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ArribaLengua y espíritu en un texto de Azorín

En la generación del 98, la obra de Azorín ocupa un lugar de primer orden. Se trata, dentro de la general idea de la preocupación por España -por una España colmada de insatisfacciones-, del autor más aferrado a lo que podríamos llamar una preocupación de equilibrio entre las ideas y la lengua que las expresa. Es un clásico del 98. Para todos, la obra de Azorín es el nexo entre el afán modernista por la expresión y el torcedor de la angustia por una España diferente. Esto se ha dicho de mil modos y se da ya como verdad previa y necesaria en la mayor parte de los manuales de literatura española y en ensayos ocasionales. Voy a intentar delimitar estos rasgos concretándome a un ensayo breve: un capítulo del libro España, bien significativo ya en su corto título, título que admite, en su breve existencia, todas las entonaciones afectivas posibles: enunciación, pregunta, admiración, desencanto, esperanza. Título que es una flecha lanzada sobre la geografía espiritual de la península, en espera del blanco más afín. Veamos, sin embargo, hacia qué diana se encamina Azorín.

Solamente tengo ante los ojos los supuestos literarios y culturales de una generación histórica y su proyección literaria. Persigo en este momento demostrar   —126→   el estrecho correlato que hay entre la lengua artística y la concepción interior. O dicho de otra manera: desarticulando el lenguaje hasta donde nos sea posible, ver al desnudo y palpitante el aliento íntimo de Azorín.

Lo primero ha de ser explicar por qué elijo el trozo que voy a analizar. Adelantaré de una vez que juzgo estos breves apuntes de una extraordinaria importancia. Estos apuntes, reunidos luego en libro, constituyen la diaria fe de vida del escritor. Responden, en su ceñida arquitectura, al punzante llamar de cada día, de cada problema que, viejo o nuevo, adquiere insoslayable actualidad. El escritor moderno se ve obligado, para subsistir, a colaborar en revistas de muy diverso alcance, en los periódicos. Se ve impelido a altas horas de la madrugada, ya el sueño orillando las tareas, a escribir, con premura, el artículo o la columna comprometidos: la impresión nuestra de cada día. Esas breves apostillas son de mil orientaciones, versan sobre las materias más dispares: política, arte, literatura, viajes, costumbres, personajes de efímera resonancia... Seguramente entre los pliegues de la construcción escrita, en la sombra de un adjetivo, en la forma de enjuiciar el último drama estrenado, etc., se desliza la más escondida sonrisa del escritor, que se cree falazmente solo al escribir el trozo. En esta nueva manifestación de la literatura, sobrecrecida en los años que van del siglo, encontraremos seguramente muchas sugestiones valiosas para la general historia literaria. De ahí que yo haya escogido, entre la numerosa producción de Azorín, uno de estos breves apuntes, ocasional seguramente, quizá escrito con una leve desgana. En el fondo estaba la idea que agruparía (hacia 1909) varios de estos artículos en un volumen. La idea era España. He abierto al azar   —127→   el libro, desasosegado y tembloroso; el libro transido de emoción delgada. Y he encontrado un capitulillo que me ha hecho ver, de pronto, una cercanía estrecha con otras voces de su tiempo. La palabra Castilla, puesta al principio de estas líneas, me ha empujado a ver el pulso común de una circunstancia histórica, que descubrió en una Castilla literaria su mejor correlato: los ensayos de Unamuno, la poesía de Antonio Machado, la reiteración azoriniana. He aquí el trozo; leámosle despacio, deteniéndonos en cada llamada de Azorín:

La poesía de Castilla

«¿En qué nos hace pensar este florecimiento de la lírica que hay ahora en Castilla? Yo pienso en el paisaje castellano y en las viejas ciudades. La poesía lírica es la esencia de las cosas. La lírica de ahora -bajo someras influencias extrañas- nos da la esencia de este viejo pueblo de Castilla.

Yo veo las llanuras dilatadas, inmensas, con una lejanía de cielo radiante y una línea azul, tenuemente azul, de una cordillera de montañas. Nada turba el silencio de la llanada; tal vez en el horizonte aparece un pueblecillo, con su campanario, con sus techumbres pardas. Una columna de humo sube lentamente. En el campo se extienden, en un anchuroso, mosaico, los cuadros de trigales, de barbechos, de eriazo. En la calma profunda del aire revolotea una picaza, que luego se abate sobre un montoncillo de piedras, un majano, y salta de él para revolotear luego otro poco. Un camino, tortuoso y estrecho, se aleja serpenteando; tal vez las matricarias inclinan en los bordes sus botones de oro. ¿No está aquí la paz profunda del espíritu? Cuando en estas llanuras,   —128→   por las noches, se contemplen las estrellas, con su parpadear infinito, ¿no estará aquí el alma ardorosa y dúctil de nuestros místicos?

Yo veo los pueblos vetustos, las vetustas ciudades. En ellas hay un parador o mesón de las Ánimas, y otro de las Angustias; hay calles estrechas, en que los regatones y los talabarteros y los percoceros tienen sus tiendecillas; hay una fuente de piedra granulenta, grisácea, con las armas de un rey; hay canónigos que pasan bajo los soportales; hay un esquilón que, en la hora muerta de la siesta, toca cristalinamente y llama a la catedral; hay un viejo paseo, desde el que se descubre en un mirador, por encima de las murallas -como en Ávila, como en Pamplona-, un panorama noble, severo, austero, de sembrados, huertecillos y alamedas; hay en la estación un andén, adonde los domingos, los días de fiesta, van las muchachas y ven pasar el tren, soñadoramente, con una sensación de nostalgia.

Yo veo en las viejas, venerables catedrales, estos patios que rodea un claustro de columnas. Estos patios -como en León, como en la misma Ávila- están llenos de maleza y de hierbajos bravíos; nadie cuida estas plantas; ni la hoz ni el rastrillo han entrado aquí desde hace largos años. Los pájaros trinan y saltan entre el matorral. Nuestros pasos resuenan sonoramente en las losas del claustro; respiramos a plenos pulmones este sosiego confortador. En las tumbas que están adosadas a las paredes duermen guerreros de la Edad Media, obispos y teólogos de hace siglos. A mediodía, en estío, cuando un sol ardiente cae de plano sobre la ciudad e inunda el patio, donde los gorriones pían enardecidos, aquí, en el claustro sonoro y silencioso, podemos pasar una larga hora, con un libro en la mano, rodeados de frescura y silencio.

  —129→  

Yo veo los viejos y grandes caserones solariegos. Un ancho patio de columnas tienen en medio; una ancha galería de arcadas rodea el patio. Por esta galería, ¿no pasarían las damas con sus guardainfantes y sus pañuelos de batista en la mano, como en los retratos de Velázquez? Por estas puertecillas de cuarterones de las estancias, de los corredores, ¿no entrarían y saldrían los viejos y terribles hidalgos, cuyas bravatas épicas recogió Brantôme? Hay en estos palacios vastas salas desmanteladas; una ancha escalera de mármol; un jardín salvaje; unas falsas o sobrado donde, entre trastos viejos, va cubriéndose de polvo -¡el polvo de los siglos!- un retrato de un conquistador, de un capitán de Flandes.

Yo veo las añosas, seculares alamedas que hay en las afueras de las antiguas ciudades; en ellas pasean lentamente los clérigos, los abogados, los procuradores, los viejos militares.

Yo veo las ventas, mesones y paradores de los caminos. Tienen un ancho patio delante; dentro se ve una espaciosa cocina de campana. ¿No se detuvieron aquí una noche aquellos estudiantes del Buscón que iban a Salamanca? ¿No pasó aquí unas horas aquel grave, docto, sentencioso y prudente Marcos de Obregón? ¿No hay aquí alguna moza fresca y sanota que llena el ámbito de las cámaras con sus canciones?

Yo veo las vidas opacas, grises y monótonas de los señores de los pueblos en sus casinos y en sus reboticas.

Yo veo estos señoritos, cuyos padres poseen tierras y bancales, y ellos tienen la mesa de su cuarto llena de libros de Derecho: el Marañón, Manresa, Mucio Scévola; libros que estudian afanosos para hacer unas oposiciones.

Yo veo estos charladores de pueblo que no hacen   —130→   nunca nada; estos señores afables, ingeniosos, que tienen una profunda intuición de las cosas, que os encantan con su conversación y con su escepticismo.

Yo veo esta fuerza, esta energía íntima, de la raza, esta despreocupación, esta indiferencia, este altivo desdén, este rapto súbito por lo heroico, esta amalgama, en fin, de lo más prosaico y lo más etéreo.

Todo esto me sugieren a mí algunos de estos poetas novísimos, que ponen en sus rimas el espíritu castellano bajo el afeite francés»38.

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Ensueño, nostalgia

Comenzaré preguntando como Azorín: ¿En qué nos hace pensar este trozo? ¿Cuál es la inmediata resonancia que despierta en el lector? No exageraremos nada si nos decidimos a contestar, como primer desbroce: Ese Yo veo... tantas veces repetido nos resulta sospechoso. ¿Se trata de una sensación visual, del simple y certero acto de ver? Creemos que no. Por el contrario, no se ve nada. Todo cuanto ahí vemos hay que adivinarlo. Se trata de un trasfondo de herencia romántica, hecho para ser visto con los ojos cerrados. Todo cuanto se ve se desliza sin pesos concretos ni límites cortantes en una imprecisa zona de nostalgia. Estamos ante un evocar directo, la mano en la mejilla, la mirada perdida. Esa repetición insistente nos hace ver con justa claridad cómo van brotando los recuerdos de algo que se ha visto en alguna otra ocasión, que se alojó en tibia celda de la memoria, y que ahora vamos desenterrando. Acuden a nuestra imagen, tras los párpados, todos esos elementos de paisaje que Azorín   —131→   nos va enunciando. La mirada está perdida, lanzada al vacío, mientras la voz ofrece el manantial interior. Nos figuramos al Azorín estático, silencioso, con la mirada a lo lejos, que nos han dado los retratos de sus contemporáneos, especialmente Zuloaga. Mil viajes, innumerables sensaciones momentáneas se añudan en este trozo, detrás de los Yo veo..., para darnos los elementos que se consideran necesarios en la elaboración de un cuadro justo.

La irrealidad, es decir, la condición soñada de toda esta imaginería artística, nos la refleja la lengua cabalmente. Azorín no está muy seguro de que su memoria le sea fiel. No hace como habría hecho el escritor realista, precisas y rotundas afirmaciones. No hace, como Pereda, por ejemplo, hasta la numeral ordenación de los elementos (el número justo de los árboles, de las ventanas, de las personas, etc.), sino que, tímidamente casi, nos pregunta qué elementos harían falta para lograr lo que él quiere. Eso están haciendo las leves dubitaciones en la tan larga enumeración: Tal vez, en el horizonte, aparece un pueblecillo...; tal vez las matricarias inclinan en los bordes... No. Azorín no está muy seguro de que ese pueblecillo esté realmente en la estampa que su memoria va rehaciendo encariñadamente, ni tampoco sabe muy bien si las matricarias extenderán o no su pompa al borde de un camino. Están, sí, en un camino, en muchos caminos, pero quizá en este que ahora necesitamos no lo estén. La vacilación contribuye eficazmente a aumentar el clima de ensueño, de niebla becqueriana en que se mueve todo el trozo.

Más inseguridades, lejos de la literatura fotográfica y realista de fin de siglo. Cualquier escritor de los afamados en la fecha de este ensayo (1909, no olvidemos que entonces Azorín es, todavía, un joven escritor, que aún lucha por hacerse su público), habría   —132→   mostrado un vivo calor en hacer que se conociera la exacta ciudad de que hablamos; datos, nombres, lugares, etc., nos ponen nítidamente ante los ojos el sitio preciso, aunque se haya disfrazado de alguna manera. Pero aquí, no. Aquí se puede pensar en muchas ciudades a la vez. Ciudades que tengan murallas, catedral, claustro, plazoletas recogidas y rumorosas. Puede ser Ávila, pero también puede ser León y también puede ser Pamplona. Tres puntos bien distintos en la geografía y en la tradición, aunados ante la idea de viejas jerarquías, de formas de vida ya desaparecidas o en derrumbe. Sí, no estamos aquí, sino en otro aquí, en un aquí lejano que participa de los rasgos de otros aquíes, y de los que solamente algunos (los que consideramos más oportunos) acuden a la memoria: Ávila, Pamplona, León. También los muertos ilustres de los claustros renuncian a su personalidad concreta, a su rancio y linajudo apellido. Son, sin más, muertos: guerreros, teólogos, obispos... Silencio, silencio que ha terminado con la posible gloria terrena de los allí enterrados. En la evocación intimista, los nombres solemnes no tienen sitio.

La impresión, pues, primeriza, y la que ya va a ser dominante en el lector es la de una ensimismada añoranza39. Habíamos tenido la engañosa sensación de que se nos hablaba de una ciudad castellana, de unos perfiles reales, familiares. Pero ahora vemos que no hay ciudad alguna concreta que se nos evoque, ni las cosas tienen otra personalidad que la sensación espiritual que han dejado en Azorín. Reconozcamos que en el asombrado mirar a la lejanía de los montes, ese tal vez aplicado a un posible pueblecillo es lo más oportuno: la expresión aduce como ninguna otra el anonadamiento de la vida humana ante la inmensidad del horizonte. Asimismo, ante la   —133→   riqueza de colores austeros de la tierra que se quiere evocar, la presencia de unas florecillas doradas en un ribazo es bien problemática: otro tal vez lleno de sentido. Por un extraño camino, las expresiones dubitativas han venido a ser las únicas expresivas de una realidad, hecha tangencial ante la punzante vida que otros elementos han cobrado.

Sigue el clima de sueño

Sí, no existe en la evocación azoriniana una realidad ceñida, con aristas y filos. Ya vamos entendiendo mejor el trozo, después de lo que acabamos de decir. Ya no buscamos en nuestra memoria una ciudad en la que haya un parador o mesón de las Ánimas y otro de las Angustias. No, ya sabemos con precisión que se trata de un parador que, llamándose así, dejó huella imperecedera en la sensibilidad del autor, pero que puede incluso no existir. Quizá por una mala pasada del recuerdo lo hemos visto tan sólo en los libros y no en una calle estrecha y empinada de nuestras viejas ciudades. Podríamos añadir nosotros nuevos nombres, aprovecharnos de ese camino que Azorín nos brinda y suponer que una advocación de las Ánimas puede ser frecuente en Galicia, y que análoga nomenclatura con las Angustias puede serlo en Granada40. Y no, no tendríamos derecho. Las dos suposiciones que se nos acaban de ocurrir son extrañas al ambiente general, de aire castellano, en que todo el trozo se esfuerza por permanecer. Evidentemente no hay lindes señaladas. Castilla, por un lado, y ahora, Galicia y Andalucía. Al mismo Azorín se le escapaba un recuerdo de Navarra y otro de León. ¿No será que Azorín piensa   —134→   en una ciudad ideal, pura quimera, en la que se mezclen los elementos todos de la tierra española?

Indeterminación, añoranza, imprecisión, apasionada excursión por los recuerdos, por las minucias que nos han impresionado vivamente alguna vez. Difícilmente se puede conseguir con más apretada justeza esta solidez de lo inasible e incorpóreo. Obsérvese la preponderancia casi absoluta con que la vaguedad indeterminada aparece en el trozo: una cordillera de montañas; un pueblecillo; una columna de humo; un anchuroso mosaico; una picaza; un montoncillo de piedras; un majano; un parador, una fuente, un esquilón, un viejo paseo, un panorama, un andén, una sensación de nostalgia, un claustro, un patio de columnas, una ancha galería, una escalera de mármol, un jardín salvaje, unos sobrados, un retrato... La lista sería interminable. La impresión de muchas verdades, a costa de la irrealidad, se ha conseguido plenamente. En ocasiones, la indeterminación resulta tan aguda que llega a provocar algo de pérdida, de desequilibrio. Así ocurre con un esquilón, usado en el lugar en que no puede haber para ese menester más que un solo y concreto medio de llamada, el cimbalillo catedralicio, insustituible en horas y en sonido.

Sí, no hay duda. Todos estos Yo veo insistentes, premiosos, no son más que llamadas a nuestra atención para que, entornando los ojos, compartamos esa visión interior, de encendida luz. El papel desempeñado por las preguntas (sobre el que luego volveré) lo demuestra indirectamente, con sus potenciales y sus subjuntivos: cuando se contemplen, entrarían, saldrían, etc.

No se trata, pues, de una «descripción grandiosa de la llanura castellana», como quería Wernet Mulertt41, ni siquiera de una descripción vulgar. Es,   —135→   ante todo, una callada exposición de una estructura interior de pensamiento, de impresiones más bien, que se lanzan desordenadamente, sin otro rigor que el de su propia interioridad, a fin de que nosotros seamos cómplices y copartícipes de tal impresión, y, a renglón seguido, esclavos de ella. Impresión admirablemente expuesta a través de unos cuantos esquemas lingüísticos, ya señalados.

Paladeo, lentitud

Vamos viendo con nitidez, a veces con deslumbradora nitidez, la adecuación rigurosa que ofrece el lenguaje azoriniano y su forma interior. Nos encontramos ante un caso típico de transformación de las impresiones lejanas en actuales expresiones. Ese estado de equilibrio, de anhelo de vivencia, típico del homo aestheticus de Spranger42, se nos presenta en Azorín con aguda insistencia. Azorín vive tan intensamente el mundo de su intimidad que sale a flor de historia en cuanto se detiene su pluma sobre las cuartillas. En este sentido, y siguiendo a Spranger, Azorín es un clásico. Se trata de una naturaleza subjetiva donde todo funciona con arreglo a sus propias intuiciones. Una mirada nueva al lenguaje nos lo va a demostrar.

Una figura de este tipo siente indudable placer en el paladeo de sus propias intuiciones, en la exhumación de sus impresiones añejas, a las que dota de una trascendencia delgada, emocionada, cada vez que vuelve a modelarlas en presente. La exposición actual de esas sensaciones exige una constante llamada a la atención, una difícil persuasión, blanda y enérgica a la vez. El recuerdo va fluyendo vívido, terso, y el escritor necesita dotar a su expresión de numerosos   —136→   altos, de pausas mentales, que prolonguen el pasajero placer de la revivificación. El párrafo se nutre de incisos, de entrecomillados, tanto gráficos como mentales. Son leves, apenas perceptibles en ocasiones, parpadeos en los que, del sueño, caemos en la posible verdad de la impresión, añudada por un adjetivo de significación muy precisa, o por un adverbio, que, incluso superfluo, sirve para que el lector, la posible persona a quien queremos embarcar en nuestra emoción, no sufra distracciones. Es decir, se la atrae alejándola. Ese es el papel que desempeñan en el trozo que analizamos algunas construcciones de este tipo:

... una lejanía de cielo radiante y una línea azul, tenuemente azul, de una cordillera de montañas...

Una columna de humo sube lentamente.

... toca cristalinamente y llama a la catedral...

... las muchachas... ven pasar el tren, soñadoramente, con una sensación de nostalgia.

... nuestros pasos resuenan sonoramente en las losas del claustro.

... pasean lentamente los clérigos...



En todos estos casos el adverbio prolonga morosamente la acción verbal, dotándola de una reiterada existencia. Todos revelan, como ya Vossler había señalado43, que en la mente del autor existe un deseo de personalidad. La reiteración de estos esquemas aumenta la dimensión afectiva, la verdad sicológica, hasta hacerla más profunda, consciente en   —137→   estos casos (es decir, independientemente del aire total de sueño en que hemos visto instalarse el trozo desde el primer momento), y dota de trascendencia a la acción verbal. En cualquiera de los ejemplos recogidos vemos que se trata de simples reiteraciones sobre lo que ya aparecía claro: el matiz de un azul, la forma de unos paseos. Una especial ternura se vierte sobre soñadoramente, el rasgo del paseo de las muchachas endomingadas en el andén de la estación rural. Probablemente, a la hora del paseo, las muchachas estarían escandalosas, alborotadas, excitadas ante la contemplación de los viajeros y la fiebre del día festivo. Azorín recuerda solamente la especial contextura de algunas, a las que traspasa su recuerdo íntegro, las de expresión soñadora y nostálgica, aquellas en las que también era dado entrever una armonía con el estado sicológico del escritor. Otro tanto podríamos decir de cada uno de los demás ejemplos recogidos.

Soterrañamente unido al ritmo premioso, reiterativo, de Azorín, se nos aparece ahora el uso de algunos esquemas de adjetivación. Se trata de una forma de repetición, que responde a esa forma interior, a ese conceptismo espiritual que anima a nuestro escritor. Observemos algunos casos:


   ... el alma ardorosa y dúctil de nuestros místicos...
   ... aquí, en el claustro sonoro y silencioso...
    ... los viejos y grandes caserones solariegos...
    ... los viejos y terribles hidalgos...



Con gran frecuencia aparece este esquema de los dos adjetivos formando sintagmas no progresivos   —138→   (según la terminología de Dámaso Alonso)44. El párrafo queda en suspenso, sin alterar su función sintáctica, lanzado al aire, clamando por la atención del lector. Sigue, pues, el esquema de la lentitud prevista, del paladeo de la propia vivencia. Obsérvese además la frecuencia mayor con que los adjetivos van antepuestos al nombre, cualidad de este tiempo ya destacada desde los primeros estudios de la época. (El libro de H. Jeschke, por ejemplo)45. Innecesario creo recordar aquí el mayor valor afectivo de estos adjetivos antepuestos, ya sobradamente manejado y recordado a lo largo de la literatura española. Idéntico funcionamiento de afectividad y terca llamada desempeñan los adjetivos colocados delante del nombre, sin llevar la conjunción:


   Yo veo los pueblos vetustos, las vetustas ciudades.
    Yo veo en las viejas, venerables catedrales...
    Yo veo las añosas, seculares alamedas...



En todos ellos, inmediatamente detrás de lo que rápidamente se nos declara con su reiteración (Yo veo... Yo veo...), que empuja al lector a una dejadez intelectual frente a la acción, ya hecha costumbre desde el comienzo del trozo, inmediatamente, digo, surge una clara detención, un freno, un cambio de tono en la voz, reciamente marcado por este adjetivo antepuesto, colmado de afán de vivencia. El contraste con la ordenación que podríamos llamar ortodoxa o tradicional, puramente mecánica, es muy vivo:


   ... panorama noble, severo, austero...
    ... las vidas opacas, grises y monótonas...
—139→
    ... señores afables, ingeniosos...
    ... moza fresca y sanota...



La fusión de los dos sistemas de adjetivación a lo largo del trozo le priva de monotonía, dándole un acompasado vaivén expresivo, que no hace más que valorar, destacándolos, los más cargados de tonalidad emotiva.

Distribución musical46

Dentro de la brevedad del trozo que nos ocupa hoy, brevedad a la que no nos cansaremos de aludir, para sobrevalorar en lo posible los resultados del análisis, destacan los adjetivos, repetidos o no, que desempeñan un claro valor de ritmo, de preocupación musical. Van colocados con evidente simetría, en una relación temporal o topográfica dentro de la frase. No es el simple ornamento tradicional, sino que se trata de una minúscula trampa, que fácilmente pasa desapercibida, pero puesta también al servicio de esa economía interior que el texto refleja. Sean, por ejemplo, los casos siguientes:

Yo veo los pueblos vetustos, las vetustas ciudades.



La frase se nos presenta bajo el esquema de un frontón enunciativo. La entonación asciende a su máximo en el adjetivo primero, y, repitiéndolo, comienza una nueva y descendente elocución. No es una casualidad. Es una forma de solemnidad primeriza, llamativa también. La pausa prosódica marca una repetición interior, reflejada también en el léxico:   —140→   pueblos-ciudades. Algo parecido ofrece el ejemplo siguiente:

Tienen un ancho patio delante; dentro se ve una espaciosa cocina de campana.



En este pasaje son precisamente los adjetivos, colocados en evidente relación de equidistancia, los que sirven para darnos la impresión íntima del autor. La relación tonal y distributiva de los períodos aparece aquí, como antes en el adjetivo repetido, con las dos partículas delante-dentro. El esquema es el mismo. A pesar de las diferencias gramaticales o léxicas, la andadura interior es idéntica.

Colocado oportunamente en el centro mismo del texto, como en el lugar de máxima tensión llamativa, se nos aparece así con un sentido verdaderamente orquestal de la adjetivación. Una reiteración externa de las voces y los sonidos coincide con un vivo sentido de la anchura, del espacio abierto e ilusorio en que todo el trozo se concibe. Hemos entrado, de la mano de Azorín, en los grandes caserones. Allí hay un ancho patio, con una ancha galería rodeándole. Tienen esos palacios solamente galerías y corredores, estancias que adivinamos grandes, vastas salas, una ancha escalera, unos sobrados que también adivinamos grandes... La desmesura se ha lanzado en una armonía que destaca calladamente sobre el fondo total, llegando a hacernos pensar en adjetivos de análogo contenido y que no han sido escritos por el autor. El espejismo se ha conseguido totalmente. Unos cuantos adjetivos idénticos, colocados como al descuido, han logrado por el simple hecho de una repetición, producir el anhelado eco, la resurrección de una vivencia de enorme magnitud47.

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Repetición, hondura del vivir

Todo el trozo está cruzado en varias direcciones por este insistente sistema de repeticiones. Ya hemos señalado que todos los párrafos comienzan con idéntica estructura; no es solamente la reiteración de unos cuantos sonidos, sino que semánticamente son idénticos. Dentro de la composición, hay ocasiones en que la repetición de una palabra da al trozo un vivo sentido acezante, premioso, de prolijidad angustiada. Así ocurre con el verbo hay, tan machaconamente traído en el párrafo Yo veo los pueblos vetustos, las vetustas ciudades. Hay..., hay..., hay... Análoga consecuencia de imprecisa desazón angustiada produce el trozo penúltimo del texto que nos ocupa, con las repeticiones, numerosas en corto espacio, de los demostrativos:

Yo veo esta fuerza, esta energía íntima de la raza, esta despreocupación, esta indiferencia, este altivo desdén, este rapto súbito por lo heroico, esta amalgama, en fin, de lo más prosaico y lo más etéreo.



Es evidente que Azorín se recrea en la repetición. Habíamos percibido este rasgo en cualquiera de sus libros, en diversas formas. También en el texto que hoy nos preocupa, vemos esa repetición mantenida empeñosamente. Recordamos sin querer su afirmación ilustre de Castilla: «Vivir es ver pasar... Mejor diríamos: vivir es ver volver. Es ver volver todo en un retorno perdurable, eterno»48. Ahora vemos claramente el aliento de vida que Azorín vuelca en estas repeticiones, recuerdo en presente y agravado: «Del pasado dichoso sólo podemos conservar el recuerdo», dice en otro lugar de Castilla. La repetición   —142→   no es un vano ejercicio literario. Los ejemplos que acabo de registrar nos llevan a la imagen de Ortega, quien al acercarse a la repetición azoriniana intuye la niebla poética que exhala: «La nubecilla poética en que nos llevan envueltos los personajes, las acciones, las cosas mentadas por Azorín, emana siempre de que, al presentársenos, nos dejan ver, como en una galería de espejos, repetida indefinidamente su fisonomía.» «Ningún personaje de Azorín, ninguna acción, ningún objeto tienen valor por sí mismos. Sólo cobran interés cuando percibimos que cada uno de ellos es sólo el cabo de una serie ilimitada compuesta de elementos idénticos. No ser lo que son, sino meramente ser igual a otros cien y a otros mil, y a otros sin número, les presta poder sugestivo»49. Por lo menos, y también lo entreveía Ortega y Gasset, la ininterrumpida vuelta de las cosas, la actualización de este recuerdo es lo que da a la obra de Azorín calidades personalísimas, inconfundibles.

Parejas de vocablos

Azorín es un gran conocedor de los clásicos. Nadie como él ha sabido acercarse al poro justo y abierto por donde la sensibilidad moderna podía entrar en el mundo del escritor lejano u olvidado. Siempre, como vemos que hacen sus repeticiones, actualizándolo, partiendo de ese supuesto de identificación del pasado con el presente. La deuda con Azorín de todo historiador de la literatura es inmensa. Carlos Clavería ha dicho, con justeza, hablando de la tarea crítica de Azorín: «Ha colaborado con los profesionales de la erudición y de la historia en las interpretaciones de nuestros clásicos, no sólo destacando   —143→   la belleza de un paisaje, de un primitivo o de un verso de Manrique o Garcilaso, o la función de un episodio de Cervantes o Alemán, o de una escena de una comedia del Siglo de Oro, sino adelantándose, en muchas ocasiones, en destacar el interés y sugerir la revalorización de ciertas obras del pasado español, a universitarios y académicos. ¿Quién como él supo ver la concreción de Berceo y la importancia del Lazarillo de Tormes en la historia del realismo español, y quién valoró ciertas desdeñadas Novelas ejemplares, y quién descubrió los secretos encantos del olvidado Persiles, y quién comprendió la significación trascendente de Larra, o el amor a las cosas de Galdós...? Y así podríamos, en páginas y más páginas, revisar al menudo todos sus escritos, y señalar, uno a uno, todos los aciertos en la interpretación de los clásicos que son conquistas definitivas en el conocimiento y comprensión de nuestra literatura. Se impone dar a Azorín, crítico, la importancia que tiene como juez de 'valores literarios', como historiador de la literatura española»50. Una crítica que no sea pura erudición farragosa, envuelta en arqueología, tiene que ir directamente al conocimiento de los textos. Horas y horas de devota lectura se reflejan en la obra de Azorín, en su léxico redivivo, en los arcaísmos puestos de nuevo en circulación51. Pero ahora yo quería fijarme concretamente en un aspecto de la frase azoriniana que evoca muy de cerca algún tipo de la construcción del siglo XVI.

Era particularmente abundante en la lengua del siglo XVI el empleo de parejas de vocablos. Ya Menéndez Pidal lo destacó con acierto. El ilustre maestro cita a este propósito un trozo excepcional de Pero Mexía: «La madera y vigas que de la palma se hazen, si la apremian con peso o carga excesiva   —144→   y demasiada, así como todas las otras maderas se avigan y abaxan para baxo, la madera de la palma, por el contrario, siendo assí cargada demasiado, resiste el peso y contra él repugnando, se encorva y entuerta para arriba»52. Textos análogos podrían espigarse fácilmente en la gran literatura clásica. El padre Guevara sería de los primeros en acudir a la cita, con sus trozos parsimoniosamente medidos, con los elementos distribuidos en armoniosa y preocupada mesura y disposición. Ya lejos del gran empuje del siglo XVI, encontramos algunas veces esta preocupación por la claridad, por la armonía. Cervantes dice, en el Quijote de 1605: «No dexaría de tener el rostro y todo el cuerpo lleno de cicatrices y señales» (Quijote, Clás. Cast., cap. IV, pág. 55). Ahora, y renunciando a la vaga prolijidad de acarrear más ejemplos, yo veo en Azorín una decidida preferencia por emplear agrupados dos miembros, de idéntica categoría gramatical, cargados de vigorosa emoción. Todos tenemos presente el extraordinario fragmento del hidalgo del Lazarillo:

«La casa en que ahora habita el caballero es ancha y recia. Tiene un zaguán con un farolón en el centro, anchas cámaras y un patio. La despensa se halla provista de cuantas mantenencias y golosinas puede apetecer el más delicado lamiznero, y en las paredes del salón, en panoplias, se ven las más finas y bellas espadas que hayan salido de las forjas toledanas. Pero ni de la mesa puede gozar el buen hidalgo, ni para el ejercicio de las armas están ya sus brazos y sus piernas. Diríase que la fortuna ha querido mofarse extraña y cruelmente de este hombre. Desde hace algunos años, conforme la hacienda aumentaba prósperamente, la salud del hidalgo se iba tornando más inconsistente y precaria. Poco a poco   —145→   el caballero adelgazaba y quedábase amarillo y exangüe; llovían sobre él dolamas y alifafes»53.



Una contextura idéntica encontramos frecuentemente utilizada en nuestro texto de hoy. El peso de una tradición eficaz, de una reconocida belleza y plasticidad, opera sobre Azorín. Nos encontramos casos como camino tortuoso y estrecho; alma ardorosa y dúctil; patio lleno de maleza y de hierbajos bravíos; los pájaros trinan y saltan; claustro sonoro y silencioso; rodeados de frescura y silencio; viejos y terribles hidalgos, etc. Si en los casos en que los adjetivos van antepuestos, como ya señalé antes, evocamos, por añadidura, el uso de los epítetos, tan frecuente en la lírica garcilasiana, el espejismo de la lengua clásica se hace más vivo. Quizá es un elemento más de la numerosa evocación, en el que la forma interior se ha revestido de la forma predilecta de la lengua correspondiente al período evocado. O dicho de otra manera, una forma más de esa actualización, de esa identidad presente-pasado sobre la que gira toda la creación azoriniana.

Enumeraciones incompletas, poéticas

Abunda en las paginas azorinianas la enumeración. A veces con gran prolijidad. Miembros y miembros, en esta resurrección que venimos destacando, se van lanzando sobre la mesa, sin caos, sin desigualdad. Todos los miembros de una enumeración azoriniana responden a un sólido eje interior. ¿Dónde está su peculiaridad?

Toda enumeración de varios miembros está sometida en español a una norma melódica, complementada con un esquema gráfico. Lo corriente es que la enumeración completa disponga de una línea melódica   —146→   mantenida en los primeros elementos, un final ascendente en el penúltimo y una fuerte caída de la línea tonal en el final. Generalmente, entre los dos últimos se coloca la conjunción y. Leemos en nuestro texto: «Un panorama noble, severo, austero, de sembrados, huertecillos y alamedas». La elevación de la voz en la nota final de huertecillos sirve claramente para dar a entender que la enumeración va a ser cerrada inmediatamente. Una enumeración de varios miembros, solamente por esa inflexión típica de la voz la vemos concluir. Asimismo el descenso final es más bajo que los finales parciales de cada elemento anterior. Aunque puede haber, y de hecho hay, diferencias, el esquema que acabo de señalar es la base de toda enumeración de varios miembros. Cuando la enumeración se hace incompleta, o abierta, la inflexión señalada no existe. Ni el penúltimo miembro termina con una elevación tonal, ni desciende el último. «La inflexión de semicadencia se repite a lo largo de toda la serie», dice Navarro Tomás, en su reconocida autoridad54.

Pues bien, Azorín es particularmente aficionado a las enumeraciones abiertas55. Así se aumenta la niebla poética que, irrestañablemente, mana de sus escritos. Se acentúa el gesto pensativo, mano al aire, intentando cazar más elementos para esa enumeración, más llamadas al recuerdo. Siempre queda algo por decir, algo que se insinúa o que no se quiere tocar. El empobrecimiento de la rotundidad de la cadencia sirve para un extraordinario aumento de la afectividad, de la imaginación, de unas posibilidades latentes. Así ocurre con los ejemplos siguientes de nuestro texto:

... aparece un pueblecillo con un campanario, con sus techumbres pardas.

  —147→  

En el campo se extienden, en un anchuroso mosaico, los cuadros de trigales, de barbechos, de eriazo.

Por estas puertecillas de cuarterones de las estancias, de los corredores...

... pasean lentamente los clérigos, los abogados, los procuradores, los vicios militares.



La permanente llamada al recuerdo, a la complicidad sentimental y emotiva de los lectores queda así señalada con vivos tonos. Todos podemos añadir a esas enumeraciones un miembro más, el que más agudamente llame a nuestra sensibilidad. Pero hemos de hacerlo con tino, es decir, siempre dentro de una identidad espiritual, dentro de una disposición de ánimo que impediría todo tipo de enumeración caótica. La armonía interior rige férreamente.

¿Azar, influjo del arte en la vida, o una peculiaridad física del escritor que ha pasado a su arte? Lo verdaderamente llamativo y sugeridor en este caso es que el propio hombre Azorín habla con cadencias interrumpidas, con enumeraciones incompletas. Premioso, balbuceante. Así nos lo refleja el disco grabado por el Centro de Estudios Históricos para su Archivo de la Palabra. El hombre y su espíritu están aquí en carne viva.

La interioridad reflejada en el léxico

Hemos gastado ya unas cuantas líneas en ver la estructura de la adjetivación en este trozo de Azorín. Su análisis, unido a la observación de otros aspectos de la lengua, nos ha ido destacando la viva   —148→   subjetividad del estilo. Se trata de una lengua artística, en la que vamos viendo plenamente confirmada una adecuación de signo igual entre las peculiaridades del escritor y lo que reflejan los recursos expresivos del idioma. Adecuación rigurosa, ceñida, mantenida con terca voluntad de existencia. Vamos viendo ya lo que tiene todo de espectral, de mundo de sueños, evocado y no real, exhumado paulatina y regaladamente desde una imprecisa zona de nostalgias. Vuelta del pasado que se va haciendo con un lento detenerse en las propias evocaciones, dentro de una sopesada melodía. Lentitud, identificación del presente y del pasado que vemos asomarse nítidamente en la distribución de parejas de vocablos, y, sobre todo, en la serie de enumeraciones abiertas, tan empeñosamente empleadas, que pensamos en un Azorín en perpetuo trance de recuerdo. Nuevamente veremos confirmada esta impresión, con más acusados perfiles si cabe, al contemplar con sosiego el léxico empleado.

Hemos visto cómo se colocaba la adjetivación en la frase. Pero ¿cómo es esa adjetivación? Veámoslo con un poco de detalle:

La primera y más honda repercusión de la lectura del trozo azoriniano es la de una profunda tristeza. Una vaga melancolía, un sentimiento de decrepitud, de añoranza, de pesadumbre. Todos los adjetivos están instalados en una comarca de fugacidad, transitoriedad, desánimo, vetustez, ruina. Se nos habla de viejas ciudades, de llanuras dilatadas e inmensas; caminos tortuosos y estrechos; pueblos vetustos, ciudades vetustas (de nuevo la idea de vejez, de cosa polvorienta y arruinada); la fuente de piedra tiene su material granulento, con esa certera sensación táctil de piedra granítica destruida por las heladas, deshaciéndose lenta e irremediablemente; el   —149→   panorama que divisamos desde la muralla, en ese mirador hipotético, pero tan preciso en nuestra memoria, es un paisaje de clara armonía con lo que venimos destacando: panorama noble, severo, austero; las muchachas que pasean los domingos, cuando la plenitud de la fiesta se resuelve en cháchara y risas, lo hacen con una sensación de nostalgia; las catedrales son también viejas, venerables; los claustros están descuidados, abandonados, llenos de maleza y de hierbas altas; ese claustro es sonoro y silencioso (lleno de ecos, de soledad), bajo el sol ardiente de la siesta; los caserones solariegos son también viejos y grandes; la sensación de caserón destartalado se impone a fuerza de repetir el adjetivo ancho (anchas galerías, anchos patios, etc.); las vastas salas están desmanteladas, desnudas, es decir, ya limpias del lujo de otras épocas; el jardín está salvaje; en el desván se acumulan los trastos viejos, y el polvo cae sin piedad sobre los viejos retratos. Las alamedas son añosas, seculares (obsérvese de paso la gradación ascendente que los dos adjetivos encierran). La realidad espiritual de un enorme tedio, de una ruina progresiva, de un vivir que a fuerza de estar instalado en el ayer resulta extático y triste, se nos aguza al ver cómo es la gente que hoy puebla esta nostalgia: los señores de los pueblos llevan una vida opaca, gris, monótona; son charladores, no hacen nunca nada, son escépticos. Esta gente acusa más sus caracteres al ponerlos en contraste con los rasgos de los personajes que nos legó la realidad literaria de otros tiempos: Marcos de Obregón, docto, sentencioso, prudente y grave, o la moza del mesón, fresca y sanota, o el alma ardorosa y dúctil de los místicos.

Esto aviva precisamente, insoslayablemente, el clima elegíaco del trozo. Azorín, la mano en la mejilla,   —150→   como el famoso personaje de otro de sus libros, parece contemplar la marcha inexorable de las cosas hacia el puro recuerdo. Las cosas no son ya más que el recuerdo. De ahí la elegía abrumadora y desesperanzada que esa adjetivación mantenida transmite. No hay en todo el trozo un solo adjetivo que revele alegría, gozo, satisfacción, exaltación del vivir. Azorín se nos presenta como perteneciente a una parcela humana en la que el vivir no tiene apenas satisfacciones. Es un hombre insatisfecho, preocupado, transido de una pena delgada y consciente: la de la realidad de su propio país. Yo veo..., yo veo..., yo veo... Realmente, lo que se ve es lo que no se quisiera ver.

Desencanto, tristeza, amargura, aflicción... Los pocos adjetivos de color que en el trozo hay parecen concordar de manera rigurosa con lo que venimos diciendo. La línea tenuemente azul de los montes, los tejados pardos, la piedra grisácea de la fuente. No hay contrastes violentos, sino tonos apagados, leves. Como se ven también en la suavidad íntima del recuerdo.

Una mirada a los nombres

¿Sobre qué sustantivos descansa esta mirada? Nos encontramos, en un primer deslinde, dos grandes grupos de voces. De un lado, aquellas que forman casi lo patrimonial y familiar idiomático, aquellas que todos podemos entender en cualquier momento, y, por lo tanto, emplearlas. Son muchas, como era de esperar. Veamos primero las que nos ofrecen alguna dificultad:

El propio Azorín nos ha dicho en una ocasión que, como quehacer de su núcleo generacional (y es observación   —151→   importantísima por tratarse de una de las muy pocas que sobre la creación literaria nos han hecho los noventayochistas), existió la preocupación de «desarticular el idioma, agudizarlo, aportar a él viejas palabras, con objeto de aprisionar menuda y fuertemente» la realidad56. Nuestro texto, siempre dentro de su brevedad, de su preñada brevedad, nos demuestra nuevamente esta actitud del escritor. Así, por ejemplo, nos encontramos con voces como majano (una picaza... se abate sobre un montoncillo de piedras, un majano, y salta de él para revolotear luego otro poco...). Parece que Azorín teme que sus lectores no sepan qué es un majano, y se ve obligado a explicarlo, como los escritores del XVI hacían con sus largas parejas de vocablos, ya recordadas por otro motivo. Majano es hoy voz dialectal, precisamente de la comarca nativa de Azorín. Significa el hito o montón de piedras que sirve para delimitar una propiedad, para señalar una linde. Se emplea en toda La Mancha de ascendencia aragonesa. Azorín sabe que el habla empobrecida y rutinaria de las ciudades no sabrá lo que es un majano. Pero para él tiene todos los derechos literarios, artísticos, y la emplea. Algo muy parecido ocurre con falsa, voz típicamente aragonesa para designar el «desván». La voz ha llegado, y está hoy vigente, a la extremidad sur de las tierras reconquistadas por la corona aragonesa, incluyendo la comarca natal de Azorín. Se trata de una de esas voces-testigo, que hoy empalma, por debajo de la capa castellana, a las hablas del alto Pirineo con Albacete y Murcia. Pero también sabe Azorín, y en este caso con más seguridad que en el de majano, que sus lectores madrileños o de otras zonas españolas no le entenderán. Y vuelve a explicar el sentido de la voz: ... unas falsas o sobrado. El diccionario académico   —152→   va de la mano con la voz viva, dialectal, plena de sentido y de vigor57.

De menos alcance, por su uso más general, sería picaza. Se trata de la familiar «urraca», que tantos nombres recibe a lo ancho de la geografía peninsular. Pero no es picaza el más generalizado. Prurito de distinción, de dignificación idiomática58.

Azorín no sabe bien a qué carta quedarse en el caso de parador o mesón o venta. Hoy, la nomenclatura de estos lugares se ha complicado a la vez que ha alcanzado mayor precisión. Pero en los años inaugurales del siglo, todas esas voces estaban poco menos que desterradas, arrinconadas por el fuerte influjo de los viajes internacionales, que ponían de moda hotel, fonda, etc. Todas (venta, mesón, parador) tenían una resonancia rural en la mente de los posibles lectores. A lo más, se habría tolerado posada59. Pero un halo de pueblo, de campo, de gentes que trabajan de sol a sol, está envolviendo estas palabras añejas, tan dignas y pletóricas60. A la cita de estas voces, acude a la memoria, irrefrenablemente, la posada pueblerina, con sus olores y sus ruidos, sus carromateros y su gritería, su nombre solemne y significativo, posada entrevista en cientos de viajes, o reconocida en cientos de lecturas. Pero, de todos modos, también corresponden a algo en trance de sustitución, olvido o muerte. Se trata de cosas que también vamos a ver solamente en el recuerdo. Aunque el nombre haya resucitado en muchas ocasiones, ya no son aquéllas. La elegía sigue fluyendo, eficaz, inaprehensible.

Voces nuevas, voces olvidadas, tras de las que se oculta la realidad española añorada. Unas vienen del venero del pueblo, como éstas que acabo de indicar. Pero otras veces proceden de la rebusca en los viejos libros. Se trata de no dejar posibilidades de búsqueda   —153→   sin llenar. En esa visión elegíaca y de trasmundo que Azorín nos ofrece de una ciudad antigua, la distribución por gremios era forzosa. De ahí la cita de los oficios: «Hay calles estrechas, en que los regatones y los talabarteros, y los percoceros, tienen sus tiendecillas». Y con justeza, sin grandes aspavientos, ante la cita de viejos oficios, hemos evocado todos el ruido peculiar, el aroma preciso a la vez que la recreación ideal de la ciudad medieval, rigurosamente jerarquizada y estructurada. En verdad, de esas palabras, tan solo talabarteros, aún existente en los pueblos actuales (se la puede encontrar aún en el Madrid que se vierte hacia las cuestas del río), era familiar a lectores de 1909. Regatones, «vendedores al menudeo de víveres», etc., no se empleaba. Correría por todas partes el pomposo letrero que ahora va desapareciendo de muchas tiendas: Ultramarinos. Y percocero, «el que trabaja los metales a golpe de martillo», es desusado, y apenas se escribió en la lengua antigua, donde compitió con majadero61. De todos modos, aparte de la exhumación idiomática, esas voces han servido cumplidamente para dar con apretada fuerza idea del conceptismo interior de Azorín. Una realidad soñada, añorada, una verdad histórica que querríamos hecha presente, una desesperada elegía. Por todas partes vamos encontrando la adecuación que quiero señalar entre lengua y espíritu.

La voz de todos los días

Y como un monumental acorde, la voz de todos los días, la que todos conocemos y todos podríamos escribir. También seleccionada, también puesta dentro de esa inmensa clave elegíaca, en la que una   —154→   realidad de España se nos escapa de las manos, inasible. La llanura, la llanura inmensa, teorizada, una llanura cortada a lo lejos por una línea ondulada de montañas. El mosaico de campos de pan llevar, de eriazos y barbechos. Campo de Castilla, monótono y firme, también alejado de la realidad fotografiada. Y la vieja ciudad. La ciudad venerable y silenciosa, donde el cimbalillo del coro da fe de vida en la siesta; ciudad con sus murallas, su catedral. Pobre pueblo que pasea aburrido en la estación; claustro con tumbas de guerreros de Flandes o de conquistadores de América. Alusión a ilustres textos: el Buscón, Marcos de Obregón, quizá La ilustre fregona, los místicos. Sí, esto ya es de todos, pero lo admirable es la limitación, el ver cómo están estos elementos desempeñando el papel de un armónico general, bajo el que cabe cumplida, pero exclusivamente, lo que venimos reiterando: es muy significativo pensar en lo que no está. En una ciudad castellana puede haber, y de hecho lo hay, mucho más que cuanto aquí se viene diciendo. Pero se ha seleccionado todo lo que suena dentro de una misma vibración. La elegía se hace así más dolida, más serena y consciente. Nada hay que, dentro de la generalidad idiomática, pueda encerrar idea de exaltación de la vida, de gozo o paladeo de la existencia. Todo sigue moviéndose en el mismo clima de irrealidad, de ensueño, de evocación de ciertos temas y formas de vida relacionados con un pasado heroico y grandioso, al que nos sentimos atados. Contemplación, irrealidad, visión espectral de la vida, paisaje estático (levemente arañado por el vuelo de un pájaro nada lujoso, la picaza, o por una lenta columna de humo). Y también identificación del presente y el pasado: tumbas de guerreros, retratos de conquistadores,   —155→   sepulcros de teólogos, cosas mirando al ayer. Y hoy esos paseos lentos, al abrigo de las alamedas, donde discurren, esperando su tumba, los vivos: clérigos, abogados, viejos militares. En el pasado, Marcos de Obregón; hoy, los opositores, el eterno joven español acosado por los programas y los tribunales. En el pasado, la visión de Costancica, la moza fresca y sanota; hoy, esas muchachas tristemente endomingadas, enjoyadas en vano para el fugaz paso del tren por su estación, ya la tarde desangrándose.

Pueblo, voces del campo y de las artesanías, ecos de una historia pasada y anegada de grandeza. Elegía, en una palabra. Por todas partes vemos la insistente adecuación con que se mantiene, a través de la lengua, un estado de espíritu.

Diminutivo, emoción

El subjetivismo del trozo es abrumador. Lo vamos comprobando con muchos recursos analíticos. Lo hemos visto saltando, violento, en el exhibicionismo del yo. Lo hemos visto, tenaz, en la adjetivación, en el esquema de ciertos párrafos, en el léxico extraño y en el léxico actual. Pero aún lo vamos a ver una vez más, y ésta por un camino terminante. Toda la soterraña pena que afluye en el texto, la voz transida de emoción de la elegía, se agolpa bruscamente en unos pocos diminutivos. (No tan pocos si volvemos a recordar el carácter esencial del trozo: su brevedad). Ejemplos admirables de emotividad estos diminutivos azorinianos. El majano es un montoncillo de piedras. No es, por supuesto, el viejo y ortodoxo «pequeño montón». Se trata de una evasiva casi, en la que Azorín, temeroso de haber empleado   —156→   una voz que no circula, que ha de recibirse con cierto recelo, pone una disculpa, llamando la atención sobre su calidad, su existencia ignorada y perdida en las lindes de dos propiedades. Es el trozo de tierra elegido por el ave para su descanso, para sosiego, que a Azorín le ha evocado, con punzante cercanía, el momento, tantas veces visto en la realidad, con los ojos del cuerpo, en que, allá en su tierra, un ave ha rasgado la limpidez del cielo para posarse en el montón de piedras, confundido con el suelo. Ese montón es el único soporte posible. La mirada se detiene, valorándolo estéticamente, sobre ese minúsculo elemento del paisaje.

Un papel análogo desempeña el pueblecillo (... tal vez en el horizonte aparece un pueblecillo...). El diminutivo representa en este caso toda la desolación de la vivienda humana en la inmensidad de la llanura, sometida a los vientos, al calor ardiente del estío, a la propia soledad. Angustia del paisaje despoblado, donde un lugarejo dicta de pronto su lección de heroísmo. Azorín pone en el diminutivo la compasión por una humanidad que vive de espaldas a su historia, a su realidad más entrañable. Horas y horas de sueño, de sosegado meditar y ahincado sentir lleva ese pueblecillo. También es ése el valor del ejemplo siguiente: «Hay calles estrechas, en que los regatones y los talabarteros y los percoceros tienen sus tiendecillas». Amor por las cosas pobres, ignoradas. Pueden ser o no ser pequeñas tiendas, seguramente algunas serán tenderetes puestos al aire libre, en la esquina azotada de viento. Pero la ternura por el pobre que trabaja, que sufre y espera un día y otro, análoga a la compasión inventada en el Lazarillo, la vemos aquí de nuevo. Como eje y materia esencial del libro, del quehacer azoriniano. Tienda oscura, húmeda, fría, olorosa a las herramientas y   —157→   al afán. Tienda sin lujo ni carteles llamativos, sino con el vivo reclamo del trabajo enamorado de su propia faena. Ternura y asombro unidos que volvemos a percibir en el ejemplo siguiente: «Panorama noble, severo, austero de sembrados, huertecillos y alamedas». Sí, en esos huertecillos está la cotidiana esperanza, el asiduo mimo del riego y de la mirada vigilante. Los sembrados, lejanos, grandes, ensimismados, esperan solos la vuelta de las estaciones, el giro de las cosechas. Pero los huertos de las afueras, junto al cauce pobretón y en descenso amenazante, se llevan todo el calor de la vida. La visita esperanzada de cada hora, de cada mediodía, la frescura en medio de las tierras sedientas, las pocas flores en la sequedad del yermo castellano. Ese huertecillos llena de vida, de calor, de amor, la frialdad adusta del paisaje.

Estos mismos sentimientos, unidos en este caso a una emoción de tipo ya artístico, estético, se ciñen en el otro caso que nos queda por ver. Azorín nos habla de esos caserones destartalados de las viejas ciudades. Recorremos con él las galerías, los sobrados, las salas ya sin tapices ni muebles opulentos: «Por estas puertecillas de cuarterones de las estancias, de los corredores, ¿no entrarían y saldrían los viejos y terribles hidalgos...?» Sí, claro que sí. No importa ahora la pregunta retórica, de contestación ya anterior. Lo importante ahora es la llamada que a la vista producen las nobles puertas que ya no se hacen, las puertas de cuarterones labrados, que nos recuerdan con inmediatez algunos cuadros ilustres del siglo XVII, puertas manejadas por ilustres manos pensativas. Es también una artesanía que se ha ido, una forma de acomodarse en la vida que ya no existe y que en ese diminutivo exponemos cariñosamente, redondamente, elegíacamente. Puertecilla   —158→   de cuarterones que aparecerá mañana o pasado en la tienda de un anticuario, pulida, retocada, olorosa en su propia entraña, desgajada también en su historia.

Necesito volver a recordar la brevedad del trozo que hoy nos ocupa y preocupa. Y en este trozo tan corto, engarzado a lo largo de su fluir, nos hemos encontrado un tipo de diminutivo de idéntica factura. Un diminutivo que revela una emoción, un ahincamiento del escritor, que, de pronto y ensimismado, se detiene en su fluir, para decirnos con un sufijo (siempre -illo) que ha reconocido, emocionadamente, algo: un pueblo, unas piedras, un huerto, una puerta. Cosas, insignificantes cosas. Polo opuesto de lo heroico, de lo literario. Y en esas menudas cosas, vulgares cosas, cosas que todos vemos y reconocemos, está la máxima ternura, la vibración más fuerte del hombre Azorín, enamorado de esas cosas insignificantes, vulgares, pero en las que no es difícil reconocer un deje de caricia. Esas cuatro citas son la nota dominante en el trozo, la vibración uniforme y más personal, que, en un momento dado de la narración (o del ensueño, para ser más exactos), han aparecido tumultuosas, a flor de página. La conjunción de estos elementos que ahora vemos (el léxico de trascendencia histórica o cultural: teólogos, conquistadores, etc., y el puramente rural, popular o tradicional: puerta, talabartero, huerto, majano, etcétera) dan el doble signo de Azorín: una visión de la historia reducida desde su grandeza ruidosa y grandilocuente a la fría verdad del pueblo que trabaja y sufre. Como se titula uno de sus libros, como Unamuno clamaba había de hacerse la meditación sobre la historia62.

  —159→  

Más acordes expresivos

Este subjetivismo -compartido por su fuerte poder de seducción desde el primer momento- se agrava en las preguntas de tipo oratorio, conmovidas, que Azorín lanza de cuando en cuando. El texto comienza por una: «¿En qué nos hace pensar este florecimiento de la lírica que hay ahora en Castilla?» En realidad, Azorín no pregunta nada, ni se dirige a nadie. La contestación va implícita en la pregunta. Se trata de una de esas variaciones de la pregunta, tan sagazmente consideradas por Vossler63. La pregunta no necesita respuesta. Se trata sin más de una introducción llamativa impuesta ta por el propio pensamiento de Azorín, quien, al iniciar la cuestión, ya tiene ante sus ojos todo el caudal de evocaciones que viene a continuación. Lo mismo ocurre con las demás preguntas intercaladas en el texto, como acordes musicales, que quiebran la posible monotonía de la enumeración. En todos los casos sucede lo mismo:

«¿No está aquí la paz profunda del espíritu? Cuando en estas llanuras, por las noches, se contemplen las estrellas, con su parpadear infinito, ¿no estará aquí el alma ardorosa y dúctil de nuestros místicos?

... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...

Por esta galería, ¿no pasarían las damas con sus guardainfantes y sus pañuelos de batista en la mano, como en los retratos de Velázquez? Por estas puertecillas de cuarterones de las estancias, de los corredores, ¿no entrarían y saldrían los viejos y terribles hidalgos?

... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...

  —160→  

¿No se detuvieron aquí una noche aquellos estudiantes del Buscón que iban a Salamanca? ¿No pasó aquí unas horas aquel grave, docto, sentencioso y prudente Marcos de Obregón? ¿No hay aquí alguna moza fresca y sanota que llene el ámbito de las cámaras con sus canciones?»



En las tres ocasiones podríamos muy bien eliminar la pregunta, sustituyéndola por un breve arreglo gráfico. Se transformaría la condición externa gramatical del párrafo, pero no cambiaría en nada su andadura sicológica. Todas las preguntas llevan dentro la contestación afirmativa. Se trata, sin más, de llamadas de atención, de explosiones de subjetivismo. Como si en el preciso momento de enunciarlas, Azorín hubiese reconocido, súbita y alegremente, la estrecha relación entre lo actual y algunos momentos del pasado. De nuevo esa identificación que tanto perseguimos, que se nos ofrece al paso sin buscarla, identificación que es el más hondo rasgo estético del autor. Obsérvese, de paso, el movimiento de crescendo que las preguntas llevan. En el primer caso encontramos prefiguradas las dos formas de construcción subsiguiente. En el segundo, las dos preguntas van precedidas de un complemento de lugar (Por estas galerías... Por estas puertecillas de cuarterones...), y en el tercer caso, las preguntas, más directas, crecen en número, llegando a tres, lo que aumenta la tensión de inquietud, de soñolienta espera, que todo el trozo viene reflejando.

También desde este aspecto de la economía del trozo es significativo el diverso volumen de que dispone cada uno de los Yo veo. Es precisa y nítida la caudalosa sucesión de párrafos encabezados con la misma construcción, como ya hemos puesto de manifiesto varias veces. Si ahora los reconsideramos   —161→   con cuidado, mirando a su general distribución, notaremos que los más largos y densos corresponden al centro de la composición, un centro que fluye con facilidad desde el principio. El recuerdo va manando a borbotones, pero con un orden, con un método. Primero el paisaje, luego la ciudad, después las gentes de la ciudad, después las ventas, etcétera. Pero observemos que, pasada la evocación de la ciudad, los considerandos de esta acusación al recuerdo se hacen más breves, más apretados, hasta llegar a la penosa impresión del balbuceo final, agravado por el repetido esta fuerza, esta energía, esta despreocupación, etc. Podríamos decir que el ritmo del recuerdo ha llegado a una especie de ahogo, a una asfixia provocada por la emoción. La garganta se resiste a la enumeración lenta y sosegada del comienzo, y acaba en un estertor. Una vez más esa angustia aparece desplegada en algo tan secundario y lateral como la distribución de los períodos. El último miembro de la inquieta enumeración parece estar demostrando lo que anunciamos: «Esta amalgama, en fin, de lo más prosaico y lo más etéreo». Ese final en fin equivale al gesto desencantado que hacemos al no encontrar en la lengua ya, pronto y oportunamente, nuevos sonidos que respondan a lo mucho que aún queda por decir. Son el silencio final, también incompleto, como las enumeraciones, silencio que no se rompe, acariciado con mimo, para no quebrantar la emoción.

Visión artística de la realidad

Nos encontramos, también engarzados a lo largo del texto, unos cuantos nombres (o la alusión a determinados nombres, como ocurre con los místicos).   —162→   También encontramos una secreta armonía entre esos nombres citados en el trozo. Los místicos, Quevedo, Vicente Espinel, quizá Cervantes, Velázquez. Responden a lo que podríamos llamar el momento más alto de la conciencia y la vida españolas. Su nombre supone una identidad de ademán histórico, una voluntad de estilo cultural y trascendente. ¿Qué representan estos nombres y por qué oscuros caminos han venido a insertarse en el trozo del escritor del 98?

Azorín representa, lo leemos una vez y otra en manuales y estudios, el nexo más claro entre la literatura generacional, preocupada con España y la realidad española, y el módulo artístico del modernismo. La gran revolución literaria traída a España por la poesía de Rubén Darío fue aceptada entusiásticamente por los escritores jóvenes, en especial por ese grupo de la después llamada generación del 98 y, sobre todo, por Valle-Inclán. Uno de los supuestos más fuertes del modernismo era la visión artística de la vida. El modernista no puede sentir por cuenta propia, sino que necesita apoyarse constantemente en los grandes modelos del color o de la literatura. Está siempre enajenado, fuera de sí, aureolado por los nombres que fueron y que vienen a ayudar su procedimiento expresivo con la evocación que despierta la mera cita o el acoplamiento más o menos acertado de diversos rasgos. Los modernistas empezaron por volver a los primitivos (de ahí la valoración del Arcipreste, de Berceo o de Manrique entre los escritores de principio de siglo), sobre todo los primitivos italianos. El trozo estaba traspasado de cultura artística. (Hablo del trozo modernista.) En mi análisis de las Sonatas de Ramón del Valle-Inclán64 creo haber dejado bien patente esta cualidad del escritor y el alcance de su influjo.   —163→   Azorín, lazo entre las dos tendencias (lazo vivo, quiero decir), recurre también al uso de nombres de categoría artística reconocida, válidos en cualquier circunstancia. Igual que Valle-Inclán necesita acordarse de Botticcelli para citar a las princesitas Gaetani, de la Sonata de Primavera, o acordarse del retrato de María de Médicis, pintado por Rubens, para explicarnos cómo era la princesa Gaetani, Azorín necesita recurrir a modelos ilustres, nimbados de prestigio y de culto universal, para ayudar a la exposición de sus ideas. Pero obediente a la armonía interior, a ese conceptismo riguroso que venimos destacando, los nombres recordados confluyen en un momento del pasado, los Siglos de Oro, y se hacen presentes en la común aquiescencia a su valor. Quevedo, Espinel, Cervantes, Velázquez son hitos indiscutibles del mejor gesto artístico español. Representan todos el pasado glorioso y lejano. Vuelven a estar armonizados en la total elegía. ¿En qué momento impreciso, vago, del paso del siglo XVI al siglo XVII nos ha detenido Azorín? Azorín ha sabido desprenderse de la hueca erudición artística que el modernismo acarreaba y se ha limitado a escoger entre los grandes nombres del pasado español aquellos que le parecen más justos resúmenes de una forma de vida, de una, como diría Américo Castro, morada vital. Ya no se trata de estar aludiendo a diversos pintores (vistos las más de las veces a través de mediocres revistas), sino de citar la máxima conquista pictórica: Velázquez. Ni de hablar de una novela picaresca cualquiera, sino de aquellas que son una cumbre de estilo (El Buscón) o una manera radicalmente diferente de enjuiciar la materia picaresca (Marcos de Obregón).

Es en verdad extraordinario el proceso de depuración interior que supone la escueta (y mantenida)   —164→   cita de estas «autoridades» a lo largo de la obra azoriniana. Debió de ser abrumador el deslumbramiento artístico, el mundo que el arte descubrió a los escritores. Nombres y nombres, sobre todo de pintores. La limitación como recurso artístico encierra laboriosa tarea. Azorín ha dejado un noble ejemplo. Si comparamos este breve trozo con las Sonatas de Valle-Inclán, la exquisitez, la delgada fluencia del nombre de Velázquez contrasta con la enorme cantidad de antiguallas y oropeles manejados por el otro compañero generacional. La desnudez se hace compañera de la elegía, de la ahilada y fulgurante visión del pasado. Los nombres, en un escritor modernista puro, suelen ser letra muerta, más o menos graciosamente engarzada en el resto de la obra. En el texto azoriniano, los nombres están diciendo su inaplazable verdad, conjurados con viva eficacia. Son también acordes, esta vez sicológicos, a la orquestación íntima que estamos poniendo al desnudo.

Una particular mención merece ese pañuelo que llevan las damas en los retratos recordados por Azorín. En los retratos velazqueños (y en general, en los de todo el siglo XVI: Sánchez Coello, Pantoja, etcétera) las damas dejan caer sobre su falda la mano pálida, de la que pende un pañuelo. Son el más claro ademán del cuadro, esos finos pañuelos de encaje, abandonados, tan recordados por todos los escritores modernistas65. Pero aquí, como en el caso de esquilón por «campana que llama a coro, cimbalillo», se le ha escapado a Azorín la pequeña traición del lenguaje rápido, de la colaboración hecha con premura. Los pañuelos famosos de los más famosos cuadros eran de encaje. Blondas de Gante o de Malinas o de Cambray. La batista que Azorín cita es tejido muy nuevo, documentado en España   —165→   solamente desde muy avanzado el siglo XVIII (en Francia desde mucho antes)66. Asistimos así a escapadas escondidas, agazapadas, del habla viva, coloquial, sobre el inmenso trasfondo de sueños en que Azorín se mueve y gusta de encerrarnos.

Todo esto nos lleva a una conclusión: la literatización de la historia y la cultura nacionales. Desde ese clima de inacción o inactualidad, la historia de España surge, fantasmal y pulida, como un halo romántico. Sublimada en unas cuantas avanzadas de extraordinaria belleza, pero fantasmal. Con perfiles de incomparable poesía, pero una gran mentira al fin y al cabo. Mentira que encierra el orgullo sano y legítimo de sentirse heredero de una casta que levantó mundos e hizo maravillas artísticas, es decir, esclavo de un patriotismo espiritual, intocable. La figura de Azorín, al desmenuzar su obra, saldrá cada vez más crecida por esta cualidad de hacer actual lo pasado, trayéndonos al lado la parte más noble y viva de nuestra historia. Lo mismo en un trozo literario de un escritor (conocido u olvidado) que en la evocación de una decrépita ciudad, de un oficio añejo, de un ave minúscula.

Imagen cinematográfica

Uno de los adjetivos más prodigados sobre el arte de Azorín es el de impresionista. Y se ha hecho con razones suficientes. El estudio de Manuel Granell lo ha dejado definitivamente claro67. Pero quizá no se ha destacado suficientemente el aparente conflicto entre la imagen impresionista, esclava del matiz, del movimiento fugaz y pasajero, y el estatismo de Azorín. Parece que una visión azoriniana estuviese detenida, inmóvil, dormida en su propia belleza ensimismada.   —166→   Creemos que la diferencia entre las secuencias de Valle-Inclán, tan rápido y fulgurante por lo general, y la quietud gris de Azorín estriba en que cada uno mueve la cámara de distinta manera, pero los dos son evidentemente cinematográficos. En Azorín no hay fuertes claroscuros (recuérdese la alucinante fuga nocturna por el Palacio de Brandeso, con el cadáver de Concha en los brazos, en Sonata de Otoño), sino que es decidido partidario de una fotografía que avanza, lenta, sobre los escenarios deshabitados, mientras una voz en off (la del propio Azorín) nos va iluminando con sus desoladores adjetivos, su premiosa fonética. En el trozo de hoy es providencial la descripción del viejo caserón. Avanzamos no viendo nada, sino presenciando, siendo espectadores de lo que la cámara nos va mostrando: el ancho patio de columnas del centro, la ancha galería de arcadas. Hay silencio, tan sólo el ruido de nuestros pasos, esos ruidos alucinantes del cine sonoro, tan cuidadosamente llevados por todos los directores. Subimos por las escaleras de mármol, lustrosas, gastadas; atravesamos corredores y salas desmanteladas. En ninguna parte hay nadie, lo que aumenta la angustia. ¿Cómo vamos a encontrarnos ahora a esas damas con guardainfantes y gesto velazqueño? Ahora es cuando es imposible encontrarlas. Lo mismo nos ocurre con las ventas. Y la cámara se detendrá, morosamente, sobre la actualidad: el polvo cayendo, impasible, sobre el viejo retrato abandonado en el desván. El culto de las sensaciones, meta de toda literatura expresionista, logra en este trozo un muy cumplido objetivo: el de la imagen visual, base de toda expedición cinematográfica68.

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Resumiendo, terminando

Hemos perseguido la adecuación entre la lengua de un trozo azoriniano y la concepción interior que ese trozo refleja. Creemos haber llegado al fin de nuestro asedio. Detrás de él está la personalidad del hombre Azorín, la mirada más enamorada y asombrada ante la realidad del pasado español. Y hemos puesto de manifiesto la identidad que la dolorosa elegía proporciona en el ánimo del escritor: una igualación temporal entre el pasado y el presente, una desencantada visión de las cosas, un dolorido sentir. Y hemos destacado la exactitud con que los recursos expresivos idiomáticos están utilizados para hacer rendir, al máximo, su angustiada personalidad. No se trata de una voluntad de estilo, como en los modernistas, sino de una intensa vida interior, de unos firmísimos supuestos intelectuales, que alcanzan sobre el papel su única, intransferible presencia. A una arquitectura interior corresponde, ya lo hemos visto, una arquitectura de lengua. Ambas son en Azorín de excelsas calidades.

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