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Libros, hombres, paisajes

Alonso Zamora Vicente



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Unos amigos cercanos se han empeñado en reunir estos artículos ya muy lejanos, aparecidos casi todos en el suplemento dominical de La Nación, de Buenos Aires, dentro de un amplio margen de fechas. Son artículos volanderos, domingo a domingo, que dan testimonio de afanes o sugestiones momentáneos: libros que aparecen en nuestra mesa, personas que nos abandonan o que dan manifestación de existencia con su trabajo y su decidida vocación. Muy diversos, sí, pero unidos por ese quehacer inexcusable de no dejar pasar un solo día sin acusar la presencia del oficio o del talante.

Condenados a su fugacidad, el intento de reunir estos escritos en la más perdurable atadura del libro parece despropósito. Sin embargo, al releerlos, he visto con claridad en qué consiste la inesquivable premura del periodismo. Estamos ya condicionados por él, casi en la misma dimensión en que lo estamos por el cine o por las grandes corrientes culturales de nuestro tiempo. Se balancean sobre los capitulillos aquí ensartados la brevedad y la ocasionalidad. Imposible establecer un nexo rígido entre ellos. A veces, se diría que la diferencia radical, la disparidad de concepto o de situación es lo que puede regalarles coherencia. No he querido, al revisarlos, someterlos a una forzada ortopedia. Así van, tal y como han ido apareciendo en el desván de los papeles arrinconados, azar esquivo que he preferido respetar. He puesto tan sólo la fecha en que aparecieron (hasta donde me ha sido posible, claro). Nadie escoge su futuro y quizá, andando el tiempo, alguno de estos renglones pueda suponer algo en la pequeña anécdota vital de libros, gentes o paisajes. Están hechos con elementos de las dos riberas atlánticas, escenario que la coyuntura histórica me había impuesto. Al rebuscar estos artículos, enmarañados con otros muchos (ya van siendo copiosos los calendarios que se me cuelgan del hombro), he podido reconstruir el hondo placer de las horas argentinas o mexicanas, cuando, por invitación de Eduardo Mallea, disfruté la ancha alegría de la colaboración periodística sin barreras ni censuras, sin inhibiciones   —10→   ni trastiendas. Si algún valor tienen estos articulillos que hoy vuelven a arroparse con la tinta de imprenta es el de poner nuevamente en pie la gozosa palpitación de la vida, del reencuentro con voces y caras que, ya muchas resueltas en polvo y en silencio, fueron nuestro mejor paisaje. De todos ellos, queramos o no, algo nos ha quedado; hay ecos de su voz en la nuestra, sonríe su humor en las palabras que pronunciamos y nos sirven de comparación cada vez que, meditación o sobresalto al canto, algo nuevo llega a nuestros ojos asombrados.

Ahí están. Son vestigios, memoria, hálito incansable. Antonio Machado, compañía certera, lo dijo ya hace tiempo breve y calurosamente: A estas páginas, escritas por lo general en la tarde sosegada del domingo, les cuadran unos versos del gran poeta:


    Tarde tranquila, casi
con placidez de alma,
para ser joven, para haberlo sido
cuando Dios quiso, para
tener algunas alegrías... lejos,
y poder dulcemente recordarlas.



Me queda, y lo hago gustoso, expresar mi agradecimiento a la Editorial Coloquio que ha juzgado que estas páginas pueden aún interesar, valer para algo. Ojalá sea así. Me sentiré más que satisfecho si alguien decide, al leerlos, repetir la expedición que yo hice entonces, o si una mirada cualquiera se detiene ante los paisajes aquí citados, procurando descifrar la vibración inédita que, sin duda, hoy tienen. Será prueba de que estos renglones aún comunican algo, entreabren al lector su disfrazada vocación de permanencia, por diminuta que sea la cuota que de ella les esté concedida.

Madrid, julio, 1985.

A. Z. V.





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