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ArribaAbajo Nuevo Teatro Crítico


Palique

(Madrid Cómico, n.º, 14-II-1891)

[...] Se ha publicado el segundo número del Nuevo Teatro Crítico, que redacta D.ª Emilia Pardo Bazán. Al primer número se le han puesto bastantes reparos y no faltarían para este nuevo. La Pardo Bazán se cura en salud diciendo que no le importa que le salgan doce Mañeres como le salió uno a Feijoo. Lo malo sería, D.ª Emilia, que ahora pasaran las cosas al revés, y que los del Antiteatro fueran los Feijoos y los del Teatro los Mañeres. (Entre paréntesis: lo de renovar el título que dio Feijoo a sus famosos opúsculos no crea D.ª Emilia que es tan nuevo. A este cura se le ocurrió hace años, y lo hizo, con algunos artículos de La justicia).

Como yo no tengo tamañas pretensiones, ni vocación de benedictino, protesto contra toda suposición maliciosa de que sea mi propósito enmendar la plana a nuestra ilustre académica de intención.

Mi única idea es hacer notar que D.ª Emilia escribe a veces demasiado deprisa, y deja pasar algún gazapo, permítaseme el bicho, que ella misma será la primera, o por lo menos la segunda, a confesar que lo es.

Los descuidos de esta señora resaltan más por lo redicha que es, valga la verdad, y la afición que muestra a emplear palabras nuevas, o por lo menos de poco uso, y a veces pedantescas, y en algunos casos inútiles, y hasta notoriamente incorrectas (Piriforme, cidcanistas, hispanofilia, etc., etc.). Va tan allá en esta afición que hasta emplea neologismos que no puede saber exactamente lo que significan, porque sus inventores no los han explicado todavía. Y va de ejemplo. En su último número habla el Teatro de D.ª Emilia de acutismo. ¿Qué es eso, señora? Sea ingenua y declare que tal palabra no la ha visto usted empleada por nadie más que por este su humilde servidor y Clarín. El Diccionario no la tiene; en los clásicos no está; no está más que en algunos artículos míos donde la empleo interinamente y anunciando que explicaré lo que con ella quiero decir, en un trabajillo que pienso dedicar al Sr. Campoamor. Ni yo mismo tengo pretensiones de que se aclimate el vocablo; sólo le quiero para que sirva de título al artículo o folleto en que he de explicar ciertas quisicosas de psicología, y particularmente de psicología literaria. La materia es un poco intrincada, y como yo, el que ha de trabajarla, no me he explicado todavía, me atrevo a asegurar que D.ª Emilia no sabe, hoy por hoy, lo que se ha querido decir con eso del acutismo.

Escribe la Sra. Pardo Bazán: «Aparte del ideismo y del acutismo, hay muchos caminos para salvarse; no interceptemos ninguno». En lo del ideismo alude probablemente al de Campoamor; en lo del acutismo, ¿a qué o a quién alude? ¿Quién ha hablado aquí de acutismo? Sólo yo, que no lo he explicado todavía. Resulta que D.ª Emilia usa palabras cuyo justo significado no puede comprender. O que plagia neologismos inventando términos... que han inventado otros primero.

En suma, yo desafío a D.ª Emilia a que explique lo que es el acutismo, y se verá que no es lo que había querido callar por ahora el primero que usó la palabra.

De mucho más uso es el verbo inhibirse que también emplea D.ª Emilia sin saber lo que significa; y lo que es más lamentable, creyendo que significa todo lo contrario de lo que quisieron los hados y hasta el Diccionario y la ley de Enjuicia miento civil que significara.

Siempre se clava D.ª Emilia en los términos jurídicos. Ayer la hipoteca, anteayer el senado consulto, esta mañana el usufructo... ahora la inhibición.

Verán ustedes; que la cosa tiene gracia. Valera y Campoamor han mantenido una polémica famosa, y queda por ellos nombrado juez del litigio Menéndez y Pelayo, así lo reconoce D.ª Emilia; pero juzgando, y juzgando bien, que el asunto importa a todos, echa su cuarto a espadas con perfecto derecho y publica su sentencia. Está bien. Pero he aquí cómo lo dice: «Nadie me ha nombrado juez del litigio y los autores confieren este cargo a Menéndez y Pelayo; no obstante, dado que la cuestión importa, si no a toda la humanidad, cuando menos a mucha de la que piensa, me inhibo por ahora, y si no acierto peor para mí».

De modo que se ve que D.ª Emilia cree que inhibirse es juzgar un pleito sin contar con la voluntad de las partes. No sabe la ilustre hablista que inhibirse es abstenerse de conocer en un litigio por reconocer la falta de competencia. Que no sepa la señora Pardo Bazán los tiquis miquis de inhibitorias y declinatorias, bien; ¡pero si lo que inhibir e inhibirse lo sabe el Diccionario y hasta el boticario de Cebre o Vilamorta, que gastan zapatillas bordadas de oro! A propósito de Cebre, Vilamorta y Marineda, D.ª Emilia es muy aficionada a coadyuvar a la inmortalidad de los hijos de su fantasía; siempre nos está hablando de los pueblos fantásticos de sus novelas particulares. Malo es ya repetir esas cosas en las novelas mismas, pretendiendo emular a Balzac, Zola, etc., etc., pero en escritos extraños a las novelas propias es una ridícula pretensión y verdadera prueba de vanidad exorbitante. ¿Cree D.ª Emilia de buena fe que todo el mundo recuerda a Marineda? ¿Cree siquiera que ella ha pintado una Marineda de verdad, entera, distinta?

El buen gusto y una modestia elemental aconsejan dejar a los demás dar carta de naturaleza en la fantasía popular a las cosas y personas que inventa el propio ingenio. Ayudar con una activa propaganda a tales aclimataciones es como votarse a sí mismo, o plantarse sobre un pedestal, para convertirse en la propia estatua, aún a condición de ir tomando naturaleza berroqueña.

D.ª Emilia, otro sí, debiera pensar al escribir, no en los ignorantes a quien se puede decir cualquier cosa, sino en el término medio de las personas instruidas. Enumera los doce (ni más ni menos) grandes poetas que produjo la primera mitad de nuestro siglo; para España cita a Espronceda, Zorrilla y el duque de Rivas; para Francia Lamartine, Hugo y Musset; y para que le salga la cuenta, dando a Manzoni y Leopardi a Italia, y a Puchkine y Lermontof a Rusia, le deja a Inglaterra... Byron y Keats. ¿Es eso formalidad? Cierto que Keats, que murió muy joven y dejó obras clásicas, aunque muy pocas, hoy es más alabado y leído que lo fue tiempos atrás, y su muerte le hace muy simpático; ¿pero no hay en Inglaterra, en la primera mitad del siglo, otros poetas tan grandes como Keats, y más? Shelley, Percy Bysshe Shelley ¿no vale tanto, mejor dicho, no vale más, no significa más que Keats? ¿Quién contribuyó a la fama del autor de Endimión más que el mismo Shelley, que fue enterrado junto a él en el cementerio protestante de Roma y que le había inmortalizado en la famosa elegía Adonais?

Basta leer Los poetas modernos ingleses, de Sarrasin, como lo leyó Núñez de Arce a su debido tiempo, para saber todo esto; y en rigor basta... el consabido diccionario de Vapereau. Bueno que D.ª Emilia no quiera recurrir a fuentes tan vulgares, bajarse a beber en manantiales que están al alcance de la plebe; pero ya que bebe en ánforas aristocráticas, que beba la verdad por lo menos. ¿Es que Shelley no está de moda? Al contrario. Hasta los gatos saben que su fama casi eclipsa la de lord Byron; entonces, ¿por qué prefirió D.ª Emilia a Keats? Por eso. Porque no está tan visto. ¡Al fin mujer! Ella quiere exhibir (o inhibir) poetas nuevos, como otras quieren lucir modelos de capotas.

Y para que vea mi imparcialidad D.ª Emilia, le diré que estoy conforme con ella en que la granadina (que no sé a punto fijo cómo es) no parece bien en invierno. Armando Palacio cometió en este punto un lapsus que no le perdonarán ni la historia ni los horteras; pero ¡mire usted que llamar a una sesión del Senado romano senado consulto... tiene granadinas! Lo de la granadina es error inofensivo -como dice D.ª Emilia- a fuerza de ser de bulto; pero lo del senado consulto, aunque abulta también, no es inofensivo, porque demuestra que quien llama senado consulto a eso... no puede saber la historia de Roma, es absolutamente imposible. Y eso ofende.

Y hasta otra.

Pero antes de concluir D.ª Emilia, que corrige mucho y muy bien las pruebas, ha dejado pasar un negarles por un negarlos (página 42, última línea). ¿Es errata? ¿O es que cree que se dice «podemos discutirlos..., pero negarles?» -Pero... si esta señora no contesta nunca. Se hace la sorda como aquel señor de Candás (de mi tierra), personaje de Morriña, el cual no oye lo que no le conviene.

Otra cosa todavía. A la última carta de Valera, nada más que por ser la última, la llama D.ª Emilia un ultimátum, ¿por qué llama la Sra. Pardo a la fuerza dinamismo? Dinamismo será palabra legítima, aunque no la admite la Academia, pero no puede emplearse por fuerza, vigor, energía. ¡Ay, D.ª Emilia! ¿Por qué no vuelve usted a leer la comedia Líbrate del agua mansa... y aquella de Molière en que figuran las distinguidas hija y sobrina de Georgibus?

CLARÍN




Nuevo Teatro Crítico

(Suplemento de Ciencias, Literatura y Artes, La Correspondencia de Madrid, 15, 15-11-1891)

La señora Pardo Bazán advierte en el primer artículo de su revista Nuevo teatro crítico que para hablar de los libros que merezcan atención, no esperará a que se los regalen. Sigo yo tan desinteresado ejemplo, y hablo del opúsculo de doña Emilia, sin esperar a que ella o el editor me lo regalen, como solía acontecer. Pero ya que trato de buenas costumbres en materia de relaciones económico-literarias, me permitiré observar que tampoco sería malo que los autores prescindieran, al regalar sus obras a los críticos, o al no regalárselas, de la consideración interesada de que se las alaben o no. Digo esto aquí, porque in illo tempore, cuando doña Emilia me escribía un día sí y otro no, y me llamaba su hermano mayor (aunque soy algo más joven) y yo le ponía prólogo a los libros y la buscaba editor para ellos (La cuestión palpitante,) y... la trataba, para animarla con excesiva benevolencia, doña Emilia me regalaba sus obras acompañadas de sendas dedicatorias cariñosas y encomiásticas; pasó el tiempo, se creció la escritora gallega, empecé yo a pesar con más justicia el mérito de sus escritos y ella siguió enviándome sus libros... pero con dedicatorias menos expresivas; pasó más tiempo, publicó la Pardo Bazán novelas que me parecieron medianas, así lo dije, y doña Emilia continuó enviándome sus libros... pero sin dedicatoria; pasó más tiempo, tuve que decir a mi ilustre amiga algunas verdades amargas... y doña Emilia dejó de enviarme sus obras; pero permitió o mandó que me las remitiese el editor, y por último, después de algunas cuchufletas mías y de ciertos reparos a su modo de entender las palabras y las ideas... la señora Pardo Bazán cortó por lo sano, y ahora ni ella ni el editor me envían libros de esta eruditísima señora. No me parece bien el procedimiento. Opino que debemos regalarnos mutuamente nuestros libros los que nos dedicamos a escribirlos y a juzgar los ajenos, sin reparar en la opinión favorable o desfavorable de nuestros colegas.

No me quejo porque doña Emilia me haga objeto de graciosas pretericiones y hasta de alegorías y símbolos que sólo ella y yo entendemos; ni me enfado porque diga que aquí no hay quien escriba de actualidades literarias más que rifirrafes sañudos o divagaciones jocosas; pero esa especie de bloqueo bibliográfico me molesta porque me perjudica, toda vez que, siendo casi siempre importantes las obras de doña Emilia, si ella no me las regala no hay más remedio que comprarlas.

Mi amigo y compañero el muy discreto literato Mariano de Cavia, ha escrito, con motivo del Nuevo teatro crítico, uno de sus mejores artículos, que no es decir poco; y aunque estoy conforme en casi todo con los argumentos del redactor de El Liberal respecto a la poca oportunidad del intento de la escritora gallega, declaro que, sea lo que quiera de la forma, puede resultar muy provechosa para las letras la asidua colaboración de la señora Pardo Bazán en la tarea crítica de las actualidades... presentes (porque ya sabrá doña Emilia que también lo pasado es actualidad); y en efecto, del primer número del Nuevo teatro se pueden sacar pruebas en pro de la utilidad de los trabajos críticos de esta escritora y en contra de su empecatada idea de escribir una revista ella sola, y una revista poligráfica, y a la manera antigua, a lo Feijoo, a lo Addison, según la autora.

Un amigo mío, que tiene muy mala lengua, y acaso peor entraña, J. R., literato que apenas ejerce, me decía: «lo que intenta ahora la Pardo es... hacer el Robinson en el continente; en mitad de la Puerta del Sol; y es también como fundar un gran bazar... con un solo mancebo para la venta».

Algo hay de todo eso; la revista de doña Emilia tiene que parecerse, y se parece ya en el primer número, a esas colecciones de los museos industriales, donde se muestran resumidas en un cuadrito todas las manipulaciones porque pasan las materias primeras de una industria hasta llegar al producto tal como ha de ser entregado al consumo.

Y, lo que es peor, el Nuevo teatro, que es todo un reto a la ley ineludible de la división del trabajo, nos recuerda el poco estético espectáculo de esas tiendas heteróclitas y hetereogéneas, que se ven en las aldeas más atrasadas, donde se vende el bacalao junto a las velas de sebo, las escoba, las alpargatas, los clavos, las madejas de seda y los huevos frescos. Una revista así es barato de feria, caja de buhonero, algo a propósito para publicado en una colonia con motivo de estrenar una imprenta con admiración de los indígenas y comenzar a difundir las luces. La revista de doña Emilia recuerda otra porción de tópicos que hacen al caso, v. gr. las monteras de Sancho, una para cada dedo, y la manoseada sentencia: pruribus intentus minor est ad singula sensus, y hasta la fábula de Iriarte, en que el autor opone la del quitasol que en invierno es paraguas.

No sólo es breve la vida comparada con el arte, sino que la revista que puede escribir en un mes una señora que tiene otras muchas cosas que hacer, ha de ser muy breve, comparada con la multitud de asuntos que merecen ocupar su atención. En el primer número del Nuevo teatro se ve esta estrechez del molde, que resulta incómodo y hasta algo cursi, como la ropa muy ceñida... en los hombres.

El artículo que doña Emilia dedica al drama de Echegaray Siempre en ridículo es muy bueno en algún aspecto, como se verá luego; pero nos deja a media miel, y es deficiente como examen y crítica del drama. ¿Por qué? Por culpa de los límites estrechos, del poco tiempo y del poco espacio. Y ¿qué decir de la bibliografía? De tanto y tanto como se escribe en el extranjero en un mes, doña Emilia no encuentra digno de figurar en su «Bibliografía extranjera», más que un libro alemán titulado Fin de siècle, colección de novelitas, la mejor de las cuales es una que, según doña Emilia, y salvo error, se llama «Der trene Adele (?)» ¿Es esto serio? Cualquiera que lea revistas verdaderas de Inglaterra, Alemania, Francia, Italia, etc. podrá citarla a doña Emilia docenas de libros más importantes que ese que está exclusivamente publicado en el mismo mes. Para engañarse a sí misma, doña Emilia dice que al cabo del año se publicarán en España o en el extranjero, diez o doce libros de indiscutible mérito. Aunque a primera vista parece que quiere decir que esos doce libros se publican en España o en el extranjero, bien se entiende que doña Emilia no quiere decir lo que efectivamente dice, pero aún entendiéndolo bien, y repartiendo esos diez libros entre el extranjero y España... resultan muy pocos, aún dejándola a la patria la pequeñísima parte que pueda tocarle. Pongamos que en España no se publica al cabo del año más que un libro que merezca la atención de doña Emilia: en el resto del mundo civilizado ¿no saldrán en doce meses más que once o nueve obras notables? ¡Por Dios, señora!

Doña Emilia Pardo Bazán, que quiere hacer ella sola una revista, dice que imita a Feijoo y al inglés Addison entre otros; pero no es rigorosamente exacto. El Teatro crítico del ilustre benedictino en nada se parece a una revista moderna, no tiene pretensiones poligráficas en el sentido de abarcar distintos géneros literarios, sino en el de tratar, siempre dentro del mismo género, diferentes materias y éstas no tan variadas como las que anuncia doña Emilia. Ésta ofrece hablar aparte de política, de crítica literaria y otra porción de asuntos; y amén de esto, darnos cuentos y otras golosinas de su invención. El parecido con El Espectador de Addison tampoco se me antoja muy exacto; ni el famoso trabajo literario del inglés es rigorosamente tal como lo describe Montalvo, a quien la Pardo Bazán copia. Primeramente, El Espectador no era precursor del periodismo, sino verdadero periódico, y Addison no lo fundó, ni la idea empezaba entonces a ponerse en práctica: Steele, amigo de Addison, fundó en 1700 The taller, El Charlatán, como si dijésemos, que aparecía tres veces a la semana, y contenía noticias, anuncios y un artículo de moral, política o literatura; en esta hoja colaboró ya Addison, y después fue creado El Espectador en 1711, y en este nuevo periódico Steele fingía que la redacción era debida a todo un club con El Espectador por secretario. Entre los personajes inventados por Steele para esta ficción figura el famoso Roger de Coverly, en el cual H. Taine ve un embrión de la novela moderna. Roger de Coverly, el caballero aldeano, fue convertido por Addison en un tipo fijo, correctamente dibujado. Lo más y lo principal de El espectador es del autor de la Visión de Mirza, pero no todo. En 1712 cesó la publicación de este periódico y el mismo Steele intentó otra campaña en El guardián, que fue de peor éxito, a pesar de la colaboración de Addison. Como se ve, El espectador del inglés no se parece ni al Nuevo teatro crítico, ni a El espectador de Montalvo. Porque supongo que hablamos del mismo Addison, del que llama doña Emilia autor de la Epístola a Lord Halifax y que mejor pudiera llamarse autor de Las cartas de Italia dirigidas a lord Halifax, su protector. Si en todo lo dicho o en algo me equivoco, entiéndase doña Emilia con Taine y particularmente con el tan manoseado Vaperean, a quien debo muchas de estas noticias que están al alcance de todas las fortunas y de todas las erudiciones de pacotilla.

Respecto a El espectador de Juan Montalvo, malogrado escritor americano, en efecto se puede considerar como un antecedente inmediato del ensayo de la Pardo Bazán. Pero es el caso que el ilustrado, original y amaneradísimo Montalvo tuvo, entre varios defectos, el de escribir como si escribiera para indios bravos, y como si se acabara de descubrir la imprenta. Su Espectador, en que hay algo agradable, es una enciclopedia inoportuna; insuficiente para el vulgo y completamente ociosa para las personas ilustradas. Recuerdo que en cierta ocasión me escribió doña Emilia aconsejándome admirar a Montalvo; y recuerdo que no pude acceder a su deseo, aunque sí reconocer en el escritor americano ciertas cualidades de buen hablista; pero de ningún modo como verdadero pensador, ni como estilista en el sentido rigoroso y propiamente artístico de la palabra. La lectura de Montalvo causa sorpresas agradables y desagradables, a la media hora fatiga, se convierte en imposible. Fíjese doña Emilia y aplíquese un poco el cuento en que escribir como estilista no es celebrar paradas y simulacros con los ejércitos de palabras del diccionario... y de otras procedencias.

Decía yo antes que la redacción del Nuevo teatro crítico, estando reducida a una sola pluma, la cual necesita consagrarse a otras muchas tareas, tiene que resentirse de la falta de tiempo. En efecto, se nota en algún capítulo del opúsculo de que trato, que doña Emilia ha escrito con verdadera precipitación alguna cosa. Procuraré demostrarlo. Escribe doña Emilia en la primera página de su Presentación: «No diré que falten errores comunes, pero son de concepto mejor que de hecho»..

Primeramente, ese mejor, está en lugar de más bien y ahí no cabía tal sustitución porque resulta falta de sentido. Y ¿qué clasificación es esa de errores de concepto y errores de hecho? Los errores todos son de los que llama de concepto esa señora con poca propiedad también. En tiempo de Feijoo, como ahora, el error siempre tuvo que ser de la inteligencia; del hecho imposible. Y si la señora Pardo Bazán contesta que ella habla del error en sentido de culpa se le replicará que no hay por qué, puesto que Feijoo no se refería a culpas sino a errores en la acepción primera y directa de la palabra. Las supersticiones a que doña Emilia parece aludir con lo de error de hecho son errores de concepto, ni más ni menos que los errores modernos.

«No abunda tanto y no se precisa menos». Ese precisarse ni lo autoriza la Academia, que la Bazán respeta, ni tiene sentido; es del peor gusto y muy usado en los comunicados de los secretarios de ayuntamientos rurales y otros clásicos.

Supone doña Emilia que un extranjero le pregunta por la crítica española y, ella, disgustada por no poder decirle en qué autor se encontrará lo que busca, porque no lo hay, exclama: «En ninguno, hube de responderle tascando el freno».

Por regla general, lo de tascar el freno debe dejarse para las caballerías, a no ser en caso de apuro; pero ya que un escritor se crea en la necesidad de pintarse a sí propio tascando el freno, en sentido traslaticio, debe procurar que la frase venga aplicada exactamente, y aquí no viene. Según la Academia, que doña Emilia respeta, tascar el freno significa figuradamente: «Resistir uno la sujeción que se le impone; pero sufriéndola a su pesar». Ya se ve que no había para qué tascar nada en el caso presente.

«Usufructúan las obras teatrales las columnas de los periódicos».

Esos tropos de pan llevar y que recuerdan el código civil, son muy poco artísticos, y ya se burlaba de ellos Flaubert. Además, aún admitiendo el terminacho de jurisprudencia lóbrega, tenemos que está aplicado con gran inexactitud. No lo dude doña Emilia.

«Las obras nuevas, potenciales y fecundas». La ilustre escritora dijo potenciales, porque poderosas cualquiera lo dice; con esto creería dar fuerza al epíteto y se lo quita porque lo hace abstracto. Potencial, sin más, dice poco para indicar vigor; poderoso dice bastante. Fíjese doña Emilia y verá que tengo razón.

«...en las aldeas, en las provincias, en el extranjero, en el continente americano, miles de lectores lo mascan y saborean».



No aplaudo la metáfora de mascar libros; pero dejo esto para reprobar con toda energía la enumeración que precede: «en las aldeas, en las provincias». ¿Qué quiere decir eso? Pues qué, ¿las aldeas no son de las provincias? ¿Es una clasificación geográfica y administrativa de aldeas y provincias? ¿Y el continente americano es también extranjero?

«...atmósfera cargada de Mentalidad» ¡Mentalidad! Esa palabra no la admite la Academia y creo que hace perfectamente. No hay para qué. Fíjese también doña Emilia en esto.

«Los átomos luminosos van cristalizando para convertir, a la vuelta de algunos años, en clásico al autor vivo aún». Metáforas e incongruencias de ese jaez ya las censuraba con mucha gracia Hermosilla... «Un orador es una pirámide de Egipto...».

«Si no para la gloria intrínseca de un autor para la cultura y adelantamiento de la generación que le rodea, y por modo insensible influye en él, es muy conducente (?) la existencia de una crítica...». Bastaba la gloria sin el intrínseca, epíteto que no está usado con propiedad tampoco.

«Ahora diré con frase cervantesca...» y copia doña Emilia un pasaje del Quijote. Pero hombre, digo, señora, ¿no sería más sencillo escribir, diré con Cervantes? El estilo de Cervantes y el estilo que lo imita bien son cervantescos, las frases sueltas de Cervantes, y las que se las toman se llaman cervantescas; pero llamar frase cervantesca a un pedazo del Quijote me parece ganas de adjetivar.

Y basta de tan enojosa tarea. Nada de lo dicho supone que yo tenga a la señora Pardo Bazán por menos que excelente hablista; pero prueba todo ello a mi entender que ha escrito muy deprisa parte de su periódico. Y esto era lo que me proponía demostrar.

Por lo demás, da alegría ver a un crítico de veras, a una inteligencia tan clara, servida por una sólida instrucción, trabajando como nosotros los infelices picapedreros del periodismo literario, en la sextaferia que abre los caminos vecinales por donde va andando poco a poco la atrasadísima cultura española. Son beneméritos de las letras, escritores insignes, que como Valera a veces, y Emilia Pardo Bazán ahora, atienden al movimiento diario del arte y consagran facultades de maestro a lo que suelen desdeñar los escritores de alto coturno, y que es sin embargo, la materia de que se ha de ir haciendo la historia literaria que se escriba mañana.

El artículo que la escritora insigne dedica a Echegaray merece grandes elogios. En pocas palabras explica porqué el autor del Gran galeoto es acreedor a singular admiración y respeto, siendo como es, a pesar de todos sus defectos, el único sostén de la escena española en los tristes días que alcanzamos. Echegaray, piensa doña Emilia con gran perspicacia, no es un corruptor como pretende Cañete, ni nos trae influencias extranjeras; es un romántico más, romántico castizo, pese a ciertas apariencias...

En resumen, yo aconsejo a la señora Pardo Bazán que continúe escribiendo crítica de nuestra actualidad en la forma en que ahora lo hace o en otra. Mejor en otra; pero sin falta.

CLARÍN