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ArribaAbajo El concepto de imitación de la Naturaleza en las poéticas españolas del siglo XVIII

José Checa Beltrán


Instituto de Filología. CSIC. Madrid

Las poéticas españolas del siglo XVIII6 ofrecen una definición del término «poesía» que suele incluir como requisitos esenciales de ésta la «imitación» y la «versificación». Además de estos dos conceptos, exigidos por la práctica totalidad de nuestros tratadistas, las distintas definiciones y ampliaciones que sobre los constitutivos de la poesía ofrecen dichos teóricos, incluyen también como elementos esenciales de ésta, aunque con menor unanimidad, el «entusiasmo», también denominado «furor» o «numen», la «imitación de la naturaleza», con lo que se precisa la exigencia más general de imitación, la «ficción» y, por último, se suele incluir en la definición de «poesía» su finalidad, que, según los tratadistas, puede ser docere o delectare, o bien docere y delectare, interpretación, esta última, más común. Todos estos elementos requeridos como constitutivos de la poesía son, en definitiva, los que la tradición preceptiva clásica ha ido estableciendo con el paso del tiempo, con distintos énfasis y ligeras modificaciones, según la época o el autor de que se trate. Estos mismos principios son los defendidos por la   —28→   generalidad de los tratadistas europeos de poética del referido período. Por ejemplo, a mediados de siglo, el artículo «poésie» de la Encyclopédie francesa, firmado por De Jaucourt, recoge las diferentes opiniones que circulaban entonces acerca de la esencia de la poesía. Jaucourt señala que, según los críticos, dicha esencia ha sido identificada en la «fiction», «versification», «enthousiasme» e «imitation»7.

Es indudable y bien conocida, por tanto, la importancia de la imitación en el hecho poético; prescrita ya desde los más antiguos tratadistas y reconocida por todos sus seguidores. Es precisamente en la segunda mitad del siglo XVIII cuando algunos tratadistas comienzan a poner en duda la validez de la imitación, oponiéndola ahora al criterio de la «invención» del poeta8. Pero esta opinión tendrá dificultades para imponerse y, cuando menos, habrá de convivir con la tradición clásica sobre la imitación. Nuestros preceptistas aceptan, y repiten una vez más, las conocidas ideas de Aristóteles al respecto: el poeta es poeta gracias a la imitación, ésta es connatural al hombre, la imitación es fuente de placer y de conocimiento, etc. Asimismo, se ocupan también de reflexionar sobre las afirmaciones del filósofo griego en las que defiende que el poeta «necesariamente imitará siempre de una de las tres maneras posibles; pues o bien representará las cosas como eran o son, o bien como se dice o se cree que son, o bien como deben ser»9. Sin embargo no siguen con fidelidad la opinión del estagirita que señala como motivo de imitación las «acciones humanas». La generalidad de los preceptistas españoles de dicho siglo, haciéndose eco de ideas ya bastante difundidas en el Renacimiento, difieren de esta restrictiva interpretación aristotélica   —29→   y establecen que el motivo u objeto de imitación es la naturaleza10.

Además de las reglas que se deberían observar en la práctica de la imitación, desde siglos atrás los teóricos de la poética estudiaban la imitación no sólo como imitación de la naturaleza, sino también como imitación de modelos literarios, discutiéndose sobre cuestiones como la elección de modelos (entre autores antiguos o modernos), la conveniencia de tener un solo modelo o varios etc.11. Dejaremos de lado la interesante cuestión de la imitación de modelos literarios para centrarnos en las ideas que nuestros preceptistas del dieciocho tuvieron acerca de la «imitación de la naturaleza», para lo cual comenzaremos por delimitar qué entendían por naturaleza.

Ya hemos anticipado que los teóricos del siglo ilustrado habían aceptado en la definición de poesía la ampliación de «imitación de acciones humanas» propuesta por Aristóteles. Ahora se admite la imitación de la naturaleza en general. Pero no una naturaleza entendida como un paisaje o como el simple mundo de los objetos y seres existentes, sino una naturaleza entendida en una acepción mucho más extensa. Entre los teóricos españoles encontramos la excepción de Díez González, que es más comedido en su definición de poesía, «imitación de las acciones humanas en verso, y con ficción», aunque un poco más adelante explica que «quando decimos que imita las acciones humanas no intentamos excluir otros objetos existentes o posibles; sino poner como su objeto primario las acciones humanas»12, con lo cual ratifica su anterior definición. El resto de nuestros preceptistas expresa su desacuerdo con la restrictiva interpretación de Aristóteles.

Burriel dice que la poesía «se llama ciencia de las cosas divinas y humanas, para dar a entender la vasta materia en que puede emplearse la Poesía»13. Luzán, siguiendo el tratado Della perfetta poesia italiana de Muratori, propone un concepto de naturaleza en el que cabe «un número infinito   —30→   de objetos», concretamente todos los «entes criados o increados» pertenecientes a cada uno de los tres mundos, el celestial, el humano y el material; por mundo material, que puede también llamarse mundo inferior, entendemos todo lo que es formado de materia o de cuerpo, como los elementos, el sol, las estrellas, los cuerpos humanos, etc. El mundo celeste, que también puede llamarse mundo superior, comprehende todo lo que carece de cuerpo y de materia, esto es, Dios, primera causa de todas las cosas, los ángeles y las almas humanas libres de la prisión de la carne. El mundo humano, finalmente, a quien podemos llamar mundo de medio, abraza todo lo que tiene cuerpo y alma racional, esto es, todos los hombres que viven sobre la tierra. Estos tres mundos o reinos de la naturaleza contienen un número infinito de varias verdades que todas son, o pueden ser, objeto de la poesía o de la imitación poética»14. El escritor aragonés, después de rechazar que la poesía tenga por objeto «solamente las acciones humanas, como algunos en su definición han dado a entender», en clara alusión a Aristóteles, se pregunta «¿quién duda que la poesía no puede tratar y hablar de Dios y de sus atributos, y representarlos en aquel modo imperfecto con que nuestra limitada capacidad puede hablar de un ente infinito? Los ángeles y todas sus afecciones y propiedades, nuestras almas y todas las verdades especulativas y reflexiones de nuestro entendimiento, no hay duda que también pueden ser objeto de poesía, sin que haya razón ni fundamento alguno para negarlo»15.

Arteaga también sostiene un concepto de «naturaleza» de la amplitud expresada, «yo entiendo por naturaleza en la presente investigación el conjunto de los seres que forman este universo, ya sean causas, ya efectos; ya substancias, ya accidentes; ya cuerpos, ya espíritus; ya Criador, ya criaturas». Incluso acude a la filosofía empirista para apoyar su argumentación, «y porque no hay idea o concepto en el alma, por espiritual o abstracta que nos parezca, la cual no traiga o mediatamente o inmediatamente su origen de los sentidos, como entre otros lo han demostrado Locke y Condillac, por eso no hay objeto que no pueda revestirse de imagen corpórea y que por consiguiente no sea capaz de imitación más o menos perfecta»16. Luzán, refiriéndose a la imitación de la naturaleza, nos hablaba de un «objeto dilatadísimo» y de un «número infinito de objetos» imitables. Arteaga, valiéndose de los mismos términos que antes usara Luzán, dice que «todo este número dilatadísimo y casi infinito de objetos puede servir de materia a la imitación de las artes»17. Con este «casi infinito», Arteaga está excluyendo   —31→   «los argumentos que pertenecen a la matemática pura o a varias partes de la metafísica, los cuales en su misma inmaterialidad y extremada precisión incluyen la incapacidad de ser expresados con los colores de las fantasías. Así éstos no son ni pueden ser comprehendidos en la esfera de la imitación»18.

En parecidos términos se manifiesta Masdeu, quien divide la naturaleza imitable en objetos inanimados, animados y personalizados. Sánchez Barbero entiende por naturaleza no sólo el amplísimo mundo existente en la realidad, sino también el mundo fabuloso e ideas, y explica que se trata tanto del mundo actual como histórico, «por naturaleza entiendo este gran conjunto de seres y las leyes que los gobiernan: el mundo actual, físico, moral y político; el histórico, el fabuloso, y el ideal donde los seres existen únicamente en sus generalidades. A saber, no solamente el estado actual de las cosas, sino el pasado; las revoluciones que han concurrido o podido concurrir a variar el espectáculo del universo; la materia, el espíritu y sus leyes, lo verosímil, lo maravilloso y lo posible»19.

Una vez establecido que la generalidad de los preceptistas españoles del siglo XVIII entendían como «naturaleza» todo lo existente en el mundo de los objetos, de lo humano y de lo divino, y que incluían en ella tanto lo que poseía existencia material como espiritual y tanto lo que pertenecía al pasado como al presente (Sánchez Barbero incluye explícitamente el mundo fabuloso), pasemos ya al objeto principal de nuestras reflexiones: ¿de qué manera podía y debía llevarse a cabo esa imitación de la naturaleza? y ¿cuáles eran las maneras recomendadas o defendidas por nuestros tratadistas? Por el momento, podemos suponer que el abanico de posibilidades en la imitación de la naturaleza iría desde una imitación realista, naturalista, hasta una imitación idealizadora, pasando por estados intermedios que comprenderían una generalización o selección del mundo imitable. Veámoslo con detalle.

«Imitación particular» e «imitación universal» es la más frecuente división que establecen nuestros tratadistas como posibilidades de reproducción de la naturaleza. La primera representaría el objeto o la acción imitable tal como es en sí o tal como ha sucedido en la realidad; la segunda haría su representación según «aquella idea universal que nos formamos de las cosas», según afirmaba Luzán. Burriel estima que con la imitación de la naturaleza en lo universal «no ha de retratar el Poeta lo que los hombres son por lo común, sino que ha de copiar la idea que él se forma, recogiendo en uno las virtudes de muchos y separando los vicios, y entonces abstrayendo o prescindienddo de los particulares, se dice que imita la naturaleza en lo universal»20.

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A juicio de nuestros preceptistas, el origen de esta división está en Platón y Aristóteles. La escuela platónica distinguía las posibilidades de imitación en «icástica» y «fantástica», que nuestros teóricos hacían corresponder, respectivamente, con la imitación particular y universal. Estos citan también a Aristóteles como fuente de la mencionada división, apoyándose en la diferenciación que éste propuso entre historia y poesía. En efecto, el filósofo griego opinaba que «la poesía dice más bien lo general, y la historia lo particular»21. Así, comenta Luzán, «unos dicen que la icástica es propia de la historia y la fantástica de la poesía», puesto que, señala, la icástica tiene como objeto la verdad, mientras que la fantástica se ocupa de la ficción22. La citada división está también relacionada con el tópico de la «enargía», «representación viva de la cosa», según Quintiliano, el cual opina que «es grande virtud el proponer la cosa con unos colores tan vivos como si la estuviéramos viendo»23. Este tópico se encuentra presente en la retórica renacentista, así como en el siglo XVIII. Luzán, siguiendo a Monsignani, escribe sobre este argumento, «dos son las imitaciones que debemos hacer: una todo parto de la invención, otra de la enargía (voz que en griego suena lo mismo que evidencia o claridad) [...] Con la invención debemos, principalmente, asemejar a las historias de las acciones humanas sucedidas otras acciones que pueden suceder; con la “enargía” debemos imitar las cosas ya hechas por la naturaleza o por el arte, haciéndolas no sólo presentes con menudas descripciones, sino también vivas y animadas»24. El escritor aragonés vuelve a referirse a la «enargía» cuando a propósito de las «imágenes simples o naturales» (que opone a las «fantásticas artificiales»), explica que aquéllas deben hacer una «viva descripción de los objetos, de las acciones, de las costumbres, de las pasiones, de los pensamientos y de todo lo demás que puede imitarse o representarse con palabras. Esta acción, o este acierto en pintar vivamente los objetos, se llama evidencia o “enargía”»25.

El uso de este tópico, recogido por otros tratadistas españoles (Burriel, Arteaga, Sánchez Barbero, etc.) en algunos casos bajo la denominación de   —33→   «hipotiposis», iba acompañado de la ejemplificación, igualmente tópica, con Homero y Virgilio. La Iliada y La Odisea eran asociadas al tipo de imitación particular, mientras que La Eneida era considerada ejemplo de imitación universal. En efecto, Luzán, entre otros, recoge este tópico basándose en Castelvetro, que distinguió «dos maneras de pintar las cosas», la «particularizada», que consiste en una minuciosa descripción de todos los particulares del objeto imitado, y la «universalizada», que pinta sólo las partes más importantes del objeto. A continuación, el teórico español hace uso de repetido ejemplo, señalando que Homero, Ovidio y Ariosto usaron más la manera particularizada, mientras que Virgilio casi siempre practica la otra manera26.

Finalmente, las explicaciones sobre la «enargía» y sobre la imitación universal y particular se ponían en relación con el tópico del ut pictura poësis, según el cual, y reinterpretando a Horacio, los teóricos del arte pretendían establecer analogías entre la pintura y la poesía, ya afirmando que la poesía podía representar la naturaleza de un modo particular (con atención a los detalles) o universal (eligiendo algún detalle para realzarlo o metaforizarlo) al igual que hacía la pintura, ya comparando los estilos de poetas y pintores, ya juzgando una obra literaria con terminología pictórica y viceversa, etc. Así lo hicieron también nuestros tratadistas, siguiendo las opiniones de Du Bos y Batteux, fundamentalmente. Sin embargo, es necesario destacar la opinión contraria de Arteaga, que muestra su desacuerdo con algunos de los defensores del citado principio (Batteux y Mendelsshon concretamente), opinando que el error de éstos y de sus seguidores consistió en suponer principios idénticos para las distintas artes, equivocándose al pensar que la imitación «debía guardar las mismas leyes en todas las artes, sin reparar en la notable diferencia que introduce en la manera de imitar la diversidad del instrumento, y la de la potencia que percibe la imitación»27.

Hemos pasado rápidamente sobre estas cuestiones («enargía», «maneras de pintar las cosas» y ut pictura poësis) sólo para señalar sus implicaciones con el tema que fundamentalmente nos ocupa, las distintas posibilidades de imitación de la naturaleza según nuestros tratadistas, que, como hemos visto, son unánimemente divididas en dos: imitación particular y universal. La definición del primer tipo es clara y no admite interpretaciones contradictorias; los preceptistas coinciden en identificar la imitación particular con lo que entendemos como imitación naturalista.

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Por lo que se refiere a la imitación universal, Luzán explicaba que ésta representa el objeto como es «en aquella idea universal que nos formamos de las cosas», y pone como ejemplo el valor, el cual, como virtud humana y según la idea de la filosofía moral, no debe estar mezclado con el temor o con la temeridad, y no debe proceder de la ira o de la venganza, con lo cual será muy difícil encontrarlo en algún individuo existente. Pues bien, la representación artística de un individuo poseedor del valor en su estado más puro, constituiría el tipo de imitación universal. Como tantos otros preceptistas, Luzán se sirve a continuación del conocidísimo ejemplo de Zeuxis, que en su intención de pintar a Helena lo más bella posible tomó como modelos las más hermosas jóvenes crotoniatas, pintando de cada una de ellas la parte de su cuerpo más favorecida, formando así un retrato de Helena en el que se compendiaban las partes más bellas de las distintas modelos.

Burriel, que en gran parte de su libro sigue la Poética de Luzán, tal como él mismo a veces reconoce, acepta también la bipartición particular-universal28, pero añade una segunda división, más precisa aunque poco relevante, en la que utiliza conjuntamente los términos icástico-fantástico y universal-particular. Resultan así cuatro tipos de imitación de la naturaleza: icástica-particular, icástica-universal, fantástica-particular y fantástica-universal. Para explicar mejor el significado de su cuádruple división, Burriel se sirve de cuatro ejemplos literarios; en el primero se describe un jardín con unas características que se pueden encontrar fácilmente en la realidad; se trata, pues, de una descripción icástica-particular ya que todo es perfectamente real. La representación de la cólera de Dido, cuyo estado anímico descrito no se encuentra comúnmente en una persona sola, sino repartido en varios sujetos, sirve al jesuita para ejemplificar la descripción icástica-universal. La pintura de un arroyuelo poseedor de sentimientos (fantástico), los cuales se podrían encontrar en un solo sujeto (particular) constituye el tercer tipo. Finalmente, el retrato de la patria con unos sentimientos (fantástico) que sólo podrían encontrarse en la suma de varios sujetos (universal), cierra la división.

Díez González, parafraseando más literariamente a Aristóteles, explica que la poesía «imita las acciones humanas en universal y en particular; esto es, imita unas no como realmente fueron sino como debieran ser; y otras como realmente fueron»29. También Arteaga, que cita a Platón, acepta la división en imitación icástica, «o sea de lo particular, que abraza las acciones y cosas verdaderas, según se hallan en la naturaleza, en el arte o en la   —35→   historia», e imitación fantástica o universal, la cual «contiene todo lo que, no existiendo en ningún individuo particular, recibe forma y ser de la fantasía del artífice, el cual se forja un modelo imaginario, mas no posible, y semejante al natural, aunque no existente en la naturaleza»30. Sánchez Barbero sigue en esta cuestión las opiniones de Arteaga, de cuya obra sobre la belleza ideal transcribe largos párrafos en su libro.

Hasta aquí las opiniones de nuestros preceptistas acerca de las formas de imitación de la naturaleza; pero, según ellos, ¿qué forma era más recomendable? ¿Estaban más cerca de una imitación de tipo naturalista o, por el contrario, consideraban más poética una imitación universalizadora? Luzán es un indudable partidario de la imitación universal. Uno de los capítulos de su Poética se titula «razones y reflexiones varias que prueban deberse admitir en la poesía una y otra imitación, de lo particular y de lo universal». En él se admite la imitación particular, pero se defiende con mucho más énfasis la universal. Para hacerlo, comienza mostrándose contrario a las opiniones del teórico italiano Gravina, quien, en su tratado Della ragion poética, se presentaba como un decidido defensor de una imitación realista de la naturaleza. Luzán responde diciendo que si Gravina «pretende solamente que la imitación de lo universal no haya de pasar los límites de lo verosímil [...] es preciso confesar que tiene razón; pero si intenta condenar enteramente la imitación de lo universal o fantástica, no puedo aprobarle su opinión»31. Por este motivo Luzán interpreta que las tragedias de Gravina no tuvieron éxito, al contrario que los dramas de su discípulo Metastasio, que gozaron de una gran aceptación por estar escritos, según el escritor aragonés, bajo el tipo de imitación universal, al que su autor era favorable.

Los motivos que aduce Luzán para apoyar la imitación universal son varios. En primer lugar su mayor didactismo y utilidad, ya que el hombre, al ver reflejados en la poesía tipos perfectos de vicios o virtudes, podrá cotejarlos consigo mismo y «apurar cuánto distan éstas de la perfección, y cuánto se acercan aquéllos al extremo»32. Este didactismo se consigue más fácilmente con la imitación universal, ya que ésta, al poder modificar la realidad, puede presentarla, así, de una forma más deleitosa, con lo cual la instrucción, acompañada del deleite, conseguirá «causar en los ánimos de los hombres un efecto muy bueno y provechoso, que es el inspirar sensiblemente un interno, oculto amor a las grandes y heroicas hazañas, y un menosprecio de las cosas bajas y viles», y puesto que «la sola utilidad sin el   —36→   deleite mueve muy poco nuestros ánimos, es preciso que busque siempre (el poeta) lo nuevo, lo inopinado y lo extraordinario». Concluye Luzán que «en ninguna otra parte se halla lo nuevo, lo inopinado y lo extraordinario tanto como en la imitación de lo universal», añadiendo que «de todo esto carece la imitación icástica o de lo particular, porque en ella se representan los hombres y sus acciones como son en sí, esto es, según lo común y vulgar, y sin nada de extraordinario»33.

También Arteaga es un firme defensor de la imitación universal. A esta defensa dedica, igualmente, un capítulo de su libro, «ventajas de la imitación de lo ideal sobre la imitación servil»34. Más adelante examinaremos detenidamente las coincidencias y las diferencias entre la imitación universal y la imitación ideal. Por el momento podemos afirmar que la totalidad de nuestros preceptistas relegan la imitación particular a un segundo plano, mostrándose, todos ellos, decididamente partidarios de la imitación universal o ideal. Asimismo, es el didactismo una de las razones que argumenta Arteaga en favor de la imitación idealizadora, que «contiene más instrucción y moralidad que la imitación natural». Para sostener esta afirmación se basa en tres puntos: la imitación ideal nos descubre en la naturaleza no sólo lo que vemos cada día en ella, sino otras propiedades existentes o posibles que al ser agrupadas en un solo objeto proporcionan una enseñanza más universal y dilatada. En segundo lugar, la imitación ideal es superior ya que representa la naturaleza de un modo perfecto, sin sus defectos o vicios, alentándonos, así, a amarla en toda su belleza y virtud. Y, finalmente, es preferible la imitación ideal porque a través de ella se consigue una mayor eficacia didáctica debido a que proporciona un mayor deleite que la imitación servil35. En definitiva, son los mismos argumentos que ya utilizara Luzán en 1737, y que manifiestan la preferencia por la imitación universal en virtud de su mayor capacidad didáctica y deleite. Burriel también esgrime argumentaciones de tipo moralista para defender la imitación universal.

El recurso a las «autoridades» constituye un argumento más para sostener las ventajas de la imitación universal sobre la particular. Así, Luzán, después de opinar que existen «tantas y tan fuertes razones que persuaden y funden la conveniencia y utilidad de esta imitación (universal)», añade una razón más en «vista de la autoridad y del ejemplo de los mejores autores, ya teóricos, ya prácticos». Entre los autores «teóricos» cita a Aristóteles y a sus comentadores, «Francisco Utinense, Pedro Victorio, Pablo Benio, etc. y los más de los autores italianos o franceses que han escrito de esta materia están de parte de la imitación de lo universal». Por lo que se refiere a los autores «prácticos», o poetas, cita a Homero, que pintó a Aquiles con un valor que difícilmente podría existir en la realidad; igualmente sucedería   —37→   con la belleza de Helena y la astucia de Ulises. Cita también a Virgilio y a Tasso, que con sus respectivos personajes Eneas y Goffredo pintaron unos perfectos héroes que tampoco habrían podido tener existencia real36.

Arteaga añade la «novedad de sensaciones» como ventaja de lo ideal sobre lo natural, «novedad que es una consecuencia de la libertad que aquél (lo ideal), y no éste (lo natural), permite a la fantasía, y de la facultad que tiene de recoger en un solo original las maravillas esparcidas en la naturaleza»37. Asimismo opina que la imitación ideal infunde en el artífice una gran confianza en sus propias fuerzas, al no sentirse esclavo de una imitación servil que sólo es capaz de retratar algunas perfecciones individuales. Sin embargo, la imitación ideal puede mostrar «en compendio las perfecciones de toda la especie», con lo que el artista advierte que posee una imaginación a través de la cual dispone «en un cierto modo de todo el universo»38. Finalmente, el jesuita exiliado presenta un argumento más cuando estima que la expresión de lo sublime es «más fácil y más frecuente en la imitación de lo ideal que en la de lo natural»39. Sánchez Barbero, que frecuentemente sigue las opiniones de Arteaga, estriba su defensa de la imitación universal en virtud de la diferencia entre elocuencia y poesía (orador y poeta), «aquél imita simplemente a la naturaleza; éste a la naturaleza bella... el orador no sale del mundo real; el poeta se espacia por la inmensa región de lo verosímil y de los posibles que realiza cuando le parece oportuno»40.

Si bien todos nuestros tratadistas se muestran decididos partidarios de la imitación universal, fantástica o ideal, y consecuentemente consideran menos aconsejable la imitación particular por ser menos poética, didáctica y deleitable, algunos de ellos imponen limitaciones al ejercicio de dicha imitación universal. Estos límites que exigen nuestros teóricos vienen marcados, principalmente, por la amplitud de la naturaleza objeto de esa imitación universal, por la verosimilitud y por las características de los distintos géneros literarios. Así, después de la evidente defensa que Luzán hace en su Poética de la imitación universal, encontramos una fuerte limitación a la amplitud del uso de ésta, cuando afirma que sólo podemos ponerla en práctica cuando se trata de imitar acciones humanas, no debiendo usarla en la imitación del mundo material e intelectual. Aunque se trata de un párrafo extenso considero conveniente reproducirlo íntegro: «para evitar toda equivocación acerca de lo que queda dicho, débese advertir aquí que el imitar lo universal, el consultar a las ideas perfectas, el pintar las cosas no como son sino como debieran ser, y finalmente el mejorar y perficionar la naturaleza, se ha de entender solamente de las acciones humanas, cuya bondad o malicia,   —38→   perfección o imperfección pende de nuestro libre albedrío; pero no se ha de entender de alguna de las demás cosas del mundo material o intelectual, que no está en mano del poeta el mejorarlas o empeorarlas, debiéndolas representar como son en sí, porque ya el Autor de la naturaleza las ha hecho como deben ser; antes bien cuanto más parecida y más natural fuere la pintura de tales cosas, será tanto más apreciable. Así, si el poeta hubiere de pintar la aurora o el sol, o el arco iris, o el mar embravecido, o el curso de un río, o la amenidad de un prado, o cualquier otra cosa que no toque en las costumbres ni pertenezca a la moral, no está obligado entonces a echar mano de las ideas universales ni a perficionar la naturaleza, sino a copiarla lo más fielmente que pueda, si bien es verdad que puede hacer la copia hermosa sin que deje de ser natural; porque nadie le irá a la mano en las flores con que pretenda matizar el prado, ni en los colores con que quiera arrebolar la aurora, como sean naturales»41. A pesar de que Luzán sostiene en este pasaje que el poeta debe copiar la naturaleza (no perteneciente a la moral y a las costumbres) del modo más fiel posible, posteriormente admite que éste pueda seleccionar las flores y hermosear los colores que representará en su obra, con lo que está admitiendo una selección y una manipulación en el objeto material imitado, aceptando así, también para este tipo de objetos, un tipo de imitación que se puede considerar como universal. De cualquier modo, es evidente la intención de Luzán de limitar en alguna medida el alcance de la imitación universal, por lo que se refiere, concretamente, a la amplitud de la naturaleza imitable. Burriel, como en tantos otros pasajes de su obra, sigue fielmente esta opinión de Luzán42.

Arteaga también se hace eco de esta opinión, procedente de «un crítico muy acreditado», según sus palabras, pero sus comentarios son críticos para con Luzán, con el que se muestra en desacuerdo: «esta opinión me parece falsa [...] y por consiguiente la regla de mejorar la naturaleza debe extenderse a las cosas físicas lo mismo que a las morales»43. Es indudable que Arteaga es un defensor de la imitación fantástica más entusiasta que Luzán y el resto de nuestros tratadistas del dieciocho, lo cual demuestra ampliamente en su exposición de las ventajas y desventajas de uno y otro tipo de imitación, opinando, en síntesis, que «en la imitación servil se obliga el artífice a expresar no sólo las virtudes de la naturaleza, sino también sus defectos, pues de otro modo no sería representación exacta»44.

La verosimilitud es otro de los límites que nuestros teóricos imponen a la imitación universal. Luzán se plantea el problema de la verdad poética: «nadie ignora que la poesía es una continua fragua de mentiras» y «no la   —39→   verdad, sino la mentira es el fundamento de la belleza de la poesía»45. Unas líneas más adelante, el crítico aragonés ofrece la solución explicando que hay dos tipos de verdades: «una es la verdad que de hecho es o realmente ha sido; otra es la verdad que verosímilmente es o ha sido o ha podido ser según las fuerzas y el curso regular de la naturaleza»46. La primera verdad es la buscada por teólogos, matemáticos, etc., y la segunda pertenece a los poetas, retóricos y «a veces a los historiadores». A la primera la llama «verdad necesaria», y a la segunda «verdad posible, probable o creíble, que comúnmente se dice verosímil»47. De este modo justifica Luzán su defensa de la imitación universal y al mismo tiempo le impone el límite de la verosimilitud. Esta imitación además de poder expresar verdades reales, admite «verdades verosímiles», que, según sus palabras, no son mentiras, sino ficciones. Así, opina que todas las fábulas poéticas de los antiguos encierran «verdades de provechosa enseñanza»48.

Así pues, Luzán limita la práctica de la imitación universal o fantástica a la exigencia de que ésta sea verosímil. Pero su concepto de verosimilitud es amplio y flexible. Siguiendo a Muratori distingue dos tipos de verosimilitud, la «popular» (la que parece tal al vulgo) y la «noble» (la que parece tal a los doctos). Admite, también, que una cosa puede ser imposible en sí y, al mismo tiempo puede ser posible en nuestra opinión, concluyendo que «son cosas muy distintas la esencia y naturaleza de los objetos y la opinión que de ellos tenemos»49. Acudiendo a este principio y a la verosimilitud «popular», Luzán justifica las representaciones poéticas maravillosas, en las que «el ave fénix renazca de sus cenizas, que el viborezno rompa al nacer las entrañas de su propia madre, que el basilisco mate con su vista, que el fuego suba a su esfera colocada debajo de la luna, y otras mil cosas semejantes que las ciencias contradicen e impugnan», afirmando que «es preciso que el poeta se aparte muchas veces de las verdades científicas por seguir las opiniones vulgares»50. En definitiva, no se puede decir que, con su amplio criterio de verosimilitud, Luzán pretenda imponer fuertes trabas al ejercicio de la imitación universal.

Burriel sigue, una vez más, las explicaciones de Luzán con respecto a la verosimilitud. Opina que el principal enemigo de ésta es «lo maravilloso», que define como «todo aquello que es contra lo que comúnmente sucede en las cosas naturales, y contra el orden y conexión que regularmente tienen», a pesar de lo cual admite y recomienda su uso ya que «si la fábula   —40→   no es maravillosa, o no son admirables las cosas que se refieren en una Poesía, no pueden herir ni mover el ánimo», concluyendo que «toda la dificultad consiste en saber templar lo maravilloso con lo verosímil»51. Díez González, que admite como materia de la poesía tanto lo verdadero como lo verosímil, opina que «a un poeta le es indiferente decir cosas verdaderas o falsas, con tal que sean verosímiles», admitiendo como tales sucesos prodigiosos como la bajada de Eneas al infierno y otros «que los Idólatras creían de sus falsos Dioses y Héroes»52.

En la misma línea, Masdeu sostiene que el poeta no ha de prestar atención a la veracidad o falsedad de lo que dice, sino sólo a su verosimilitud, «y como el verosímil a veces es verdadero y a veces falso debe decir sin escrúpulo y sin dificultad alguna tanto el verosímil falso, como el verosímil verdadero, con tal que sea verosímil». Continúa Masdeu distinguiendo dos especies de verosimilitud, una natural y «fácilmente creíble», y otra prodigiosa y «difícil de creerse», recomendando el uso de la «prodigiosa»; «el Poeta a su arbitrio no solamente puede hacer uso tanto del verosímil natural como del prodigioso, antes bien, por regla general, cuanto más admirable y extraordinaria es la cosa que se dice, tanto la poesía es más noble y más sublime»53. La defensa por parte de Arteaga de una imitación idealizadora comporta el rechazo de una imitación naturalista basada en lo verdadero, y, por el contrario, supone la aceptación de una imitación que no se detiene en estrechos criterios de verosimilitud. También Sánchez Barbero admite como imitable no sólo lo verosímil, sino también «lo maravilloso y lo posible», pero exigiendo, como sus antecesores, el requisito aristotélico de la credibilidad54. Como hemos visto, esta general exigencia de verosimilitud por parte de nuestros preceptistas no significa una auténtica limitación de la fantasía creadora del artista, ni una condena al uso de elementos maravillosos o irreales, los cuales, por el contrario, son admitidos en la obra de arte.

La preferencia por el tipo de imitación universal en la práctica artística, demostrada por nuestros tratadistas, venía puntualizada también en función de los distintos géneros literarios. Nos referiremos muy brevemente a   —41→   ello. Luzán opinaba que la imitación universal era más apropiada en la epopeya y tragedia, ya que en éstas «es más verosímil y menos violento lo heroico», mientras que consideraba la imitación icástica o particular más conveniente para la comedia, «como más adaptada a la calidad de las personas que en ellas se introducen»55. Posteriormente el teórico aragonés precisa, siguiendo a Aristóteles, que lo maravilloso es más propio de la epopeya y «lo verosímil para la dramática poesía»56. El jesuita Burriel sigue a Luzán en estas opiniones57. Sin embargo, Díez González opina que la materia del poema épico y trágico debe ser verdadera «en el fondo», mientras que la comedia admite materia falsa58. Arteaga, refiriéndose a las cuatro partes que en la poesía se deben idealizar (acciones, costumbres, sentencia y dicción), opina que «sólo el poema heroico por ser de mayor trabajo y artificio que los demás, es el que las comprehende todas».59

Una vez comprobadas las preferencias de nuestros teóricos por la imitación universal y las limitaciones que imponían a este tipo de imitación, tratemos de definir y esclarecer las fronteras entre los distintos tipos de imitación de la naturaleza, particular o icástica, universal o fantástica e ideal.

La estética neoclásica en general proponía una imitación de la naturaleza que, en opinión de Wellek60, podía organizarse según una progresión en el que el primer escalón estaría constituido por una imitación de tipo realista, que supondría una mera repetición de la realidad; el segundo vendría definido por una imitación que intentara encontrar unos principios generales o universales de la naturaleza real, y el tercero aceptaría una modificación o perfeccionamiento de la naturaleza existente, es decir, supondría la idealización de ésta.

Pero la subjetividad implícita en la búsqueda de los aludidos principios generales de la naturaleza anulaba su pretendida validez universal, ya que dichos principios habrían de contener, ineludiblemente, una gran dosis de idealización. De ahí que las fronteras entre imitación «universalizadora» e «idealizadora» se superpongan inevitablemente. De ahí, también, que nuestros teóricos sólo distingan dos tipos de imitación, la particular y la universal, ya que con esta última admitían la posibilidad de modificar, perfeccionar y, en una palabra, idealizar la naturaleza.

Esa supuesta triple gradación en la imitación de la naturaleza, que podemos definir como «naturalista», «universalizadora» e «idealizadora»,   —42→   era, así pues, organizada por nuestros tratadistas según la división particular-universal, distinción hecha, igualmente, en función de su mayor o menor fidelidad a la naturaleza. Con el primer tipo proponen una copia naturalista del modelo, una imitación basada en elementos o sucesos reales y llevada a cabo de una manera fotográfica. Ésta sería la imitación particular, que suponía en definitiva una repetición de la realidad. A continuación proponen una imitación que intenta reproducir los principios universales (en el tiempo y en el espacio) de la naturaleza. Dejando aparte el indudable relativismo de estos supuestos principios universales, este segundo tipo de imitación admite, según nuestros tratadistas, la selección de los elementos más bellos de la naturaleza que, unidos, suponen la consecución de un conjunto artístico con una belleza superior a la obtenida en caso de haberse imitado cada elemento por separado. Aquí incluyen el conocido ejemplo, ya referido, de Zeuxis. Éste sería el tipo de imitación universal, que, además de permitir elementos maravillosos, con tal de que sean verosímiles, admitía entre sus posibilidades la de llevar a su grado más extremo las virtudes y vicios existentes en la realidad. Esta imitación universal supone, evidentemente, una modificación y un perfeccionamiento de la naturaleza tomada como modelo. Es decir, este tipo de imitación comporta una idealización, motivo por el que nuestros preceptistas no tienen necesidad de organizar un esquema teórico acudiendo a la tripartición antes propuesta, ya que su división particular-universal comprende las tres posibilidades a que nos referíamos.

Arteaga es el único que, aun aceptando el binomio particular-universal, se extiende a lo largo de su libro en consideraciones sobre la imitación ideal, proponiendo una clasificación valorativa en cuatro escalones, según la cual el primer escalón o grado, inferior a todos los demás, es el que «imitando la naturaleza no llega a expresarla como ella es. El segundo, el que copia como es, ni más ni menos. El tercero, el que recoge las propiedades de varios objetos para reunirlos en uno solo. El cuarto, el que perfecciona su original, dándole atributos ficticios sacados de fábulas recibidas o de la propia imaginación»61. Las preferencias de Arteaga van hacia el escalón más «ideal», el cuarto.

Se puede afirmar que los dos primeros grados estarían incluidos en lo que Luzán y los otros tratadistas entienden como imitación particular, mientras que los dos siguientes estarían comprendidos en la imitación universal de Luzán y el resto. Evidentemente Arteaga ha afinado más desde el punto de vista teórico y ha sabido diferenciar lo que más estrictamente se puede entender como imitación universal (su tercer grado), de lo que sería la imitación ideal (el cuarto grado). Pero exceptuando este pasaje clasificatorio de su libro, el resto de éste nos habla de la imitación ideal en general, sin diferenciarla expresamente de la imitación universal. De ahí que, aparte de esa mayor precisión clasificatoria de Arteaga, su concepción de imitación   —43→   ideal coincide en gran medida con el concepto de imitación universal en Luzán y el resto de los preceptistas, lo cual no quiere decir que esa coincidencia sea total.

Esquematizando, podríamos decir que Arteaga piensa la imitación ideal como la resultante de aplicar la «idea» o «modelo de perfección» presente en la mente del artista62, mientras que la imitación universal es vista, por ejemplo en Luzán, como la posibilidad de perfeccionar la naturaleza, sin entrar en consideraciones teóricas acerca de la «idea» arquetípica existente en la mente del creador. Ésa es la diferencia entre Arteaga y Luzán, pero lo que más nos interesa ahora es señalar su fundamental coincidencia en la opinión de que a través de la imitación, llámese como se llame, el artista puede, y debe, perfeccionar la naturaleza.

En relación a dicha diferencia, efectivamente, a medida que avanza el siglo XVIII se va atribuyendo una menor importancia a la teoría de la imitación de la naturaleza, tal y como ya anticipábamos, y se va concediendo una mayor entidad al impacto que la naturaleza produce en el creador. La consecuencia de este hecho consiste en que ahora se tiende a centrar la atención en la mente, idea o imaginación del artífice, como factor primordial en el proceso de creación artística. Es decir, se comienza a defender un modo de creación o imitación «ideal», en la que se atribuye una especial importancia a la «idea» del artista. En el caso de Arteaga, el único de los tratadistas que estudiamos que teoriza extensamente sobre esta cuestión, ello no supone una idealización de tipo platónico, ya que para él la «idea» no se encuentra en el artista «a priori», sino que procede de la contemplación de la naturaleza. De este modo, a partir de la importancia fundamental que tanto Luzán como Arteaga atribuyen a la naturaleza, les separa la especial atención que el segundo, siguiendo los pasos del sensualismo concede al modelo mental que el artista se forma a partir de su experiencia de esta naturaleza, mientras que Luzán, más racionalista, dirige su atención directamente a la naturaleza, sin detenerse en la impresión que ésta produce en el creador63.

Arteaga postula, así, una creación artística resultante de la idea que el creador se forma una vez que ha conocido empíricamente la realidad. Esa idea, evidentemente no estaría en posesión del artista de un modo apriorístico, infuso, como reflejo de un espíritu eterno, en consonancia con la Idea   —44→   platónica, sino que, según Arteaga, la idea del artista sería fruto de su experiencia y conocimiento de la naturaleza; «no hay idea o concepto en el alma, por espiritual o abstracta que nos parezca, la cual no traiga o mediatamente o inmediatamente su origen de los sentidos, como entre otros lo han demostrado Locke y Condillac»64. Arteaga está en contra de los que entienden el vocablo ideal «no como una deducción del entendimiento, sacada de las ideas sensibles, de la manera que largamente hemos explicado arriba, sino como un producto infundado del capricho o de la fantasía»65; por eso estima que es impropio el distinguir entre naturalistas o idealistas, «porque no hay idealista que no deba tomar de la naturaleza los elementos para formar su modelo mental, como tampoco hay naturalista que no añada mucho de ideal a sus retratos, por semejantes que los juzgue y cercanos al natural»66.

Como vemos, Arteaga hace perfectamente compatible su defensa de la imitación ideal y su «modelo mental» del artista con su opinión acerca de la fundamental y necesaria experiencia de la naturaleza por parte del creador, estimación esta última que, igualmente, constituye el punto de partida que en sus reflexiones acerca de la imitación llevaron a cabo la generalidad de nuestros tratadistas del dieciocho. En la relación sujeto-objeto (artista-naturaleza), Arteaga no olvida la impresión que la última produce en el creador, pero sus reflexiones en la búsqueda de la belleza ideal toman siempre como punto de referencia inicial a la naturaleza. Son abundantes los pasajes de su libro en los que el jesuita demuestra su eclecticismo ideal-natural. Así, después de mostrar su desacuerdo con los que piensan «que la belleza ideal contradiga a la imitación natural»67, recomienda que el artista debe apartarse «lo menos que pueda de lo natural»; sólo podrá hacerlo cuando no encuentre en «las cosas naturales lo que ha menester para lograr lo que pretende, entonces debe suplir con el arte los defectos del original, ya trasladando a su objeto y reconcentrando en él sólo las bellezas esparcidas en otros objetos de la misma especie, ya añadiéndole de propia fantasía perfecciones ficticias, pero que se acomoden a la naturaleza del objeto que imita»68. Por este motivo, Arteaga justifica a los pintores «naturalistas»   —45→   Velázquez, Murillo y Ribera, opinando que si en alguna ocasión se les culpa de «demasiado naturalistas, la buena crítica exige que deba entenderse sólo de aquellos casos en que la imitación de lo ideal debiera anteponerse a la del natural»; del mismo modo se refiere a las censuras que Mengs, Winckelmann, Azara, Algarotti y otros hacen a los pintores flamencos, estimando que éstas no se deben a su imitación «naturalista», sino porque no «habían conocido bastantemente el arte de levantarse sobre la naturaleza ordinaria»69. En definitiva, Arteaga piensa que «el primero y principal blanco de las artes es imitar la naturaleza; el segundo hermosearla; y no puede llegarse a éste sin haber pasado antes por aquél»70.

De la misma manera que Arteaga no olvida la importancia fundamental de la naturaleza en sus reflexiones sobre la belleza ideal, tampoco el resto de nuestros preceptistas descarta totalmente la «idea» del creador, a pesar de que, repetimos, su atención se dirige fundamentalmente a la naturaleza, sin detenerse en teorizaciones sobre la mente del artífice. De cualquier modo, las alusiones de éstos a la «idea» son esporádicas y carentes de intencionalidad teórica en el esquema global de su pensamiento71.

Tampoco la propuesta de Arteaga de imitar sólo la «bella naturaleza» difiere del resto de nuestros teóricos, porque, con esta proposición, Arteaga no está defendiendo imitar sólo una parte de la naturaleza, la parte bella, sino que su concepto de «bella naturaleza» incluye lo feo; «las artes no imitan la naturaleza así a secas, sino la naturaleza bella, lo que no se debe   —46→   entender por lo mismo que si se dijese que las artes imitan siempre lo bello y jamás lo feo, pues muchas veces sucede lo contrario, sino que su fin es hermosear todo lo que imitan»72, y añade: «muchos objetos hay que, siendo desagradables y aun horrorosos en la naturaleza, pueden, no obstante, recibir lustre y belleza de la imitación»73. También Luzán afirma que gracias a la imitación artística «nos deleitan pintados los monstruos más feos y espantosos que nos horrorizarían vivos, y nos agrada la copia de los objetos más viles cuyo original nos movería a risa y a desprecio»74.

En definitiva, la naturaleza es vista por la generalidad de nuestros teóricos del dieciocho como la referencia indispensable y punto de partida necesario para la construcción de la teoría de la imitación. Todos coinciden, además, en que esa naturaleza es susceptible de superación y, por tanto, además de aconsejar la pintura de sus principios universales, recomiendan que sea seleccionada, mejorada y perfeccionada en la práctica artística.

Son abundantes los pasajes en los que nuestros teóricos recomiendan el perfeccionamiento de la naturaleza. Dice Luzán que «el poeta, pues, debe perficionar la naturaleza, esto es, hacerla y representarla eminente en todas sus acciones, costumbres, afectos y demás calidades buenas o malas», y continúa explicando que este perfeccionamiento de la naturaleza puede realizarse «en las cuatro partes principales del poema según la división de Aristóteles, esto es, en la fábula, en las costumbres, en la sentencia y en la locución»75. Idéntica es la argumentación seguida por Arteaga: «la belleza ideal de la poesía consiste en perfeccionar la naturaleza»; así, es necesario actuar sobre «las cosas principales que (la poesía) imita», a saber, «las acciones, las costumbres, la sentencia y la dicción»76. Asimismo, «el Arte enseña que el Poeta ha de perficionar la naturaleza» es una frase de Burriel representativa de su pensamiento77. También nuestros preceptistas recomiendan una selección de los objetos imitados, así como una elección de determinadas partes del objeto a imitar. Luzán, refiriéndose a las «pinturas y descripciones», recomienda al poeta «detenerse en las circunstancias más hermosas,   —47→   más agradables y placenteras del objeto que describe»78. En la exposición de las ventajas que la imitación ideal tiene sobre la imitación servil, Arteaga también defiende, lógicamente la selección, «una imitación que represente a la naturaleza en su aspecto más ventajoso, ocultando a la vista sus ordinarios defectos, agradará mucho más a quien contempla que la imitación servil»79. La selección, que, al igual que el perfeccionamiento de la naturaleza, implica una creación artística basada en el concepto subjetivo de belleza de cada artífice, y no basada en la belleza objetiva de la naturaleza, es también admitida por Sánchez Barbero, quien propone que el poeta recoja «los rasgos más hermosos dispersos en la naturaleza»80.

Recapitulando, la imitación es un requisito imprescindible en la definición de poesía ofrecida por la poética clásica. A juicio de nuestros preceptistas del siglo XVIII, la poesía ha de basarse en la imitación de la naturaleza. Ésta es entendida como la suma de todos los elementos pertenecientes a los mundos material, humano y divino, y comprende las acciones reales y las ficticias, los objetos y los pensamientos, el mundo existente y el fabuloso, así como el mundo presente y el pasado. En definitiva, la naturaleza abarca todo lo que posee existencia material y espiritual. Según nuestros teóricos, esa naturaleza puede imitarse, o representarse artísticamente de dos modos, «particular» y «universal». La imitación particular se corresponde con un tipo de representación naturalista, mientras que la imitación universal, tal y como hemos explicado, comprende una representación «universalizadora» e «idealizadora» de la naturaleza. Todos nuestros preceptistas se muestran favorables a la imitación universal. Arteaga defiende la imitación ideal, que, como hemos visto, coincide en gran medida con la imitación universal del resto de nuestros teóricos, ya que las dos suponen la «universalización» e «idealización» en la imitación de la naturaleza. Asimismo, las dos exigen el previo conocimiento empírico de la naturaleza como punto de partida para la creación literaria, si bien Arteaga enfatiza en la impresión que aquélla produce en la mente del artista.

La indudable defensa que los tratadistas españoles del dieciocho hacen de la imitación universal se ve mermada por las limitaciones que imponen al uso de ésta. El primer condicionante consiste en que dicha imitación universal siempre ha de llevarse a cabo con «verosimilitud» (pero ya hemos   —48→   comprobado el criterio tan flexible de verosimilitud que demuestran nuestros teóricos); asimismo, Luzán, entre otros, exigía que esa imitación universal se aplicara sólo a las acciones humanas, es decir al mundo de la moral y de las costumbres, debiendo representarse el mundo «material e intelectual» tal como es en sí, o sea, de forma «particular» (pero también hemos comprobado como Luzán corrige en parte sus propias afirmaciones al admitir cierta selección y manipulación en la representación del mundo material). Por último, la imitación universal debe ejercitarse preferentemente en determinados géneros literarios y debe evitarse en otros. De cualquier modo, todos nuestros preceptistas del dieciocho relegan la imitación particular, la cual consideran menos recomendable desde un punto de vista artístico que la imitación universal, la cual defienden razonadamente y con la cual entienden, repito, una manipulación artística en la naturaleza que implica una selección, modificación y perfeccionamiento que, en definitiva, no es más que una idealización de ésta. Se ajustan así nuestros tratadistas a la teoría estética del clasicismo dieciochesco, que rechaza el excesivo naturalismo y defiende una representación «perfeccionadora» de la realidad81.