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ArribaAbajo La tribuna

Novela original de doña Emilia Pardo Bazán


(Sermón perdido, Madrid, Fernando Fe, 1885, págs. 110-119)


Merece llamar la atención de los que crean sinceramente, y con su por qué, en la influencia de la literatura sobre la vida social, lo que está sucediendo en España con la novela.

El influjo de lo que se llama en Francia nueva literatura, y Paillerón apellidaba hace pocos días escuela de insurrectos, es evidente en nuestras letras; pero lo extraño es que esa insurrección aquí la representan un Pérez Galdós, liberal templado, y con él Emilia Pardo Bazán, y Pereda, laudatores temporis acti (como diría Pedro Sánchez cuando era crítico); en buenas palabras, un par de neos. ¡Y tan neos como son en literatura! Y Dios se lo pague.

Mientras muchos queridos correligionarios míos, que de puro liberales y hombres a la moderna hablan en francés, hacen ascos a la tendencia literaria que empieza a predominar, críticos como Menéndez Pelayo -inquisidor platónico- declaran en discursos tan excelentes como el suyo del Arte en la Historia, que tienen por verdad estética lo que constituye el dogma principal de ese naturalismo tan calumniado; y novelistas como Pereda y Emilia Pardo, católicos, apostólicos, romanos (y no sé si carlistas) escriben libros por el arte que inventaron, o perfeccionaron al menos, los autores insurrectos, esos discípulos fieles de Balzac y de Flaubert.

Hace unos días que no hago más que tributar elogios, que creo muy justos, a escritores de la cáscara amarga (para mí es amarga la cáscara tradicionalista, o como se llame). ¿Qué es esto, señores liberales? Vengan ustedes a la brecha104; déjense de damitas con tesis de papel pintado en tres actos y en verso, y acudan al peligro. Y ustedes señores críticos y revisteros (sucedáneos de los críticos) no hablen tanto de espectáculos insustanciales y atiendan al grito de Campoamor: «¡A los cascos! ¡a los cascos! dejad la arboladura».

Miren ustedes, correligionarios míos, que Pereda en su Pedro Sánchez acaba de pintar de mano maestra, con vigorosa verdad, las ridiculeces de nuestros revolucionarios del 54. Miren ustedes que Emilia Pardo, en La tribuna, hace lo mismo -no con tanta maestría en lo cómico- respecto de los federales de nuestros días... ¡Y a todo esto, ustedes corrigiendo aberraciones sociales con cien páginas de redondillas! Quedan ustedes avisados. Y ahora no se diga que me he pasado al moro, porque además de haber hablado con entusiasmo de Pedro Sánchez elogio con calor La tribuna de la ilustre gallega.

Un crítico pedía hace meses al naturalismo español más novelas y menos teorías (algo como aquello de «más industriales y menos doctores»), y la señora Pardo Bazán, después de publicar teorías tan bien pensadas como las de su Cuestión palpitante, da a la estampa su novela La tribuna naturalista por todos lados.

Si algún día prospera tanto el género en España, que se puede decir: este es el Balzac español105, este el Flaubert, este el Daudet, etc., a la señora Pardo le convendrá la comparación con los Goncourt. De todos los novelistas del naturalismo, son los Goncourt los que más pintan y los que más enamorados están del color. La señora Pardo Bazán es de todos los novelistas de España el que más pinta: en sus novelas se ve que está enamorada del color y que sabe echar sobre el lienzo haces de claridad como Claudio Lorena.

Un viaje de novios llamó la atención, sobre todo, por algunas escenas donde la luz y los colores parecen robados al sol y a las cosas del mundo106; pues en La tribuna, con haber mucho bueno, todavía es lo mejor el color, y la fuerza y corrección con que se emplea107.

No soy amigo de narrar argumentos de libros, que el lector debe conocer; por lo general, estos extractos que hacen algunos críticos, parecen los que leen en estrados los relatores.

La tribuna no es más que una cigarrera que se hace federala, predica en la fábrica, se deja enamorar por un teniente insulso, y tiene un hijo de estos amores el mismo día en que se proclama la República. Sin embargo, no es eso en rigor La tribuna, aunque eso sería si tratáramos de procesarla.

Lo principal en este libro no son las personas por dentro, sino su apariencia y las cosas que las rodean.

Conocemos de Amparo, la protagonista, el color, el talle, hasta el diámetro de los cabellos: los pañuelos que usa, cómo se los ata al cuello; sabemos cómo piensa; qué parece cuando le da el sol en la cara, y lo muy guapa que está disfrazada de grumete. Pero en lo fisiológico, o lo que sea, no llegamos a tales pormenores; el autor no da importancia a esto, tratándose de una niña, que es el producto espontáneo del aire libre y el aire liberal que engendraron en una fábrica de tabacos una demagoga y un cuerpo bueno.

La tribuna se enamora, y no mucho, de un caballero oficial que le dice que se casará con ella, y no se casa. Ésta es toda la psicología de La tribuna, amén de una escena de celos mezclados de orgullo, y de varios arranques patrióticos, que no se puede asegurar que sean cosa del alma, que serán a lo sumo del alma del cuerpo, quisicosa especial en que creen Enrique Ahrens y otros respetables filósofos.

Porque, no se piense que el autor se ha propuesto pintar la pasión tribunicia como puede ser en la mujer, arraigada, profunda, y haciendo cosas heroicas, no; Amparo es una muchacha vulgar, y nadie quiso otra cosa; y si a veces se acalora, y hasta se enternece con la causa de la federación, como cuando la ve representada en un anciano venerable, si a veces interesa mucho, todo ello cabe en las muchachas vulgares.

Un crítico (otro) ha dicho que Amparo, con su exaltación política, era poco verosímil. Yo he conocido muchas tribunas en los tiempos de la revolución, unas guapas y otras feas. No hay nada de inverosímil en el carácter de Amparo. No era el ánimo del autor pintar un ser excepcional, un caso teratológico, que también cabría en su sistema, cuanto menos un tipo abstracto, inverosímil. El soplo de la vida está infundido en la heroína; es tal y como debe ser; buena para una hermosísima acuarela. Yo me figuro a La tribuna destacándose con vivos colores sobre un fondo de marina... y oliendo a tabaco.

En los primeros capítulos parece que el autor quiere dibujar el perfil cómico de la revolución, según la entendió el pueblo en algunas provincias. Yo sentía esto, no por la revolución, que para eso fue, como la restauración, y como todo, para que el artista se sirviera de ella; lo sentía por la señora Pardo Bazán, que insistiendo en la sátira disimulada de la novela realista, se apartaba de su vocación, o por lo menos dejaba en huelga sus mejores facultades. Además, para pintar el lado cómico de una cosa tan compleja como la vida política de un pueblo en revolución, y sobre todo, lo cómico del lado flaco, hace falta frecuentar lugares y tratar a personas que es imposible que frecuente y trate una señora que no se parece a Jorge Sand más que en el talento, y que es condesa de la nobleza pontificia.

Con el gran instinto de artista que tiene la señora Pardo Bazán se aparta enseguida de un camino, donde ella, por circunstancias extrañas a la literatura, no podía acertar como el canon estético en que cree quiere que se acierte. Y así se la ve entrar en sus dominios en aquel capítulo en que se describe el banquete político de los federales. Lo que se refiere al elemento técnico (que diría cierto crítico), a los manteles, copas, manjares, luces, camarero, etc., etc., recuerda el inolvidable almuerzo de Un viaje de novios -lo mejor de Emilia Pardo con otro capítulo de La tribuna que citaré luego- y lo que es especial de un banquete político popular está perfectamente adivinado, pues no es posible que la autora haya visto cosas por el estilo. Yo sí las he visto, y pienso volver a ver las en cuanto caiga Cánovas, y aseguro que está muy bien pintado el banquete federal. Allí mismo, sin poder remediarlo, la escritora, que parecía querer burlarse un poco de los pactistas y otro poco de La tribuna, pinta un rasgo que enternece, al pintar el abrazo de Amparo y el teatral sintagmático de la luenga barba108.

Pero donde las facultades de la notable artista, que lo es Emilia Pardo, se manifiestan en todo su vigor109, es en los capítulos Tabaco picado, El carnaval de las cigarreras, y casi todos los que siguen, especialmente Ensayo sobre la literatura dramática revolucionaria y Lucina plebeya.

Lo mejor de lo mejor es El carnaval de las cigarreras. Hay allí observaciones, pensamientos, rasgos, que sólo puede producir una mujer que por milagro de naturaleza, sin dejar de ser mujer, ni en un ápice, sea tan hombre como Emilia Pardo. Pocas escritoras hay que no sean o afeminadas (como es natural) o algo hombrunas. Emilia Pardo piensa como hombre y siente como mujer. Sólo así se puede describir aquella alegría de las cigarreras, aquella hermosura repentina de las feas110; aquella gracia desinteresada de las mujeres que están solas. Ese, ese es el arte; ese es nuestro querido naturalismo, querido y calumniado; cuanto más calumniado más querido.

A pesar de tantos méritos, por lo que más me gusta La tribuna es por las facultades que revela en su autora. Hay allí rasgos que parecen insignificantes, pero que son el signo que anuncia el talento de primer orden.

Pondré ejemplos tomados de cualquier página.

Cuando La tribuna sale furiosa del teatro y se va a la calle Mayor dispuesta a romper los cristales a los de Labrado, se detiene ante aquella fila de edificios con galerías muy encristaladas. ¡Qué bien pintada está el alma de aquellas viviendas grandes, austeras en su egoísmo, cerradas a los extraños, tan penetradas de su importante papel!

El sexto sentido del novelista insurrecto se ve aquí, como se ve en la escena del palco entre Baltasar y la de García, escena muda para el lector y para La tribuna, pero tan elocuente en sus gestos, tan bien copiada del natural.

Y en la escena del merendero, y en la del lugar agreste en que La tribuna claudica, y en otros muchos se comprende que este libro no es tan interesante para todos como Un viaje de novios, está mucho más conforme con las ideas estéticas que cree y siente Emilia Pardo.

A la cual yo aconsejo, con la mayor sinceridad del mundo, que insista en escribir por el estilo de La tribuna, novelas y más novelas, que serán cada vez mejores, cada vez más adecuadas a sus facultades nativas.

No llegará a ser entonces la mujer que escriba mejor de España, porque ya lo es; pero sí a rivalizar dignamente con las que hayan sido o sean más célebres literatas del reino.