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ArribaAbajo14. Julio 1895

Las Cortes y el ministerio Cánovas. -Nuestro modus vivendi. -Comparación entre la España que precedió a la revolución y nuestra España de hoy. -Ejemplo de cómo viven y mueren los exagerados de la democracia. -El gobernante republicano Albert muerto a fines de Mayo en Francia. -Consideraciones acerca de su vida y muerte. -Comentarios hechos por los periódicos revolucionarios con motivo de la muerte del Sr. Ruiz Zorrilla y la disolución del partido radical, acerca de las causas que motivaron el desastre de la república española. -Defensa de la política republicana conservadora. -Demostración de mis teorías en otros pueblos que el nuestro. -Un ministro republicano del 48 en Francia, recién muerto. -Biografía de Albert. -Política general europea. -Los armenios y Turquía. -Las Cortes italianas. -La crisis inglesa. -Las fiestas de Kiel. -Conclusión.


I

Cuando veo que unas Cortes liberales han podido anteponer los intereses públicos a los suyos particulares, y votar un presupuesto que no habían de distribuir, creo a la nación española madura para el gobierno de sí misma. Nadie acertaría con las instituciones correspondientes a una sociedad, si desconociese, así la complexión como la historia de esta sociedad misma; y nada quisiera saber, ni del espacio por ella ocupado en el planeta, ni de la edad que tenga y del desarrollo que obtenga, según su duración en el tiempo, creadora de las tradiciones y de las costumbres, con las cuales deben siempre contar hasta las leyes más progresivas y justas. No pensemos en ideadas entidades, parecidas a esas ideas puras que se generan en las silenciosas cumbres de nuestra razón y se dilatan en lo más hondo de nuestro ser sin correlaciones de ningún género con el mundo exterior y con las leyes sobre el mundo exterior imperantes. Un método así, tan subjetivo, puede aplicarse a la psicología, por ejemplo; no puede aplicarse a la política. Nuestra sociedad española se halla en período de revolución, más o menos latente, más o menos profunda, más o menos continua, como casi todas las sociedades europeas, desde fines del siglo pasado, desde que, por impulsos instintivos de su voluntad y por misteriosas intuiciones de su espíritu, el pueblo de Madrid se indispuso con su rey Carlos III, y se rompió la grande armonía, en otro tiempo reinante por perdurable modo, entre los monarcas y las muchedumbres. Aunque una ciencia política tan reconocida como la de Aranda, una complexión tan flexible como la del mencionado rey pusieron término a la discordia, concluida por tácito pacto, no puede negarse una correlación manifiesta entre sucesos como el motín celebérrimo de Esquilache, por ejemplo, que prepararon la revolución española, y sucesos como los célebres de Versalles, al comienzo del reinado de Luis XVI, que prepararon la revolución francesa. Y como esta última revolución había comenzado en tiempo de Luis XV, con iniciadores tales como Voltaire y Rousseau; la revolución española comenzó en tiempo de Carlos III, con enciclopedistas y regalistas y economistas, sociólogos inconscientes y anticipados, pues, poco a poco, infiltraban en la sociedad del absolutismo y de los inquisidores sus rayos luminosos y vivificadores. Agravaron Carlos IV con María Luisa los males políticos, y promovieron, por tanto, las ideas revolucionarias, como Luis XVI y María Antonieta en Francia, y a esta indeclinable agravación se debió entre nosotros el motín de Aranjuez, ante cuyas vociferaciones abdicó Carlos IV, muy análogo a los célebres motines que llevaron la monarquía francesa desde Versalles al cautiverio de las Tullerías; desde las Tullerías a la tribuna del Congreso constituyente; desde la tribuna del Congreso constituyente a los calabozos del Temple y de la Conserjería; desde los calabozos de la Conserjería y del Temple al cadalso. Nuestra revolución se debió primero a los nobles que adoptaban las ideas británicas y francesas, como adoptaban las modas de Londres y París; período revolucionario extendido desde la expulsión de los jesuitas por la corte hasta las cortes aristocráticas de Bayona, congregadas por Napoleón el Grande al fin de cohonestar con las ideas liberales el destronamiento de los Borbones y su propia usurpación; después a las clases medias, que predominaron desde la inmortal Asamblea de Cádiz, reunida el año 10, hasta la Asamblea del año 54, que anduvo ya en vías de comenzar el destronamiento de doña Isabel II; por último, a la democracia, que ha llenado todo el período último de nuestra historia, llegando a constituir, no obstante la supervivencia de una monarquía histórica y de una Iglesia oficial, el Estado más democrático posible dentro de la forma monárquica, si por democracia entendemos la consagración y ejercicio de todos los derechos individuales coplantados por el Jurado que defiere al pueblo la justicia, y por el sufragio universal que reconoce a la nación, compuesta por todos sus ciudadanos libres e iguales en esta libertad, su inmanente y perpetua soberanía. Los que desconozcan tal estado de nuestra patria, inútilmente querrán estudiarla y comprenderla. Llegó el pueblo español hace un lustro a período en que debía, para dar una solución fija e incontrastable a los problemas planteados por sus revoluciones sucesivas, concebir y trazar un modus vivendi cuyos cánones contuvieran algo de lo pasado con mucho de los progresos dirigidos hada lo por venir, como el pacto entre la Italia moderna y la casa de Saboya, entre la Hungría independiente, casi ya, y la casa de Hapsburgo, entre la Germania una y la casa de Prusia, entre la democracia francesa y la república conservadora.

II

No puede ocultárseme que tal transacción descontenta mucho a los demócratas del ideal puro, quienes, pagados de sus concepciones abstractas, no se contentaban en sus generosas ambiciones con menos que con la libertad absoluta, con la democracia completa, con la república radical. Yo estoy entre los que habían soñado estas martingalas en pro de la patria. Pero no hay que tomar los ensueños, cuyos esbozos indecisos colgamos como auroras en lo por venir y que no exigen sino el trabajo de imaginarlos, por extremo de comparación para juzgar lo presente; hay que convertir los ojos del recuerdo hacia las realidades tristísimas de lo pasado, pues en tal caso ya tenemos frente a frente dos realidades, las cuales pueden ser verdaderos términos de comparación, y no la idealidad inaccesible o irrealizable, allá extendida en el vago cielo por donde corren como fuegos fatuos las soñadas utopías. Los que vimos una monarquía casi absoluta, y hoy vemos una monarquía democrática; los que trazábamos la expresión de nuestro pensamiento bajo la censura, y hoy escribimos a nuestro grado; los que nos oíamos llamar como partido ilegales, indignos e incapaces de todo derecho, y hoy vemos abiertos a nuestros ojos el Parlamento y el gobierno; los que bajábamos las gradas de nuestras cátedras en las Universidades proscriptos de ellas por haber proclamado la razón libre, propio criterio de la ciencia, y hoy tenemos la facultad libérrima de enseñar todo cuanto creemos y pensamos; los que viéramos una Iglesia intolerante reunida con un Estado casi absoluto reprimiendo todas las expansiones del alma, y hoy no conocemos limitación a nuestro pensamiento ninguna; los que nos indignábamos ante la esclavitud y los mercados en que las criaturas humanas eran objetos de compra y venta como en las antiguas Nínive y Babilonia, y hoy sabemos que no existe un solo siervo bajo la bandera española, estamos contentos con la obra de los cuarenta últimos años, y no queremos, por extenderla fuera de sus límites racionales, frustrarla, cuando tantos peligros amagan a todos nuestros derechos y tantas retrogradaciones han subseguido a nuestros atrevimientos demasiado audaces y a nuestros adelantos demasiado rápidos en las vías del continuo progreso. Tal intento de montar una política sin recoger todo aquello que necesitamos de lo pasado y de lo presente para darle una realidad estable, aseméjase al intento de levantar una máquina con arreglo a las puras fórmulas matemáticas y sin querer para cosa ninguna estudiar y realizar el coeficiente de la realidad. Pero, ¿cuál de las realidades vivas puede superar al ideal abstracto, cuál? No conozco género de relación tan análogo del existente entre la realidad y el ideal como el existente de suyo entre la tierra y el sol. Falta de realidad política el ideal, es como la tierra falta de sol: no puede subsistir. Pero después de haber proclamado esta necesidad del ideal, no hay más remedio que colocar las realidades vivas a cierta distancia de sus llamas, como están los planetas a cierta distancia del sol. Si queréis aproximar demasiado al sol nuestra tierra, se derretirá ésta sin remedio en la incandescencia de aquél, como si queréis acercar la realidad demasiado a los ideales puros se deshará de suyo aquélla y se convertirá en una idea de todo punto irrealizable. Así como no podéis respirar sino hasta ciertos límites del aire, no podéis realizar sino hasta ciertos límites un puro pensamiento. Y así como en los períodos de mayor luz y de incandescencia mayor en el globo nuestro no se le adaptaba la vida humana, tampoco se adapta una realidad verdadera y tangible a un ideal demasiado etéreo y ardiente. No existe crimen social que no haya provenido de querer extremar los principios más justos y encarnarlos dentro de la realidad siempre ilimitada y condicional como si no pidiese género alguno de condición y de límite. Pare la madre con dolor el hijo engendrado con placer. Pierden el encanto de su poesía natural todas las esperanzas cumplidas, y el resplandor de lo puro ideal todos los progresos realizados en este triste mundo.

III

Con motivo de recientes biografías, heme varias veces pasmado al considerar como se ignora por la generalidad, o adrede se disfraza, cosa tan cerca de nuestro alcance y tan conocida por nuestra experiencia, como la historia contemporánea, que debíamos todos saber, no por nuestras lecturas habituales más o menos largas, por nuestras experiencias personalísimas más o menos duras, puesto que todos somos en ella parte y todos la hemos representado, ya entre los coros anónimos, ya entre los actores de gran papel y de verdadero viso. Para entender cuán ignorada es la historia contemporánea, no conozco prueba de convicción íntima como las dos interrogaciones siguientes: ¿Quién mató a César? Todo el mundo lo sabe. ¿Quién mató a Prim? No lo sabe nadie. Vivió César hace más de dos mil años, y Prim ha convivido con nosotros. Así nadie sabe tampoco una palabra del ministro republicano muerto en el mes último, a quien yo consagro estas líneas, el pobre Albert, jornalero ascendido al gobierno por las ideas revolucionarias; en el gobierno situado algún tiempo como náufrago en escollo; y del gobierno caído sin haber dejado los hábitos y las costumbres de su oficio, ni adquirido ninguno de los achaques que con tanta facilidad se adquieren allá en las alturas, ni cambiado su faena de jornalero, ateniéndose a un jornal modestísimo toda su vida: ejemplo difícil de hallar en otros partidos que no sean los populares y demócratas, pues a cada paso vemos gentes enriquecidas, no por haber sido ministros de naciones, por haber sido regidores de aldeas. Albert se parecía todo a un buen correligionario, el viejo republicano Alsina, que asistía con su chaqueta de tejedor a nuestras sublimes sesiones del soberano Congreso de sesenta y nueve, haciéndola brillar con la modestia y con la virtud y con el patriotismo latentes bajo aquel paño burdo, como pudieran hacer brillar los nobles sus cruces de Calatrava, o los cardenales sus rozagas de Roma. Y debo decir que recuerdo y esbozo la oscura biografía de Albert, olvidado antes de muerto, no por desahogar mi corazón de una pena muy natural en el tránsito desde este mundo al otro de correligionarios amados, pena que se alivia comunicándola, por asentar con un ejemplo lejano, pero instructivo, que instituciones buenas y sabias en teoría se pierden, tocadas en la experiencia, si sobrevienen a deshora molestias inesperadas, y topan en su advenimiento con partidos faltos de las dos primeras virtudes demandadas para ejercer a derechas la política, sobre todo el gobierno, de la virtud que se llama circunspección y de la virtud que se llama prudencia. Da grima leer en los periódicos revolucionarios que la República se perdió por culpa de sus jefes, cuando, sin excusar los errores de todos ellos, y menos los míos, entre otros el capitalísimo de haber tenido inteligencias con los federales y con los socialistas un día, declaro desde ahora que la República se perdió bajo la fatalidad de una ley histórica, tan cumplidera e incontrastable como las leyes naturales, ley que decreta el malogro en la práctica de aquellos sistemas que se adelantan a su tiempo y se encuentran con pueblos no acostumbrados a recibirlos y a practicarlos, por falta de aptitudes nuevas y de hábitos avanzados o por sobra de tradiciones antiguas y de costumbres realistas. No se pudo reunir una compañía de repúblicos estadistas y oradores comparables a los que fundaron la República francesa del 48. Nada les faltaba, ni la virtud, ni la ciencia, ni la inspiración, ni la palabra, ni una historia honrosa, ni un estudio prolijo de las ideas y de las cosas, ni el carácter heroico que se necesita para intentar y acometer las más altas empresas, ni los resplandores del genio; y no pudieron fundar la República, porque llegó fuera de sazón a Francia esta forma de gobierno. Y vamos a verlo historia en mano.

IV

Albert, que perteneció al gobierno desde Febrero del 48, dejó de pertenecer a él así que se nombró la Comisión ejecutiva encargada de reemplazarlo a la cabeza de Francia. El Congreso Constituyente había de nombrar por fuerza una comisión de su propio seno, la cual asumiera el poder ejecutivo desempeñado por los provisionales gobernantes hasta entonces, y siendo, como expresión de la nacional voluntad soberana, el representante de un pueblo tan por extremo conservador, como el pueblo francés, llegó de malas con el socialismo la grande Asamblea republicana, y su primer acto fue quitar en la Comisión ejecutiva los sendos puestos ocupados por los comunistas con suma inquietud hasta la fecha de aquella decisión parlamentaria. Luis Blanc83, muy ambicioso, aunque con apariencias de idealista y desinteresado, no perdonó esta omisión, moviendo las primeras agitaciones en el Parlamento, que abrieran la serie de disturbios, a cuyos asaltos murió la segunda República francesa, con un discurso, encaminado a dos objetos: primero, a que nombraran un ministerio del Progreso, función difícil de concretar, y segundo, a que lo nombraran a él ministro de una cartera tan vaga, y por vaga tan dañosa de suyo a la naciente República. Dotado Albert de una gran paciencia que no tenía su jefe, y careciendo de una gran elocuencia, se conformó con la suerte que le quitaba el ministerio, y no chistó una palabra de crítica, porque no abrigaba su corazón, recto y honrado, ni asomo de cólera engendrada por el despecho. Pero no hace cada cual los colocados en las grandes posiciones aquello que quiere, sino aquello que quieren sus correligionarios y amigos, pues, en las grandes colectividades predomina siempre la voluntad colectiva. Honrado, generoso, creyéndose obligadísimo con quienes lo habían sacado del pueblo anónimo y puéstolo en el gobierno nacional, siguió Albert a su partido en todos los errores que cometiera y en todos los tumultos que promovió. Por fin, en uno de estos encuentros con el gobierno republicano, cayó preso como reo de ataque a la República y a su seguridad. Ocho años estuvo encalabozado por levantamiento contra un régimen que lo había hecho ministro, y que, rodeado de cien dificultades, como todo régimen reciente, no podía mantenerse íntegro a los ataques de aquellos mismos que lo habían fundado. No pudo Albert respirar el aire libre, ver la luz a su albedrío y gusto, espaciarse como se dice de quien tiene a su disposición espacio, trabajar por su guisa y modo, sino después que dio universal amnistía por crímenes políticos el emperador Napoleón, engendro de los republicanos revolucionarios. Cuando Francia era libre, Albert esclavo fue de su culpa; cuando Francia esclava fue bajo el imperio, Albert era libre por completo en su vida particular y privada. ¡Qué lección! Jamás la olvidó. Desde que le dieron suelta se retiró a una riente aldehuela en los alrededores de París, dentro del territorio presidido por el cazadero imperial que se llama Compiegne. Albert confesaba su arrepentimiento. Convenía conmigo en que no puede soportar una política de violencia forma tan delicada, por ser un verdadero contenido del derecho, como la forma de nuestras preferencias y tradiciones. Habiéndole yo conocido en casa de Delecluze durante mi emigración del 66 al 68, hablábame del carácter conservador que debería revestir el régimen republicano en España si queríamos conservarlo, y veía con horror cuanto hiciesen sus antiguos correligionarios de violento y exagerado. Un día me levanté yo en el Congreso Nacional, primero de 73, cuando se acababa de proclamar la república, y era yo en la república ministro de Estado, y me volví airadísimo contra los que comenzaban a traer, en medio de tantas libertades y progresos, una revolución. No importa que conspiren, decía yo, los reaccionarios contra nosotros, nada lograrán; tampoco importa que nos combatan los carlistas, sus huestes no pasarán del estrecho límite que les han trazado de consuno la Providencia y la Naturaleza; mas el primer tiro que disparen manos republicanas a nuestro pecho, atravesará el corazón de la república. Y lo atravesó ciertamente. Morimos a manos de los cantonales. ¿Veremos la segunda república después de haber perdido la primera, como Albert vio la tercera república después de haber perdido la segunda? Una observación: si Napoleón persevera en su neutralidad y no comete disparate tan rudo como la guerra, jamás Albert hubiera visto la tercer república en su patria. Nosotros no hemos visto la segunda república española, pero hemos visto la democracia y la libertad, que nunca hubieran renacido sin el esfuerzo de los republicanos conservadores y sin el método legal, pues los revolucionarios en Francia y en España sólo sirven para combatir a la democracia y a la libertad y a la república. Nuestro Albert, muerto en Mayo último dentro de la democracia conservadora, después de haber en su juventud sustentado la democracia socialista, es un ejemplo que debe servir de gran escarmiento a los revoltosos empedernidos y de provechosa instrucción a los pueblos libres.

V

He presentado este tal ejemplo para de nuevo responder a los que imputan una desgracia tan inevitable como la desgracia de nuestro régimen republicano a torpeza de los jefes. Puede frustrarse la dictadura o el cesarismo por culpa de uno, por culpa del dictador o del César; siendo como son estas maneras de gobierno consagraciones del poder unipersonal y absoluto; pero la República, el gobierno de todos, sólo por culpa de todos puede perderse, como por culpa de todos se perdió la segunda república francesa y por culpa de todos la primera república española. Y lo que más detestan los republicanos revolucionarios, aquella política que maldicen a una con mayores excomuniones y acusan en sus delirios con rabia, es la política fuerte y conservadora, mantenida en un gobierno como el mío, que constituye la mayor honra y la mayor satisfacción de mi vida. Y al condenarme, olvidan cómo aquella política no fue obra de mi voluntad personal, fue obra de los republicanos revolucionarios y radicales al sublevarse todos ellos sin escrúpulo en todas partes, no contra el gobierno moderado mío, contra el gobierno más radical que ha sustentado la tierra y que ha visto la Historia. Cuando se ataca por fuerza de armas a un Estado, no tiene más remedio que defenderse; y al defenderse, no tiene más remedio que ajustar la defensa natural propia exactamente al furor de la ofensa. Cuando la acción revolucionaria se dilató por todas partes, avivada con soplos de luchas republicanas, la obligación de defendernos resaltó sobre las demás obligaciones. Fue necesario intentar una reacción enérgica y constante contra esta especie de comuneros, parecidos a los de París, que pululaban por todas partes, e intentarla sin salirse de la república fundada ya, de la democracia reguladísima y puesta en sus organismos necesarios por la constitución y las leyes que sugiriera el espíritu progresivo, y de la libertad, que había entrado como indispensable levadura en toda nuestra vida. La necesidad imprescindible de ocurrir a esta reacción saludable y cumplirla sin dudas ni contemplaciones, produjo el partido republicano conservador, a quien la sociedad entera encomendó el ministerio de salvarlo todo, requiriendo los aportadores al Estado de una forma de gobierno, tan delicada en su contextura y tan difícil en sus aplicaciones como la república, para que salvasen así nuestro territorio, disuelto en aquellas comunidades revolucionarias, innumerables como nuestros derechos amenazados por el absolutismo y la dictadura consiguientes a todos los períodos en que reina la fiebre de anarquía terrible, contra la cual no hay otro remedio sino la violencia y la guerra, que concluyen por erigir un despotismo irremediable arriba, cuando abajo el desorden y la inobediencia concluyen por enconarse tanto, que todo lo descomponen y gangrenan. Surgió el partido republicano gubernamental, pues, del horror que sugería un estado anárquico, cual el anteriormente descrito, a la sociedad española, necesitada de reposo y de sueño, tras los insomnios que la habían aquejado, por la multitud de ideas aglomeradas en su mente y las agitaciones que la habrían como enloquecido en la realización de todas estas ideas. Frente a tres guerras civiles no podía pensarse por los hombres sensatos en ninguna otra política que no fuese la política de guerra. Los carlistas en sus montañas del Norte y Cataluña; los filibusteros en la grande Antilla; los intransigentes en las costas meridionales, demandaban una batida general, imposible de intentarse y cumplirse con fortuna, no teniendo un ejército con el necesario número de soldados y en este ejército una severa e incontrastable disciplina para no contagiarse con el movimiento comunero que se había de nuestros bosques apoderado, componiendo una escuadra terrible y que tronaba como le placía tirar los muros y los fuertes invulnerables de la desgraciada Cartagena. Para esto no había más remedio que uno: esgrimir con grande fuerza el poder y autoridad delegados a sus mandatarios por el Congreso nacional y no ejercidos nunca bajo las desastradas y desastrosas fracciones radicales de nuestra incipiente República. Habiendo fundado por el voto de las izquierdas monárquicas el partido republicano la República, se desavino de todas ellas por completo, esgrimiendo contra ellos el mismo poder que le cedieran y entregaran. Seguidamente había puesto en el gobierno las fracciones más avanzadas, y aguardado la salvación de sus fórmulas, en que fantaseaban a su sabor la federación y el socialismo. Pero estas fracciones, como son por naturaleza fracciones anti-gubernamentales, no acertaban a ejercer el poder, y dejándolo baldío en el momento de necesitar su ejercicio más, lo perdían en poco tiempo, por lo cual se iban del poder los ministros como del árbol esas hojas y flores primerizas que se adelantan mucho al período y estación de la primavera, para caer heladas al menor soplo del cierzo. En cuanto la Asamblea nacional republicana se vio abandonada de los radicales, huidos unos, dimisionarios otros, fracasados todos, recurrió a los conservadores; atenta más a llenar con ministros posibles los huecos dejados por los ministros caídos que a establecer un gobierno de represión y de combate, incompatible con sus creencias avanzadísimas y con su propensión a la indisciplina y al desgobierno. Cabezas henchidas de utopías, corazones enamorados de la revolución y de la guerra; mas prontos a urdir una conjuración que mantener un gobierno empedernido en una oposición perdurable a todo cuanto gobernara la nación y la rigiera en los lustros predecesores de su victoria; con costumbres políticas puras, pues no metieron las manos en cohecho alguno, pero con temperamento levantisco e insubordinado; más revolucionarios que republicanos y más comunistas que liberales, ciertamente cedieron a la necesidad imprescindible de nombrar un gobierno conservador, y nombraron el presidido por quien estas líneas escribe; mas retuvieron y se reservaron el derribarlo en cuanto comenzaron a sentirse los efectos naturales del orden público en las calles, de la ordenanza militar en los ejércitos, de la disciplina social en los actos públicos, del cumplimiento de las leyes en la sumisión indispensable que debían prestar por fuerza o de grado todos cuantos organismos existían en aquella sociedad, el organismo encargado de obtener sin detrimento del derecho individual y de las libertades necesarias, la coordinación entre todos ellos y la subrogación de los inferiores al superior, y por tanto, sobre todos, el organismo del Estado.

VI

Hicimos todo aquello a que nos comprometiéramos los republicanos conservadores, muy seguros en el programa de las medidas salvadoras indispensables y muy resueltos a cumplirlo. Bien distante la derecha del Congreso que regía y legislaba en España por el mismo tiempo que la célebre Asamblea de Versalles que regía y legislaba en Francia, bien distante de la derecha de ésta, quería conservar la República por todos los medios posible y amén de la República el número de instituciones democráticas fundadas en el período revolucionario, completándolo todo con el establecimiento de un gobierno fuerte y con el reinado de un orden inconmovible. Y llegados al gobierno, fáltanos tiempo de cumplir lo pensado, hecho ello con actividad y presteza inenarrables. Así pusimos en armas las reservas como se necesitaba si habíamos de acudir a tres guerras espantosas; redisciplinamos el ejército casi disuelto en una subversión que lo convirtiera en instrumento eficaz de desorden y en auxiliar indirecto de los comuneros y de los carlistas; devolvimos los cañones al cuerpo técnico de artillería disuelto en los meses últimos del reinado de D. Amadeo; restauramos la ordenanza e impusimos la pena de muerte suspensas en medio de tanta indisciplina por los dogmatizantes y sofistas radicales creídos de que se gobiernan las naciones con los principios abstractos que se predican en las Cátedras; reanudamos las relaciones con el Papa, también indispensables para separar las simpatías del clero de las huestes carlistas y hacerlo entenderse con el gobierno republicano; obteniendo tales ventajas en favor del orden y en allegamiento de la paz con todo ello, que, al medio año de aplicada esta política, nuestra bandera nacional había penetrado en el corazón de Guipúzcoa donde reinaba como quería el pretendiente, y gallardeado en los fuertes de Cartagena, donde se habían en tanto número congregado y con tanta fuerza resistido los rebeldes imitadores de la comunidad parisién, sectarios en armas de una república radical indefinida y de un socialismo vago e indefinible. Pero, según habíamos previsto, la triste Asamblea republicana, inconsistente de suyo, y temiendo a las consecuencias de una política conservadora, se indignó contra el gobierno aquel por lo hecho de bueno, sobre todo por el nombramiento de los obispos para las sedes vacías y por la restitución de sus cañones a los artilleros técnicos, dos acuerdos con los cuales asestamos golpe de muerte a la cabeza de lucha tan espantosa como la guerra civil de los absolutistas, y en lugar del voto de gracias merecido por mis compañeros de gobierno y por mí en aquel supremo trance, nos dio un voto de censura. No hubo más remedio que caer del gobierno, y caímos. Pero cayó con nosotros la República. Yo se lo anuncié así a los viejos republicanos con el conocimiento que tengo de una patria, en la cual he convivido desde la niñez en una labor política que lleva toda nuestra historia contemporánea; yo les anuncié que si nos echaban del gobierno a nosotros, les echarían a ellos del Congreso. Republicano siempre, yo caería bajo la catástrofe con todos, con sus mayores enemigos, con todos cuantos votaban a una contra mi política y mi gobierno, pero no podría evitarlo, porque lo traía consigo aparejado como corolario algebraico a serie de crímenes y errores políticos perpetrados por la izquierda republicana en su levantamiento posterior y sus comunidades revolucionarias. Creer cosa posible una victoria por el Parlamento y por las leyes después de haber desacatado a éste con una rebeldía sistemática y roto aquéllas con las armas, era creer lo excusado. Así les dije a la hora de tan triste votación que no se suicidaran, pues al despedirme a mí del Gobierno, al único republicano en quien España tenía entonces confianza, los despedirían a ellos del Parlamento. Cuando sucedió a la letra lo anunciado por mí, dijeron que nunca podría el augurio cumplirse con tanta exactitud, si el agorero no hubiese preparado él mismo su cumplimiento. ¡Imbéciles! Procedían como los indios de Yucatán y como los indios de Jamaica, los cuales, al ver cómo los eclipses de luna y sol sucedían a la hora por los descubridores de antemano señalada, imaginaban que los hacían ellos a su agrado, pues los anunciaban con tal seguridad. Quien a hierro mata, muere a hierro. Contra mi opinión, conocida por los ministros del primer ministerio de la República y contra mi voto en el Consejo se disolvió sin poder legal para ello y con violencia, el Congreso constituyente que proclamara nuestras instituciones y nos diera el gobierno. Fue necesario un esfuerzo sobrehumano de algunos ministros para que no cayesen apuñalados por las turbas en el Congreso los diputados que componían la diputación permanente de la Asamblea nacional, disuelta por un decreto no válido y revolucionario en toda la extensión de la palabra. Luego, los mismos diputados reunidos en el segundo Congreso de la República, lo desautorizaron y lo desconocieron, disputándole su autoridad para decretar la Constitución republicana, magüer hallarse convocado para este fin único, y estableciendo contra su voluntad aquella reproducción violenta de las comunidades revolucionarias y de los cantones helvecios, en los cuales no solamente destruían todo gobierno disuelto en anarquía expansiva destrozaban el corazón de la patria.

VII

Los cuatro asuntos capitales del mes que acaba en estos días, fueron a saber: dificultades europeas con Turquía por Armenia, reunión de las Cortes en Italia, crisis de Inglaterra, fiestas de Kiel, El primero de dichos asuntos olió, por toda una octava lo menos, a pólvora y balas. Habíanse los mercados europeos resuelto a creer en una guerra entre la nación británica y el imperio turco, hasta el extremo de trascender a cambios y valores tal creencia y asombrar en minutos la segurísima paz del viejo continente. Esa pobre Turquía, como los enfermos viejos y crónicos, tiene algo siempre por qué a Dios encomendarse, y cuando no tose, delira; y cuando no delira, chochea; y cuando no chochea, ronca en sueños de horror y agoniza en estertores de muerte. Hace tiempo le armaron una por Crimea, en el siglo pasado; luego, en nuestro tiempo, le armaron otra por Valaquia y Moldavia; más tarde, por la Serbia; en tiempo de Mehemet-Alí, por Egipto y Siria; en tiempo de Nicolás I, por Palestina; en tiempo de Alejandro II, por Bulgaria; y ahora por Armenia; perdiendo unas veces todos los Balkanes, menos la cinta donde se yergue Constantinopla; otras veces la desembocadura del Danubio y su poder sobre las últimas riberas del Mediterráneo; ya Bosnia con Herzegovina; ya Chipre la oriental; ya el coro de las islas Jonias; ya el protectorado sobre los desagües del Nilo; acabando como en punta de pirámide por no verse más de sus dimensiones en el viejo continente cristiano que la cúspide altísima de Santa Sofía, rematada por la media luna de Osmán. Pues hace tiempo que le buscan las cosquillas por Armenia. Dividida esta región, donde las razas arias y semitas en tantas ocasiones determinaron períodos de su vida y siguieron rutas de sus viajes, divididas entre moscovitas y turcos, nadie se mete con aquellos, dejándoles hacer mangas y capirotes a su guisa, en tanto que todo el mundo se mete con éstos, atestiguando que necesitan los moribundos tutela tal y tanta como los menores. Ahora se ha empeñado Inglaterra en que había de hacer a beneficio de los armenios algo de lo que hace con los cretenses, y propónele reformas no bien definidas y no muy deseada, por los mismos a quienes se quiere amparar. Una comisión de armenios, por todo extremo inteligentes, dados a las letras y a las ciencias, rebuscadores de títulos históricos análogos a los que Grecia ostentara en las ocasiones difíciles y le valieran mil triunfos, ha movido al grande Gladstone para que arengase al mundo británico en favor de Armenia, como en otro tiempo lo arengó con tanto fruto en favor de Nápoles y de Bulgaria, impeliendo un movimiento de opinión que concluya y se corone con la victoria de los defendidos por su inspiradísima palabra y amparados de su incontestable autoridad. Pero los búlgaros quedaron muy divididos y aparte de los turcos, cuando éstos hicieron su irrupción medioeval, como habían quedado muy divididos antes de los griegos, cuando a su vez marcharon desde las tierras maniqueas del Occidente de Asia, hasta las tierras bizantinas del Oriente de Europa; mas los armenios y los kurdos se confunden más, aunque se quieren menos, y nacen mil dificultades, así cuando hay que dividirlos en clasificaciones contrarias, como cuando hay que juntarlos en derechos de ciudadanía común. Imposibles modificaciones muy profundas en la situación de esa Armenia cristiana, protegida por Inglaterra hoy, si quier haya conseguido su protectora el cambio de visir, y sea este nuevo ministro palatino, incoloro siempre como eclipsado por los resplandores del Sultán, dentro del corto radio de sus funciones ministeriales, más amigo de los armen los que sus predecesores inmediatos. Lo importante de todo esto se halla en que, habiéndose Francia e Inglaterra entendido en los asuntos de Armenia, se les ha juntado más o menos contra su voluntad Rusia; y habiéndose más tarde Rusia y Francia entendido en los asuntos de China, se les ha juntado Alemania, viéndose así que la Triple Alianza hoy se nos aparece como fórmula, más o menos alquímica, en la cual entran los componentes más dispares para obtener los resultados más opuestos en las cosas más alejadas y contrarias.

VIII

Difícil, muy difícilmente se puede atender a ningún problema europeo después que los italianos se han reunido en Cortes y que las Cortes se han entregado al bombardeo mutuo de cuentos antiguos injuriosos, en que todos salen descalabrados, y más que todos la nación italiana, cuyos hijos no mueren a las flechas de los dioses que matan, mas purifican; mueren a los vapores del escándalo, que hieden y deshonran. Recuerdo un dicho de Montesquieu. Había reñido cierta vez con un abate contado de antiguo entre sus comensales o sus íntimos, y exclamaba: «Lo que yo diga del abate y lo que diga de mí el abate, no lo creáis, pues hemos reñido.» Tanto debemos decir así de Crispi como de Cavallotti84. Han reñido y se requieren y se buscan para el combate a muerte como dos gladiadores antiguos, sin malquererse ni odiarse. Amigos míos ambos, obligado con uno y otro por atenciones inolvidables, correligionario casi de los dos, porque mis ideas personales se aproximan mucho a las por ellos representadas y mantenidas, hállome como la célebre litigante del juicio de Salomón, y me resisto a que truciden pedazos de mi carne, que me arrancarían del corazón y del alma. Crispi es un probado patriota, un liberal de antigua cepa, un revolucionario de aquellos que han servido a la santa causa, por la cual hemos trabajado todos los demócratas del mundo, cada cual desde su puesto respectivo, la causa de Italia; y no hay por qué removerle toda la vida para sacarle máculas más o menos ciertas provenientes de lo mucho que ha peleado y casi del ministerio mismo que ha cumplido en la obra larguísima y gloriosa del establecimiento y conservación de una entidad tan indispensable de suyo al progreso humano como la nación italiana. Cavallotti es un escritor de primer orden; su elocuencia resuena como una de las más altas que oírse pueden hoy en la tribuna parlamentaria; su poesía baja desde las inspiradas regiones del pensamiento personal suyo hasta el pueblo; sus ideas progresivas hacen que le sigamos en la Europa liberal con atención y le deseemos con verdadera sinceridad el resultado feliz de una política como la suya, no exagerada, sino prudente y circunspecta; mas la pasión que ha puesto en el combate implacable con Crispi le daña y le disminuye a él en lugar de prosperarlo y exaltarlo. Tan grande la obra de fundar Italia se nos aparece y presenta, que la creemos, por su misma importancia y grandeza, tarda en el crecimiento; y, por tarda en el crecimiento, expuesta de suyo a quebrantarse y a perderse, si no salvan los italianos tantas innumerables sirtes de mil escollos como cercan a quienes representan en grado supremo el triunfo de las ideas modernas y el ocaso de aquellos ideales antiguos a que prestaran culto casi todos los poderosos del mundo. Italia no ha menester, pues, jefes de pelea, sino jefes de conciliación y de paz. Voy a confesar un pecado de conciencia. No participo yo del entusiasmo general por la virtud privada en los hombres públicos. Naturalmente prefiero Cincinato, Washington, Turgot, al gran Maquiavelo y al brillante Borgia; pero no está la política, en mi sentir, tan indisolublemente casada con el código moral como las otras manifestaciones del ser y de la vida. Le pasa lo que a la guerra. Yo tuve la dicha de que, habiendo regido a mi patria en el año quizá más tormentoso de sus cruentos anales contemporáneos, merecí que mis enemigos, tras un largo examen de la gestión mía, declararan unánimes no haber encontrado en ella, ¿qué digo manchas?, ni siquiera una sombra. El ejemplo, que recuerdo, enseña cómo yo estoy en mi alma y en mi vida por la hermandad más estrecha entre la virtud y la política. Mas no llevo esto a punta de lanza. Leyendo a Plutarco, uno de mis autores favoritos, y a Tito Livio, que también me ha encantado siempre, acuérdome de haber leído que pidiéndole cuentas a Escipión por las expediciones al África, no quiso darlas, y respondió: «Subamos al Capitolio, y demos gracias a los dioses por este día vencido a Cartago.» La tradición española, no la historia exacta, la tradición oral, denomina todas las cuentas no dadas con exactitud, cuentas del Gran Capitán. Y, con efecto, dicen las consejas que había en ellas un renglón relativo a las crecidas sumas dispendiadas por el héroe reponiendo las campanas rotas de puro repicar y voltear por las victorias que había procurado a sus reyes. Los ataques a Crispi escandalizan mucho, menguan el concepto de Italia, y no consiguen cosa ninguna. Mostraran Rudini con Zanardelli, con Giolitti, los tres cardenales papables de la política italiana, los tres diputados capaces de presidir hoy un ministerio, mayor voluntad; y nadie les disputara el puesto y no viéramos a Crispi en el gobierno. Cavallotti mismo podía prestar mayores servicios de los que presta hoy a la libertad italiana, de resolverse, o bien por la República con toda claridad, o bien por la realeza. Con tal resolución, daría jefatura firme al partido republicano para que no llegase a descomponerse de suyo en fracciones tanto más perturbadoras cuanto menos responsabilidad tienen; o daría digna jefatura a todos los radicales monárquicos, sustituyendo con un radicalismo liberal y democrático acepto a la corona, según pasa entre nosotros con el Sr. Sagasta, ese radicalismo un poco dictatorial y revolucionario que aplica el tenaz Crispi a la pública gobernación de Italia. Yo, con toda franqueza y lisura digo que no apruebo en Crispi la dañosa manía de legislar por Real orden y la frecuencia con que mueve y agita el cuerpo electoral. Tres mudanzas de hogar equivalen a un incendio, decía el bonachón de Ricardo; tres elecciones generales equivalen a una revolución, digo yo. Así ha gastado Crispi un tiempo muy precioso y ha esparcido unas fuerzas verdaderamente intensas para traer una Cámara como la misma, exactamente la misma, que se ha marchado y disuelto. Cuanto quería evitar despidiendo el Congreso anterior le pasa en la reunión de este Congreso; pues tiene una mayoría tan formidable como la precedente y anterior, al mismo tiempo que tropieza con una oposición más picada y más furiosa, porque en la piel poco curtida lleva los rejonazos de la reciente batalla y adolece así de los inútiles bríos, connaturales a los diputados nuevos cuando salen poco sufridos, por poco castigados, al hemiciclo del Parlamento. Así disputas personales indecibles, encuentros y choques bruscos entre las fracciones, insultos de banco a banco, mientes como puños y puños crispados con ojeadas de muerte, algún que otro puñetazo, alguna que otra riña tirándose los respetables legisladores unos a otros de los cabellos, escándalos continuos, chismes de vecindad olvidados por puro sabidos, tumultos que suspenden varias de aquellas sesiones con violencia, y Crispi diciendo: yo solo tengo voluntad, yo solo tengo mayoría, yo solo tendré presupuesto.

IX

Vista la crisis en Italia, veamos la crisis de Inglaterra. En Italia, nación de arte y ciencia, todo se refiere a las personas; en Inglaterra, nación de antiguo personalismo, todo se refiere a las ideas. Al dar cuenta de las elecciones, por cuya virtud Gladstone era llamado al ministerio, yo dije que sería el gran orador primero del gobierno, por haber alcanzado una exigua mayoría; mas que no era posible con esta exigua mayoría, suma de muy heterogéneos factores, perdurar mucho tiempo a la cabeza del Estado y menos llevar a su debido puesto las reformas prometidas y esperadas referentes al gobierno autonómico en Irlanda. Con efecto, de las tres islas, Inglaterra se había puesto en contra del proyecto gladstoniano, con excepción tan solo del país de Gales, y las demás islas, sobre todo Escocia, defendían el proyecto gladstoniano con tales reservas en su pensamiento particular y tantas condiciones para votarlo, que los comicios triunfales equivalían a naufragar en la orilla, o no salir del estado anterior a las elecciones. Así aconteció en efecto. Con el tremendo voto de la isla verdaderamente británica y con el formidable voto de la Cámara patricia, naufragó el proyecto; y no hubiera hecho el partido liberal nada provechoso en este periodo tan crítico de su gobierno, si el ministro de Hacienda, Sr. Harcourt, no presentara un gran presupuesto y no lo hiciera votar empleando para ello grandísimas energías. Han tenido los liberales varias desgracias en su gestión: primera, la retirada inevitable de Gladstone; segunda, la enfermedad larguísima de Rosebery; tercera, la rivalidad entre Harcourt y Rosebery85; cuarta, el abigarramiento de los diputados que componían aquel núcleo ministerial y llevaban sobre sus hombros el gobierno. Sin embargo, dicho ya para honra y gloria de estos diputados, en cualquier país que no fuese Inglaterra hubiéranse descompuesto al menor empuje de una minoría tan fuerte y numerosa casi como ellos; en Inglaterra, por lo contrario, su exigüidad misma los ha mantenido apretados, y así han opuesto una resistencia de tres años incontrastable a los embates más tumultuosos y fuertes. Pero no había más remedio que hacer algo y el partido liberal no había hecho nada. Para sustentar lo factible necesitaba instrumento, y para obtener instrumento necesitaba destruir la pluralidad de votos en los privilegios y acercarse al sufragio latino y modificar la Cámara patricia de suerte que se abriese y no se cerrase al espíritu moderno. Mas en todo esto le faltaba lo esencial y primero, le faltaba una mayoría numerosa. Y como le faltaba, fácil y lógico todo cuanto le pasa en estos momentos. Con un levísimo escarceo respecto al sueldo del ministro de la Guerra y con un desgrane rápido de la mayoría escasísima, se ha venido a tierra el partido liberal y ha entrado el partido conservador. Salisbury ha reemplazado al jefe de los liberales, a Rosebery. Ya está formando aquél su gobierno. La reina tiene tanto de diligencia si despide a los liberales, cuanto de inercia si despide a los conservadores. Ni la fórmula de quedar complacida de sus ministros ha usado. Los nuevos deberán emplear la mayoría para votar el presupuesto, y no tienen seguridad alguna de que la mayoría lo vote. Pero, cuando los diferencias entre los partidos se asignan por la diferencia entre los principios, todos ganan. Los liberales ya tienen un programa con que presentarse a los comicios, es a saber: a cada elector un voto; a los lores una modificación que los ajuste al espíritu moderno; a Irlanda su gobierno autonómico y las reformas prometidas, de suyo saludables, pues depuradísimas en las alquitaras de votos y elecciones múltiples, darán su quintaesencia de libertad y de progreso. Yo quiero que triunfen, pues cuando vemos fiestas como las de Kiel, en que tantos alardes de fuerza se hacen y tantos síntomas de discordia se presentan, tras mil protestas de concordia, danle ganas a uno de pedir a Dios que proteja con un acto visible de su voluntad la paz y la libertad universal.