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ArribaAbajo Una cristiana y La prueba


Palique

(Madrid Cómico, n.º 385, 5-VII-1890)

Doña Emilia Pardo Bazán acaba de publicar la primera parte de una novela titulada Una cristiana.

En rigor no es más que el primer tomo de una novela, y hasta que se publique el segundo, si es que no tiene más, estamos a media miel y nada se debe decir del libro como composición. Sin embargo, desde luego se puede adelantar la idea de que se trata de algo más importante, de más intensidad estética que Morriña y que Insolación. La obra, no contando los primeros capítulos, que son de lo peor que ha hecho D.ª Emilia, promete (y empieza a cumplir lo prometido) un asunto más simpático, más interesante, de más vuelos que las novelas inmediatamente anteriores. Hasta se ve una idea en el fondo de toda aquella amena literatura, novedad digna de elogio... pero, en fin, no cabe soltar prenda por lo que se refiere al conjunto del libro, a su resultado total. En lo parcial, en lo que cabe juzgar sin miedo a que nos desmienta lo que falta, se ve de todo, bueno y malo. Lo primero bueno es la carta de la madre de Salustio, carta de gran novedad, muy realista en el sentido genuinamente literario de la palabra, graciosísima, significativa, modelo de observación y de imitación... y tierna a su modo. Pinta ella sola a la buena mujer que vemos luego en brazos de su hijo. Aquella señora activa, nerviosa, toda para su negocio, y al mismo tiempo simpática, interesante, es un tipo tomado a la verdad, pero tomado con arte. Tal vez no sea tan real, por lo menos históricamente, el buen franciscano-moro; mas si está idealizado, lo está dentro de justos límites y es, hasta ahora, un estudio de mano maestra; pues no es culpa suya si la autora, por la poca sal que Dios le ha dado para las narraciones que tengan algo de cómicas, llega a estar pesada y desde luego insulsa en la aventura del disfraz del fraile. Cuando el buen padre muestra mejor su carácter sano, equilibrado, feliz en sus límites, es después de la boda de Tití, frente a frente del idealismo alcohólico de Salustio. Allí hay mucha miga.

Todo lo demás, por lo que toca a méritos, no es digno por ahora de mención especial.

En el capítulo de cargos hay que decir ante todo que la autobiografía es inútil y hasta enojosa en libros escritos de esa manera: llega a ser completamente inverosímil, absurdo, que todo aquello lo haya conservado en la memoria el estudiante de Caminos. No es sola D.ª Emilia en este defecto, pero ella ha ido más allá que otros contemporáneos y españoles que han escrito autobiografías que no lo eran más que en la forma gramatical de la narración. En toda autobiografía, aún admitiendo el convencionalismo de los diálogos exactos, de la adivinación de ajenas intenciones, etc., etc. ha de predominar el subjetivismo (en el sentido exacto, que tan pocas veces se emplea, de la palabra).

Estúdiese nuestra novela picaresca, y se verá que allí la narración es elemento del carácter del biografiado, y que allí los extraños son examinados desde fuera. Galdós, en su Amigo Manso, siguió mejor este buen precepto que en otros libros de igual forma.

(Se concluirá).

CLARÍN




Palique

(Madrid Cómico, n.º 386, 12-VII-1890)

Decíamos ayer (cuando todavía no habían entrado los conservadores) que la última novela de D.ª Emilio Pardo Bazán valía más, por ahora, que las dos anteriores, a saber, Insolación y Morriña.

Todo se puede echar a perder todavía, pues, en rigor, apenas conocemos más que la exposición y un poco de lo que llaman el nudo los gacetilleros aristotélicos. También Morriña empieza bien y acaba como Dios quiere. Pero como el buen tiempo hay que meterlo en casa, aprovecho la publicación de la primera parte de Una cristiana para decir que, en general, me gusta, y me gustaría más... si no empezara por el principio. Un principio que lo mismo podía estar en el nudo, o en ninguna parte, que sería lo mejor.

Después de las nimiedades sosas y soporíferas de Insolación y de Morriña, la lectura de los primeros capítulos de Una cristiana desanima al más valiente. Por fortuna, más adelante se anima algo aquello y hasta llega a interesar de veras, porque la narración corre natural y sencilla, sin incidentes de pseudorrealismo ñoños y del todo soporíferos.

Comienza la autobiografía del estudiante de Caminos, Puertos y Canales con unas descripciones naturalistas de chinches y ropa sucia que dan muchísimo asco. Habla D.ª Emilia de un género de porquerías a que jamás Zola aludió siquiera, porque el género Jesucristo se puede calificar de noble, comparado con las repugnancias que provoca el demonio del estudiante de Caminos. ¿A qué vienen todos aquellos capítulos resobados, pedestres, insulsos, de la vida de las casas de huéspedes baratas? Para lo único que podían servir era para hacernos ver, por una dolorosa experiencia, que el joven Salustio era uno de esos muchachos que se han metido a novelistas de costumbres, que es una costumbre digna de los castigos de la Pentápolis. Las casa de huéspedes no se han de tocar si no hay algo nuevo y bueno que decir; si la propia observación no nos ha hecho ver algún aspecto cómico -o trágico- de interés, de mucho color, etc., etc. Casas de huéspedes hay en las novelas de Galdós, y en el Pedro Sánchez de Pereda; pero hay allí gracia, vida, verdad, fuerza... D.ª Emilia nunca ha vivido con estudiantes, habla de oídas... y cuenta cosas en estilo de narrador soso y desgarbado. No crea la Sra. Pardo que si Dios le ha negado el don de lo cómico lo va a compensar ella con acumular atrevimientos de un género que jamás podrá ser literario. Es una falta de gusto, de delicadeza artística, el pintar y contar lo que pinta y cuenta esta señora de las citadas chinches y ropas sucias y otras cosas ¡peores todavía! En fin, yo en este punto no admito bromas, ¡puaf! porque no quiero perder el estómago. Por supuesto que todas estas suciedades o insulseces están absolutamente de sobra; todo lo del cambio de posadas es por completo ajeno a la narración principal, nada dice del carácter del protagonista. En fin, olvidémoslo. Sólo indicaré que cualquiera diría que al empezar a escribir esta novela D.ª Emilia no tenía idea del asunto y dejaba correr la pluma, que después encontró el verdadero filón... y ya no quiso borrar lo escrito, que nada tenía que ver con su materia. Allá ella; pero la composición de un libro no es cosa baladí, y estos caprichos le sientan muy mal.

Por lo común, este libro está escrito sin pretensiones de, aturdir al lector con primores de estilo y riqueza de diccionario, pero sucede, como otras veces, que los pocos cultiniparlicismos, de que prescinde con dificultad una mujer que sabe algo de griego, contrasta con los desaliños y frases bajas que afean algunos pasajes.

Bueno es escribir en estilo familiar y sin abusar de los esdrújulos, pero no hay que descender a la lata y otras palabras viles y necias, ni mucho menos hay que construir viciosamente, a sabiendas, las cláusulas.

Dice D.ª Emilia, v. gr.: «...para lo cual necesito referir varios antecedentes, que algunos tienen sus visos de secreto de familia». ¿Le parece correcto ese que algunos, ahí, de esa manera? En la página 48 dice Salustio a su tío: «El dinero que en mi carrera está usted gastando, lo reembolsaré, o poco he de vivir». El verbo reembolsar no creo que pueda usarse en tal acepción. Cuando uno debe algo a otro y se lo paga, el que reembolsa es el acreedor, no el deudor.

D.ª Emilia no sabe, o ha olvidado, lo que significa a beneficio de inventario. Dos o tres veces usa la frase en un sentido que resulta absurdo. Tómese el trabajo de repasar su novela y se convencerá. El beneficio de inventario es, como sabe cualquiera, un verdadero beneficio, es decir, una clase de derecho privilegiado, pero no privilegiado en el sentido estricto, que es otra clase, sino como lo es la restitución in integrum, es el beneficio de no aceptar la herencia sino después de haber hecho el inventario, y sin obligarse a pagar deudas superiores al haber que del inventario resulte.

La frase tomar a beneficio de inventario, por mucho que se extienda su significado traslaticio, no puede nunca ser equivalente de tomar a broma, o como cosa de poco más o menos. Y así la emplea D.ª Emilia, sin embargo. Menos mal si usara la frase en el sentido que le dan muchos, según el cual, el beneficio de inventario se confunde con el beneficio de liberación.

Un escritor realista no debe olvidar estas menudencias. Ya otra vez se la sorprendió en flagrante ignorancia de la ley hipotecaria y del senado consulto. Siempre hay disculpa para ignorar este linaje de cosas... menos cuando se habla de ellas.

En esta misma Cristiana, para hacer gobernador a un político que ha sido diputado provincial muchas veces, cree D.ª Emilia que necesita hacerle además diputado a Cortes una vez.

¡Y con qué malicia señala la treta de que su D. Felipe se vale para poder ser gobernador!

Todas estas cosas muy poco significarían en el Rafael de Lamartine; pero cuando se es realista como D.ª Emilia y como el castellano que armó caballero a D. Quijote... no hay más remedio que saber zurcir las camisas que los caballeros andantes deben llevar en las alforjas.

Y basta de peros.

La novela promete; hay hasta una tesis, como las tesis pueden entrar en el arte sin estorbar. Para un libre-pensador, pero avisado, de veras independiente, de pensamiento original y noble, ¿cuál es la mujer más a propósito? ¿La buena cristiana... que si fuera hombre la tendríamos por un neocatólico más? Esto pregunta D.ª Emilia. Hay tela cortada, tela artística de verdad. Veremos cómo la corta.

En esta primera parte son muy de alabar la madre de Salustio (y el facsímile de su correspondencia muy especialmente), el fraile franciscano -menos cuando se hace tan pesado contando sus aventuras- y sobre todo el diálogo de este buen padre con el protagonista después de la boda de tití. También está hablando, si los monos hablan, el curita fanático. Por último, es digna de elogio la frase pura, clara, armoniosa, sobriamente pintoresca que predomina en la novela. Ojalá sea la segunda parte digno remate de la obra.

Y sin chinches.

CLARÍN




Palique

(Madrid Cómico, n.º 396, 20-IX-1890)


I

La prueba es el título de la última novela de la Sra. Pardo Bazán, y esta Prueba es la prueba de lo que tantas veces he tenido el honor de decir respecto de las cualidades artísticas de tan ilustre señora. El asunto, el propósito del autor pedían una de esas novelas de alma a alma que tanto escasean en nuestra literatura, mientras abundan en la inglesa y en la francesa, y aún en la rusa; pero el temperamento de D.ª Emilia pudo más que su buen deseo, y lo que había de ser espíritu se convirtió en materia, y las tribulaciones del alma, las lacerías de la conciencia tomaron carne y se pudrieron y fueron lepra al natural. Sí; todo es forma y materia en el libro de que hablo. ¿Había que hablar de una cristiana? Pues la autora, en vez de entrar en lo que debe ser siempre lo más importante de un cristiano, su corazón, no nos dejó ver más que el cuerpo de su heroína, y ese por una combinación de espejos no muy claros. Parece que de propósito se puso obstáculos artificiales D.ª Emilia para no poder llegar al fondo de su asunto. Acaso hubo en esto justa desconfianza de las propias fuerzas, pero de fijo influyó también la preocupación estética del exteriorismo sistemático de nuestra autora, preocupación que se origina de antiguas lecturas demasiado asimiladas y creídas sin reflexión suficiente, y además, de la complacencia especial que nace de encontrar reglas artísticas que vienen como a sancionar nuestros defectos y a convertir en ventajas nuestras deficiencias.

En general, los autores españoles, con excepción de los antiguos místicos (jamás bastante alabados y estudiados) y del sublime Cervantes (tan poco estudiado), son medianos psicólogos en la novela, y los novelistas modernos de por acá, si se meten en teorías para explicar sus procedimientos, suelen buscar razones para defender esa pobreza de medios psicológicos, esa debilidad del arte nacional. Doña Emilia, influida por esta tentación de hallarse con las propias limitaciones del ingenio, que se achacan a sobriedad y prudencia y sentido práctico, y por la lectura trop cherie de los Goncourt, tal vez de los Parnasianos, etc., no oculta su antipatía contra el renacimiento de la novela de introspección; y no hace mucho, en un libro que dedicaba a Francia, al hablar de Le Disciple, estudio admirable, como tal, de Paul Bourget, alababa con cierta ironía desdeñosa la sutileza del análisis del ilustre crítico francés. Es más, se diría que doña Emilia le tiene odio al alma; en efecto, en esta misma novela, en la descripción graciosa y cómica, pero de dudoso gusto, y no sé si exacta, de una familia inglesa protestante avecinada en Madrid, la autora de La prueba se burla, no sé si discretamente, de los cánticos espirituales del buen pastor y su prole, cánticos en que «andaban como por su casa las souls» (las almas). ¿Y qué, señora? Usted que va París todos los años sabe mejor que yo que eso de hablar del alma mucho no es una cosa tan anticuada ni tan pastor protestante como usted indica; un crítico inglés escribía no hace ocho días esto: «Francia está en la actualidad muy preocupada con una reacción idealista: nothing is more FIN DU SIÈCLE than the soul». Nada más fin de siglo que el alma, soul.

Por lo visto, D.ª Emilia prefiere plantarse en la moda de los Goncourt y de los Gautier. Está en su derecho; pero entonces, ¿para qué escribe Cristianas y Pruebas de cristianas? Yo lo confieso ingenuamente; aunque la última obra (Una Cristiana - La prueba) de D.ª Emilia me parece de mérito, por razones que ya he expuesto en parte hace tiempo y por otras que expondré, esperaba cosa muy distinta bajo el título sugestivo que había escogido la autora de San Francisco de Asís; creía que iba a ver, sino una sincera, patética, natural confidencia de la misma dama, cristiana también, que escribía, por lo menos algo que en reflejo me hablase de una vez, la primera, de las cosas hondas e importantes de que jamás ha hablado D.ª Emilia, a pesar de su catolicismo y su naturalismo. Puede un autor católico ser naturalista, sí, pero ha de vérsele lo católico lo mismo que lo naturalista. A D.ª Emilia se le ve lo naturalista, pero no se le ve lo católico . A Zola se le ve lo naturalista, y lo racionalista... y lo pesimista; lo mismo a Flaubert, a pesar de su famoso impersonalismo (que como ha dicho bien Bourget, no es más que aparente, formal); a D.ª Emilia se le ven muchas cosas, pero no se le ve la cristiana que dice que tiene dentro. Porque ya comprenderá ella que tratándose de un artista no bastan manifiestos, como puede darlos Pidal, ni apologías de fe. No es eso lo que se busca. Es... la soul cristiana. Y no parece. Aquí quería yo verla, en la Cristiana y en su martirio (La prueba). Tampoco está. D.ª Emilia dirá que sí. Vamos a ver cómo no.




II

El argumento de La prueba se parece un poco en la fábula y en el asunto moral a una novela escrita en inglés poco hace por Andrés Raffalovich con el título de Un destierro voluntario (A Willing exile). Advierto a los que andan a caza de plagios que la novela inglesa es probablemente, no puedo asegurarlo, posterior a la española.

Daisy, la protagonista, se deja casar, porque conviene por motivos extraños al amor, con Brome, a quien no puede querer, incapaz de comprender a Daisy, porque ella es un alma pura, noble, sencilla, y él un fatuo, un snob. Clarence, un hombre digno de Daisy, alma (soul) hermana de la suya, se presenta más tarde, cuando ya no puede unirlas un lazo legítimo... sino previo al divorcio.

Daisy va a abandonar a Brome por buscar el amor, pero el marido enferma, necesita de los cuidados de su mujer, y ella se sacrifica, se queda al lado del marido, renunciando al amor, a la felicidad, obediente sólo a la voz del deber, en aquella soledad de que habla la Imitación, en que nos quedamos sin mí, sin vos y sin Dios, como dice Lope, en la aridez de espíritu, del alma abandonada que nos pinta Ligorio, sin otro amparo que la conciencia del deber. El argumento ético de La cristiana y La prueba es en el fondo el mismo. Tití se casa con el judío de su tío sin amor, por motivos extraños al corazón; su primo Salustio -aunque audaz- no llega a hacerla sentir (sic), o tal nos dice él por lo menos, y cuando acaso ella iba a sucumbir, cuando había cometido ya algunos pecadillos preliminares, la enfermedad de su esposo, la lepra, la sujeta al lecho del paciente, y como aquella santa, cuyo nombre no recuerdo, en la podredumbre del cuerpo encuentra la Tití la fortaleza, la salvación de su alma.

Pero es el caso que, según nos pinta a su cristiana D.ª Emilia, por lo poco que de ella podemos ver, más que su espíritu, del que sabemos por referencias, nos admira la resistencia de su estómago. «Dejadme de tiquis-miquis psicológicos y místicos, viene a decir D Emilia; el verdadero cristiano se prueba curando las llagas de un leproso». Ciertamente, pero eso, que tiene mucho mérito hecho, es muy fácil para dicho. El héroe a curar llagas, bien; pero el poeta a pintarnos el alma del valiente, no a consignar el dato que podría servir de testimonio en un juicio contradictorio. El mérito del artista no aumenta por la magnitud de las hazañas que relata, y la Pardo Bazán, excusándose de estudiar y pintar a su cristiana por dentro y de hacernos ver el conflicto espiritual, no deja de huir las dificultades de su asunto, por muy a lo vivo que nos describa las lacerías bíblicas del leproso, y la fuerza de estómago de su legítimo esposa. Si eso valiera, el libro más artístico sería El martirologio. El ilustre Dupanloup, en un prólogo o cosa así a la vida de Santa Juana Francisca, abomina de las historias de santos escritas con arte, poéticamente; pero es porque el prelado perseguía otros fines de los que se propone el novelista. Este no puede consentir en ser peana que se adore por el santo.

En fin, otro día continuaremos murmurando del libro de doña Emilia, para pasar enseguida, con mucho gusto, a elogiar lo mucho bueno que La prueba contiene, entre lepra y todo.

Por hoy... me lavo las manos.

CLARÍN






Palique227

(Madrid Cómico, 397, 27-IX-1890)

Quedábamos en que La prueba de D.ª Emilia Pardo Bazán no era la novela que yo había soñado. Ya que en La cristiana Carmen Aldao no es más que una cantidad negativa; por lo que respecta al fondo, una resistencia, y por lo que respecta a la forma, una imagen virtual, ¿por qué al llegar a la segunda parte, que en rigor no es más que un segundo tomo, no cambió de procedimiento la autora y dejó la inoportuna forma autobiográfica, para hacernos entrar directamente en el corazón de la Tití? En vez de esto se entretiene en seguir las divagaciones del estudiante de ingenieros, que aunque más instruido en letras y filosofías, o pseudofilosofías, de lo que suelen estarlo los alumnos de caminos o de montes, al fin es un muchacho de mediano ingenio, poca formalidad y superficial como él solo. Aficionadilla a escribir a lo realista, vuelve a tomarla con las casas de huéspedes y multitud de incidentes anodinos, soporíferos, impertinentes y deslavazados; de modo que cuando parecía que la verdadera novela iba a presentarse, estamos empezando otra vez, preparando todavía el escenario donde ya debíamos estar esperando la catástrofe o lo que fuera.

Francamente, D.ª a Emilia, tan discreta y al parecer seriamente amiga del arte, no tiene perdón por esta clase de descuidos en la composición; parece que escribe por broma, que no medita los asuntos, ni las proporciones de su obra, y que es como todos esos pobres aficionados de naturalistas que, a pretexto de que en realidad nada empieza ni acaba, escriben libros sin pies ni cabeza. ¿Cree D.ª Emilia que eso de dar libros y libros sin composición artística, a salga lo que saliere y cuando saliere, es actuar de realista o seguir, contra las tendencias del espíritu de raza, el bello desorden germánico? No tiene nada que ver ni con uno ni con otro. En talentos como el de la Pardo Bazán, nada poéticos, menos soñadores, ordenados, discretos, recortados, la vaguedad y la indecisión teutónicas tienen que ser falsedades, y en obras de la índole de estas novelas de costumbres reales y de observación, nada líricas, nada humorísticas, la didáctica de la composición sabía y armónica es indispensable.

Por lo que toca a la realidad, que no está compuesta, se ha de ver que la realidad no es cosa artística; pero desde el momento en que se imita la realidad para ser contemplada, hay que tener en cuenta que se transforma en espectáculo, y entonces aparece la perspectiva (la composición en el arte), la cual en la realidad, como tal, no existe, pues no se presenta sino con el espectador. Yo no diré que en una novela debe existir aquella rigorosa dependencia de cada parte, desde el principio, a un efecto final, que pide el autor de Los poemas en prosa para las nouvelles a lo Poe; pero es indudable que, aún dando en los grandes cuadros de literatura épica a la digresión lo que es suyo, la idea de unidad y la de armonía deben estar presentes siempre y revelarse en el carácter orgánico, si vale hablar así de estas cosas, de cuanto en tales obras se escriba. Esto no es cambiar la realidad, convertirla en artificio, como tampoco el método y el sistema a que forzosamente ha de atenerse el científico niegan la independencia del mundo respecto de tales andamios, pues es claro que aunque la naturaleza sea un cosmos, un orden, no es en sí un orden dialéctico: lo es, reflejada en la conciencia del sabio. Igual en el arte. El mundo no tiene composición, pero visto por el artista se convierte en una experimentación necesariamente compuesta.

Bueno, pues todo esto es música para D.ª Emilia, que acá nos manda novelitas sin componer, como se le mete el dedo en la boca a un tonto... que no muerda.

Acabo de hablar de experimentación, que, diga lo que quiera D. Juan Valera, y digan lo que quieran el malogrado Guyan, Brunetière y otros críticos, existe en la esfera moral y en el arte también, a su modo; pues bien, la experimentación artística es, en conjunto y en cierto respecto, la misma composición; la observación se convierte en experiencia cuando está preparada para un propósito adecuado al medio artístico. Pues esto también es música para D.ª Emilia; ella huye de la experiencia siempre del mismo modo: separándose de las dificultades, renunciando a los más eficaces efectos, haciendo todo lo contrario de lo que hace un Shakespeare, por ejemplo, que en cuatro rasgos, los característicos, los necesarios, los de efecto, nos pinta un alma o una acción; por el contrario, la Pardo Bazán pinta todo lo que hay que pintar... menos los cuatro rasgos necesarios. Aquí se trataba de conocer de cerca a una joven que sacrifica por un ideal de conducta más o menos hábil, más o menos racional, pero, en fin, puro, noble; y para lograr el intento la novelista nos cuenta todas las impertinencias que se le ocurren y se le ocurren a un sobrino de esa Antígona de la lepra, de esa heroína que de buena gana conoceríamos.

Doña Emilia no deja de escribir más que las scenes à faire, como diría Sarcey. Y lo más gracioso no es esto, sino que el medio que describe, los preliminares en que se deleita... no son en rigor medio ni preliminares de su protagonista ni de su asunto.

Un ejemplo de esta constante preterición, o mejor, elipsis del argumento, lo tenemos en el momento culminante de la novela: Carmiña está a punto de sucumbir, el sobrino va a vencer, el fraile disputa la presa, promete que el triunfo será suyo, de la virtud y en efecto, a los pocos días Salustio halla a su tía cambiada, allí no hay ya lucha, la gracia ha intervenido y con gracia consuma el sacrificio. ¿Quién ha hecho el milagro? Entre la lepra y el fraile. De la lepra se habla, pero del fraile no; es decir, se habla del instrumento material, de la ocasión, pero no del elemento psíquico, de la lucha moral, de la victoria de la virtud artística; se nos oculta el momento de la resolución del conflicto, que sería lo más hermoso, lo más sugestivo y también significativo; y, en cambio, se insiste en la pintura de lo asqueroso material, unas veces llegando a producir náuseas, otras haciéndonos olvidar, valga la verdad, nuestra repugnancia por la fuerza patética del cuadro, como sucede en la bellísima página en que Carmen sella con sus labios los de su esposo moribundo.

Concluiré otro día.

CLARÍN




Palique

(Madrid Cómico, 401, 25-X-1890)

Hace un mes próximamente, hablaba yo aquí de La prueba, última novela de la Sra. Pardo Bazán. Desde entonces... no ha llovido, pero pudo haber llovido mucho. En otro país, en uno de esos en que se publican cada mes doce novelas dignas de alguna atención, La prueba ya sería a estas horas una novedad muy vieja; pero aquí, donde apenas se da a luz nada original ni mediano, el libro último de D.ª Emilia es todavía de actualidad.

A pesar de los defectos que dejo apuntados, y de otros varios que he puesto en olvido, La prueba llega a interesar, y allá, hacia el final, hay algo de ese patético a que tan poco acostumbrados nos tiene D.ª Emilia. Esto se dice pronto, pero es una alabanza que pesa más, con sus pocas palabras, que muchos párrafos de censuras disueltas en tintura de eufemismos. Sí, hace sentir, hacia lo último, La prueba; y aunque de lejos -por culpa del pícaro ingenierete que cuenta la historia-, aunque de lejos se nota el perfume de la virtud, ese olor de santidad, que han olido hasta los fisiólogos menos místicos. Repito que es lástima que la autora no nos haga asistir al cómo fue de la victoria del fraile y de la gracia en el espíritu de Carmen Aldao; pero, de todas suertes, al verla triunfante, aguerrida, enamorada, según el alma cristiana, de su repugnante esposo; venciendo con facilidad, con la soltura que es el secreto estético de la gracia, las asechanzas del pecado, sentimos la impresión dulce que causa el arte edificante, cuando es verdadero arte, no intempestiva predicación sin belleza.

También merecen elogio algunas notas cómicas que salpican, de tarde en tarde, la novela. Por lo común, la Sra. Pardo Bazán no suele ser afortunada en este género de atractivos, y antes bien suelen malograrse en su pluma sosa y poco flexible los cuentos que acaso tienen chiste en sí mismos; pues ahora alguna vez la observación minuciosa y cominera de la ilustre dama llega a tener el interés de lo cómico; y así sucede en algunos de los rasgos con que pinta aquella familia cursi de las tres hermanitas unas e indivisibles, como la República francesa; y así sucede también en mucho de lo que se refiere a los ingleses protestantes y propagandistas; aunque en esta parte hay el contrapeso de cierto mal gusto, de cierta falta de delicadeza, que no es nueva en D.ª Emilia. En La tribuna, si no recuerdo mal, hay otro olvido por el estilo de patriotismo religioso no menos... repugnante, digamos la palabra. Renan ha dicho bien: cuando la religión se hace nacional empieza a corromperse; sí, es menos religión, se hace más sólida acaso como institución terrenal, pero se corta las alas. De esto habla, aunque en otra relación, la última poesía de Laconte Lisle, titulada Las razones del Papa. Inocencio III reduce al silencio a Jesús, que se le aparece, demostrándole que ya que Él no admitió el ofrecimiento del demonio, que le daba la tierra, ellos, los Papas, la Iglesia, lo pensaron mejor y aseguraron el triunfo de la fe conquistando el reino temporal. A esta tendencia de materializar la fe, para asegurarla, obedece la idea de declarar el poder temporal necesario, y a esa tendencia obedece también el nacionalismo religioso, que D.ª Emilia entiende acaso mejor que la religión misma; como también entiende mejor el culto que el espíritu cristiano... Da pena ver a una mujer como la Pardo Bazán adulando al fanatismo indígena con burlas de cierto género.

Y ahora poco espacio me queda para hablar del estilo y del lenguaje del libro. En general, en este respecto mejora cada día D.ª Emilia. La riqueza de su vocabulario (muy superior a la de sus giros) va siendo cada vez menos artificiosa, va pareciéndose menos a un escaparate de exposición. Apartada por completo de la antigua preocupación de inventar eclecticismos del lenguaje, entre arcaicos y caprichosamente originales, ahora suele pecar por el lado contrario, cuando confunde la llaneza del estilo con una indulgencia nociva para los idiotismos de la moda callejera. Sobre todo, al copiar la conversación del vulgo, admite palabras, modismos y frases hechas, incompatibles por completo con el buen gusto. Del lenguaje vulgar debe copia rse lo característico, aunque sea fuerte, pero no lo tonto, lo estúpido. No es en este libro, sin embargo, donde más peca nuestra autora por este concepto.

Lo peor aquí es el tecnicismo, que aunque no abunda daña, por venir en pésimas ocasiones. A veces, donde debía haber frases de pasión, de naturalidad, sinceridad y fuerza plástica... nos encontramos con palabrotas de botica. D.ª Emilia le atribuye a la palabra álcali una virtud plasmante que no tiene. En cierta página hay una equimosis digna de D. Hermógenes; valga la verdad, D.ª Emilia debiera comprender que ese tecnicismo de primer año de medicina es el mismo con que se dan tono los malos revisteros de tauromaquia, que describen las heridas de los diestros y de los caballos con el estilo de los médicos y hasta de los veterinarios.

Cierto es que hay en otros países, en Francia, por ejemplo, autores y hasta pudiera decirse escuelas que cultivan el tecnicismo intencionadamente, como una gracia... pero eso son otros López; Rosny, v. gr., el autor de la extraña novela Le Fermyte, describe con la fraseología de un sabio... y sin embargo, el conjunto resulta, a su modo, bello; porque no se usan las palabras técnicas en sustitución de otras corrientes y vulgares, que signifiquen lo mismo y sean expresivas, sino que se usan palabras técnicas que no tienen adecuado equivalente, porque en rigor, aquí lo técnico más es el objeto descrito que el lenguaje, que no puede ser otro. Y así y todo, el mayor defecto de Rosny es ese gongorismo politécnico.

En cambio, haría bien D.ª Emilia en ser menos técnica en la forma y algo más en el fondo. A la lista de sus descuidillos en ciencias históricas y jurídicas hay que añadir ahora otros varios, por ejemplo, éste: «El loco no posee derechos sociales y civiles».¡Cómo, señora! El loco tiene derechos sociales y civiles, como usted dice: lo que hay es que la ley atiende a ellos con particular interés, y prestándoles garantías que no ofrece a los de otras personas. Ya se sabe que D.ª Emilia quiso decir otra cosa, pero a una escritora de su categoría bien se le pude exigir que hable con más exactitud de estos asuntos.

Otros pormenores. ¿Por qué llama Hamleto a Hamlet? ¿Por qué habla de la inacción física de Hamlet? Ni es exacta la expresión, ni lo que quiere dar a entender es una interpretación fiel del carácter de Hamlet. En eso de la inacción fisica de Hamlet hay algo parecido a la espiral del Infierno del Dante. En Hamlet hay, como observa con razón un crítico moderno, indecisión, pero no inacción, y esa indecisión es para un solo asunto; en lo demás Hamlet es rápido para obrar, como lo prueba su viaje a Inglaterra.

Otra cosa. En la página 15 leo: «La veo que saluda a un señor... y al saludarlo se azara bastante».

Ese azara, ¿es de D.ª Emilia o del cajista?

Los jugadores de billar, que además no saben gramática, suelen decir azararse no sólo cuando se trata de azares, sino de turbaciones, v. gr.: «Se azara si pierde». Pero yo no creo que doña Emilia opine que el verbo azararse pueda ser usado en vez de azorarse.

Todas estas menudencias, y otras que omito en obsequio a la brevedad, importan poco; pero importarían menos si no fueran acompañadas de tanto griego destrozado por el tecnicismo de farmacia y de cirugía.

CLARÍN