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ArribaAbajo15. Febrero 1896

Los boeros en el Transvaal. -Su origen holandés. -Caracteres de Holanda y Flandes. -Historia de ambos pueblos. -Causa del crédito que los holandeses gozan en Alemania e Inglaterra. -El Transvaal y sus conflictos. -Luchas entre los boeros y los uitlanderes. -El presidente Kruger y el filibustero Jameson. Grandes simpatías de Inglaterra por éste. -Intervención de Alemania en el conflicto. -Muerte del gran estadista belga Frère-Orban. -Aniversario de una escuela en Suiza y de un Imperio en Alemania. -Muerte de Floquet. -Otros muertos ilustres. -Problemas intercontinentales. -Alianza de Rusia con Turquía. -Inglaterra y los discursos de sus jefes sobre las cuestiones pendientes. -Bautizo del príncipe Boris. -Conclusión.


I

El célebre conflicto entre los boeros y los uitlanderes del Transvaal ha puesto de moda la raza holandesa durante todo el mes que acaba de expirar ahora, durante todo el mes de Enero último. En estrecho triángulo, cuyo vértice da en el mar y cuyos lados en las fronteras de Francia y Alemania, extiéndense los húmedos Países Bajos, combatidos a la continua por las hirvientes olas de los mares del Norte y a la continua inundados por las turbias desembocaduras del Rhin, del Mosa y del Escalda. Semi-celtas y semi-germanos aquellos pueblos, según que se aproximan a las fronteras de Francia o a las fronteras de Alemania, casi han escapado y huido al poder omnímodo y absoluto del Lacio entre sus inciertas y fangosas marismas, a pesar de nominales sumisiones en tiempo del Imperio. Verdad que César exterminó algunas de sus tribus más numerosas y fuertes, sin dejar varón alguno a vida; pero verdad también que si les impuso pechos, no los pagaron jamás, acaso, cual dice con gracia un escritor moderno, porque no tuvieron medios con que pagarlos. Distinguiérase con distinción verdadera entre todos aquellos pueblos el pueblo bátavo, quien unas veces se unía con los germanos y otras veces con los latinos en sus luchas constantes. El nombre de Civilis flota sobre los héroes opuestos a Roma como el nombre de Viriato en España y como el nombre de Arminio en Alemania. Sin embargo, nada hoy de cierto se alcanza respecto al fin de la historia de Civilis; y no sabemos todavía si murió frente al poder o bajo el poder de la diosa Roma. El Imperio tuvo a los Países Bajos entre sus provincias; pero no los marcó profundamente con su indeleble sello. Cuando las irrupciones bárbaras vinieron, hallaron coexistentes y sin mezclarse sus dos razas fundamentales, la raza celta y la raza germánica. Desde los tiempos de Vespasiano hasta los tiempos de Odoacro, los Países Bajos tuvieron la dominación de Roma, pero no el carácter romano. Así reciben las irrupciones bárbaras sin protesta y quedan esencialmente los mismos, celto-germanos como en sus comienzos, bajo el poder nuevo de los francos. El caudillo Carlos Martel sujetó los Países Bajos a la Monarquía franca; y el prelado Bonifacio a la Iglesia católica. En tiempo de Carlo-Magno subleváronse al par que las tribus sajonas, pero Carlo-Magno los sometió bien pronto y los tuvo reunidos bajo un solo cetro. Este mismo Carlo-Magno quiso restaurar el antiguo imperio latino, poniéndolo bajo la tutela de los Pontífices de Roma; y sus tiempos no se lo consintieron. En cuanto el grande hombre se tendió sobre su lecho de granito en Aquisgrán, el feudalismo, rudo germen de futuras edades regado con sangre, debió estallar, para que la ley de variedad se cumpliese fielmente, como en el Universo, en las humanas sociedades. Indignos sucesores dejaron caer de sus manos debilitadas la unidad formidable que fundaron Pipino y Carlo-Magno. Los Países Bajos entraron por entonces en el caos propio de la Edad Media. Aquí los obispos de Utrecht, allá los condes de Brabante, acullá los duques de Luxemburgo, más lejos los barones de Malinas y los marqueses de Amberes constituían varios Estados sin unidad, erigidos todos en la fuerza. Cinco siglos duró este régimen de tristísimo aislamiento. Pero en estos cinco siglos dibújanse los tres elementos, que han de disputarse con disputas eternas el predominio en las sociedades cristianas y han de tejer la nueva urdimbre de una civilización poderosa. Estos tres elementos resultan: la nobleza militar, que libra en la espada su derecho y que tiene la espada por cetro de gobierno y por balanza de justicia; el clero, que representa por sí sólo el ideal humano de aquellas edades y difunde con la luz de la ciencia eclesiástica el calor de la vida espiritual; y el comercio, que trabajando y vendiendo, aquista oro, con el oro independencia, con la independencia libertad, con la libertad derechos, con los derechos una fuerza muy superior a la fuerza del ejército y un ideal mucho más luminoso que todo el ideal de la clerecía. Esta última clase funda y compone las grandes ciudades mercantiles, que darán su carácter democrático y su gobierno republicano a Holanda. Los escandinavos con sus irrupciones, las cruzadas con sus mezclas de clases, el movimiento municipal con su carácter emancipador, el comercio con su riqueza que levantaba y ennoblecía el trabajo, las cartas donde se hallaban escritas ideas confusas de libertad echaron los fundamentos de aquellos progresivos Estados, los cuales habían bien pronto de iluminar y esclarecer la tierra con el calor y la luz de sus progresivas democracias.

II

Por 1417 un esbozo de unidad aparece, como incierto albor, en los Países Bajos. Una joven de diez y siete años hereda el imperio de sus tres fundamentales provincias, y muere después de haberlas poseído, combatida y destronada por su sobrino el duque de Borgoña, llamado el Bueno, según antífrasis frecuentísima en la historia. El principio de unidad indispensable a los Estados modernos, fundada en Francia por Luis XI, en Inglaterra por los Tudores, en España por Fernando el Católico, se funda casi al mismo tiempo en los Países Bajos por los duques de Borgoña, quienes, merced a la traición de Felipe llamado el Bueno, se apoderan del dominio de las Provincias Unidas y establecen la necesaria unión, poniéndole por cúspide su corona. Dueño de la baja y alta Borgoña conde, por herencia, de Flandes y Artois; comprador de Namur; soberano por el dolo y la fuerza de Holanda y Zelanda; usurpador del ducado de Brabante, al cual otras soberanías iban anejas; tanta fuerza y tanto poder, si bastaron a dar unidad a tan diversas regiones, verdaderamente no bastaron a destruir la libertad, por más que resultara incompatible principio tan humano y progresivo como éste con autoridad y poder tan fuertes como el poder y autoridad obtenidos entonces por los duques de Borgoña. Dados estos a restringir las franquicias populares, no pudieron evitar que surgiera la Reforma, ni que se inventara la imprenta, proporcionando una y otra poderosas fuerzas a los que ya tenían aliento propio adquirido en los combates formidables con las olas y con los vientos.

III

A Felipe llamado el Bueno, sucede Carlos llamado el Temerario. Ningún apellido tan justificado. El nuevo duque de Borgoña nace con los instintos del combate como las alimañas carniceras. Dotado por las previsiones paternales de un ejercito permanente y de un cuantioso tesoro, entra en liza, como si las armas fueran órganos naturales suyos; y lucha con todo el mundo, como si todo el mundo fuese su enemigo. Así aquella serie de combates que no concluyen jamás; combate con Luis XI de Francia, combate con los cantones de Suiza, combate con todos cuantos estaban cerca de su mano. Tres campos nefastos funestaron la historia de este Anníbal de la derrota: el campo de Granson, el campo de Morat y el campo de Nancy. Carlos el Temerario murió a la edad florida de cuarenta y tres años, dejando los Estados varios que componían su corona fuerte y deslumbrante, a la princesa su hija, designada en la historia con el nombre de María de Borgoña. Como sucede a la muerte de todos estos tiranos, y al comienzo del débil imperio de todas estas pobres mujeres, los instintos populares se despiertan y reclaman nuevamente los derechos desconocidos por la traición y atropellados por la fuerza. En cumplimiento de tal histórica ley, los pueblos varios de los Países Bajos compendian sus derechos en fórmulas claras y los elevan a la consideración de su nueva soberana, quejándose de los desacatos y agravios inferidos a su venerable grandeza por el abusivo poder de Felipe el Bueno y de Carlos el Temerario. A tal requerimiento de los pueblos, brota el Gran Privilegio, carta constitucional de Holanda, en cuyos párrafos se ven a una contenidas y consagradas todas las viejas libertades históricas. Los Países Bajos entraban de nuevo en el goce de sus derechos. El ciudadano de Flandes y de Holanda podía holgarse con representar la mayor suma de libertad conocida entonces en Europa. La duquesa María hubiera desmentido su oficio regio si no conspirase contra las libertades mismas que otorgara mal de su grado. Apenas reconoce las nuevas instituciones, cuando ya envía emisarios a Francia para entenderse con Luis XI y tratar de destruirlas. El taimado rey francés encuentra muy llano delatar a los libres holandeses y flamencos las tramas urdidas contra sus libertades; y los ciudadanos de Gante se apresuran a colgar a los embajadores que los han traicionado y vendido. Ningún poder humano podrá salvarlos. María sale de su palacio y va hacia el mercado a interceder por ellos, tocada de luto, desceñida de cintura, despeinada y llorosa: nadie la escucha. Los pueblos han recobrado su libertad y están decididos a defenderla contra las perfidias del débil y contra las violencias del fuerte.

IV

María de Borgoña se casa con Maximiliano de Austria. Tan trascendental matrimonio se cumple a 18 de Agosto de 1477. Maximiliano comprende que la fuerza está en manos del partido municipal; y conspira en el palacio de su mujer a favor de los municipios. El cielo, en estas le da un heredero; y el heredero se llamará en la Historia Felipe el Hermoso. Pero una casualidad le deja huérfano de madre a los cuatro años. La duquesa María, tan amiga de los ejercicios ecuestres como su padre Carlos el Temerario, cae del caballo en una carrera vertiginosa y se mata. Entonces Maximiliano reclama la tutela de su hijuelo y reivindica la regencia. Pero si Holanda le reconoce tal derecho, Flandes se lo niega. Una regencia colectiva se apodera del nuevo monarca y gobierna en su nombre desde la mercantil y artística ciudad de Brujas. El archiduque Maximiliano corre a derribar tal gobierno, pero con bien escasa fortuna. Empeñado en un combate, véncenlo sus enemigos, y lo apresan, y lo encierran en humilde vivienda de la plaza del Mercado. El regio cautivo, para salir de tal encierro, tiene que pactar con sus carceleros, los cuales, a una, le imponen condiciones bien duras. Acéptalas, cuando preso, el taimado; y las revoca una vez libre. La división a que las democracias parecen condenadas por su exceso de vida, basta indudablemente a explicar la victoria del monarca sobre su pueblo. Si Holanda hubiera seguido a Flandes en la reivindicación del derecho de los ciudadanos al gobierno, y en la protesta contra los ejércitos extranjeros, no predominaran, no, las dobleces y las traiciones de Maximiliano sobre la justicia y la libertad.

V

Maximiliano se venga de la resistencia de Flandes. La carta concedida y jurada por María desaparece traidoramente, por su voluntarioso viudo borrada. Muchos ciudadanos mueren a una en la horca por haber querido convocar Congreso general que tuviese a raya los caprichos del regente. A las arbitrariedades políticas suceden las extorsiones económicas en el fatal gobierno de éste. No contento con esquilmar a su pueblo por los tributos, se mete a monedero falso. Después de tan colosal estafa, prescribe que todos los patrimonios particulares, faltos de sucesor varón, pasen a la corona. Todas aquellas provincias, inclusa la Frisia, cuyos habitantes se creían más libres que los huracanes y los oleajes de sus costas, caen bajo el yugo infame de una misma servidumbre. En 1496 se verifica el matrimonio de Felipe el Hermoso; y cuatro años más tarde, al comenzar el siglo XVI, en su año primero, nace de este matrimonio el Gran Carlos V. En 1506 Felipe el Hermoso muere, y la corona de los Países Bajos pasa entonces a las sienes de Carlos V.

VI

Gante merecía entonces el título de la ciudad principal de Flandes y de una de las principales ciudades del mundo, Erasmo, muy amigo de los reyes y poco amigo de los pueblos, alaba y encarece a Gante por centro de cultura, de riqueza, de inspiración y de trabajo entonces. En Gante había nacido su nuevo poderosísimo señor, Carlos. Llanuras fértiles la circuían; calles y plazas espaciosísimas la formaban; monumentos de primer orden la enriquecían; libre constitución la dignificaba; y sus innumerables fábricas y sus ejércitos de trabajadores decían que aquella fabulosa prosperidad estaba sostenida por la mayor y más fecunda entre todas las fuerzas, por la fuerza material del trabajo, que genera y vivifica la fuerza moral de la virtud. Gante, como ciudad libre, tuvo con Carlos una gran diferencia por causa de los enormes tributos que demandaba éste para sostener tanta y tan ruinosa guerra como tenía empeñada en las cuatro partes del mundo. En su resistencia los ganteses, no solamente se negaron al pago de los tributos, sino que requirieron de amistad y trato al rey de Francia. Francisco I procedió con los súbditos de Carlos V como había procedido Luis XI con los súbditos de María de Borgoña. En vez de agradecer tal afecto, los delató al soberano que debía considerarlo como un crimen. Pidió Carlos I permiso para poder atravesar la tierra de Francia en este gran conflicto con sus paisanos, fiándose por completo a la caballerosidad personal de su enemigo; y Francisco I le dejó el camino franco y le trató como merecía en el hospedaje debido a tan excelso huésped.

VII

Cuando Carlos llegó a Gante, duró la entrada triunfal de su cortejo en la ciudad más de seis horas. Precedíanle cuatro mil lanceros armados hasta los dientes, cinco mil mosqueteros de los más diestros entre sus numerosas tropas, y cinco mil alabarderos, guardias todos personales de su cuerpo y de su vida, que, por el número y por el armamento, parecíanse, no a un séquito militar y cortesano propio para el ornato y orgullo de un monarca, no, a valeroso ejército aparejado para inmediata guerra. El Emperador entró caballero en alazán de bella estampa y ricos jaeces; rodeado de cardenales y arzobispos, en mulas montados, cuyos arreos ostentaban tal número de campanillas y cascabeles que componían extraña música; seguido de caballeros y ricos hombres con sus banderolas y sus plumajes al aire, sus blasones y sus collares al pecho, vestidos de terciopelos y brocados relucientes de pedrería; formando todos ellos la más vistosa corte que ojos mortales vieran jamás en la tierra. Para mostrar cuánto ganaría la ciudad con tal ceremonia, baste decir que aposentó y alimentó sesenta mil extranjeros y quince mil caballos en días tan solemnes. Y sin embargo, aquella ceremonia cortesana debía parecerse a una ceremonia fúnebre. Las fiestas ruidosísimas ocultaban una grande crueldad en el corazón de tan poderoso monarca y una incertidumbre todavía mayor en el corazón de su pueblo. Parecía que, transcurrido un mes entero, las fiestas y regocijos debían haber prestado a las graves heridas bálsamo y a los tristes recuerdos olvido. Mas no fue así: a mediados de Febrero entró en Gante Carlos, y al mediar Marzo ahorcó en la plaza pública diez y nueve ciudadanos tenidos por cabezas de la resistencia. Y mes y medio más tarde fue ahorcada la ciudad también, porque perdió sus fueros, sus libertades, sus bienes públicos, sus rentas perpetuas, sus fortalezas, traspasado todo a la potestad real y todo prohibido a su antiguo poseedor y dueño, el pueblo gantés, quien además debía en realidad aprontar los cuatrocientos mil florines, a cuyo pago se había resistido, con ciento cincuenta mil de multa y seis mil de renta perpetua. El 3 de Mayo del mismo año rebosaban las calles de tropa en armas; grupos de caballería y algún que otro cañón cargado hasta la boca, ocupaban las encrucijadas y los puntos estratégicos; porque los principales ciudadanos de la ilustre ciudad iban vestidos de sayales, rapadas las cabezas, descalzos los pies, con sogas al cuello en vez de los antiguos áureos collares, a la casa municipal, donde Carlos, con su hermana la reina de Hungría al lado, sus príncipes y obispos en torno, circuido de alabardas y lanzas, sentado en el trono, vestido de púrpura, su diadema en la frente y su cetro en las manos, les daba un perdón, más cruel, por humillante, que todos los suplicios.

VIII

Mal quedaron los Países Bajos tras tales sucesos. La libertad en ellos no era solamente un derecho, era una tradición, y esta libertad se había perdido. Aquellas constituciones antiguas, aquellos fueros, semejantes a los fueros de Suiza, los municipios democráticos, las Cortes libres, las cartas venerandas, todo había desaparecido, todo, bajo la segur impía del absolutismo nivelador, que todo lo había segado. Y, sin embargo, la libertad estaba en las tradiciones de su historia, en el temperamento de su raza, en la sangre de sus venas, en la letra de sus leyes, en la continuación histórica de sus estados, en los deseos de su alma, y era necesario que la libertad volviese y triunfase. Corría entonces por el mundo, quizá venido del cielo, un viento de revolución espiritual, que sublevaba los ánimos contra los viejos poderes históricos, y movía las conciencias para que buscasen, allá en el espacio infinito, la llama eterna de la santa y vivificadora libertad. Esta revolución, suscitada en Alemania, pasó a Suiza; y allí en Suiza, por las predicaciones de Zuinglio y de Calvino, se dilató hasta formar una doctrina y una Iglesia verdaderamente republicanas. Pocos pueblos tan preparados en el mundo para recibir y aceptar esta idea como el pueblo de los Países Bajos. Su temperamento germánico se compadecía muy bien con la reforma religiosa y con ella se armonizaban sus tradiciones históricas. Todo estaba, pues, preparado allí para una transformación; y como tal transformación debía verificarse bajo el trono más católico de Europa, todo estaba preparado allí para un conflicto.

IX

Examinando la historia de este pueblo se ven ya de antiguo sus propensiones a la revolución religiosa, preparada casi por la sucesión de los tiempos y por los decretos de la naturaleza. En el siglo XI los holandeses y flamencos sostuvieron la causa gibelina de los emperadores contra la causa güelfa de los Papas. En el siglo XII, cuando la conciencia humana dormía bajo el ala material de la Iglesia, despertábanse, y en tropel bullicioso, herejías innumerables por el suelo de los Países Bajos. Todas las nuevas doctrinas encontraron allí sectarios y resonancias. Los valdenses pulularon como en Lyon; los arnaldistas siguieron las sublevaciones prematuras del entendimiento humano contra la autoridad eclesiástica; los albigenses de aquellas tierras compitieron con los albigenses del Mediodía de Francia; y no hubo herejía que no tuviese allí en aquellos espacios sus sectas y sus resonancias. Las traducciones de los Libros Santos al francés hechas por Waldo, corrieron todos aquellos territorios y ocuparon mucho antes que las traducciones luteranas la noble atención de tan despierto pueblo. En el siglo XIII comenzaron a decaer allí los monasterios; en el siglo XIV corrieron las doctrinas de Wiclef desde un extremo a otro de aquel territorio; los mismos caballeros que fueran a la cruzada contra los hussitas de Bohemia en el siglo XV volvieron con grandes inclinaciones a la herejía y a los herejes. La imprenta esparce allí los primeros rumores de la tempestad que conmovía las conciencias. Los reyes preparaban sin saberlo el movimiento. Felipe el Bueno quita el derecho de asilo a las iglesias. Carlos el Temerario impone costosa tributación sobre los bienes eclesiásticos. Grandford de Croninga prepara los ánimos al combate. Erasmo, sin quererlo ni desearlo, inclina el sentido común a separarse del dogma ortodoxo. A Maximiliano I sólo se le ocurre unir con la corona del Imperio la tiara del Pontificado en su cabeza. Y los más moderados gritaban que Lutero era de los reyes y de los clérigos odiado porque a un tiempo mismo atacaba los vientres de los frailes y las bulas de los Papas. Así los holandeses gozan mucho crédito en los pueblos del Norte, por protestantes y por germanos. Un destacamento, digámoslo así, de tal raza embarga hoy el interés público desde África, desde la República de Transvaal.

X

Eramos pocos y parió mi abuela, dice con gracia cierto refrán español para significar el crecimiento de numerosa familia. Eran pocas las dificultades internacionales y ahora surge otra de primera magnitud en África. Precisa enumerarlas mil veces para sentirlas en toda su acerbidad y comprenderlas en toda su extensión. Hay gravísima dificultad de los Estados Unidos con Inglaterra por los límites entre la Guayana inglesa y el Estado de Venezuela; dificultad gravísima de Inglaterra con Rusia por los proyectos de esta última potencia sobre Mandchuria, colindante de la Siberia moscovita; dificultad de Inglaterra y los primeros imperios y gobiernos europeos con Turquía por la cuestión de Armenia; todas ellas dificultades múltiples de gravísima exacerbación; y cuando parecía que la medida se colmaba y ningún accidente nuevo podía sorprendernos y sobrevenirnos; el cielo se nubla y el rayo estalla por donde menos podíamos temerlo, por el Cabo de Buena Esperanza, hoy sumido en guerra, y por tanto sumiéndonos a todos los amigos de la paz en una desesperación verdadera. Allá por el Cabo de Buena Esperanza, tan célebre de suyo en Geografía como en Historia, se han sobrepuesto a las tribus primitivas de salvajes diversas compañías mercantiles de nuestra Europa, las cuales han debido constituirse Estados primeramente, comerciar luego con el mundo todo, y defenderse por último de zulúes, cafres, y demás indígenas con piel negra y temperamento bárbaro, generados por los ardores del clima en selvas y montes y desiertos. Aunque los portugueses descubrieron el Cabo, nuestra mala suerte ha querido que pasase a poder aquel espacio de bátavos e ingleses, quienes hoy se dividen su dominación absoluta, no sin porfías y competencias entre sí mismos, agravadas por los horrores del ambiente clima y la bravura de los naturales históricos. Hay allí una colonia inglesa que se llama del Cabo, dirigida por el gran político Rhodes; otra, vecina de ésta, holandesa, pero en la cual nada tiene que ver su patria, dirigida por el presidente Kruger86, colonia llamada República del Transvaal; otra lusitana, Lorenzo Marqués, mandada todavía directamente por Lusitania, pero siempre requerida de protección por Inglaterra que cuenta muchos intereses allí, o por Alemania que desea, mejor dicho, codicia contarlos. Con el horror a la uniformidad, verdaderamente distintivo de los ingleses, y el acomodo a las circunstancias en ellos consuetudinario, donde pueden, se alzan siempre con el dominio directo; y donde no pueden hacer esto, apechugan siempre con una tutela más o menos franca, que les permita explotar las ventajas mercantiles e industriales sin los cuidados y los desvelos políticos. De tal especie son las colonias del Cabo y del Transvaal, más dominada la primera, esencialmente británica, y menos la segunda, compuesta de holandeses, quienes admiten a una tanta protección de la gran potencia cuanta necesitan para tener a raya los indígenas, en batalla siempre, cual todos los salvajes. El Transvaal se halla compuesto de dos partidos, que realmente son dos clases, o mejor, dos gentes. Llámanse unos los boeros y otros los uitlanderes en el mundo. Los boeros son los holandeses, y los uitlanderes aquellos extraños, especialmente ingleses, que van allí tras el ejercicio de una industria y forman su rancho aparte por las leyes del país, nada hospitalarias. Cuáqueros, liberales, industriosos, económicos, republicanos de abolengo, muy apegados al gobierno de sí mismos y muy contrarios a compartir este gobierno con los demás, constituyendo un patriciado ilustre, sumergidos en espacios adversos a su naturaleza y a su historia, encastíllanse dentro del propio poder, y repugnan todos compartir este grande privilegio con aquellos que sólo han ido allí, aguijoneados por un afecto tan bajo como el deseo de lucro y no pueden querer a un país que sólo desean explotar. Así los derechos políticos, sobre todo el derecho de sufragio consagrado por los boeros, no quieren transmitirlo por modo alguno estos a los uitlanderes.

XI

Los uitlanderes van desde la colonia del Cabo a la colonia del Transvaal. Guíalos allí la sed hidrópica de oro y mantiénelos allí la industria minera consiguiente al deseo que los guía. Pero si pueden ejercer a su sabor industria y comercio, no pueden ejercer los derechos de ciudadanos. Tienen libertad de creer y escribir, hasta jurados; mas las leyes aquellas no los admiten al Comicio, y menos, por tanto, pueden admitirlos al gobierno. Así han armado una grande agitación en demandas de garantías, que creen les tocan por estricta justicia. Mas los boeros saben perfectamente que, magüer gobiernen ellos, no constituyen la mayoría del pueblo cristiano; lo constituyen los extranjeros, los ingleses, los uitlanderes; y se niegan por modo resuelto a toda entrada de estos en el comicio y menos en el gobierno. Los peticionarios están apoyados por Inglaterra, la cual se funda para ello en dos razones: primera, en el espíritu liberal suyo que la hace protectora nata de todos cuantos mantienen amplitudes justas de los derechos políticos, y segunda en el origen y carácter inglés de los peticionarios. Pero Inglaterra, que quizá tuviera razón en el fondo de sus preferencias, hala perdido en absoluto por los procedimientos al defenderlas. Y hala perdido porque ha dejado, no solamente organizarse a sus anchas una conspiración dentro de la colonia del Cabo contra la colonia del Transvaal, sino que ha permitido ataques a mano armada, en los cuales toda razón se pierde y todo derecho se vulnera. ¿Quién ha dirigido una irrupción de mil soldados contra el gobierno vecino? El Dr. Jameson. ¿Y quién es el Dr. Jameson? Pues un médico que, después de haber curado al presidente Kruger de una enfermedad mortal, hale inferido esta enfermedad política de muerte, la invasión armada, que ni las invasiones del cólera. Y lo peor del caso estriba en que Jameson es un segundo de Rhodes y Rhodes una representación viva en el Cabo de Inglaterra. Así, nada más natural que todo cuanto acaba de suceder en esta ocasión y con este motivo. Acaba de suceder que los boeros, y en su nombre y representación el gobierno, se han dirigido a Inglaterra quejándose del proceder de los ingleses en el Cabo. Y ha tenido Inglaterra que desautorizarlos y condenar ese acto, bien desgraciado por cierto, pues de los mil irruptores comandados por el médico inglés han muerto cerca de cien, han quedado prisioneros más de quinientos, y el resto, roto y desesperado, ya se dispersa en todas direcciones, ya se rinde a discreción, y demanda, como única merced, no ciertamente la libertad, no, la vida. Pero aún hay cosas peores tras tantas nefastísimas. Aún hay que Guillermo II de Alemania se cree con derecho, en virtud de sus intereses más o menos fantásticos sobre los espacios de la horrible África Meridional. Y reunió Consejo en cuanto supo lo allí sucedido, para disponer nada menos que una escuadra; y en esa escuadra equipar soldados de todas armas que desembarcasen allí, sobre la colonia lusitana de Lorenzo Marqués, y corrieran en defensa del Transvaal. Mas como quiera que la victoria de esta república, en tan inminente daño puesta por sus congéneres, haya sido tan pronta, se ha limitado el Emperador a enviarle una felicitación, la cual resuena como una gran bofetada en las mejillas de Inglaterra. Y así un cambio de artículos entre periódicos ingleses y alemanes tan terribles los unos contra los otros y tan henchidos de mutuas ofensas, que parece ya sonar el apocalíptico minuto en que rompa y estalle una guerra entre la mayor potencia continental de los germanos y la mayor marítima. El pueblo inglés ha mostrado suma extrañeza de que un amadísimo nieto de su Reina Victoria sea osado a tamaños atrevimientos contra el imperio de su abuela, como si el mundo se rigiese por intereses dinásticos, cual en los tiempos del pacto de familias, y no por lo que todo arriba lo dirige, por las ideas, y por lo que todo lo dirige abajo, por el interés.

XII

Tan congruentes guerras con desgracias aparecerán siempre a nuestros ojos, que sólo es propio del ánimo en muertes y en muertos ocuparse. Una colectiva necrología se impone a todos los periódicos liberales del mundo, la necrología de Frère-Orbán. Hijo de un conserje, se levantó por esfuerzos de la voluntad soberanos y por títulos de mérito indiscutible a primer ministro del rey de Bélgica y a jefe de aquel partido liberal. Diez y ocho años consecutivos desempeñó la cartera de Hacienda, y en estos diez y ocho años abolió la capitación y los consumos, que gravaban mucho al pobre pueblo en los tiempos anteriores a su gobierno tan próvido y fecundo. Ministro de Obras públicas largo tiempo también, extendió muchas de las redes férreas que facilitan las comunicaciones en el industrial país belga; y no contento con extenderlas, acertó a salvarlas del tercer Napoleón, quien, soñando siempre con engrandecimientos y conquistas, quería enredar Bélgica entre sus dedos. Tres grandes inclinaciones distinguieron al glorioso difunto: la inclinación al derecho sacratísimo del espíritu y del pensamiento humano, la inclinación al gobierno parlamentario moderno, la inclinación al principio individualista de la Economía política. Con estas tres grandes inclinaciones prestó servicios valiosos a Bélgica y a su libertad. Era un estadista bastante conservador para constituir en los Parlamentos una derecha liberal y una izquierda conservadora. Pero en sus tendencias a la derecha y en sus tendencias a la izquierda exageró algunos principios que le suscitaron sumas dificultades y que cedieron al cabo en deservicio de su propia causa. Llevó a sangre y fuego sus relaciones con la Iglesia de su país, con la Iglesia católica, trayendo así odios que dieron a la natural emulación entre reaccionarios y liberales carácter de guerra litúrgica y religiosa. Exageró su liberalismo tradicional en frente de la Iglesia católica. Y en frente del sufragio universal aún se mostró más exagerado, petrificándose dentro del dogma de los privilegios burgueses con sus capacidades sumadas a sus censos, y resistiendo a reconocer el advenimiento de la democracia universal. Así cosechó el fruto de ambos errores. La eterna contradicción implacable con la Iglesia le quitó el poder para dárselo a una fracción católica, no tan verdaderamente conservadora como su partido; y la eterna contradicción implacable con la democracia le quitó la diputación para dársela por mal de todos a un socialista, no tan liberal y tan amante del progreso como él, vencido por los votos del pueblo. Así ha pasado los últimos años de su vida fuera del gobierno y los últimos días fuera del Parlamento. Mas, orador afluente, político experto, cristiano viejo, aunque no católico, economista consumado, administrador de primer orden, un financiero como decimos ahora de primera magnitud, sin llamarse idólatra del pueblo como los comunistas y demás sectas del socialismo, ha descargado de gravámenes horribles el pan con que los pobres de su patria se alimentan y ha mejorado la condición social de éstos con reformas prácticas y tangibles, superiores a las leyendas y fantasías de todos los videntes que pululan por el mundo. Nunca podrá, jamás, olvidarlo la historia.

XIII

¡Cuál diferencia entre los dos aniversarios estos días celebrados en Alemania y en Suiza, pues, mientras la república veneraba un maestro de escuela, el imperio veneraba un emperador de combate! ¡Cuánto más meritorio vivificar que destruir! ¡Cuánto más glorioso esclarecer un alma que bombardear un pueblo! Entre la gloria de Benjamín Franklin arrancando el rayo al cielo, y la gloria de Guillermo Brandeburgo arrancando a Francia su Lorena y su Alsacia, no es la elección dudosa. El maestro Pestalozzi rodeado de niños en aquellas montañas divinas se parece mucho a Cristo, mientras el vencedor Guillermo ciñéndose la diadema imperial en Versalles entre matanzas e incendios se parece mucho a César: y notad cómo no podría el mundo pasar sin maestros de escuela, cual no podría pasar sin redentores sublimes, y podría pasar sin Césares imperiosos y combatientes como pasan muchos pueblos y todo un continente. Así, mientras el puñal de los Casios y de los Brutos mata a César para siempre, no pudieron los sayones de Tiberio matar a Cristo en la cruz: al tercer día de consumada la sentencia suya resucitó de entre los muertos. ¡Cuán envidiables las gozosas aldeas helvéticas a la falda de los Alpes coronadas por nieves eternas y a la vera de los lagos repitiendo en sus cristales el cielo, aldeas donde solamente se ven hombres libres y ciudadanos iguales en dignidad y en derechos! ¡Cuán aborrecibles ceremonias como la de Versalles, aquel jardín baldío de los déspotas, erigido por turbas de siervos para santuario de un Dios implacable como Luis XIV, cuyos últimos representantes y sucesores en el trono francés provocan y hasta justifican la invasión extranjera! Cuando uno recuerda la ceremonia de Versalles el año 71, en que fue coronado el vencedor, monarca de monarcas, entre reyes feudatarios, que llevan en sus manos por timbres las señales del combate y de la conquista, por roja púrpura la sangre vertida entre los rojos reflejos del incendio y las desolaciones del saqueo y de la matanza, no puede menos que preguntar al cielo cuándo se acabarán los conquistadores; y si compara tal espectáculo con un comicio helvético, con una peregrinación a la capilla de Guillermo Tell, cantado por Schiller y por Rossini, ¡ah!, no puede menos que decir: sólo es digno del hombre vivir en los senos de un pueblo libre.

XIV

No ha menester la muerte de cooperadores como los Césares; harto vuela con sus alas de murciélago y hartas vidas siega con su guadaña de aniquilamiento y exterminio. Hace poco hemos llorado a un sabio como Pasteur y a un literato como Dumas; lloramos hoy a Floquet. Presidente de la Cámara en Francia, presidente del Consejo, tribuno de la plebe republicana bajo Napoleón III, primate radical en la República; su enfática elocuencia, un poco solemne y algo artificiosa, jamás adoleció de doblez, pues tenía la sinceridad entre sus primeras condiciones y cualidades tal hombre de bien. Esta sinceridad lo perdió. Acusado por la malicia pública en la tribuna francesa, de haber distribuido entre los publicistas republicanos acciones del Panamá; como no tenía una sombra en su mente, ni una mancha en sus manos, ni en su peculio un céntimo que no fuera suyo y de los suyos, tomó por lo más natural y justo del mundo secretas dádivas, que podían hacerse por las necesidades ineludibles del gobierno, pero que no pueden justificarse ante la opinión pública y menos ante la conciencia universal. De aquí el descenso de su popularidad en las muchedumbres y de su crédito en las asambleas. Pero ya deslizara el nombre de Polonia en los oídos del Czar cuando la Exposición del 67; ya defendiera en el tribunal de Tours contra la familia de Pedro Bonaparte a la familia de Víctor Noir en las postrimerías del Imperio; ya declamase ante las reuniones públicas por la democracia y por la libertad en las luchas generadoras de la revolución del 4 de Setiembre; ya dirigiera sus invectivas ciceronianas a Boulanger en discursos que parecían ecos de las frases dichas por Marco Tulio contra Marco Antonio; ya cruzara su fino guante de abogado con el guantelete férreo de tal competidor; ya propusiera revisiones constitucionales absurdas y divorcios entre la Iglesia y el Estado imposibles; no puede dudarse que a sus aciertos como a sus errores presidió siempre un móvil desinteresadísimo, dimanado, ya de sensibilidad harto exaltada o ya de doctrina muy errónea, pero nunca de personales intereses y menos de bajas pasiones. Republicano gubernamental yo y él republicano radicalísimo, estuvieron en discordia nuestras inteligencias, pero en concordia nuestros corazones, pues le debí una continua e inalterable amistad. Dios le haya recibido en su gloria. Dos muertes de poetas célebres en Portugal y en Francia. El poeta portugués, cuya muerte nos apena hoy, cantó el amor en todas sus exaltaciones, y sin embargo, supo consagrarse a la enseñanza en todos sus ramos; el poeta francés, cuya muerte nos apena también, supo cantar todos los deliquios de la religión, amén de todas las voluptuosidades y goces del sentido. Cuando lo que hay de animal en el hombre tiraba de él hacia los abismos de abajo, revolcábase como un hipopótamo en el estercolero inmenso de todas las inmundicias; pero cuando todo lo que hay en el hombre de ángel impelíale a los abismos de arriba, nadaba en el éter de la primera luz y oía el concierto de las esferas como los mensajeros hieráticos del Creador en los primeros días de la creación. Contradicciones tales hállanse a cada paso en el Universo material, en el espíritu infinito, en la sociedad, en la Historia. Pero la muerte lo purifica todo y la inmortalidad sólo se concede las a obras buenas y hermosas en el mundo.

XV

Pocas veces los negocios de nuestro continente se han por tan estrecho modo enlazado con los negocios de las otras partes y porciones del mundo como ahora. En lo más extremo del Oriente la cuestión japonesa y en lo más extremo del Occidente la cuestión cubana; guerra de Portugal con las razas vecinas a su colonia de Lorenzo Marqués y sublevación terrible contra Portugal de las tribus indígenas extendidas por los dominios de Goa; combates de los holandeses con los britanos en la república del Transvaal; litigios, mejor o peor terminados, de Inglaterra y Francia sobre las riberas del río Amarillo, y litigios muy graves y confusos por terminar sobre las hieráticas riberas del río Nilo; proyectos acariciados por Alemania y su Emperador Guillermo para un desembarque de tropas germánicas en el África meridional y apresamiento de las tropas italianas por el Nego abisinio Menelik, que las lleva en rehenes entre filas de soldados suyos, promoviendo grande anhelo en Italia que se había holgado ya con la ilusa esperanza de una paz definitiva y pronta; victoria del Czar en la Mandchuria que han abandonado a los moscovitas los ejércitos ocupantes y mayor victoria en Armenia, quien parece asirse a sus manos al par que se desase de las manos del Imperio turco; entrada en escena de los Estados Unidos, quienes pretenden arrogarse por interpretaciones absurdas y maquiavélicas del dogma de Monroe un arbitraje nato para dirimir pleitos entre las potencias americanas y potencias europeas, amén de un pontificado enriquecido con excomuniones y anatemas que se permiten con insolencia patente y sin derecho alguno sobre nuestro modo de combatir insurrecciones interiores, para el cual nos aconsejan humanidad como si ellos no presentaran ejemplos de crueldades e inhumanidades en los canes rabiosos azuzados contra los siervos de antaño y en los linchamientos bárbaros y en el exterminio de los pieles rojas tostadas dentro de los bosques incendiados por sus teas; competencias terribles entre Austria y Rusia por el futuro dominio de Serbia y Macedonia, como disolución del otomano Imperio, sobre cuyas resquebrajadas moles echan suertes los poderosos del planeta y libran esperanzas los privilegiados pueblos de la divina Grecia. El sentimiento de que algo muy grave y muy trascendental se prepara está en el ánimo de todos y a todos nos embarga. Como hay tantos intereses comprometidos y tan pocas ideas luciendo sobre su egoísta competencia, todos a una tropezamos en los negrísimos senos de un misterio impenetrable. No son estos aquellos tiempos en que los ejércitos europeos iban al son de las liras y de los coros como las antiguas legiones helénicas en pos de muerte gloriosa para en los campos de Misolonghi o Solferino redimir a las naciones sublimes, generadoras en lo antiguo de la ciencia y del arte. No son aquellos tiempos, en que un emperador recibía Venecia de otro emperador, y entregaba su posesión a Italia; o aquellos tiempos, en que un grande tribuno devolvía las islas jónicas a Grecia y todos nos regocijábamos de tal reconocimiento del principio salvador de las nacionalidades como si de nuestra propia patria se tratase. Hoy reina el derecho de conquista puesto en boga por el retroceso que delata en los afectos humanos los acaparamientos por la victoria ciega y por la fuerza bruta de Metz y Estrasburgo, usurpadas al imperio alemán contra todo el torrente de sus voluntades respectivas y contra todos los cánones y principios del humano derecho. Así parecen los gobiernos jaurías soltadas contra codiciables presas, que husmean a una con su olfato, atisban a una con sus ojos, perciben a una en sus oídos, ojean a una en sus ambiciones y exterminan a una en sus batallas. Este gobierno se queda con Chipre y Alejandría, cedidas como predios o bombardeadas sin piedad; el otro campa por las orillas del Mar Rojo disputando sus posesiones a los Maedíes y abisinios; esotro se alza con Madagascar y Túnez y grande porción de tierra amarilla, ejerciendo como conquistador y como guerrero, cuando es víctima de la conquista y de la guerra; el de más allá dilata con paso de tortuga pero con seguridad de triunfo su imperio hasta las puertas boreales de India, Persia y China; llegando el atrevimiento acaparador a extremos tales, que una oligarquía de azucareros quiere disputar a España los archipiélagos invenidos por su genio creador, y otra turba de mineros más o menos facinerosos menguar Venezuela y el Brasil y el Transvaal, como si la humanidad no tuviese más dios que el oro, más sentimiento que la codicia, ni más finalidad que allegar las grangerías del odio y del despojo.

XVI

Para ver cómo este retroceso de la política universal ha trastornado las inteligencias, basta considerar que anda o corre muy válida la inverosímil noticia de una cordial inteligencia entre moscovitas y turcos, o sea, entre ratones y gatos, entre milanos y palomas, entre lobos y corderos, entre las más enemigas especies. Yo comprendo a Turquía en potencia propincua de asirse al primer clavo ardiendo que le depare la suerte, después que ha perdido su amistad con Inglaterra, en cuyos senos antaño poseyera un verdadero seguro. Cuando los ingleses coincidieron en esto de proteger a los búlgaros, contra Turquía subertidos, con los rusos; y al surgir de la insurrección búlgara una guerra oriental y de la guerra oriental un pacto como el célebre de Berlín, se alzaron sin escrúpulo con Chipre, como compensación de Besarabia, conseguida por el Czar pontífice, y de Bosnia con Herzegovina conseguida por el emperador austríaco, todos entendimos cómo había terminado el principio de la integridad del Imperio turco entre los dogmas capitalísimos de la política internacional inglesa. Y si a esto se añade la grande agravación de haberse Inglaterra sustituido por fuerza de armas y por derecho de ocupación violenta en el patronato sobre la histórica región del viejo Egipto a Turquía, se comprenderá la pérdida por los turcos del antiguo arrimo de los ingleses y su resolución de vivir por sí mismos, en cuanto se lo permitan y toleren las innumerables fuerzas de atracción, que arrastran hacia las moles mayores y más poderosas a las moles menores o más débiles. Sólo cuerpos fluidos y gaseosos como los cometas, carecen de órbita calculable y se van por esos espacios inmensos a su guisa y modo, atravesando desde unas fajas a otras fajas del inmenso espacio. Turquía no puede salir de este triángulo fatal: o con Inglaterra, o con Rusia, o con Alemania. Separada hoy de Inglaterra, cae por su propio peso en el radio de las atracciones rusas. Pero no cabe dudarlo; si alguna tradición prepotente y secular predomina en Rusia y si los rusos oyen alguna monótona y unísona voz de vocación suprema e imperiosa, es el llamamiento a expulsar de nuestra Europa cristiana la media luna osmanlí en Oriente, como sintieron los españoles el llamamiento a borrar la herradura tradicional árabe aquí en Occidente. Y nada vulneró a los árabes, nada les dañó en su poder y su fuerza, nada los debilitó hasta disponerlos y aparejarlos para la expulsión, sino que tuvieron pactos e inteligencias con los monarcas cristianos de nuestra Península. Cuando los Alhamares iban a sitiar la Hispalis musulmana en compañía de San Fernando y luego pagaban tributo a Castilla y le rendían parias; expulsábanse de nuestro suelo ellos mismos antes de que los expulsase la victoria definitiva del cristianismo con la cruz, erguida por las manos del cardenal Mendoza sobre los adarves de Granada. Sólo con que haya corrido esa noticia, se demuestra cómo corre Turquía desbocada y sin freno a su total ruina.

XVII

Más pujanza muestra el emperador Menelik de Abisinia, que el sultán Hamid de Constantinopla. Decidido a entenderse con Italia, se había por completo avenido a que la potencia, con quien acababa de aliarse, lo representara en las cortes y ante los gobiernos de nuestra Europa. Un tratado, convenido entre las dos naciones aliadas y llamado de Uccellai, arreglaba los términos de la cordial concordia. Pero como quiera que las lenguas abisinias sean ignoradas en Europa y las lenguas europeas en Abisinia, se cometieron erratas de traducción, las cuales han dado margen a mucho derramamiento de sangre. Mientras los abisinios creían haber firmado un mero convenio de alianza, los italianos creían haber cogido una tutela de protectorado. Y como en Roma no se leyó nunca el original abisinio y en Abisinia no se leyó nunca la traducción romana, duraron mucho tiempo las satisfacciones del negro africano por haber contraído una grande amistad con Italia y las satisfacciones del rey europeo por haber conseguido sobre tal poderoso señor un protectorado. Todo hubiera permanecido sin dificultad, si el extranjero no se mezcla en ello. Pero se mezcló por exigencias de cancillería, corrientes entre los pueblos más apartados en el mundo, si anudan y mantienen alguna relación diplomática. Un día recibe carta Menelik de colega tan eminente como la reina Victoria, y otro día del mismísimo Emperador alemán. ¿Cuál no sería su asombro, viendo que una y otra le daban poco menos que por destronado, a causa de haber admitido la capitidisminución subsiguiente al predominio sobre su persona y sobre su imperio de un protectorado extranjero? La carta de Victoria guardaba consideraciones a su coronado compañero, si bien le descendía o rebajaba el tratamiento de majestad a tratamiento de alteza; pero la carta de Guillermo le borraba del número de los soberanos y procedía con él como si fuera un subteniente. Los hombres de todas estas regiones, que si os profesan amistad, no parecen vuestros amigos, parecen vuestros siervos, en lo dóciles y flexibles, así que se ven pisoteados, tíranse contra quien los pisa con el áspid tijereteando de la serpiente, con la uña cavadora del tigre, con el sepulcral hocico de la hiena, con la quijada machacante y la gola rugiente del león, con la crueldad voraz del águila, con el furor ciego de la pantera, con los esfuerzos del elefante, con todos cuantos medios y recursos de combate y destrucción tienen a mano. Así Menelik declaró a los italianos la guerra, y en esta guerra no les fue a estos últimos tan favorable la fortuna como antes, al posesionarse de la colonia entera y someter la Kazaba de los mahedíes y conseguir un tratado con Abisinia en que Humberto se supo aparecer como protector de aquel vasto imperio africano. El mayor

Tosseli fue vencido y muerto en Dogali primero; después el comandante Galiano sitiado en Makallé. Tales incidentes han sacudido en alternativas horribles la fortuna de Crispi, ascedente unas veces hasta el zenit y otras descendente hasta el ocaso. Que los italianos quedan vencidos, pues requerimiento a que caiga Crispi, siquiera equivalga la rota en último término a una victoria por el heroísmo que han mostrado las tropas y por el sacrificio que han hecho digno de los antiguos Scévolas. Pero como a las noticias del desastre sucedan en seguida noticias de tratados pedidos por los abisinios, ascensión nueva del crédito de Crispi a las estrellas. Y como a estas noticias sigan otras de que los italianos se mueren por sed en el sitio de Makallé, nuevo descenso del nombre de Crispi; y como a las noticias de una muerte colectiva por sed suceda la noticia de una salida con todos los honores de la guerra, nuevo ascenso; y como esta salida se convierta en una especie de Cautiverio nómada en los partes subsiguientes, novisísimo descenso, hasta que ahora, como quiera se reduzcan las pretensiones de Menelik a restaurar el tratado de Uccellai tal como él cree haberlo firmado y no como lo han traducido las cancillerías, resurgen otras esperanzas nuevas y se cree posible una paz próxima que llegue a estancar en el erario de tanto malvertido tesoro y en el cuerpo de Italia tanta malvertida sangre. Bien lo deseamos nosotros, en el amor sincero nuestro a la paz universal.

XVIII

Aparecen de tal modo complicadas las especialísimas cuestiones europeas con las universales cuestiones planetarias, que se necesita un curso de geografía para conocer desde los problemas planteados en los glaciales desiertos de Siberia y sus anejos hasta los problemas planteados en los encendidos desiertos de Transvaal y sus anejos, o desde los problemas planteados en las cordilleras del Tauro y del Olimpo hasta los problemas planteados en la desembocadura del ardiente Orinoco y en los hielos eternos de la boreal Terranova. Así los discursos de las notabilidades inglesas, los discursos de Salisbury, de Chamberlain, de Balfour, parecen temas variados sobre Historia Universal. Decididamente Inglaterra no puede consolarse del desaguisado de Jameson y del triunfo de Kruger en el Transvaal. Aunque morales deberes háyanla obligado a maldecir del acto de un filibustero casi propio; la procesión en pro de este señor anda por dentro. Así, mientras el ministro de las Colonias, Chamberlain87, telegrafiaba sus anatemas legales despedidos por un deber internacional sobre la cabeza del terrible invasor, con quien aparecía cómplice Inglaterra; el poeta oficial de la corte británica, Austin, designado a la reina Victoria, no por inspiradísimo, como deben ser los poetas, por conservador, cantaba en versos medianos la empresa de Jameson, como pudiera Homero cantar la cólera del valeroso Aquiles o Virgilio la piedad del bondadosísimo Eneas en versos divinos. Este cántico no aumenta la gloria de nación en poetas y naturalistas y matemáticos tan copiosa como Inglaterra; pero patentiza la distancia entre su probidad interna y su probidad externa, pues exalta en poesía donde resuena el sentimiento nacional público, lo que condena en política donde sólo se atiende al interés y a la conveniencia del Estado. Verdaderamente hánselas en esta cuestión del Transvaal y el Cabo los ingleses con redomado político, el buen Kruger, muy campesino, casi un muletero, acostumbrado a los senos de la naturaleza y apartadísimo de la ciencia, pues a los trece años ni siquiera sabía escribir, pero con toda la fuerza de un colono bátavo, ido en la vida y en el mundo hasta los setenta y un años por sus fuerzas robustas, y llegado en política y gobierno a las cumbres del Estado y a la presidencia del país por su rural destreza en las complicadísimas artes del derecho y de la diplomacia. Conociendo que los montes de oro, sitos en su patria y abiertos y fáciles a una explotación más barata que la explotación de California, debían llevarle aventureros ingleses, muy codiciosos y no aprensivos, rodeóse de precauciones tales en las leyes, que le permitieron, después de haber arrancado las uñas al célebre leopardo sajón, cuando iba en guerra contra él como enemigo declarado y conseguido así la independencia de su República, no dejarle penetrar en ésta bajo el blanquísimo vellón de cordero pascual, o sea de ciudadanos libres, pues intentaría conseguir con sus votos aquello mismo que no había conseguido con las armas. Así dejó a los extraños el derecho a la seguridad completa de los hogares, el derecho a la seguridad también de los templos, el derecho a escribir lo que les pluguiera y a reunirse o asociarse, los derechos individuales garantizados por el Jurado, mas no la gobernación del país, para lo cual, con plena conciencia de lo que hacía y tras madura deliberación, a piedra y lodo les tapaba las puertas del Comicio y del Parlamento y del Estado. De aquí un pleito entre boeros e ingleses, del cual pleito es como un incidente la empresa y la derrota de Jameson y sus filibusteros contra Kruger y sus soldados. En este pleito se ponen unos y otros como no digan dueñas. El inglés le dice al boero que, por ejercer éste la industria de carretería y recelar del efecto producido por las locomotoras contra los carros, tardó mucho tiempo en admitir los ferrocarriles, y fue como una manzana de discordia y guerra civil el asunto de su planteamiento en el territorio de la República. El boero dice de los ingleses que se han quedado con carne suya entre las garras y le han cogido lo mejor de su dominio, el espacio entre sus restrictos límites de ahora y el Océano que le correspondía por toda clase de derechos. Y el inglés dice del boero que no le permite la ciudadanía en su república. Y el boero dice del inglés que quiere la ciudadanía del Transvaal, sin perder la ciudadanía británica, pretensión derogatoria de todos los principios de derecho, estando tan persuadidos ellos mismos de no ser ciudadanos boeros, que, cuando se ven éstos con frecuencia por los cafres atacados no pueden alcanzar tomen las armas aquéllos en defensa del derecho de todos. Así, el jefe de los torys, o sea, el primer ministro, ha comparado el Transvaal autónomo a lo que sería la Irlanda probablemente, si recabase por milagro su imposible autonomía, pues la gente luterana del Ulster haría con los irlandeses católicos, lo que ha hecho Jameson y sus camaradas sajones con los ciudadanos boeros. En realidad, el pleito que parecía concluido, está en curso; y habrá de tener muchas instancias. Y no sólo sirve para que continúen riñendo en África boeros con ustlandeses, también sirve para que continúen riñendo en Europa ingleses con alemanes, a causa del cablegrama puesto por el emperador Guillermo al presidente Kruger, contra el filibustero Jameson. Como podrían creerse los relatos de tal batalla producto de mi fantasía, copio los sendos retóricos disparos de unos contra otros, tal y como corren por toda la prensa europea. «Es hora ya, dice un gran orador inglés en reuniones públicas, de que imponga la reina silencio al villano gansillo, a quien llaman su nieto.» El diputado Madean añade: «Ese filibustero cablegrama, puesto al presidente Kruger por el nervioso y voluble César germánico, constituye una violación del derecho de gentes mucho más grave que la por él condenada.» Y los alemanes responden a su vez en los diarios con frases como la siguiente: «Gruñe ahora el británico leopardo; pero no muerde tan despreciable bestia, porque tiene la costumbre de hacer cobardes reverencias en cuanto se oyen los chasquidos de un látigo.» Diríase que iban a empeñar una guerra.

XIX

Otra grave cuestión, y acabo con ella tan larga crónica, es el bautizo griego que se quiere propinar al príncipe Boris, heredero presunto del trono de Bulgaria, después de haberle antes dado el bautizo nuestro, como a la criatura más ortodoxa y católica del mundo. No conozco familias tan aparatosas en materia de alardeos tartufescos cual las familias reales, ni más dispuestas a cambiar de religión y de culto. Para casarse con el heredero de la corona helénica una hermana del emperador alemán cambió la religión protestante por la religión griega; y para casarse con el emperador de Rusia una nieta de la reina Victoria cambió también la religión protestante por la religión moscovita. No comprendo cómo se puede hacer esto. Frecuentísimo el caso de irse dejando en las zarzas del camino, por imposiciones del estudio científico y del combate político, la religión heredada de los mayores, pero cambiarla por otra, y obedeciendo, no a sentimientos de amor, que pueden justificarlo todo, a sentimientos de ambición, pues el amor apenas entra en matrimonios hechos por la cruel razón de Estado, cambiarla por estos motivos y en tal guisa, es incomprensible, aun para los que, habiendo perdido la religión en su conciencia, la guardan en su vida, y al dejar sus dogmas de lucir en las ideas interiores, aún componen y alimentan las costumbres atávicas. Tal extrañeza, ¡vive Dios! de punto crece al saber que será cómplice de una tan terrible apostasía, joven infanta parmenia, que con las infantas modenesas constituyen la dinastía de beatas más intolerantes e intolerables del mundo, capaces de repartir escapularios milagrosos a los carlistas y de resucitar los viejos y crueles vendeanos. Y para que aun haya cosas más estupendas en este drama histórico representado a nuestra vista hoy por una parmesana y un Coburgo católicos, éste se parte a Roma, pretendiendo para tal guisado, repugnante al corazón y al estómago, la bendición del Papa más tolerante y más circunspecto y más sabio, pero más ortodoxo y católico, de cuantos han regido desde hace tres siglos la Sede altísima de San Pedro. La temeridad del príncipe búlgaro pretendiendo apostatar en representación de su hijo y obtener para tal infame apostasía una sanción del Papa, corre parejas con la temeridad increíble de su señor primo, el inexperto rey lusitano, pretendiendo que lo recibieran al mismo tiempo y con iguales honores en el Quirinal y en el Vaticano. Las mujeres de mi tierra, las que yo he tratado en Valencia, en Andalucía, en Aragón, en Cataluña, en Galicia, en toda España, desdeñarían sin excepción todas ellas, no ya la corona de Bulgaria, la mayor corona, si habían de cambiarla por el nimbo de los ángeles que todas ellas ven resplandecer en las sienes de sus hijos y sobre los altares de sus cunas; y no son Borbones, y no sienten discurrir la sangre de San Luis en sus venas, y no han pertenecido a la Liga de los Católicos que decretara la matanza de los hugonotes, ni han firmado con el puño y el sello de sus abuelos la revocación del Edicto de Nantes, ni han enrojecido con sangre so pretextos religiosos desde las cordilleras de Normandía y de Bretaña hasta las cordilleras de Cantabria: pertenecientes a familias liberales, creen que la libertad es religiosa, y que Dios la creara con el hombre y Cristo muriera en el Calvario por divinizarla sobre la faz del planeta, y no cambiaran por nada en el mundo sus creencias. La princesa de Parma no trocara el trono de su hijo por el infierno de Satanás, si creyera, como se cree aquí, de bulto y de veras al diablo. Pero es el caso que ni la mujer ni el marido consiguen cosa tal con el abandono de su fe, pues Bulgaria pende a la postre de Rusia, y este Imperio no se contenta y satisface con que cambie de religión el príncipe heredero Boris; quiere que abdique a toda prisa el príncipe reinante Fernando. Por manera que los dos infantes, la princesa de Parma y el príncipe de Coburgo, habrán reñido con Dios y cerrádose los cielos sin ganar en el mundo un trono, ni avenídose con el emperador de todas las Rusias, rey de los reyes y señor de los señores orientales. Así lo ha querido su nefasta estrella.