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ArribaAbajo17. Marzo 1897

Cuestión de oriente. -La religión musulmana. -Un libro nuevo sobre tal religión. -Edades propias del Mahometismo. -Consecuencias terribles de la fatalidad musulmana. -El dios musulmán. -Irremediable decaimiento de las creencias musulmanas. -La religión griega y la religión mahometana en Oriente. -Mourawieff en Berlín. -Agitación republicana en Moscou y entusiasmo ruso en París. -Las reformas en Turquía. -Los públicos juicios acerca del Sultán. -Armenios y antiarmenios en Europa. -Dos palabras sobre Creta. -Conclusión.


I

La cuestión de Oriente suscita un orientalismo natural en Europa, pues toda región terrestre donde se plantea un gran problema, y toda familia humana, conmovida por un progresivo ideal, despertarán vivo interés entre los mortales; y este interés irá creciendo a medida que los pueblos, por la rapidez de comunicaciones internacionales se acerquen unos a otros, y por el fondo común de sus creencias se identifiquen unos con otros, hasta convencerse de que todo el planeta es su natural habitación, como hijos de un solo Dios y hermanos en una sola humanidad. Este fenómeno revela una creciente atención al islamismo y al Islam, hoy nacida entre aquellos europeos, más dados, no ha mucho, en sus lucubraciones científicas, a prescindir de toda idea religiosa: en los franceses. Verdadero escándalo produjo todo un Doctor, nacido sobre tierras cristianas y educado por el Cristianismo, como el célebre diputado de Pontalier, al presentarse dentro de un recinto y espacio, tan poco hechos para liturgias y cánones, cual el Congreso francés, vestido como nuestro padre Abraham en el desierto, dándose abluciones del Sena para quitar con aguas lustrales toda mancha de su cuerpo, y abriendo los brazos, puesto de rodillas sobre las tablas, para dirigir en las horas koránicas una oración al cielo que le abra las puertas del Edén prometido y le grangee la misericordia de Alah. Huyendo del peregil, salióles a los franceses en la frente. Huyendo de Cristo han tropezado con Mahoma. Y no parece fenómeno singular este fenómeno. En París hoy mismo se publica una revista del Islam, y mientras se ha necesitado presuponer en los presupuestos oficiales cantidades crecidas para levantar la iglesia del Sagrado Corazón sobre la colina donde San Ignacio fundó la Compañía de Jesús, brotará espontáneamente por suscripciones voluntarias, una mezquita que se consagrará, con todos los ritos propios del culto mahometano, al Dios único, al único profeta. No debe, pues, maravillarnos que al regresar de reciente viaje por Argel haya escrito un grande orador, el Padre Jacinto, entusiasta libro acerca del Cristianismo y del Islamismo, y haya puesto en su dedicatoria estas palabras dirigidas a famoso héroe ismaelita: «Un francés, amigo de los árabes; un cristiano, amigo de los musulmanes.» Yo, muchas veces lo he dicho: si las líneas paralelas matemáticas no se juntan ni en lo infinito, los dogmas paralelos religiosos se encuentran en Dios.

II

Así, nada más lejos de mi ánimo que zaherir las apologías del mahometismo recientemente publicadas en Francia. Como debe preferirse a la nada el infierno, debe preferirse a cualquier ateo sistema cualquier dogma religioso. Curiosísimo el volumen publicado por Castries con este título: El Islam. Ario de raza, cristiano de religión, francés de nacimiento, Castries nos da la clave del precioso volumen al quejarse con tanto motivo del discurso de la plegaria cristiana, en que van los pueblos cultos y occidentales cayendo por su mal. Yo soy de su mismo sentir. Las almas pierden mucho aroma de poesía cuando bajo los fragores de las grandes ciudades no pueden oír, como por los campos, el toque de las campanas llamando al Ave-María entre los arreboles del último crepúsculo y los centelleos del primer lucero. Así comprendo la tristeza del noble francés, al contemplar en el desierto líbico los árabes, que le componían vistosa corte con sus cabalgatas, después de haber caracoleado en sus caballos tan ligeros como el aura y corrido la pólvora con sus arcabuces tan tonantes como el rayo, o desmontarse a la hora litúrgica, y sobre arenas relucientes como una vía láctea, bajo cielos azules teñidos por los rosáceos reflejos de un ocaso etéreo, mirando con arrobamiento hacia la Meca y como queriendo traspasar con sus ojos las líneas inflamadas del horizonte, entregarse de rodillas a las contemplaciones del eterno misterio, en rezos o salmos que compenetran lo finito con lo infinito, como se compenetra el tiempo con la eternidad, y aproximan Dios al hombre, quien, incapaz de comprender la muerte y enamorado de la inmortalidad, desciñe de todos los límites y de todas las contingencias el alma, persuadiéndola de que lo perfecto existe, y no sólo existe, de que lo perfecto es asequible a nuestra pequeñez por la fe viva y por la esperanza inextinguible. Castries repite la escena del maravilloso poema músico en que Roberto, tentado por el mal y atraído por el bien, conoce necesitar, para vencer en aquella lucha, de otras fuerzas que las puramente humanas, y dice con plañidos sublimes: «¡Si pudiese rezar!» Tal advertencia, encaminada con arte a los ateos, tiene su muy saludable utilidad. Pero no la tiene, o no la veo yo, el tema con mucha ciencia desarrollado en este primer estudio sobre la sinceridad del Profeta. Yo creo inútil de toda inutilidad esa tesis. Por regla general, todos los reveladores han sido sinceros, y todos, dentro de sí, han experimentado la visita de un genio celeste, mientras aquellos hombres no partícipes de sus ideas han creído ver en ese genio el diablo. La religión mahometana fue un progreso evidente sobre la retrogradación en que habían caído los hijos de Ismael, cuando surgiera el gran Profeta: hoy no tiene defensa.

III

Mientras estuvimos en los períodos guerreros de la vida histórica, brilló el mahometismo con resplandor sin igual. Propio para aquel momento de la Historia, en armonía con aquel estado social, su espada abría surcos en la conciencia humana y sembraba multitud de ideas. Así, del choque de su alfanje salían centellas que iban a calentar las frías cenizas donde había quedado como atomizada la cultura antigua después de consumida por la tea de los bárbaros. Enfrente del África degenerada, enfrente de los godos españoles consumidos por el bizantinismo, enfrente de ese imperio de Constantinopla devorado por la fiebre teológica y reducido a la impotencia de una vida evaporada en continuas abstracciones, la voluntad enérgica, la disciplina severa, la religión militar, la propaganda por el sable debían prevalecer y triunfar. Junto a una ciencia de comentaristas, junto a un clero decadente, en los primeros siglos de la Edad teocrática moderna, la ciencia musulmana debía ser, como la faz del Dios de su Koran, el único luminar que difundiera su lumbre vivificadora en el espíritu humano, pues miraba a la tierra, consultaba a la experiencia, vivía en la realidad, mientras nuestra Europa se descaminaba y se perdía en los fantásticos ensueños y en las confusas visiones, producto de la maceración y de la penitencia, entre las estrechas paredes del claustro. Pero así que el mundo europeo sintió el primer calor del Renacimiento en la Edad Media, tuvo que retroceder el mahometismo en Occidente; y cuando, ya en la historia moderna, el mundo europeo sintió el calor de la filosofía, tuvo que estancarse el mahometismo en Oriente: tan cierto es que si las fuerzas rigen la materia, las ideas y solamente las ideas rigen la conciencia. Religión que miraba al temperamento de una raza, al carácter de un pueblo, a la temperatura de una región; como hija de unas circunstancias, con las circunstancias tuvo que pasar su prepotencia y caer por necesidad en irremediable decaimiento. Sus leyes no tienen el carácter de universalidad que deben tener las leyes morales, sino un carácter apropiado a los accidentes pasajeros de la vida y a las facultades exclusivas de una raza. Su gobierno y sus instituciones encuentran regulada la existencia en dogmas religiosos de una rigidez incontrastable. Una autocracia rige la sociedad. Una grande confusión entre el poder espiritual y el poder temporal caracteriza a esta autocracia. El fatalismo pone límites infranqueables a la libertad. El Koran a su vez imposibilita todo progreso, porque las leyes civiles, como las leyes políticas, no pueden ser más que comentarios de sus dogmas y derivaciones de sus principios. Así, la vida musulmana se corrompe como las aguas de un mar muerto. Así, el poder se petrifica como un gigantesco ídolo, en cuyas aras precisa ofrecer la más terrible de todas las inmolaciones, la inmolación de la libertad humana. Así, los pueblos que honraron en otro tiempo la tierra, vuelven a la inocencia de la infancia por exceso de vejez. Los mismos que tanto los enaltecen, confiesan que se han quedado fuera de la luz viva y asentados a la sombra de la muerte. Atribúyenlo a que la escritura semítica, progreso real sobre la escritura jeroglífica, opone hoy con sus complicadas letras, con sus innumerables puntos diacríticos, con sus varias vocales, insuperables obstáculos a la difusión de la ciencia. La escritura es jeroglífica, silábica y alfabética. La escritura silábica de los árabes aparece como un progreso respecto a la escritura jeroglífica de los chinos, que emplea ciento treinta mil signos para expresar una limitada cantidad de objetos. Pero con sus ochocientos caracteres tipográficos indispensables para la impresión de un libro o de un periódico, la escritura árabe tiene verdadera inferioridad respecto a nuestra escritura alfabética, que expresa con treinta caracteres a lo sumo todo cuanto puede concebir el pensamiento humano. No caben, pues, dentro de tan estrechos moldes el espíritu moderno, la rica variedad de nuestras ideas, los matices de nuestro pensamiento, el análisis prolijo de la filosofía europea, la nomenclatura de ciencias que debieran a la lengua del Koran su primera ilustración y que hoy del Koran se han separado para desarrollarse y crecer en lenguas más flexibles, más idóneas al progreso, más capaces de dar su expresión adecuada a todas las nobles aspiraciones del humano espíritu en este trabajo infinito por la verdad y por el bien. Una estrecha ortodoxia, que no existió jamás en los tiempos felices de Bagdad y de Córdoba, ha concluido por inmovilizar el espíritu musulmán. El movimiento es el calor, el calor la vida, y la transformación de las fuerzas el secreto de la mecánica y de la dinámica universal. Y lo mismo sucede en las sociedades humanas, donde se derivan de unas ideas otras ideas progresivas y todas juntas forman esa ley del progreso, fuera de la que sólo reinan la esclavitud y la muerte.

IV

Delante de la enseñanza que al observador ofrecen estos pueblos musulmanes, podemos decir, alterando una de sus frases capitales: solamente la libertad es grande, solamente la libertad es fecunda. La causa primera de su atraso está en el absurdo fatalismo de su doctrina, bajo el cual parece como que se encorva y se humilla y se corrompe toda la vida. Muchos comentadores ilustres del Koran, y entre otros B. Saint-Hilaire, sostienen que el fatalismo no puede, en manera alguna, derivarse de la doctrina de Mahoma. Y aunque concediéramos este aserto, aunque proclamáramos el fatalismo como una inconsecuencia flagrante con la teología ismaelita, no podríamos negar que la supresión de la libertad ha llegado a ser como el dogma social de los turcos. El destino de estos fatalistas, escrito está en los cielos; sus acciones se arremolinan y se disipan como los huracanes en el aire y como los remolinos de arena en el desierto. Objeto mecánico que fuerzas ciegas dirigen y mueven, no tiene el turco responsabilidad, como no puede tenerla tampoco la máquina. Sus días se hallan contados en la eternidad, y su muerte de antemano señalada en el libro donde se escribe la suerte de todos los mortales. Las acciones caen de su voluntad como caen las hojas de los árboles. La vida corre con el ímpetu ciego de un torrente. Como un cuerpo impulsado por la mano presta el movimiento recibido a otro cuerpo que encuentra en su camino, las acciones de los hombres se mueven unas a otras, porque todas han recibido su movimiento primero de la mano misma de Dios. Una doctrina de esta clase destruye la mayor de nuestras energías, la voluntad; obscurece el mayor de nuestros luminares, la conciencia; suprime la ley más necesaria a nuestra naturaleza, la moral; arrebata el signo característico de nuestra superioridad sobre todos los seres, el libre albedrío; nos quita la gran dignidad humana quitándonos la virtud, que nace del sentimiento más arraigado en nosotros, del sentimiento de nuestra responsabilidad; y desde la esfera de las causas, donde por libres nos movemos como dioses, nos arroja a la baja esfera de los efectos, como seres inferiores, subordinándonos a un poder ciego, cuando nuestra actividad reina como una potencia creadora en la sociedad y en la naturaleza. La libertad es la facultad humana por excelencia. La libertad es el título verdadero de propiedad sobre nosotros mismos. La libertad nos es tan necesaria e indispensable, que hasta las buenas acciones no pueden satisfacernos sino cuando son verdaderamente nuestras, cuando nos pertenecen a nosotros mismos por virtud de la interior espontaneidad. El fatalismo musulmán, la predestinación luterana, el determinismo moderno, todos los sistemas, religiosos o científicos, que niegan el albedrío, dando a la voluntad divina fuerza avasalladora de la voluntad humana, o poniendo el motivo como impulsor mecánico de nuestras acciones, jamás destruirán el sentimiento íntimo arraigado en cada hombre de que forma su propia vida por sí mismo; de que determina sus actos por energías e impulsos interiores; de que delibera solicitado por ideas opuestas; de que acepta una razón sobre otra razón, y prefiere un motivo a otro motivo; de que elige el bien o el mal; de que procede en virtud de la energía más viva, en virtud del libre albedrío, causa primera de todas sus obras. Y cuando este gran sentimiento, cuando esta viva conciencia de la libertad se eleva desde el individuo a las naciones, ábrense a sus ojos horizontes infinitos en el pensamiento, y a sus trabajos interminables esferas en la vida. Las grandes instituciones se fundan, y a las grandes instituciones corresponden constantes e interminables progresos. Y, al revés, los pueblos que caen tristemente en el fatalismo, como el pueblo turco, se petrifican en la inmovilidad, que es al cabo la muerte.

V

Luego el Dios musulmán se aparta del mundo y se aísla en el retiro de su esencia inaccesible. Si alguna comunicación tiene con el universo, la tiene por medio de sus profetas y de sus ángeles. Gran diferencia entre esta semítica concepción del ser absoluto y la concepción griega, o mejor dicho, la concepción platónica, que sin dañar en nada a la libertad humana, ha difundido la esencia divina por las venas del hombre. El espíritu sintético de los griegos, personificado en su más alta expresión, personificado en el genio platónico, ha visto de un lado la perfecta inteligencia divina, y de otro lado la inteligencia humana; de un lado el ser invisible, y de otro lado la materia visible; de un lado la unidad absoluta, y de otro lado la variedad múltiple; y para unir estos dos extremos, ha difundido la idea del Verbo, vapor de la virtud celeste y difusión de la celeste claridad; a Dios unido, como el tiempo movible al espacio inmóvil y como el calor fecundante a la serena luz; de Dios emanado, pero en la humanidad inmanente, por cuya mediación la razón absoluta llega hasta nuestra razón, la idea increada hasta el seno de nuestra alma, y la substancia del Eterno, sin perder nada de su esencia, como no pierde su llama la antorcha donde otras antorchas se encienden; comunícase con el movimiento de los hechos, con la vida de las cosas, con la substancia de los espíritus, llevando por este medio misterioso la humanidad y el universo en su seno el mismo Dios que los ha creado. Así, al sentimiento de la libertad se une en los pueblos cristianos la conciencia de lo divino, mientras que el musulmán, desterrado por un Dios implacable a esta tierra desierta, alza sus manos al cielo suplicantes, atraviesa con sus ojos estáticos las rejas de su cárcel, para buscar lo divino, y, roto y quebrantado por tanto esfuerzo, vuelve a caer en la desesperación, bajo la pesada cadena del fatalismo, que le aplasta en su pequeñez, como nuestros pies a los insectos en el polvo. Y estos pueblos turcos crecen con rapidez, si el fanatismo los mueve y la guerra los solicita; pero así que vienen las épocas de razón y de trabajo, enfrente, sobre todo, de pueblos más progresivos, retroceden y mueren fácilmente. Pasma el extremo de su grandeza, unido al extremo de su rebajamiento. Una humilde tribu nómada origina a mediados del siglo décimotercio, cuando Bagdad había decaído y caído Córdoba, la nación de los turcos. El fundador de la dinastía de los sultanes, Osman, sueña con que la media luna, surgiendo del seno de su amada, tan bella como un cielo de Oriente, se fija en su pecho y se graba sobre su corazón, mientras brota de sus riñones un árbol, cuyas hojas eran como hojas de alfanje, y de cuyas raíces bullen y corren los ríos más caudalosos de la tierra. A este sueño, la conquista le tienta y la guerra se convierte en su única ocupación y en su único ministerio. Su tío Dundar, anciano prudentísimo, le da consejos reflexivos de moderación, y el sultán le responde disparándole una flecha que le derriba muerto a sus plantas. Desde este momento, el Asia menor cae, como presa dócil, entre las garras del tigre, y la capital de la antigua Bithinia se rinde después de un sitio semejante al antiguo sitio de Troya. Desde este momento ya no hay resistencia. Galípolis, que une el Asia y Europa; Andrinópolis, que es la rival de Constantinopla; la antigua Sárdica y la hermosísima Nissa, que dominan toda la península helénica; los campos de Kassovo, donde el gran Amurat sucumbe asesinado por el puñal de un Abilosch, que le atisba como una pantera y se lanza sobre su pecho como un león; la Grecia toda, que cae desde su altísimo trípode de pitonisa en miserable esclavitud; la Bulgaria, comprendida en el centro montañoso de las cordilleras, ricas en pórfido, que forman como el núcleo de la península de los Balkanes; la Valaquia y sus fortísimas riberas sobre las aguas del Danubio; la Servia y sus valerosos hijos, capaces de defender sus hogares como las águilas sus nidos; la Aborea, el antiguo Peloponeso, en cuyos istmos, recamados por las olas de un mar incomparable, se alza la inmortal Corinto; la montañosa Bosnia, la santa Constantinopla, de cuyos muros se exhalaban letanías continuas mientras la devoraba el fuego de los sitiadores; la Crimea, aquel Ponto Euxino tan tristemente cantado por Ovidio; el Egipto mismo, la tierra de los misterios; regiones innumerables que la Historia se cansa de referir, y cuyas guerras de conquista exigirían los acentos de la epopeya, sucumben una tras otra durante tres siglos al poder de los turcos, los cuales, con su cimatarra en las manos, su media luna en la frente, sus genízaros en derredor, sus siervos innumerables a las plantas, parecen, más que los dominadores, los dioses del Oriente.

VI

Pero la decadencia ha venido, y cuando el muezín levanta su voz en los altos minaretes de la mezquita, parece un Jeremías llorando y plañendo la muerte de una raza. Turquía se cae a pedazos. Cada tres o cuatro lustros, desde el día de la emancipación de Grecia, una de sus regiones suele apartarse del inmenso Imperio, conservando tan sólo nominales e ilusorios lazos, que sirven para mostrar lo vano de la dominación en los dominadores y para exacerbar los recuerdos de la antigua servidumbre en los dominados. La población turca disminuye sensiblemente, atrofiada en el serrallo. Las emigraciones del Occidente al Oriente, de la Turquía europea a la Turquía asiática, se notan por todas partes. A cada soplo del aire, a cada rayo de la luz, algo antiguo, algo grande, algo religioso, algo tradicional se mueve en el inmenso Imperio. Los patriarcas, que conservan el culto a las ideas muertas, los santones, que murmuran a todas horas la ley de Mahoma entre dientes, se van al Asia en busca de un templo y de un hogar donde no les perturbe la amenazadora aparición de Europa. Hasta los muertos temen. Los testamentos ordenan frecuentemente depositar los cadáveres de los testadores en tierra de Escutari y no en tierra de Constantinopla. Sin duda, al morir, entre las revelaciones que descienden sobre las almas al aproximarse a la eternidad, con la intuición sobrehumana de la muerte, ven surgir en el templo de Constantino y de Justiniano, en la rotonda de Santa Sofía, que con la rotonda de San Pedro representa las dos cimas superiores del mundo cristiano, esa cruz griega despidiendo los resplandores de las ideas de Cristo, unidos a los resplandores de las ideas de Platón. Y no cabe dudarlo. Como aquellos que, al finalizar la historia antigua, iban sobre la Roma de los dioses paganos, eran los descendientes de los esclavos, los hijos de los gladiadores, los que ahora se levantan y amenazan la prepotencia de Estambul y la media luna de Osman son también hijos de los esclavos: que para los oprimidos guarda siempre un día de justicia la providencia de Dios y una página de venganza el genio de la Historia.

VII

Vamos a otro asunto. El canciller Mourawieff, después de haber visitado a París, háse detenido en Berlín. Es cosa natural esta segunda visita, y en Europa nadie la extrañara de no haber insistido tanto los franceses partidarios de la inteligencia y alianza rusas en que no pasaría de ningún modo por Berlín el ruso canciller. Pues ha pasado. Y amén de pasar, se ha detenido tantos días como en París, aprovechados para departir sobre los problemas europeos, cada vez más dificultosos, y sobre las agitaciones orientales, cada vez más amenazadoras. Por cierto que periódicos franceses republicanos, muy republicanos, citando a Mourawieff, recuerdan la sangrienta pacificación de Polonia, hecha por su señor padre, allá en la década del 60, como si ya hubiéramos dejado de ser demócratas y nos apercibiéramos a inscribir nuestros nombres en las legiones exterminadoras, compuestas por los fatídicos soldados del Czar. Yo no digo hagamos todo cuanto hicieron en París nuestros predecesores y maestros, cuando violaban por Polonia el Congreso nacional, o por la Ciudad Eterna promovían un movimiento revolucionario interior. Tristísimas experiencias nos han dicho, que así como en el siglo pasado nada se pudo hacer por salvar a Polonia, en este siglo expirante nada se puede hacer por resucitarla y reconstituirla. Pero del reconocimiento de tamaña triste imposibilidad a los elogios, cómplices y encubridores del crimen mayor cometido por la monarquía y por los monarcas, media una gran distancia. En el año 92, perpetrados ya el desmembramiento y descuartización de Polonia, propusiéronse hacer lo mismo con Francia en su nueva coalición los coronados descuartizadores. Y no pudieron, porque sí Polonia casó por aristocrática y monárquica, Francia se redimió por progresiva y libre.

VIII

No quieren otra cosa los rusos ilustrados que ser una democracia, y no envidian otra cosa que la República en Francia. Pero el carro de tanto imperio se atasca en el barrizal de la estepa, donde lo guarda inerte la superstición y la ignorancia del mujick, según llaman ellos al triste campesino moscovita. La esperanza de conmoverlo y sacarlo del atascadero late aún en el corazón de la juventud universitaria, sin duda porque han vivido poco aquellos jóvenes y no ha llegado aún a su frente la vespertina sombra del eterno desengaño. Quitadle al madrugador almendro sus flores y a la vívida juventud sus esperanzas. En la Universidad de Moscou no se dan clases hace un mes, porque creen los estudiantes justo aguardar alguna libertad moderna del Czar, joven como ellos, y no pudiendo contener las grandes esperanzas liberales que les retozan por el cuerpo, las piden a gritos. De aquí una manifestación a diario, y en cada manifestación una muchedumbre de presos. ¡Infelices! Si pudieran transportar a la mente del pobre labriego su estado mental, no habría duda posible acerca de la transformación moscovita; vendría, como ha venido en pueblos de relativo atraso antes, como los uncidos al odioso yugo de las monarquías absolutas. Pero si en ciencia mandan los de arriba, los pensadores, nuncios de lo porvenir, en política mandan los de abajo, los labriegos, plantas del terruño apegadas a lo pasado. Y a medida que Rusia sea mayor y junte más pueblos bárbaros a su Imperio, mayores serán las esferas del despotismo. Mas esta convicción tristísima no empece a que los estudiantes rusos entre sí traben federaciones; designen federales consejos residentes en Moscou; envíen emisarios a Francia, los cuales den a esta nación, iniciadora y profeta, en rostro con que se prosterna de hinojos ante un régimen autocrático, y vayan en procesiones numerosas al cementerio de la Waganka, donde yacen los innumerables muertos inmolados por una imposible administración, para protestar contra ese despotismo que trae aparejadas tan tremendas catástrofes.

IX

Por manera que, no solamente se piden reformas en Turquía, se piden también reformas en Rusia. Mas, por el paso que llevan los hechos, tardarán muchísimo las reformas en Rusia, y descompondrán a Turquía, si llegan a realizarse alguna vez las hoy, según dicen, inminentes reformas. ¿Qué saben de reformas, ni pueden saber, los musulmanes? Cuando el sofista Pilatos oyó a Cristo hablar de la verdad, le preguntó: ¿Quid est veritas? Cuando las tribus germánicas avanzaban anhelantes y vengadoras sobre la Ciudad Eterna, los últimos Césares hablaban de libertad al pueblo-rey; pero este pueblo, embrutecido por cinco siglos de infame despotismo, preguntaba qué cosa era eso de libertad. No basta decretar las reformas; es necesario vivirlas. Y para que se vivan por los pueblos, es necesario que tengan éstos un aparato mental capaz de recibirlas y de asimilárselas. Dadle al más gallardo ciervo de la selva un higadejo de pato a lo Estrasburgo, y valiente regalo le habéis hecho si al mismo tiempo no le dais un aparato digestivo con que tragárselo y diluirlo por su cuerpo. Quien enajena su voluntad al fatalismo, su entendimiento a un libro revelado indiscutible, sus ideas a un Dios que todo lo sabe, su gobierno a un Califa que todo lo puede con su omnipotencia de monarca y pontífice, desde abriros las puertas del sepulcro hasta cerraros las puertas del Paraíso, no puede con la libertad y la soberanía como los llamados a la vida del derecho por seculares y hondas revoluciones, aunque lo mande un milagro.

X

El mundo se ha quedado atónito después de saber que los musulmanes habían inmolado trescientos mil armenios, al saber los tormentos indecibles con que agravaran estas inmolaciones. Y quien más de cerca vio todos estos cruentos sacrificios, que nos hacen retroceder a las tribus y a las edades antropófagas, es el sabio alumno de la Escuela de Atenas Mr. Berard, enviado allá para requerir de los naturales una información, y publicarla, por el profundo catedrático de la Sorbona, compañero mio en el Instituto de Francia, Mr. Lavisse, director de una gran revista europea, publicada hoy en Francia. Si personas de tal seso en su mente y de tal veracidad en sus informaciones varias no lo dijesen, nos resistiríamos a creerlo. El intento de suprimir Armenia suprimiendo los armenios, como un día los predecesores mongólicos del Sultán suprimieron de Quío los griegos y los genízaros de Bizancio; la tala de ciento diez y nueve burgos desarraigados de suelo por los exterminios de la matanza y del incendio, como se puede arrancar un árbol de raíz; las mujeres arrastradas a la cola de los caballos, con sus hijuelos en brazos; familias enteras conducidas a los mataderos, donde sus verdugos les cortaban las manos y los pies antes que las cabezas, para más atormentarlas; el horror llevado hasta el extremo de dar a las víctimas, para su alimento, la propia carne de su cuerpo, cercenada con el yagatán homicida; la circuncisión impuesta por el sable para llevar a Mahoma los fieles de Cristo; tantas crueldades increíbles demandan el desarraigo de un Imperio cuyo actos deshonran a la humanidad y pudren el planeta.

XI

Y de todo tiene la culpa el Sultán. Es una especie de Augústulo, que creía salvar en sus postrimerías a Roma, porque cuidaba dentro de sus gallineros imperiales con sumo interés una gallina que Roma se llamaba. Indispensable ver su retrato recién hecho por Bernard. La soledad absorbe al Sultán, que teme hallar un enemigo en cada semejante, y porque la soledad es lo más parecido a su alma y a su conciencia que puede haber. En cada cortesano ve un traidor, en cada guardián un asesino. A nadie confía los secretos de su alma. En persona ninguna tiene confianza. Su escudriñadora mirada solamente revela recelos. El mal escondido temblor que le sacude cuando habla con cualquier interlocutor, dice que de todos teme algo y en todos sospecha cualquier mala intención. Sus domésticos más cercanos ignoran dónde duerme, porque cada noche cambia su alcoba. Solamente sale de palacio los viernes para ir a la mezquita, y pone tal número de soldados y esbirros en movimiento, que le rodean dos ejércitos, uno a la vista y otro en el misterio. Dentro del coche lleva un hijuelo suyo sentado sobre sus rodillas, para que sea su escudo contra las balas, y en el pescante pone a Midhat-Bajá, por ser el héroe nacional, el defensor de Plewna, contra quien jamás se alzará un musulmán, por considerarlo el mayor enemigo de los cristianos y el mayor héroe de las creencias koránicas que ha tenido Turquía en los tiempos últimos. Le dominan dos consejeros, a cual más inhumanos, un árabe nubio, jamás de sangre saciado, y un sirio engañador, como perteneciente a la raza hechicera y mágica de antiguo, en la que tomaba Nerón los compañeros de sus fechorías, cortesano por atavismo y sustentador de esta doctrina: muerte al infiel.

XII

No conozco ninguna cuestión que sea tan controvertida en Europa como la cuestión armenia lo es ahora mismo, batallando con encarnizamiento entre sí las más encontradas creencias respecto de tan pavoroso problema. Si a un estadista del fin de un siglo como el anterior le dijeran que al fin de este nuestro siglo el Imperio ruso estaría por los musulmanes y el pueblo inglés contra los musulmanes, resistiríase con resistencia invencible a creerlo. Que un heredero de Pedro el Grande suspenda la marcha tenaz de los suyos a Constantinopla, y un heredero de lord Chatam disuelva el Imperio turco, fenómenos tales son, que hoy escandalizan nuestra vejez, porque pasaba en nuestra juventud a este respecto precisamente lo contrario. Inglaterra cree que quien protestó con fortuna tan grande contra las matanzas de Bulgaria, debe protestar contra las matanzas de Armenia. Gladstone llama todos los días, en profético lenguaje, asesino coronado al Sultán. Pero Rusia, que, natural redentora de los búlgaros, vio revolverse a éstos en su contra, no quiere por la parte asiática del Imperio turco ninguna Bulgaria. Dominando una parte considerable del territorio armenio, cedido a su grandeza unas veces por la Turquía y otras por la Persia, teme Rusia que los habitantes, a su dominio adscritos, pugnen por irse al nuevo Estado y al nuevo pueblo libre, lo cual podría traerle dificultades inmensas. Así quiere la estabilidad.

XIII

Para una gran parte de los publicistas europeos no hay problema ninguno en Armenia; cuantos factores y términos lo constituyen, se han elaborado en el magín y caletre de los ingleses. Así no perdonan Armenia y los armenios. De límites bastante inciertos, el territorio; con historia sobrado confusa, la vida; enemigos un día de Grecia y de los griegos, hasta invocar a los mongoles o turcos, y abrirles sin empacho las puertas asiáticas del bizantino imperio; cortesanos y aun favoritos de los sultanes, que los enriquecieron mucho; el odio, nunca muerto, redivivo siempre contra ellos en kurdos y en circasianos, proviene de haber estrujado a estas pobres gentes, exprimiendo todo el sudor de que sus cuerpos robustos son capaces sobre las usurarias cargas de tan voraces mercaderes, como los armenios, quienes absorben el oro ajeno, a la manera que absorben las aguas del aire los arenales del desierto. Así, quienes por tal modo discurren, equiparan al movimiento anti-armenio en Asia con el movimiento anti-semítico en Europa, asegurando carecer de todo carácter religioso y de todo carácter político, por lo mismo que tiene un carácter social como el que tuvieran en la Roma del Aventino las reivindicaciones plebeyas.

XIV

Así no se andan con escrúpulos estos enemigos de la nueva Bulgaria y de la nueva Servia que se dibujan en Oriente, proponiendo haga el Califa reinante con los armenios aquello que hizo Tito con los judíos en la toma de Jerusalem: trasladarlos a cualquier ciudad musulmana bien vigilada, como fueron trasladados los hijos de Israel desde las tierras palestinas al guetto latino. Hasta el nombre de los genízaros en este conflicto suena, y algunos proponen que se descabece a los armenios como se descabezó a los genízaros, mas con orden y método, para que resulte regular y hasta legal de suyo la matanza, no anárquicas, como las perpetradas este verano y las usuales hoy en toda el Asia Menor. Cuando se dicen estas enormidades contra la eterna justicia y el humano derecho sin pestañear a ningún escrúpulo y sin avergonzarse de sí mismo quien las dice, cabe pensar que tales efluvios concluyen por producir una peste tan asoladora como la guerra. El telégrafo dice que resuenan los primeros disparos en Creta y que se aparejan al combate las naves griegas. Dios nos tenga de su mano.

XV

Y ante la cuestión de Creta se devana uno los sesos, pensando cómo las potencias europeas meterán en el mismo saco a Turquía y a Grecia. No creo las muchas exageraciones que se dicen respecto del Sultán: aunque las refieran publicistas autorizados, parécenme tomadas en informes de los rebeldes, todos ellos conjurados para desacreditar a su Gobierno, y por ende todos ellos incapaces de hacer justicia imparcial a quien los combate y los persigue. De ser el Sultán como sus enemigos lo pintan, imposible durara tanto tiempo en trono considerado como una de las mayores y más robustas claves europeas. Mas no creyéndolas, atribuyo a la difusión de tales reseñas un resultado tan adverso, como la imposibilidad completa de llegar hoy a un acuerdo entre Turquía y Grecia, resolviendo el problema por un pacto en que ganara el progreso humano, sin desdoro, sin mengua de la estabilidad europea. Si Europa mucho propende a Grecia, puede abrir la herencia del Imperio turco; y la herencia del Imperio turco puede costarnos las guerras de cuyas sirtes huye a todo huir el instinto de conservación en la gente contemporánea. Si Europa propende a Turquía demasiado, puede interrumpirse una obra tan saludable al mundo entero, como la resurrección y el restablecimiento de Grecia en el Oriente, necesarios para detener el terrible alud inminente de la irrupción esclavona. Nuestra cultura no puede cometer tanto crimen al fin de este siglo, sin dar un paso regresivo, un paso a la barbarie, cuando en la heroica guerra por Grecia comenzaran los primeros lustros del siglo. Yo bien sé cómo predominan los intereses y los cambios sobre los grandes afectos y las sublimes ideas en esta época, por lo cual no aguardo un Byron, que muera sobre su lira y sobre su espada en defensa de Grecia, ni un Fausto que bajo las bóvedas de santa catedral gótica evoque la imagen bellísima de Helena y le rinda un amor tan exaltado como el que sintiera el coro de los poetas europeos entero no hace un siglo todavía; pero no creemos que después de haberle debido las alboradas de nuestras ideas, las cuerdas de nuestras liras, el ritmo y proporción de las columnas tan músicas como una oda, el maravilloso lexicón y las luminosas etimologías de todo el saber humano, la estatua clásica hollando las especies inferiores bajo su forma triunfante de toda fatalidad, el alma de la Metafísica, el verbo de la Religión, todas nuestras artes, el Renacimiento, a cuyo soplo floreciera el espíritu humano, podamos consentir un aniquilamiento de Grecia, que sería terrible recaída en la esclavitud y eterna deshonra de nuestro nombre.