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Universidad de Barcelona
Per a l’Esther
En marzo de 1904, y desde las páginas de Helios, doña Emilia Pardo Bazán señalaba, con su sagaz pero desigual tino crítico, la sensibilidad exacerbada y el rotundo pesimismo que denotaba la joven narrativa modernista:
(pág. 258) |
Gracias a su amplio conocimiento de los escritores y pensadores que estaban en boga en ese momento, doña Emilia ya descubrió, en tan temprana fecha y en una de las primeras reflexiones de conjunto sobre la nueva novela, uno de los estímulos filosóficos en los que se fundamentaba el pensamiento de los nuevos narradores: el pesimismo de Arthur Schopenhauer.
—140→Schopenhauer fue ampliamente conocido entre la intelectualidad española del fin de siglo. En la obra de Clarín, por ejemplo, late su presencia en muchas de sus páginas, como la crítica ha señalado143. La primera traducción española fue Parenga y Paralipomena (trad. Antonio Zozaya, Madrid, 1889). En la revista y editorial de La España Moderna fue traducido con rigor, difundiendo así rápidamente su pensamiento. En 1894 aparece el primer volumen de El mundo como voluntad y representación, completándose la obra con el segundo (1901) y el tercero (1902), en traducción de Antonio Zozaya (Asún 1981-82, pág. 188, y 1991, pág. 229). Miguel de Unamuno tradujo Sobre la voluntad en la naturaleza en 1900 para Rodríguez Serra, y su pensamiento recoge, en varios aspectos, el de Schopenhauer, algunos tan importantes como la teoría nivolesca del bufo trágico144. La crítica también ha observado la influencia del pensador de Danzig en Azorín: basta con recordar el título de su novela de 1902, La voluntad.
Sobre Baroja, contamos con dos trabajos impagables: la monumental monografía de Gonzalo Sobejano (1967) y el artículo de E. Inman Fox «Baroja y Schopenhauer: El árbol de la ciencia» (1963). El novelista guipuzcoano encontró, con toda seguridad, en la lectura de El mundo como voluntad y representación, una formulación sólida, razonada y metódica a un problema que sentía como personal: la relación conflictiva entre el hombre sensible y el mundo, entre la conciencia y la realidad. Podemos apreciar ya su huella en las numerosas colaboraciones periodísticas del escritor en el gozne del cambio de siglo y en los cuentos de Vidas sombrías (1900); y, lo que me parece más importante, su tesis doctoral El dolor. Estudio de psicofísica, publicada en 1896, parte de unos principios que revelan una temprana asunción del pensamiento pesimista de Schopenhauer. En la novela de 1901, su máscara autobiográfica Silvestre Paradox lee a varios filósofos con vistas a escribir un tratado de filosofía, concluyendo que «Kant era Kant y Schopenhauer su profeta» (Baroja, 1901, pág. 158); y en 1911, Andrés Hurtado, buscando por —141→ doquier «una fórmula de vida», «comenzó la lectura de Parerga y Paralipomena, y le pareció un libro casi ameno, en parte cándido, y le divirtió más de lo que suponía» (1911a, pág. 72). En sus discusiones filosóficas con Iturrioz ya revela el conocimiento de El mundo como voluntad y representación. Años más tarde, en sus confesiones de Juventud, egolatría (1917), Baroja declarará: «El leer el libro Parerga y Paralipomena, me reconcilió con la filosofía. Después compré, en francés, la Crítica de la razón pura, El mundo como voluntad y representación, y algunas otras obras» (pág. 83)145. En 1930, y seguramente gracias al asesoramiento del novelista, la editorial Caro Raggio, dirigida por su cuñado, publicó en su «Biblioteca filosófica» la obra cumbre del pensador de Danzig, aunque de manera incompleta.
La crítica no ha insistido lo suficiente en las implicaciones estrictamente discursivas que el pensamiento de Schopenhauer introduce en la novela, en aspectos tan decisivos como la naturaleza de los caracteres, la estructura narrativa y la expresión o el estilo, con los cuales los jóvenes escritores del 98 dinamitan las bases teóricas del Naturalismo. El pensamiento del filósofo alemán se oculta bajo la teoría y la praxis de la literatura simbolista y decadente procedente de Francia.
El modelo narrativo decadentista es, junto con el espiritualista -con su variante el roman d’analyse francés o novela psicológica, que tiene su prototipo en Bourget-, la gran fórmula narrativa que se les ofrece a los jóvenes novelistas como superación del Naturalismo zolesco. Este tipo de novela no ha sido lo suficientemente estudiado por la crítica española -no así por la hispanoamericana-, quizá porque ninguno de nuestros escritores se ajusta perfectamente al modelo francés, À rebours (1884), de Joris-Karl Huysmans. Sin embargo, vestigios de esta fórmula narrativa pueden rastrearse en Unamuno -en su recientemente publicado Nuevo mundo (1896-97)-, en la tetralogía de Antonio Azorín, en las Sonatas de Valle-Inclán, en la última narrativa de Emilia Pardo Bazán, y en Pío Baroja, por supuesto, como vamos a estudiar a continuación.
Lo que principalmente da unidad al modelo narrativo decadentista es el personaje. Se trata del héroe decadente, personaje excepcional que se caracteriza por pertenecer a la aristocracia del espíritu y por encarnar una sensibilidad estética que se contraponen frontalmente con el materialismo utilitario del sistema capitalista y —142→ con la mediocridad de la sociedad burguesa. El héroe decadente, según el modelo francés, es fácilmente relacionable con el personaje de la nueva narrativa que comienza a despuntar hacia 1890, claramente alejado del prototipo de la medianía, del «personaje indeciso» naturalista: son los caracteres extremos o excepcionales que Clarín, en su fundamental reseña a Realidad de Galdós, juzgaba necesarios para la novela psicológica, dominados por los imperativos de su conciencia y enfrentados a desgarrados conflictos entre materia y espíritu146. Su actitud abúlica, su abdicación de toda actividad vital, por un lado, y su refugio en la contemplación artística, por otro, lo ponen en estrecha consonancia, como veremos, con las teorías schopenhauerianas147.
En muchas ocasiones, y con mayor razón si hablamos de Baroja, este personaje excepcional será la máscara ficticia del propio autor-narrador, el cual queda implicado, debido a la patencia del mismo en el texto novelesco, en la trama y en el tema de la obra. Con ello salta en mil pedazos del dogma naturalista de la impersonalidad narrativa, y la novela se adentra así por las sendas del autobiografismo. El novelista vasco declara que es imposible que el autor no refleje la simpatía o la antipatía que siente por sus personajes, ya que son, de una forma u otra, proyecciones autobiográficas:
(Baroja, 1948, pág. 250) |
Esta evolución en el estatuto de los personajes afectará también a su consideración epistemológica: del «hombre como ser natural y social» propio del Naturalismo, estudiado en sus dimensiones física y colectiva, se pasará ahora al «hombre interior». «¡Adentro!», para decirlo con el título del ensayo unamuniano de 1900, es el nuevo imperativo para autor y personaje (G. Gullón, 1992, págs. 28-32).
—143→La reacción idealista o espiritualista -en su doble faceta ética o estética que le confiere la herencia krausista- en contra de las formas de vida que caracterizan a la sociedad burguesa surgida tras el fracaso del Sexenio revolucionario (1868-74) y consolidada con la Restauración borbónica, dominadas por el pragmatismo o utilitarismo en sus vertientes sociales, políticas, económicas e incluso culturales, es una constante que domina y permite reunir en un frente común las diferentes vías de desarrollo de la estética modernista. Este rechazo, surgido desde dentro mismo de la clase burguesa, condicionará las diferentes máscaras con que se expresa la rebeldía de los héroes modernistas, como el dandy (como el marqués de Bradomín en las Sonatas), el bohemio (como Silvestre Paradox), el intelectual abúlico (como Eugenio Rodero en Nuevo mundo, Antonio Azorín o Andrés Hurtado), el activista político (como Ángel Guerra), el artista (como Silvio Lago o Fernando Ossorio) o el golfo (como Manuel, en La busca).
Esta conciencia del abismo existente entre los anhelos o querencias del alma -la voluntad- y los destinos que la sociedad puede ofrecer es la base del pesimismo del héroe modernista. Pesimismo que cabe entender como una actitud vital, y que nace de la conciencia del dolor ocasionado por el deseo insatisfecho, por el ejercicio de la voluntad. En palabras de Schopenhauer:
Todo querer procede de una necesidad, es decir, de una privación, esto es, de un sufrimiento. La satisfacción le pone fin; pero por cada deseo satisfecho, hay por lo menos diez contrariados; además, el deseo es prolongado y sus aspiraciones tienden al infinito; la satisfacción es corta y medida parsimoniosamente. Pero ese contento supremo no es más que aparente tampoco; un deseo satisfecho deja inmediatamente su lugar a un nuevo deseo; el primero es una decepción conocida; el segundo es una decepción no conocida aún. No hay satisfacción de deseo alguno que pueda producir un contento duradero e inalterable [...]. En tanto que nuestra conciencia está henchida por nuestra voluntad, en tanto que estamos sometidos al impulso de un deseo, a las esperanzas y a los temores continuos que él engendra, en tanto que estamos sujetos al querer, no hay para nosotros ni felicidad duradera ni reposo.148 |
(1819, pág. 276) |
Este pensamiento encarnado en personaje tiene su mejor ejemplo en Andrés Hurtado, para quien «el pesimismo de Schopenhauer era una verdad casi matemática» (Baroja, 1911a, pág. 81):
(págs. 167-168) |
La vida consiste, para los personajes barojianos, en una perpetua lucha por el autoconocimiento, en un intento por explicarse su yo, su conciencia, un afán constante por llegar al esclarecimiento de la personalidad, y los textos intentan informar del contraste existente entre las altas aspiraciones del yo y los estrechos horizontes que ofrece una realidad degradada social y moralmente. Silvestre Paradox, Fernando Ossorio, el mayorazgo Juan, Manuel y su hermano Juan, Quintín..., son personajes conflictivos y en continua evolución, personajes excepcionales cuya única realidad es su conciencia.
Es ya un hecho constatado por la crítica más solvente el traslado del eje epistemológico en el Modernismo de la realidad exterior a la conciencia interior149. El mundo queda reducido a meros fragmentos, necesariamente inconexos, que una conciencia percibe y por los que se siente afectada: sensaciones discontinuas, fragmentos que corresponden a momentos de percepción intensa. Leemos este presupuesto básico en las páginas de La voluntad:
(Martínez Ruiz, 1902, pág. 74) |
Palabras que traducen fielmente la premisa inicial de Schopenhauer:
(1819, pág. 33) |
—145→
Baroja asumió tempranamente esta premisa schopenhaueriana. Como afirma en las «Divagaciones casi trascendentales» que preceden a César o nada (1910):
(pág. 7) |
Los personajes de Baroja son conscientes de esta idea, como Fernando Ossorio, cuyas reflexiones presentan evidentes ecos del conocido monólogo de Hamlet:
(Baroja, 1902, pág. 133) |
Esta nueva premisa provocará una serie de cambios en los presupuestos narrativos del Modernismo. La sólida estructura de la novela naturalista quedará herida de muerte. El método de la experimentación artística, que se proponía imitar en la morfología de la novela el movimiento de la vida -léase «vida exterior»- quedará ahora sustituido por lo que vengo llamando psicomorfología (en oposición a biomorfología, neologismo acuñado por Sobejano, 1988, pág. 597) o imitación de los movimientos ondulantes de la conciencia, y esta aventura interior será el único hilo estructurante de la novela, el único factor de unidad -necesariamente de tono- del discurso novelesco. Para decirlo con las palabras de José-Carlos Mainer, «la novela es la dispersión de la realidad enhebrada por la tensión receptiva de un alma» (1974, pág. 33). Todas las ficciones barojianas responden a esta fórmula. La realidad representada es, entonces, subjetiva, tamizada por la conciencia (del narrador, del personaje, del narrador-personaje). El sostén epistemológico de la novela ya no es la realidad que se pretende imitar, sino la conciencia interior.
Ahora bien, siguiendo a Schopenhauer, y tras aceptar la premisa básica de su argumentación (el mundo no es sino representación) y que el hombre que tiene voluntad está condenado a no tener nunca reposo, el filósofo distingue dos formas de conocimiento: una sujeta a la voluntad y otra sujeta a la intuición, es decir,
(1819, pág. 253) |
Si el sujeto es capaz de olvidarse de su voluntad y del principio de razón, y dedicarse sólo a la contemplación desinteresada de la realidad, de tal modo «que aquél y ésta se confundan en un solo ser, en una sola conciencia totalmente llena y —146→ acaparada por una visión única e intuitiva», ese sujeto contemplador ya no será individuo, sino «sujeto consciente, puro, emancipado de la voluntad, del dolor y del tiempo» (1819, pág. 254) y, por lo tanto, habrá encontrado el reposo espiritual o ataraxia, habrá cesado su sufrimiento y su dolor anulando su razón, vehículo necesario de su voluntad, en aras de la contemplación desinteresada:
(1819, pág. 276) |
Las contradicciones interiores de los héroes barojianos nacen justamente de esta doble forma de conocimiento o de actitud vital: la volitiva y la contemplativa150. El hombre de acción y el hombre contemplativo, el héroe activo y el pasivo. Gonzalo Sobejano ve tras esta contradicción la presencia de Nietzsche y de Schopenhauer: «los principales personajes de Baroja, como se ha advertido tantas veces, o son sujetos contemplativos que reproducen el auténtico modo de ser del novelista o criaturas lanzadas a la acción por la acción» (1967, pág. 357). Las dos querencias filosóficas de nuestro novelista se encuentran tras los modelos de sus personajes. Pero el esquema voluntad-contemplación, como hemos visto, procede de Schopenhauer. De aquí parten diferentes contradicciones inherentes a la conciencia del personaje barojiano: inteligencia-vida, reflexión-acción, acción-reposo, y, en la retórica del texto, narración-descripción, como veremos en seguida.
La actitud contemplativa consiste, en el texto de la novela, en verter el conocimiento del mundo que obtiene un individuo sensible -el héroe decadente-, en privilegiados momentos de percepción de esa realidad. Las instancias del relato -velocidad, distancia y perspectiva narrativas- se encargan de traducir, en el terreno de la forma o de la retórica, los resultados de ese mundo visto como mera representación. En estas ocasiones, el texto se empapa de lirismo, dado que, por un lado, la realidad representada aparece tamizada por la conciencia del personaje, por su subjetividad, y por otro, sobre todo, el lenguaje traduce las emociones y querencias de ese personaje, apelando al sentimiento -no a la razón- del lector151. Baroja lo explica metanarrativamente en un pasaje de El árbol de la ciencia. Andrés, fervoroso defensor del mundo como representación schopenhaueriano, replica a su tío Iturrioz, quien le ha dicho que eso son «fantasías»:
(pág. 170) |
Estos fragmentos «líricos» vienen a ocupar, en la narrativa modernista, el lugar que ocupaba en el discurso de la novela naturalista la descripción objetiva del medio ambiente152, cuyas fuerzas determinan al personaje.
La clave de estos fragmentos líricos, de estos instantes contemplativos en la novelística de Baroja, se encuentra, sin duda, en todos aquellos aspectos de la realidad que conmueven el corazón del artista y que le animan a la comunicación lírica con el alma del lector. Pero para apreciarlos y comunicarlos con efectividad y suficiencia estética, nuestro novelista apela a lo que llama «mi fondo sentimental», su capacidad de emocionarse ante la realidad. Lo explicó en 1925 desde las páginas de la Revista de Occidente, en diálogo con Ortega y Gasset:
(1925, pág. 92) |
El novelista pondrá su acento lírico en aquellos elementos de la realidad que logren conmover su fondo sentimental, o bien que procedan directamente de él, un recuerdo de infancia, un paisaje sonado. Es lo que Baroja llamó «la extraña poesía de las cosas vulgares».
(1906, pág. 162). |
Estos sentimientos emotivos hacia la realidad adquieren una dimensión profundamente ética en la narrativa barojiana. Siguiendo el dictado de Schopenhauer, la compasión, la piedad por los semejantes se convierten en un imperativo moral. Estas ideas, el rechazo de la hipocresía y la vanidad del mundo, y la primacía del —148→ sentimiento sobre la razón a la hora de percibir la realidad, se traducirán en una serie de preferencias temáticas que no vamos a abordar aquí. Junto a los fenómenos naturales (paisaje, mar) y artísticos (las ciudades muertas), el vuelo lírico se alzará en la pluma barojiana cuando se aborden personajes desgraciados o desvalidos, golpeados por un sistema que les explota, les desprecia y les margina, como los obreros, los mendigos, las prostitutas, los ancianos y los niños.
Sin embargo, será la naturaleza, y más concretamente el paisaje de las tierras de España, el tema dominante de los instantes líricos barojianos. Es ya un tópico, al hablar de este aspecto fundamental de nuestra narrativa modernista, el decir que los escritores del 98 son «los inventores del paisaje español», según la expresión de Laín Entralgo (págs. 15-29). Ello no es del todo cierto, pues, como sabemos, en la novela naturalista las descripciones paisajísticas aparecen esporádicamente, aunque con una función de mero escenario o decorado de la trama principal, según era costumbre en la preceptiva clásica153. Pero Gérard Genette ha considerado una segunda función de estas descripciones, «d’ordre à la fois explicatif et symbolique», que consisten «à révéler et en même temps à justifier la psychologie des personnages, dont ils sont à la fois signe, cause et effet» (196 9, págs. 58-59). La descripción como revelación del personaje, que guarda una importante relación de orden semántico con la narración, es un efectivo descubrimiento estético de los más sagaces escritores naturalistas, como Galdós y, sobre todo, Leopoldo Alas (Sotelo Vázquez, 1989a y 1989b).
Lo que sí es realmente nuevo en la literatura modernista es la autonomía estética que adquiere el paisaje español. Se puede apreciar una especie de arrobamiento lírico del narrador en las impresiones paisajísticas, que superan claramente la función de mero escenario que éstas desempeñaban en la novela realista. El interés por el paisaje que sienten los escritores del fin de siglo se relaciona, por un lado, con la actitud antiindustrialista que domina las preferencias temáticas de la época, y por otro, con la idea axilar del ensayo de Unamuno En torno al casticismo (1895), la idea de la intrahistoria, de la tradición eterna. El paisaje castellano se convertirá en materia literaria porque es el medio ambiente donde se ha desarrollado su casta histórica, y recuperando sus cualidades estéticas se intentarán recuperar los valores espirituales eternos, universales y cosmopolitas, que forman parte del espíritu nacional. Pero además, la contemplación de su monotonía, de su sequedad y de sus líneas rectas interminables invitarán a la reflexión interior, al ahondamiento en las verdades del alma. El paisaje funcionará en la narrativa modernista, de esta manera, como correlato objetivo del alma agónica del personaje. Se trata del procedimiento básico de la narrativa simbolista, cuyo hallazgo debemos, en la literatura —149→ española, a Clarín, y que consiste en la traducción o expresión de los sentimientos más hondos del alma objetivándolos en un objeto, en una persona, en un escenario o incluso en una actitud o en una acción, sacándolos fuera del reino interior del yo, exteriorizándolos en una imagen perceptible del mundo exterior (Ordóñez García, en prensa). La idea del paisaje o de la naturaleza como correlato del personaje contemplativo se debe, no obstante, a Schopenhauer:
(pág. 256) |
Otra importante preferencia temática de los fragmentos líricos barojianos son las ciudades muertas castellanas, como Toledo, Labraz o Córdoba, que también tienen mucho que ver con el procedimiento del correlato objetivo simbolista y con el pensamiento de Schopenhauer154. Como en Proust, la descripción en Baroja «es menos una descripción del objeto contemplado que un relato y un análisis de la actividad perceptiva del personaje, que contempla» (Genette, 1972, pág. 157). El análisis de la perspectiva narrativa, por tanto, se hace imprescindible para deslindar el fragmento lírico del resto del relato.
La instancia narrativa que voy a utilizar para intentar señalar los límites externos del fragmento lírico es la perspectiva narrativa: el foco o punto de percepción restrictivo de la realidad (Genette, 1972, págs. 241-248). Ya hemos aludido a cómo la intuición está íntimamente relacionada con la sinceridad y la extrema sensibilidad de nuestro escritor, los nortes de su personalidad, y también al imperativo de interiorización en la novela que caracteriza al Modernismo. La realidad se transmite al lector no haciendo un supremo esfuerzo de mimesis, mediante la utilización de una focalización cero, sino que se filtra o tamiza a través de la conciencia de un personaje, que la percibe y que nos dicta, con su voz o con la del narrador, sus impresiones subjetivas; se utiliza, en fin, una focalización interna.
Las principales personalidades del fin de siglo español, como Clarín, Unamuno o Maragall, habían insistido en la necesidad de la interiorización, de la —150→ subjetivización, de la expresión de la intimidad del poeta, como único medio para alcanzar la expresión artística estéticamente suficiente. A propósito de la novela, Ricardo Gullón afirma: «Como en la poesía, la verbalización da por supuesta en la novela lírica la presencia de un agente, narrador o personaje, en quien se opera la transformación del objeto percibido: algo así como su exaltación o transfiguración» (pág. 18). Baroja expresa en Camino de perfección la misma idea, y con ello nuestro novelista marca ya en 1902 sus distancias respecto a la novela realista naturalista, a la vez que se aproxima a sus compañeros de generación:
(1902, pág. 14) |
Todos los fragmentos líricos barojianos, con la excepción, como es evidente, de las dos novelas dramatizadas de 1900 y 1906, presentan esa focalización interna. A través del estado de ánimo de un personaje, generalmente el personaje principal o protagonista de la acción narrativa, se plasma en el texto la realidad, que es únicamente la representada en su conciencia. Este personaje se mueve en un mundo que sólo conocemos a través de sus percepciones, de sus impresiones; por su puesto, también hemos de tener en cuenta la instancia de la voz que narra, ya que, cuando el personaje asume la doble naturaleza de focalizador y narrador, esa percepción se plasma en el texto sin la mediación de un narrador heterodiegético, ajeno a la historia, aumentando así el tono lírico.
En los textos se hace patente esa focalización interna mediante el uso de los verbos que indican percepción (mirar, contemplar, oír, parecer), y con ello, el objeto de esa percepción se contagia del estado de ánimo del personaje. Silvestre Paradox, en uno de los momentos más dramáticos de la historia de sus desdichas, percibe así el paisaje madrileño desde su ventana:
(1901, págs. 136-137) |
—151→
Observando los campos semánticos de adjetivos y nombres, se puede apreciar la traslación a la realidad de ese estado de ánimo del personaje.
En otras ocasiones Baroja opone la desesperanza, el desengaño, la abulia de su personaje a un paisaje, una naturaleza cuyas características son la vitalidad, el movimiento, el colorido, el misterio. Se trata, como hemos visto más arriba en el pasaje citado de Camino de perfección, de una íntima comunión entre el espíritu de las cosas y el espíritu del hombre. Nos encontramos, entonces, ante una utilización simbólica de la realidad, ante un correlato objetivo, como ya hemos explicado. Por ejemplo:
(1902, pág. 69) |
Esa naturaleza despierta y viva sugiere al abúlico Fernando Ossorio un mundo de misterios y ensoñaciones, el forêt de symboles del que hablaba Baudelaire en su soneto «Correspondances». Esa contemplación de la naturaleza imbuye de ánimo al protagonista y forma parte de ese «camino de perfección» que ha emprendido; como se nos dice m s adelante: «¡Qué impresión de vaguedad producían el cansancio y la contemplación en su alma!» (pág. 81). Otro ejemplo, esta vez de El mayorazgo de Labraz (1903), nos describe el interior de una casa, único testigo de los frenéticos amores de Micaela y Ramiro:
(1903, pág. 194) |
Los campos semánticos se relacionan con los de la actividad amorosa; Baroja no describe detalladamente, sino que prefiere sugerir esa actividad con una expresión que hace patente la correspondencia entre realidad externa y conciencia interior. En muchas ocasiones, la caracterización del personaje perceptor pierde profundidad, a la vez que la gana la subjetivización de la realidad; según Ricardo Gullón, «el personaje pierde su rotundidad, no su humanidad; más delgado, transparente casi, es una luz, una voz, unos ojos, metáfora o sinécdoque de sí mismo, no forzadas por el novelista a dar de sí más de lo que normalmente ceden» (pág. 26). Podemos, por lo tanto, hablar de limitación de esa realidad, de mundo como representación, ya que únicamente es la que percibe el individuo, este nuevo tipo de personaje excepcional que es el héroe decadente.
—152→Es muy interesante comparar esas percepciones de la realidad conforme evoluciona ese estado de ánimo; así, en Camino de perfección, en contraste con el fragmento que hemos visto, los capítulos finales nos muestran un Ossorio a punto de casarse con Dolores, radiante de felicidad, que a la vez coincide con la llegada de la primavera:
(1902, pág. 279) |
De manera parecida, Quintín, en La feria de los discretos, al enterarse de que su amada Rafaela está ya comprometida, «sentía momentos de tristeza, de rabia, de amor propio herido y maltrecho [...]. ¡Cómo le abrumaba aquella primavera andaluza! Vagaba de aquí para allá sin plan, sin objeto, sin rumbo. [...] Quintín vagaba de un lado a otro rumiando sus tristezas». La descripción de Córdoba, revestida momentáneamente de los atributos del alma desolada del personaje, revela claramente su condición de «ciudad muerta»:
(1905, págs. 132-134) |
Cuando, al final del relato, vuelve al lado de Remedios, mujer que le ha inspirado súbitamente un sincero amor, la percepción de la realidad cambia: «La noche estaba clara, templada y dulce. La luna argentaba las colinas lejanas; un ruiseñor cantaba suavemente en la oscuridad» (1905, págs. 299-300). Procesos análogos los podemos observar en todas las novelas de Baroja.
En una novela como Las inquietudes de Shanti Andía, en la que se utiliza ya la voz homodiegética, el personaje nos habla con su voz, sin la mediación de un narrador ajeno a la historia. Antes de comenzar a relatarla, todavía situado en el tiempo de la narración, Shanti nos declara:
(1911b, págs. 51-52) |
Metanarrativamente, Baroja explica aquí su teoría del personaje contemplativo. Más adelante, a propósito de sus impresiones sobre el mar vasco y el cabo de Frayburu, confiesa nuestro escritor las limitaciones de la percepción humana, ya que cada persona recibe unas impresiones diferentes de la realidad; pero acaso la percibida por cada uno sea la verdadera realidad:
(1911b, pág. 170) |
Estas palabras son fácilmente relacionables con las de Miguel de Unamuno en el «Prólogo» a sus Tres novelas ejemplares y un prólogo (1920), donde se pregunta: «¿Cuál es la realidad íntima, la realidad real, la realidad eterna, la realidad poética o creativa de un hombre?», para más tarde responder que «la realidad es la íntima», la que cada individuo siente como verdadera en las honduras de su alma (págs. 48 y 52). La realidad filtrada por la conciencia de un personaje (trasunto literario de la realidad pasada a través del filtro de las percepciones del autor), correlato objetivo de su intimidad, es la que nos dan los fragmentos líricos barojianos. Es la forma literaria del mundo como representación de Schopenhauer.
No cabe duda de que el pensamiento de Schopenhauer y la nueva epistemología inspirada en su consideración del «mundo como representación» constituyen una de las influencias filosóficas más importantes del Modernismo español, y fue advertida en su tiempo por la crítica más sagaz. Así, y junto a doña Emilia, como hemos visto, Unamuno y Llanas Aguilaniedo.
Miguel de Unamuno señaló certeramente en su reseña de Vidas sombrías (Las Noticias, 9-VI-1900), libro que coleccionaba cuentos de Baroja ya publicados desde 1893, la profunda huella del filósofo de Danzig, junto a la de Dostoievski y Poe: «hay algo de doloroso, un cierto ensañamiento en la observación menuda, en los relatos que componen Vidas sombrías» (1993, pág. 238). Ciertamente, abundan las descripciones de los ambientes marginados de los suburbios obreros, aprendida en libros como Tiempos difíciles (1854), de Charles Dickens, o Humillados y ofendidos —154→ (1866), de Dostoievski, temas como la fábrica, el obrero, la mendicidad..., que despiertan en el artista un hondo sentimiento de piedad y de compasión, siguiendo la consideración de Schopenhauer, en Los dolores del mundo, de que «una piedad sin límites por todos los seres vivos es la prueba más firme y más segura de la conducta moral» (Lozano Marco, 1988, pág. 25)155. Ante el ansia de reposo espiritual, de ataraxia, de anulación de la voluntad, Unamuno señala, refiriéndose a nuestro filósofo: «Pero, ¿no habrá algo aquí de sugestión libresca? ¿No será esto en parte eco de lecturas de libros en que se predica el nirvana?» (1993, pág. 232). Quien tradujera un importante texto de Schopenhauer ese mismo año de 1900 concluye su análisis con una importante consideración de la prosa barojiana: «donde Baroja resulta es en las impresiones vagas, misteriosas o fantásticas [...], en las narraciones casi sin asunto, en las notas de íntima melodía» (pág. 240). Destaca, pues, su prosa lírica y su sinceridad como lo más valioso de Baroja.
El dolor y sus consecuencias como elemento estético de los nuevos narradores del 900 es una constante que ya advirtió Llanas Aguilaniedo en su tempranísimo estudio Alma contemporánea (1899):
(pág. 111) |
El pensamiento de Arthur Schopenhauer fundamentó con su armazón teórico el gran conflicto del novelista postnaturalista, compaginar el mundo externo y la realidad interior, es decir, la esencial necesidad de mimesis que el Naturalismo había aportado a la novela con las zozobras y vaivenes del espíritu moderno, con las inquietudes y las más hondas verdades del alma humana. El instante contemplativo Schopenhaueriano, con todo lo que implica de dejación de la voluntad, olvido de la razón y fusión esencial del yo con la naturaleza en una integral comunión espiritual, se halla detrás del procedimiento básico de la novela simbolista, el correlato objetivo. Y el pensamiento todo del autor alemán ilumina no solamente la ideología del autor que se esconde tras la máscara del narrador y del personaje en las novelas barojianas, sino que también explica toda una serie de innovaciones técnicas necesarias para expresar en el texto narrativo la nueva epistemología. Pionero de esta tendencia ha sido Inman E. Fox, al demostrar, en su análisis de El árbol de la ciencia, que «la estructura de la novela no es más ni menos que una —155→ proyección novelística de la principal obra del alemán, El mundo como voluntad y representación» (pág. 169). Implicaciones estructurales y, como espero haber probado en este estudio, también estilísticas en los fragmentos líricos que remansan ocasionalmente las narraciones del guipuzcoano.
Pero la proyección de la interioridad o intimidad del personaje en la realidad externa no consiste tan sólo en la simple contaminación de esta última por las sensaciones y estados anímicos, sino también en el poder de significación, en las íntimas correspondencias del alma con el mundo, y el ansia de autoconocimiento del héroe decadente implica la contemplación desinteresada y la captación del sentido oculto, de la esencia permanente, intemporal, eterna y verdadera, de la dimensión espiritual del mundo exterior. Como afirma Schopenhauer en un fragmento de Parerga y Paralipomena:
(1995, pág. 67) |
En los fragmentos líricos barojianos nos encontrarnos con la expresión simbolista en toda su plenitud, ideal del Modernismo, como explicó Llanas Aguilaniedo:
(pág. 75) |
Expresión sugestiva cuyo único objetivo es lograr la comunicación simpática del alma del lector con la del autor, que ambas vibren al unísono, que los sentimientos se transmitan de forma efectiva.
Por lo tanto, y al igual que en la poesía lírica, el lenguaje, la expresión, llamará la atención sobre sí misma, adquiriendo un protagonismo del que carecía en la novela naturalista. Su premisa básica, de clara raigambre positivista, consistente en que la lengua puede copiar la realidad, y que la representación textual de esa realidad puede lograrse mediante el uso de una lengua literaria unívoca y rectilínea, que imite con su sintaxis hipotáctica la ordenación o jerarquía natural del mundo, va a ser claramente superada gracias a las teorías del Simbolismo francés, que pretenden potenciar las capacidades sugestivas del lenguaje. Ahora «el lenguaje no puede reproducir el mundo, el lenguaje es sistemático y el mundo no; el lenguaje sólo puede dar testimonio de la conciencia individual, porque en ella se funda, y no en el mundo» (Lázaro Carreter, pág. 149). En los fragmentos líricos de Baroja importa más el tejido discursivo que la realidad que pretende reflejar; en palabras de Germán Gullón, «el poder significativo de la novela moderna emana de su propio tejido verbal» (1990, pág. 30). En la narrativa modernista es ya el texto y no la realidad —156→ representada quien obtiene la primacía de la verdad, por encima de la verdad que refleja156.
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