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ArribaAbajoGaspar Betancourt Cisneros


ArribaAbajoEscenas Cotidianas

4

Y en efecto, quedéme dormido, lector o curiosísima lectora; no empero en tu regazo, ni en el de ninguna otra, sino en el profundo, dilatado y oscilante seno de una hamaca que para eso me ha costado mi dinero.

Y el ruido delicioso que me adormeció era el sutil y flotante ropaje de la Crítica que venía de viaje desde la serranía pintoresca de Sajaná, y hallándome dormido, cubriome con él para que no me picasen los mosquitos y moscardones que germinan en esta tierra, como en otras muchas.

Era completa mi dicha, porque la calumniada peregrina del Helicón vino tan cariñosa como toda una mujer que desea contentar a un amante, después de darle un plantón como el pasado; y en esto deben estar acordes las mozas del Camagüey con las del Parnaso. Por sutil y raro que os figuréis el manto con que me cubrió, me habría dado calor en esta terrible estación; y para evitarme esta incomodidad me bañaba el rostro con su aliento de anonas, como si la inmortal las hubiese comido al pasar por mi potrero de La Fusión.

Y yo dormía, y dormido gozaba de un placer vehemente, afanoso, semejante al del entusiasmo; pero tan tierno y patético que no podré describirle. Era un placer semejante al que debéis suponer en un abogado impertérrito que defiende a un inocente; o al de un militar patriota que acude al peligro en que ve sumergida a la patria.

Y la diosa me tocó los ojos: mis párpados se entreabrieron y vi un coro de ángeles en forma de semicírculo... Eran las preciosas niñas de una escuela que al momento de mi visión articulaban cantando las palabras de misericordia: «enseñar al que no sabe»; y mis ojos se humedecieron de ternura.

Rezaron cantando la doctrina cristiana. Yo les di dos besos en las sienes, y no se sonrojaron porque mis besos eran tan inocentes como sus almas.

Y la Crítica me dijo: repara y examina las mujeres en que se funda la felicidad futura de tu patria. Ésas han de ser madres: ellas son el punto de partida de los pueblos: de ellas salen los héroes o los tiranos, los sabios o los ignorantes, los patriotas o los traidores, los filósofos o los libertinos... Examina, examina y no te dejes llevar de la primera impresión.

Nada tengo que examinar, dije acá en mis adentros: la base de la felicidad de un pueblo está echada... Ellas saben el Decálogo y las obras de misericordia... La Crítica penetró en mi pensamiento, y para atizar mi débil deseo de examinar me dijo: La base de la felicidad de un pueblo está echada, pero la base no es el edificio regular, ni perfecto... Examina te digo.

Y entonces se me presentaron al vivo los horrores de la Inquisición y los asesinatos de Irlanda, la San Bartolomé y la conquista de América, y deduje de allí que el hombre imperfecto podía asentar sobre la base de toda perfección, la pira de fuego y la horca, la rueda de tormento y la guillotina.

Resuelto ya el examen, tomé de la mano a la mayorcita, que tendría once años, y poniéndola en la puerta le pedí un saludo como si entrase de la calle. Cortose, sonrojose y disimuló su encogimiento con una sonrisa involuntaria. Conocí que en aquella escuela no se enseñaban los buenos modales, que tanto contribuyen a suavizar las costumbres y habituarnos al trato con los demás hombres.

Entonces fue que paré las mientes y vi a una con el pelo desgreñado afanada en echarle atrás de la oreja, otra que se comía las uñas de las manos; cuál se prendía el pañuelo por el pecho, cuál se ataba el túnico a la carrera; aquélla se calzaba los zapatos, ésta se encogía como un gusano para que las faldas del túnico tocasen al suelo y le tapasen las desnudas piernecitas... ¿Qué es esto, Dios mío? ¡Qué!, ¿estas niñas serán huérfanas...?

Veamos si saben leer. Puse a leer a una como de ocho años, y leyó con cierto monótono sonsonete, y tan marcado que no podía tomársele sentido a lo que leía; otra y otra y otra leyeron lo mismo.

Pedí las planas, y diéronme cinco o seis llenas de garabatos tan deformes que no parecían letras. Ni rectas, ni curvas, ni perfiles; ni era posible que les diesen unas plumas a manera de brochas de encaladores, y unos tinteros que más eran de lodo que de tinta. Malo, dije: los padres de estas niñas no han calculado el valor del tiempo: éstas pierden cuatro años en aprender mal lo que en seis meses se aprende bien.

Pregunté cuántas eran nueve veces ocho, y ninguna me respondió. Peor, dije: aquí no saben que la aritmética es para el entendimiento lo que el aplomo para los edificios.

Pregunté si sabían en qué parte del mundo habitaban, y no hubo quien respondiera.

Pregunté cuántos años había de la venida de Jesucristo al mundo: silencio general.

Pregunté qué cosa era gramática: silencio general.

Pedí los trabajos de aguja, y sólo me presentaron algunos muy comunes y ordinarios: las marcas estaban regulares; pero nada de bordados, ni de tejidos de ninguna clase, ni obras de pelo ni de flores, ni dorado, ni dibujo, ni pintura, ni música, ni baile, ni nada de lo que deben saber las mujeres decentes y bien educadas.

De todo esto saqué por consecuencia que en las escuelas de niñas no se enseña más que el catecismo, como a cotorras, sin emplear jamás el método explicativo; leer mal, escribir peor, hablar pésimamente, y modales Dios las dé. A las ocho de la mañana viene la niña a pie o en volanta, acompañada de una negra que trata y habla con quien le da su gana a presencia del angelito... vuelve por ella a las doce, y así sucesivamente.

Pues aún es peor, me dijo la Crítica, la indiferencia con que esto se mira. Fórmanse reuniones de señoras en todas las ferias que tenéis, que son muchas, para concertar paseos a tal o cual barrio: no se ve otra cosa que reuniones de alegrísimas tertulias, partidas de tresillo y lotería; pero jamás veréis que circule la palabra de invitación para formar juntas o acuerdos cuyo objeto sea la educación del bello sexo. La segunda población de la Isla, con trescientos veinticuatro años de fundación, no tiene un solo seminario de niñas, pues tal nombre no debe dársele al recluso monasterio de Ursulinas, y con todo que es lo mejor que hay en punto a educación, no pasan de veinte las educandas... ¡Veinte niñas tal cual educadas en Puerto Príncipe!31

Si todos los males que afligen a los pueblos provienen de la ignorancia y de la ociosidad, disminuir el número de los ignorantes y ociosos es disminuir la propensión al crimen y el horror de los castigos. Obsérvese el número de presos de todas las cárceles del mundo: contado será el hombre de buena educación e industrioso que se encontrará en ellas. Porque la educación corrige las malas inclinaciones y perfecciona las buenas: la educación pone en manos del hombre los medios legítimos de subsistir, dándole el dominio de las cosas por medio de su inteligencia: de donde resulta que en cualquiera circunstancia tiene abierto el camino de la fortuna y se halla en actitud de formar una familia, y fijarse en una patria. Siendo pues la mujer, como antes se ha dicho, el punto de partida de la educación de los hombres y de sus primeros sentimientos e impresiones morales, es preciso convenir en que mujeres ignorantes, ociosas y corrompidas no producirán hombres sabios, laboriosos y morigerados.

Un dolor profundo atosigaba mi corazón... La cabeza se me cayó sobre el pecho... quise hablar y un hondo suspiro ahogó en mis labios la palabra...

No te aflijas, me dijo la benigna Crítica: trabaja un proyecto y reglamento para un seminario de educación para las niñas de tu país. Dedícaselo a las madres de familia: no temas decirles la verdad desnuda. Si te oyen, habrás hecho un bien cumpliendo un deber; si te desprecian, sacude el polvo de tus zapatos y sigue trabajando más adelante o por diversos medios. Y me propuse escribir, y escribiré.

7

Ésta sí que es Escena camagüeyana, Escena de Lugarón, Escena de Lugareño. De salir en ella sólo se escapan los niños de pecho, y eso porque no encuentro modo de meterlos y los dejo como en el limbo sin pena ni gloria; pero como es Escena pública y privada, general y particular, diurna y nocturna, hemos de vernos en ella todos los rangos, todas las clases y todos los sexos.

Pues, así como así, lectora queridísima que me diste el tema de esta Escena y me encargaste que fuese pintor leal, no he podido exprimir de mi caletre un nombre con que bautizarla, digo, un título que la caracterice completamente. ¡Pobre ingenio mío! ¡Qué esterilidad!... Aquí no me queda otro recurso que suplir la falta de cacumen con la abundancia de corazón... como hizo el grande Alejandro para dejarnos el ejemplo práctico de que en lances apretados lo mismo viene a ser cortar que desatar. Llamo, pues, a ésta, Escena de lenguas.

Y lo mismo también es, para el caso, una digresión que veinte. Gran chasco se llevará el lector que piense tomar en esta Escena lecciones de lenguas antiguas y modernas, porque de idiomas apenas sé lo que basta del castellano para cacarear la verdad.

No son, pues, estas lenguas el objeto de esta Escena ni las de cíbolo, ovejas y otras alimañas; ni las de bacalao y otros peces; ni las de pavo real que tanto le agradaban a un glotón famoso; ni las de flamenco, que la mayor parte de los lectores no sabrá que si las pusiéramos en latitas y se las enviásemos a la reina de Inglaterra, nos daría muchas esterlinas si una vez las catase. Las lenguas de que voy a tratar son lenguas humanas que los poetas han llamado lenguas de víboras y serpientes, y yo, porque no soy poeta, pero tengo la mía para llamarlas como me diere la gana, las llamaré lenguas de maya, lenguas de zarza, lenguas de jía que a éste enganchan, a aquél rasgan, al otro taladran y le acarrean el pasmo, la punzada y la muerte.

No todos saben, y es preciso que lo sepan, que en nuestro Camagüey es la lengua la parte del cuerpo que más se ejercita. Hay muchos hombres (centenares) que no moverán los brazos así los maten, porque otros los mueven por y para ellos. Hay muchas mujeres (millares) que ni brazos ni piernas moverán, así diste latinaja ocho pasos de ellas, porque para sacar un jarro de agua llamarán a una criada. Pero la lengua... ¡jú... ...ú ...ú ...ú! Vaya noramala el gas que eleva el globo aerostático, y el vapor que empuja la máquina de Fulton, y el rayo que derriba la ceiba americana.

El ejercicio continuo de la lengua nos da una felicidad inconcebible en el ramo a que la dedicamos. Así, por ejemplo, nadie puede imitar a una de nuestras mujeres regañonas. ¡Qué caudal de voces! No las tiene el diccionario de Castilla. ¡Qué chorro! Así fuera el del Hatibonico. ¡Qué ruido! No lo produce igual el tráfico de nuestro comercio. Desde que uno entra en el Camagüey ya le taladran el oído los desentonados gritos de las mujeres regañonas... Sí, de mujeres cuya voz debilitó y endulzó el cielo para que no se oyesen fuera de su aposento. Resuenan y retumban las amenazas, los dicterios, los epítetos humillantes en labios de carmín y almíbar que Dios formó para proferir palabras de esperanza, de amor y de consuelo. ¡Ah! ¿Quién pudo jamás resistirse a la dulce reconvención, a la sentida queja de una mujer amable?

Regañar entre nuestras mujeres es una costumbre heredada, una rutina de gobierno económico, una manía irresistible. La camagüeyana regañona regañará a sus criados, a sus hijos, a su marido, y cuando no tenga a quién regañar, regañará a las gallinas porque sepan los de afuera que tiene a quién regañar. ¿Quién me lo creerá? Regañona he conocido que regañaba a un cadáver porque se dejó matar de un médico... y le regañaba también porque se había muerto cuando empezaba a quererla, y no se murió cuando la dejó abandonada por aquella fierísima yagua seca...

Figuraos, jóvenes románticas del sexo amoroso, a una mujer regañando, y tal será vuestro retrato si os hacéis cargo de la herencia: he aquí un ligero bosquejo. La regañona mudará de colores como el caguayo (lagarto); sus ojos despiden fuego como los del gato acosado en un cuarto obscuro; su boca se desencaja como la de la rana cuando le echan sal; y engarrotados sus músculos, hinchadas sus venas, encrespadas sus arterias y estirados sus tendones, apenas dejarán ver la hermosísima garganta, como aparece la palma criolla entre los raigones del jagüey que la sofoca.

Otra clase de lengüitas abunda en el Camagüey, que forman una mayoría respetable: la de murmuradores. Así como los de casa son víctimas de las regañonas, así los de afuera son la presa en que se ceban los murmuradores. Murmurarán de lo que viste y come y gasta la vecina; murmurarán de la educación que les dé a sus hijos; murmurarán de los que entran y salen y visitan la casa. La lengua murmuradora no perdona las cualidades morales ni físicas: las ideas, los pensamientos, los proyectos más útiles caerán bajo sus tiros, y también los defectos, lesiones, enfermedades que Dios manda. De la baja murmuración vienen los apodos que recaen sobre las familias y sobre los individuos. Y ni aun éstos bastan a saciar la gula de la murmuración: no escaparan el forastero y extranjero que nos honran con su visita. ¿Qué digo? La lengua del murmurador desenterrará al muerto para cortarle nueva mortaja. La murmuración, dicen los moralistas, es hija de una envidia impotente, es el comprobante de la falta de mérito personal, y de caridad cristiana.

Entra ahora otra clase de lenguas: las chismosas. Cuidado no confundirlas con las habladoras y mentirosas, que son subdivisiones de la clase-tipo, y se diferencian de un modo preciso e inequivocable. Las lenguas habladoras y mentirosas pican como el mosquito y el jején al descubierto. La lengua chismosa pica como la nigua encubriéndose bajo la epidermis. «Aquí vengo, hija de mi vida, con el corazón entre dos piedras, porque acabo de coger un güiro de vuestro buen marido: he averiguado que va a acomodar a un mayoral que tiene dos hijas preciosas. En la tienda de los loros compró una caja de medias y pañuelos para las mayoralas y así os lo aviso para que con tiempo pongáis remedio, etc...» He aquí cómo se encubren tantos y tantas chismosas que no tienen otro oficio, ni mayor placer, que acechar los pasos de cada persona, introducirse en el santuario del hogar doméstico y traspasar el corazón de una esposa tranquila, o de un padre honrado.

El subgénero de habladores y mentirosos es más abundante y por lo mismo son más conocidos. El hablador petardista se andará de mesa en mesa, y de tertulia en tertulia, para salir de allí a campanear cuanto sus oídos oyeron, no importa la materia o asuntos de las conversaciones que pasaron, sin respetar aquella garantía tácita que debe haber en todo paseo de campo, todo convite, toda reunión de amigos donde se avivan las pasiones, se ensancha el ánimo, se regocija el espíritu, y se explican los concurrentes con más libertad o indiscreción que de ordinario. Este hablador, aunque en efecto no sea un infame espía, sino tal vez un atronado, ejerce el oficio de un espía voluntario. El mentiroso es otro carácter diferente: acecha la venida del correo para explotar la mina de mentiras políticas; se entera de los pleitos para tergiversar los hechos con datos falsos; se entretiene en combinar y zurcir mentiras para alarmar las familias o por el gusto de hacer reír a los bobos. Si es mentiroso en grande, aquéllas son su objeto; si es en pequeño, éstos. El hábito de mentir y oír mentiras todos los días, influye poderosamente en nuestro carácter poco sólido, y nada observador. Llega a nosotros una noticia, una idea nueva: nuestro primer juicio es que todo es mentira, y, sin analizar ni escudriñar, se desprecia como tal.

La última clase de lengua es gemela o jimagua, por lo cual es la menos abundante. Unas veces están pegadas como los plátanos; otras sólo unidas como los anoncillos, pero son proles de un mismo parto. Cuando están en el mismo individuo pertenecen a la primera clase; cuando en dos, a la segunda. De cualquier modo parece que reina entre ambas una antipatía moral por sus opuestas cualidades, pero no es así, ni tampoco sé yo explicar el fenómeno. Se me parecen a estos hombres pródigos de lo suyo y codiciosos de lo ajeno. O como el pirata que echa al agua la carga que ha robado y posee, por alcanzar al buque que divisa a lo lejos, y si no puede alcanzarle, le hace fuego y lo echará a pique aunque se perdiese para todos: tal es la idea que me he formado de los difamadores y calumniadores. El difamador nunca puede ocultar la verdad; el calumniador siempre dice mentira; el uno es verídico de puro osado; el otro es mentiroso de puro cobarde; el primero se empeña en conseguir, por gusto de difamar; el segundo se empeña en calumniar, por la esperanza de conseguir; aquél asesina al rendido; éste asesina al que le resiste.

Será conveniente abalizar los parajes donde se reúnen los difamadores y calumniadores para que desde lejos se preparen las mujeres que, inocentes o culpadas, son las tristes víctimas de estas lenguas. Balizas deben ponerse en todos los lugares de vagancia y ociosidad. Pero cuidado con no entender mas de lo que yo digo, pues protesto solemnemente contra los que interpretan a su modo. Digo que los difamadores y calumniadores concurren de preferencia a esos lugares; no que en el hecho de concurrir a ellos se acredita el difamador o calumniador, como en el hecho de navegar en el golfo no se acredita el pirata. Lo más seguro es describir el buque.

¿Veis a un hombre de mañana, de tarde y de noche vagando del billar a la casa de juego, de ésta a la gallería y de aquí a la taberna? ¿O no lo veis ejercitar en una profesión o industria, ni concurrir a la academia de jurisprudencia, o a la de matemáticas, o a la de idiomas, o a una finca rural, o a un taller público a aprender un arte u oficio? ¿O bien no le oís jamás hablar de cosa de sustancia, ni tomar en sus labios la palabra patria, derechos, progresos, escuelas públicas, sino solamente hablaros del peinado y vestido romántico, del velorito de Guasiminí y de las carreras de caballos de la Vigía? Pues si tales cosas viereis o no viereis; si tales cosas oyereis o no oyereis, contad sobre seguro, amiga mía desgraciada, con que una sonrisa de vuestros labios será, para un baladí de esta calaña, una victoria, cuando tal vez no ostente su desprecio a vuestra adelantada cita.

Paréceme que las muchachas me rodean a pedirme remedio contra tantas lenguas... Sí que los tengo, para todas: pero no quiero descubrir mi secreto porque con él pienso hacer fortuna en mi pobreza. Por ahora, y por ser lo más urgente, voy a comunicar dos remedios contra difamadores y calumniadores. Es el primero, muchachas, comportaros de manera que no tengan que difamar de vosotras, no dando lugar ni aun a sospechas: éste es infalible contra difamadores. El mismo remedio es utilísimo, pero no eficaz, contra calumniadores. El que tengo eficaz, no puedo demostrarlo prácticamente, sin que vosotras consigáis que me ahorquen si lo pongo en planta. Se reduce simplemente a hacer una pailada de tayuyos de sesos y lenguas.

9

RES MISER SACRA

Pobres y mendigos son el objeto de esta Escena. No arrojéis la Gaceta, opulento lector que, embriagado con los vapores del nacimiento y la riqueza, llegáis a creer que sois otra especie, cuando no sois más que una clase. La esfera y bienandanza en que hayáis nacido en nada alteran la naturaleza del hombre: como un ser moral sois la obra más noble del Creador; como un ser físico, un poco de tierra y cal; y todo vuestro orgullo no podrá libertaros del picazo de un insecto imperceptible. Y vos, lectora piadosísima a quien dotó el cielo de mayor grado de sensibilidad para consuelo de los desgraciados, no temáis derramar lágrimas de compasión, que para la mujer son de gozo, o como dice un poeta, de triste placer.

Algunos articulistas han escrito en estos últimos días sobre nuestra clase pobre. Sus artículos, bien meditados, no son más que declaraciones vagas, sin propósito, sobre la desmoralización y holgazanería de los pobres. Lamentan los efectos, sin desenvolver las causas, o los atribuyen a causas extrañas aunque no del todo inconexas. Las reformas que proponen, si alguna, son, en mi concepto, o inadecuadas, o impracticables, o insuficientes.

Más atinada y filantrópica, la Junta de Caridad se ocupa actualmente de un proyecto para mejorar la condición social y moral de nuestros pobres y mendigos. Tiempo ha que el Muy Ilustre Ayuntamiento fijó la vista sobre esta interesante porción de la sociedad y a fe que nunca más dignamente merecieron el título de padres de la patria. Esperamos que un artículo sobre este asunto se recibirá como una simple cooperación a las grandiosas miras de ambas corporaciones.

Pobres y mendigos van a ocuparnos. Definamos las palabras para que se reconozca la necesidad de deslindar los objetos, y los medios que se escogiten para los fines que se propongan. Pobre es el que carece de lo necesario; mendigo el que pide limosna con necesidad o sin ella.32 La junta debe tener presente que socorrer al pobre es proteger la industria y la virtud; socorrer al mendigo puede y suele ser proteger la holgazanería y los vicios. Pobres y mendigos abundan en el país más protegido por la naturaleza; y en el hecho de abundar ofrecen un testimonio irrecusable de la falta de un sistema reparador de esos males, que más bien testifican la mal entendida caridad pública que la caridad cristiana.

Al ver vagando en nuestras calles centenares de pobres de ambos sexos y de todas edades; al ver a los ricos abandonar la esfera de las ciencias, privarse de viajar, esclavizarse al trabajo material del campo, monopolizar casi todos los ramos que constituyen los recursos de los pobres, ¿no es de sospechar que la holgazanería y desmoralización de nuestra clase pobre provienen de la falta de protección en los ricos, y de un sistema filantrópico que mejore la condición social y moral de los pobres? Examinemos lo que arrojan de sí los hechos, aun más que los raciocinios, y empecemos por las mujeres.

Nuestras señoras ricas se quejan de que no encuentran mujeres pobres para amas de leche, camareras, lavanderas, cocineras, costureras, etc.; que prefieren vivir en la miseria a sujetarse a una casa decente, y ponerse a la sombra de la riqueza. Este hecho, desgraciadamente, es ciertísimo, general. Pero escudriñando las causas que en él influyen las encontraremos en las ricas, en sus sistemas errados de economía doméstica que de día en día agravan más los males de unos y otros. Paso a demostrarlo:

La señora rica, arrastrada del torrente de los antiguos hábitos y del sistema doméstico, compra sus negritas para que le críen sus hijos, le laven, cosan y vendan los frutos de sus haciendas. Acaso habrá una en ciento que solicite, por ejemplo, para lavandera a una mujer blanca: y la quiera de balde, porque con trescientos pesos compra una negrita a quien azotar y regañar según le parezca. Andando el tiempo, la negrita se liberta, y aunque se halla en el mundo sin propiedad, lleva un oficio que desde niña aprendió, y libra de él una subsistencia honrosa.

Todavía más. La señora rica tiene sus hijas y esclavas que desempeñan la costura de la ciudad y el campo. La vez que ocurre la necesidad de una costurera, se prefiere a la liberta conocida, hermana de leche o camarada que trabaja por lo que le dan, y a veces de balde por gratitud o amistad. La costurera camagüeyana se halla sin costuras, o las recibe con forzosa, al precio que le imponen, que ni paga el empleo del tiempo ni el trabajo, y de consiguiente no estimula la industria.

Todavía más. Las casas ricas, aun las más ricas, monopolizan los oficios que pudieran hacer las pobres. Aquéllas son revendonas de los frutos que producen por mayor, y le quitan a la camagüeyana pobre la pitanza que pudiera sacar del menudeo. Casas ricas hay donde compran el sebo para fabricar velas y jabón y, con la facilidad que brindan las riquezas, se establece una especie de monopolio industrial que la camagüeyana pobre no puede derrocar por la competencia. Norabuena que la fábrica sea del rico; pero éste jamás emplea mujeres pobres en la elaboración. Esto mismo es aplicable a la harina, al tabaco, al azúcar y otros muchos renglones que pudieran emplear centenares de mujeres pobres. Para colmo de males de la camagüeyana pobre, se ha extendido el derecho de pulperías a los puntos en que las pobres menudeaban los frutos que produce el país, y gravita sobre ellas un impuesto de cuarenta pesos para poder menudear. Los ricos no han representado a la Intendencia, porque ellos pueden vender sin gravamen alguno sus cosechas.

Todavía más. Muchas señoras ricas, es verdad, se harían cargo de recoger niñas pobres; y muchas madres se las confiarían gustosas. Pero la moral de nuestros hombres no es la más severa (salvo aquellas excepciones honrosas que pueden señalarse con el dedo) y convertirían la hospitalidad generosa en un manantial de inquietudes para una madre de familia.

Todavía más. Los principios y conducta de los ricos influyen en los de los pobres, porque el pobre quiere imitar al rico, como el hijo al padre, el discípulo al maestro. ¿Y cuál es la familia distinguida a quien arruinó la fortuna que diese jamás el honroso ejemplo de servir en las casas pudientes? ¿Cuáles se acomodaron de tenderas, cuáles fundaron seminarios, casas de huéspedes, almacenes de modistas o industrias semejantes? Tampoco tengo noticia de que haya en el país una casa de beneficencia o de corrección, grandes manufacturas o fábricas en que emplear y morigerar a nuestras mujeres pobres.

Monopolizados, por decirlo así, en manos de los ricos, y envilecidos por la opinión los oficios a que pudieran dedicarse las mujeres pobres, veamos de paso si los efectos de primera necesidad están equilibrados con los recursos de los pobres. Un cuarto de la casa del rico vale tres o cuatro pesos de alquiler; una arroba de carne tres pesos; una arroba de azúcar dos pesos; la libra de café dos reales y, finalmente, cuatro plátanos medio real. Sobrecargado el comercio de Puerto Príncipe por un exceso extraordinario de flete por tierra, por la falta de comunicaciones expeditas y baratas, los efectos del extranjero son igualmente caros. De este modo, la camagüeyana pobre encuentra cerrados, o por lo menos obstruidos, los caminos de la fortuna, único estímulo de la industria, y desde el plátano hasta el agua que bebe, desde el techo hasta el jergón que cubre su honestidad, todo le cuesta al más alto precio de la isla de Cuba.

Declamadores injustos, que no tenéis que pensar en lo que comerán mañana vuestros hijos ni qué carrera les daréis, desmentid estos hechos, para descargaros de estas reconvenciones. Pasemos a los hombres.

He dicho y me repito: que los principios y la conducta de los ricos influyen en los de los pobres. Veamos, pues, cómo piensan y obran los ricos. Reinan en todo su vigor las preocupaciones antiguas, las máximas y hábitos de rancia nobleza, los añejos y podridos sistemas de economía doméstica. Nuestro caballero pobre desprecia las bellas artes, se deshonra con las profesiones mecánicas; y antes que degradarse con un oficio, prefiere ser un vago caballero, cuando no un caballero de industria. A tanto ha llegado la presunción caballeresca y su pernicioso influjo que, a excepción del foro, las armas y la iglesia, todas las otras carreras científicas se tenían en menos, y hasta estos últimos años no han empezado a recobrar su estima y valía la medicina, la farmacia, la cirugía, las matemáticas, etc. Si esto ha pasado con respecto a las ciencias, ¿qué no será con respecto a las artes? Son casi desconocidas la escultura, el grabado, la pintura, la música y hasta el comercio mismo, que es la arteria de la agricultura, todo se ha mirado como derogatorio de la ridícula sangre azul. El hecho es incontestable, y si no, que se me señalen los jóvenes nobles que, habiendo empobrecido, se hayan honrado con alguna profesión de estas artes.

Es tan cierto que el pobre no es más que el eco de la voz del rico, que basta un solo hecho para demostrarlo. Nuestro muchacho pobre no se avergüenza de vender, por la calle, maloja, carbón y otras cosas; ni de ser carnicero, arriero, traficante de animales o campesino, porque esto mismo hace el noble rico antes y después que la fortuna le vuelve la espalda. Así las profesiones más bajas, aun en sociedades más democráticas, están más apreciadas aquí que las honrosas. Explicaré el fenómeno.

En tiempos atrás los grandes propietarios dedicaban un esclavo a cada oficio. El señor D. N. tenía un esclavo carpintero, otro albañil, otro zapatero, etc. Los ricos envilecieron con este sistema antieconómico las artes y mecánicas, sin que hayan bastado las reales órdenes más honrosas para los soberanos que las dictaron para restablecer la opinión a su verdadero centro: el honor. Las artes les facilitaron a sus profesores los medios de libertarse, y helas casi todas en poder de los libertos.

Una ley de la naturaleza, un efecto inevitable del interés personal hace que el trabajo del hombre libre sea mejor y más barato que el del esclavo. Provista la demanda por brazos libres, el trabajo del esclavo decae, por precisión, y esto explica la causa por qué no es tan común dedicar los esclavos a las artes. Éstas son verdades tan demostradas que sólo las pueden negar los que no tienen ni aun tintura de economía política.

Como no es dado al hombre quebrantar impunemente los males que le vienen de la clase pobre, como lloran los libertinos las dolencias y desgracias que les acarrean las mujeres a quienes ellos mismos corrompieron. Cegando los manantiales de la industria, envileciendo la dignidad del hombre, desquiciando las ideas del honor en las profesiones sociales, tienen ahora que ser esclavos de sus propias riquezas, o que confiarlas a hombres ignorantes y desmoralizados, en cuyas manos permanecen estacionarias o perecen. ¿Qué extraño es que nuestros pobres sean desmoralizados e imperitos, si todo tiende a esos fines? Hay excepciones honrosas entre nuestros pobres; pero lo general es que el camagüeyano pobre sea holgazán, porque cree que sólo ha nacido para mandar; es engreído porque la costumbre de mandar le indispone para obedecer; es ignorante porque nadie le enseña sus deberes. La bajeza, no la humildad, es la idea que se tiene de la pobreza; el camagüeyano pobre adula al rico, pero no le sirve. Algunos que quieren conservar la dignidad de hombres creen que consiste en darse mucho tono, hacerse los necesarios, llegando a veces su ignorancia hasta el extremo de querer dictarle leyes al propietario y tomarse fueros que éste no puede renunciar decorosamente. Aumentándose cada día el número de pobres, y con ellos la ignorancia, los vicios y la holgazanería, suben también de punto los males del rico, y no dudo que llegue el caso de que los pobres no encuentren un rico que les abra las puertas ni les confíe sus intereses. Si los pobres no mudan su comportamiento; si no se conforman con la suerte en que Dios los ha colocado; si no sirven al rico con honradez y pericia, su suerte será cada día más miserable, más desesperada. Digan lo que quieran los articulistas, la falta de instrucción intelectual y moral es la causa preponderante de la corrupción de nuestras clases pobres. Examinemos sí el acopio de alimento intelectual e industrial está bien surtido en el país.

A excepción de dos escuelas de caridad sostenidas por el Muy Ilustre Ayuntamiento y las personas generosas que han gravado sus bienes a beneficio de la instrucción primaria, no sé yo que haya otro recurso para los niños pobres. Las dos escuelas apenas contarán sesenta niños. Algunos curas verdaderamente cristianos y dignos de amor y respeto suelen enseñar a algunos niños de sus parroquias los rudimentos de la doctrina y las primeras letras. Nuestra Sociedad Patriótica contribuye siempre y de todos modos al progreso de la educación y de la industria; pero sus fondos son tan escasos que inutilizan sus esfuerzos. Y lo son porque los ricos del país, como si temiesen verse comprometidos a tomar parte en sus gloriosos triunfos, o huyen de su seno, o no concurren a sus sesiones. No tengo noticia de grandes fábricas ni talleres en que se reciban niños pobres y se les habitúe al honrado trabajo. Tampoco sé que los ricos paguen algún impuesto o contribución a beneficio de la educación de los pobres. En Inglaterra y los Estados Unidos, a quienes acusamos de haberse separado de los dogmas de la Iglesia Católica, nos dan lecciones, harto vergonzosas para nosotros, de enseñar al que no sabe. Así es que en Inglaterra hay un niño en trece que no sepa leer; en los Estados Unidos hay uno en once; y en Puerto Príncipe ¡¡¡noventa en ciento!!! Dejo a los ricos del país y a los articulistas que deduzcan las consecuencias y esperen los resultados de noventa hombres ignorantes en cada ciento.

Como yo no escribo con las miras de halagar preocupaciones vetustas, ni adular clases, ni celebrar o vituperar sistemas antiguos ni modernos, sino solamente para sostener los buenos principios, las conveniencias generales y los verdaderos intereses de esta Patria querida, tal vez habré dicho verdades amargas. Las digo empero sin pasión ni encono, y si los hechos en que apoyo mis asertos no son falsos, de ellos fluyen las deducciones siguientes:

Primera: Que nuestra clase pobre está desmoralizada por la ignorancia y la miseria en que está sumergida.

Segunda: Que sistemáticamente se han envilecido las profesiones industriales en que pudieran morigerarse y prosperar honradamente nuestros pobres.

Tercera: Que ínterin subsistan el sistema y la opinión que las envilece, el país no progresará como debiera, ni en su riqueza, ni en su industria, ni en su población, ni en su moral, ni en los demás progresos intelectuales de sus hijos.

Cuarta: Que los males irán en aumento hasta hacerse insoportables, si no se establece un sistema reparador, que cuando no los desarraigue, a lo menos contenga sus progresos.

Cuál sea este sistema y cuál la cooperación que necesite serán materia para otro artículo. Si la voz de la razón no basta para penetrar por entre las densas nubes del error y de los falsos intereses; si los mismos males que afligen a los ricos no bastan para hacerles volver los ojos sobre la suerte futura de esta patria común, al menos me quedará el consuelo de haberles dado el aviso.

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Y pues es quien hace iguales
al duque y al ganadero
poderoso caballero
es Don Dinero.


QUEVEDO                


En efecto, lectores míos, la cosa se está poniendo en este mundo tan positiva, que de nada se hará caso como no valga o traiga dinero. Abrid bien los ojos y los oídos, para que mi Escena positiva no sea, como otras muchas, sermón en desierto y mi habladora lengua no se lamente de haber hablado con los que tenían ojos y no vieron, oídos y no oyeron. Yo sé que mejor me oiríais si os regalase el oído con el sonoro tin tin de los doblones: todos acudiríais como gallinas al maíz, pero yo no los tengo; que a tenerlos todos los días habría bautismos, y cada trescientos sesenticinco días sería yo el compadre de trescientos sesenticinco mujeres; y al cabo de pocos años sería el padrino de todos los camagüeyanitos varones, se entiende, pues no contraería parentescos que en ningún tiempo me sirviesen de obstáculos...

Pero os regalaré con ideas en plata y plata en ideas, que valen más que otras locuras de que solemos atestaros las Gacetas.

Prestad un poco de paciencia, y dejadme preambular antes de entrar en materia. No queráis daros tono conmigo, que yo sé lo acostumbrados que estáis a oír vaciedades y tonterías que ninguna utilidad os traen. Escuchad con atención.

El ilustrado jefe de la Isla ha autorizado una cátedra de economía política para el Camagüey. Esto es como si lloviese sobre nuestro suelo un aguacero de plata pura. Regentea esta cátedra un eminente profesor, y éstos son los relámpagos de la civilización. Esto me ha sugerido la idea de introducir de vez en cuando mi cuchara en la abundante olla de la economía política; no empero como un intruso, sino como escritor de las costumbres de mi país: más claro, sólo tomaré aquellas postas que tengan el sabor de las costumbres. Explicaré mis motivos.

El pueblo no lee las obras de los economistas ni concurre a las cátedras. La economía política es la ciencia que trata de las riquezas de los pueblos: el pueblo debe iniciarse a lo menos en los principios que le sirven de base. El público asiste a las cátedras y aprende en los libros; el pueblo asiste a los talleres y aprende en las Gacetas. El catedrático siembra en un jardín abonado; el escritor de costumbres en campo virgen, cual oficioso montero que riega semillas útiles en los saos y sabanas para que mejoren de pastos. El profesor aclimatará la canela y el añil; yo multiplicaré la zúrbana y el cañamazo. Aquél sobre las alas de la ciencia derramará su luz sobre la sociedad; yo, mano a mano con las costumbres ciegas, le pondré al pueblo en camino. El uno hablando el idioma de los sabios y yo el del pueblo, nos encontraremos en el punto convenido, la utilidad general a donde deben dirigirse las grandes masas de la sociedad; porque sea dicho con embozo: sin público ilustrado no hay pueblo feliz, y sin un pueblo sensato no hay público tranquilo.

Necesito hacer otra declaratoria, no sea que algún embozado me acuse de plagiario. A excepción de lo puramente local y alguna otra cosita que sirvan como de digresión entretenida, todo lo demás es extractado de los mejores autores: con esto me evito cargos y citaciones.

¿Qué cosa es moneda? ¡Anjá! ¡Vaya una pregunta tonta!, dirá el muchachito que salía para la plaza, cuando le dieron la Gaceta, a comprar una vela de maíz pelado y un huevo de calabaza. Mire usted, señor Lugareño, una vela de sebo y un huevo de gallina son monedas en el Camagüey. Ciertamente que lo son, muchachito; porque moneda es una mercancía, un instrumento de cambio, como cualquiera mercancía. No olvidéis esta definición, que algún día os servirá de mucho para el giro de vuestros intereses.

En la infancia de las sociedades servían de moneda el ganado vacuno y lanar. Los griegos usaron del hierro; los romanos del cobre; las naciones más civilizadas del oro, plata, cobre, etc. No hay que apurarse, muchachos, porque yo denuncie que en 1838 se usan en el Camagüey velas y huevos a guisa de monedas. No ha mucho que en Virginia usaban de tabaco, en Terranova de bacalao y en otras naciones americanas, parientes muy cercanas de nosotros, donde abundan las minas de todos metales, todavía usan el cacao y otras burundangas a guisa de monedas.

Como fuese un grande inconveniente permutar una vaca o un cuarto de vaca, por un arado o por piezas de ropa, es natural que les ocurriese a nuestros tatarabuelos, puesto que les ocurrió la idea de una mercancía que pudiese servir de instrumento de cambio por otras o todas las mercancías. Los metales correspondieron al intento por su naturaleza más durable o menos perecedera. Ya empiezan ustedes a descubrir cómo la necesidad junto con la conveniencia les trajo al magín la idea de la moneda metálica.

Pero en los metales se ofrecían dos dificultades. ¿Creen ustedes que la cosa era tan facilita en su principio como la ven ahora? ¿No están creyendo que el camino del hierro es una dificultad insuperable para los camagüeyanos? Pues luego que esté y que los muchachos anden en coche de aquí a Nuevitas y de Nuevitas aquí, verán ustedes cómo se ríen de la ignorancia de los viejos que hicieron el camino, como me río yo ahora de figurarme a un Matusalén de aquellos tiempos trocando pedazos de hierro y cobre por un corte de ajiaco o unos zapatos de vaqueta.

El primer inconveniente era el peso, es decir, la dificultad de pesar los trocitos de metal que se trocaban por una vaca. ¿Habían de traer colgado al cuello un pesillo de boticario para pesar los trocitos de metal? En buscar el peso, pedirlo prestado a la vecina, armar el tarantín, desarmarlo, volverlo a su casa, había una pérdida de tiempo que es pérdida irreparable en las transacciones mercantiles.

El segundo inconveniente era todavía mayor. ¿Cómo conocer la finura o pureza de los metales sin el ensayo o análisis químico? ¿Habían de ser todos químicos en aquel tiempo, cuando ahora damos gracias de que algo sepan los farmacéuticos y los plateros del Camagüey por el enlace que tiene aquella ciencia con sus profesiones? Era preciso recibir los trocitos a la buena fe, confiar en la probidad de los otros; y ya pueden figurarse ustedes si entonces habría quien diese gato por liebre, cuando ahora vemos los mostradores claveteados de monedas falsas.

Después de muchos años de rutina y de mil quebrantos y errores, les ocurrió subdividir los metales en pequeñas porciones proporcionales, y ponerles una marca, un sello del jefe del estado o del poder social. De este modo la moneda que era instrumento privado de cambio, se convirtió en instrumento público, que todos recibimos de buena fe, bajo la garantía del sello del soberano. Por esto la acuñación de la moneda es un crimen contra el soberano, pues en ese sello descansa toda la fe pública del sistema monetario.

Entre las naciones que han dado algunos pasos en la agricultura y el comercio, la moneda metálica es una mercancía general, carácter privilegiado que la distingue de todas las otras mercancías.

En los tiempos del oscurantismo en que la economía política no había desenvuelto sus principios, creyeron algunos gobiernos que les traería cuenta adulterar la moneda haciéndola de un valor nominal mayor que su valor intrínseco. Esto, como todo lo malo, se convirtió al cabo en un mal para los mismos gobiernos. Empero, más ilustrados y morigerados, los gobiernos del día reconocen que la legalidad es la vía más segura de la riqueza y cuidan de que no circule una moneda adulterada, cortada o cercenada de cualquier manera; sino que la recogen inmediatamente y la hacen acuñar de nuevo.

Esta prerrogativa del soberano de acuñar él solo la moneda es la más útil a la sociedad, pues por ella se evitan los fraudes. El recargo que tiene la moneda sobre el precio del metal se llama braceaje. Una onza de oro acuñada vale más que una onza de oro en pasta de la misma ley. El braceaje es el precio que carga el soberano por el servicio que hace en la acuñación de la moneda, y nada es más justo.

La moneda de oro y plata se liga con cobre para darle más dureza. Se llama ley de la moneda la proporción del metal ordinario que se liga con el fino. Por la ordenanza dada a las casas de moneda de España en 1730, se fijó la ley de las monedas en veintidós quilates la de oro, y once dineros la de plata, lo que quiere decir que a veintidós partes de oro se liguen dos de cobre, y a once partes de plata, una de cobre.

De todas las subdivisiones de la moneda, la de los norteamericanos parece ser la más juiciosa y cómoda. Han adoptado el sistema decimal tan fácil para las cuentas. El peso fuerte americano se divide en dos medios pesos, cuatro pesetas, diez reales, veinte medios y cien centavos o peniques de cobre. No he visto ninguna onza de oro americano, pero representa veinte pesos fuertes, porque las medias onzas y las cuartas valen diez, y cinco pesos fuertes. Éstas se llaman águilas y son muy codiciadas en el comercio. Apenas salen de la casa de moneda cuando los corredores y comerciantes las compran para llevarlas a Inglaterra y creo que a la India. Ésta es la moneda más cómoda que circula en el mundo por su juiciosa división decimal.

La onza española, el peso fuerte y la peseta columnaria, casi han desaparecido del Camagüey. Oigan ustedes la causa de esta desaparición para que vean lo que vale que un pueblo sepa más que otro: habiendo dejado alterar en la circulación y el comercio el valor de una moneda, el perjuicio ha recaído sobre nosotros mismos. El Gobierno quiere remediarlo33 y nosotros persistimos casi por necesidad en nuestro error. Todo el misterio está en la circulación de la peseta sevillana de que se ha inundado el pueblo. La tal peseta no vale más que cuatro reales de vellón, y nosotros la hemos recibido neciamente por cinco reales, y perdemos de dos modos el veinticinco por ciento. Vean bien cómo es la pérdida. Primero: nosotros vendemos una arroba de cera, que supongo vale cinco pesos fuertes; en lugar de recibir cinco pesetas sevillanas, cogemos las cuatro que nos dan por un peso, y perdemos realmente diez reales en cada arroba de cera y en veinte arrobas que deberían producirnos cien pesos sólo recibimos valor en plata de setenticinco pesos. Segundo: nosotros vamos a buscar un barril de harina, que también supongo vale cinco pesos; allá no nos reciben las pesetas sevillanas por cuatro al peso, sino por lo que realmente valen, que es cuatro reales de vellón cada peseta o cinco pesetas al peso. El de afuera es el ganador porque recoge todas las pesetas sevillanas que puede, seguro de que trayéndolas al Camagüey gana veinticinco por ciento, porque nosotros se las recibimos por cuatro al peso y recoge todos los fuertes y pesetas columnarias que puede para llevárselas adonde le parece. Sin salir del país no hace mucho que teníamos el desagüe de la onza de oro española. Ésta corre en la Habana a diecisiete pesos, y aquí corría a dieciséis y medio. El que venía de la Habana no traía ni una onza, porque perdía el tres o el seis por ciento, y se llevaba cuantas podía negociar, porque en ello ganaba otro tanto. Esto no es hablar por hablar; tomen la pluma y saquen la cuenta; apriétense la mollera y verán si es cierto que el que sabe más engaña al que sabe menos; y después que lo mediten y calculen bien, hagan lo que les diere la gana, que en el pecado llevarán la penitencia.

La menor moneda que circula en el país es el medio real. El cuartillo y el chico son imaginarios o se representan por velas de sebo y huevos de gallina. Esta moneda no es la que mejor anuncia la civilización; pero al cabo es más segura que cierta moneda que se ha solido usar contra todo principio de honradez y conveniencia: hablo de las señas, que son unos trocitos de madera u hoja de lata en los cuales hay esta ganguita. Oigan bien cómo hace negocio el avisado a costa de los tontos: el tabernero Pedro corta valor de un peso fuerte en trocitos de hoja de lata; supongo que corta treintidós trocitos y los marca con la letra P u otra cualquiera marca. Viene Juan a comprar aguardiente, bebe valor de un cuartillo, entrega medio real y toma la seña para volver por el otro sorbo. Luego que el tabernero ha puesto en circulación las treintidós señas del modo explicado dice: me han falseado mi seña, mi letra P; y ora sea cierto, ora falso, suspende los pagos de las señas y el equivalente de ellas está guardado en plata en el cajón, menos la cantidad de licor que ha permutado. ¿Qué tal? ¿Han entendido el juego de las señas? Pues lo mismo es el de cualquier otra moneda que no esté sellada por el soberano y que la circulen y reciban por más del valor que representa el sello. El pueblo será siempre el perdedor.

¿No han caído ustedes en que he llamado al dinero o moneda metálica mercancía? Pues no es a humo de paja. De que sea mercancía o que no lo sea, resultan graves daños al giro de vuestros intereses. Por ahora me ceñiré a demostrar que es mercancía. Ni su naturaleza metálica, ni su figura redonda o cuadrada, alteran su naturaleza de mercancía, pues lo mismo es trocar una vaca por una casaca que por una onza. La onza es preferible o por su naturaleza más duradera o porque yo no necesito hoy de la casaca y la onza no me estorba; día llegará en que trocaré la onza por la casaca, porque necesitaré más de la casaca que de la onza. No olviden nunca esta explicación, que algún día sacaremos las consecuencias.

Omito hablarles del papel moneda, porque ya toco los límites prescriptos. Tampoco les daré reglas para juntar dinero, por dos motivos. Primero: porque sólo he querido darles ideas de la moneda. Segundo: porque espero que con estas ideas se les ablanden las cabezas, que tienen, lo mismo que la mía, durísimas, de la misma casta, que por más que nos están diciendo desde ab initio: trabajen, trabajen; economicen, y guarden sus economías donde no las vean los... y las..., ni trabajamos ni economizamos y el que acaso economiza algo, el día menos pensado lo gasta todo en juego, francachelas, pleitos, títulos y cruces de las cuales, dice un buen cristiano, el diablo no huye porque son suyas.

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TRABAJO

¿No han oído, mis carísimos lectores, hablar de cierto sastre del campillo que cosía de balde y ponía el hilo? Me atrevo a jurar que ese sastre no era camagüeyano, porque los de aquí nunca dieron puntadas de balde, y por eso es que he tomado a aquél por mi modelo, mi héroe-tipo. Sí, señores, yo quiero ser el oficioso, el adelantado, el ponche de leche de nuestros bailes, el ajiaco de nuestras mesas, el agua del Hatibonico. Quiero ser los ojos del Camagüey para ver todo lo que le sobra o falta; quiero ser los oídos del Camagüey para estar siempre de escucha; las narices del Camagüey para olfatear todo lo que le pueda servir de alimento o deleite; la lengua del Camagüey para cacarear la verdad y pedir cuanto necesite; las manos del Camagüey para agarrar todo lo que le adorne o derribar lo que le desaire; las piernas del Camagüey para traerle siempre en movimiento, y que no haga, en el centro de Cuba, lo que hace el ombligo en el cuerpo humano. ¿Saben ustedes lo que hace el ombligo? Pues no tengo para qué decírselo. Digo que quiero ser todas estas cosas, porque como no tengo ingenios que cuidar, ni pleitos que agenciar, ni plaga de muchachos que educar, ni ocupaciones malditas que apenas me dejen tres horas de siesta y doce de noche para descansar, juzgo prudente tomar algún entretenimiento para no ser, como los ociosos, la estatua de los billares, el testigo de los trecillos, el consueta de las tertulias, el céfiro de los empleados, el candil de la vida privada, y todo lo demás que es y será todo aquel que no tome algún oficio, aunque sea el de sastre del campillo.

¿Qué dicen ustedes de esta introducción? Lo que quieran. Ahora les encajo una digresión, para que introducción y digresión sirvan como de colgajo o pegote en una lección de economía política, y produzcan el mismo efecto que produciría una porra o verruga en la punta de mis narices. ¿No ven ustedes que mi nariz sin porra es como cualquier nariz, adocenada, nariz clásica, nariz retrógrada, vaciada en el molde que dejó el viejo Adán? Pues de la misma manera un artículo sin colgajos, una lección de economía política a secas, no llamaría la atención, haría bostezar a media escuela, y no tendría yo modo de introducir la fuente de arroz con leche y el humito de tabaco de Yara con que les abro el apetito y les encandilo los ojos a los muchachos.

Alerta, pues, que ya empieza la lección. El que no se aproveche de mi lección, no tema que le regañe, pues en su pecado llevará la penitencia. ¡Oh!, y ¡qué castigo tan severo, tan infalible! Quien no estudie y practique mi lección será víctima del hambre, la desnudez, la deshonra, la cárcel tal vez y todas sus consecuencias. Mi lección recae sobre el Trabajo.34

El trabajo es la base fundamental de la economía política: sin trabajo no hay riqueza, y la economía política es la ciencia que trata del modo de crear, reproducir y fomentar la riqueza de los pueblos.

Mas como la base de una ciencia debe ser la parte más sólida de ella, es también la más digna de atención y examen. Si ustedes examinan la base de la economía política, hallarán que es una pena impuesta por el mismo Dios al hombre; oigan bien la sentencia:

«Con el sudor de tu rostro comerás el pan, hasta que vuelvas a la tierra de la que fuiste tomado: porque polvo eras y en polvo te convertirás.»

He aquí la pena impuesta al hombre sin excepción de clases, ni sexos, ni condiciones. Pero como un padre, aunque castigue, no pierde el amor de padre, quiso Dios que el trabajo se convirtiese en un bien para el hombre; y para más asegurarle este bien, le dictó una ley, no hurtarás, que quiere decir, no te aprovecharás del trabajo ajeno contra la voluntad de su dueño. Y en verdad que si hay seres más desgraciados que los que no trabajan, son aquellos que se apoderan del trabajo de sus semejantes.

Bendijo Dios el trabajo haciéndolo una fuente inagotable de ventura para sus hijos. El trabajo, en la parte moral, conserva el candor del alma, aguza el entendimiento, perfecciona la sensibilidad, sofoca las pasiones violentas, alegra el espíritu, tranquiliza la conciencia; y en la parte material, robustece los miembros, agiliza sus movimientos, promueve la salud, acarrea las riquezas y con ellas las comodidades domésticas y sociales, y proporciona un sobrante para colmar la dicha del hombre benéfico cuando socorre al menesteroso, o del patriota cuando acude a las exigencias de la patria. El trabajo es la fuente de todos los bienes a que puede aspirar el hombre en la tierra.

De aquí se infiere que honrar el trabajo es honrar a Dios; proteger el trabajo es cooperar a las miras de Dios; asegurar la propiedad del trabajo es obedecer la ley de Dios. Y todo lo contrario a esto es la más escandalosa violación de la voluntad, las miras y las leyes de Dios, sean cuales fueren los motivos que se aleguen. No hay derecho superior al derecho, ha dicho muy bien un sabio.

¿Creéis acaso que el gobierno me da el derecho, o sea, la propiedad de mi trabajo? No lo creáis: el poder social asegura mi derecho, protege la propiedad de mi trabajo contra la usurpación del más fuerte, nada más. Mi trabajo es un deber enlazado con mi existencia, y la propiedad de mi trabajo es mi derecho natural, derecho de origen divino sobre el cual ningún hombre ni todos los hombres juntos tienen el menor derecho.

Algunos hombres visionarios han soñado con un estado natural, en el cual la fuerza constituye el derecho. Para mejor comprobar su delirio nos citan el ejemplo de algunos animales, que el jíbaro se come al ternero, el gavilán a la tojosa, el tiburón a la sardina. Pero tanto el supuesto como las consecuencias son falsos. El estado natural del hombre no es el aislamiento, sino la sociedad: bien podrá haber existido un hombre solo, alguna mujer sola en alguna parte; pero luego que el hombre encontró su semejante, llenó los fines para que fue creado: la sociedad. Por otra parte, el hombre está organizado de una parte espiritual y otra material, en las cuales puso el Creador una percepción y sensibilidad tan exquisitas, que en ellas consiste la diferencia que separa al hombre de todo lo creado. No siendo, pues, el hombre ni jíbaro, ni gavilán, ni tiburón, es tan absurdo pretender que él obre por el mismo principio que los animales, como sería pretender que éstos obrasen con reflexión y sujetasen sus acciones a principios morales y religiosos. ¡Absurdo completo! El animal obra por el instinto de su conservación, apoyado en la fuerza orgánica; el hombre, apoyado en la razón, en el derecho a una existencia social y perfectible. El instinto enseñará al caballo a comerse una mata de maíz; la razón enseñará al hombre a sembrarla, multiplicarla, perfeccionarla y defender como suyo ese trabajo que constituye su derecho legítimo. Si el trabajo no es el que constituye todo el derecho de propiedad, no sabemos, moralmente hablando, sobre qué base apoyar ese derecho.

Se llama trabajo la acción que ejerce el hombre sobre las cosas, el poder inherente a su naturaleza de hacer servir el mundo material e intelectual a su existencia, a su comodidad y a sus placeres.

Cuando el trabajo del hombre recae sobre la tierra, produce la riqueza agrícola; cuando se ejerce sobre los frutos de la tierra para acomodarlos a sus necesidades, produce la riqueza industrial; cuando se emplea en transportarlos de un punto a otro, produce la riqueza comercial. Pedro, que siembra tabaco, es agricultor; Juan, que lo elabora, es fabricante; Diego, que lo compra y transporta, es comerciante. El trabajo de estos tres hombres produce todas las riquezas.

Es tal el poder del trabajo que unos pocos agricultores bastan para mantener triple población; la quincuagésima parte de los fabricantes abastece a las otras, y la centésima parte de los comerciantes basta para surtir y acomodar a las demás clases en sus diversas exigencias.

Todo trabajo requiere para producirse un sitio destinado al efecto: este sitio se llama taller, y los talleres son fecundos o infecundos. Se llaman fecundos aquellos que trabajan a la par o junto con el hombre en la producción de la riqueza, como la tierra; infecundos son los que sólo le sirven al hombre de abrigo o comodidad para ejercer su trabajo, como los edificios.

También necesita el trabajador de capitales; éstos son de dos clases: fijos y circulantes. Capitales fijos son los que el hombre emplea en la producción de la riqueza, sin que pierdan su forma, como la tierra, las aguas, etc. Capitales circulantes son los que pasan de unas manos a otras, como el dinero, etc.

El campo, las semillas, los aperos del labrador forman su capital; los edificios, maderas, instrumentos del carpintero constituyen su capital; los buques, carros, animales y dinero del comerciante constituyen su capital.

El trabajo material del hombre va siempre acompañado de trabajo intelectual, a diferencia del trabajo de los brutos. El buey uncido al trapiche ignora si da vueltas a derecha o izquierda y con qué fin las da; pero el hombre lo sabe y en ello se propone un fin calculado de antemano por la inteligencia. De aquí se infiere que la inteligencia del hombre es el alma del trabajo; luego, entorpecer la inteligencia del hombre es entorpecer el trabajo y, de consiguiente, la riqueza. Ésta estará siempre en razón directa de la inteligencia que el hombre emplee en el trabajo, y un país será tanto más o menos rico, cuanto mayor o menor sea la inteligencia de los productores de la riqueza. Cierto es que podrá decirse: tal país es muy rico porque la naturaleza ha prodigado sus dones en él; pero esto se entiende con relación a otros países menos privilegiados; mas no con relación al país mismo que pudiera ser millones de veces más rico, si se trabajara con inteligencia. La cuestión no se limita en que el país sea rico como diez; sino en si sería rico como mil si se agregase al trabajo material el trabajo de una inteligencia ilustrada, maestra.

Todos los pueblos han sido, en sus primeros años, cazadores y pescadores. Pocas necesidades, poco trabajo, ninguna riqueza. La población se aumenta por la tendencia natural del hombre a reproducirse; la caza se aniquila: la inteligencia le sugiere al hombre y le enseña el arte de domesticar los animales. He aquí un gran paso, el tránsito de pueblo cazador a pueblo pastor: algo se desarrolla el trabajo y con él la riqueza y las comodidades sociales. Pero un pueblo pastor necesita de una vasta extensión de terrenos para multiplicar sus animales; y las estaciones, los pastos que espontáneamente suministra la naturaleza no bastan para las necesidades: la población crece, y creciendo se desenvuelve la inteligencia y sugiere subdividir los terrenos en pequeñas porciones que, cultivadas por el trabajo del hombre, producen para mantener millares de animales y de hombres. Aquí empieza el escalón de la agricultura: el pueblo pastor tiene un pie en un límite y otro en otro. Ésta es la marcha que ha tenido el Camagüey en la sociedad cubana, con sólo la diferencia que aquí ha sido tan lenta, tan llena de obstáculos, que al cabo de tres siglos hemos venido a poner el pie en el primer escalón de la agricultura y tenemos el otro clavado y remachado en el antiguo territorio pastor.

Detengámonos aquí un momento. Todo pueblo pastor es holgazán: la vida del pastor es vagar tras de los animales; sus ojos se fijan en el horizonte; jamás en el fondo de la tierra ni en el cielo. El pastor vive atenido a que la naturaleza trabaje para él; apenas contribuye con una mínima parte de su trabajo físico e intelectual en la reproducción de la riqueza, en domesticar animales. No así el labrador, el hombre de Dios, el que derrama el sudor de su rostro y fecunda la tierra para cumplir con Dios: ése es el hombre sobre quien Dios derrama bendiciones, y renueva el milagro de producir en una caballería de tierra lo que no producen diez holgazanes en muchas leguas. Ése es el hombre que descubre todos los tesoros de la tierra, y cuando ya se cansa de agotarlos, vuelve los ojos al cielo, y bendice a Dios, y defiende un trabajo, una patria que ha conquistado con el sudor de su rostro.

Otro momento, lectores míos, y otra observación sobre el Camagüey. Reflexionad, por Dios, que ésta es una población de setenta mil almas, con más de trescientos años de existencia; y, sin embargo de esto, es tal su miseria, que no digo se deja introducir los productos de la noble agricultura cubana, café, azúcar, cacao, arroz, maíz, sino hasta las producciones de los pueblos pastores, carne, manteca, quesos, mantequilla y otros efectos que ella pudiera llevar a pueblos menos privilegiados. Éste es un hecho que ninguno desmentirá. Pues bien: este hecho tiene algunas causas influyentes, preponderantes que es preciso descubrir, y, descubiertas, destruir. Veremos, pues, en otra ocasión, si descubrimos los obstáculos del trabajo, que produce la riqueza, que trae las comodidades, que proporciona el descanso para cultivar la inteligencia sin la cual no hay buena moral, ni buenas costumbres, ni felicidad social. Ustedes verán, si me leen con atención y meditan sin prevenciones, cómo yo voy a sacar en claro que no hay razón alguna para que pasen otros trescientos años por sobre nosotros como por los paredones de Cubita, y que en nuestras opiniones y en nuestras costumbres están los únicos, los verdaderos obstáculos de la opulencia a que podemos aspirar en la bella Antilla.

Pero ya es preciso concluir por hoy, no sea que algún hermano articulista me ataque por mis propios principios y me diga:

-¡Lugareño, hasta cuándo! Mira que la Gaceta no es tuya sola: yo quiero decir cosas más útiles que tus Escenas; porque después de tanto charlar, ¿qué sacamos en claro?

-Nada, hermano, entre dos platos: que el trabajo es la fuente de la riqueza; que un pueblo que no trabaja es un pueblo pobre; que donde no se honre el trabajo no se honra a Dios; y otras tonterías de esta calaña que ustedes están oyendo todos los días, pero que se les olvida por la noche y es necesario una trompeta como la mía, un martillo, una campana, setenta lenguas como la mía, que sin cesar les recuerde la especie.

También les digo, y lo digo por última vez y para siempre, que no soy yo de aquellos hombres que aspiran a ganarse la voluntad de los pueblos o de ciertas clases, lisonjeando sus preocupaciones y celebrando sus costumbres. Es en vano todo encono contra el Lugareño: es tiempo perdido en reconvenciones, porque yo he de cantar la verdad pésele al que le pesare, sin dirigirme a determinada persona. Yo no tengo más que una amiga, doña Camagüey; y una querida, la Camagüey; y una madre, mamá Camagüey; y la quiero sabia y virtuosa para mi consuelo, y la quiero lindísima para mis placeres, y la quiero sana y opulenta para que no se muera de consunción.

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TRABAJO: SUS OBSTÁCULOS

-Al orden, muchachos, que hoy es interesante la clase: vamos a continuar la materia del trabajo.

-¡Oh!, señor catedrático del Campillo: otra vez hablar de cosa tan pesada, tan fastidiosa...

-No hay remedio, hijos míos: tenéis que sufrir que os explique los medios de conseguir riquezas: el trabajo es todo el busilis de la economía política, y es indispensable que averigüemos cuáles son los obstáculos que se oponen al desarrollo del trabajo, porque ésos son los que se oponen a vuestra riqueza.

-Pero, mire usted, señor maestro, cuéntenos siquiera un cuento que sirva como de introducción, y nos prepare el entendimiento y la voluntad para recibir con gusto sus lecciones.

-¿Un cuento, muchachos? Pues allá va, con tal que atiendan bien la lección. Pues, señores: érase un moro que hacía viajes a España. Contrajo amistad con un buen cura, amiguísimo de comer dátiles. El moro se los traía frescos, de los más exquisitos de Berbería, ya por verdadero cariño, ya por sorberse algunas tazas de chocolate americano con que le obsequiaba el cura, como que lo tenía superior, de aquí del Camagüey, que se lo remitía un sobrino de quien hube yo este cuento. Cobrole el cura tal afición al moro, que se propuso hacerle el mayor bien, convirtiéndole a nuestra santa religión. Con este objeto menudeaban las citas ofreciéndole chocolate y el moro concurría gustoso. En cada sesión explicaba el cura los misterios más sublimes de nuestra religión, las grandes virtudes cristianas, la historia y triunfos de nuestros mártires; y de paso le hacía cargos al moro sobre los errores e imposturas de la religión mahometana, su moral escandalosa, material y sensual. El moro callaba y sorbía chocolate. Al cabo de algún tiempo, y de una familiaridad cariñosa, quiso el cura estrecharle las distancias al moro, y le exigía que se dejase bautizar. El moro callaba y sorbía chocolate. Fervorizóse el cura explicándole la gracia del bautismo, la necesidad absoluta de que se bautizase para bien de su alma, y para conservar aquella tierna amistad que los unía. El moro callaba y sorbía chocolate. Viendo esto la vieja ama de llaves que cuidaba al cura, se levantó furiosa de la poltrona, y en tono inquisitorial le dijo:

-No se canse, padre: moro viejo, mal cristiano; a éstos les entra la doctrina por un oído y les sale por el otro.

-Mientes tú, perra cristiana -contestó el moro-: no puede salirme la doctrina por un oído, cuando todavía no me ha entrado por el otro.

Y caten mi cuento acabado...

-¡Anjá, maestrico! Usted cree que nosotros somos mentecatos... ¡Ese cuento lo ha compuesto usted por nosotros!, ¿no es verdad?

-Hijos míos, yo no he compuesto el cuento: es más viejo que pedir prestado; pero si vuestra conciencia os acusa, si vosotros creéis que predicar en el Camagüey es sermón perdido, o, como vosotros decís, requiebros y más requiebros y el Señor Cuero callado, la culpa no será mía, y en vuestro pecado llevaréis la penitencia. Vamos a la lección.

Examinaremos, por ahora, los obstáculos que oponen al trabajo de la agricultura: las artes y la industria tendrán su lugar. Si yo logro demostrar que nuestras opiniones y costumbres son el mayor obstáculo, fuerza es que ustedes se resuelvan a ser un pueblo pobre y poco adelantado en la civilización; o a dejar las costumbres rutineras y las opiniones retrógradas que entorpecen el trabajo. No ignoro que algunos de ustedes se lo saben todo, pero esto no deben decirlo jamás, porque es peor que sabiendo las cosas no las hacen, o hagan lo contrario; más honroso es alegar ignorancia.

Dos grandes obstáculos pueden oponerse al progreso de la agricultura. Uno está en la naturaleza del país donde se ha reunido la sociedad. Otro en la inteligencia de los agricultores. En el primero se comprenden las causas materiales, climas, terrenos, situación topográfica y geográfica, etc. En el segundo el estado social, las leyes, opiniones, costumbres, sistemas, etc., de los trabajadores.

Es muy digna de examinar la naturaleza de nuestra provincia. Echaremos una ojeada, lo más rápidamente posible. Nuestro Camagüey está situado en el centro de la isla de Cuba; su suelo es fértil; su clima el más benigno y delicioso de la Isla, pues no se experimentan los ardientes calores de Santiago de Cuba, ni los fríos nortes de la Habana. La ciudad-capital tiene por el norte, a diecisiete leguas, el surgidero de Santa Cruz. Conviene que se sepa que todavía no se ha experimentado un solo caso de vómito negro, tan común en casi todas las costas de la América tropical. Los extranjeros y aun las guarniciones militares, que no son nada prudentes en sus alimentos y costumbres, no han sufrido jamás esta enfermedad, y nosotros, los de tierra adentro, ni aun la conocemos.

La espaciosa bahía de Nuevitas está situada en la embocadura del Canal de Bahamas, de manera que los buques de travesía entran en ese puerto sin peligro alguno. Desde Europa y los Estados Unidos vienen a reconocer la Punta de Maternillo, y desde allí al oeste o Cabo de San Antonio corren todos los peligros del Canal y Banco de Bahamas. No puede ser más ventajosa la situación de esta bahía; y causa sorpresa ver la indiferencia con que los camagüeyanos han mirado el canal que la naturaleza les ha indicado para la extracción de los productos de su agricultura. Hemos obrado en esto como algunas mujeres hermosas que, atenidas a su belleza, ni cultivan su entendimiento, ni se asean, ni se adornan, y el día que se les presenta un galán a pesar de su desaliño, lo desprecian, pierden su colocación, envejecen, y después viejas, ignorantes y desaliñadas, nadie les hace caso; entretanto que otras muchachas menos privilegiadas por la naturaleza, pero que se adornan, se asean y procuran agradar, se atraen los novios a docenas y no se van con palmas al sepulcro.

En cuanto a los terrenos de la jurisdicción, baste decir que en ellos se da la caña, el café, el cacao, arroz, maíz, tabaco, algodón, etc. Diré más, que aun aquellos terrenos que se consideran aquí como inferiores para algunos de estos frutos, son muy superiores a los de otros países que también los producen. Nueva Orleáns, por ejemplo, no puede producir tanta y tan buena azúcar como los terrenos inferiores que se encuentran entre el Camagüey y sus costas. La Virginia, que produce tabaco, no puede competir con el nuestro de Saramaguacán, Concepción y otras vegas. Y cuenta que el estado de progreso en que se encuentran allá las artes, la maquinaria y los sistemas de cultivo son una ventaja de la mayor consideración; pero la naturaleza ha sido con el Camagüey más pródiga en sus beneficios.

Mas no es ésta la sola ventaja. Nuestra provincia es mejor que las otras dos para la crianza pecuaria. En efecto, bañada por infinidad de riachuelos, o teniendo manantiales tan cerca de la superficie que será muy contado el pozo que pase de veinte a treinta varas, no estamos sujetos a los estragos de la seca; o sólo lo están aquellas haciendas en que la desidia y laceria de los amos se niegan al sacrificio de unos pocos pesos que les ahorrarían pérdidas graves. Nuestros potreros son un testimonio de esta verdad. Ni se crea que hay terrenos tan malos, que no sean buenos para potreros. En todas partes se da la cana, la yerba de guinea, el millo y otros pastos que pueden sustentar de veinticinco a treinta animales por caballería, sin necesidad de abono, bastando la sola operación del arado.

Si bien puede considerarse como una desventaja la situación central de la ciudad consumidora de la provincia, otros bienes nos ha prodigado el cielo que nos indemnizan completamente; algo nos había de exigir que hiciésemos, y este algo se nos convertiría en un capital de crédito y reputación moral e industrial entre todos los pueblos de la Isla. Esas diecisiete leguas de camino quedarían reducidas a sólo tres horas de viaje. Si se pregunta ¿por qué no está hecho un camino que anuncie un pueblo culto y laborioso?, la respuesta más racional es la pura verdad: porque nadie se ha puesto a hacerlo. A propósito de caminos, y ya que tanto gustan ustedes de oír la voz de los viejos, voy a regalarles el oído con las palabras de un cordobés que parece que quería tanto a sus paisanos como yo a ustedes; así les hablaba en 1524: «Si caminos hubiese por do salir los frutos, doquiera que sembráseles, os nacería oro; y doquiera que plantáseles, el fruto sería riqueza».

De todo lo dicho podemos concluir que la naturaleza no le niega al Camagüey sus más preciosos dones, antes al contrario: con poco trabajo podemos estar seguros de obtener mayores riquezas que otros muchos pueblos.

Réstanos examinar cuáles son los primordiales obstáculos que oponen al trabajo la opinión y las costumbres. Es un fenómeno moral que no os sabré explicar, que la agricultura en el Camagüey no esté envilecida por la opinión pública. El caballero de primera clase se destina a cualquiera de sus ramos; un joven de una familia decente se acomoda de mayoral, a salario, a destajo, como quiera, y entra en la ciudad con una piara de animales o una arria de efectos, sin que nadie crea que se envilece por esto. No sé yo si me equivocaré afirmando que la opinión de los camagüeyanos en este punto es más sensata que la de otros pueblos de la Isla; y lo digo porque si por mí fuera se le erigirían altares a la opinión de cualquier pueblo donde se honrase la agricultura. En la China no se contentan con honrarla, sino que el emperador en persona se presenta en ciertos días del año a arar un campo. Suponiendo que esto no pase de una ceremonia, el hecho envuelve una idea religiosa, una sumisión respetable al decreto de la providencia, que condenó al hombre a empapar la tierra con el sudor de su rostro.

El espíritu de la agricultura no se empezó a desarrollar en el Camagüey hasta principio de este siglo; a lo menos, puede afirmarse que hemos vivido más de trescientos años bajo el influjo de los hábitos pastoriles, es decir, la rutina, la desidia y la ignorancia de los pueblos pastores.

El sabio reglamento de división de haciendas que hoy rige no ha podido todavía vencer los antiguos hábitos. Nuestros propietarios de tierras son, como todos los monopolistas, adictos al sistema de legislación y costumbres que respetan sus desmedidas pretensiones, y desafectos a los que las restringen. Así vemos en manos de un solo hombre dos o tres mil caballerías de tierra, cuando hay dos mil o tres mil hombres que no poseen una. La ley ha hecho cuanto está a su alcance para promover la división de las haciendas y facilitar el resultado más útil a la sociedad, cual es que todos los miembros de ella sean propietarios; ésta es la más segura garantía del orden social. Una sociedad donde haya mil propietarios vive más tranquila que otra donde sólo hay cien, y novecientos proletarios. Las opiniones y costumbres contrarias a la subdivisión de los terrenos es uno de los mayores obstáculos que tiene aquí el trabajo.

No es, pues, de extrañar que los pocos agricultores que todavía tenemos no produzcan los frutos necesarios ni aun para el consumo de la población, y que de otros puntos de la Isla y del extranjero se nos traiga azúcar, café, cacao, arroz, maíz, etc. Lo que es verdaderamente de extrañar es que se nos traigan efectos propios de los pueblos pastores. La manteca aquí no es más abundante ni más barata que en otros pueblos agricultores; la mantequilla no se fabrica; el queso es malísimo; jamón, tocino, chorizos, etc., se nos traen de afuera.

Quien quiera proceder con franqueza habrá de confesar que desde el establecimiento de los potreros se han mejorado muchos de estos efectos: la carne es mucho más gorda y sana, la manteca más barata, los quesos se perfeccionan cada año, y si no se come mantequilla fresca, es porque nadie se ha propuesto especular con ese ramo de la industria. Este progreso se debe enteramente al sistema de división de haciendas, o de potreros. A medida que el antiguo sistema de crianza se enlaza con el moderno de agricultura, aquél se perfecciona por éste. Para hacer un potrero se descuajan los montes, se siembran, se hacen grandes cosechas de granos y frutos, se mejoran los pastos, y los animales engordan y se multiplican. Los potreros que se han formado de un hato valen hoy diez veces más que valía el hato entero; así los grandes propietarios territoriales serían diez o cien veces mas ricos si, sacudiendo los antiguos hábitos pastoriles, dividiesen sus haciendas en cortes de potreros.

Otro de los grandes obstáculos que paralizan el trabajo es la ignorancia de nuestros agricultores. La inteligencia es el alma del trabajo, y pretender que éste florezca en manos ignorantes, es pretender que un tizón dé tanta luz como una vela de esperma. No quiero decir que nuestros campesinos sean literatos y académicos, sino que se procure cultivar su entendimiento hasta aquel grado de comprensión que basta para darles lo que llamamos juicio propio. Todo hombre que sepa leer, escribir, contar y la doctrina cristiana tiene en su mano la llave del progreso: puede informarse de los nuevos descubrimientos, máquinas, sistemas, ensayos y resultados que mejoren la agricultura. Ninguno en sano juicio negará que una finca, manejada por diez hombres inteligentes, producirá más que otra por veinte ignorantes; porque un hombre que sabe arar hace más que dos que no sepan; y uno que sepa fabricar el queso y la mantequilla, sacará más utilidad de la leche que dos que no sepan.

He dicho que nuestras opiniones en este particular son un gran obstáculo al trabajo; porque todavía no hemos tratado de difundir los conocimientos, ni aun los primarios, entre todas las clases. Esto podrá alimentar la vanidad de los que algo saben, no lo dudo; pero en sus consecuencias disminuye nuestra riqueza y comodidades. En el Camagüey no hay más que dos escuelas de pobres, y en los partidos o haciendas más pobladas no hay una siquiera. Yo aconsejo a mis lectores que consulten la opinión del inmortal patriota español don Gaspar de Jovellanos, que sobre este punto dice cuanto puede apetecerse en la Ley Agraria.

Pero sobre todos los obstáculos que nuestras opiniones oponen al trabajo y riqueza camagüeyanas, hay uno sobre el cual quiero extenderme, aunque me lleve toda la Gaceta y pateen los articulistas, y el censor pierda el tiempo que necesita para sus negocios propios, y a los lectores se les sequen las fauces de leer; particularmente si es algún lechuguino que por su desgracia cayó entre un corrillo de viejas y viejos que le plantan a leer las cosas del Lugareño. La opinión que voy a combatir es la opinión general sobre caminos. Esta opinión es hija legítima del egoísmo y la ignorancia, que contrajeron matrimonio desde que se fundó la primera hacienda del Camagüey. Cada hacendado quiere obrar por sí y ante sí, y para sí; y a todo lo que no es favorable a sí, contrario al bien general, le llama perjuicio.

El hacendado, imbuido en estas ideas y formado en estas costumbres, es el puñal que destruye el espíritu de asociación, es el veneno que mata a la comunidad, es el cáncer que devora el trabajo y las riquezas. Por esto es tan común, por ejemplo, que en un camino que conduce a un partido rico, no se fabrique un puente, ni se componga una cañada. Un hacendado tiene en su propia puerta un pantano; si convida a sus comarcanos, dicen éstos: «Yo no voy a trabajar para que N. pase cómodamente»; y el convidador dice lo mismo: «Yo no compongo para que mis vecinos se aprovechen de mi trabajo.» Así permanecen un río sin puente, una cañada sin alcantarilla, años y más años, y todos los hacendados de aquella comarca viven privados de una conveniencia social, sufren una pérdida continuada de tiempo en la conducción de sus efectos, y a veces pierden en un río los más caros objetos de su corazón e intereses, un hijo, un amigo, un vecino, un criado, sus animales y frutos. La desunión y mezquindad de los hacendados se convierten en menoscabo de sus propios intereses; la unión y un pequeño sacrificio, una generosidad para consigo mismos, les economizaría el tiempo, les salvaría muchas pesadumbres y les doblaría el valor de sus propiedades.

Tan atrasadas están nuestras ideas en punto a caminos que todavía hay quien dude si será útil uno de hierro del Camagüey a Nuevitas. Otros opinan que primero es tener yo no sé cuántos millones de habitantes, y cuántos ingenios y cafetales para emprender la obra de un camino al puerto más hermoso de la provincia. Éstos han tomado el efecto por la causa, o, como vulgarmente se dice, han cogido la mona por la cola. Voy a demostrar con ejemplos materiales el influjo que tienen los caminos en la riqueza pública; después apoyaré mi demostración con textos de grandes economistas nacionales y extranjeros.

Primer ejemplo: supongamos que los hacendados de Tínima o una compañía de comercio construyesen un camino famoso, con buenos desagües, bien nivelado, empedrado, con sus puentes y alcantarillas, etc., de modo que a todas horas y en todas las estaciones se pudiesen conducir los efectos de Tínima al mercado del Camagüey. Pregunto: ¿no es evidente que este camino, por la facilidad de conducir los frutos, el ahorro de tiempo y de trabajo, la economía en las bestias de tiro y carros de conducción, les daría a los propietarios de Tínima una ventaja inmensa sobre los otros, y al mismo tiempo duplicaría el valor de sus fincas? ¿No se cargaría a ese rumbo la población rica, por el afán de adquirir una finca cómoda y productiva? ¿Esto no aumentaría el precio de las caballerías de tierra? ¿No traería mayor número de trabajadores y, por tanto, más riqueza?

Segundo ejemplo: supongamos que una calle de nuestra ciudad, por ejemplo, la que sale de la Iglesia Mayor al Santo Cristo, se nivelase, empedrase, desaguase por una cloaca y tuviese su hermoso alumbrado. Pregunto: ¿no es evidente que un solar de esa calle valdría más que uno de otra? ¿No es cierto que habría un grande interés en conseguir una casita de esa calle para fabricar una hermosa casa? ¿No es cierto que allí concurrirían los traficantes, por la comodidad de conducir sus efectos, con preferencia a otras calles, y que este concurso de población atraería el comercio, la industria, las artes y las riquezas a ese punto de la ciudad? Pues de la misma manera el camino de hierro le traerá al Camagüey todo lo que hoy no tiene, ni tendrá de aquí a otros tres siglos, como no haga el noble sacrificio de construir el camino a Nuevitas.

Hablando el señor Flores Estrada sobre el influjo que tienen las buenas costumbres en el desarrollo del trabajo y las riquezas, dice así: «Creer que progrese la industria de una nación sin que antes se hagan o mejoren los caminos, los canales, los puertos de mar y los demás medios de facilitar las comunicaciones, es creer que se puede recoger una abundante cosecha sin haber precedido la sementera». Y más adelante dice: «Por esta misma razón, se puede sentar como un principio que la dificultad de las comunicaciones es un impedimento de la civilización y de la industria».

El señor Jovellanos, hablando sobre esto, se explica así: «Si la Holanda, cuyas mejores poblaciones están colocadas sobre terrenos que fueron robados al océano, y cuyo suelo, cruzado de innumerables canales, de estéril e ingrato que era, se ha convertido en un jardín continuado, y lleno de amenidad y abundancia, ofrece un grande ejemplo de lo que pueden sobre la naturaleza el arte y el ingenio, otras naciones favorecidas con un clima más benigno y un suelo más pingüe presentan en sus vastos territorios, o inundados, o llenos de bosques y maleza, o reducidos a la esterilidad, otro no menos grande de su indolencia y descuido». ¡Si hablará con nosotros el señor Jovellanos!

El ilustrado viajero francés Mr. Beaumont, hablando de lo mismo con respecto a los norteamericanos, se expresa en estos términos: «Los americanos no esperan que un país tenga habitantes para hacer caminos en él. Principian por establecer caminos y éstos hacen venir los habitantes».

Me reasumo, lectores; la naturaleza no pone en el Camagüey obstáculos al desarrollo del trabajo; antes bien, ofrece las mayores ventajas y nos brinda tesoros inagotables: nuestra provincia, en algunas particularidades topográficas, es superior a las otras de la Isla; todos los obstáculos que se oponen al trabajo son fáciles de remover; las opiniones y costumbres de los camagüeyanos son contrarias a la inteligencia, que es el alma del trabajo; y si éstas no se reforman, nuestra provincia será el pueblo más pobre de la Isla, y el más atrasado en civilización y cultura. La unión de los camagüeyanos, un esfuerzo generoso, y un poco de valor para sacudir los andrajos del entendimiento y la molicie del cuerpo, bastarán para convertir a nuestra provincia en el jardín de la bella Antilla y la mansión de paz, la abundancia y la civilización. Así Dios me ayude como he dicho la verdad.