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Bretón de los Herreros, crítico teatral, ante el drama romántico francés

Pau Miret Puig





La publicación en 1965 de los artículos que Bretón de los Herreros escribió para el Correo Literario y Mercantil entre 1831 y 1833 contribuyó, sin duda, a un mayor conocimiento de su pensamiento teatral. Sin embargo, sus críticas y reflexiones acerca del mundo del teatro se prolongaron hasta 1837 en otros periódicos como La Ley, El Universal o La Abeja. Lamentablemente, estos últimos textos no han sido recopilados hasta el momento lo que ha provocado, creemos, una ligera pero sutil incomprensión del ideario bretoniano.

Así, y por citar algún ejemplo, incluirá Bretón en el Correo algunas interesantísimas noticias sobre la situación de los teatros franceses. El 19 de septiembre de 1832 y con el título «Teatro francés», extracta de un periódico de París el argumento de la pieza de Dumas y Anicet, El hijo del emigrado. Unos meses después, el 9 de enero de 1833 y con el mismo título, se refiere al estreno en Francia del drama de Víctor Hugo, Triboulet (Le Roi s'amuse). Ambos textos se completan con un breve comentario personal que refleja con rotundidad el temor de Bretón a un teatro inmoral, por un lado, e irrespetuoso con las normas clásicas, por otro. Bajo ese prisma, la obra de Dumas será definida como un «tejido insoportable de crímenes asquerosos, bárbaros, inauditos [...] presentado sin pudor al pueblo francés»1. De forma similar se expresa hablando de Triboulet: «drama inmundo, horroroso, indigno del cantor de la Columna y no menos reprensible por los desatinos literarios que en él se amontonan, que por la inmoralidad escandalosa de su argumento»2.

Es evidente, pues, que Bretón no estaba dispuesto a aceptar ciertas novedades que empezaban a arraigar en Francia. Sin embargo, conviene matizar, como hizo ya en su día Luciano García Lorenzo3, que sus críticas no iban dirigidas al romanticismo sino a lo que percibía como una acumulación de elementos románticos sin un claro propósito que lo justificase. Asimismo, cabe tener en cuenta que dicha actitud es acorde con la línea ideológica marcada por José María Carnerero, director del Correo Literario y Mercantil. En las «Advertencias preliminares» que encabezan el primer número de dicha publicación queda patente el espíritu manifiestamente contrario a toda innovación extranjera. Carnerero advierte que la crítica debe contribuir a fijar la opinión pública, cuidándose especialmente de la «próxima corrupción de que se ve amenazada» nuestra literatura4. Así pues, no sería ilícito suponer que las poco favorables críticas de nuestro autor hacia el drama romántico francés pudieran tener su origen tanto en las dudas y recelos del joven crítico como en los dictados de Carnerero y el ambiente opresor creado por el ministro Calomarde.

De mayor libertad de expresión tuvo que gozar Bretón en La Abeja o La Ley. La Abeja, dirigida por Joaquín Francisco Pacheco, fue «el periódico más definidamente romántico, tanto por sus doctrinas como por la manera de exponerlas», en opinión de Gómez Aparicio5. Estos artículos marcarán una evolución en el pensamiento de Bretón que superará, en buena parte, sus prejuicios y quedará sorprendido y hasta conmovido con las nuevas propuestas francesas que se estrenaron en Madrid. Por ello, creemos que los diferentes estudios sobre la obra de Bretón de los Herreros no han prestado a estos textos la atención que merecen.

Las críticas que presentamos a continuación deberían servir para comenzar a enmendar tal error. Hemos seleccionado cuatro artículos por el valor de sus reflexiones y por la repercusión de las piezas a las que se refieren. Se trata de unos textos que Bretón escribió a raíz del estreno de Lucrecia Borgia y Ángelo, tirano de Padua, de Víctor Hugo, así como las de Catalina Howard y Antony, de Alejandro Dumas.


Lucrecia Borgia

Lucrecia Borgia fue el primero de los dramas de Víctor Hugo que se representaron en Madrid. Se estrenó el 18 de julio de 1835 en el teatro del Príncipe con cierto éxito de público pues alcanzó las 13 representaciones aquel año. Este drama se había presentado como «una obra destinada [...] a formar época en nuestros teatros», según se lee en el comunicado que la empresa se encargó de difundir para justificar «la gravedad de las cuestiones que va a suscitar la representación del primer drama de esta clase»6. El autor de la traducción era Antonio Cepeda, seudónimo bajo el que se escondía Manuel Eduardo de Gorostiza7.

Esta versión de Lucrecia Borgia, «traducida libremente», muestra significativas diferencias respecto al original si bien, en su conjunto, resulta bastante fiel, tal como ha razonado E. Caldera. Gorostiza elimina o modifica todas aquellas expresiones que pudieran ofender a la Iglesia (hasta 24 alusiones al Papa desaparecen o son sustituidas), así como algunas citas de contenido sexual. Además, introduce numerosos cambios estilísticos con el fin de «españolizar» la obra y alterar ligeramente la caracterización de algunos personajes.

Lucrecia Borgia plantea el conflicto de una mujer ambiciosa capaz de cometer los crímenes más crueles para satisfacer su necesidad de poder aun cuando, a su vez, ame con ternura a su hijo Genaro. Éste, que ignora su origen, acaba matando a su madre poco antes de descubrir la verdad. Lucrecia ha cometido muchas maldades en el pasado pero confía en el amor de su hijo para reconciliarse consigo misma y con Dios. La acción se desarrolla en dos ciudades, Venecia y Ferrara y, dentro de ellas en diferentes escenarios interiores y exteriores (calles y canales de Venecia, varias estancias del palacio de los Borgia y sus alrededores, palacio de Negroni...). La unidad de tiempo tampoco se respeta puesto que, por ejemplo, el segundo acto transcurre dos días después del primero.

La crítica del momento no se mostró de acuerdo en la valoración de la pieza. La recepción de las obras de V. Hugo en España ya fue estudiada hace muchos años por Parker y Peers8 quienes, en referencia al estreno de Lucrecia Borgia, aseguran que las opiniones de la crítica estuvieron tan divididas como las que suscitara D. Álvaro pocos meses antes. Así, en la Revista Mensajero se afirma que «el público, aun el público clásico, salió tan conmovido como hubiera podido desear Víctor Hugo»9. Por otro lado, Eugenio de Ochoa, en El Artista, insiste en el efecto que la obra provocó en el público. En su opinión, «es evidente que no ha gustado, y más diremos, que era imposible que gustara». El espectador sintió «más asombro que agrado» porque todavía no estaba familiarizado con «la poesía grandiosa del género romántico»10. Otra publicación, El Eco del Comercio, se manifiesta de forma similar al declarar que, aunque el público también «ha gustado de la totalidad de la obra», los dramas de V. Hugo «producen una sensación harto dolorosa para que haya muchos que quieran verlas segunda vez»11. Uno de los periódicos más duros con la obra fue El Correo de las damas, el cual clama contra la inmoralidad del drama en los siguientes términos:

... un tejido de acciones depravadas, disolución, adulterios, incestos, asesinatos, envenenamientos, parricidios... De todo esto hay en el drama: los vicios más hediondos, los crímenes más atroces representados ¡puestos en toda su deformidad a la vista del público!12



El artículo que Bretón publica en La Abeja, el 21 de julio de aquel año es un texto maduro y muy meditado. Nuestro autor, en la línea de lo expuesto por la empresa, considera el estreno de Lucrecia Borgia como un momento clave de la historia teatral española habida cuenta que supone la aparición del «romanticismo en todo su apogeo». Por ello, y tal como reconoce en la conclusión, concibe su artículo como una oportunidad para romper el incómodo encasillamiento que había adquirido tras su paso por el Correo Literario y Mercantil.

Bretón evita ofrecer el argumento de la pieza -algo habitual en sus artículos- para analizar por el contrario, y con mayor profundidad, dos aspectos fundamentales: el carácter de la protagonista y la descripción del cuadro final. El personaje principal del drama es, a decir de Bretón, una creación sublime que sólo puede realizar un genio privilegiado. Cabe destacar, pues, el uso de una terminología de indudable sabor romántico para aplaudir uno de los motivos románticos más discutidos por la moral cristiana tradicional: la confusión de la virtud con el vicio. En Lucrecia se reúnen un «monstruo» consagrado al infierno y un amor de madre «intenso, vehemente, entrañable, único». Este ser contradictorio es, sin embargo, verosímil puesto que su depravación es histórica y su amor es instintivo, «una necesidad de la naturaleza».

Pero para llevar a buen puerto este «gran pensamiento» se requiere el «talento colosal» que ha demostrado el autor. Como muestra de dicho talento, Bretón ofrece a los lectores una detallada y precisa descripción del cuadro final en el que la alegría del festín, las canciones báquicas, la algazara de los brindis, los ataúdes y la puñalada parricida consiguieron producir un «notable efecto en el alma del espectador». Conviene aquí aclarar que, como señalara Patrizia Garelli, el efecto teatral es para Bretón la ley suprema que debe acatar todo dramaturgo13.

Tales son, pues, los elogios que nuestro autor dedicó a Lucrecia Borgia. Mucho menos espacio empleó para los defectos que, además, en buena parte pueden atribuirse a la representación. En cualquier caso cumple destacar la absoluta ausencia de observaciones a las escandalosas inmoralidades o los despropósitos literarios a los que se refería en El Correo Literario y Mercantil.




Ángelo, tirano de Padua

El 23 de agosto del mismo año se estrenaba una segunda pieza de Víctor Hugo. La buena acogida de Lucrecia Borgia debió contribuir a la decisión de llevar a la escena un drama que se había estrenado en París el 28 de abril y que alcanzó las 36 representaciones entre esa fecha y el 20 de junio. Esta obra, según alega el propio Hugo en su prefacio, pretendía «compendiar» en cuatro protagonistas «todas las relaciones regulares e irregulares que el hombre puede tener con la mujer por una parte, y en la sociedad por otra»14. Para Ubersfeld, Ángelo es un drama de compromiso en el que Hugo tuvo que hacer algunas concesiones para conseguir el aplauso del público y de la crítica15. Sin embargo, y conforme advierte el redactor de El Artista, muy distinta será la recepción crítica en España y en Francia. Mientras «todos los periodistas de Madrid, nemine discrepante, nos extasiamos en la contemplación de las altas bellezas dramáticas» de Ángelo, «todos los periodistas de París [...] se admiran de que [Hugo] haya escrito un drama tan malo»16. En efecto, como indica Ubersfeld, Víctor Hugo fue muy castigado por la crítica en esa época, especialmente en algunas publicaciones dirigidas por François Buloz, entre ellas la Revue des Deux Mondes y la Revue de Paris17.

En España, el estreno de un drama de Víctor Hugo no suponía ya una gran novedad, pero necesitaba aún cierta protección para ser aceptado mayoritariamente. El propio Bretón, en la primera parte de su artículo, nos da detalles elocuentes sobre la promoción de la pieza. Evidenciar su propósito moral parece haber sido el principal, si no el único, empeño de una campaña publicitaria extraordinaria.

Tras dicha introducción, el artículo nos ofrece un resumen, muy detallado ahora, de la trama. Es este un buen ejemplo de cómo Bretón utiliza la exposición argumental para expresar las emociones sentidas. Para nuestro autor el teatro es fundamentalmente un espectáculo capaz de producir notables efectos mediante sistemas diversos. Nótese, por ejemplo, cómo se transmite ese derroche semiológico en una de las escenas más intensas del drama, aquélla en que Rodolfo y Catalina van a ser descubiertos por Ángelo. Nuestro autor necesita dilatar un instante su ritmo narrativo para, así, aportar información de signos acústicos (pasos, sonido de una llave en la puerta), mímicos (temblor, confusión, furor, llanto), proxémicos (entra Tisbe irritada), de vestuario (capa de un hombre en el suelo), lingüísticos (denuestos, súplicas), de accesorios (crucifijo) y de decoración (balcón, puerta). Con todo ello, Bretón pretende algo más que informar sobre la trama; quiere, especialmente, que el lector perciba los mismos efectos que el espectador.

En cuanto a la parte crítica del texto cabe destacar la reflexión acerca del moderado apartamiento de la obra respecto a las normas clásicas. Bretón expresa su agrado por el posible triunfo de un romanticismo dulcificado en sus formas y contenidos, en la línea de lo que había intentado él mismo con Elena18. Debe entenderse tal alusión a las reglas aristotélicas como la conformidad del autor hacia un quebrantamiento juicioso y razonable de las mismas. Precisamente, en este tema insistirá dos semanas más tarde con el artículo titulado «Literatura dramática». En él asegura que muchas de las reglas impuestas por los dramáticos franceses de los siglos XVII y XVIII son «hijas de la moda y del capricho», y que la obstinación servil por someterse a las reglas produce piezas inverosímiles y fastidiosa19.

A continuación, Bretón analiza las figuras de Tisbe y Rodolfo. Del primero defiende su verosimilitud y su originalidad frente a quienes lo juzgaban exagerado e indecoroso, mientras que a Rodolfo lo considera un personaje impropio del drama. En este sentido, nos parece muy significativo hallar de nuevo en su artículo «Literatura dramática» una reflexión acerca de la necesidad de introducir temas nuevos en el arte escénico que apoyaría la postura de Bretón respecto a Tisbe. Nuestro autor reprocha «la excesiva cautela con que muchos ingenios timoratos se abstuvieron de tratar ciertos asuntos» y declara, a su vez, que, «manejados con tino» muchos de los temas «que hasta ahora han estado proscritos del teatro le pueden enriquecer con producciones dignas de él». Sin embargo -matiza rápidamente Bretón-, el dramaturgo no debe caer en el abuso de las «escenas de disolución, de sangre y de horrores», o en el «delirio» e «infernalismo [...] en que parecen deleitarse los modernos dramáticos franceses»20.

Tal ambigüedad responde, creemos, a la intención de Bretón de mantenerse en una posición indeterminada que le permitiera moverse libremente como crítico y como dramaturgo. Parece como si después de ver y valorar las dos piezas de Hugo, el autor -consciente de que los gustos del público estaban cambiando- necesitara replantear su ideario estético y que «Literatura dramática» -juntamente con las dos reseñas comentadas- fuera el fruto de dicho razonamiento. Así, Bretón utiliza el estreno y el triunfo de Lucrecia Borgia y Ángelo para acentuar una postura que tímidamente venía anunciando en artículos anteriores y que ya había tratado de materializar -sin mucho éxito realmente- con Elena.




Catalina Howard

Catalina Howard estrenada en París el 2 de junio de 1834, pudo verse en España el 16 de marzo de 1836. La traducción, escrupulosamente fiel al original, se debe a la mano de Narciso de la Escosura. Se trata de la tercera de las piezas de Dumas estrenadas en España, tras Ricardo Darlington (14 de septiembre de 1835) que, según el propio Bretón, acaso podría ser la única obra del autor «cuya ejecución sea posible en nuestros teatros»21 y Teresa (1 de febrero de 1836)22. El drama nos presenta a una Catalina dominada por la ambición, dispuesta a cometer la más innoble acción por conseguir sus objetivos. Frente a ella, Etelwood, quien pasa del amor más puro a consagrar su vida a la venganza, y un Enrique VIII sujeto a intereses muy primarios.

La crítica dispensada a Catalina Howard fue en general positiva. Larra, en El Español, examina la moral de la obra (basada únicamente en la acción, muy diferente de la moral hablada de la comedia clásica) y desaprueba la excesiva celeridad con que en España se produjo el paso de Moratín a Dumas. Crítica, como se verá, mucho más meditada y penetrante -también más escéptica- que la que nos ofrecerá Bretón.

Ciertamente, la reseña de Bretón refleja ya una casi total normalización del drama romántico francés. El artículo exhibe su estructura más habitual lo que podría ser, ya, indicio del escaso interés que despertó la obra en nuestro autor. El texto se divide en dos partes: la primera y más extensa, es un resumen del argumento, más frío y desapasionado que en otras ocasiones; mientras que en la segunda parte, ofrece un sucinto análisis de la pieza que atiende especialmente a la representación.

A primera vista, lo más relevante sería la confrontación que Bretón establece entre A. Dumas, por un lado, y V. Hugo y C. Delavigne, por otro23. Bretón ya se había ocupado de dos obras de Delavigne -Marino Faliero y Las Vísperas Sicilianas- y las dos mencionadas piezas de Dumas, lo cual le permite opinar con notable criterio. Aquí, y como ya había expresado en su crítica a Ricardo Darlington, insiste en alabar la imaginación de Dumas aunque lamentando a la vez su agrio desencanto. El carácter burlón de nuestro reseñista choca con la agria concepción dumasiana del hombre y la sociedad. Bretón no critica a Dumas por faltar a la verdad ni por ser inmoral, pero sí censura la conveniencia de llevar esa realidad al teatro. En su comentario a Ricardo Darlington precisa los motivos:

Y aunque todo ello fuera verosímil ¿es lícito representar en el teatro el asesinato de la propia esposa? Si en efecto es mayor en el mundo la suma de los males que la de los bienes, la de los deleites que la de las buenas acciones, cuestión en que no queremos entrar, désenos siquiera en el teatro ficciones halagüeñas: consuélenos de tantos infortunios verdaderos la ilusión del júbilo y de la dicha24.



Si Dumas sobresale en talento y dominio del efecto teatral, sus rivales -Hugo y Delavigne- le aventajan en «elocución» y «poesía». Tal planteamiento es coincidente con el que expresa Larra en su artículo y se ha repetido, en muy buena parte, hasta nuestros días25.

Bretón cierra su artículo con brevísimos comentarios sobre la traducción y sobre la representación.

La evidente indolencia que muestra Bretón por esta obra podría resultar decepcionante pero creemos, al contrario, que es muy reveladora. Ante el drama romántico francés, Bretón ha pasado de la consternación a la admiración y de ésta al desinterés en muy poco tiempo. De ahí, el término «normalización» que empleábamos al principio. Ahora bien, la evolución bretoniana no termina aquí. Con el estreno de Antony, el círculo se cerrará y volveremos a observar, si bien con sustanciales diferencias, el recelo de nuestro autor hacia un género que no se ajustaba plenamente a sus planteamientos teatrales.




Antony

El 19 de junio de 1836, se estrenaba la obra de Dumas, Antony, traducida al castellano por Eugenio de Ochoa. La rebelión del protagonista, un expósito que se siente rechazado por la sociedad, irá más lejos de lo que buena parte de público y crítica estaban dispuestos a tolerar. Tal vez por ello, transcurrieron más de cinco años desde su estreno en Francia -el 3 de mayo de 1831- hasta que pudo verse en España, en una temporada que Caldera califica como «de transición» y que supuso una «mayor familiarización con la dramaturgia romántica»26.

La recepción de la obra no fue tan unánime como la de las piezas antes mencionadas. De todos es sabido que Larra, en El Español, rechazó enérgicamente la pieza por considerarla inmoral y peligrosa, además de inverosímil en algunas de sus escenas. Tampoco gustó este drama al redactor de El Mundo, quien además de reprender la moral contenida en el texto asegura no hallar mérito alguno en una obra formada por «una intriga en extremo pobre y malamente llevada a cabo, y valiéndose para ello de varias escenas que ninguna conexión tienen con la principal acción de él»27. El redactor de la Revista Española afirma que: «En Antony se ha excedido Alejandro Dumas», y que su principal defecto «es la inmoralidad de esos amores adúlteros, que por bien preparados que estén, siempre son de mal ejemplo para presentarlos en la escena»28. Igualmente, El Jorobado, nos aporta un jocoso resumen del drama y contesta -en un segundo artículo-, al pesimismo de Larra asegurando que «la cordura y sensatez inherente al carácter español hace que no se necesite una gran dosis de antídoto contra el veneno que semejantes traducciones nos acarrean»29. Distinto punto de vista brindará el crítico del Eco del Comercio para quien, una pieza tan «eminentemente antisocial» sólo pudo ser bien recibida por «el conocimiento que de la escena tiene el autor, la belleza de las imágenes, los pensamientos sublimes [...] la animación del diálogo, el lenguaje arrebatador, y otros mil encantos»30.

En su reseña, que vio la luz en La Ley, el 23 de junio, Bretón renuncia de nuevo a la exposición del argumento para analizar con mayor profundidad el personaje principal. Bretón proyecta una imagen deformada y grotesca de Antony con el fin de denunciar su falta de verosimilitud e inmoralidad. Con una elevada dosis de mordacidad, poco frecuente en sus críticas, aunque con su habitual ironía, nuestro autor trata de contrarrestar el efecto producido por la obra atacando sus cimientos. Para Bretón, lo que no es verosímil no podrá nunca convencer al espectador, y ni el protagonista ni la sociedad que presenta Dumas se corresponden con la realidad. Su esfuerzo, más próximo al tono burlesco del Jorobado que al trascendentalismo de Larra, consiste en ridiculizar al protagonista y restar importancia a otros aspectos tanto positivos -diálogo, estructura, traducción, caracterización de los personajes- como negativos -ejecución de la obra-. La sorprendente concisión del artículo parece responder a un deseo, por parte de Bretón, de enterrar la nueva obra y contribuir con su crítica a reconducir el teatro español por un camino más moderado y conservador. En esta línea debemos también entender el interés del autor por destacar el rechazo del público.

Bretón se muestra, pues, irónico, riguroso y contundente, pero el blanco de su crítica no es ya el teatro romántico francés, sino la poca consistencia de un personaje de un drama de Alejandro Dumas. A pesar de la reprobación de la obra sigue siendo evidente la evolución en el pensamiento de nuestro autor. Bretón no teme ya -conforme le ocurre a Larra- que se produzca un desmoronamiento del orden social, ni que triunfe la anarquía literaria. En este artículo, además de aceptar abundantes méritos artísticos (intriga bien combinada, diálogo animado, caracteres valientemente pintados) Bretón admite su noble propósito moral («suponemos buenas intenciones en el autor»). Asimismo, resulta incuestionable que el tono es mucho menos agresivo que el empleado por nuestro crítico en el Correo Literario y Mercantil.

Por último, cabe señalar que de los textos que a continuación se recogen sólo se ha modernizado la ortografía a fin de acomodarlos a las actuales normas de la Academia y facilitar así su lectura.








Selección de textos


Teatro del Príncipe. Primera representación de «Lucrecia Borgia, drama nuevo», escrito en francés por Víctor Hugo, y aducido al castellano

La larga y erudita disertación con que la empresa nos anunció este drama, manifestaba la importancia que le daba, y si tenía o no razón para dársela, la experiencia lo acaba de acreditar31.

Cualquiera que fuese el mérito de Lucrecia Borgia, no hay duda en que su representación iba a ser sobre nuestra escena un acontecimiento tan grave como peligroso, pues se trataba de presentar a un público receloso y difícil de contentar, no ya un tímido ensayo del drama romántico, sino el romanticismo en todo su apogeo.

La empresa ha tenido la cordura de no prevenir el juicio de los espectadores con elogios anticipados del drama cuya ejecución ofrecía, y sin dar a esta tentativa otro mérito que el de considerarla como una prueba más de sus deseos de complacer al público, no ha querido ser mezquina en llevarla a efecto; antes ha sido notable el suntuoso aparato con que ha puesto en escena un drama de cuyo buen éxito no estaba segura.

La familia de los Borgia, Borja en España, de donde es originaria, se hizo por su perversidad y sus crímenes famosa en los anales de Italia, como otras por sus virtudes y sus hazañas; y bien que algún Borja sea venerado en las aras de la cristiandad, pocos fueron de su parentela los que no hicieron en aquella era relevantes méritos para con el demonio, sin excluir a alguno que debió ser en la tierra su más solemne adversario.

Según la historia, y según el drama, que en lo esencial se separa poco de ella32, Lucrecia Borgia, o Borja, que sobre esto no disputaremos, quiso llevarse la palma de la iniquidad entre sus execrables deudos. Hija de sacrílego ayuntamiento, nació consagrada al infierno, y aunque nunca quiso desviarse del derrumbadero que a él la precipitaba, la justicia divina no esperó a hundirla en sus abismos por toda una eternidad para hacerla sufrir los horribles tormentos que alcanzan al réprobo tarde o temprano.

Lucrecia, según el drama, tiene un hijo, cuya existencia es de todos ignorada, menos del monstruo que le parió. Habido también ilegítimamente, y criado Genaro lejos de su madre, parecería natural que ésta no le amase, y aún se declarase su enemiga y perseguidora, a no reflexionar que el afecto de madre es como un instinto, como una necesidad de la naturaleza; afecto que por lo regular antes consiente en asociarse, en confundirse con otras cualesquiera pasiones, aun las más criminales, que dejarse arrancar por ellas del corazón donde una vez se anida. Dios quiso inspirar a Lucrecia este amor, y que fuese intenso, vehemente, entrañable, único; mas no se lo dio para su deleite, para su consuelo, para que templase la amargura de una existencia odiada, maldecida, sino como el más terrible castigo de su inicua conducta, como un suplicio más atroz todavía que la espina del remordimiento33. Porque ¿puede haberlo mayor que amar ciegamente a un hijo, y no atreverse a darle este dulce nombre? ¿Cabe en la imaginación mayor tortura que oír sólo en su boca sarcasmos, denuestos, maldiciones contra sí misma; y ser continuo blanco de sus desprecios y de sus ultrajes, cuando la infortunada madre derrama sobre él caricias, beneficios, y bendiciones, aun a riesgo de descubrir el secreto de que pende el débil rayo de halagüeña esperanza que la hace todavía soportable la vida? La creación de este carácter es sublime; y concepciones semejantes no son dadas sino a genios privilegiados34.

Pero el cruel desvío, la indomable animadversión con que la impura, la infernal Lucrecia es mirada por su hijo adorado, no es todavía para ella la prueba más tremenda de la cólera divina. Es forzoso que de su propia ternura nazcan peligros, persecuciones, e infortunios contra el virtuoso joven que se la infunde: es forzoso que sus manos preparen involuntariamente el tósigo que ha de dar temprana y horrorosa muerte a quien ella dio la vida; es forzoso en fin que aquella mano querida sea la vengadora de Italia hundiendo un puñal en el materno corazón, y que sólo en medio de la agonía de entrambos pueda Lucrecia exclamar: «¡soy tu madre!», y proferir Genaro el grito del remordimiento y de la desesperación.

Los medios de que el poeta se ha valido para desenvolver y conducir a su término este gran pensamiento son altamente dramáticos, y tanto la pintura de los caracteres como el diálogo muestran que Lucrecia Borgia es obra de un talento colosal, que se hace sentir aun en sus mismos extravíos35. Entre otras situaciones del mayor efecto, y cuyo menor mérito es la novedad, con ser ya tan rara como difícil esta prenda en los poemas dramáticos, se distingue el acto tercero, escrito con suma maestría. La compasión y el terror alternan en él con igual valentía y como disputándose entre sí el triunfo sobre el alma del conmovido auditorio; mas aunque parece que no puede ya acrecentarse el interés, viene luego el acto quinto a hacerlo mayor anunciando desde el principio la espantosa catástrofe con que termina, y hábilmente preparado por los anteriores36. La imprudente, la funesta alegría con que aquellos incautos jóvenes entregados al placer en el pérfido festín que ha de precederles a la tumba, beben con ansia inocente la ponzoña que abrasa sus entrañas; los fúnebres cantos de la comunidad que viene a auxiliarles en la agonía, de que tan distantes se imaginan, mezclados con las canciones báquicas y la algazara de los brindis; la terrible cuanto inesperada aparición de Lucrecia, que con feroz complacencia les declara que están envenenados, añadiendo el insulto a la venganza; aquellos ataúdes donde eternamente van a dormir los que esperaban entregarse a blando pero breve reposo sobre lechos de rosa y entre deliciosos placeres y gratos ensueños; el golpe atronador que la misma Lucrecia recibe cuando de improviso se presenta a ella Genaro pidiendo también un ataúd; y en fin la escena desgarradora que precede a la puñalada parricida con que el nieto de Alejandro*** venga a sus compañeros vilmente asesinados, y purga a la Italia escandalizada de la fiera serpiente que infestaba su suelo; cada una de estas maestras pinceladas produce notable efecto en el alma del espectador, y todas ellas forman un cuadro imponente, grandioso.

Aunque haya tanto que aplaudir y admirar en este drama, a nuestro juicio no está exento de defectos. Declarar Genaro que salvó la vida al padre del duque de Ferrara cuando éste va a darle muerte, no es incidente romántico, sino novelesco; y como a pesar de semejante declaración no desiste el duque de su designio, tal refinamiento de crueldad perjudica al efecto de la escena lejos de aumentarle; y esto nos parece tanto más reprensible, cuanto que el poeta se olvida de que nos ha pintado a Hércules de Ferrara como buen soldado y leal caballero. No quisiéramos tampoco que el duque se riese a carcajadas, como un loco, cuando sabe que el que tiene por amante de su mujer acude al festín donde ha de ser envenenado por la misma Lucrecia. Semejante reír es impropio de un hombre atormentado por los celos y por la sed de venganza: una sonrisa sardónica, comprimida, diabólica, sentaría mejor en sus labios, y no ofrecería el peligro de causar en el auditorio impresiones distintas de las que se propuso causar el poeta37. Acaso convendría también que el canto mortuorio y el himno de amor y vino durasen menos; y quizá el excesivo número de encapuzados agonizantes disminuye el terror de su presencia, porque tantos bultos blancos y tantas luces distraen al auditorio. El estilo es cual conviene a los diferentes interlocutores, y abunda en rasgos sublimes, bien que alguna vez le deslucen ciertos conceptos que por estudiados degeneran en pueriles.

A pesar de los defectos que apuntamos, y de algún otro que el sumo interés con que oímos el drama no nos dejó acaso advertir, no vacilaremos en afirmar que basta por sí solo a justificar la fama de su autor, y que sin embargo de haberse oído al caer el telón algunas señales de desaprobación en medio del aplauso con que generalmente fue acogido, no tendrá motivo la empresa para arrepentirse de haberlo puesto en escena con una pompa y con una inteligencia que honran mucho a su director.

El desempeño ha sido esmerado por parte de todos los actores, y especialmente por la señora Rodríguez38, y los señores Latorre y Romea mayor39. No cabe mayor destreza que la manifestada por la dama en el arduo desempeño de su papel: sobre todo no se concibe que pueda representarse mejor que ella lo hace la escena en que habiendo empleado en vano mil arbitrios para desarmar la cólera de su marido contra Genaro, devora su inquietud, su rabia, su despecho, y se esfuerza a rendirle empleando las tretas de la más refinada coquetería; ni se imagina que a las maldiciones fulminadas sobre ella por el ídolo de su corazón, pueda criatura humana responder con más afecto, con más dulzura: «¡bendito seas!». El señor Latorre no podía menos de agradar en la ejecución de su papel, cuando en otros de más empeño está acostumbrado a brillar. El señor Romea ha comprendido y ejecutado el suyo, no como bisoño, sino como un maestro en su arte: su aplicación y su distinguido talento le han colocado ya en esta categoría. Digno es también de alabanza el señor Monreal por la inteligencia con que ha representado el papel de confidente y verdugo de Lucrecia. Este joven da muy buenas esperanza40.

No acabaremos este artículo sin elogiar la traducción, que según dicen, es de Don Pedro Gorostiza. Está hecha con tal conocimiento del teatro y en tan castizo lenguaje, que parece obra original.

Dejando ahora el plural, diré yo, el que firma este análisis, que me complazco sobremanera en hacer justicia al esclarecido ingenio francés, como creo habérsela hecho siempre a todos, sigan la escuela que siguieren, y que con esta prueba más de mi sinceridad, me parece ser llegado ya el tiempo de que me dejen en paz los que gratuitamente me suponen animado por el espíritu de ésta o la otra secta literaria, cuando quizá no me faltan títulos en que apoyarme si digo que estoy lejos de merecer el apodo de rutinario.

(La Abeja, 21 de julio de 1835).




Teatro del Príncipe. Primera representación de «Ángelo, tirano de Padua», drama nuevo en tres jornadas, de Víctor Hugo, traducido al castellano

La traducción de un trozo del prólogo con que el poeta francés imprimió este drama, estampada no sólo en los carteles, sino en todos los periódicos de esta capital, nos anunció de antemano, si bien en estilo antitético y amanerado, cuál fue la idea que aquel se propuso en la composición del drama citado: idea que desnuda de tropos y alegorías se reduce a manifestar que el corazón de la mujer cualquiera que sea su condición, es siempre tierno, amante y generoso, y que por lo general los hombres son los autores de sus infortunios y de sus extravíos. Mujeres, acudid a la representación de este drama y vuestro amor propio será lisonjeado41.

Veamos cómo desenvuelve Víctor Hugo su pensamiento, y para ello analicemos el drama. La escena se supone en Padua, ciudad a la sazón dependiente de la república de Venecia. Ángelo Malipieri, senador veneciano, ejerce en Padua la suprema autoridad. Indiferente a la belleza de su esposa, con quien se unió a despecho de ella por miras de ambición y codicia, corteja Malipieri a una actriz llamada Tisbe, la cual por temor sin duda al poder déspota y a su carácter cruel y vengativo, no se atreve a desdeñar sus obsequios, aunque enamorada ciegamente de un joven proscrito descendiente de una familia que había reinado en Padua, el cual bajo el supuesto nombre de Rodolfo, y en calidad de hermano de Tisbe la sigue a todas partes. No la ama sin embargo, que de quien está apasionado siete años ha es de una noble veneciana, a quien sólo conoce por el nombre de Catalina. Los padres de ésta la casaron contra su voluntad cinco años había, y en todo este tiempo ignoró Rodolfo su destino y paradero. Pocas semanas antes de la acción del drama supo el proscrito que su amada era prenda de otro hombre, sin averiguar todavía quién fuese, y supo también que residía en la misma ciudad de Padua. Lamentándose Rodolfo de la desgracia de sus amores y de no hallar media para hablar y ver con seguridad a su hermosa desconocida, cuando un hombre llamado Homodei, elocuente sarcasmo de la negrura de su alma, porque antes debiera llamarse Homo Demonii, se le aparece de improviso y le deja atónito llamándole por su verdadero nombre y haciéndole ver que sabe toda su historia. Homodei es espía del horrendo consejo de los Diez. Este funesto empleo y la facilidad con que a favor de una estolidez fingida y con el pretexto de dar lecciones de guitarra se introduce en todas partes, le suministran medios más que suficientes para penetrar los designios y los arcanos de Rodolfo. Si queréis ver a vuestra amada, le dice, y en su propia casa, yo puedo proporcionaros esta dicha. Vacila un momento el enamorado joven, y más cuando Homodei le revela que el marido de Catalina es nada menos que el tirano de Padua. Teme con razón que el que se ofrece a prestarle tan arriesgado servicio sea algún esbirro del podestá, que de su orden le arme un pérfido lazo; pero el supuesto maestro de vihuela le tranquiliza haciéndole saber que pocas noches antes, viéndose acometido por tres asesinos debió la vida al valor con que el mismo Rodolfo le defendió de sus puñales.

No era sin embargo un sentimiento de gratitud el que inspiraba a Homodei aquel rasgo de aparente generosidad, ni ningún afecto noble puede albergarse en el alma de un agente, de un espía del sanguinario tribunal veneciano. Homodei había puesto sus indignos ojos en Catalina, había osado declararla sus torpes deseos, y la noble veneciana había respondido a sus solicitudes con el desprecio y la indignación que merecían. Devorado desde aquel momento por la baja envidia y por la feroz ansia de vengarse, medita en silencio y pone en ejecución el plan infernal de perder a Catalina, sirviéndole de instrumento las dos personas a quienes sus relaciones amorosas agraviaban; esto es Ángelo y Tisbe.

No bien se separa de Rodolfo el esbirro, concertando con él la hora y sitio en que habían de reunirse para entrar en el palacio del podestá, se acerca a Tisbe, la descubre los pasos en que anda Rodolfo, y la promete que quedará convencida por sus propios ojos de la infidelidad de su amante, si logra apoderarse de una llavecita de oro que prendida de un joyel lleva siempre Ángelo consigo para abrir una puerta secreta que conduce al dormitorio de Catalina y si por este medio se introduce en él a una hora convenida.

Tisbe, como buena actriz, pone hábilmente en juego todos los recursos del arte de la coquetería hasta hacerse dueña de la preciosa llave, manifestando estimarla sólo por su material valor y por lo primoroso de su obra.

Llegado el momento acordado penetra Homodei en la habitación de Catalina por una puerta sólo de él conocida, reconoce el cuarto, intimida y ahuyenta a una camarera, que halla en él, con sólo descubrir el signo del infernal decenvirato de quien depende, signo que haría temblar al mismo déspota de Padua; después introduce a Rodolfo por la misma puerta misteriosa, que nadie sino él sabe abrir, deja sin ser visto una carta sobre el velador y desaparece.

Catalina, que se hallaba en su oratorio, inmediato a la alcoba, no tarda en presentarse, y venciendo la ternura de ambos amantes al terror que debe infundirles el grave peligro en que se hallan, desahogan su inesperado júbilo, y compensan sus largos pesares, renovando en tierno coloquio los recíprocos juramentos de amarse eternamente, resuelta empero Catalina a morirse de pena y de amor, antes de quebrantar los que había pronunciado en el ara, bien que arrastrada a ella por la tiranía de un padre desnaturalizado. ¡Cuán caro van a pagar un momento de gozo! Catalina ve sobre la mesa la carta que dejó el espía, la abre sobresaltada, y lee estas terribles palabras: «Señora, un esbirro que ama, es muy pequeño; un esbirro que se venga es muy grande»; lo que les hace ver que han sido vendidos por aquel infame. Poco después oyen pasos hacia la próxima galería, y suena una llave en la puerta que conduce a ella.- ¿Quién puede ser sino el tirano?- Rodolfo no tiene por dónde huir: la puerta por donde entró es impracticable para él; la principal está cerrada, y guía al dormitorio de Ángelo; el balcón tiene más de ochenta pies de altura, y mira a un río. No le queda, pues, otro arbitrio que entrar en el oratorio, aunque no tiene salida. Ábrese la puerta de la galería, entra Tisbe irritada; el temblor y la confusión de Catalina confirman sus sospechas, y llega al colmo su furor al ver en el suelo la capa de un hombre. Aunque todavía no acaba de creer que este hombre sea Rodolfo, tanto la ciega su vehemente pasión, prorrumpe celosa en los más amargos denuestos contra su rival, sólo respira venganza, sin detenerla el llanto y las súplicas de Catalina ni consideración alguna grita como una desesperada llamando al tirano, y hubiera despedazado a la infeliz esposa antes de llegar el marido, a no desarmar su cólera la presencia de un crucifijo, recordándola que muchos años antes se lo había dado su madre a una niña, por cuya intercesión se libertó del suplicio a que fue condenada, y era la única prenda que podía ofrecerla como prueba de gratitud. En pocas palabras se convence Tisbe de que aquella niña benéfica es Catalina, y cediendo al amor filial toda otra pasión, se decide a proteger a la misma mujer que un momento antes era objeto de su escarnio y de su furor. A las voces acude el tirano, y puede inferirse cuál será su ira al ver tantos indicios de culpabilidad de su esposa; pero Tisbe le deslumbra, suponiendo haber venido a aquellas horas disfrazadas con capa y sombrero de hombre, a advertir a Catalina, para que ella lo hiciese a su marido, que se conspiraba contra la vida de éste. Con tal ardid salva por entonces a Catalina, y al retirarse con el podestá la entrega la llave de la galería por la cual huye Rodolfo. Por desgracia intercepta Ángelo a la mañana siguiente una carta que aquel dirigía a Catalina, y comprobado el delito, resuelve decapitarla secretamente en el mismo palacio. Tisbe a quien confía este designio, le propone valerse de un veneno muy activo que ella le dará, con lo cual ni aun el verdugo será sabedor de su afrenta; y Ángelo que, lejos de tener motivo de desconfiar de su querida, debe suponerla más interesada que nadie en la muerte de Catalina, toma su consejo. Entonces Tisbe hace que la veneciana beba un narcótico en vez del tósigo prometido, y ganando a fuerza de oro a los sicarios encargados de conducir al pretendido cadáver al panteón, hace que lo lleven a su casa. Entretanto manda preparar dos caballos y un vestido de hombre para facilitar la fuga de Rodolfo y su amada. Ésta no ha vuelto en sí todavía cuando se presenta Rodolfo, sabedor por una doncella de Catalina de que Tisbe había suministrado el veneno que en su entender la había muerto. Tales son las injurias y las maldiciones que el ciego joven fulmina contra la infortunada Tisbe, amenazándola con su puñal; tantas veces y con tan atroz deleite la repite que jamás la había amado, y que su corazón era todo de Catalina, y tal era en fin el odio que había cobrado Tisbe a su propia vida desde el momento en que supo que era tan mal pagado su ardiente amor, que sin querer justificarse, siéndola tan fácil, enardece ella misma la terrible saña de su amante, contenta con espirar al menos en sus brazos; y recibe la puñalada mortal al mismo tiempo que Catalina recobra sus sentidos, atestiguando la heroica magnanimidad de la víctima y la execrable ingratitud de su asesino.

Tal es el argumento de esta patética composición, y con habernos extendido tanto en explicarle arrastrados por el sumo interés que inspira, todavía hemos pasado en silencio muchos incidentes. Este drama, en medio de ser tanto su movimiento, es sumamente sencillo en su trama, en sus progresos y en su desenlace; tanto que si algunos ingenios, o por excesivamente tímidos o por desconfiar de sus fuerzas, se hubieran abstenido de poner en escena tan arriesgado asunto, ningún apasionado de los preceptos clásicos le hubiera recusado en cuanto a sus formas. Los interlocutores son pocos, la duración de la acción apenas pasa de cuarenta y ocho horas, acaece en el ámbito de una sola ciudad, y mucha parte de ella en el de una alcoba; y por último no recurre el poeta a los auxilios de numeroso acompañamiento, seductor aparato y otros recursos semejantes, y aun menos a batallas y tempestades y trasgos y fantasmas. El drama, sin embargo, es obra de un poeta romántico42. Sirva esto de aviso a los que clamando con más petulancia que reflexión contra la esclavitud de las reglas, creen deshonrar la bandera en que guiados solo por el atractivo de la novedad, sin vocación verdadera, sin estudio, sin examen y como de somatén se han alistado, si no desprecian y patean todos los tratados de poética, y piensan que la desenfrenada licencia de amontonar horrores, hacinar absurdos y acumular extravagancias es el bello ideal en punto a literatura dramática.

Si el drama de que hablamos es digno de elogio por lo interesante de su acción y por la regularidad y conocimiento escénico con que está manejado, no le recomienda menos la fiel y animadísima pintura de los diferentes caracteres. Algunos califican de exagerado el de Tisbe, sin considerar la posición social en que el poeta la ha colocado; o por mejor decir, sin considerar que la ha colocado fuera de la sociedad. Las pasiones de una mujer criada en la mendicidad, en el abandono y en la afrenta; de una mujer que sólo por el ascendiente de su belleza y su talento ha llegado a hacerse superior a las preocupaciones conjuradas contra ella; de una mujer en fin guiada solamente por los impulsos de su corazón de fuego, no pueden, no deben atemperarse a las lecciones ni a las costumbres de una hipócrita cortesanía. Tisbe ha de ser vehemente, libre, ardorosa en el amor, en el odio, en la venganza, en la compasión, en todos sus afectos, o Tisbe no ha de existir. Por otra parte, mujeres de este temple no son raras en la naturaleza, y si no es costumbre el manifestarlas sobre las tablas, la Tisbe de Víctor Hugo será un carácter nuevo, atrevido, aventurado, si se quiere, pero no exagerado43. Aunque menos originales, si bien desenvueltos con bastante novedad, son creaciones perfectas en su respectivo género los de Homodei, Ángelo y Catalina. El de Rodolfo no es digno de un drama trágico, y nada sería más fácil que reducirlo a héroe de vaudeville. Hombre que tan tierna, tan acendrado, tan fiel y tan puramente adora a una mujer, no es tan villano ni tan vicioso que pueda vivir matrimonialmente con otra. Solicitar a Petra y estar metido con Juana, lo hace cualquier calavera, es cierto, pero el que esto hace engaña a las dos: regla general; y Víctor Hugo está muy lejos de decirnos que Rodolfo engaña a Catalina. Este es el defecto esencial que en nuestro dictamen se advierte en el drama, y las inútiles digresiones de algunos diálogos en situaciones que de ningún modo las consienten44. El cantar Rodolfo el romance de que tanto gusta Catalina, sin advertir que alguno más que ella lo puede oír; lo postizo que es el papel de un cierto amigo del mismo Rodolfo, que sólo se presenta en una escena para servirle de impasible confidente, son lunares de poca monta, harto compensados con las grandes bellezas en que abunda el drama.

La ejecución ha sido sobresaliente por parte de todos los actores. El papel de Tisbe ha sido ejecutado por la Sra. Rodríguez con admirable inteligencia; y aunque en todas sus escenas ha correspondido a la alta opinión que su gran talento artístico ha merecido, dudamos que haya actriz en el mundo capaz de serlo con expresión más veraz, más elocuente, más arrebatadora que la que ella ha desplegado en su escena del acto último con Rodolfo; y sobre todo cuando éste, después de amenazarla con un puñal la dice que «nunca la había amado» y ella exclama con toda el alma en los labios: «¡esa palabra es la que me mata, no tu puñal, desventurado!». La señora Bárbara Lamadrid se ha hecho muy acreedora al aplauso del público retratando con laudable naturalidad la ternura y los padecimientos de una infeliz mujer, víctima de su padre, víctima de su marido, víctima de la envidia, y de su amor y de su virtud. En el acto segundo ha tenido momentos de verdadera inspiración, y no cabe manifestar con más energía el horror y el espanto que debe causar el aspecto de una muerte cruel a una débil mujer, inocente del crimen que la imputan, indefensa, y en la flor de sus años45. El señor Latorre ha sido fiel intérprete del pensamiento del poeta, que ha querido mostrarnos en Ángelo Malipieri a un hombre soberbio, rencoroso, familiarizado con las lágrimas y la sangre de sus súbditos; a un déspota resignado al aborrecimiento universal; a un tirano, siervo de tiranos más poderosos. El que quiera ver en la figura de un hombre, en su voz, y en el menor de sus ademanes el tipo de la envidia más envenenada y de la más soez depravación, acuda a una representación del Ángelo y oiga y vea a aquel escorpión llamado Homodei, bajo cuya máscara desaparecen las nobles facciones y hasta la elegante estructura del señor Julián Romea. Su hermano Florencio ha estado también muy feliz en la ejecución del papel de Rodolfo, sin excluir el romance consabido, del cual ha cantado al paño una estrofa con expresión y buen estilo.

La traducción nos ha parecido bastante bien escrita.

El teatro ha estado servido con propiedad y con lujo en cuanto el drama lo permite. La decoración del primer acto es magnífica. Aquel disco de la luna tan bien imitado en su forma, color y movimiento, y la luz plateada que despide, confundiéndose con la rojiza y macilenta de multitud de vasos de color encendidos, produce admirable efecto, y no menos lo bien figurado de los albores matinales al desaparecer el astro de la noche46.

(La Abeja, 27 de agosto de 1835).




Teatro del Príncipe. «Catalina Howard, drama nuevo».- Beneficio de la Sra. Concepción Rodríguez

Una mujer humilde aunque hermosa, es adorada por un hombre que la saca de la miseria y a quien por ella ningún sacrificio es costoso, honores, riquezas, altas dignidades, el reposo, la vida misma, que perdería infaliblemente víctima del encono de su Rey, y de un Rey como Enrique VIII de Inglaterra, a no prevenirle tomando un narcótico que le hace parecer muerto. En tal estado desciende al panteón Lord Ethelwood, que este es su nombre, confiando antes la llave del sepulcro a la única depositaria de su secreto y de su corazón, a la mujer que se lo debe todo; y esta misma mujer, poseída de una ambición frenética, es tan ingrata que sabiendo que es amada del Rey se apresura a vender por una corona su fe conyugal, su virtud, su conciencia, sus remordimientos. Enrique VIII, que así se enamoraba de una mujer como la entregaba al verdugo, y que con la misma facilidad hacía y deshacía reinas, no vacila en partir su trono con la pérfida mujer que le codicia. Pero vive el engañado primer esposo y ni en Inglaterra es permitida la bigamia, ni Enrique es hombre que sufre rivales. Es forzoso pues que no despierte el dormido, que no resucite el muerto. ¿Cómo? Muy fácilmente. Arrojando al Támesis la llave de su sepulcro. Así lo hace la miserable, aconsejada por la fatal ambición que la devora. Esta mujer ingrata, traidora, adúltera y aleve es Catalina Howard.

Pero hay otra llave para el sepulcro del desventurado esposo. Esta llave viene a poder de la princesa Margarita hermana del rey, que había amado tiernamente al muerto en apariencia, y a la misma cuya mano había rehusado por Catalina incurriendo en la terrible cólera de Enrique el generoso caballero que tan mal pago recibe de sus finezas. La desamada Margarita baja al panteón a llorar sobre los restos de su amado, y le procura así la salvación. Informado de la inaudita maldad de Catalina jura tomar de ella la venganza más atroz, y lo cumple. Catalina se lo encuentra en todas partes como su sombra, y él se reproduce bajo mil formas diferentes para amargar los placeres de la adúltera homicida. Una ley de Inglaterra condenaba a morir en el patíbulo a la mujer que siendo o habiendo sido esposa de otro se casase con el Rey sin confesárselo. Catalina se hallaba en este caso, y Ethelwood hace de modo que sin él descubrirse se convenza Enrique de la certeza del delito. Furioso el Rey no tarda en acusarla ante la cámara alta, y los Pares sojuzgados por un tirano, no vacilan en pronunciar la pena de afrentosa muerte contra la culpada. Uno solo, el conde de Sussex se atreve a abogar por ella, bien ajeno de cuán indigna es de aquel peligroso favor; y sin arredrarle la saña del Rey se ofrece a sostener con las armas la inocencia de Catalina si ésta se digna de aceptarle por campeón y si hay algún caballero que ose admitir su arrogante desafío. Catalina ve un rayo de esperanza: puesto que su fallo se remite al juicio de Dios, vigente todavía en Inglaterra, o no habrá un hombre tan cruel que exponga su vida por asegurar la muerte de una infeliz mujer, o no puede menos de salir victorioso el noble paladín que la defiende. Así discurriendo, acepta la espada del conde de Sussex. Un armado caballero se presenta calada la visera a recoger el guante no bien le arroja el retador. En su voz, en sus ademanes, en su fiereza reconoce Catalina a su implacable esposo. Verifícase el duelo, y sucumbe Sussex. Catalina es conducida a un calabozo de la torre de Londres y no vuelve a aparecer hasta una hora antes de la destinada a su suplicio. Aun en tan desesperado instante vislumbra la desdichada un medio de salvación. Conservaba una joya de mucho valor, mediante la cual logra que el verdugo se ahuyente de Londres; y hasta tres días después no puede venir otro a reemplazarle. En este tiempo espera Catalina ver al Rey o que éste reciba al menos una carta implorando la clemencia que ella esperaba obtener; pero óyese una voz que ofrece veinte libras esterlinas a quien quiera servir de verdugo para la preparada ejecución, permitiendo al que lo sea que cubra con una máscara su rostro, y un hombre enmascarado se presenta pocos momentos después blandiendo el hacha fatal. ¡Es el mismo hombre de la tumba! Catalina le conoce harto bien y harto se da él a conocer sirviéndola de intérprete, o más bien de acusador ante el tribunal de la penitencia que ella no osaba arrostrar, para que la infeliz pudiese dudarlo. El verdugo se apodera de su presa y después que la inmola, se denuncia a sí mismo como cómplice, quita la máscara a su frente y la entrega a la segur de la ley.

Tal es muy en extracto el argumento de este largo drama, tomado en parte de la historia y debido en lo demás a la fecunda, bien que demasiado sombría imaginación de Alejandro Dumas. Está escrito con sumo talento y con aquella fuerza de colorido, con aquella energía de pasión en que sólo un rival conoce el autor entre sus compatriotas; ese rival es Víctor Hugo, y con un conocimiento del efecto teatral en que a mi juicio aventaja a su mismo rival, ya que en la elocución y en la poesía no le es dado competir con él ni con Casimir Delavigne. El público presenció con entusiasmo varias escenas maestras y todo el drama con el más vivo interés, si bien una parte del auditorio murmuró del exceso de horror que a la catástrofe acompaña. La traducción parece, y sin duda es lo menos de dos manos: hay trozos bien y castellanamente hablados, otros aun mejor, otros en chapurrado, otros casi en francés47.

El desempeño por parte de todos los actores y la dirección de escena han dejado poco o nada que desear. Romea mayor en el papel de Enrique VIII, y más aún Latorre en el de Ethelvood han brillado mucho, y sobre todos la beneficiada. ¿Dónde hubiera hallado más digno intérprete que en ella ese arduo carácter de Catalina Howard, confuso caos de tiernos afectos, de mujeriles ardides, de encontradas vehementes pasiones, alumbrado con siniestra y fúnebre luz por el astro fatídico de una insensata ambición? Yo que en tanta parte soy deudor al raro talento de esta grande actriz de algunas flores que la bondad del público madrileño se ha dignado de esparcir por entre las espinas de la carrera dramática que sigo con invencible pasión, ¿cómo podré dejar de interesarme en este nuevo triunfo de la inimitable Concha? ¡Pluguiera a Dios que no fuese el postrero como nos lo han anunciado! ¿Y será posible que ese luminar de la escena española se oculte voluntariamente cuando más radiante y vigoroso puede y debiera brillar? ¿Y quién la reemplaza ahora? Podrá haber quien la supla hasta cierto punto en pocos papeles; ¿mas dónde hallar una actriz tan inteligente, tan sensible, tan infatigable, tan universal? ¡Pérdida es irreparable para el público, para los empresarios y para los poetas!48.

(La Abeja, 20 de marzo de 1836).




Teatro del Príncipe. «Antony», drama de Alejandro Dumas, traducido al castellano.- Beneficio del actor Julián Romea

Antony es expósito; tiene una imaginación de fuego y unas pasiones diabólicas, y da en la manía de vengarse de la sociedad, porque ésta en su concepto no le da toda la consideración que él cree merecer, y porque alguna necia coqueta o algún insulso pisaverde hablan en su presencia con insultante compasión de los hijos que no tienen padres conocidos. Luego un expósito debe declararse enemigo del género humano, debe ser un monstruo: ésta es la lógica de Antony. Otro de mejor índole aspiraría a triunfar de las preocupaciones sociales a fuerza de virtudes, sería más moderado en sus deseos, puesto que todos tenemos que reprimir los nuestros, y en fin, consideraría que era temeridad el empeñarse en lucha tan desigual y que por mucho que valga un individuo no ha de valer más que la sociedad entera, buena o mala. Pero es de advertir que Antony, en medio de ignorarse su cuna y de oírsele repetir a diestro y a siniestro insultos y sarcasmos, hace en el mundo un papel más brillante que muchos hijos de legítimo matrimonio. Es admitido en las primeras tertulias de París, hay bellas damas que se enamoran de él en términos de sacrificarle los más santos deberes, y según lo que vemos en el drama hasta amigos fieles tendría, si él creyera en la amistad como dice que cree en el amor sin duda porque se acomodan más a su temple los placeres de éste que los de aquélla. Advertiremos también que el mundo ignora la desgracia de su nacimiento, y de lo que dejamos apuntado se infiere que a saberla, quizá se le tendrían todavía mayores miramientos, porque más fácil parece que las almas mezquinas miren con siniestra prevención a un hombre de desconocido origen que a un expósito concedió por tal. Lo cierto es que la única persona a quien descubre su secreto llega a quererle, sobre todo desde que lo sabe, más que a su marido, más que a su hija, más que a su vida, más que a su honra.

Pero Antony no por eso abandona su idea dominante, y ya que no puede exterminar a todo el linaje humano porque no tiene en su mano rayos, epidemias, terremotos, ni guerras civiles que emplear en tan piadoso objeto, ni más armas que un puñal de Albacete y una alma de caballo, escoge una víctima en quien saciar su filosófico rencor: ¿y cuál es esta víctima? La misma infeliz mujer que tan de veras le ama. Antony, que se queja de que su calidad de expósito le cierra la puerta a todas las carreras, a todas las profesiones, a todos los medios de utilizar sus universales conocimientos... (él mismo los califica así) olvida en su ciega e injusta ojeriza que de estos mismos conocimientos tan mal aprovechados es deudor a la propia sociedad contra la cual se rebela; y falta además a la verdad, que es la dote más característica de un misántropo, pues ni en Francia ni en ningún país civilizado se proscribe de tal manera al que nació de padres viciosos y desnaturalizados49. Y no lo es tanto el de Antony que descuide el poner en sus manos, sin dar la cara, no sólo lo necesario para una decente subsistencia, sino lo bastante a satisfacer cuantos caprichos, vanidades y crímenes se le antojen. Acaso este mismo padre... ¿porque quién que no lo fuera sería con él tan próvido y tan dadivoso?... acaso este mismo padre tenía muy poderosos motivos para no declarársele tal, y esperaba que de un momento a otro desapareciesen para estrecharle en sus brazos. Pero Antony no es hombre de reprimir mucho tiempo su vocación patibularia, y ¿quién sabe si el padre, que lo presentía, hubo de ahogar en su corazón el grito de la sangre por excusar una afrenta a sus canas?

Antony intenta seducir a su amada; no lo consigue, y la viola. No contento con esto, vive públicamente con ella, la expone sin necesidad a ser insultada en una tertulia, sabiendo que concurren a ella personas muy capaces de darla tan mal rato. Cuando el marido ausente vuelve a París se halla encerrado con su querida en la habitación, advirtiendo que la pone a sabiendas en este compromiso, pues Antony sabe hasta por minutos cuándo debe llegar el ofendido esposo. Se le oye golpear a la puerta. Antony propone la fuga a su cómplice: no se atreve a aceptarla de miedo. La propone una puñalada, y de miedo también, la recibe la pobre mujer. Cae la puerta hecha pedazos, entra furioso el marido y a sus clamores responde tranquilamente el violador: «me ha resistido, la he muerto»; rasgo que a algunos parecerá sublime y que acaso lo sea, pero recurso pueril para salvar la reputación de una mujer que tanto escándalo había dado50.

También lo ha producido en el público de Madrid, como era de esperar un drama de tan perversa moral, y si en medio de la general desaprobación sonaron algunas irreflexivas palmadas, nos complacemos en atribuirlas al gran mérito literario del mismo drama51. Idea más funesta que la que le ha servido de argumento, aunque suponemos buenas intenciones en el autor, apenas puede concebirse; pero intriga más bien combinada, diálogo más animado, caracteres más valientemente pintados, difícilmente se presentarán en el teatro.

El traductor, a quien estas bellezas artísticas y el prestigio del nombre del autor sedujeron sin duda, se ha mostrado hábil intérprete del original; no hay pues que achacarle el mal éxito del drama; ni a los actores tampoco por la flojedad de su desempeño, porque tal vez no se hubiera acabado el drama a haberse representado mejor. El mismo beneficiado, a quien de paso felicitamos por la gran entrada que tuvo, se mostró harto inferior a sí mismo. Acaso cobró miedo al papel de Antony por su odiosidad52.

(La Ley, 23 de junio de 1836).





 
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