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ArribaAbajoVillancicos mozárabes

Un capítulo de gran importancia en la historia literaria es el de los orígenes de la lírica. Concretamente en el campo de la literatura española, la cuestión estaba, además, llena de conjeturas y lagunas, sobre todo en lo que a la lírica popular se refería. Las composiciones conocidas danzaban en una amplia zona de tiempo, mal fechada. Hasta los poemas reunidos en los Cancioneros, la voz del pueblo era solamente un presentimiento, algo que no dudábamos existía, pero de lo que no teníamos testimonio pleno.

Lo cierto es que en esos días iniciales de los orígenes románicos, el hombre cantaba. Existía un ánimo predispuesto al asombro interior, al amor, al prodigio cotidiano, que, forzosamente, tomaba cuerpo en formas líricas. La gran literatura trovadoresca provenzal y los cancioneros gallego-portugueses se ofrecieron a los ojos de la crítica moderna como los más espléndidos aportes de la sensibilidad lírica medieval. Es abrumadora la masa bibliográfica con que se tropieza al acercarse a esas provincias de poesía. Y por encima de la erudición multiforme que han desencadenado, sobrenada su mensaje delgadísimo, enamorado, belleza de ayer y de hoy.

Claro está que entre los problemas que esa lírica planteó figuró en primer lugar el de los orígenes. ¿Cómo brotó esa maravilla? ¿Qué clima, qué hora feliz motivaron su florecer? ¿Qué enredado azar de la historia puede justificarla? Y aquí fue donde los eruditos volcaron el tintero a raudales, hasta el punto de que se puede afirmar que esta cuestión de los orígenes de la lírica ha sido (y parece que va a seguir siéndolo) el episodio más nutrido y fértil de la historia literaria. Provenzalistas, arabistas, mediolatinistas, liturgistas, etc., lucharon y proclamaron su respectiva hipótesis como la primordial. Entre la malla de la discusión, el zéjel, molde poético que desde la Andalucía musulmana se trasplanta a las demás líricas, era el principal motivo de pelea.

Así la cuestión (y no silenciada ni decidida), surgen, inesperadamente, nuevos hallazgos que vienen a iluminar, con deslumbradora diafanidad, aspectos   —14→   del problema. Se trata -quizá- de la más antigua huella lírica romance. Vieja, viejísima voz española que canta emocionada un siglo antes de la fecha que aceptamos para el Poema del Cid, y treinta años antes de que naciese Guillermo IX, Duque de Poitiers (1071-1127), el trovador provenzal cuya obra viene considerándose como la más antigua lírica en lengua moderna. Se trata de unos versos romances (jarchas) con que los poetas judíos calcaban las formas de la moaxaha hispano-árabe. Son versos a manera de tornada (mejor que estribillo), que representan, dentro de la composición en hebreo, toda una tradición románica. Conocemos unos veinte poemillas, villancicos de escalofriante antigüedad, ejemplos vivos de una poesía tradicional que hasta ahora solamente se había supuesto, como explicación previa al tesoro de los Cancioneros. La lengua que reflejan es el dialecto mozárabe, el habla de la población visigoda que se quedó a vivir bajo el dominio musulmán.

El autor mejor representado en este florilegio es Judá Leví (nacido hacia 1070), del que ya conocíamos imperfectamente algo. El autor más antiguo es Yosef el escriba, representado por una cancioncilla que alaba a su hermano Isaac, muerto en 1042. Una composición del primero dice así:


Des cand meu Cidello venid,
tan bona al-bixára,
com'rayo del sol éxid
en Wad-al-hayara.



«En cuanto mi Cidello viene, (¡qué buenas albricias!), en Guadalajara sale como un rayo de sol». (El poemilla alude a un Cidello, personaje hebreo de la corte de Alfonso VI; Guadalajara fue reconquistada en 1086; el rey murió en 1109. Estas fechas sirven para colocar en el tiempo al autor.) ¡Qué aurora limpia ese rayo de sol al filo del Henares! La lengua responde exactamente a los rasgos que Menéndez Pidal ha señalado para el mozárabe: es la nuestra, lejanísima, traspasada de arcaizante resonancia, pero la nuestra ya. Es el habla de los mozárabes de Toledo, de Andalucía, que ya anuncia los modos líricos posteriores típicos de los Cantares de amigo y de las coplillas tradicionales:


Vayse meu corachón de mib.
¿Ya, Rab, si se me tornarád?
Tan mal meu doler li-l-habib.
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Enfermo yed, ¿cuándo sanarád?1




¿Qué faré yo o qué serad de mibi?
Habibi, non te tolgas de mibi2.




¿Qué faré, mamma?
Meu al-habibib est'ad yana3.



Sí, voz de la calle, de la permanente angustia. Exactamente igual que siglos después. Tradición siempre nueva y lozana, que trae el acento de lo desnudo y cercano. Estas cancioncillas mozárabes han venido a replantear de nuevo el problema, (¡tan erizado!) de los orígenes de la lírica europea. Y una vez más la mirada curiosa de los investigadores tendrá que detenerse en las almas españolas de los siglos medios. Canción española de los siglos XI y XII, que nos suena extrañamente familiar, a pesar de la lejanía fonética de su lenguaje. Y es porque una vez y otra, y otra, la gracia del amor es un milagro nuevo, en trance de constante invención. La cancioncilla de Judá Leví llora por el dolor del amado, y presiente cómo el corazón se le escapa, en dolorosa deriva. Lo mismo que lamentarán después los cantares anónimos, los Cancioneros gallego-portugueses, Gil Vicente, Juan del Encina y tantos otros. Es esa voz de la calle que suena sin fatiga a todo lo largo de la literatura española, y que ahora, inesperadamente, nos llega desde un siglo más lejos de lo que hasta hoy había resonado.

El problema de los orígenes seguirá en pie, atormentando a eruditos y sabios de mil lugares y lenguas. Pero lo evidente, lo que ya no podrá descartarse es que la más añeja emoción lírica de Europa habla en español para los hombres de hoy. (No quiero decir que no la haya en otras lenguas, pero no la conocemos.) En lo sucesivo, los manuales de historia literaria, tendrán que iniciar su capítulo de lírica con estos poetas judíos, que, empapados de vida árabe, nos han legado el primer balbuceo español de poesía. Poesía entera, sí, límpida, fluyente, ya tradicional cuando esos poetas la recogieron. El villancico pasa así a ser el eje de toda una manifestación literaria, y, desde luego, la última raíz de la lírica peninsular, ya que, hasta lingüísticamente, estas   —16→   canciones son antepasados comunes de las dos grandes laderas poéticas: la gallego-portuguesa y la castellana.


Garid vos, ay yermanelas,
¿cómo contener é meu mali?4



Difíciles, muy difíciles son los problemas que esto plantea, y enormes, tremendos, los que ilumina. Pero hoy no quería otra cosa que poner de bulto la soterraña estela de la tradición, allá, tan lejos de nosotros, y tan actual sin embargo. Las dificultades que la interpretación de los textos presenta, unidas a la complicada dispersión actual de la investigación, hacen que estas coplillas no sean aún conocidas como debieran. No quería yo hoy más que llamar la atención sobre ellas, rogar un poco de silencio en el trajín de hoy para que nos vuelva a llegar su eco, desde esos siglos lejanos, trayéndonos su pena delgada, su inseguro temblor.

(21, octubre, 1951)



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ArribaAbajoLos romances siempre

Ya hace muchos años que esperábamos la aparición de la obra de Ramón Menéndez Pidal sobre el romancero. La larga y tan densa vida de trabajo del maestro de la filología española ha tenido en los romances uno de los acicates más agudos y frecuentes. En multitud de ocasiones, en conferencias, en libros, en artículos dispersos, alusiones más o menos extensas nos dejaban entrever veladamente algo de la ingente tarea que Menéndez Pidal llevaba entre manos con pausado afán. «Yo me encuentro así que soy el español de todos los tiempos que haya oído y leído más romances», decía en 1928, en el enjundioso prólogo a la Flor nueva de romances viejos. Ahora, a los 85 años de su vida, nos da estos dos tomos sobre su tema dilecto, apretados de noticias y de sabiduría, cúspide de un anhelo empeñoso y felizmente perseguido.

El romancero español ha sido siempre objeto de estudio y de admiración. Literatos puros, sesudos universitarios de todas las lenguas, eruditos de todos los matices se han detenido con frecuencia sobre esas breves joyas poéticas para intentar, con vario éxito y diversa fortuna, explicar su insobornable maravilla. Para unos, preocupados con su quehacer lírico, bastaba con entregarse blandamente al mandato silencioso del romance y recrear su molde o su mensaje: así suena la voz del romancero viejo en los Siglos de Oro. Para otros, el develar la anominia fecunda que rodeaba al viejo romancero era perentoria ocupación: así para los románticos y los historiadores en general. Menéndez Pidal nos enseña, paso a paso, con su fino tacto, quiénes y cómo han sido todos los que antes que él se acercaron al romance, verso logrado y conciso, gravedad delgada y redondamente nacional de la poesía española.

Pero si todo se redujera a esto, la nueva obra de Menéndez Pidal sería un gigantesco, valioso almacén de datos, de erudición en torno al romancero, de consulta obligada en el campo del especialista, pero limitada de antemano a ese clima acotado del difícil saber. Naturalmente, su método y su ciencia nos   —18→   hacían esperar esto ya: pero es algo más. Es la definitiva transformación de un apartado de la historia literaria española en algo que ya no es español, sino hispánico, algo que está hondamente enraizado en la esencia misma de la lengua, viviendo de ella y para ella, compañero inevitable de su unidad espiritual. Esto, que se había venido diciendo de mil modos a lo largo de la obra del maestro, adquiere ahora un total y último pulimento. Los volúmenes del Romancero Hispánico nos iluminan con fértil transparencia sobre cómo se mantiene el romance tradicional, cómo vive, cómo se adapta en los más escondidos rincones del habla hispánica, siempre fresco y operante en su vejez recién nacida. El romance puede olvidarse por momentáneas modas o caprichos, eclipsarse, pero, siempre, en algún lugar se le oye fluir nuevamente, como un agua profunda y vitalizadora: en toda la Península, en las Canarias, en la América hispánica, en las Filipinas y las Marianas, entre los sefarditas. Es ese inagotable romancero viejo que se asoma en el teatro del Siglo de Oro, en el romancero artístico, en el romanticismo, en las grandes creaciones de poetas contemporáneos y, sobre todo, en el latido de la tradición oral. Por cualquier sitio del dilatado mundo hispánico, el romancero se ofrece hoy a nuestros oídos como la manifestación más pura de lo patrimonial idiomático, verdadero exponente de un imperio espiritual, sin fronteras ni resquebrajamientos en su andadura íntima.

Todos y cada uno de esos problemas y sus múltiples conexiones y sugerencias son hábilmente estudiados por Menéndez Pidal: desde el difícil de los orígenes hasta el de la dispersión y permanencia. -No perdamos de vista nunca que este voluminoso trabajo es, solamente, la introducción a los textos (¡increíble riqueza de variantes!) de romances, cuya aparición deseamos vivamente-. El análisis estrictamente literario del romancero queda logrado en definitiva por este libro de Menéndez Pidal. Al tener en la mano, ya lograda, esta tarea de tantos años, sentimos que se nos aviva la veneración afectuosa por el maestro. Este libro nos recuerda una de esas obras monumentales de fines del siglo XIX, obras de un solo hombre, dedicación de una vida entera y digesto inestimable sobre una forma de la cultura, pero que tiene sobre las de esa época a que me refiero los valores de su rigor científico, del enorme saber del autor, enmarañado estrechamente a una intuición firmísima: la de la calidad tradicional y representativa de lo estudiado. La dedicación de Menéndez Pidal se incorpora así a esa forma tradicional de vida, nuevo escalón de una serie infinitamente prolongada.

Una viva satisfacción nos produce ver, por fin, editados estos estudios. Con su publicación se podrá iniciar (ya va siendo urgente) el estudio etnográfico del contenido del romancero. Los romances están plagados de sabiduría popular, de esa oscura vida del pueblo, al borde de la magia o de la superstición,   —19→   de los mitos eternos y universales. Esta vertiente no literaria del romancero está por hacer, pero era previa y necesaria la anterior, hermosamente lograda por Menéndez Pidal. Una vez que aquella esté hecha, sabremos bien ya en que lugares del ensueño se ha encontrado más a gusto la tradicionalidad hispánica, sublimándolos, a veces, con los grandes temas de su literatura épico-lírica, y la teoría de la tradicionalidad literaria se verá ensanchada asombrosamente. Realizar investigaciones en ese sentido será el mejor homenaje a la fructífera y gloriosa labor de Ramón Menéndez Pidal.

(24, enero, 1954)



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ArribaAbajo«La Celestina» desde dentro

Ya lleva muchos años Américo Castro ahondando en la morada vital de los españoles, haciendo esfuerzos generosos por perseguir las peculiares condiciones de la vida hispánica. Desde la aparición de España en su historia (Buenos Aires, 1948) hasta la última y muy renovada edición de ese libro (La realidad histórica de España, México, 1962), Américo Castro ha ido, poco a poco, en artículos diversos y en libros apasionantes, poniendo al descubierto la trabazón del vivir colectivo de los españoles, basada, principalmente, en la contextura de la fusión cristiano-árabe-judía. Paso a paso ha ido perfilándose la extraordinaria importancia que la rama judía ha tenido en el fluir de la historia española y el especial matiz que las personalidades de este origen han dado a todo el vivir español. Libros como Santiago de España (Buenos Aires, 1958), Origen, ser y existir de los españoles (Madrid, 1959) y De la edad conflictiva (Madrid, segunda edición, 1963) nos han ido dibujando el ademán más noble y lleno de sentido de la colectividad española, en un alternado juego de ausencias y presencias, agónico desvivirse, que, en muchas ocasiones, salió a flor de historia en creaciones excelsas.

En la ruta emprendida, era natural que Américo Castro, gran conocedor de las letras españolas, fuera meditando sobre las cimas más altas de la creación literaria. Así recayó una vez más sobre Cervantes, en un prólogo ejemplar al Quijote (México, 1960); ha sido después el teatro de Lope de Vega (De la edad conflictiva) y es ahora La Celestina5. Hemos ido entendiendo con una precisión que deja totalmente inútiles los viejos puntos de mira, cuál era el torcedor interno del español de los siglos de oro: un constante luchar entre la casta cristiana, la que resultó vencedora después de la larga etapa medieval, y las sojuzgadas, judía y mora, especialmente la primera. Alucinante conflicto éste, que conducía a una gran porción de españoles, orgullosos   —22→   de su españolidad, a la hoguera, a la tortura, al destierro, y, siempre, fuere el que fuere el derrotero que se vieran obligados a seguir, a la deshonra. Trágica meta, peor que la muerte física. La casta triunfante borró los límites entre religión y estado y creó una cultura de fe y de portento que se vertió por casi todo el mundo conocido. En literatura, el espíritu de las tres castas aparece fundido hasta los tiempos modernos: esa literatura es uno (entre otros varios) de los grandes servicios que los españoles han prestado a la Humanidad. Y todo eso se ha hecho en un escalofriante teje-maneje de afirmaciones y negaciones muy difícil de aceptar por muchos, a los que oscuras huellas del conflicto aún acosan desde una ignorada trinchera. Uno de esos arriesgados torneos de síes y noes es La Celestina, a la que vemos crecerse en sentido y horizontes llevados de la mano de Américo Castro.

¡Qué diferente, sangrante, desazonadora Celestina nos da ahora Américo Castro, al verla desde el último rincón de su trama, del vivir haciéndose de sus personajes! Tradicionalmente, hemos venido gastando largas horas y copioso papel en hablar del libro excepcional desde motivos culturales, muertos, prejuzgados. Renacimiento y Edad Media se barajaban infatigablemente, sometiendo la Tragicomedia a una disección de varia fortuna, en la que quedaba, siempre, desplazada de su vivir, del vivir inesquivable del autor, quien, en ella, dio realidad literaria a su angustia vital. Américo Castro encuentra la motivación del libro en la «catástrofe que los judíos aún rememoran y equiparan a la destrucción de su Templo por los romanos: la expulsión de 1492». Lo que en el libro aparece de «medievalismo», «petrarquismo», «humanismo italiano del siglo XV», etc., se debe, sin más, a que el judío que lo concibió era español, y, como tal, se sentía ligado a la tradición literaria de su tiempo y de su país, tradición en la que esos elementos señalados desempeñaban un papel de relativa importancia, y, naturalmente, de inesquivable vecindad. Pero lo nuevo y valioso, lo decididamente sin par, se desprende de esa atroz llamarada consuntiva en la que se van aniquilando, implacablemente, ilusiones, deseos, apetencias, ambiciones. La Naturaleza, el Conocimiento, la Tierra y el Cielo, el Amor, todo se irá deshaciendo en descomunal contienda. Y en esta contienda, el hecho mismo de la pelea, en sus aristas cambiantes y aceradas, acaba por ser superior a los valores reconocidos en los combatientes.

Estremece ir viendo, desde dentro, este hondón de la vida española, ahogada por la vigilancia mutua, por la insatisfacción permanente o la delación, y ver el escorzo con que Rojas, judío, desenvuelve la mueca demoledora de sus personajes, vitalmente, es decir, haciéndose a cada instante, ceñidos de su propia, insoslayable amargura. Celestina entra en la iglesia como entraba   —23→   la Bella del romance tradicional, bellísimo, mañanita de San Juan arriba. Y a su paso, todo se va derrocando. Los clérigos dejan las horas, se turban, no hacen cosa a derechas, besan la orla de su manto. Celestina ha tomado por asalto la fortaleza secular de la belleza representada por el romance, destruyéndola. No se trata de una parodia, sino de algo que posee su propia sustantividad literaria. Esta oposición se va a manifestar ya en el libro egregio, en todas sus criaturas. Melibea se opone a Dios, al suicidarse (recordemos de paso las inseguras y diversas ideas judaicas sobre la inmortalidad del alma, tan ilustradoras para la actitud de Melibea); Calisto se opone al tradicional espejismo del amor al someter a Melibea a sus deseos, exagerando la violencia antes que la morosidad en el placer. La propia Melibea, gran señora, educada, retratada con un esquema retoricista (ojos verdes, pestañas luengas, boca pequeña, etc.), se estremecerá de pasión y de lujuria («Las puertas impiden nuestro gozo, las cuales yo maldigo...»), mientras que la ramera Elicia es cortejada como una gran dama. Los contenidos tradicionales derivan en estos otros hasta entonces tenidos por imposibles, y se «humanizan», adquieren calor y vigencia inmarchitables. El gran poder de Fernando de Rojas es el trastocar las armonías heredadas y legárnoslas definitivamente situadas en un ángulo nuevo.

Desde ahora será menester contar con este breve libro de Américo Castro para acercarse a La Celestina. Ya no podremos prescindir nunca, en el análisis obligado del libro, de esta cualidad de sus héroes: poder cambiar el rumbo de su vivir, la perspectiva de su propio futuro, es decir, el hacerse su vida. Es el camino que lleva al Lazarillo y más tarde al Quijote. Esto ocurre, por ejemplo, con la decisión de Elicia y Areúsa de vivir libres, disfrutando su libertad. La conciencia propia se ha convertido en motor impulsivo de la propia existencia. Aquí está el punto de partida de lo que será después el arte incomparable, total, de Miguel de Cervantes.

Es lúcido sobremanera el paisaje de la gran literatura española vista desde la realidad de los conversos. La nómina de los grandes escritores, hombres de ciencia, juristas, religiosos, etc., que pertenecieron a la casta sojuzgada es verdaderamente impresionante. Ha sido en esta dirección donde los hallazgos y las intuiciones de Américo Castro han sido más llamativos e inquietantes. Con esta nueva luz adquiere perfiles más nítidos -y no por eso menos santos- la actividad de Santa Teresa, por ejemplo. Entendemos totalmente el miedo de los hombres del tiempo a la cultura como forma de vida. Aquellas frases de Cervantes («No... se probará que en mi linaje / haya persona de tan poco asiento / que se ponga a aprender esas quimeras / que llevan a los hombres al brasero / y a las mujeres a la casa llana») o de Góngora («mi poca teología   —24→   me disculpa, pues es tan poca, que he tenido por mejor ser condenado por liviano que por hereje») se cargan ahora de su leal y doloroso sentido. Claro es que cabían soluciones para vivir en esa situación angustiosa. Una de ellas era la de escudarse en la Redención cristiana: De ahí el abundante aparecer de autos de la Pasión y del Nacimiento (Juan del Encina, Gil Vicente, Sánchez de Badajoz, etcétera). Y todo por la dramática situación, no presumible en Europa, en que la expulsión (o la conversión forzada y no respetada) había puesto al hispano-judío.

Conviene insistir sobre la condición hispánica de este crear. La integración de los judíos estaba tan lograda en la sociedad española que no son separables de la totalidad. De otra manera: el que los grandes frutos de la civilización española no sean exclusivamente obra de la casta triunfadora, cristiano-vieja, no afecta a la autenticidad hispánica del total. Los conversos estaban rotundamente fundidos con la sociedad española, cohabitaban la morada vital de la comunidad hispánica, fusión no sólo cristiana, sino también islámica, realidad sin comparación posible en parte alguna.

De ahí el ciego gesto de los que han querido ver en la obra de Américo Castro una postura unilateral, aprovechada para fines y motivos que no son, en manera alguna, los que el ilustre maestro persigue. Detrás de la obra de Américo Castro late un sano afán de valorizar la obra hispánica, que se desangró en un imperio de fe y de belleza inmarcesibles, aún eficaz y operante. Darle otras interpretaciones sería pura miopía, cuando no torcida o mala voluntad.

Sí, no podremos ya, repito, prescindir de estas páginas al comentar la Tragicomedia. Vemos nacer en ella, por motivos de la personal conciencia escindida, la actitud más valiosa del hombre moderno: la de su propia determinación ante el vivir. La esperanza flota en los sobrevivientes de la gran muerte catastrófica de La Celestina: Elicia y Areúsa que se saben libres; Sosia, que baja, canturreando, noche adentro, hasta el río, a dar de beber a su caballo. Todos firmes en su soledad. «Sin proponérnoslo, surge en la lejanía la figura de Sancho Panza, sin ínsulas, sin gobierno, sin señor, ahincado en su sí mismo, que incluye un yo y un él, aprestados a enfrentarse con lo que venga, es decir, con la vida de este mundo, con su novela». Meditaciones como la que hoy nos ocupa marcan una nueva trayectoria a la crítica literaria española.

(25, abril, 1965)



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ArribaAbajoHoracio, otra vez

La voz de Horacio ha sonado y resonado, incansable, a todo lo largo de la literatura española. Hay toda una ladera de lírica que se ha sentido acorde con el canto del venusino y ha intentado adoptar los ecos de éste a su coyuntura histórica. Algunos buscaban un mero placer arqueológico, de erudición primorosa (fray Luis, ay, no es de los que menos), y otros lo hacían porque Horacio les parecía realmente satisfactorio, entero, sin dudas ni huecos posibles. Así lo interpretó, por ejemplo, Francisco de Medrano, el cantor de Mirarbueno, pago generoso al filo del Guadalquivir. Menéndez y Pelayo se encargó, en su conocido Horacio en España, de hacer un detenido viaje a través de los ecos horacianos en la literatura española. No voy, pues, ahora, a intentar decir algo que ya esté allí -más o menos certeramente dicho-. Voy a intentar llamar la atención sobre un nuevo nombre de los que se agregarán, algún día, a la lista recogida por el erudito profesor.

Horacio otra vez. Puesto en español -y muy buen español medido- por Bonifacio Chamorro. Un nombre más, así, sin otras características, no es mucho. Pero hemos de explicarlo. Acercarse -y acercarnos- a Horacio era ya en Bonifacio Chamorro una dulce, acariciada costumbre. Hace ya muchos años (tantos, que no acertamos a desovillar su ritmo loco), en una revista de estudiantes, Almena, nos dio, creo, las primeras traducciones. Era una revista pequeña, con letras grandes, de colores suaves. La revista del que empieza. Allá, alguna firma sesuda intentaba dar el espaldarazo al novel. Horacio tuvo su hueco, en una nueva aparición castellana. Después, varios libros sucesivos -60 odas, 90 odas, estas últimas, por cierto, publicadas aquí en Buenos Aires-, y algunas apariciones en otras revistas han ido dando fe de la puntualidad de la cita entre el viejo poeta y el nuevo traductor. Ahora, y por eso nos paramos en ello, Bonifacio Chamorro ha terminado la versión de Horacio al español. Una breve entrega de Escorial es el colofón a tan larga, empeñosa tarea. Y ver cerrada una obra parsimoniosamente perseguida   —26→   -hoy que la ligereza y la fragmentación son signos del quehacer-, es, siempre, una alegría sana, un motivo de honda gratitud.

Muchas veces nos hemos topado con Horacio, tan sosegado, con su flanco siempre abierto a nuestras querencias actuales. Unas veces ha sido por necesidades eruditas: estudiando a un gran horaciano como Francisco de la Torre, delgada voz del siglo XVI. Otras, en este duro acoso cotidiano del oficio, y, digámoslo sinceramente, casi siempre con mal humor. No era de nuestros preferidos. Y, sin embargo, ahora, nos encontramos con un Horacio que nos llena, que nos despierta dormidas resonancias. Y es porque Bonifacio Chamorro -sentado frente a sus fichas pulcras, ordenadas con ritmo de poema- siente a Horacio. Lo lleva dentro, le acierta, agudamente, su natural vibración. Y nos lo desmenuza en una voz nueva, recreada, de ahilada fidelidad. Nos suponemos la vida del traductor como un laborioso camino en el que siempre ha habido un hueco de silencio para soñar con el olivo pálido, con el huerto cuidado y la rosa exacta del Procul negotiis. Para nosotros, ajetreados y obsesos con sólo Dios sabe qué horizontes conclusos, este hallazgo supone el de valorar otra vez lo clásico, lo eterno: la capacidad de abstracción, de reencuentro con uno mismo. Los poemas horacianos de Bonifacio Chamorro, agotados ahora en una breve entrega de Escorial, nos enseñan lo que tiene de operante Horacio en su ya milenaria lejanía. Reconozcamos que no es, ni mucho menos, una aventura desdeñable. Al fin y al cabo, ya este inesperado movimiento de quietud que nos produce el encontramos de nuevo con esta lírica (¿o no será más que el conjuro urgente del título de este folleto: Humanismo?), es un suave prodigio. Nuevamente nos vuelve a resonar en el oído la oda que los días escolares nos achicaron un poco:


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Sí, decididamente, aún se acaba el poemilla con una dulce sonrisa, con un amable charlar, gratos a través de los siglos.

(30, julio, 1950)



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ArribaAbajoCine y literatura

La experiencia nos va enseñando, cada vez más acusadamente, cuán distintos son los caminos de la literatura, por un lado, y del cine, por otro. Novelas excepcionales en las que, secularmente a veces, la Humanidad ha visto valores y ha reconocido inmarchitables módulos, se nos desmoronan al verlas en la pantalla. Y en cambio, pequeños sucesos de la vida real, apenas poetizados o disimulados, alcanzan, al ser llevados al cine, cualidades verdaderamente excelsas. Quizá en el hondón del problema esté, simplemente, la verdad quieta y clara de que el tiempo es el único dueño de la situación, y al cine hay que darle, sin más, imágenes visuales (imágenes en las que cabe la literatura, pero de ellas, una literatura nacida de ellas) y a la literatura, ante todo, contenido, mensaje. Algo donde la imagen será cambiante y eterna, permanente nacimiento ante los ojos de cada lector.

Por esto, quizá, digo yo, no nos gustan las grandes novelas llevadas al cine: porque no suelen coincidir las imágenes que vemos con las secretas y largamente acariciadas en nuestra conciencia de lectores. Todo esto se me ocurre a propósito de un Lazarillo de Tormes que el cine español acaba de poner en circulación. Esfuerzo loable y lleno de buena voluntad, qué duda cabe, con aciertos aquí y allá, pero donde el aliento del gran libro apenas se entrevé. Se ha quedado solamente en la más externa «imagen», es decir, en la cáscara. Imágenes muy hermosas a veces, atinadamente escogidas, pero donde el héroe de la primera gran novela del mundo occidental no vive, sino simplemente es una cosa más.

Supongo que todo gran libro planteará al director de cine graves y numerosos problemas. En todos ellos tendrá que sortear la doble asechanza de los juicios literarios previos y de las posibles visiones plásticas de la obra, que, de seguro, existen. Y, por lo general, de toda la complicada urdimbre de la novela sobrenadan en el cine las acciones, «el argumento», en esquema, viajes, bodas, luchas, peleas, alguna que otra muerte. Todo eso era bastante   —28→   dificilillo perseguirlo en el azacaneado desvivirse de Lázaro de Tormes, donde lo excepcional y llamativo no se produce nunca (¡por vez primera para el mundo!), sino que es el fluir de la vida, sin estridencias, monótono, ramplón, sin grandezas, ni ensoñaciones algunas. Es el afanarse del verdadero antihéroe, donde los personajes auténticos son el hambre, y la desnudez, y el frío, y el desamparo, y la fatiga, y la resignación. Y la ternura, humana y caliente, ante la desgracia ajena. Vivencia que, poco a poco, se queda, hacia afuera, en el puro andrajo. Por eso nos sentimos disconformes con este Lázaro que acaba de darnos el cine español con la mejor buena voluntad: no nos satisface el niño pulido, más bien cumplidito de carnes (¡pero si Lázaro no puede levantar los pies a fuerza de estar en los puros huesos!), bien peinado y nada mal vestido (¡aquel Lázaro que registra rebosante los primeros zapatos que usó, el Lázaro que es feliz con la ropa vieja desechada por otros!); no nos satisface el ciego doctoral, profesoral, hablador ex cátedra, no: el mundo de la sabiduría popular que el ciego representa no suele fluir así, tan ordenadamente compuesto y dicho, sino que está precisamente a la vuelta de eso, esquivándose, introduciéndose pasajeramente en ello, pero huidizo siempre; imposible de todo punto soportar al hidalgo de la película, grotesca deformación de un tipo repleto de valores y de sentido. Quedarse solamente en ese aspecto ridículo, desdichado, equivale a no entender el libro ni de cerca ni de lejos. Con el episodio del hidalgo han nacido para el hombre moderno, entre las empinadas callejas toledanas de 1550, la ternura, la compasión, el afán voluntarioso de entender y disculpar las lacras del prójimo. Y hasta el tiempo como personaje literario ha nacido allí, el día en que Lázaro encuentra a su nuevo señor y gastan, juntos, toda una larga mañana en ir de un lado a otro, despilfarrando el tiempo, inexorablemente medido por el reloj de la Catedral. Y muchas, muchas cosas más han nacido ese día con la novelita. Y la película nos da un hidalgo de gesto bobaina y circunstancial, demasiado externo, demasiado pobre hombre, inadecuado al quedarse en elemental efecto cómico. Tampoco puede gustar al lector de la novela que, por oscuras razones inaudibles, se haya quitado al clérigo de Maqueda y se le haya convertido en un sacristán. También se ultraja así, y de manera excepcionalmente grave, el contenido de uno de nuestros más ilustres libros, es decir, se ataca una parcela de nuestra más pura tradición. No: el clérigo, ese clérigo que encerraba en sí toda la lacería del mundo, ha debido quedar como tal y no acudir a torpes falsificaciones. Si se quita el clérigo, todo ha de descender: solamente con razones falaces, esclavas de facilona camandulería, puede mutilarse de esa forma el episodio. Algo así como si, en una sesión de espiritismo, se invocase a Aníbal o a Napoleón y acudiese al tembloroso trance de la médium   —29→   un juerguero y mal hablado oficialillo... ¿Es que no resultaría divertido? Más grave podría parecer, en una visión tan purista de los negocios divinos, el largo episodio del sueño de Lázaro, absolutamente inventado, en el que, dentro de la iglesia de San Juan de los Reyes, entre la abrumadora belleza de sus muros, unos cuantos tontilocos juegan a la gallinita ciega, unos enanos de corte renacentista pasean bandejas de frutas pantagruélicas y dan saltos sin ton ni son, y una hermosa dama juega ñoñamente a Madame Recamier, con diván y todo, mientras unos esclavos negros la abanican faraónicamente: un verdadero delirio de lugares comunes, bastante mal llevados. Y todo esto dentro de una iglesia como escenario. En fin... Si la película no se llamase Lazarillo, o si no supiésemos bien lo que el corto libro de 1554 supone para la novelística europea, quizá fuese tolerable el largo sueño. Así, solamente el despertar es un respiro.

A cambio de estas ingenuidades, la película nos da un largo desfile de maravillas, donde los ojos se cuelgan empeñosamente, pero siempre al margen de la novela. Callejero de La Alberca, de Piedralaves, de Olías del Rey, de Lerma. Viejas ciudades de Castilla, decrépitas, admirablemente fotografiadas, sí, en teoría de tipismo, de rincones deliciosos. Pero ¿por qué no Almorox, ni Escalona, ni la misma Maqueda, las ciudades de verdad del libro? ¿Por qué esa obsesión monumental? Justamente otro de los hallazgos del libro es el hacer novelable la geografía cotidiana, lejos de Ínsulas remotas, de Macedonias o Bretañas ficticias. No, nada de eso: La Sagra, con sus olivos tristes, sus viñedos solitarios, sus campos de pan llevar. Lázaro era el mundo del suburbio, de la ciudad menor y extramuros, que no se atreve a instalarse en la ciudad señorial y organizada. No portentos, no palacios, no nobleza. Es la primera vez que, en el arte europeo, un héroe desplaza su cuerpo y su miseria por las callejas desnudas, vacías, entre las paredes blancas de cal, al sol, y al aire, y a la lluvia, viviendo la angustia de las estaciones implacables de la meseta. Y las vive de Salamanca a Toledo, al sur de la cordillera central, en un paisaje insustituible, cegador, al aire libre, viento largo y sin soporte de la llanura. La película adolece un poco de sentido turístico -que, repito, es admirable en ocasiones, pero que no tiene nada que ver con el Lazarillo-. En Salamanca, el libro habla del Mesón de la Solana, de una aceña en las afueras, pero nada de la portentosa fachada de Santo Domingo, ni de la portería de las Dueñas, ni siquiera de las torres catedralicias; y, valga como ejemplo ilustrador, no podemos pensar para casa del hidalgo toledano en la que la película nos da: el Palacio de Fuensalida, donde pudo morir holgadamente una emperatriz. Ni podemos pensar que tuviese en los fondos de su casa, como trastera o lugar apartado por donde poder escapar furtivamente,   —30→   casi como ladronzuelo que salta las bardas de una corraliza, nada menos que los nobles arcos del Cristo de la Luz. Un texto literario, y sobre todo el Lazarillo, tiene sus exigencias, sus insoslayables mandatos, lo que le hacen ser como es. Y esas exigencias deben ser respetadas.

No, no es el Lazarillo esta película. En ella vemos rincones portentosos de unas cuantas ciudades castellanas (¡Catedral de Toledo y plazuela y cobertizos de Santo Domingo el Real!) y saboreamos unas cuantas anécdotas que recuerdan muy de cerca al Lazarillo. Pero el viejo libro sigue sugiriendo mucho más que las imágenes que hoy encontramos. Quizá en este problema de cine y literatura sea lección ejemplar, entre otras, el brasileño Orfeo negro. El mito reactualizado, otra vez andando sobre la tierra de Dios, sigue siendo el mito espectral a la vez que problema y circunstancia vivos. ¡Con qué voz verdadera nos hablan en el nuevo acaecer la lira redescubierta, la furia de unas nuevas bacantes, la impresionante reiteración de la bajada a los infiernos! ¿Estará ahí la solución, es decir, en ver lo que los viejos héroes tienen de permanente y de cercano? En este caso, el cine puede hacernos grandes servicios, tiene que hacérnoslos. Sí, mejor que fotografiar lo que sólo puede tener cuerpo en las más hondas galerías del alma, procurar aprehenderlo, sorprenderlo de nuevo en el mundo circundante. La misma ternura, las mismas fatigas, el mismo luchar de prejuicios y de virtudes embrionarias que vemos en el episodio del hidalgo toledano, es lo que nos surge, en otro clima, diverso paisaje, diferente anécdota, en la Nina de Misericordia, la novela de Galdós. También una mañana inverniza, el aliento del Guadarrama afilándose en las esquinas en cuesta, Benigna ha pedido limosna en la puerta de una iglesia para que su señora pueda comer. El mito del hidalgo se asoma a la orilla de la página. ¿No es una actualización en mil ochocientos y tantos? ¿No sería posible que el cine tuviera, en su precisa charla de hoy, también su hueco, su palabra que decir? Creo que sí, y en este intento de Lazarillo no faltan virtudes del lenguaje del cine que nos hacen pensar en la posibilidad del logro, pero la novela, la vieja novela, la primera novela moderna, descubridora de tantos y tantos océanos de vida y desencanto, ésa no está. Cuando en la película vemos a Lázaro ayudando a llevar al muerto (¡el famoso entierro toledano!), sabemos, de una vez para siempre, que aquél no es Lázaro. Quizá pueda ser otro, y el acierto habría estado en buscarlo. Dicho de otro modo: lo importante para el cine será crear, ver de nuevo. No repetir (y mucho menos aproximadamente) o fotografiar concepciones ajenas.

(7, febrero, 1960)



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ArribaAbajoHistoria y fantasía. Otra vez Vicente Espinel

A veces, la erudición nos proporciona amables sorpresas. Así ha pasado ahora con un libro de George Haley sobre Vicente Espinel6, el andaluz-madrileño, que, allá en el cruce de los siglos XVI y XVII, acosado por su memoria, nos legó un libro extraño y excepcional, Vida del escudero Marcos de Obregón, un libro escrito entre los achaques de la vejez y en el que la emocionada elegía y la dolorida añoranza se entremezclan para darnos una falaz autobiografía, estremecida, acosada de sueños y verdades. Vida de Vicente Espinel, que pasa al libro en una sucesión tumultuosa de proyectos, fracasos, nostalgia por las pequeñas dichas no alcanzadas. Entre Vicente Espinel y Marcos de Obregón hay un permanente juego de historia y fantasía, donde es muy difícil desentrañar la pura verdad de carne frente a la espectral voz de la ilusión.

George Haley ha perseguido cuidadosamente la realidad documental de Vicente Espinel. Los archivos españoles le han puesto sobre su mesa el azacaneado andar, año tras año, de Vicente Espinel sobre la tierra: su nacimiento, su carrera eclesiástica, sus peleas con los convecinos de Ronda, sus amistades, su intervención en resonantes hechos literarios, sus horas de sosiego para hacer el contrato de arrendamiento de una vivienda, su testimonio en el proceso de canonización de San Isidro, su testamento. Con estos documentos en la mano, Haley -que ha hecho su tesis doctoral estudiándolos- nos va moviendo, apasionante vaivén, a Vicente Espinel por el tablero de sus ambiciones y sus quebraderos de cabeza. Y nos dejamos llevar, blandamente, de Ronda a Madrid, de Madrid a Málaga, o a Toledo, o a Valladolid o a Italia... Y más tarde, sin abandonar esta verdad irrecusable de los documentos, Haley nos va descubriendo en el Marcos de Obregón la huella de estos   —32→   acaeceres, para ver cómo se engarzan en la imaginación o en la devuelta memoria de los sesenta y ocho años de Espinel, cuando, un largo ayer a la espalda, se dispone a escribir su novela.

Si bien es verdad que el libro de George Haley no nos descubre mucho de nuevo, sí lo es que nos pone orden y claridad en multitud de aspectos antes intuidos o simplemente aceptados por rutina. Ya en una ocasión yo intenté luchar contra el tópico, persiguiendo, en la relación de Marcos de Obregón, el eco humano de Vicente Espinel. Y aquí es donde llega la amable sorpresa a que me refería al empezar. Vuelvo a oír, cálida cercanía, el aliento del viejo escritor hablando de sus alifafes, de la persecución de la gota que no le deja descansar. ¡Con qué frescor de primera mano, con qué limpio impudor resuenan sus quejas repetidas! Le vemos avanzar despacito por las calles madrileñas, camino de su capilla, de sus rezos, o de regreso de visitar a sus ilustres amigos, de los que está tan orgulloso: «...venía con un poco de gota, con el espacio y remanso que requiere tal enfermedad». Seguramente, la forzada quietud a que le tiene sujeto el dolor ha sido causa de que en más de una ocasión haya escarbado en sus recuerdos y, finalmente, se haya decidido a escribirlos. Nos lo figuramos horas y horas tendido, a solas con su pasado y sus deseos de una actividad de sano, en la habitación vacía: «Pasé en Milán tres años, como hombre que está en la cama, contando las vigas del techo trescientas veces, sin hacer otra cosa que importase... por estar siempre indispuesto». Reconozcamos que no aparecen muchas veces, en la literatura española, estas pruebas de intimidad en voz alta. Adivinamos en ese «contar trescientas veces las vigas del techo» el largo asedio de la fiebre, agolpándose los ruidos de la calle en la ventana, mientras, dentro, las cuatro paredes se van agravando, acentuando la dureza de sus rincones, quizá con frío, siempre una insidiosa tristeza brotando de lo oscuro. Experiencia del dolor físico, que se mitiga con su buen humor andaluz, unas pocas fincas adelante: «...me hallé siempre con grandísimos dolores de cabeza; que aunque nací sujeto a ellos, en esta república los sentí mayores. Que siempre me han perseguido tres cosas: ignorancia, envidia y corrimientos». Indirectamente, vemos aquí cómo, durante el curso de la enfermedad, se aviva el recuerdo de la vida auténtica, la presencia de la ignorancia ajena, de la envidia, el repaso mental de las venturas y de los infortunios, inevitable ocupación, mientras se espera que la salud vuelva.

Vicente Espinel habla siempre de sus males. Su libro es ya la obra de un viejo, escrita entre los reposos -fugaces, cada vez más fugaces alivios- que el dolor le concede. Lo encontramos así en esos Descansos que llenan el Obregón; lo adivinamos en el tono caliente que emplea al hablar de la medicina   —33→   y los médicos, de su preocupación por los humores de las personas, de las sangrías y de las calenturas. Se nos iluminan los períodos de bienestar pasajero cuando el recuerdo evoca la esperanza lejana, la ocasión en que parecía imposible vencer la enfermedad. Tan difícil llegó a parecer la mejoría, que el milagro se asoma, inesquivable: «...habrá veinte años poco más o menos... que le dio una muy grande enfermedad de gota que le duró más de un mes el curarle el doctor Juan Gutiérrez, médico, y hacerle muchos remedios sin provecho ninguno, y últimamente le dio once sudores y otras once unciones de que vino a estar muy malo y peor que de antes, y el pecho con intercadencias, de suerte que el dicho médico viéndole así lo dejó y desahució...». Y el enfermo, Vicente Espinel, «con mucha fe y devoción se encomendó al dicho siervo de Dios, Isidro, para que le alcanzase la salud de su Divina Majestad, y fue servido que desde entonces fue mejorando tan aprisa, que dentro de dos o tres días comió con muy buena gana y estuvo bueno...». Así se expresaba Espinel como testigo en las declaraciones para el proceso de canonización de San Isidro. Fuerte, muy fuerte debió de ser el tormento del mal cuando su remedio se esperaba tan sólo del cielo y al cielo se atribuyó la curación.

Vicente Espinel, en su tiempo de madrileño, de hombre enredado en los afanes de la vida cortesana, vivió a la sombra de San Isidro. El cuerpo del santo se conservaba entonces en la parroquia de San Andrés, a la que estaba unida la Capilla del Obispo (del obispo de Plasencia, don Gutierre de Vargas Carvajal), donde Espinel era capellán mayor y maestro de capilla. En tiempos de Espinel se edificó, en la misma iglesia, la suntuosa capilla barroca, verdadera iglesia destinada a enterramiento del patrón de Madrid. Espinel intervino en las fiestas literarias de la conización. Pasearía en el nuevo atrio de la capilla de San Isidro en las tardes largas del otoño madrileño, un sol tibio en las fachadas, gritos de niños en las plazuelas, contando y recontando su vida ajetreada y viajera. A muy pocos pasos de la iglesia tuvo una casa, en la Cava Alta (todavía se llama así la calleja), y al amparo de la iglesia está la morería, donde habitaba el doctor Sagredo, personaje del Marcos de Obregón, y donde, Espinel lo recuerda en su deposición, habitó en vida el propio San Isidro. Las callejuelas retorcidas y estrechas de todo ese barrio, en empinado repecho, pesan sobre el andar lento, cojeante, de Vicente Espinel, andaluz de Ronda envejecido en años y experiencia. Espinel-Obregón recorrerá lentamente esas callejas (el Almendro, Plazuela del Humilladero, Cava Baja, Costanillas de San Pedro y de San Andrés, calle Angosta de los Mancebos), camino de su iglesia, mientras el viento duro del invierno le acosa, agravándole dolores, ausencias, desengaños, el hambre de vivir.

Hoy, viéndole latir línea a línea en su delicada novela, nos emociona la   —34→   real presencia de su enfermedad. Espinel supo crear un procedimiento artístico en su libro (fusión de lo pasado y lo presente, actualización del ayer y de lo que no llegó a ser nunca) que, modernamente, han empleado con rígido sistema escritores como Unamuno, Proust, Gide o Pirandello. Uno de los elementos que más utilizó en su libro fue la obsesión de su enfermedad. Y esos dolores son ya el único personaje palpitante, momentos antes de su muerte. En 1624, el primero de febrero (en Madrid suele nevar por esa altura del año), Vicente Espinel otorga testamento. Encomienda su alma a Dios y su cuerpo a la tierra, y manda que éste sea enterrado en la iglesia de San Andrés. Recuerda sus deudas y ordena a sus albaceas que las cancelen («declaro deber a un hombre que no se me acuerda cómo se llama ni dónde vive doce escudos de oro...»); dispone se vendan sus libros para pagar sus deudas, y recuerda que alguien le debe dinero, y avisa que le deben descontar a este deudor el importe (cinco ducados) de dos colchones viejos y una manta que «me dejó cuando se fue de mi casa». El último arreglo dispuesto, una voluntad de sosiego y reposo rodeándole. Y, en ese momento, cinco personas firman el documento en lugar de Vicente Espinel, porque el escribano de fe de que el viejo poeta y músico está «impedido de la mano derecha, del mal de gota», y no puede firmar, «aunque sabía». Hace años quise ver en los Descansos del Marcos de Obregón los momentos en que el dolor le permitía escribir, los cortos instantes en que la vida fluye sin sentirla. En esta ocasión, el descanso subsiguiente ya no tiene regreso, se llena redondamente de su sentido más inmediato. Tres días después de la fecha del testamento, el cuatro de febrero, Vicente Espinel moría. En Madrid, a principios de febrero hace frío. También puede nevar por esa altura.

(19, junio, 1960)



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ArribaAbajoUn nuevo Cervantes

Desde que, en 1948, apareció en Buenos Aires España en su historia, Américo Castro no ha cesado de ir puntualizando, perfilando o matizando sus puntos de vista sobre el pasado azaroso de los españoles. Desde el destierro, donde la patria se hace celeste, como decía Dante, Américo Castro nos ha ido dejando huellas eficaces, sugestivas y duraderas de su afán de entendimiento y amor por la peripecia hispánica. No es ésta la ocasión de hacer una recapitulación de sus numerosos trabajos, aparecidos en libros y folletos en muy diversos lugares. Lo cierto es que la honda y apasionada meditación de Américo Castro sobre la historia (y la «vividura») de los españoles va siendo discutida en diversos tonos en todas partes. Y, aceptada o no, habrá que reconocer que no ha habido mayor revulsivo sobre la conciencia intelectual colectiva que los supuestos, a veces admirables deslumbramientos, de La realidad histórica de España.

Uno de los más atrayentes sostenes de la nueva visión histórica de España elaborada por Castro estriba en la valoración de las castas creyentes, especialmente de la cristiano-nueva, es decir, la de aquellos españoles que descendían de judíos. Sorprendente, en verdad, este agudísimo meditar e identificarse con la andadura espiritual de nuestros grandes muertos, hasta el punto de poder deducir de la simple lectura (como en el caso de Santa Teresa) su cuidadosamente escondido origen. El formidable ademán artístico de España ha quedado transformado (y mucho más profundamente explicado) en un escorzo dramático y desazonante al poner en la base de sus exquisitas criaturas la ineludible necesidad de vivir en lucha contradictoria y mantenida con la sociedad circundante, la vencedora y poseedora de todos los seguros y bienandanzas, la casta de los cristianos viejos. La nómina de estos españoles de casta conversa produce un escalofrío detrás del que se esconde lo más representativo del obrar español: Juan de Mena, Luis Vives, Santa Teresa, Mateo Alemán, Góngora, Fray Luis de León, Juan de Lucena, Diego de Valera,   —36→   el propio Rey Católico, Fernando de Rojas, Andrés Laguna, Jorge de Montemayor, el padre Vitoria... Y tantos más. Tanta y tan pujante maravilla que logró llevar a flor de historia, prodigiosa flor, la angustia de sobrevivir atenazados por un medio asfixiante y hostil.

Y con la ejemplaridad que da siempre el trabajo tesonero, Américo Castro se ha enfrentado ahora con Cervantes, el gran creador de nuevos moldes inéditos, rigurosamente nuevos dentro de la literatura. Fruto de ese asedio es el reciente Cervantes y los casticismos españoles. A través de sus densas páginas nos va surgiendo un Cervantes distinto, enfrentado sutilmente con la problemática de sus compatriotas escindidos, a la vez que nos explicamos multitud de aspectos de su personalidad, hasta ahora solamente enunciados y aceptados sin más, como si no hubieran tenido su porqué.

¡Qué caudal de vida, tumultuosa a veces, agazapada otras, nos encontramos ahora! Nuevos ángulos de mira se nos presentan a cada paso. Las innumerables páginas, más o menos culinario-literarias, escritas para iluminar los «duelos y quebrantos» que el hidalgo lugareño comía los sábados, se deshacen ahora en alharaca al ver a Cervantes erguirse tras una perspectiva de valor y tomar solapadamente un partido ante el tocino, comida que horrorizaba a los judíos. Desde el punto de vista de los cristianos-viejos, huevos y torreznos, que eso eran los «duelos y quebrantos», llevaban consigo «la merced de Dios». Así los llama Covarrubias. Para Lope, el Lope de Vega representante máximo de la casta cristiano-vieja, el tocino era «manjar hidalgo». Solamente para el converso podía ser duelo y quebranto el comer tocino, prohibido por razones religiosas.

También percibimos algo nuevo y en radical escisión con las ideas «oficiales» de sus contemporáneos al escuchar a un Cervantes que no se conforma con las ideas corrientes sobre la honra. Cervantes se burla sin rodeos de los que prefieren ser cautivados por los turcos antes que ponerse a remar junto a galeotes en caso de apuro; Cervantes no cree lícito matar a la esposa infiel, ni, y esto es muy importante, ensalzó nunca a la nobleza o hidalguía hereditarias. En fin, rebosa por sus escritos multitud de observaciones que coinciden con las expuestas ya por otros escritores cristiano-nuevos.

Varias son las afirmaciones cervantinas que nos le desplazan a los arrabales de la sociedad contemporánea. Cervantes se ríe despiadadamente y con acerada ironía de muchas opiniones, creencias, etc., de su tiempo. El ser de familia instruida, o de rango, no evitaba la amenaza de ser tenido por cristiano-nuevo. Tampoco valía el ser católico excelente, como ocurrió en el estremecedor proceso de Fray Luis de León. Rodrigo de Dueñas, opulento banquero y excepcional entendido en materia económica, fue expulsado del Consejo de   —37→   Hacienda del Emperador por ser nieto de un tornadizo. Solamente los de linaje de labradores podían no ser sospechosos de judaísmo. De estas y otras cosas con ellas relacionadas se burla Cervantes en el entremés Los alcaldes de Daganzo. Los labriegos ignorantes establecidos sobre su indiscutible cristianismo exhiben, bajo la ironía cervantina, su incapacidad para desempeñar una función de trascendencia social. Allí nos encontramos con el pretendiente que no sabe leer, porque eso es una quimera de «las que llevan a los hombres al brasero» (es decir, a las hogueras inquisitoriales). Tampoco sirve para desempeñar este puesto el candidato que reza varias veces unas cuantas oraciones. (Recordemos, de paso, las frecuentes bromas sobre la oración vocal, deslizadas a lo largo y a lo ancho del Quijote.)

Sí, es indudable que Cervantes no opina como sus contemporáneos, como los personajes del típico Lope de Vega, heraldo inigualable de la casta cristiano-vieja, con sus intocables afirmaciones pétreas sobre el honor, la hidalguía, la ortodoxia, etc. Cervantes juzga la existencia desde la ladera del cristiano-nuevo, dolorido, preocupado, inseguro. Ahí está El retablo de las maravillas para demostrarlo. Solamente un ingenuo o un bobalicón sin remedio puede tomar en serio que la cristiandad rancia -los varios dedos de enjundia de cristiano-viejo de que tan orgullosamente habla Sancho- puedan regalar la facultad de ver prodigios negados a los demás. Ante la grotesca figura del músico Rabelín, tratado con tan poca caridad por los «grandes» del lugarejo, Chanfalla afirma que el tal músico es «muy buen cristiano e hidalgo de solar conocido», a lo que el gobernador replica -y observemos la sonrisa entre despectiva y amarga de Cervantes-: «Cualidades son bien necesarias para ser buen músico». Esta subversión de los valores universalmente acatados se hace aún más patente y llamativa con la llegada del furriel. Este cree locos a todos, puesto que él no ve nada de lo que allí se finge. Todos le acusan: ex illis es!, «judío es, judío es», es decir, un confeso. El militar disuelve a cintarazos la reunión, extraordinaria osadía de Cervantes. La opinión general había decretado que tan sólo los cristianos-viejos podían ser valientes y aguerridos, a la par que los conversos habían de ser cobardes. Los golpes del furriel caen sobre el lomo de una sociedad entera, en la que las creencias y sus manifestaciones externas, engendraban odios más que «respetos» y amores y donde el equilibrio espiritual surgía para muchos o de la fantasía y el razonamiento solitario o de la férrea interioridad de la persona.

Ahora es cuando cobra cegadora luz el vivir arrinconado y lateral de un hombre como Cervantes en la España de su tiempo. Su asombroso comportamiento en el cautiverio argelino, sus heridas de Lepanto, no le sirvieron para nada en la máquina imperial filipina, como no le sirvió a Fray Luis su altísima   —38→   condición intelectual. Miguel de Cervantes fue solamente alcabalero -oficio de judíos hasta 1492 y, después, de conversos-. El padre fue cirujano, tarea que todavía en el siglo XVIII se consideraba propia de conversos, y anduvo cambiando de domicilio con gran frecuencia. (Ya Quevedo aconsejaba: «Para ser caballero o hidalgo... vete donde no te conozcan».) La boda con Catalina Palacios de Salazar aumenta la sospecha de que Cervantes procedía de casta de conversos. Los Salazar eran parientes de unos Quijada (antecedentes vivos del Quijano, etc., del hidalgo manchego), que tuvieron grandes dificultades por su condición, y sabemos que los conversos se casaban entre ellos. Incluso hoy sabemos que existió parentesco entre los Salazar de Esquivias -«lugar famoso por sus ilustres linajes», se guasea Cervantes en el prólogo de Persiles- y los Rojas toledanos, los Rojas de donde salió el autor de La Celestina. Pero más iluminador aún es el hondo proceso de interiorización y de vida que el Quijote revela. Frente a tradiciones arquetípicas -lo pastoril, lo caballeresco, etc.-, Don Quijote se ve en el trance de tener que ir haciéndose su vida minuto a minuto, desde su propia interioridad inalienable, y teniendo que defender su propio ser él ante los demás.

Américo Castro, que ya nos había dado un Cervantes nuevo en 1925, en El pensamiento de Cervantes, donde nos encontrábamos al escritor sin par moviéndose anchamente en el espacio cultural de su tiempo, nos da ahora éste más íntimo, más cercano y doliente. Un Cervantes desde dentro de su propia vivencia humana y desde su contorno social. Un Cervantes que adquiere nuevos brillos, nuevas aristas valiosas y explicadoras de su conducta y de su proceso creador, proceso sin comparación posible en el mundo. Será muy difícil, quizá imposible, que surja el documento fehaciente que, como en el caso de Santa Teresa y aparte de las muchas pistas ya entrevistas, revele insoslayablemente el linaje personal de Cervantes. Pero el contraste entre lo afirmado por el escritor en su obra, reiteradamente, y los supuestos de la sociedad contemporánea queda, desde esta sospecha de su origen, deslumbradoramente dibujado. Cervantes fue, es casi seguro, un español (téngase bien en cuenta: español, no judío), probablemente lejano descendiente de judíos también españoles, en una sociedad que, en contraste con la del resto de Europa, consideraba vilipendio tal parentela. Consecuencia de ese conflicto fue la creación de un arte donde los héroes necesitan inventarse un punto de partida y, desde él, desplegar su propia existencia en «forma progresiva, armoniosa y plausible». En este caso, el resultado fue la novela moderna, con todas sus consecuencias y su pasmosa grandeza. El Quijote surge así como una forma secularizada de espiritualidad religiosa. El converso se había batido dramáticamente al enfrentarse con la otra casta de   —39→   creyentes. Había logrado sobresalir en la vida social destacadamente, con el dinero o con el ejercicio de tareas intelectuales (banqueros, médicos, etc.), o se había apartado a formas intimistas de fe, convencido de la superioridad de las virtudes íntimas sobre los rasgos exteriores de la religiosidad. En el Quijote se estructura, secularizándose, todo lo que antes de él había sido experiencia mística, contemplación acezante y febril. El aguijón que tal huida provocaba era, sin duda, el tenso conflicto entre las dos castas de cristianos.

(26, noviembre, 1967)



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ArribaAbajoEl Quijote, siempre

La editorial Porrúa, de México, edita una colección destinada a llevar a las manos del lector medio las obras capitales -inexcusables, diría- para la constitución del patrimonio literario. Así, y pensando en México, van ya asomándose en los escaparates Fernández de Lizardi, Manuel Payno y Bernal Díaz, al lado de los viejos poemas homéricos. Ahora, la colección (llamada «Sepan cuantos...», en recuerdo de Alfonso Reyes, que propuso este título poco antes de morir) se ensancha, como era de esperar entre el público hispánico, con el título más significativo del quehacer literario en español: Don Quijote de la Mancha. No un Quijote más, asequible a toda clase de lectores por su baratura o su cómodo manejo, sino un Quijote destinado a ser consultado con gran frecuencia por la excepcional calidad de sus páginas liminares: un sugestivo y desazonador prólogo de Américo Castro.

Desde hace unos años Américo Castro se ha convertido en el nombre más traído y llevado dentro de la aventura intelectual española, a causa de sus agudos, estremecedores y discutidos ángulos de mira sobre la historia de la colectividad hispánica. A lo largo y a lo ancho del mundo intelectual sus teorías han sido discutidas y admiradas, recibidas en todos los tonos posibles. Hacía mucho tiempo que no ocurría nada parecido en el ámbito del pensamiento humano. De las páginas de Américo Castro se ha ido desprendiendo una nueva manera de ver la contextura vital de los españoles, la «morada» vital, especial consecuencia por un lado de la decisión de vida tomada heroicamente, enconadamente casi, en los años iniciales de la Reconquista, y, por otro, del prolongado vivir entremezclado de las tres actitudes religiosas (cristiana, mora, judía) durante los siglos subsiguientes a aquella decisión.

Antes de lanzarse por esta nueva interpretación del vivir hispánico, Américo Castro se había ocupado de Cervantes, en el libro verdaderamente magistral aún -a pesar de los actuales reparos de su autor- El pensamiento de Cervantes (Madrid, 1925). Ahora, al prologar el Quijote, era necesario   —42→   ver cómo se ensamblaban los nuevos puntos de vista de Castro con la creación cervantina. Parte ya lo habíamos ido entreviendo en Hacia Cervantes (Madrid, 1957), pero adquiere en estas páginas una clara inmediatez, al aplicarse ceñidamente al gran texto. Las líneas prologales son el germen de un nuevo libro, que esperamos ya con verdadero afán, y en el que encontraremos la obra cervantina, quizá una de las más altas cumbres de la creación universal, como exponente claro de esa españolidad desvivida, integradora, consecuencia incomparable de la radical lucha entre varios modos de existir.

Américo Castro nos incluye, en este luminosísimo ensayo, al Quijote en la dramática contextura vital hispana. Es natural, qué duda cabe, que en Cervantes pesarán, o estarán presentes, los supuestos culturales de su tiempo (neoplatonismo renacentista, influjos orientales concretos, ambiente contra-reformista), pero es evidente que esos «influjos», más o menos ocasionales, más o menos pegadizos o profundos, no explican, en manera alguna, la tremenda novedad artística que el libro acarrea. Dentro de esos «influjos», y quizá más que «influjos», postulados, se venía haciendo toda una literatura, ya secular, monumental escapada a la fantasía, una literatura «oriental», venida desde fuera. Las figuras literarias son como realizaciones de algo preexistente a ellas mismas, y se mueven dentro de un esquema previsto, sin salirse jamás del marco. El Quijote, en cambio, descubre para el novelar -y así queda ya para toda la novela moderna- la vida del héroe como un irse haciendo, es decir, una fluencia en la que a cada momento le surgirá una ocasionalidad diferente. La vida es un pasar algo; y así el personaje irá sin sosiego ni reposo a través de sucesivas figuras de existencia humana. Pero aún hay más. Este vivir así no depende exclusivamente del voluntarioso empuje del personaje, sino que está en constante entrecruzamiento con otros vivires y convivires. Otras personas se introducen por los resquicios del vivir personal, y por esta causa Don Quijote está siempre metiéndose en vidas ajenas y recibiendo, asimismo, el impacto de las otras vidas. Las cosas pueden ser lo que a cada uno de los que las utilizan o consideran le parezca que sean o deban ser: una bacía puede ser un yelmo y un baciyelmo, según el ángulo de mira.

La fina indagación de Américo Castro nos da una luz deslumbrante, bien lejana de esa otra luz de la tradicional crítica (datos, fechas, documentos, relaciones culturales, etc.) sobre la contextura hispanosemítica y su proyección en el Quijote. Valga, por ejemplo, lo referente a lo «aparencial», ya tan presente en Aben-Hazam, quien no conoce «cosa más parecida a este mundo que las sombras chinescas de la linterna mágica». En Cervantes lo simulado o aparencial surge multitud de veces: la fingida muerte de Basilio   —43→   (cuando las bodas de Camacho), la cabeza encantada, etc. Precisamente en este episodio de la cabeza encantada está bien claro el linaje semita. La tal cabeza era «obra de un discípulo del famoso Escotillo», es decir, de Miguel Escoto, el astrólogo de la corte de Federico II, que vino a Toledo a aprender artes mágicas en la primera mitad del siglo XIII. Sí, esa Toledo, era un lugar muy a propósito para semitizarse culturalmente donde secularmente vivieron entrelazadas las tres formas de creencia. Aún a fines del siglo XV, ya moribundos los judíos y los moros, «La Celestina» nos los presenta ejerciendo su presencia en la realidad española, incluso en las tumbas: «No dejaba cristianos, ni moros, ni judíos, cuyos enterramientos no visitaba. De día los acechaba, de noche los desenterraba». Esta desazonante trabazón vital era el ayer cercano de Cervantes, operante e insoslayable, y no podemos prescindir de él.

Sobre este fondo, en el que lo capital es ir haciéndose cada cual su propia vida, Don Quijote pone sus palabras llenas de sentido. El «fin y paradero» a que cada uno se encamina decidirá cuál ha sido el mejor luchar, el más noble desvivirse. Nadie antes de Cervantes había hecho posible la representación de las vidas construidas sobre «el deseo de vivir», avanzando penosamente hacia la meta anhelada y, «retrocediendo hasta la angustia», ser esclavos de la preocupación de tener que empezar de nuevo.

Cervantes cumplió en el Quijote la más gigantesca hazaña llevada a cabo por tarea literaria alguna: la de alejarse de la realidad angustiosa de su país, y sin perder el estrecho contacto con ella, hacerla criatura literaria. En un mundo sujeto a «creencias», sin apenas pensamiento crítico y constructivo (cualidades que también a él, hombre de entonces, le ahogaban), creó el decidido caminar literario en el que cada cual se forja su vida sabiendo quién es y hasta dónde puede alzarse sin más armas que sus propios valores. Américo Castro nos dice nobles y rotundas palabras para explicar el íntimo conflicto vital sobre el que se apoya esta decisión: la especial valencia del español al sentirse trifurcado como hispano-cristiano, hispano-moro e hispano-judío. Claro está que esta voluntad de existir de alguna forma, en contraste perpetuo con las vidas ajenas, era natural que fuera ironizada alguna vez, «a veces tristemente ironizada». Si Cervantes se hubiese limitado a ver de cerca la vida, sin rodeos, su literatura habría sido un copioso gemir, como el Guzmán. Pero no fue así, y de la mirada cervantina nos sale todo el mundo (gentes de toda condición, pueblos, ventas, literatura, prejuicios) convertido en problema cambiante, sumiso a transformación y polémica, haciéndose, y haciéndose lo más lejos posible de la fantasía soñadora o de la inmediata imitación.

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Ya lleva muchos años Américo Castro embarcado en el esfuerzo de hacer ver esta especialísima urdimbre del vivir español -del desvivirse-, sobre el cual se asientan hechos de vida y de cultura verdaderamente incomparables. De entre ellos, ninguno como el Quijote. Y este prólogo está destinado a ser leído frecuentemente, a despertar nuevas ocasiones de meditar -quien quiera meditar limpiamente y ser capaz de ver el generoso aliento de su autor-, sobre la peculiar vividura hispánica. Cervantes sale crecido de este prólogo, ensanchado sin límites y a la vez centrado en una insorteable españolidad. El Quijote es la cumbre de toda una angustiosa vitalidad, caudalosa, transmisible: la Ínsula donde Sancho va a gobernar nace en los libros de caballerías, ocupa el lugar máximo en la creencia de Don Quijote -y del propio Sancho- y se transforma en la broma de los Duques. Dentro de la burla surge la verdad inesquivable del enamoramiento de uno de los criados de los Duques. «Ficción de la ínsula, en la cual creen Don Quijote y Sancho; uso frívolo de esa creencia en una zona social, según Cervantes, frívola per se; reacción final de una vida auténtica. Ficción y realidad conviven aquí como en una renovada 'edad de oro' -tan soñada como vivida- en la cual no hubiese tuyo ni mío».

El Quijote -¡cuántas veces habrá que repetirlo!- es todavía una indecible maravilla. No penetra el desmayo ni el tedio por ninguna de sus tramas. Como Américo Castro dice, es bueno «releerlo en este tiempo de certidumbres mecanizadas y de amenazadores dogmatismos y de deshumanización, de inmersión en lo colectivo de las finalidades del individuo, la desvalorización de la exigencia de ser persona antes que ninguna otra cosa». Sí, el Quijote es maravilla intocable y cada época lo necesita a su modo, haciéndole una interpretación cordial, exigente. Este prólogo encierra, qué duda cabe, la mejor exégesis que se ha hecho del libro ilustre: la de su radical españolidad.

(15, enero, 1961)



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ArribaAbajoCapodanno Bona

En los primeros decenios del siglo XIX, el editor piamontés Vincenzo Bona tenía una delicada costumbre: imprimía bellamente algunos volúmenes escogidos, en los que ponía todo el amor de su arte, y los mandaba a sus amigos más queridos, como ofrenda de Año Nuevo. Algunos eneros, pues, han llegado los Capodanno Bona, olorosos de tinta, brillantes los grabados, ese leve quejido del libro recién abierto, a las manos de los amigos recordados: les llevaban mensajes de paz, de buena ausencia y de sosiego. En los años románticos, este libro de felicitación era una verdadera mercancía sentimental. Todo en el mundo iba aún despacio y quedaba tiempo para elaborar esa lista de lectores lejanos, para la que los talleres Bona producían parsimoniosamente. Voluntad buena para los hombres de buena voluntad. Olvidada durante mucho tiempo, el actual Bona, Carlo Emanuele Bona, ha decidido reanudar la añeja cortesía. El año 1954, los Capodanno Bona han vuelto a cruzar los caminos del invierno europeo, llevando el calor del afectuoso saludo, de la amistad escogida, el eco de unos instantes orillados de memoria.

Y el actual impresor ha querido imitar el aspecto externo del libro romántico. Las grecas de un morado suavísimo, la encuadernación de rosa y de oro, un dócil tacto estremecido. Y por dentro... ¿Qué mejor voz que la más honda y veladamente romántica? Bécquer. Un Bécquer incompleto en cantidad, sí, pero espléndidamente representado en lectura bilingüe, puesto en pulcro italiano por la gracia y el tacto del profesor Mario Penna, que es tan exacto conocedor de lo español. Un Bécquer nuevo, resonante en distinta dimensión, que se ofrece a nuestros ojos con un no disimulado gesto de cariño, de rotundo agradecimiento por el esfuerzo del editor italiano. Un Bécquer que suena con su música más auténtica, una sombra de tristeza adornándola. Quizá él soñó alguna vez con una edición así para sus versos: una edición lujosísima, pero despoblada de lujos, un estuche excelente para sus poemillas. Y a la vez incomparable testimonio de su desazón publicitaria: este Capodanno   —46→   Bona no tiene registro, no lleva esa inevitable cintita de seda (azul, roja, amarilla, violeta) que sirve para añudar dos ratos de lejana lectura. Aquí, el registro es un papel, un oscuro papel. Pero este oscuro papel habla al lector con más emoción que el libro mismo. Es una fotografía de un sector del periódico madrileño El Contemporáneo, correspondiente al 3 de abril de 1864. Ese día (Bécquer tiene entonces 28 años), el periódico cumple (como hoy, como ayer, como siempre) su cometido de noticias, de importantes chismes, de apremiantes acaeceres. Y ahí, perdida, totalmente de relleno, sin nombre de autor, sin resonancia alguna, aparece una rima, cuatro versitos que hoy sabemos de memoria todos los hispanohablantes:


Por una mirada un mundo,
por una sonrisa un cielo,
por un beso..., ¡yo no sé
qué te diera por un beso!



En el colmo del extravío. Cualquiera diría que el cajista la ha colocado allí para suplir alguna inesperada laguna urgente: esquela de defunción no pagada, un aviso de boda disuelta a tiempo. Delante de la rima, hay una crítica de teatro suficiente y vacua: Marchar contra la corriente, se llama la obra comentada. El crítico no sabe siquiera si es o no trascendental y seria: solamente afirma que los cómicos eran malos, muy malos. Detrás del poema, surge el anuncio de la suspensión de una corrida de toros por el temporal. Siguen otras noticias pintorescas: ha llegado el señor Conde de Stanchelberg, nuevo embajador de las Rusias en Madrid, y han expulsado a un periodista de La Verdad, y ha habido un atasco de carros en la calle de Hortaleza, esquina a la de Las Infantas. Sí, nada en esa -primera, quizá- edición trae al lector de Bécquer su encendido envío de amor, de poesía. El más delicado, el más grande poeta español del siglo XIX está ahí, atascado en la esquina de Hortaleza e Infantas, hundido en el barro de los baches, ahogado por las quejas contra la desidia municipal. Desde el 3 de abril de 1864, Bécquer con 28 años, al Bécquer torinés de hoy, ya sin tiempo concreto, el eco del poeta se ha ido depurando, cada vez más huésped de las nieblas. A ese huésped de las nieblas ha puesto ahora una exquisita casa de rosa y oro, prodigio de la edición primorosamente realizada, el editor Carlo Emanuele Bona. El viejo Vincenzo Bona estará orgulloso en su Paraíso de libros eternos y los lectores de ahora nos sentimos en deuda por este ratito de placer que un hermoso libro proporciona siempre, por esta vaga tristeza del reencuentro con el poeta de la juventud, que aun habla a nuestros oídos tan delicadamente, y susurrando.   —47→   Deseamos con afán que la costumbre se arraigue otra vez, que cada Año Nuevo que nos llegue se presente con un libro en sus días primeros. Y, a ser posible, un libro de poesía, que, además de reavivar los afectos con ocasión de felicitaciones y de augurios buenos, nos ayude eficazmente, realmente, con su peso y su compañía, a sobrellevar la prosa inevitable de los trescientos y pico de días subsiguientes, esos que vienen detrás, dejando sentir su empuje, amenazando, turbiamente amenazando.

(28, marzo, 1954)



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ArribaAbajoLas «Sonatas» de Valle, a lo lejos

Ya se va quedando muy atrás la fecha inicial de las Sonatas, la serie de cuatro novelitas con que Ramón de Valle-Inclán comenzó su quehacer literario a principios de este siglo. Entre 1902 y 1906 fueron saliendo esos libros, sin respetar el orden que sus títulos habrían exigido y de diversos modos (Valle fue particularmente aficionado a las publicaciones en periódicos, a manera de folletones, y a la aparición fragmentaria en publicaciones de escaso tamaño). Me atrevería a decir que hoy ya se ha escrito demasiado sobre esas obritas, que tuvieron, incluso, la crítica más o menos de dómine de José Ortega y Gasset, quien recomendaba a su autor que desdeñase a sus princesas y se entregara a otro tipo de materia novelesca. Se ha destacado de mil modos lo que suponen en la producción del escritor y hasta -¡ay!- se han olvidado. Han pasado a una zona de imprecisa penumbra, de experimento literario, deslumbrada la crítica, sin duda, por la producción posterior de Valle-Inclán, especialmente por la teatral, tan sacudidora aún de los públicos, y más en concreto por los esperpentos, creación sobre la que ya no caben más elogios. Muchas veces hay que recordar a críticos y lectores, disciplinadamente, la existencia de las novelas de El ruedo Ibérico. Y sin embargo, en todas esas producciones, sea cual fuere la particular estimación que de ellas se haga, está patente la gran preocupación del escritor, el torcedor constante que le acosaba a través de los diversos «estilos» o de las plurales materias: un permanente afán de perfeccionamiento expresivo, un laborar exquisito y tenaz por la lengua utilizada, por conseguir una lengua nueva, inaugural, portadora de matices y aristas inéditos.

Nunca se insistirá lo suficiente sobre este aspecto de la obra valleinclanesca. Valle ha heredado del siglo XIX todo un sistema literario, el de las novelas realistas, fruto de un implacable descripcionismo, donde el autor, imperturbable, mira la realidad desde fuera y nos la cuenta. Valle comienza a mirar esa realidad desde dentro, dramatizándose a sí mismo en lo que escribe, y no   —50→   nos cuenta la realidad que ve, sino que escoge de ella lo que desea y nos lo canta. Valle habría querido muy de veras ser el personaje que se debate en las Sonatas, y le habría gustado que toda la maquinaria poética, aristocrática, militar, prelaticia o vinculera que allá se refleja hubiera sido, en realidad de verdad, legítima propiedad suya. Valle se ve a sí mismo vestido de rey carlista, y de noble prelado romano, y de héroe a caballo en el altiplano mexicano. Hace tangibles los sueños, tiene el don preclaro de evocarlos, que ya decía por aquellas fechas Antonio Machado. Un ejemplo ayudará a entender bien lo que entonces se barruntaba y se sentía como una blasfemia. (Basta con recordar la crítica, tan traída y llevada, que Julio Casares le dedicó, crítica que venía desde la ladera del purismo tradicionalista.) Pensemos en un episodio que haya sido tratado por igual en los dos sistemas, el realista, por ejemplo en Pereda, y el modernista de Valle-Inclán. Si abrimos Peñas arriba, nos encontramos (cap. XXVII) con la muerte del tío Celso. Asistimos a la descripción, lentísima, infatigable, minuciosa, del viático. Párrafos y párrafos se van desgranando mientras el hombre agoniza en su cama, ir y venir de criados y familiares, las voces deshaciéndose en gemidos y alarmas para llevar la zozobra a todos los habitantes de la casa y de la aldea. Se dispone el altar, se oyen todos los rezos y recomendaciones. Poco a poco, con una evidente (e inocente) disposición se van susurrando los latines, para sugestionar a las almas sencillas. Pereda no nos perdona nada. El punto más alto de esta actitud de la lucha con la muerte se acusa en la toma de unas cucharadas de medicina, entre quejidos y protestas iracundas. ¿Tendrían mal sabor, era simplemente exhibición cerril de personalidad? La desconsolada parentela se aviva preparando colgaduras, adornos... Y aún le queda tiempo al moribundo para su ratito de discurso...

Si miramos ahora al lado de Valle y recordamos el viático para monseñor Gaetani, de Sonata de primavera, veremos enseguida el enorme salto que separa los dos libros. 1895, Peñas arriba; 1904, Sonata de primavera. Apenas un suspiro. Y Valle no necesita introducirnos en ese ambiente de caseras ceremonias. El viático pierde su corporeidad y se transforma en una sensación interna, la de la muerte próxima, amenazadora, evocada con rotundidez. Pasa el viático para el prelado por los pasillos del palacio cardenalicio de una forma ya cinematográfica, espectral juego de luces y de sombras. Y Valle nos regala el ambiente, la situación, la agonía con tres adjetivos: se oye un campanilleo argentino, grave, litúrgico. Los tres adjetivos, de tan diferentes campos semánticos (el sonido, la tristeza, la religiosidad), nos producen, amontonados como las pinceladas de un cuadro impresionista o puntillista, la evidente sensación de la realidad agobiante, desazonadora. La lengua ha conseguido   —51→   funcionar de otra manera, estrenar una andadura diferente. Y lo ha hecho con esas novelitas que hoy tenemos casi olvidadas, como limitadas a un ejercicio de «estilo». Nos conviene no perder de vista el clima en que nacieron y valorar su alerta manifiesto.

Otro ejemplo. Inevitablemente, la literatura realista nos describe una y otra vez los caracteres, los recovecos de personas y cosas. Se nos dirá, hablando de una calle, el número de casas, la forma de puertas y ventanas, la ascendencia y males de los vecinos todos... El escritor llega a perderse en comparaciones con elementos ajenos a lo que está viendo y se debate ante los componentes materiales de su cuadro con pertinacia. Se desparrama en apostillas que nos den una idea, juicio o prejuicio sobre las características que quiere señalar. Esto le obliga a volver, a cada página, sobre los detalles de los rasgos que pueden no haber quedado suficientemente aclarados, o que él desea ensanchar. Qué lluvia de páginas y de referencias reiteradas, aclaratorias o no, para darnos a entender que la ciudad donde ocurre su narración es de una manera y sus gentes armonizan o no con esa manera. Valle se limita de nuevo a esas pinceladas superpuestas que despiertan en el lector la realidad interior, inalienable vivencia, de una ciudad. Cuando nos dice que su personaje entra en una calle de huertos, de caserones y de conventos, ya sabemos perfectamente cómo es la psicología de la ciudad, las particularidades de su ritmo vital, su apego a la tradición, a unas formas de vida que entrevemos. Esa calle tiene que ser, casi es inexcusable, una calle antigua, enlosada y resonante. Toda la soledad, todo el desamparo de una vieja ciudad monumental, la urbanización arcaizante, los hábitos monacales nos asaltan tumultuosamente ante la acumulación de los elementos dispares, puestos súbitamente, a borbotones, al servicio del conceptismo interior del escritor. Aún podemos seguir viéndolas así, inconfundibles, bajo un clamor de campanas y un estallido de luces cambiantes.

Las Sonatas están alejadas en gran medida de nuestra sensibilidad actual, tan azacaneada por otros problemas. Pero responden sociológicamente a un período de opulencia, al momento de la divulgación de las obras de arte, de los viajes frecuentes, cómodos y llamativos y al usufructo de la cultura por unas clases privilegiadas unidas estrechamente al dinero. Los potentados de la Tierra son los que pueden hablar, con cierta seriedad cómica, por la inevitable superficialidad, de Botticelli, de Rafael, de Miguel Ángel, de Andrea el Sarto. Hay una erudición artística que responde a un nivel social elevado (y extrauniversitario, ya que aún no se estudiaban todas esas cosas en las Universidades) y a un prestigio de lo extranjero sobre lo nacional. Todo era lucha   —52→   contra el aldeanismo tradicional. No las montañas santanderinas, rurales, patriarcales, sino la armoniosa Ligura, desprendida de un fondo pictórico cuatrocentista. No el barrio pesquero de Santander, sino los descampados y monasterios de Tierra Caliente. No verse en un buen funcionario o un cesante o un personajillo de la pequeña burguesía, como nos los había ido dando Galdós, sino gente con muchos apellidos solemnes y linajudos. Lo que hoy nos parece sencillo y claro era en los albores del siglo un alarde de erudición, de sabiduría, que no era precisamente lo más apropiado para disfrutar de la lectura. Pero coincidía con otro rasgo de una sociedad protegida por la industrialización creciente, a la vez que por la cháchara de innumerables revistas y libros de divulgación (con las primeras y torpes ilustraciones); una sociedad cuya minoría rectora viajaba mucho y era esclava del papel eficaz de las numerosas traducciones. Esa sociedad que podía tener en sus manos a gusto las Sonatas, autovistiéndose de distinción al fingir entenderlas, estaba llamada a ser desbordada a toda prisa precisamente por su endeblez, por su falta de compromiso. El arte de las Sonatas lleva oculto su propio fin en su arquitectura preciosista y estudiadísima, en su derroche de elementos ajenos. Acierto de Ramón del Valle-Inclán fue el de encontrar otros caminos en los que, sin abandonar del todo los de sus comienzos, encontró como meta un personaje colectivo, la gran mayoría. Del personaje único y exquisito, el Marqués de Bradomín y su pequeña corte, tan individualizado, Valle pasó al personaje pueblo-total de Luces de bohemia o de El ruedo Ibérico, adelantándose en mucho a lo que por el mundo se fue haciendo. Pero es justo reconocer hoy, no nos deben doler prendas, que no hay marquesado más rico en voz española que el de este gallego que hizo de su vivir la tarea de enriquecer y dotar de dimensión totalizadora a su lengua. Tirano Banderas es la mejor prueba de ello. Al recordar hoy fugazmente las Sonatas es provechoso disipar la sombra de ocasionalidad que las ha rodeado y destacar la gran aventura de escritor de Valle-Inclán, hombre que vivió por y para su lengua. Hasta la consagración de esas novelitas (hay alguna otra asomada renovadora, que me llevaría muy lejos, aislada, y que no llegó a cuajar plenamente), la prosa española seguía escribiendo con ecos cervantinos; era la «lengua de Cervantes», el latiguillo de las conmemoraciones, los doces de octubre y las primeras piedras con uniformes y fuerzas vivas. Una lengua muy compuesta, con un dejillo discreto de naftalina. A ello, conscientemente, Valle opuso su lucha cotidiana. «Desde hace muchos años -dice en La lámpara maravillosa-, en aquello que me atañe yo trabajo cavando la fosa donde enterrar esta hueca y pomposa prosa castiza que ya no puede ser la nuestra si sentimos el imperio de la hora». En efecto, se pertenece a un tiempo tanto o más que   —53→   por las circunstancias políticas, los éxitos o los fracasos, por la lengua que se emplea. La lección extraordinaria de Ramón del Valle-Inclán ha sido la de plasmar en sus libros unas preocupaciones socio-culturales de las que fue héroe y testigo. Y decirlas en la lengua que les correspondía. Por eso es un clásico.

(10, octubre, 1981)



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ArribaAbajoSolana pintor, Solana escritor

No es frecuente encontrarse en la cotidiana charla literaria con la figura de José Gutiérrez Solana, el ilustre pintor muerto en 1945. La fuerte personalidad de su pintura y su copiosa manifestación han dejado aparte su producción escrita, conocida solamente de sus contemporáneos y amigos y de algunos círculos reducidos. Esta obra no muy extensa (seis breves libros, publicados de 1913 a 1926) comenzó a ser exhumada con el inevitable recuento que se produjo a la muerte de Solana. Poco después mereció los honores de ser estudiada por Camilo José Cela, en la solemne ocasión de su entrada en la Real Academia Española. Desaparecidos totalmente los primeros ejemplares, la editorial madrileña Taurus, en un loable esfuerzo, nos da ahora, reunidos en un solo volumen, todos los escritos del pintor -con las mutilaciones de una censura estúpida-. Esta circunstancia vuelve a poner sobre nuestra mesa y entre los afanes diarios, la voz, definitivamente acallada, del extraordinario observador que fue José Gutiérrez Solana, y nos permite oírla desde un nuevo ángulo con ecos distintos.

Lo primero que salta a la vista de hoy es su aire asediante, circular. Solana da vueltas y vueltas en torno a la vida ordinaria y no entra en ella apenas. Se queda siempre en la periferia, en un paisaje de suburbio, de arrabal sucio y desgreñado. Y esto, lo mismo cuando se ocupa de Madrid -su gran tema- que cuando pasea en fugaces excursiones por los pueblos o los campos. De ahí su grande, su genial superchería: una realidad que no es la realidad misma, ni siquiera una parte de la realidad en su sentido más cercano. Se detiene en ciertas aristas de la realidad, empeñosamente destacadas, puestas en evidente exaltación delante de nosotros. ¿Caricatura? No, tampoco. Ni caricatura ni esperpento, ya que todo lo que Solana nos dice se queda inmóvil, paralítico -pintado, para entendemos-, desde el instante mismo en que lo escribe. Los personajes no fluyen, no se transforman, no viven. Por mucho que gesticulen y lancen berridos frenéticos, se están quietos, asesinándose. De ahí el enorme valor que alcanzan en su pintura los numerosos desfiles de   —56→   esqueletos, maniquíes y figuras de cera, esa desazonante carnavalada de gente que se empeña en vivir de espaldas a una autenticidad, disimulándose, disfrazándose, haciendo más angustiada y doliente la eterna sensación de vacío que la rodea. Todo -pintura, letras- es la corteza, con su vigor y su frescura plástica, pero camino del ajamiento, dispuesto a rellenar sus huecos con polvo de días, anuncio de la ceniza total.

La literatura de Solana se me antoja ahora, al releerla después de muchos años, como el envés del 98. Todo, en unos y otro, es pueblo. «Chapuzarse de pueblo...», pregonaba Unamuno en los últimos años del siglo XIX. Y al pueblo volvieron, y aún se sigue mirando ese pueblo, la verdad de la intrahistoria, por muy diversos caminos. Pueblo en Baroja, en Azorín, en las Comedias Bárbaras de Valle-Inclán. Pueblo creador en el trasfondo de la tradición lírica o épica, tan admirablemente estudiada por Menéndez Pidal. Y pueblo, más pueblo en la literatura de Solana. Admira ahora ver la fuerte cohesión de esa época histórica, la filigrana común vital sobre la que se ha ensamblado -y sigue descansando- la realidad espiritual española de hoy. Una comunidad básica de principios, de estimaciones, sostenedora, como es natural, de muy diversas decisiones o estilos de vida y arte. A esto quería aludir al presentar a Solana como el envés del 98. Todo es pueblo en unos y otro, repito. Pero ¡qué diferente interpretación! No busquemos en Solana hidalgos de mirar enjuto, ahilados, nobles, con sus casonas alhajadas de viejos muebles y brillantes cuadros; nada de herencias literarias o religiosas, nada de nombres evocadores o plásticos, ni de viejos oficios, ni las arcaicas ciudades decrépitas, con un halo de campanas. No, nada de eso. Más bien, la burda capa de miseria, de trampa y roñosería que ha hecho posible todo aquello. Frente a los viejecitos simpáticos, pulcros, que hablan despaciosamente, resignadamente, nos encontramos aquí con una plebe tosca, desgreñada, atiborrada de pústulas y lacras, que grita, gesticula y blasfema y lanza sobre el papel la entonación típica del arrabal, de la cueva o del tugurio donde habita, entre desperdicios e inmundicias. Frente a las evocaciones literarias o religiosas, la pincelada de lo que, hasta este momento, ha sido iliterario: el matadero, las pudrideces de los camposantos, las posadas sucias e incómodas, la ignorancia agresiva, los nombres de guerra del hampa o del barrio. Al otro polo de los viejos gremios -perailes, cardadores, chicarreros, regatones, anacalos, percoceros- Solana nos habla de traperos, de los chulos de figón y aguaducho, de las mujeres monstruosas de las ferias, los charlatanes, borrachos, ladronzuelos, toreros maletas, rameras, matarifes, toda la nutrida gama de los embaucadores y tramposos. Nada en sus libros nos recuerda las ciudades diminutas de Castilla -y eso que Solana se detiene más de una vez   —57→   sobre el paisaje castellano y destaca su austeridad y desolación- donde una gloria de campanas monacales hace el aire más tierno y la vida más lenta. No, en esa ciudad no se ve más que el pecado fácil, nauseabundo, la porquería, la sordidez, las costras de los años y de la estulticia. La vieja ciudad noventayochista, entre libresca y soñada, llena de cultos prelados y de hidalgos conquistadores, es aquí el ejido extramuros, con barracas de feria, donde la engañifa y la hipocresía andan de la mano. Es un mundo que atenaza a la ciudad aseada y pulida, invadiéndola, disimuladamente, por las cuestas del río, el Rastro o la Arganzuela arriba, o acercándose a las plazas de toros a chillotear su cólera anónima, o se para, despectivo, en las esquinas, para escuchar al ciego de los romances o contemplar el cartelón del crimen, o acompañar al cuplé de moda. Boquiabierto ante el sacamuelas, el vendedor de destinos que se ayuda con pájaros amaestrados, ese mundo mal vestido y desamparado que se acerca, ungido de milagro, al corro donde está, centrada y extática, la adivinadora de ojos vendados. Y al lado y rodeándole el ir y venir de las gentes y las cosas, emperejiladas, ocultándose en ropas y afeites el ajamiento de sus almas estériles, participación en un Carnaval llevadero, oficialmente tolerado y mantenido: el desvivirse de cada día.

El comparar dos trozos afines, nos destacará este haz y envés de la circunstancia española. Por ejemplo, la tarde en que Azorín, en La Voluntad, pasea por el camino del cementerio madrileño, y la tarde en que Solana hace un recorrido análogo (Madrid, escenas y costumbres, 1ª serie). Para Azorín, la belleza de la tarde, larga, dorada, pensativa, lo es todo. Pasan y vuelven a pasar y a repasar los coches fúnebres, y el contraste se le agolpa en la garganta, mientras los ojos descansan en la línea azul de los montes. En Solana los merenderos malolientes, la gente ahíta de vino y de lujuria, el espectáculo mohoso de una plebe que se agarra, frenética, a la vida, eso es lo que nos queda en claro. Ni una meditación, ni una sola efusión al margen sino el apunte, el esquema. Otra vez la literatura pintada.

Pero, y vuelvo a la premisa de que partí, todo esto es también España. Es parte de la presencia española, puesta en evidencia. Nada más lejos de la fotografía, e incluso del mero descripcionismo. Es una España, sin serlo. Como no es una mujer la mujer-araña de la barraca, ni es un pie el pie de la pobre basurera, pie con elefantiasis, más grande que la cadera, colocado, grotescamente, encima de un cajón, para que no veamos otra cosa. Pero de todas estas minucias está hecha la realidad global y entera. Solana se complacía en ellas y nos las va enseñando, con un gesto repetido, infatigable a lo largo de sus páginas, detrás del que suena y resuena solamente una invitación: Mira,   —58→   mirad, etc. Es decir, otra vez su idioma de pintor, de hombre que vive con los ojos. Las notaciones de tipo ambiental, que son frecuentes en sus textos, las recordamos, de inmediato, en algunos de sus cuadros: la capea desangrándose; la res abierta en canal en el desolladero; los esqueletos medio desvencijados de los pudrideros; la gente apiñada en monumental danza de la muerte; la seriedad de unos cuantos homúnculos, muñecos muy puestecitos en la penumbra de una rebotica; etc., etc. Y, encima, un cielo anubarrado, de grandes sombras macizas, trágico, forzoso techo al gran ruedo de la vida española. Sí, todo en el estilo solanesco está pendiente de un «lo veo, es así», como en el cuadro. Y no se hace más, no se pretende hacer más. El resto, interpretación, acomodación o exégesis, son cosas del lector.

Sería muy fácil caer en las constantes y pensar en Valdés Leal, en la España negra y sus temas literarios, e incluso en Quevedo. Naturalmente, sin la caricaturización, sin el proceso intelectual preciso para darle una dimensión universal. Valdés Leal se nos presenta en la memoria, cuando Solana ve las carroñas en el cementerio de Colmenar Viejo, bullente gusanera. Literariamente, ya desde el Arcipreste podríamos encontrar remotos vínculos, y, hoy, le vemos como el camino que lleva al apunte carpetovetónico de Camilo José Cela. (Sin la amarga ternura, sin la pasión del ridículo que tienen los escritos de este último.) Pero, repitamos: Solana es, ante todo, pintor. Ha sido un gran acierto reeditar a Solana para que, ya perdido mucho de lo que él vivió, podamos volver a actualizarlo. En realidad, leyendo a Solana, nos parece que sus cuadros adquieren algo semejante a una banda sonora que los dotara de pasajera y eficaz palpitación.

Después de todo esto, no puede extrañar a nadie su estilo, tan brusco y directo, ni su vocabulario, sin selección alguna, ni su construcción de las frases, coloquial siempre e ilógica. Son trazos que se superponen, se enmiendan o se complementan, como las líneas de un boceto. Una blasfemia es elemento fundamental de un paisaje, como la nube sobre el pueblo en fiestas, o como la brisa que, al ahuecar el capote, entorpece la faena brillante. Detrás de este escueto narrar asoma en ocasiones la auténtica emoción, el eco estremecido de la condición humana del escritor. Destacarla nos llevaría muy lejos (el niño que llevan a enterrar sin ataúd, en Oropesa, o el anciano buhonero de Tembleque). No vale la pena. En fin de cuentas, tendríamos que refugiarnos en el Solana que habla por cuenta propia, asombrado ante el mecánico desfile de la vida. (Digamos que cuando pretende hacer literatura, lo que ocurre pocas veces, sus líneas desmerecen y caen en lugares comunes: por ejemplo, sus lucubraciones y fantasías en el castillo de la Mota, con trasgos, condenados y guerreros andantes.) Sí, lo propio de Solana es lo   —59→   directo, sin rodeos ni esguinces, aprisionando las cosas implacablemente, con trazos valientes, decididos, entre los que se insinúan delicados perfiles. Es un gran acierto, repito, haber reeditado a Solana, y tenerle aquí, al lado, otra vez en carne viva su exigencia de verdad y de conocimiento.

(8, octubre, 1961)



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ArribaAbajoUna novela de Carlos Fuentes

La región más transparente, novela del mexicano Carlos Fuentes, apareció en 1958. Las ediciones se han sucedido con cierta rapidez. Se reeditó el mismo año y, en la actualidad, 1965, ya son cuatro las agotadas. Y no es arriesgada profecía el afirmar que seguirá reeditándose frecuentemente. Se trata, pues, de un evidente éxito. ¿Qué tiene este libro para así haber llamado la curiosidad de los lectores?

En líneas generales, se trata de una mirada cruel, desmenuzadora, sobre la realidad social de la ciudad de México. Como todas las grandes aglomeraciones urbanas de hoy, México es un crisol de gentes de todos los orígenes y de todas las tendencias. En la ciudad viven, por igual, los más avanzados estratos del pensamiento y de la cordura y los últimos residuos de formas sociales y políticas ya periclitadas. Viven la ingenuidad, la virtud elemental y sencilla y también la maldad. Una ciudad moderna hecha de aluvión y de pequeñas angustias es el mejor asidero para acercarse al mundo como espectáculo, como afán, como proyecto. Toda esa vida multiforme y bullente, permanente voluntad de existencia, se agolpa en la capital y deja en entornada penumbra la vida de las provincias, lánguida, sólo en pasajeras ocasiones elevada, y depositaria de tradiciones de las que el apresurado millonario o funcionario de la capital se avergüenza. El contraste es enorme, contraste de acitudes, de ritmo, de habla, de ademán vital. Pues bien, La región más transparente es la novela de una ciudad, de la ciudad: México. En el México de 1951 se debaten sus personajes.

Dejando a un lado el título, literario recuerdo de Alfonso Reyes, quien empleó este lema, entre otros sitios, en el encabezamiento de su Visión de Anahuac, nos encontramos con una humanidad diversa, preocupada y movediza que se apretuja en la misma ciudad sin participar de los mismos problemas. Nos llevaría muy lejos ver la simbología de cada uno de sus componentes: el nuevo rico emanado de la revolución y su ambiciosa y vacía mujer,   —62→   nueva casta directora, hecha alta burguesía, que piensa en dividendos, cheques, joyas, bienestar material, olvidados de los gritos callejeros de la juventud; una alta burguesía que recuerda los años difíciles (el combate de Celaya, Pancho Villa, Madero, Zapata) solamente para justificarse su propio sitio todas las mañanas, al empezar su día estúpido y sin sentido generoso alguno. Una casta que ha arrinconado las reivindicaciones populares de años atrás, para, a la vez que crece en años y en abacial vientre, sentarse, bien atornillada, en la nueva industria y en la banca. Y al lado de ellos, la amante leal y escondida, sombra de amor frágil; y las madres que sueñan para sus hijos el brillo, la gloria, el poder, el dinero; y el intelectual indeciso y meditador incapaz de decisión y de arranque, que se limita a preguntarse una y otra vez por su papel y por su destino, sin percibir que el destino lo van construyendo los demás con su audacia, su empuje, su envilecimiento; y la plebe, el eterno desheredado que llena la vida y la literatura desde el Lazarillo de Tormes, que mira lo que pasa a su alrededor con ojos asombrados (dulcemente, desengañadamente asombrados), sin darse cuenta de lo que pasa, quizá porque su papel es solamente ése: no darse cuenta de lo que está pasando; y el jornalero que no tiene elección, hundido en oscuras rutinas perversas, que se marcha a los Estados Unidos de bracero, para sufrir ganando un dinerillo corto y volver, ilusionado, a morir en una gratuita pelea de cantina. Y, paralelamente, los restos de la vieja aristocracia feudal, odiada por unos y otros por resabio heredado y admirada de todos por ser dueña de los modales, de la desenvoltura, de la genealogía. La aristocracia porfiriana, que sonríe amargamente al margen de la vida, sin querer participar en ella por escrúpulos de sangre, pero que acabará trocando, anhelado azar de casino o de figón, sus apellidos por las acciones, su distinción de movimientos por el Cadillac de último modelo, su orgullo de blasón en viejos palacios coloniales por la libre entrada en la opulenta casa de modas. Sociedad en ebullición, haciéndose y deshaciéndose a sí misma a cada instante, sin limpios perfiles, siempre al borde de la queja negativa o de la exaltación soberbia, agresiva, y en la que resulta imposible predecir el porte de la sociedad que va a sustituirla en el futuro. Gente, gente en azacaneado ir y venir, ese opaco desfile de nuestras ciudades enormes. Y por debajo de todo esto, la voz de lo autóctono, la carne del indio olvidado, con su oscuro rencor, su inadaptación al medio. La voz de Ixca Cienfuegos, desazonador personaje, es la permanente escapada al pasado, un puente hacia los cultos sangrientos y macabros de la vida precortesiana, la huida a una religión primitiva, pertinazmente acurrucada en sombríos repliegues de la vida social. Símbolo y dolor total de esta novela es la desaparición final de Ixca Cienfuegos, que se nos perderá por una   —63→   calle, por cualquier calle, por todas las callejas y encrucijadas del distrito federal, sin rumbo, y sin muerte, sin destino concreto, entregado a su propio y desesperanzado devenir. Al desaparecer, el blanco sin moral definida, acomodaticio y oportunista, le dice: «A veces me pregunto si comes o duermes». Y el indio, profundamente solo ante las tapias del antiguo convento del Carmen (y esto es otro símbolo), aún con la sombra acogedora de los misioneros que por él velaron, se pierde en la ciudad «vasta y anónima». Enloquecida visión de los barrios, de la ciudad, en calenturienta sucesión, sin puntuación alguna, que al lector ajeno pude producirle malestar, zozobra, y que es la manifestación de esa anonimia (anonimia con nombres), donde la vida sigue indiferente, calcinada, sin la menor solidaridad.

De este revoltijo, puesto de pie sobre el escenario de la ciudad de México, va saliendo la novela de Calos Fuentes. No hace falta insistir sobre la primera resultante. El gran personaje de la novela es el egoísmo, un egoísmo repleto de malentendidos, y cobardías, y recelos, y también de esfuerzos a veces generosos, obnubilados inmediatamente, un egoísmo que separa sañudamente a los habitantes de la ciudad en innúmeras islillas. Carlos Fuentes ha sabido ver, con furia que es amor, el paisaje espiritual de esa ciudad: «Aquí vivimos, en las calles se cruzan nuestros olores, de sudor y pachulí, de ladrillo, de ladrillo nuevo y gas subterráneo, nuestras carnes ociosas y tensas, jamás nuestras miradas. Jamás nos hemos hincado juntos tú y yo a recibir la misma hostia, desgarrados juntos, creados juntos, sólo morimos para nosotros aislados... A ver si algún día mis dedos tocan los tuyos». Fuentes suplica a su compatriota que le acompañe en la expedición que abre la novela: «Ven, déjate caer conmigo en la cicatriz lunar de nuestra ciudad». Y Carlos Fuentes evoca los atributos de su ciudad, los que atan su historia sobre lagunas de ensueño y bajo el vuelo agorero de las aves indígenas, la mezcla de miseria, polvo y esplendor, la ciudad del blanco, del indio y del mestizo, la ciudad de los palacios portentosos y tempestades de cúpulas, la ciudad del tianguis indígena sometido y triste, ciudad desparramándose sin freno en la vecindad del cielo. Admirables líneas de presentación de un escritor que proclama su soledad detrás de estas palabras: «Aquí nos tocó. Qué le vamos a hacer. En la región más transparente del aire».

Todo esto, y aquí viene mi alta estimación de Carlos Fuentes como escritor, se nos expone desde diversos ángulos y de una manera muy peculiar. A mi juicio, desde La región más transparente cambia decisivamente la expresión de la novelística en español. Hay una evidente preocupación por el idioma, preocupación que no debe ser confundida frívolamente con «preciosismo». Tal preocupación es circunstancia perentoria o inexcusable en todo   —64→   escritor que quiera decir algo a sus coetáneos. Y la lengua de Carlos Fuentes se nos ofrece en una constante renovación, en aparición entrecruzada de presente y pasado, un apagarse y encenderse, coloquial también, de anuncios luminosos, de vueltas de esquina en sombra, de gentes con diferentes estadios lingüísticos, donde entra la vida toda, la intimidad escondida, la obscenidad, la vida sexual equívoca, la bestialidad, el alcoholismo, los problemas de las sangres mezcladas con un repudio más o menos tácito por parte de los puros... Humanidad que habla torrencialmente, inconexamente, que monologa sin pausas ni puntuaciones, al pasar, desde el hondón del subconsciente, diciéndose palabras, giros, odios, caricias, crudeces que nunca romperán el contacto voluntarioso de los labios. Sí, por La región más transparente andan, por vez primera logradamente en español, todas las corrientes de la novela de los años 20 al 40.

Necesitaría larga extensión -y es tarea a la que me aplico seriamente- para hacer ver los varios caminos que confluyen en el arte de Fuentes. Con facilidad podríamos destacar cuánto hay en él de Sinclair Lewis, de Scott Fitzgerald, del mejor John dos Passos, de Steinbeck. Tarea sugestiva sería el destacar en temática y actitudes la presencia de A un Dios desconocido, de Steinbeck, y de La serpiente emplumada, de David H. Lawrence. Hoy solamente destacaré el peso más importante: el de James Joyce.

La técnica de Joyce se difundió en América a través de Faulkner. El Ulises de 1920 ha tardado en llegar al español. Los caminos de las traducciones y el difícil desenvolvimiento de la famosa novela en los países de habla inglesa autorizan a pensar que ha sido a través de El estruendo y la furia el primer contacto de Fuentes con la técnica joyciana. De todos modos, me interesa destacar el origen europeo de este arte, sea el que hubiere sido su camino. Dada la vecindad geográfica de México y los Estados Unidos, es lo más fácil pensar en un conocimiento asiduo de ambos. Pero sucesivos estudios, subsiguientes miradas profundas y serenas podrán señalar en México, estoy seguro, una eficaz asimilación de lo europeo, entrevisto previamente o no, a partir de los años 40. Es decir, a partir de la tarea allí realizada por los exiliados españoles. Entre ellos figuraban personalidades de primer orden y de formación centroeuropea. Lecturas, revistas, conferencias, charlas, la hispánica tertulia, todo habrá contribuido a poner sobre la mesa nuevas formas artísticas. En la Casa de España, antecedente del actual Colegio de México, había poetas, críticos, humanistas, filósofos, hombres de ciencia. En esos años, Carlos Fuentes habrá ido descubriendo su México. Cada hombre es hechura de su circunstancia. También por esos años, habrá llegado a sus manos un Ulises, ya romance. Veinte años en el bolsillo, vocación de escritor, un Ulises   —65→   en la mano: el deslumbramiento era inevitable. De esa circunstancia ha salido la destacadísima voluntad de estilo de este novelista. Para que sea más visible la relación, cabría destacar la confusión de cabos temporales hasta alcanzar el diáfano entendimiento final, todo bien atado, ligadas esas huidas al pasado, que nos van explicando el hoy contradictorio y esquivo. En todos los trozos de pasado resurrecto (y esto acerca Fuentes a Faulkner) domina un sentido de angustia, de fracaso, de pérdida de algo que, en triste y decreciente esperanza, nos sostiene sobre la tierra. La asimilación de los procedimientos de Joyce es admirable en el libro de Fuentes y sin duda alguna ha dado los frutos más nobles que de él se han producido en castellano.

Nada más lejos de mi intención que hacer una crítica vieja y negativa de «parecidos, influjos», etc. No, todo lo contrario. Simplemente quería hoy destacar el consuelo que trae a la conciencia de un lector sereno y de buena voluntad la meditación sobre el lenguaje y la actitud general de La región más transparente. Hay mucho de lejanas resonancias, sí. (Aún podría añadir la común filigrana del tiempo, algunos puntos de vista del existencialismo francés, agudamente incorporados). Quería, tan sólo, detenerme en este juego de prestidigitación literaria. A fines del siglo pasado, una voz, también hispanoamericana, Rubén Darío, supo agregar a la poesía en español modos, ritmos, temas extraños. Huir de la aldeanería, de lo cabañero. Entonces, lo ajeno se llamaba Judith y Teófilo Gautier y Teodoro de Banville y Charles Baudelaire y Verlaine y Rimbaud y los prerrafaelistas ingleses. Y de ese cambio de orientación salió la asombrosa transformación lírica, de la que aún podemos enorgullecernos. Hoy, en Carlos Fuentes (y La muerte de Artemio Cruz, su última novela llegada a mis manos, lo confirma), se da una nueva vuelta a la tuerca de la fecundación de lo nacional por lo extranjero. Me consuela, leyendo la magnífica andadura de La región más transparente, desear vivamente una nueva era para la prosa española, que nos incluya directamente en la gran novela de hoy.

(13, junio, 1965)



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ArribaAbajoDe Cataluña y sus libros

Siempre, en el campo de la erudición, nos movemos entre lagunas. Por aquí y por allá van emergiendo los hitos a los que nos podemos ir agarrando, esperanza firme, y poder luego, desde la súbita tranquilidad, ir pergeñando la estructura total en la que desenvolvernos. En el campo de la historia literaria, los españoles nos vemos obligados con frecuencia a poblar no ya lagunas, sino mares verdaderos. Así ocurre con lo referente a las otras dos grandes literaturas de la Península, la gallego-portuguesa y la catalana. Para un estudio de la tradición literaria peninsular, el brillo, el abrumador brillo de la gran literatura castellana de los siglos de oro, hace abandonar, o relegar a una secundaria penumbra, lo relativo a esas literaturas. Quizá la literatura gallego-portuguesa no esté tan olvidada, ya que, por tradición añeja, los Cancioneros y múltiples escritores de todas las épocas figuran en los programas y textos de literatura «española». Pero, ¿cuántos se han enfrentado con Bernat Metge, con Desclot, con March, con los trovadores catalanes? Entristece pensar que una voz lírica tan honda y significativa como la de Ausías March no sea tenida presente en todo momento por un muchacho español aficionado a la poesía, en el mismo escalón en que puedan estar Santillana, Mena o Jorge Manrique. Grandes líricos del siglo XVI, que hoy leemos con rendida emoción, fueron unánimes en su devoción y acatamiento al gran valenciano. Y hay que reconocer que entre todos se ha ido llenando este quehacer de la voz hispánica, tan hondo, tan lleno de limpias resonancias.

La verdad es que el estudiante español no disponía con facilidad de fidedignos lugares a donde acudir para informarse. Los libros eran raros, caros, lejanos. Multitud de vallas para todo, en todas partes. ¡Ay, el Ebro, qué increíble frontera! Lo más que se encontraba eran pequeñas, apresuradas y reiteradas citas en diccionarios, enciclopedias, manuales, etc. Pero eran escasas las visiones amplias y, sobre todo, la crítica sana. Todo esto no puede suceder ya. Un lector peninsular, o del amplio campo hispánico dispone, en estos   —68→   momentos, de una excelente fuente de información: la Historia de la literatura catalana, de Martín de Riquer, publicada en Barcelona (ediciones Ariel, 1964), en tres gruesos volúmenes, gruesos y deliciosos.

Martín de Riquer es catedrático de la Universidad de Barcelona. Personalidad muy conocida en el ancho paisaje de las literaturas románicas, ha trabajado ahincadamente en multitud de aspectos de las literaturas medievales y renancentistas (ya queda dicho, no sólo la castellana, sino románicas en general). Y no desdeña el papel de llegar hasta un amplio público culto pero no especializado, poniendo orden, claridad y justeza en la tarea acumulativa del investigador. Así, estos tres tomos de la Historia de la literatura catalana tienen, sí, el clima divulgador necesario, pero conllevan, disimulado con grato pudor, el largo, voluntarioso laboreo personal del autor, esfuerzo de mucho tiempo por desenterrar, aclarar y, sobre todo, poner esos viejos autores al filo de nuestra sensibilidad de hoy. Los vemos hoy admirablemente estudiados y desmenuzados, funcionando en el todo histórico y cultural de su circunstancia. Y nos los da acompañados de una información gráfica y documental verdaderamente impresionante por su número, su calidad y su exquisita belleza. La historia de la colectividad catalano-hablante se nos ofrece en estos volúmenes, de sugestiva impresión, girando en torno de los grandes creadores de su lengua.

Es natural que en obra de tal empeño y dimensiones haya diversidad en la dedicación a las varias figuras. Cabe señalar, y hablo siempre desde mi ribera de lector castellano, las espléndidas páginas sobre Ramón Llull, sin duda alguna el máximo escritor «español» del siglo XIII. Martín de Riquer, leal a la tarea ya hecha sobre el eximio beato mallorquín, nos salpica las páginas de copiosas ideas personales, originales, nos acerca a Lulio con calor y exactitud fervorosa. Asombra la dedicación y alto espíritu con que el mallorquín se encaró con todo el panorama literario de su tiempo: El Llibre de contemplació en Deu, el Blanquerna, el Libre de meravelles, Amich e Amat, su poesía... Martín de Riquer dedica un largo ensayo al análisis de esta copiosa y valiosísima producción. Otro escritor perseguido con igual intensidad es Arnaldo de Vilanova, el genial médico. Y lo mismo sucede con el estudio de las crónicas medievales, o con las páginas dedicadas a San Vicente Ferrer, quien sale así del olimpo polvoriento de una devoción inoperante. Riquer estudia la construcción de los sermones del santo y destaca el parentesco que guardan con la retórica de F. Eximenis. Dedica acertadas conclusiones a la lengua y al estilo de Vicente Ferrer, nombre ilustre en la historia de la lengua catalana, y no sólo en la historia política o en la historia de la Iglesia. Pero hay que señalar aparte la vivaz interpretación de Ausías March. La delgada voz del   —69→   genial lírico del siglo XV, que tantos ecos dejó en el gran período castellano (Garcilaso, Fray Luis, Jorge de Montemayor, el Brocense, Quevedo, etc., etc.), deja de ser hombre esfumado o nebuloso, una silenciosa fuente remediadora de prejuicios eruditos, para pasar a ser lo que realmente fue: torrente, caudal irresistible de armonía y sentimiento:


Jo són aquell qui-n los temps de tempesta
quan les més gents festegen prop los focs
e pusc haver ab ells los propris jocs,
vaig sobre neu, descalc, ab nua testa...



Fue muy larga y profunda la huella de Ausías March en la literatura española. El propio Martín de Riquer había ya meditado sobre las traducciones al castellano en el siglo de oro (Barcelona, 1946). El largo ensayo sobre el poeta puede suponer para el lector de hoy lo que aquellas traducciones supusieron para la poesía del quinientos. El soneto de Garcilaso de la Vega, tantas veces recordado,


Amor, amor, un hábito vestí
el cual de vuestro paño fue cortado;
al vestir ancho fue, mas apretado
y estrecho cuando estuvo sobre mí...



se nos redondea plenamente ante el verso ilustre del valenciano medieval:


Amor, amor, un habit m'e tallat
de vostre drap, vestint-me l'espirits
en lo vestir, ample molt l'e sentit,
e fort estret quant sobre mi's posat.



Martín de Riquer ha escrito su Historia de la literatura catalana en catalán. No, no debe ser traducida. Es frecuente, a manera de elogio, aconsejar (a veces a sabiendas de que no va a pasar de pura palabrería) la traducción de los libros sugestivos o comerciales. No, ahora no hace falta decir nada de eso. El catalán de Martín de Riquer es cosa nuestra, que debemos amar con pasión de conocimiento, como debemos leer y escuchar la voz de estos escritores lejanos, voz que suena y resuena (honda, pura) a través de los siglos. Martín de Riquer, miembro de número de la Real Academia Española, ha levantado un gran monumento a la vieja literatura catalana. Esperemos que   —70→   la continuación de este libro, dedicada a la producción moderna y contemporánea, y encomendada al también profesor de la universidad barcelonesa, Antonio Comas, vea pronto la luz. Tendremos así al alcance de la mano una visión íntegra de la literatura hermana, de tan delicados matices y tan recia personalidad.

(17, agosto, 1969)