el movimiento por todas partes; el general Uraga, nombrado al principio para combatirlo y luego separado del mando, se puso al frente del nuevo ejército libertador; Tampico, entretanto, había hecho un pronunciamiento aduanal, bajando los aranceles, lo que dejaba exánime a Veracruz, que se pronunció también e hizo la misma combinación arancelaria.

     Esto fue mortal para el gobierno del señor Arista, a quien el Congreso escatimaba facultades. Muchos, la fracción del elemento militar que le era adicta, y los políticos de acción, lo empujaban a disolver el parlamento. Nunca lo consintió. Hizo en enero del 53 una tentativa para lograr nuevas facultades eficaces; fue inútil, y entonces, noble y estoicamente, presentó su renuncia y dejó el poder. Así este hombre, que había penetrado en la historia por el pasadizo obscuro, resbaloso y equívoco de las asonadas militares, salía erguido, alta y limpia la frente, bajo el arco triunfal del deber cumplido.

     El magistrado que presidía la Corte Suprema de justicia de la Federación, a quien, por ministerio de la ley, tocaba desempeñar la presidencia de la República, era un juez íntegro, un jurisperito cabal, que estaba en el vigor de la edad (poco más de cuarenta años), de temperamento bilioso y de carácter enérgico. Se encargó el señor Ceballos de la presidencia para facilitar al Congreso el nombramiento de un interino, y este nombramiento recayó en él. Investido así de un interinato que podía considerarse indefinido, trató de plantear claramente el problema de la situación. La revolución se había hecho dueña de los elementos más activos del país, y la dimisión de Arista le daba una fuerza mayor todavía; nada podía contrarrestarla, su triunfo era seguro. Se trataba, pues, de transigir con ella para pacificar el país y evitar el derramamiento de sangre, en primer lugar, y en segundo, para impedir la presidencia del general Santa Anna, hacia quien gravitaba ya todo el movimiento y a quien Ceballos, como todos los liberales de gobierno, tenía una especie de horror, bien justificado por cierto.

     Con el fragmento de ejército que tenía en su poder, y que podía darle alguna respetabilidad e importancia para imponer la transacción, apenas podía contar, sobre todo por la inmensa impopularidad del Congreso. Este cuerpo, que había precipitado con verdadera insensatez la caída de Arista, como si fuera cómplice de la reacción santanista, era odioso para muchos liberales por ese hecho, y por creerlo inepto para encontrar remedios a la situación financiera; había desprestigiado el régimen parlamentario, lo que los conservadores aprovechaban para demoler las instituciones.

     Ceballos creyó necesario suprimir este estorbo, convidando al Congreso a suicidarse expidiendo la convocatoria de una Convención, que fuese la fórmula misma de la transacción con la revolución triunfante y de la que todo podría salir, menos una presidencia de Santa Anna; un ejército podía llamar a este hombre, un Congreso nunca.

     Cuando los representantes conocieron las iniciativas del presidente, con verdadero estupor se dispusieron a sucumbir cumpliendo con su deber y en el acto asumieron una actitud augusta. Contestaron al empeño presidencial, consignando al presidente mismo al Gran Jurado Nacional; entonces el señor Ceballos hizo disolver las Cámaras; los diputados y los senadores protestaron, procuraron seguir reuniéndose, hasta que la policía los obligó a dispersarse, en medio de la indiferencia o la rechifla pública. Pero con su acto perfectamente ilegal, el señor Ceballos había roto sus títulos, no era constitucionalmente presidente, y cuando la guarnición de México se pronunció por él, no era ya sino un revolucipriario más. Pronto se convenció de esto y de que su fuerza moral estaba perdida; el jefe de las fuerzas del gobierno (Robles, Pezuela) se unió a Uraga, jefe de la revolución, y ambos invitaron a Ceballos a cubrir con su autoridad interina un arreglo que creaba una dictadura de un año, como prefacio de la Convención, y encargaba de ella a Santa Anna. Ceballos dejó el gobierno a un general cualquiera y se volvió a la Corte de Justicia; había fracasado su intento; para lograrlo, habría sido necesario un perfecto acuerdo con el Congreso y que éste le hubiera dado todas las facultades necesarias, dejándole el campo libre. No pudo ser así, y el desastre completo del gobierno de los moderados, que llegó con él a la forma revolucionaria, dejaba el terreno expedito a la lucha de los elementos extremos; la crisis no podía terminar sino con una espantosa guerra civil: esto era fatal. Los moderados eran hombres de tiempos normales, y el mismo Ceballos, con el arreglo cuerdo y justo de la cuestión de Tehuantepec, que alejó indefinidamente del istmo el peligro americano, probó lo buen gobernante que habría sido en épocas de estabilidad y orden.

     Los Estados Unidos, empujando a los bárbaros y a los filibusteros sobre toda la frontera del Noroeste, y armando o dejando armar ejércitos de contrabandistas sobre el Bravo, habían sido la causa primordial de la ruina del federalismo, inutilizando al gobierno central para imponerse a los Estados dentro de la Constitución y creando las cuestiones arancelarias en los puertos, que lo desquiciaron todo e hicieron de los mercaderes los corredores de la revuelta y los árbitros de la situación. Así como enjambres de agentes comerciales iban y venían de Tampico a la frontera y de Veracruz a México y Guadalajara, para dar pábulo al movimiento de Jalisco, así enviaron comisionados al proscripto para obtener su favor. El proscripto llegó; nada había olvidado, nada había aprendido: sus mismas ineptitudes, su mismo patriotismo jactancioso, su misma vanidad, su mismo instintivo programa de gobierno, que consistía en hacer de la República un cuartel, de los mexicanos un regimiento, y en pillar la caja del Cuerpo: eso era lo que traía del destierro. Aceptando que sólo podía gobernar sin constitución, echó mano de los que, desde el instante que prescindían de su actitud constitucionalista y se volvían los voceadores de la dictadura, dejaban de ser conservadores para ser revolucionarios y reaccionarios. Alamán había formulado el credo del nuevo partido de amalgama de la clase rica, del clero y del ejército. En una carta muy firme y sin una sola lisonja (al contrario), dictó con entereza más bien que expuso a Santa Anna las condiciones únicas con que el partido reactor consentiría en gobernar con él: la revolución de Jalisco se convirtió en general, gracias a los trabajos del clero, «asustado por las tentativas reformistas de Ocampo» decía Alamán; «estamos, pues, en el caso de proponer un acuerdo: 1º, intolerancia religiosa absoluta, por ser la religión el único lazo que existe entre los mexicanos; nada de inquisición ni persecuciones, pero guerra a las obras impías; 2º, un gobierno fuerte, pero sujeto a ciertos principios y a ciertas responsabilidades; 3º, extinción completa del sistema federal y de todo lo que se llama elección popular (ya vimos cómo Alamán entendía la cuestión electoral en la famosa convocatoria del tiempo de Paredes); 4º, organización de un ejército competente para las necesidades del país; 5º, nada de Congresos; Santa Anna bien aconsejado, esa será toda la Constitución». Alamán fue el jefe del gabinete; Lares, Haro y Tamariz, Díez de Bonilla y Tornel, fueron sus compañeros; la flor de la contrarreforma. Alamán no había dicho por escrito a Santa Anna todo su pensamiento, mas el dictador lo conocía y convenía en él; hélo aquí: para conjurar el peligro americano, cada vez más evidente, era necesario establecer en México un protectorado español y la monarquía de un Borbón (era el medio seguro de precipitar el peligro americano). El enviado mexicano, Hidalgo, empezó a dar forma al pensamiento en una serie de conferencias con el jefe del gobierno español; la separación del ministerio de este personaje y la muerte de Alamán lo aplazaron todo, de lo que Santa Anna se alegró.

     El gobierno reaccionario, complicado con el de la camarilla exclusivamente militarista de Santa Anna, publicó por todo estatuto una especie de reglamento administrativo muy lacónico y principió su obra. Fuera enemigos: comenzó con el destierro de Arista y siguió con el de todos los hombres de importancia del partido liberal; fuera censores: la ley Lares hizo imposible, no la libertad, sino la existencia de la prensa; fuera obstáculos: repartió los departamentos entre militares, varió la división territorial y constituyó a cada gobernador, a cada prefecto, a cada ayuntamiento, en agente directo del poder central, único elector y distribuidor de funciones, único reconcentrador de fondos; no era aquél un poder central, sino único en toda la fuerza de la palabra.

     Pero, como siempre, el gobierno, que aumentaba sin cesar el ejército (el cáncer de los gobiernos centralistas), y que en paradas, procesiones y fiestas militares, delirio del dictador, gastaba lo más neto de las rentas públicas, se encontró aculado a la cuestión financiera, el callejón sin salida de todos los gobiernos mexicanos. Haro, que era el ministro de Hacienda, hombre muy probo, muy fanático, muy excéntrico, había espantado a los agiotistas, había emprendido valientes economías y una lucha sin tregua contra los despilfarros del dictador: acabó por proponer un empréstito con hipoteca de todos los bienes del clero; Santa Anna, que no lo toleraba, le hizo entonces renunciar. Con la muerte de Alamán y la separación de Haro, cesa el gobierno del partido reaccionario; muchos reaccionarios quedan en la administración y por odio al federalismo la sirven, pero en segunda línea, a la cola de los militares, que son los dueños de la casa.

     El señor Alamán, como la mayor parte de los políticos latinos, era admirablemente práctico en sus censuras al régimen que detestaba, pero exclusivamente teórico y sin sentido profundo de la realidad en la práctica de los negocios. Organizó al partido conservador como un grupo de combate, intransigente con las ideas reformistas y con la influencia norte-americana en México, y arrastró a la Iglesia en pos de sí. La primera obra fue un error capital: combatir sin tregua a los liberales moderados, a quienes debía haber sostenido a todo trance si hubiese conocido de veras a su país; su segunda obra fue una falta inmensa: complicar al clero con el santanismo y la dictadura. Así no lo fortificaba, sino que lo sometía a todos los azares políticos y autorizaba la represalia suprema, la desamortización. Además, dejó por herencia a su partido la esperanza en una intervención extranjera y una monarquía, es decir, la muerte eterna.

     La obra de la reacción careció pronto de brújula; la idea del gran político reaccionario de hacer imposible la tiranía del dictador por medio de buenos consejos, era un sueño; el gobierno personal quedó fundado y el tirano recibió del ejército, puesto en acción política, mil títulos, aun el de emperador; Santa Anna se contentó con el de Alteza Serenísima; y todo, el boato y el esplendor desplegado sin cesar, la resurrección de creaciones monárquicas (la orden de Guadalupe) y de toda la indumentaria reglamentaria y aparato de los tiempos de la realeza, acusaba en el dictador la pasión de imitar al segundo Napoleón (Napoleón III), como Iturbide había pretendido parodiar al primero: la corona no estaba lejos; se iba a ella por medio del despotismo más minucioso, del despilfarro más cínico, del favoritismo más descarado, de los besamanos, las orgías y los bailes. Jamás habían lucido los soldados tan costosos y pintorescos uniformes, las iglesias tan tentadores ornamentos, las señoras alhajas tan espléndidas; jamás había estado la República con los pies más atascados en el fango de la miseria, de la ignorancia y del vicio, jamás había lucido un penacho más pomposo.

     La vieja oligarquía criolla, que así abdicaba en manos del déspota, se contentaba con cierta seguridad en los caminos, con la esperanza de sacar un buen premio en la lotería del agio, con su terror a los reformistas. El que había de formular el pensamiento reformista próximamente, era un empleado que, haciendo abstracción de la situación política, presidía cierto movimiento de ascensión hada las mejoras materiales: líneas telegráficas realizadas, líneas férreas proyectadas, creación de la estadística, publicaciones útiles: se llamaba Miguel Lerdo de Tejada.

     En marzo del 54, un obscuro jefe militar proclamó en Ayutla, en el departamento de Guerrero, que hacía meses inquietaba al gobierno por la actitud de los generales Álvarez y Moreno y del coronel Comonfort, un plan secundado por estos jefes, que lograron hacerse dueños de Acapulco. El plan se reducía a despojar del gobierno a Santa Anna, a protestar el respeto a las garantías individuales, al ejército y a los comerciantes. Ni una sola palabra de federalismo o de reformas; al contrario, parecía dominar en él una tendencia centralista: un general en jefe que, cuando la mayoría del país hubiese aceptado el plan, reuniría una pequeña asamblea de representantes de los departamentos por él nombrados, la que eligiría un presidente interino con facultades omnímodas, y convocaría en plazos perentorios un Congreso encargado de constituir a la nación bajo la forma republicana, representativa y popular; tal era el plan.

     El gobierno, de antemano, había ocupado puntos importantes en el Sur, y al tener noticia de la rebelión, lo invadió por diversas partes con mucha actividad; poco después, el presidente mismo fue a dirigir la campaña, que cuenta admirablemente en sus memorias (inéditas) el general Sóstenes Rocha, entonces oficial en el batallón de zapadores; fue un fracaso colosal: las tropas de línea se abrieron paso hasta Acapulco por entre las bandas apenas disciplinadas de Álvarez; en Acapulco no pudieron vencer la noblemente obstinada resistencia del general Comonfort y volvieron a su punto de partida; pero la revolución quedó confinada en el Sur (Guerrero y Michoacán) por mucho tiempo. Mientras Comonfort se eclipsaba, marchando a los Estados Unidos en busca de armamento, de que carecían casi completamente los insurrectos, el dictador se esforzaba en impedir por medio del terror que el incendio cundiera: la ley terrible de conspiradores, que no tenía más sanción que la muerte, fue frecuentemente aplicada: cárceles, destierros y confinamientos siguieron siendo el pan cotidiano; la soberbia, el boato y el derroche eran las únicas reglas de gobierno. Y parecía que jamás podría salirse de aquella situación: la lisonja elevaba a un grado insensato, una especie de deificación incesante de Su Alteza, las apoteosis ridículas del héroe de Tampico, que se materializaban en sus fiestas onomásticas a tal grado que las procesiones de su retrato o en su honor eclipsaban la fiesta popular del Corpus, parecían indicar que el hombre providencial, el primero en la guerra y el primero en la paz, como le llamaban los únicos periódicos que compraban su derecho a vivir con la adulación sin límites, se perpetuaría en el poder.

     Al mediar el año de 54, Raousset-Boulbon, creyendo que el momento era propicio para realizar su sueño de conquista y de riqueza, porque se creía que Sonora era una California inexplorada, cien veces más rica que la otra, se puso al frente de un grupo de franceses y alemanes, de antemano recibidos como colonos, y pretendió apoderarse de Guaymas; después de una refriega sangrienta, fue capturado con los que sobrevivieron de sus compañeros; el general Yáñez, que había dirigido con superior entereza la defensa de la ciudad, perdonó a los aventureros, pero se vio obligado a ordenar la ejecución de su jefe, que por su valor, su arrogante prestancia y sus modales caballerescos, conquistó la simpatía y la piedad de todos; murió con la serenidad y la devoción de un paladín. Hombre de imaginación y de energía extraordinarias, quiso hacer de su vida una novela, y lo consiguió; no le faltó ni el epílogo, a un tiempo trágico y heroico.

     Santa Anna, con una especie de envidia senil y torpe, mientras el país entero aclamaba a Yáñez, lo sometió a un consejo de guerra por toda recompensa. No toleraba nada, se aislaba; sólo su camarilla disfrutaba de sus intimidades y de sus regalos sin fin. Dos íntegros magistrados de la Suprema Corte de Justicia, los señores Ceballos y Castañeda, por haber rehusado la condecoración de Guadalupe, fueron destituidos y el primero tomó el camino del destierro, de donde no debía volver. Quedó así destruida la inamovilidad del poder judicial, única salvaguardia de la independencia de la magistratura, que era la sola barrera posible del despotismo.

     La revolución, con la vuelta de Comonfort al país, recobró nuevo brío y empezaron a contrabalancearse las victorias del gobierno, con su epílogo obligado de ejecuciones militares, y las de la revolución, marcadas frecuentemente por los actos generosos de Comonfort. El país comenzó a fijarse en este caudillo: como la revolución se había presentado con un programa análogo al de todos los levantamientos y que nada quería decir para el pueblo sensato; como el ejército revolucionario se componía de guerrilleros acostumbrados a toda especie de desmanes, y como la dictadura amontonaba víctimas sobre víctimas, haciendo nacer por doquiera un anhelo infinito de venganza, que se reflejaba en las publicaciones clandestinas de los revolucionarios o en las que imprimían en el extranjero, todo el mundo temía que a los horrores de la tiranía siguiese una tentativa de imitación de los años terribles de la revolución francesa, sólo explicables allá, bajo la amenaza de la desaparición de la patria, atacada por la Europa entera. Así es que los esfuerzos, frecuentemente eficaces, de Comonfort por humanizar la guerra civil y por organizar los ejércitos informes de la revolución, fueron vistos con profunda simpatía, que se tradujo, al día siguiente de la victoria, en una popularidad inmensa.

     Santa Anna, para hacerse de recursos, hubo de consentir en vender una fracción del territorio nacional, lo que modificaba los límites fijados por el tratado de Guadalupe, haciéndonos perder una porción de terreno (la Mesilla), que de hecho dominaban los americanos, y suprimiendo la obligación contraída por ellos (y que jamás habían cumplido) de impedir las incursiones de las tribus bárbaras en nuestro territorio. Llevar la ostentación del poder hasta negociar una parte del territorio nacional, pareció una monstruosidad sin ejemplo, y era claro que, si en alguna cosa la nación debió haber tomado parte, era en esta cuestión, que no tuvo otro objeto que proporcionar siete millones al Erario, que se tragaron instantáneamente la guerra y el agio. Mas para mostrar que la nación apoyaba su despotismo, inventó el ministerio, imitando lo que Napoleón III había hecho recientemente en Francia, un plebiscito, groseramente dispuesto para dar una cantidad de votos aparentes al dictador y la dictadura.

     Sin embargo, el hombre estaba inquieto; su viejo instinto de revolucionario le hacía comprender que el levantamiento iba apoderándose de la voluntad de la nación, cansada horriblemente de la lucha y ansiosa de garantías y de paz. El dictador hizo un nuevo viaje al Sur y otro a Michoacán, siempre en medio de ovaciones ruidosas y de procesiones triunfales; pero todos advertían que las cosas quedaban en el mismo estado: la revolución cundía de Michoacán a Jalisco, Colima caía en poder de Comonfort, que había logrado capturar una de las mejores brigadas del ejército y asegurarse la adhesión de su jefe (el general Zuloaga), y Vidaurri se adueñaba de Monterrey y proclama la autonomía de una fracción importante de la frontera.

     Era preciso hacer algo que pareciese dar satisfacción a un sentimiento general; de aquí vino al dictador la idea de consultar a personas de opiniones conservadoras, aunque alejadas de la política, y de ilustración indudable, sobre la manera de transformar el gobierno personal en un gobierno nacional. El insigne jurisconsulto Couto redactó el dictamen, que condenaba, con razones perentorias, toda tentativa monárquica y que marcaba como objeto principal de la constitución futura la garantía efectiva y práctica de los derechos individuales. El señor Couto, el jefe del cabildo eclesiástico Moreno y Jove, y otros próceres de su talla, marcaban la línea en que los liberales de gobierno y los conservadores se confundían en un mismo odio a la tiranía y a la anarquía. Era aquel grupo enteramente distinto del que había guiado el señor Alamán; éste era reaccionario a todo trance, el otro era propiamente conservador, tan necesario como el reformista en la marcha normal de las instituciones libres.

     Santa Anna no hizo caso del proyecto; cuando, a mediados del 55, supo que los levantamientos comenzaban en el Estado de Veracruz y temió que la revolución le cortase la retirada, huyó de México, abandonó a sus ministros, que se escondieron, y lanzando un manifiesto en que ensalzaba su conducta y hacía llover toda serie de injurias sobre los autores de la revolución infame de Ayutla, se embarcó para el extranjero.

     Todo un período de nuestra historia desaparecía con él, no sin dejar largos y sangrientos rastros, a manera de visos rojos de crepúsculo. La historia nacida de la militarización del país por la guerra de independencia y de la anarquía sin tregua a que nuestra educación nos condenaba, manifestaciones morbosas, pero fatales, de nuestra actividad personificadas en Santa Anna, iba a concluir; la tragedia perdía su protagonista. Lenta, pero resuelta y definitivamente, otro período histórico, otra generación, otra República iban a entrar en escena.

     Pudo aquella situación caer en una sima más honda todavía; en México, a compás de furiosos tumultos populacheros, la guarnición se pronunciaba por el plan de Ayutla, su jefe convocaba una asamblea a su guisa, y ésta nombraba un presidente interino: los hombres de orden, amedrentados por el triunfo de los revolucionarios, y los héroes del día siguiente, peritos en el arte de escatimar en su provecho las consecuencias de las crisis políticas, pretendían de este modo, por un juego de cubiletes, convertir la revolución en una intriga; Haro y Tamariz lograba atraer el Estado de San Luis y la excelente tropa que allí había, y después a Doblado, en Guanajuato, hacia sus miras; Vidaurri campeaba por sus respetos; el ejércilo de S. A. S., derrotado sin ser vencido, estaba a punto de prolongar la resistencia con oficiales de hierro como Osollos, Márquez y Aljovín. Todo lo calmó la gran voz honrada de Comonfort; el ejército se sometió, el honorabilísimo general Carrera, presidente de la capital, dimitió; Haro y Doblado se pusieron de acuerdo con el iniciador de la rebelión de Ayutla, una asamblea se reunió en Cuernavaca y fue presidente interino el general Álvarez, el viejo soldado de Morelos y Guerrero, que a fuerza de astucia y de prestigio en las agrias serranías del Sur, había sabido crearse un vasto cacicazgo patriarcal que nadie se atrevía a tocar.

     Álvarez, dejando a Comonfort todo lo concerniente al ejército como ministro de la Guerra y generalísimo, puso el gobierno en manos de los reformistas: Ocampo en Relaciones, Juárez en Justicia, Prieto en Hacienda. Comonfort quería conservar el ejército reformándolo, la masa del partido reformista quería suprimirlo y reemplazarlo por la guardia nacional; el ministro de la Guerra sostuvo sus propósitos y logró neutralizar las resistencias, y por eso el ejército, que había llegado al apogeo de su preponderancia con la dictadura, veía con profunda hostilidad a los reformistas y consideraba a Comonfort como su arca de salvación. Los reformistas empren dieron su obra por grados, pero con entereza y decisión: se suprimieron los fueros eclesiásticos en materia civil y se excluyó del voto electoral a los clérigos. Los obispos protestaron; era tarde: ellos mismos habían creado su situación; no sólo habían resistido siempre a las tentativas reformistas, desde que este partido definió su programa con Zavala, Gómez Farías y el Dr. Mora, en lo que estaban en su perfecto derecho, sino que, para combatir las tímidas empresas reformistas de los moderados, se afiliaron ostensiblemente en un bando político y tomaron parte con su influjo social, con las armas eclesiásticas y con el dinero en la lucha. Durante la dictadura, a la que los hombres pensadores del clero no eran afectos, los más intrépidos entre los jefes de la Iglesia habían hecho lo posible para recuperar la supremacía de los tiempos coloniales, y esto era la negación misma del progreso intelectual, inconcebible sin la libertad de creer y pensar; las libertades que la civilización ha ido haciendo necesarias, y que son los ideales en perenne realización de la humanidad selecta, sin lo que se llama la libertad de conciencia no se explican, como no se explica el sistema planetario sin el sol.

     No había, pues, remedio: la batalla iba a empeñarse; los contrarrevolucionarios iban a hacer el último esfuerzo en la lucha civil; ostensiblemente se preparaban a ella. ¡Ah, si pudieran complicar en su empeño a alguna gran nación latina! ¡España, una esperanza; Francia, un ensueño!...

     Comonfort era un hombre de intención recta y de gran corazón; él sintió venir el mar de sangre y se propuso evitar a su patria esta desgrada inmensa: no defraudar la revolución, no provocar la guerra dvil, éste fue todo su propósito. Con él, aceptó del general Álvarez la presidencia de la República en diciembre de 1855.

     El primer capítulo de la crisis, cuyo prefacio fue el levantamiento de Ayutla y cuyos antecedentes corrían mezclados a toda nuestra historia, fue terrible, fue la presidencia de Comonfort. Todo era grave; en el Exterior, es decir, en Europa (porque los Estados Unidos medían mejor nuestro esfuerzo y nos respetaban un poco más), Inglaterra, a quien más le debíamos, a quien menos le pagábamos, por ende, porque nuestros recursos apenas bastaban para el pan cotidiano, es decir, para impedir o combatir el motín, para medio pagar el ejército fiel y pagar, cuando se podía, a los empleados; Inglaterra nos veía con desdén, de vez en cuando mostraba los dientes y, sin cuidarse de la justicia, presentaba alguna exigencia que teníamos que obedecer; Francia, con cierta suavidad y cierta simpatía, y cierta incurable ineptitud de observación clara en sus enviados diplomáticos, y un gran tono protector, parecía buscar algo aquí o esperar algo; España, maternalmente, pretendía reducirnos a su dependencia diplomática, y aunque sus plenipotenciarios en México, pronto ligados con nuestra sociedad, solían ser deferentes por extremo, el gobierno era imperioso, protector y duro en sus exigencias, para hacer cumplir convenciones más o menos injustas, o castigar crímenes cometidos contra españoles con procedimientos excepcionales. Así quedaba consolidada la tutela diplomática absoluta, cohonestada por el estado de perpetua anarquía en que vivíamos. Teníamos tres botas no sobre el cuello, pero sí sobre el vientre. El Interior estaba en perpetua efervescencia; desde que el programa reformista comenzó a desarrollarse, no hubo un día sin un pronunciamiento, sin una sedición, un motín, una revuelta en algún punto de la República; era un perpetuo movimiento trepidatorio; parecía que debajo había una erupción en preparación creciente; la situación política ocultaba un cráter. Al subir Comonfort a la presidencia, la obra de pacificación era por tal modo complicada y difícil que se necesitaba una especie de heroísmo para acometer la empresa. Doblado y Uraga mantenían el Bajío en rebelión; Lozada, un cacique a sueldo de contrabandistas de alto vuelo, dominaba la región del Nayarit; Tepic y San Blas estaban destinados a ser sus tributarios, y Vidaurri continuaba señoreando de un gran sector de nuestra frontera. Doblado se sometió, Uraga fue sometido; andando el tiempo, Vidaurri se vió obligado a transigir con el gobierno y a ponerse a sus órdenes; pasaba por ser la espada del partido exaltado.

     Pero en donde el ejército, amenazado en sus privilegios, logró constituir un peligroso centro de acción fue en Puebla; en torno de un cura belicoso se formó el primer núcleo en Zacopoaxtla; todos los oficiales santanistas se dieron allí cita; allí se presentó fugitivo don Antonio Haro, especie de candidato a la presidencia de los conservadores; las fuerzas que mandó el gobierno se pasaron: el mejor general de que podía disponer, Del Castillo, traicionando a Comonfort, se unió con todas sus fuerzas a los pronunciados, que ya así pudieron apoderarse de Puebla. Allí permanecieron, esperando que se les reuniese el resto del viejo ejército, aquel que empezó por ser el trigarante, del ejército privilegiado, que se había ido, por decirlo así, engendrando a sí mismo, el que al través de todos los pronunciamientos y revueltas había venido del 21 al 47, en donde se extinguió su primera generación, comenzando la nueva, la que había de concluir en 69, dejando en pie al ejército nacional. Pero esperaron en vano. El Constituyente, reunido ya, daba alma legal a aquella situación hasta entonces revolucionaria, y al llamamiento de Comonfort se improvisaron recursos y brotaron legiones cívicas. Con el brillante núcleo permanente que consistía, sobre todo, en la brigada Zuloaga, personalmente fiel a Comonfort, la guardia nacional adquirió consistencia y se batió perfectamente. Contra los cuatro mil hombres escasos de la reacción, el presidente envió como quince mil, que los obligaron, después de la sangrienta jornada de Ocotlán, a encerrarse en Puebla, donde al cabo de un severo sitio todos se rindieron y fueron castigados con una especie de degradación militar: humillación que no los inutilizaba, y sí los disponía a venganzas implacables.

     Por más que Comonfort tuviese un programa eminentemente conciliador y se nutriese con la esperanza de ir haciendo tragar lentamente la reforma al país, los reactores hacían imposible su tarea. En honor de la verdad, el clero secular (el regular simpatizaba con la lucha civil, con excepciones marcadas) guardaba bien las apariencias, y los obispos procuraban cuidadosamente no dar pábulo ni a las protestas armadas ni a la guerra. Entre ellos se distinguía por sus bellas cualidades personales, por su talento y su saber vivir, el obispo de Puebla, cuya diócesis era el centro de todos los conatos de rebelión. Cuando los soldados, llevando la bandera de la guerra de religión (religión y fueros), se apoderaron de Puebla, el obispo se declaró neutral y cedió a sus exigencias, dándoles recursos, porque eran el hecho organizado en forma de gobierno militar; hombre de temperamento ardiente y batallador, pero de alta sindéresis, el señor Labastida comprendió que vincular la suerte de la Iglesia, más que nunca amagada por los planes reformistas, al éxito de una asonada militar, era insensato, y que la verdadera conveniencia del clero consistía en apoyar al débil, bondadoso y tímido estadista que ocupaba la presidencia; pero después del atentado militar que había costado tanta sangre, Comonfort se vio obligado a ponerse del lado de los reformistas, procurando neutralizar en lo posible la severidad de las grandes determinaciones que fue preciso dictar. Los bienes del obispado de Puebla fueron secuestrados, para atender con su venta a los gastos de la guerra, y el obispo lanzó una protesta tras otra.

     Los ministros se entretuvieron en defender con autoridades eclesiásticas la legitimidad del procedimiento; el obispo los refutó victoriosamente. Así se veían las cosas en aquel tiempo; nosotros las vemos bajo un ángulo distinto: la razón en que se apoyaba el gobierno y que lo justificaba era eminentemente política, no era jurídica; sus fundamentos no estaban en los cánones ni en los códigos; estaban en la necesidad de vivir del Estado. Las palabras del obispo de Puebla, que rechazó indignado los reproches de complicidad con los fautores de la asonada militar, y que decía la verdad probablemente, mostraban de una manera irrefutable que, en su concepto, había un dualismo en la constitución social, que debía trascender a la ley. El obispo de Puebla decía que había reconocido al gobierno o jefatura militar establecida por la rebelión en Puebla como un gobierno de hecho, y había tenido que obedecer las exigencias de este gobierno en materia de recursos. Es decir, la Iglesia en Puebla se declaraba neutral entre los beligerantes, porque se creía una institución que, en virtud de su constitución misma, estaba aún en lo puramente temporal (nada más temporal que la propiedad raíz) fuera del alcance de la autoridad del Estado; para que éste pudiera ser obedecido en cuanto a los bienes temporales de la Iglesia atañía, necesitaba ponerse de acuerdo con el rey de la sociedad eclesiástica, el teócrata de Roma. Esta doctrina era perfectamente ajustada a las enseñanzas de la Iglesia, y los teólogos del presidente Comonfort perdían lamentablemente su tiempo sacando a relucir con este motivo las doctrinas regalistas. Se trataba, lo repetimos, de un dualismo, de la perpetuidad de un Estado eclesiástico excéntrico conviviendo con el Estado político, que a su vez tendía con propensión irresistible a la unidad. Esta fue la razón suprema de cuanto hizo la Reforma y la irrefutable base del derecho de intervenir los bienes de la diócesis de Puebla; y como el obispo puso un ardiente celo (era su deber y su derecho) en defender los fueros de la Iglesia, y como era preciso descabezar la resistencia formidable que organizaba el clero contra los ensayos reformistas, el gobierno le obligó a salir del país. El obispo se creyó autorizado desde entonces para procurar desde el extranjero la conclusión de aquel estado de cosas y para buscar el remedio radical a los males de la Iglesia en la transformación completa del régimen político de su país; su celo no igualaba a su perspicacia.

    Poco tiempo después del regreso triunfal de Comonfort a México y de las fiestas populares organizadas para celebrar el advenimiento de la paz, en aquella hora, que fue uno de tantos paréntesis de luz artifical en la noche, la dificilísima situación del gobierno tomó otro aspecto.

     El Congreso, dominado casi siempre por la influencia de los reformistas radicales, se mostraba completamente refractario a la política conciliadora del presidente, que era como la lanza fabulosa que curaba las heridas que hacía, y que, a los grandes castigos en masa, hacía suceder perdones y amnistías parciales. Comonfort, a pesar de la sangrienta experiencia reciente, no desistía en su empeño de favorecer al ejército antiguo, atrayéndose al grupo reaccionario a fuerza de lenidad, de tolerancia y halagos, casi siempre recompensados con perfidias, desprecios y rebeliones. La conducta de Comonfort con el coronel Osollos, hombre de gran valor y notable prestigio entre sus compañeros de armas, fue típica; siempre en lucha, conspirando siempre en su patria o en el extranjero, Osollos, vencido y rehecho sin cesar y perpetuamente en la brecha, tuvo que esquivar los favores y halagos del gobierno, que en la rebelión, en la derrota, en el extranjero, perseguía al joven oficial con ofertas y regalos, noblemente rechazados. La disidencia, cada vez más acentuada entre el Constituyente y el jefe del Ejecutivo, cedía, por fortuna, siempre que el gobierno buscaba apoyo para sofocar una rebelión, para hacer frente a una crisis.

     El gobierno creyó necesario mostrar enérgicamente su independenda de la mayoría demagógica (como decían los conservadores y pensaban los ministros), y promulgó motu propio una especie de constitución provisional que se llamó Estatuto, y que, obra principalmente de los señores Lafragua, Yáñez y Payno, organizaba la dictadura nacida del plan de Ayutla, consignaba serias garantías, limitaba el poder discrecional del presidente, que en ningún caso podía imponer la pena de muerte, creaba un estado excepcional para el clero dentro de la ciudadanía (prohibición de votar y ser votado), y daba la medida del programa de reformas que el partido moderado creía posible realizar en el estado del país. Vidaurri, en plena rebelión, protestó contra el Estatuto, que mantenía suspensa la vida de la Federación, y el Congreso manifestó su disgusto y siguió revisando los actos de la administración de Santa Anna.

     A pesar de todo, el Ejecutivo pretendía probar que comprendía el deber de procurar las reformas radicales, aunque no anti-religiosas, que el partido puro ansiaba, y, bajo los auspicios del secretario de Hacienda, don Miguel Lerdo de Tejada, el progresista infatigable y el economista irrefutable, se expidió la ley de desamortización de bienes de corporaciones, y como las corporaciones eclesiásticas y sus accesorias poseían la mayor parte de la riqueza real de la República, la Iglesia levantó una protesta enérgica y unánime. Sin embargo, hacía tiempo que se sabía que esta medida iba a ser dictada, y el señor Lerdo tuvo cuidado de no insertar un solo concepto político en los considerandos de su ley (aprobada después por el Congreso); todos sus fundamentos, eran económicos y financieros: movilizar la riqueza territorial, aliviar el estado del tesoro con los derechos que causarían las multiplicadas operaciones a que esta movilización daría lugar, éste era el plan en la forma; en el fondo era una gigantesca revolución social, de efectos infinitamente más lentos de lo que esperaban sus autores, pero segura, como todos los cambios radicales en la forma de la propiedad. No se disminuía el valor de la propiedad eclesiástica; la propiedad pasaba, es cierto, a manos de los adjudicatarios, inquilinos o no, pero éstos quedaban reconociendo a la Iglesia el monto de la propiedad así transformada; si al frente de la iglesia mexicana hubiese habido un gran estadista en aquellos momentos, y no un honrado y excelente sacerdote, pero tímido y rutinero por todo extremo (el arzobispo Garza), y si la cátedra de San Pedro no hubiese estado ocupada por un santo e inflexible apóstol, sino por un político de la talla de León XIII, la Iglesia habría aceptado la ley Lerdo y se habría encontrado con una cantidad considerable de documentos hipotecarios en sus arcas, y como nadie habría tenido inconveniente en negociarlos, habrían triplicado su valor; con esta riqueza circulante, consagrada a grandes empresas materiales, como la construcción de ferrocarriles (así llegó a proponerlo el obispo de Puebla), se habría evitado la guerra civil y unido el progreso del país a la fortuna de la Iglesia.

     Ciegamente el episcopado protestó, y la guerra quedó definitivamente declarada entre el estado laico y el eclesiástico. Esto era fatal; era, lo hemos indicado ya, la consecuencia de toda nuestra historia. El clero, armado de sus inmensos privilegios y riquezas, en los tiempos coloniales, no fue un peligro para la unidad del Estado, porque, en virtud del patronato, el Estado lo tutoreaba y explotaba; cuando una fracción de ese clero, la Compañía de Jesús, pareció aspirar a compartir el dominio del Estado, fue implacablemente exterminada por el monarca. Hecha la independencia, nulificado casi el patronato, el clero se halló emancipado, dueño de sí mismo, y minando la unidad, es decir, la existencia del Estado; éste reobró para vivir, y de aquí la reforma. Apuntaba una guerra de religión; nuevo período de sangre y lágrimas.

     Esto lo veía todo el mundo; el Congreso, creyendo, y acaso esto era lo más racional, que la lucha vendría con o sin las medidas de clemencia, continuaba su obra asestando golpes rudos al clero; revisando los decretos de Santa Anna, encontró el que restablecía a los jesuitas, y lo nulificó, obligándoles a salir del país, lo que dolió mucho a la mayoría católica de la sociedad; pedagogos hábiles por su destreza en estudiar inclinaciones y explotarlas, admirables para quebrantar caracteres y hacer de la disciplina una religión, capaces de obtener, a fuerza de artificio, una suma portentosa de erudición literaria de capacidades medianas, los padres de la Compañía son los educadores menos de acuerdo con los preceptos del verdadero arte pedagógico, basados todos en la conquista de la libertad y el crecimiento de la responsabilidad. En México eran unos cuantos, y bien inofensivos, en aquellos días; el partido radical hirió en ellos la historia semi-legendaria de su querella con la sociedad moderna y sus doctrinas teocráticas.

     La emoción intensa producida por estas medidas crecía y se multiplicaba a medida que el proyecto de Constitución era conocido, comentado y discutido apasionadamente por la prensa en todas las esferas sociales. Los sucesos de Jalisco, que amenazaban con romper los vínculos federales, que de hecho existían a pesar de la dictadura; las reclamaciones de España contra la decisión del gobierno de innovar el tratado del 53, que había tenido deplorables resultados financieros por haberse introducido créditos dudosos al liquidarse nuestra deuda para convertirla, subrayaban con líneas negras en el horizonte la marcha del Constituyente por un camino que el Ejecutivo no quería seguir. El Ejecutivo expresó, por boca de su conspicuo ministro don Luis de la Rosa, su inconformidad con el proyecto de Constitución, porque contenía innovaciones inaceptables, como la que se refería a la libertad religiosa, impolíticas, como cuanto tendía a maniatar al Ejecutivo y a suprimir la independencia del poder judicial reemplazando la inamovilidad con la elección.

     Hubo un paréntesis de calma, después de la tempestad, en el segundo tercio del año 56; gracias a la intervención del aquí conocido y profundamente simpático literato don Miguel de los Santos Álvarez, enviado de España, hubo un arreglo provisional, y perfectamente equitativo en el fondo, sobre la conversión; Jalisco quedó tranquilo; Vidaurri debía someterse al fin, y la extraordinaria excitación causada por el artículo referente a la tolerancia de cultos, que hizo que la sociedad mexicana, impulsada por el clero, se levantara y dirigiera al Congreso súplicas vehementísimas, había disminuido con la supresión del artículo y las protestas de ardiente catolicismo hechas en la tribuna de la Cámara por la mayor parte de los corifeos reformistas.

     Rápido fue todo; el Congreso, después de celebrar la paz con el presidente, volvió a sus desconfianzas: bien se veía que el caudillo que necesitaba el partido reformista no era Comonfort, que no era un moderador, sino un moderado, incapaz de realizar las medidas supremas que la situación le exigía por los medios prácticos, que no siempre los constituyentes tuvieron en cuenta; era un hombre que de cada determinación radical sacaba una serie de consecuencias destinadas a reducirlas al mínimo, así lo exigían su carácter indeciso, su temperamento benévolo, su inteligencia sin vuelo.

     Al fin del 56 las conspiraciones hervían en todas partes; la lucha religiosa era general, aunque latente; conciencias y hogares estaban divididos; una nueva guerra civil, y el erario naufragaría sin remedio y el gobierno con él. La guerra civil estalló en Puebla; los mismos oficiales que habían promovido la revuelta de principios del año, llevaron a cabo la segunda; tornó Comonfort a recobrar su extraordinaria actividad; batallones tras de batallones marcharon a Puebla, la ensangrentaron de nuevo y al fin la rebelión capituló: uno de los dos caudillos fue fusilado, el otro se eclipsó, era don Miguel Miramón. Y apenas se apagaba con sangre el foco reaccionario de Puebla, otros oficiales, otro trozo del ejército de los pronunciamientos, se sublevaba en San Luis Potosí; otra campaña larga, costosa y sangrienta puso en movimiento al Bajío, y en ella tomó parte del lado del gobierno el ya sometido Vidaurri. Nuevos cuidados premiosos vinieron a complicarlo todo: apenas acabábamos de zanjar con Inglaterra, no sin humillación, un asunto relativo al cónsul de Tepic, jefe de una casa de comercio que la voz pública designaba como la principal organizadora del contrabando y el fraude en las costas del Pacífico, los asesinatos proditorios cometidos por una banda de forajidos, de esas que pululan en los países que vegetan en la anarquía, en súbditos españoles, produjeron una nueva muestra de la arrogancia de nuestros tutores diplomáticos; pero fueron tan inusitadas las exigencias del gobierno español, presidido por Narváez, y que también allá significaba una reacción anti-reformista, que hubo necesidad de rechazarlas, y el plenipotenciario español rompió sus relaciones con nuestro gobierno y ostensiblemente comenzaron en la Habana los preparativos de guerra. Francia e Inglaterra se ofrecieron como mediadoras; algún tiempo después la emperatriz Eugenia decía al diplomático mexicano, al reaccionario exasperado, Hidalgo, en Biarritz: «Sería conveniente levantar un trono en México»; dentro de esta frase de la indiscreta señora estaban en germen la intervención y Maximiliano, el cerro de las Campanas y Sedán; para sus interlocutores fue la dulce voz de la española la voz del cielo. Al mismo tiempo que concluía el debate de la Constitución resonaba al oído de la sociedad católica mexicana la voz infalible del Papa, condenando toda la obra reformista y la Constitución que iba a promulgarse, y que era, decía Pío IX, un insulto a la religión; levantando su voz pontificia con libertad apostólica en pleno Consistorio condenó, reprobó, declaró írritas y sin valor las leyes y la Constitución, y fulminó su ira contra los que habían obedecido al gobierno; ni una sola luz de esperanza, ni una sola palabra de paz, ni una sola indicación para transigir con lo irreparable: nada más que el inflexible derecho de la Iglesia a sus bienes y a sus privilegios; ¿y el derecho de Dios no era la concordia, no era el amor? Jamás, ni cuando nos negó el derecho a ser independientes, había hecho resonar en nuestro país la Iglesia una voz más dura, más preñada de dolor y de muerte.

     La Constitución fue promulgada en medio de una indecible efervescencia política; la juraron solemnemente el patriarca de la reforma, Gómez Farías, y todos los diputados, luego el presidente de la República, después el país administrativo y político. El episcopado, fiel al precepto de Pío IX, fulminó sus excomuniones y exigió retractaciones a los juramentos. Era aquello la anarquía absoluta de las conciencias; los ataques a la Constitución surgían furiosos de todas partes, y la elocuencia del insigne literato don José Joaquín Pesado y la dialéctica seca y precisa del obispo Munguía levantaban terrible polémica; todos sabían, además, que el mismo presidente creía que el Código fundamental era impracticable. El partido reformista veía venir la guerra civil con amargura, y con terror suponía que el presidente mismo pudiera acaudillarla; para evitar esta desgracia inexpiable, invitó al partido contra-revolucionario a luchar en los comicios y formar una mayoría en el primer congreso constitucional; esta invitación, que, dada la complicidad de Comonfort, habría sido eficacísima para los enemigos de la ley nueva, fue desdeñada: la guerra era para ellos la única solución. Entonces, como prenda de conciliación, decidió el grupo constitucionalista elegir presidente a Comonfort; ni esto desarmó a los reactores.

     Comonfort dejaba de ser el presidente discrecional, creado por la revolución de Ayutla, y comenzó, al reunirse el Congreso nuevo en septiembre del 57, su período constitucional. La situación del país era realmente espantable, nada podía volver a sus quicios; conciencias, hogares, pueblos, campos y ciudades, todo estaba profundamente removido. Como las inmensas polvaredas que anuncian en nuestras comarcas las tormentas próximas, así no había ni hacienda, ni aldea, ni ciudad que no estuvieran amagadas por la guerrilla, por el pronunciamiento, por el salteador de caminos, por la horda indígena que se levantaba con la bandera roja del comunismo agrario: religión y fueros o constitución y reforma, eran los vocablos encontrados en que se descomponía la palabra muerte. El exactor, los adjudicatarios, en número no escaso (varios extranjeros y clérigos formaban en la mayoría de los que habían utilizado la desamortización), representaban al gobierno; también lo representaba la leva, apagando hogares, disolviendo familias, exterminando el trabajo, segando en flor las generaciones mexicanas, entregándolas a la marihuana, al alcohol, al hospital y a la muerte. ¡Pobre país el nuestro, ha sufrido mucho; mucho merece!

     El presidente, absolutamente incapaz de gobernar con una constitución que era todo límites al Ejecutivo, sin fe ninguna en la ley que había jurado, ansiando por ceder y transigir en la idea reformista para calmar la angustia social: sin confianza en el ejército, sin un peso en las arcas públicas, creyó preciso cortar de golpe aquella situación y desandar en una hora el camino recorrido, colocando a la República en el mismo estado en que se hallaba al día siguiente del triunfo de la revolución de Ayuda; y de este enorme error nació el caso más sugestivo de suicidio político de que hay memoria en los anales mexicanos.

     Legalmente, el Congreso que emanó del triunfo de la revolución de Ayutla era la representación oficial de la nación; la realidad era otra: la nación rural no votaba, la urbana e industrial obedecía a la consigna de sus capataces o se abstenía también, y el partido conservador tampoco fue a los comicios; la nueva asamblea representaba, en realidad, una minoría, no sólo de los ciudadanos capaces de tener interés en los asuntos políticos, sino de la opinión; la opinión del grupo pensante se dividía entre los moderadores, los militares y los clérigos; las nuevas generaciones eran, por lo general, apasionadas de la Reforma, y como ellas y los veteranos del federalismo puro formaban la parte más activa de la sociedad, ésta fue la que formó el Congreso: unos cuantos moderados, partidarios del restablecimiento de la Constitución del 24; un grupo de reformistas radicales, entre los cuales flotaban fragmentos del gran navío federal, náufrago en 34 y 53, y una mayoría oscilante, que generalmente votaba con los exaltados, sin escatimar sus votos al gobierno en los casos graves, tales eran los elementos que componían la Asamblea constituyente: era muy joven. Era una selección, como todas las grandes asambleas revolucionarias, era una minoría, como todas las asambleas reformistas, era un conjunto de confesores de la fe nueva, como todos los concilios llamados a definir dogmas, si son eclesiásticos, o ideales si son laicos; no venían de la conciencia del pueblo; la conciencia del pueblo, al formarse, ha ido lentamente hacia ellos.

     Su obra no fue impracticable, no fue puramente teórica; partía, es cierto, de la concepción metafísica de los derechos absolutos. «El hombre por su naturaleza es libre, la naturaleza ha hecho al hombre igual al hombre», eran los dogmas, como se decía, porque constituían las bases de una religión social; eran los artículos de fe, formulados por conspicuos filósofos del siglo que precedió a la Revolución francesa y expuestos con magna elocuencia por J. J. Rousseau, el autor del Evangelio revolucionario. No eran ciertos: el hombre no es libre en la naturaleza, sino sometido a la infinita complicación de leyes fatales; la naturaleza no conoce la igualdad: la desigualdad es su manifestación perenne, la diversidad es su norma, la fuerza suprema que la resume y unifica existe, pero en lo incognoscible; con el nombre de Dios la invocaban los constituyentes al comenzar su obra.

     La libertad, la supresión de los grupos privilegiados y la equiparidad de derechos ante las urnas electorales, que es la democracia, que es la igualdad, no son obra de la naturaleza, son conquistas del hombre, son la civilización humana; provienen de nuestra facultad de intervenir por medio de la voluntad en la evolución de los fenómenos sociales como elemento componente de ellos; no son dogmas, no son principios, no son derechos naturales, son fines, son ideales que la parte selecta de la humanidad va realizando a medida que modifica el estado social, que es obra de la naturaleza y de la historia. Ningún pueblo, por superior que su cultura sea, los ha realizado plenamente; todos, en diferentes grados de la escala, van ascendiendo hada ellos y los van incorporando, a su modo de ser. ¿Al consignar los derechos individuales el Constituyente dio cima a una vana empresa? No por cierto. He aquí por qué: en primer lugar, esos derechos constituían nuestra carta de ciudadanía en el grupo de los pueblos civilizados; en segundo lugar, aun cuando fueran simples ideas que no correspondían al hecho social, las ideas son fuerzas que modifican los hechos y los informan; el tino consiste en colocarse precisamente en la línea de ascensión de un pueblo e infundirle la conciencia del ideal que le es forzoso realizar. Además, esos ideales componían por su carácter, por su altura, por el anhelo que encendían en el espíritu, por el esfuerzo que imponían para alcanzarlos, no sé qué conjunto misterioso, religioso, divino, con admirable instinto encontrado, para poner frente a una bandera refigiosa otra, frente a unos dogmas santos otros, santos también; frente a una fe, la fe nueva; frente a la necesidad de las almas de buscar el cielo, conducidas por la luz de la Iglesia, la necesidad de los hombres de realizar el progreso y conquistar el porvenir. Tomados de otras constituciones, de la americana, insuficientemente conocida, de las mismas constituciones nuestras federalistas o centralistas, que siempre se habían empeñado en impedir la transformación de los gobiernos en despotismo con la frágil barrera de las garantías constitucionales, nunca los derechos del hombre se habían definido con tanta precisión y amplitud. Mas para hacerlos prácticos era preciso hacerlos relativos, y cada derecho tuvo una condición, que era lo que constituía en realidad la garantía, es decir, la ecuación entre el deber social y el derecho del individuo. El derecho a la vida, formulado en términos absolutos, quedó temporalmente condicionado; el deber social de la justicia (porque la Constitución reconoce que la sociedad es una entidad viva capaz de derechos y deberes), quedó minuciosamente definido en los artículos que tanto en el acusado como en el reo, protegían al hombre, esencialmente libre, según la teoría; incondicionalmente libre era el esclavo refugiado en nuestro territorio, declaración que era la tradición más pura de nuestra historia, emanada del momento mismo en que se inició nuestra emancipación, y que frente a los Estados Unidos y Cuba, esclavistas, era serenamente heroica. Todo hombre es libre, esa era la fórmula; nadie le puede obligar a lo que no haya consentido; por tal modo libre, que ni siquiera puede enajenar su libertad; nadie puede obligarlo, sólo la sociedad, a respetar el derecho ajeno individual o social. La Constitución, tras esta teoría general, enumeraba las principales manifestaciones de la libertad (de enseñar, de trabajar, de emitir ideas, de imprimirlas, de pedir, de asociarse, etc.), para fijar dónde la acción del Estado limitaba la acción individual. Pero dos cosas había en la ley fundamental que daban un carácter eminentemente práctico a estas concepciones, que podían pasar por abstractas: la organización de un cuerpo, que entre sus atribuciones tenía la de vigilar que la Constitución fuese respetada, y especialmente las garantías individuales, y este cuerpo fue la Suprema Corte de Justicia federal, que, desgraciadamente, dejó de ser inamovible; y la organización de un medio, cuya virtud consistía en poner a cada individuo, herido o amenazado en sus garantías por la autoridad, en contacto directo con esa Corte Suprema, cuyo deber primordial era ampararlo. Esta institución da a nuestro código fundamental su carácter profundamente original. Recursos análogos hay en las prácticas constitucionales de los anglo-sajones, de donde se inspiraron los autores de los artículos 101 y 102, así como de los que contenían, en otras de nuestras constituciones vernáculas, las disposiciones que fueron el germen del juicio de amparo; pero ninguno de esos recursos tenía los caracteres de precisión lógica, de amplitud liberal que el instituido en el código del 57.

     Hija de una filosofía política especulativa, pero obligada a tener también en cuenta la filosofía de un hecho que se realizaba por la necesidad de las cosas, la Reforma, los constituyentes la incorporaron en la Constitución que suprimió los fueros, exigencia de la lógica igualitaria, que los autores de la Constitución habían solemnemente proclamado. «La igualdad es, dijeron, la gran ley en la República»; con esa supresión se extinguían legalmente las clases, y sin embargo, la necesidad revolucionaria exigió también la formación legal de una clase políticamente excomulgada, un grupo de parias excluidos del derecho electoral, que se llamaba el Clero. La misma necesidad obligó al Constituyente a prohibir la adquisición de bienes raíces a las corporaciones, y estas contradicciones entre los principios y la ineludible fatalidad revolucionaria dieron motivo a los enemigos de la Constitución para batirla en sus obras vivas; pero como estaba, precisamente por las disposiciones censuradas, en íntima conexión con la evolución real del país, ellas resultaron las vitales, las positivas, las perdurables.

     El gobierno de Comonfort, insistiendo apenas sobre la parte social de la Constitución la atacaba por su parte política: muy pro fórmula era federalista el presidente, mas se resignaba a esta exigencia de los grupos locales liberales; la verdad es que, hasta entonces, el único medio con que los gobiernos centrales habían impedido su completa nulificación por los de los Estados era el de recurrir a dictaduras parciales y provisionales por medio de facultades extraordinarias; tal era la constante disyuntiva en los períodos federales: o el gobierno supremo a merced de las exigencias locales o las disposiciones constitucionales suspensas; dada nuestra historia, nuestra geografía y nuestra verdadera constitución social, nuestro verdadero modo de ser político, tenía que ser una dictadura, para no ser una anarquía; pero la dictadura era aborrecible, porque casi siempre había sido, no el motor central de las fuerzas vivas del país, en el sentido de su evolución, sino el despotismo explotador del país en provecho de un hombre, y este aborrecimiento informó todo el plan de organización del gobierno consignado en la Constitución.

     Efectivamente, la Constitución hacía del poder ejecutivo un simple agente del poder legislativo. Exceptuando la facultad de nombrar y remover a los ministros y a los empleados de la Unión, con ciertas excepciones; la de disponer del ejército permanente de mar y tierra; la de habilitar puertos y establecer aduanas, y la de indultar, todas sus atribuciones estaban sometidas a la autorización o a la ratificación del Congreso, que, en cambio, disponía de un amplísimo haz de facultades de todo género, quedando reservadas a los Estados las no especificadas en la Constitución. Así lo disponía también la Constitución de los Estados Unidos, más copiada que comprendida; de donde resultaba el singularísimo fenómeno de una federación sin Cámara federal, sin Senado, con un Congreso unitario en el estilo franco-revolucionario.

     La verdad es que, a pesar de esta subordinación del Ejecutivo al Legislativo, no era el nuestro un gobierno propiamente parlamentario, porque el parlamento no podía imponer al presidente un ministerio o gabinete; conservaba aquél su libertad plena en esta materia y todos los votos de desconfianza del Congreso no podían legalmente obligarlo a cambiar de secretarios; era un gobierno representativo nada más, con la circunstancia de que el presidente, que reunía en su persona el voto de la mayoría de la nación, de idéntico modo que el Congreso, debía considerarse, por la forma misma de su elección, como una potencia frente a otra; la Constitución creaba un César por el sufragio plebiscitario y luego lo desarmaba en detalle; sólo una cosa no había podido quitarle: la fuerza física, es decir, el ejército.

     En el momento en que la Constitución se promulgó no era posible cumplirla; la formidable reacción que contra ella levantó el espíritu anti-reformista, no permitía ni la libertad electoral ni la libertad individual, ni aun en la corta dosis que el estado social consentía; ni la prensa, ni la enseñanza del púlpito, ni el siervo rural, ni el hombre víctima de la leva, podían ser libres en 1857; ni podía suprimirse la pena de muerte por delitos políticos; nada o casi nada podía hacerse; resultó la ley un ideal y todavía lo es en gran parte; lo que era necesario salvar en ella era la Reforma, era el elemento que, transformando el modo de ser de la sociedad, permitiera la evolución nacional y la realización de los grandes principios del código nuevo.

     El presidente de la República, al día siguiente de su elección constitucional y su solemne juramento, planteose a sí mismo este dilema: o gobernar con la Constitución y provocar la guerra civil, desarmando absolutamente al poder ante ella, o considerarla como nula por impracticable y conjurar la guerra civil por medio de esta concesión a la sociedad, en plena protesta contra el nuevo código. La verdad es que la Constitución podía ser reformada desde el momento que funcionaran el Congreso y la mayoría de las legislaturas de los Estados, que componían el poder constituyente en permanencia, y ninguna nueva asamblea o convención extraordinaria era necesaria para llegar a tamaño fin; la verdad es que el primer Congreso constitucional dio a Comonfort las facultades extraordinarias que pidió; si eran necesarias más para conjurar la anarquía, había que pedirlas, y si el Congreso las negaba, no había otro ejemplo que seguir que el noble de Arista; los diputados habrían retrocedido ante las consecuencias de este acto, que habría rehecho toda la popularidad del presidente. Pero éste, mal aconsejado, convencido de la necesidad de proclamar una dictadura de conciliación y de términos medios, empeñado en demostrar que su obra de unión de programas incompatibles era viable, y ésta era su ambición suprema, dejó establecerse en torno suyo una conspiración de censura y epigrama contra el orden constitucional. Esta fronda, a que en México toda la sociedad hacía eco, preciso es confesarlo, no tenía por núcleo a los conservadores, sino a los moderados y aun a algunos prohombres del partido exaltado; de las conversaciones se pasó a los votos, a los deseos, a los propósitos de remediar aquel mal, provenido de una Constitución que era una camisa de fuerza puesta al presidente; entonces hubo conferencias secretas; hubo puro, y de los más decididos, el señor don Juan José Baz, que, creyendo que para salvar algo de la Reforma y hacer definitivo ese algo, era preciso sacrificar bastante temporalmente, tomó parte en estos preparativos de lo que todo el mundo creía seguro: el golpe de Estado. El presidente, plenamente de acuerdo en que la situación era insostenible, tenía una especie de horror a separarse del camino legal y vacilaba como siempre.

     Llegó el mes de diciembre del 57 y el complot estaba a punto de pasar al terreno de los hechos: la fuerza militar en México estaba lista para secundar al presidente, los gobernadores de los Estados habían sido solicitados para seguir el mismo camino; el de Veracruz, importantísimo, estaba de acuerdo, y la verdad es que casi todos tenían la convicción de que la nueva ley fundamental no era, en aquellos momentos, practicable, y tenían grandísima confianza en la honradez, en el prestigio de Comonfort. Una denuncia, fundada en correspondencia auténtica, presentada ante el Congreso por un diputado, precipitó las cosas; los representantes ordenaron que se formase proceso al conspirador (el señor Payno), que asumió altivamente toda la responsabilidad del delito político. Entonces la brigada mandada por el general Zuloaga, el hombre de las confianzas de Comonfort, se pronunció en Tacubaya y ocupó la capital tranquilamente. El señor Juárez, presidente de la Suprema Corte de Justicia, fue reducido a prisión, en compañía de otros reformistas próceres, y el presidente se adhirió al plan de Tacubaya, «cambiando por los de un miserable revolucionario los títulos de su investidura constitucional», como dijo él mismo. La mayoría del Congreso protestó con vehementísima energía contra aquella traición a la ley del supremo magistrado, y se disolvió.

     El plan de Tacubaya era breve y claro: «Cesa de regir la Constitución, porque no satisface las aspiraciones del país; acatando el voto unánime de los pueblos, se reconoce a Comonfort como presidente con facultades omnímodas; se convocará un Congreso para que elabore una Constitución; habrá entretanto un Consejo de gobierno.» El júbilo inmenso del clero y del partido reaccionario inquietaron a Comonfort, resuelto a colocarse encima de los partidos para dominarlos, no al frente de uno, que le era odioso, para combatir al otro que era el de toda su vida. Formó con los moderados de las dos facciones su consejo, y esperó; esperó poco. Al principio vinieron adhesiones de Veracruz, Puebla, San Luis, Tampico. Pocos días después, todo había cambiado manifiestamente; Zuloaga y la oficialidad reaccionaria, que anhelosa se agrupaba en torno de él, pretendían exigir de Comonfort la supresión de todas las medidas reformistas; fuertes con este apoyo, los consejeros conservadores apuraban los medios de persuadir al presidente rebelde que se uniese a ellos; en el Interior se ponían de acuerdo los gobernadores de Querétaro, Michoacán, Jalisco, Guanajuato, formaban una coalición y negaban su adhesión al plan de Tacubaya; los reformistas volaban a juntarse en derredor de la bandera de la Constitución, poniendo un hecho frente a otro. Las vacilaciones de Comonfort subían de punto; estaba visiblemente arrepentido; la noticia de que Veracruz se había despronunciado acabó de decidirlo y trató de acercarse a la coalición formada en el Interior, creyéndose dueño de los elementos militares de la capital. No era así, antes de mediar enero (1858) la guarnición se pronunció de nuevo y directamente contra Comonfort, que se prepararó a resistir; dando libertad al presidente de la Suprema Corte, que se dirigió al Interior, la Constitución iba a tener su porta-estandarte, y el derecho difuso, digámoslo así, en la coalición, iba a personificarse en Juárez. Comonfort luchaba en México, entretanto; convencido de que «con el plan de Tacubaya no quedaba ninguna esperanza de libertad, mientras que con la Constitución no era imposible que se asegurase el orden, supuesto que podía ser reformada en buen sentido», son sus palabras, se empeñó en persuadir a sus contrarios o en vencerlos; mas considerando esto imposible, dejó a México a fines de enero y pocos días después el país. En aquella temerosa crisis se necesitaba no un gran corazón, sino un gran carácter no un Comonfort, sino un Juárez; fue una fortuna que su enorme error lo eliminara; habría acabado por falsear, a fuerza de buena intención, toda la obra reformista. Cierto que, magnas razones, la República perdonó al patriota la falta del hombre de Estado; pero la historia, si tiene el derecho de juzgar y no sólo el de analizar y sintetizar, representa ante Comonfort el mismo papel que el pueblo de México, que lo saludó al entrar a la Constitución con un inmenso aplauso y lo vio salir, vencido y solo, en medio de un triste y profundo silencio.




ArribaAbajoCapítulo V

La guerra de tres años (1858-1860)


1858. Expansión Victoriosa de la Reacción. Establecimiento del Gobierno Constitucional. 1859. Dictadura Militar en México. Las Leyes de Reforma. Equilibrio material entre los partidos Contendientes. El auxilio extranjero. 1860. Supremos esfuerzos de la contrarrevolución. Disolución de la Resistencia reaccionaria. Triunfo del Gobierno Constitucional.

     Con pertinaz empeño, la dictadura de Santa Anna se propuso renovar la savia y esplendor del ejército, y un grupo selecto formado en el Colegio Militar, principalmente, o acrisolado en la escuela práctica de las guerras civiles, pero que compuesto de jóvenes, ambiciosos y adoradores de los privilegios militares casi todos, se preparó en los lujosos y pintorescos cuerpos creados por el dictador a reemplazar o a empujar a los veteranos de la guerra con los Estados Unidos y de las sublevaciones santanistas. A éstos pertenecían, en primer término, Zuloaga, Robles Pezuela, Echeagaray, Woll; a los nuevos, los flamantes generales Osollos y Miramón, protagonistas de la lucha militar contra Comonfort, y entre aquellos generales en la fuerza de la edad y éstos en la fuerza de la juventud, marcaban la transición oficiales bravos, fanáticos, terribles, hombres de guerra en todo el alcance del vocablo, cuyos tipos eran Márquez, Tomás Mejía, los Cobos. Formando un haz apretado en la capital de la República, sin ideas políticas precisas, identificados todos en el odio desdeñoso de los gobiernos que se apoyaban en la guardia nacional, amantes de la guerra por la guerra, por hábito profesional, contando con los aplausos de la sociedad decente, de las familias ricas, en quienes el rencor a las ideas reformistas era religión, contando con las arcas del clero y seguros del éxito militar, se disponían a conquistar la República con la punta de la espada y a disputarse el poder; aquella era una gigantesca aventura que acometían sin escrúpulo, con regocijado valor.

     Empezaron por darse un presidente; reunieron a los próceres conservadores que había en la capital, hombres políticos importantes, jurisconsultos culminantes, clérigos, literatos, generales, propietarios, la flor de la contrarrevolución, y de esa reunión salió presidente el autor del plan de Tacubaya, el que menos obstáculo podía ofrecer al juego de ambiciones en plena incubación, el general Zuloaga; y a seguida el ejército, el verdadero, se puso en movimiento hacia el Interior. ¿Qué iba a hacer?

     En el centro del Bajío, entre Querétaro, Guanajuato y Jalisco, se había organizado un núcleo de resistencia a la reacción anti-constitucional; ese núcleo tomó consistencia orgánica desde que Juárez se abrigó bajo la bandera de la coalición, y fue reconocido y proclamado jefe legítimo del gobierno; contra el hecho, que parecía indefectible, triunfante por la deserción y la fuga de Comonfort, puso el derecho, y como él era todo el derecho, porque ningún órgano de la soberanía constitucional estaba en aptitud de funcionar, reasumió todo el poder y fue a un tiempo pueblo, ejecutivo, legislativo y judicial; esto no lo había previsto la Constitución, mas estaba en la fuerza incontrastable de las cosas. Las garantías individuales necesariamente quedaron suspensas y la pena de muerte por delitos políticos, y la confiscación y el destierro, sentaron sus espectros sobre el libro cerrado de una Constitución de que nada había quedado vivo, nada más que un hombre.

     Era un hombre; no era una intelectualidad notable; bien inferior a sus dos principales colaboradores, a Ocampo, cuyo talento parecía saturado de pasión por la libertad, de amor a la naturaleza, de donde venía su aversión al cristianismo; verdadero pagano de la Enciclopedia, que a fuerza de optimismo fundamental, subía a la clarividencia de lo porvenir: a Lerdo de Tejada, un Turgot mexicano, menos filósofo, pero tan acertado como el otro en la definición del problema económico latente en el social y en el político, todo reflexión para diagnosticar el mal, todo voluntad para curarlo. Juárez tenía la gran cualidad de la raza indígena a que pertenecía, sin una gota de mezcla: la perseverancia. Los otros confesores de la Reforma tenían la fe en el triunfo infalible; Juárez creía también en él, pero secundariamente; de lo que tenía plena conciencia era de la necesidad de cumplir con el deber, aun cuando vinieran el desastre y la muerte. Al través de la Constitución y la Reforma veía la redención de la república indígena, ese era su verdadero ideal, a ese fue devoto siempre; emanciparla del clérigo, de la servidumbre rural, de la ignorancia, del retraimiento, del silencio, ese fue su recóndito y religioso anhelo; por eso fue liberal, poe eso fue reformista, por eso fue grande, no es cierto que fuese un impasible, sufrió mucho y sintió mucho; no se removía su color, pero sí su corazón; moralmente es una entidad que forma vértice en la pirámide obscura de nuestras luchas civiles. En comparación suya parecen nada los talentos, las palabras, los actos de los próceres reactores: ellos eran lo que pasaba, lo que se iba; él era lo que quedaba, lo perdurable, la conciencia.

     Cuando salieron los crucíferos de la reacción en busca de lauros y tedeums, colmados de bendiciones por el arzobispo Garza, como instrumentos de la Providencia para remediar los males de la Iglesia, la coalición tenía listo un ejército al mando del honorable y adocenado general Parrodi. El sefior Juárez y sus ministros marcharon a situarse en Guadalajara; esperaron poco; antes que mediara marzo, la coalición, vencida completamente por Osollos, se había disuelto; el gobernador de Guanajuato, Doblado, capitulaba sin combatir, y en medio de un motín de la soldadesca en Guadalajara, el presidente, capturado, estuvo a punto de sucumbir si la elocuencia patética de Guillermo Prieto no sorprende primero, y hace levantar los fusiles después, al pelotón que iba a hacer fuego. La causa constitucional habría recibido un golpe de muerte y la historia patria habría tomado por una senda distinta.

     Ante el empuje formidable de los jóvenes caudillos reaccionarios todo parecía ceder. El presidente huía y se veía obligado a abandonar la República para atravesar el istmo de Panamá, y de los Estados Unidos dirigíase a Veracruz, en donde, por los cuidados del gobernador Zamora, se estableció en toda regla, y comenzó a funcionar el gobierno constitucional. Este simple hecho, un gobierno legítimo, que apoyaba su legitimidad no en proclamas, sino en el texto mismo de la ley, y que funcionaba en el primer puerto de la República, resolvía la cuestión, la convertía en cuestión de tiempo, fuesen cuales fueran los triunfos de los reactores. Y éstos eran señalados: un ejército constitucionalista, formado por Vidaurri y mandado por un hombre admirable de entereza y valor, Zuazua, disputaba el paso a Miramón, de Guadalajara a San Luis (Carretas); aunque obligado a ceder, Zuazua se apoderaba de Zacatecas y, después de la muerte de Osollos, con razón deplorada por los reactores, porque este oficial fue el hombre de más corazón y de mayor aptitud militar con que contó una causa imposible ya, reocupó a San Luis. Miramón, muerto Osollos, ocupaba el primer puesto; iba a consolidarlo con señaladas victorias. Miramón tenía veinticinco años, y es prodigioso cómo pudo imponerse al viejo ejército, cómo se hizo obedecer por todos, cómo colmó su inmensa ambición sin envanecerse, casi, y cómo se sirvió del admirable instrumento de guerra de que disponía, para organizar sus campañas con un golpe de vista casi infalible y una audacia de ejecución casi milagrosa.

     Amenazado de ir y venir perpetuamente entre San Luis, amagado por Vidaurri, y Guadalajara amenazada por Degollado, Miramón se propuso acabar primero con este último; no lo logró; vencido o no, siguió Degollado dominando el sur de Jalisco, mientras Miramón, después de una visita apremiante a México, para obtener recursos, concentraba lo mejor de las fuerzas conservadoras sobre Vidaurri y Zuazua, dueños otra vez de San Luis y a quienes infligió una terrible derrota (Ahualulco). El ejército constitucionalista del Norte ya no volvería a figurar en primera línea, pero el gobierno de Zuloaga comenzaba a hacerse cargo, a raíz del triunfo de Ahualulco, de la vitalidad de la causa reformista, pues en los días que siguieron (octubre del 58), el general Blanco estuvo a punto de apoderarse, en una aventura arriesgadísima, de la capital de la República, y Degollado, el infatigable Degollado, que empezaba a ser la desesperación del ejército tacubayista, se apoderaba de Guadalajara. Cierto que este triunfo fue de corta duración, porque en el mes de diciembre, obligado el general constitucionalista a volver al Sur de Jalisco, en una batalla decisiva, cerca de Colima, lo deshizo completamente Miramón.

     El año de 58 terminó en México con una comedia política importante. Dos generales próceres del campo reaccionario (Echeagaray y Robles Pezuela) concertaron un movimiento militar, y con el pretexto de formar un tercer partido que reconciliase a los otros dos, se apoderaron de la capital, derrocaron a Zuloaga e hicieron nombrar presidente al victorioso Miramón, que, lejos de aceptar el nombramiento, reprobó lo hecho y restauró a Zuloaga, quien, naturalmente, nombró a Miramón su substituto y le dejó el puesto.

     El primer período de la guerra no pudo ser más grave para los reformistas, ni más triste para el país. El carácter religioso de la lucha la convertía en profundamente angustiosa para las familias; el clero no la fomentaba oficialmente, pero, como era natural en lo humano, ponía todas sus simpatías del lado de los tacubayistas, y sus recursos. Gracias a ellos, la reacción había podido organizar ejércitos que habían destruido los mejores elementos de la resistencia constitucionalista. Lo terrible era que los combates y las ejecuciones incesantes con que ensangrentaban su bandera ambos partidos, llevaban hasta el agotamiento la anemia del país. Bien se daban cuenta de ello las potencias con quienes estábamos en relaciones, y que solían hacer visitar por sus escuadras nuestros puertos, siempre con alguna exigencia perentoria, que no pasaba a las vías de hecho a fuerza de diplomacia y de condescendencia de parte del gobierno. Ya se dibujaba bien una escisión en nuestras amistades internacionales: todos los gobiernos representados en México habían reconocido a primera vista, digámoslo así, al gobierno de Zuloaga; pero en el curso del año, el gabinete de Washington estaba arrepentido de este paso y buscaba el modo de reconocer al gobierno constitucional; el de España, por lo contrario, se disponía a demostrar su eficaz simpatía a la reacción; Francia e Inglaterra observaban con más sangre fría, pero con el mismo anteojo que el gobierno de Su Majestad Católica.

     El año de 59 se inauguró con el establecimiento de la autocracia del general Miramón; su carácter fue el de presidente substituto; la verdad era que mientras la reacción y su triunfante caudillo conviniesen, él sería dueño único del poder. Y lo dijo bien claro: la unión de los partidos es imposible; la reunión de un congreso sólo puede verificarse cuando los Estados hayan reconocido el plan de Tacubaya, es decir, nunca. Miramón parecía presumir modestamente que su nombramiento no tenía más objeto que el de allegar todos los elementos para apoderarse de Veracruz, el baluarte de la Constitución; pero se sentía dueño absoluto del poder, y con su juvenil petulancia, en todas sus disposiciones, proclamas y manifiestos, predominaba la conciencia profunda de su misión personal, suyo; aquello era una autocracia. Era natural; el clero lo había designado como el hombre de la Providencia, y ambos partidos en diversos tonos le llamaban desde entonces el joven Macabeo.

     Iba a emprender la campaña de Veracruz: banquetes, revistas, funciones religiosas, nombramientos de nuevo ministerio, en que predominaba el elemento conservador moderado, y fuertes contribuciones, marcaron el principio de la campafia; el avance fue firme hasta Veracruz, desbaratando la resistencia que en uno de los pasos más difíciles de los gigantescos escalones por donde la cordillera desciende a la costa, opusieron las fuerzas del gobierno. El ejército reaccionario tomó sus posiciones frente a la plaza, y esperó unos días la llegada de un convoy de dinero y municiones indispensables para el ataque. El convoy no salió de México y Miramón retiró su ejército, emprendiendo en orden el ascenso a la Mesa central. A este gran fracaso militar se unió un fracaso moral terrible para la reacción: el 11 de abril.

     Inmediatamente que tuvo noticia de que lo mejor del ejército tacubayista bajaba a Veracruz, el general Degollado, que en sus mismas derrotas cobraba fuerzas nuevas para la lucha, y que después de su aniquilamiento había recogido en el Sur de Jalisco sus elementos militares en dispersión, reapareció en el Bajío, y dejando atrás a Márquez, que desde Guadalajara pretendía dominar el Occidente, avanzó hacia la capital; su objeto era o dar una sorpresa o atraer sobre sí el rayo que iba a caer sobre Veracruz. El general Degollado era un insigne ciudadano, modelo de virtudes republicanas e infatigable improvisador de ejércitos, pero no era un hombre de guerra: dejó aglomerarse en la capital las mejores tropas de que la reacción disponía en el Interior, y sufrió una espantosa derrota (11 de abril).

     Tornó el ejército constitucionalista a desbandarse; casi sin elementos de guerra, tornó Degollado a buscar el modo de rehacerlo; inútil es decir que lo logró; era un fénix aquel ejército. El general Miramón, que llegó a México al terminar el combate, ordenó que fuesen ejecutados los oficiales prisioneros; el general Márquez, el vencedor flamante que había obtenido sobre el campo de batalla la banda de general de división, hizo ejecutar la orden, comprendiendo en ella a los médicos del ejército vencido y a algunos paisanos, que fueron impíamente fusilados.

     Desde que comenzó la lucha, se estableció esta abominable costumbre de fusilar a los jefes prisioneros; los constitucionalistas la inauguraron (Zuazua en Zacatecas), considerando necesario el castigo de los que hacían armas contra la legalidad, para detener el contagio; por vía de represalias, los reactores mataron, no ya a los oficiales, sino a las personas tachadas de reformistas que caían en sus manos, manifestando una feroz aversión por los abogados sobre todo, que al mismo tiempo llevaban la pluma, la palabra y la espada en la lucha: los consideraban, no sin razón, como el alma de la rebelión reformista, y la guerra parecía como la lucha a muerte entre el clero y el ejército por un lado y los abogados por otro. Márquez hizo subir con su aliento, con su odio, la ola de sangre a donde no se hubiera creído posible que llegara: el fusilamiento de los médicos tuvo una resonancia inmensa en el país y aún más allá; la reacción, que se había colocado fuera del progreso, se puso por ese hecho fuera de la civilización humana: no podía ser aquél un orden de cosas; era una sangrienta y homicida aventura; el 11 de abril la facción anti-reformista hizo su confesión ante el mundo, y la defensora de la religión y las garantías cayó sin máscara en un charco de sangre.

     El fracaso de Miramón en Veracruz y el desastre de Degollado en Tacubaya, hacían ver claro que aquella lucha, que desbarataba todos los elementos de trabajo en el país, lo desangraba sin cesar, y obligaba a las poblaciones rurales a huir a los campos o a explotar sistemáticamente, hasta convertirlos en profesión, el bandolerismo y el guerrillerismo, que solían ser la misma cosa, e hicieron nacer en todas las conciencias en que un rescoldo de patriotismo quedaba, un anhelo infinito y doloroso de paz; sólo el clero y el ejército profesional, identificados profundamente, resistían por un lado a toda transacción que no contuviera en primer término el sacrificio de la Reforma; sólo el grupo cuyas ideas personificaba Juárez, resistía a toda transacción cuya primera cláusula no contuviera la aceptación del pacto del 57. La conciliación era imposible; los particulares comenzaban a desinteresarse de sus votos por el triunfo de determinado partido; el interés hablaba más alto que los sentimientos religiosos, explotados hasta en sus más recónditas raíces por el clero, y ante la perspectiva de las exacciones, de la contribución a la guerrilla en la hacienda, el saqueo o el plagio y el préstamo forzoso en la ciudad, y el embargo y la prisión en todas partes, una exasperación profunda se adueñaba de cuantos pensaban y no estaban penonalmente interesados en la contienda.

     Mientras que se escuchaba el golpeo monstruoso del martillo de la guerra civil machacando los huesos del país, ambos partidos buscaban el modo de poner de su parte un elemento que rompiese el equilibrio de la balanza y le diese la victoria; las fuerzas reaccionarias reconquistaban el eterno campo de batalla del Bajío, pero la reacción era definitivamente vencida en Sonora y Sinaloa, y nuevos jefes liberales saltaban a la arena o se acercaban al primer término del teatro en aquel sombrío drama, como González Ortega, que por medio de leyes de terror ahuyentó al clero de los Estados que lograba sujetar alternativamente, como Zacatecas y Durango. El ejército reaccionario estaba sentenciado a la victoria; el primer gran desastre que sufriese, lo condenaba a muerte; el constitucionalista, por el contrario, se iba formando de derrota en derrota, se iba enseñando a combatir, iba sintiendo la necesidad de la disciplina y del arte, se iba la milicia cívica transformando en tropa de línea; el viejo ejército formaba al nuevo combatiéndolo sin tregua y venciéndolo; era aquella lucha una educación.

     Como los recursos normales estaban agotados, y apenas exprimiendo mucho se podía encontrar el modo de vivir del día siguiente; como los bienes del clero se habían reducido extraordinariamente, porque las fincas o estaban a merced de las fuerzas liberales o adjudicadas ya en virtud de la ley Lerdo u ocupadas por jefes constitucionalistas, que despojaban las catedrales de su argentería y de sus joyas, y de sus riquezas a cuantas iglesias podían; como todo esto sentenciaba a una especie de inanición a los partidos, y sólo permitía vivir a las innúmeras partidas de salteadores, capitaneadas por bandidos de que eran tipos Rojas y Carbajal con la bandera constitucionalista, y Cobos y Lozada con la bandera de la cruz, era claro que ambos grupos directores iban a recurrir a los empréstitos ruinosos, a los tratados vergonzosos, a la captura de conductas, etc.

     Importantísimo fue el reconocimiento, muy explícito y muy cordial, que el gobierno de Washington hizo del de Veracruz y que, aunque no inesperado, produjo una especie de estupor entre los conservadores: la ayuda norte-americana en forma de armas y de dinero (otra cosa era imposible) podía serles fatal. El general Miramón lanzó, al mediar el año, un manifiesto en que su yo dominaba todo un programa más administrativo, en el sentido puramente concreto de la frase, que político, y eso que confesaba la fuerza incontrastable de la revolución y sus incurables vacilaciones de caudillo. En la tremenda crisis que la República atravesaba, estos programas salían sobrando; los directores de la política estaban absolutamente a merced de las circunstancias; ellas eran todo el programa real; sólo podía subsistir una tendencia general, no una regla. El impetuoso substituto sobrecogió de secreto terror a los representantes de la Iglesia, envolviendo entre protestas de consagración a la causa de la religión, como en la jerga de entonces se decía, la idea de que sería preciso respetar los intereses creados por la ley Lerdo de amortización. Pero a todo se decía amén cuando el invicto porta-cruz hablaba.

     Coincidió con el del señor Miramón el manifiesto-programa del presidente Juárez; probablemente el primero fue una respuesta al segundo. Juárez y sus ministros ofrecían plantear la reforma basada sobre la separación del Estado y de la Iglesia y se planteó inmediatamente: fundándose en que la conducta del clero durante la guerra civil había sido absolutamente hostil a la causa reformista, se le privaba de sus bienes; esta confiscación, medida eminentemente revolucionaria, porque la Constitución la prohibía, se llamó nacionalización de los bienes eclesiásticos. A ella, y como su consecuencia natural, se añadió la supresión de las órdenes monásticas, la institución del registro civil y varias prohibiciones del orden gubernativo. El manifiesto de Miramón respondía a una premiosa exigencia de las circunstancias, y no acertaba a mirar de frente a lo porvenir; el del presidente y su gobierno lo veía con serena confianza, y hablando de la transformación segura del país por medio del progreso material e intelectual, transformación que tendría por punto de partida el triunfo de la causa reformista, aquellos apóstoles subían a la altísima cima de su fe, y desde allí contemplaban la salida del sol tras las lejanas cimas opuestas; abajo, sobre los valles de Anáhuac, se acumulaban las nubes de temerosas borrascas que debían obscurecerlo todo; aquellos apóstoles profetizaban con suprema clarividencia la indefectible llegada del día: visto desde el punto en que nuestro siglo termina, el manifiesto reaccionario parece un adiós balbuceado en la sombra; el de los reformistas es la bienvenida a un mundo nuevo.

     Las leyes de Reforma causaron, aunque por todos esperadas, una indecible impresión: el grupo de los interesados en el triunfo creció a compás del espanto mostrado por los que, ya no tanto por consideraciones religiosas que eran terriblemente falaces, como lo ha demostrado con incontrastable evidencia el hecho que todos presenciamos hoy, sino por otras del orden positivo y financiero, tenían que perderlo todo con la nueva legislación. El episcopado habló; formuló, como era su derecho y su deber, una protesta solemne basada sobre este concepto: el gobierno de Veracruz no puede decretar nada porque no es el legítimo; el gobierno legítimo era el emanado del plan de Tacubaya. Esta confesión era bastante para autorizar la nacionalización como pena; suponiendo que el episcopado tuviese razón en el terreno del derecho puro, y no podía tenerla, el gobierno constitucionalista no podía concederle esa razón: habría sido una concesión suicida; de consiguiente, tenía que considerar a la Iglesia como rebelde; de aquí la necesidad de la pena.

     El jefe del episcopado mexicano sostenía que la Iglesia no había hecho nada excepcional para favorecer la guerra civil, sino que simplemente había facilitado al gobierno establecido en México los recursos que había pedido, como solía hacerlo. Hagamos a un lado las extraordinarias muestras de naturalísima simpatía en favor de la reacción, y póngase en olvido que no hubo victoria reaccionaria de esas que empapaban la tierra en sangre mexicana que no tuviese su eco de tedeums y aleluyas; recordemos solamente que la Iglesia, excomulgando a quienes obedeciesen la Constitución y la ley, autorizaba toda resistencia y le daba un carácter formidablemente mortífero, el carácter religioso; este es el hecho plenamente cierto e irrefutablemente documentado; ignoramos si la Iglesia hizo bien o mal; creyó que hacía bien, los otros creyeron lo contrario y procedieron.

     Pero todas estas consideraciones son secundarias: la evolución de la República hacia el completo dominio de sí misma, hacia la plena institución del Estado laico, tenía un obstáculo insuperable: la Iglesia constituida en potencia territorial y espiritual al mismo tiempo: sobre lo espiritual nada podía el Estado, sobre lo material sí; desarmó a su gran adversario de su poder territorial y pasó. Esto era fatal; era necesario: en política la necesidad es la ley, es el criterio de lo justo y de lo injusto. Un individuo puede y debe a veces sacrificarse; un pueblo no. Y lo que estorbaba la evolución del Estado, era también un embarazo para la de la Iglesia: de la Reforma a nuestros días el catolicismo consciente ha ganado más terreno en México del que poseía cuando era dueño absoluto del poder.

     Los resultados de la política del gobierno constitucional, que a la larga había de agrupar, que agrupaba ya en torno suyo, con el cebo de los bienes del clero, tantos derechos, tantos intereses y tamaños apetitos, no eran inmediatos, y el país, profundamente agotado, no soportaba, sino por milagro, la prolongación de la crisis. El fin del terrible año de 59 se aproximaba; los reaccionarios, convencidos de la imposibilidad de las transacciones después de las leyes de Reforma se encontraron forzados a cifrar su única esperanza en la guerra, y, como antes, los dos polos de las combinaciones estratégicas fueron Márquez en Occidente y Miramón en el Oriente. Aniquilar, temporalmente siquiera, los indestructibles ejércitos de Degollado, barrer con los demás, llegar al Pacífico y volver sobre Veracruz y fulminarla, era el plan natural; ese siguió el substituto Miramón; es verdad que corría el riesgo, no ya de la derrota (en su juvenil arrogancia estaba seguro de dominar a la fortuna), sino de que Márquez, el verdadero héroe de los reactores intransigentes, surgiera entre el humo de una nueva victoria y le arrebatase el poder. Precisamente en esos días el formidable procónsul se había adueñado de una conducta de caudales que iban a exportarse, con pretexto de vestir y armar su ejército, en la miseria; Miramón ordenó la devolución de lo robado y marchó a Guadalajara; tenía que pasar por encima del ejército de Degollado, que había estado a punto de desorganizarse por la retirada de la división del Norte y la escandalosa defección de Vidaurri, que reasumía en su persona la soberanía de una parte de la frontera.

     Miramón hizo una admirable campaña en el Bajío; en la Estancia de las Vacas aniquiló a Degollado y continuó su marcha triunfal a la capital de Jalisco; en Colima infligió a los constitucionalistas una nueva derrota, y fuerte con el prestigio inmenso de sus victorias, destituyó a Márquez y lo hizo venir a México, a responder de su conducta. Así, libre, confiado y audaz volvió a la capital aquel caudillo, visiblemente protegido por la Providencia, cormo hacían notar sus adeptos, y preparó la segunda expedición, la decisiva sobre Veracruz.

     La verdad es que todo afligía en el espectáculo que presentaba la República, que todo era desastroso. Una idea llegó a dominar en los jefes de los grupos contendientes: urge apresurarlo todo; la lucha no puede continuar mucho tiempo sin provocar una intervención extranjera; pero, para darle fin, ya que una transacción es imposible, es indispensable una gruesa suma de dinero que haga segura la superioridad final de un ejército sobre otro. Ante esta necesidad de la categoría del instinto de la propia conservación, con sus exigencias puramente animales, toda otra noción cedía y se ofuscaba; esta disolución de los sentimientos morales para obedecer a la sugestión de uno solo, es efecto ineludible de las crisis políticas que se prolongan indefinidamente. Los dos partidos estuvieron sujetos a ella; Miramón contrató con la casa de banca dirigida por el negociante suizo Jecker, la emisión de un empréstito de quince millones de pesos, cuyos bonos deberían ser admitidos en una quinta parte en todo pago al Erario y devengarían intereses garantizados a medias por el gobierno y el banquero; éstos fueron los famosos bonos Jecker, que por menos de un millón gravaban al fisco con quince. El gobierno constitucional celebró otro contrato terrible: el tratado Mac-Lane.

     Los Estados Unidos se disponían a intervenir en México, y con motivo de la inseguridad de nuestras fronteras, el presidente Buchanan, en un mensaje, había consultado al Congreso la intervención armada, para ayudar al gobierno constitucional. Con objeto, sin duda, de impedirla, el gobierno, que había estado hacía tiempo procurando encontrar recursos pecuniarios en los Estados Unidos, pero que estaba resuelto a evitar la intervención, negoció por cuatro millones de pesos, que en efectivo se reducían a dos, un convenio que cedía a la Unión norte-americana tales franquicias en Tehuantepec y en una zona de la frontera del Norte, que equivalían al condominio, a la cesión de una parte de la soberanía de la República sobre el territorio nacional. Que un pacto semejante haya parecido hacedero siquiera a hombres del temple patriótico de Juárez y Ocampo, es un hecho pasmoso, y nadie vacilaría en calificarlo de crimen político, si la alucinación producida por la fiebre política en su período álgido no atenuara las responsabilidades. Poco antes el comisionado del gobierno de Zuloaga había celebrado en París, con España, el más humillante de los tratados (el Mon-Almonte). De España no se obtenía en cambio dinero, pero sí simpatías eficaces y complicidades trascendentales.

     El Interior quedaba por muchos meses a cubierto, no de guerrillas, que pululaban en todas partes y zumbaban en torno de las poblaciones de importancia como las abejas en derredor del colmenar, pero sí de importantes agrupaciones o cuerpos de ejército; González Ortega era una nube en él horizonte del Bajío; pero éste era menos general que el perpetuo luchador que se llamaba Degollado; era un tribuno, un poeta, un exaltado por el estilo de los comisarios de la Convención en los ejércitos; lo demás no se veía o se veía poco.

     Los repiques, los cánticos sagrados, los votos de lo que aquí se llamaba aristocracia, los vítores del pueblo de que dispone la policía, saludaron la partida hacia Veracruz (febrero de 1860) del ejército cruzado. En Puebla el invicto substituto recibió una inmensa ovación popular. En los primeros días de marzo, con su ejército perfectamente organizado, estaba frente a Veracruz. Como el puerto era inexpugnable mientras no se le cerrase el mar, Miramón preparaba una sorpresa al gobierno; contando con las complacencias de las autoridades españolas, habíase organizado, por cuenta del gobierno reaccionario, una escuadrilla en la Habana, que apareció al mismo tiempo que los sitiadores frente a Veracruz. El gobierno había tenido noticia de que iba a cometerse este atentado, y había, como era su derecho, negado a los jefes de la escuadrilla rebelde el de usar la bandera nacional, declarándolos piratas y haciéndolo saber así a los buques extranjeros, que quedaban así en aptitud de hacer presa en ellos; así sucedió; los dos buques piratas fueron atacados y capturados en Antón Lizardo, el día mismo que se presentaron, por una fragata de guerra americana. Este era un fracaso serio para Miramón; intentó un avenimiento, una transacción con el gobierno, que se mostró resuelto a tratar solamente sobre el terreno constitucional, y en seguida se retiró. Todo el mundo comprendió que el descenso iba a comenzar para los reactores; Miramón estaba convencido de ello, pero su amor propio le obligaba a procurar la continuación de la lucha.

     Un momento pareció sonreírle de nuevo la suerte: había levantado en el Interior la bandera constitucional un viejo veterano de las guerras civiles, sin convicciones, aunque, en tesis general, desafecto al clero; ambicioso y hábil, de gran reputación en el ejército como oficial técnico, el general López Uraga traía a los grupos constitucionalistas lo que les faltaba, la ciencia; entró en escena obteniendo una victoria que fue un golpe maestro; en seguida marchó sobre Guadalajara; Miramón salió de México en busca suya. El general Uraga, forzando las marchas, quiso apoderarse de Guadalajara antes de que Miramón se pusiera en contacto con él; pero en esta ciudad, muy bien defendida por Woll, oficial francés, también avezado a nuestras discordias, se estrelló y fue puesto fuera de combate.

     Miramón había salido de México llevando en sus equipajes al presidente tacubayista Zuloaga, que había querido reasumir el mando y a quien, con una frase latigadora, había dicho: «Voy a enseñar a usted cómo se ganan las presidencias». El presidente cautivo logró al fin evadirse, lo que dio motivo, poco después, para que una Junta, compuesta de lo que tenía la reacción de más recalcitrante, nombrase al joven substituto presidente interino. Pasó por Guadalajara, libertada por Woll, y siguió rumbo al sur de Jalisco tras otro joven general neoleonés que no había querido seguir en su defección a Vidaurri y que mandaba la retirada del ejército que había fracasado en Guadalajara; este general se llamaba Ignacio Zaragoza, y con tanta discreción movió su ejército, haciéndolo crecer en la derrota misma, y tan hábilmente lo situó frente a Miramón, que éste retrocedió a Guadalajara. Al mediar el año, el aspecto militar del país era ya favorable a los reformistas. Miramón, situado en el centro del Interior para atender a los diversos cuerpos del ejército, que tendían manifiestamente a ponerse en contacto, no pudo evitar la reunión de éstos; Zaragoza, González Ortega y otros caudillos (Degollado conservaba su investidura de general en jefe), le cerraron el paso para la capital; Miramón marchó sobre ellos rápidamente y fue hecho pedazos en Silao; llegó casi solo a la capital. Allí aceptó su investidura nueva de presidente; con este título recibió al embajador de España, Pacheco, notable jurisconsulto y desacertado diplomático, que en los momentos en que la reacción se hundía, ponía de su lado el prestigio y las simpatías de España. Demasiado debía haber pesado en el ánimo del embajador, ya que no el conocimiento de una situación que manifiestamente dependía del buen suceso en una o dos batallas, la súplica que casi todos los hombres importantes por su situación pecuniaria en el país habían levantado en favor de la paz. «La dignidad de la Nación, su independencia, las propiedades, la libertad y la vida de los mexicanos, todo, todo está a merced de los atentados de la fuerza ciega, todo peligra o perece, todo es víctima de los furores de la guerra civil, que desgarra a la sociedad». Los reaccionarios intransigentes naturalmente rechazaron con altivez esta deprecación; o reacción o muerte, era su divisa, y muchos de los que esto decían supieron sellar con su sangre su fe política noble y ciega.

     El desenlace se acercaba a paso veloz; los vencedores en Silao, después de dirigirse a la capital, retrocedieron sobre Guadalajara, defendida por el sesudo general Castillo; el ejército reformista carecía de recursos para sus grandes movimientos; allí estaban los bienes del ciero para responder de las deudas que pudieran contraer para dar fin a la guerra; pero en aquellos instantes esto no proporcionaba los recursos que se necesitaban con urgencia creciente: Doblado entonces se apoderó de una conducta de caudales, y el general en jefe, Degollado, que encarnaba la más escrupulosa probidad de la Revolución, tomó sobre sí toda la responsabilidad del hecho: el gobierno, que no tenía fondos para resarcir incontinenti a los despojados, otorgó garantía suficiente sobre los bienes nacionalizados.

     Y mientras el último acto del drama se preparaba, aterrador y sangriento, el trabajo doloroso que se había operado en la conciencia de Degollado lo condujo a buscar, de acuerdo con el representante de Inglaterra, un medio de zanjar inmediatamente la guerra civil; medio peregrino que tenía por punto de partida la reunión en México de los representantes diplomáticos y de los gobiernos de los Estados para declarar la adopción de los principios reformistas y convocar un Congreso que diese al país una nueva constitución. El proyecto del señor Degollado fue rechazado en México y condenado terminantemente en Veracruz; el señor Juárez privó al benemérito caudillo, con dolor, pero con justicia, de su puesto en el ejército. Encargose del mando González Ortega, y comenzó el asedio de Guadalajara. Miramón envió a Márquez en auxilio de los sitiados, y hubo necesidad de apretar a sangre y fuego el cerco de la infortunada ciudad, sobre la que vomitaban la muerte 125 cañones. El sitio de Guadalajara, que fue una serie de asaltos hasta el que determinó la capitulación de Castillo en los momentos en que Márquez se aproximaba, es una página épica; Guadalajara fue durante varios días un infierno de exterminio y de valor. En manos de Zaragoza y Leandro Valle, dos generales de treinta años, el ejército reformista llegó a ser un instrumento llevado al rojo blanco, por la aspiración que exaltaba las almas y la pasión que animaba los corazones. Apenas había capitulado Guadalajara, el ejército liberal ponía a Márquez en fuga, casi sin combatir, y emprendía lentamente, desde los primeros días de noviembre, el camino de la capital.

     Los jefes reaccionarios habían protestado siempre que no deponían las armas porque casi todas las ciudades eran suyas y el país estaba de su lado; en aquellos momentos era todo lo contrario: fuera de México y Puebla, la República entera estaba dominada por la legalidad. Deponer las armas era su deber, pero en una Junta de militares y obispos se decidió continuar la lucha a todo trance. «Si la revolución no limita sus pretensiones a la política y el ejercicio del poder, si no respeta a la Iglesia, si no deja incólumes los principios eternos de nuestra religión, si no se detiene ante el sagrario de la familia, combatamos a la revolución, sostengamos la guerra, aun cuando se desplome sobre nuestras cabezas el edificio social.» Estas eran las palabras supremas del jefe del ejército reaccionario; nada significaban, nada querían decir; eran frases de teatro, eran una actitud trágica tomada valientemente ante el peligro; los constitucionalistas no se metían con los dogmas de la religión; la Constitución era la égida de la familia y del derecho humano.

     Era necesario rehacer un ejército; en la población mexicana hay siempre un ejercito latente; la guerra civil había organizado inconscientemente el servicio obligatorio de la inmensa mayoría del pueblo mexicano; la leva lo sacaba del seno sagrado de la familia y lo llevaba al campo de batalla. Esto hizo Miramón con buen éxito, y para hacer vivir aquella nueva multitud armada se apoderó de los fondos destinados a los tenedores de bonos de la deuda inglesa y depositados en la legación de S. M. B., con un lujo de ultraje internacional que indicaba la desesperación y el sálvese quien pueda de la reacción en agonía. Ese ejército fue completamente vencido en Calpulalpam, en dos horas de combate reñidísimo, el 22 de diciembre. El 25 las fuerzas constitucionalistas ocuparon la capital de la República. La reacción había sucumbido para siempre; para resucitarla la primera nación militar del mundo, arrastrando en pos suya a un príncipe austriaco y a una parte de la sociedad mexicana, había de gastar todo su prestigio y todo su poder, sin conseguirla. En el mundo de las ideas había muerto ya; en el de los hechos acababa de entrar definitivamente en la historia. Lo que de lla figuró en nuestra gran tragedia nacional fue un espectro, un aparecido; idealmente, socialmente, militarmente, había concluido. Sobre el programa reformista se iba a informar el nuevo mundo mexicano.

     Para defender sus propiedades, el clero había convertido la última guerra civil en una contienda religiosa, y toda la organización eclesiástica, con el supremo jerarca a su cabeza, y todos los dogmas, hasta el fundamental de la existencia de Dios, y todos los temores, desde el temor del infierno hasta el del patíbulo, fueron hacinados en formidable bastilla para reparo del tesoro de la Iglesia. Todo esto lo abandonó la Providencia, invocada sin cesar en auxilio de los campeones reaccionarios, en manos de un puñado de improvisados generales de treinta años. Y la imprudencia indecible de vincular los bienes terrenales a los espirituales había hecho de la revolución un cataclismo, y de una victoria política una catástrofe religiosa y un estimulante para que el grupo reformista joven, que tenía su Rousseau en Ocampo, su Diderot en Ignacio Ramírez, su Dantón en Altamirano y su Tirteo en Guillermo Prieto, acometiese la empresa de descatolizar al pueblo.

     La verdad es que en tres años de lucha espantosa se había verificado una transformación. En el mismo campo de batalla en que la República se transformó, casi no había habido un rincón en que no se hubiese escuchado la prédica exaltada, furibunda pero emancipadora, del abogado reformista convertido en apóstol y del oficial reformista transformado en tribuno; la iglesia saqueada, el fraile fusilado o afiliado en los desnudos batallones de la chinaca, las imágenes de los santos quemadas en públicos autos de fe por aquellos iconoclastas exasperados, eran espectáculos que habían espantado, conmovido y removido todas las almas. ¿Y por qué aquellos santos no se defendían con milagros, se decían los indígenas llenos de estupor, como en los días de la conquista, cuando habían visto rodar sus ídolos por las gradas de sus teocalis incendiados? ¿Y por qué Dios protegía con la victoria a los impíos, se preguntaba pensativo el artesano, el doméstico de las agrupaciones urbanas? Y éstos son los argumentos de hecho que siembran en la razón del pueblo la semilla de las grandes transformaciones. Furtivamente, ese pueblo informe y apenas consciente levantaba los ojos a los ideales nuevos, y la Igualdad, la Libertad, la Solidaridad, que saturaban todos los artículos constitucionales, encendían en muchos corazones un nuevo espíritu religioso, el culto de otros dioses. Pero a quien se debió el triunfo reformista fue a la clase media de los Estados, a la que había pasado por los colegios, a la que tenía lleno de ensueños el cerebro, de ambiciones el corazón y de apetitos el estómago; la burguesía dio oficiales, generales, periodistas, tribunos, ministros mártires y vencedores a la nueva causa. Recórranse las nomenclaturas de los directores del movimiento en las inteligencias, en los campos de batalla, y se notará esa verdad. La ola reformista fue un reflujo hacia el centro. Y fue el resultado total, que el rico por amor a la paz, el colono extranjero por amor a las riquezas del clero, las clases educadas por amor a las ideas nuevas, las clases populares por vago anhelo de mejorar y porque la señal de la protección divina la veían instintivamente en el triunfo, compusieron una mayoría o neutral o netamente reformista. Lo que era una minoría al día siguiente de la invasión americana, era la mayoría del país la víspera de la invasión francesa.