Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.


ArribaAbajo18. Septiembre 1897

Pérdidas irreparables. -Oraciones fúnebres. -Cánovas. -Pretensiones carlistas sobre un gran espíritu. -Testamento político de Cánovas. -Necesidad evidente, para no recaer en las revoluciones, de impedir los retrocesos. -Movimientos regresivos hacia las ideas muertas que deben impedirse. -La cuestión lusitana. -Agitación de Portugal. -Fenómenos sociales y políticos de nuestro tiempo. -Consejos a Portugal. -Observaciones sobre su estado político. -Conclusión.


I

Dicen por ahí las gentes que una larga vida cosecha celestes bendiciones y significa en quien la consigue, no sólo robustez del cuerpo, fortaleza del alma. Sesenta y cinco años tengo yo; por causa y razón de mi salud, puedo prometerme algunos más en el discurso natural de este río sin reposo llamado la vida; y por grande bendición que los muchos años sean, créame quien me leyere, los temo, no los deseo. Y no deben desearse por nadie que de sentir afectos humanos se precie, si considera cómo bosteza el hambre de la eternidad a diario, tragándose allá en sus abismos insondables tantos y tantos seres queridos, que nos abandonan y nos dejan solos en las tristes playas del tiempo, cuando nos creíamos de ellos inseparables hasta por la muerte, cuya guadaña esperábamos en Dios se embotaría sobre lazos tenidos en nuestro corazón por indisolubles e inmortales. Yo he visto el cerebro de Cánovas, radiante un día y difundiendo éter ideal, atravesado por unos adarmes de plomo y roto en pedazos a manera de cualquier mísero ladrillo amasado con cal fría; yo he visto exangües, con amarillez de cirio mortuorio, aquellos labios rojos donde vibraba el verbo de la más alta elocuencia: no quiero ver más, pues experiencias y enseñanzas tales hacen desesperar del destino de nuestra especie, y temer se interrumpa en lo vacío la escala misteriosa de Jacob, por donde nos imaginábamos subir a lo infinito en busca y posesión de lo perfecto. ¡Cuántos muertos! Y a la vista de tantos muertos, en vano el sol brilla, el cielo sonríe, la ola espuma sus aguas celestes en el escollo estriado como un diamante, las arboledas exhalan su oxígeno vivificador de la fresca fronda, visten las montañas del color de la violeta, los prados del color de la esmeralda; el Universo se nos aparece como un cruento campo de batalla donde reina la muerte con absoluto imperio, y los mortales se nos aparecen como tiburones, quienes después de haber devorado a sus semejantes más débiles, se comen unos a otros con resoplidos de cóleras, coletazos de combate, quijadas de exterminio, movidos todos a estas obras carniceras que de sangre tiñen el Océano, cubierto con disoluciones de levadura vital, por el genio de las tinieblas, diciéndonos cómo superan, no obstante, nuestras soberbias al amor, y a la caridad el odio inextinguible.

II

Tres muertos hemos llorado en estos días: Vacherot89, Cánovas, Monescillo90: gran filósofo el primero, gran estadista el segundo, gran prelado el último, los tres a una entrañables amigos míos en este mundo triste, donde tengo tantas y tan preclaras amistades juntamente con innumerables enemigos. Todavía recuerdo al Vacherot del año setenta y cinco, tan reflexivo en el pensar como claro en el exponer; sobre las playas de Normandía sentado, por los topes de las altas dunas, entre cuyas raíces el mar hervía; departiendo de lo invisible y de lo perdurable conmigo en un diálogo, que, por su parte, no por la mía, bien podíamos calificar de coloquio científico a lo Platón. Ciertamente no estábamos en el sitio donde los diálogos platónicos revelaron al mundo atónito el Verbo de Dios y la inmortalidad del alma; no se veían allí lucir bajo cielo meridional crestas opaladas del Hibla, henchido de áticas mieles y arrullado por las estivales cigarras y las áureas abejas; el aire no estaba cargado con el aroma voluptuoso de las rosas y de los jazmines helénicos; no corría entre adelfas de Apolo el arroyo cristalino derivado de la fuente ubérrima, en cuyos bordes los artistas se congregan y de cuyas aguas beben la inspiración los poetas: el horizonte gris, el helecho boreal, el olor de algas, el suelo compuesto por las mareas, al aire de tormenta cargado inspiraban tristezas profundísimas y tiraban del ánimo hacia consideraciones sobre la muerte. Añadíase a esto que acababa de caer Francia, en su derrota, bajo una República, cuyo primer lustro iba entonces cumpliéndose con suma inquietud y trabajo sumo. Reveses de tal gravedad influyen hasta sobre pensadores que han procurado aparecer como seres abstractos. Vacherot, discípulo de Hegel hasta Sedán, de Hegel, esencialmente germano, buscaba otra doctrina, la cual no hubiese nacido en tierras tan funestas para su patria como Alemania. Yo le felicité por su patriotismo, de todo corazón; pero le argüí por su filosofía de poco circunspecto. ¿Porque ganaron la batalla de Waterloo los ingleses sobre Napoleón habría que cambiar la ciencia del Cosmos a lo Newton, revelador verdadero, con cualquier otra explicación perteneciente a un sabio nacido en pueblo aliado de Francia? Vacherot me pronunció un discurso admirable de forma y fondo, para decirme había encontrado su nueva doctrina en la lectura y meditación del sabio Spencer, inglés. Debe notarse que aún reinaba en Egipto el condominio de Francia con Inglaterra. Ignoro si tras la exclusiva ocupación inglesa el gran maestro francés habrá de doctrinas cambiado, como se creyó en la obligación de cambiar tras el nefasto Sedán. Mas debemos recordar cómo, acogiéndose a Spencer, mi amigo ilustre no se preservaba de Hegel. Imposible una doctrina que sea prole sin madre. Toda idea produce otra idea. Si el dogma de la concurrencia vital fue trasladado por Darwin desde los principios fundamentales del mayor sistema económico moderno a la explicación del origen de las especies, el dogma de la evolución universal, explicado tan prolijamente por Spencer, al aplicarlo así a lo espiritual como a lo material, es un dogma recogido en las entrañas del pensamiento hegeliano. Si la ciencia de Kant y de Hegel no ha podido desasirse de Platón y Aristóteles tras tantos siglos; ¿cómo desasirnos ahora nosotros de Kant y de Hegel? Historiador fiel de las escuelas alejandrinas, a quienes alzó un verdadero monumento; profundísimo comentador de la filosofía contemporánea en sus diálogos científicos; político al modo sabio en su libro de la Democracia; como Vacherot cambió Hegel por Spencer en las ideas filosóficas, también en sus preferencias sociales cambió la República por la Monarquía, pero movido de honradas convicciones, y dejando nuevo ejemplo de una vida sin mancha de una honradez en el pensar y en el proceder sin desmayos ni eclipses.

III

Puedo discurrir con serenidad y aplomo de Vacherot, y no puedo discurrir de Cánovas con la misma serenidad y el mismo aplomo. Vacherot era un amigo del pensamiento; Cánovas era un amigo del corazón. Vacherot me llevaba muchos años de edad; Cánovas tenía poco mas o menos mis años. A Vacherot le guardaba un culto científico; por Cánovas sentía un afecto exaltado de camarada escolar. Imposible comparar el dolor sufrido a la muerte natural de Vacherot, con el dolor sufrido a la muerte violenta de Cánovas. Nuestra misma perpetua contradicción de ideas aproximaba nuestros perennes sentimientos. Eso de contradecirse y disputar a la continua sin reñir nunca, era un encanto. Si por espacio de un lustro llegamos a no saludarnos, obra fue de nuestros partidarios ésta, no de nuestros corazones. Hubo más canovistas que Cánovas y más castelaristas que Castelar, aun pasando los dos por muy pagados de las sendas personas nuestras, tenido él generalmente por soberbio a lo déspota y tenido yo por vanidoso a lo artista. Cuando leo estos juicios, no les contradigo; levanto los hombros y exclamo: todo sea por Dios. Una vez dije yo en cierto escrito que me había encontrado en mi vida con dos amigos ilustres, uno en Francia, otro en España, los cuales ejercieran poder omnímodo sobre sus dos Naciones: Gambetta y Cánovas, dotados por el cielo de cuantas cualidades concede a sus predilectos, pero aquejados uno y otro de cierta debilidad grave: no poder sufrir ninguna contradicción. El artículo se publicó en un periódico de la mañana y hubo en la embajada inglesa baile aquella noche, al que asistíamos los dos. Apenas en el salón entré di de manos a boca con Antonio, como le llamaba yo siempre cariñosamente y al verme clama: ¡Oh! ¿cómo, Emilio, te atreves a decir que no puedo sufrir ninguna contradicción, cuando hace cuarenta años que te estoy sufriendo a ti, contradicción perdurable conmigo, en el diario, en el libro, en el Parlamento, en el hogar? Pues yo, cuanto menos asentía en mis riñas intelectuales con él a sus ideas, más admiraba su genio incomparable. Cánovas fue toda su vida el primer polemista de la tierra. Leía refunfuñando contra el libro que pasaba por sus ojos aquel incansable lector. Amigo de sus maestros como nadie, les azotaba, mejor dicho, azotaba sus ideas en las academias sabatinas con una dialéctica realzada por su maravillosa facundia, pues las palabras abundaban tanto en él como las ideas, y en un aparente desorden predominaba el método y en unas amplificaciones perpetuas predominaba el pensamiento. Yo he visto inteligencias telescópicas que sólo saben ver lo inmensamente grande, así como inteligencias microscópicas que sólo saben ver lo infinitamente pequeño. Cánovas tenía un microscopio y un telescopio en su inteligencia. No continúo. Cuando haya traído el tiempo algún calmante a mi dolor, lo historiaré con fidelidad escrupulosa y le juzgaré con juicio sereno. Ahora lo veo tras mis lágrimas: dejad que lo llore.

IV

Don Antolín Monescillo ha muerto casi al par que Cánovas, y enterado del fin cruel de éste, cuando le asaltaba su postrer agonía, entre los estertores dolorosos del cuerpo y las beatíficas visiones del alma, escribió desde su lecho, parecido a un túmulo, pésames iguales a los que habían de suscitar su cuerpo y su recuerdo pocas horas después. Era un celtíbero Monescillo, en quien lo ibero y el ingenio ibérico predominaban sobre lo céltico y la metafísica celta. Erguido, corpulento, el traje talar le prestaba una verdadera majestad y le disponía mucho para el primero de los efectos oratorios, el efecto que sin necesidad de hablar produce una gallarda presencia, pues Monescillo, tanto al hablar como al escribir, era un orador verdadero. Así profesaba grande amistad a los del oficio, a Cánovas, a Moret, a mí, a todos los demás conocidos, con excepción de Pidal, a quien toda la vida detestara, por razones teológicas, creía él, en realidad por razones puramente políticas, esfera de la vida donde nunca se hallaron acordes tan grandes oradores, consagrados por sus sendos caminos al servicio de la religión y de los sentimientos religiosos. Estatura esbelta, gesto irónico, ojos penetrantes, labios finos, color pálido, pelo castaño, Monescillo, con la púrpura eclesiástica, me parecía siempre, por la distinción de sus maneras y por la brillantez de su inteligencia y por la facundia de su palabra y por la gracia de su trato, un prelado como los que dejara vivos el pincel de Pinturriceno en la divina librería de Jena. Hoy, que las clases altas no dan a la Iglesia en España príncipe ninguno eclesiástico, y que las clases medias sólo dan uno que otro, sacándoselos sacerdotes del mismo seno de donde se sacan los soldados, del más humilde pueblo, Monescillo, aunque algo rural por su origen, mostraba distinción elegante, sin haber jamás pertenecido a la Corte y menos a los cortesanos. El objeto de toda su vida fue la mitra de Toledo, y con la mitra de Toledo en su frente ha muerto el gran prelado. Por obtenerla tuvo alguna impaciencia; pero no hizo jamás ninguna bajeza. Su primer escrito, pues era un escritor clásico, el que lo mostró resaltando entre nuestros más eximios doctores eclesiásticos, cuando había ya muerto Balmes, fue la refutación de los anatemas lanzados, a fuer de neófito, por el gran Donoso Cortés, sobre la humana razón; y las últimas palabras que yo le oyera, hoy hace dos meses, dentro de su palacio arzobispal, tendido en la cama donde había de morir, fue una elocuente apoteosis de León XIII, fundada en el amor de tan glorioso Pontífice a la libertad, y en los esfuerzos hechos por hermanar la República con la religión en Francia. Dicen los carlistas que fue siempre de D. Carlos, y tengo documentos irrefragables para demostrar que perteneció a la democracia. Dejémoslo, pues, en paz.

V

Los espíritus excepcionales no se apagan al trasponer el horizonte sensible permitido a la vista y alcance de nuestros ojos; antes bien, desde la eternidad, es decir, desde los espacios del horizonte racional, donde se han ocultado, trascienden a la vida corriente de cada día, y nos dejan signos espirituales, no indescifrables enigmas, no jeroglíficos tallados sobre tumbas frías, focos de ideas luminosas y vivificantes, cual estrellas fijas, cual soles de primera magnitud en torno de cuyo disco los cuerpos opacos, planetas o satélites o aerolitos, habrán de girar, suspendidos a ellos, porque resultan en la mecánica social núcleos de misteriosas, pero visibles, llamas, centros de mágicas, pero reales atracciones. Las ideas no se alcanzan en sí mismas y por sí mismas se definen: se alcanzan y se definen por medio de sus contrarios. Las síntesis resultan de las antítesis. Los términos componentes de un juicio forman irreductibles antinomias. Toda grande afirmación trae aparejada su negación formidable como la verdad el error, como el mal el bien. Lo que no puede la razón abstracta demostrar, se prueba en la razón práctica. Toda vida corre al impulso de principios, que parecen falsos, vistos desde ciertos puntos en el espacio y en el tiempo, aparecen verdaderos desde otros puntos como las figuras, invertidas en una parte de nuestros órganos visuales, se rectifican luego y enderezan en la totalidad de nuestra visión. La pura lógica, irrealizable por completo en ciertos períodos y estados sociales, se cumple luego por manera fatal, como las leyes morales, cuyo cumplimiento no vemos a las primeras miradas, nunca están destituidas de su verdadera sanción en el conjunto infinito de la Historia. Nadie comprende a Cánovas como quien lo ha combatido, y al combatirlo, ha necesitado conocer y definir sus ideas para conocer y definir las ideas propias. Cánovas en los días de su muerte se preparaba, por una intuición connatural a su genio, la inmortalidad. Y muriendo muy fijo en los principios conservadores, para él inmutables, en la existencia y arraigo del trono histórico, en la supremacía del culto católico, en el respeto a las tradiciones antiguas, pensaba que todo esto no podía subsistir si no se aligaba con los derechos individuales, con el jurado popular, con el sufragio universal.

VI

Y ha permanecido en este juicio con firmeza, por más que le hayan muchos de sus correligionarios contrastado con furor; y deduzco esta fortaleza personal de Cánovas en sostener los principios democráticos, no de palabras oídas en privadas conversaciones, de las cuales no tengo derecho alguno a usar; lo deduzco del ejemplo visible dado por su política desde las alturas del Gobierno, donde siempre molestan, incomodan, marean los fragores tempestuosos y oceánicos de la libertad. Lo habrá tentado mil veces, entre los acerbos dardos despedidos sobre su cuerpo vivo por la calumnia en boga, tan homicidas como las balas del infame asesino, restaurar, disponiendo de mayorías propensas a la reacción, los códigos cesaristas del primer período restaurador, en que no pudo tener periódico suyo ningún correligionario mío, por causa de las previas autorizaciones, que convertían el derecho de todos en privilegio de algunos; pero si algún vértigo de tal género le prestaba cualquier malestar pasajero, su firme voluntad y su claro juicio se han sobrepuesto a todas esas insanas solicitudes, y la libertad de hablar, con la libertad de escribir, ha permanecido incólume, intacta, íntegra, entre los embates de la guerra y los estremecimientos del Estado. Cito la libertad completa de imprenta, por ser la más ruidosa de suyo, y a los estadistas todos la más molesta, siquier sea también la más necesaria; pero le ha sucedido lo mismo con otra libertad madre, por la cual reñimos antaño batallas terribles, con la libertad de enseñar en la cátedra, muy amenazada de conjuras formidables, y salva por completo en su postrero tormentoso Gobierno. Necesitaba tener muy segura cabeza y muy firme voluntad, circuido como se veía siempre de sectarios que prefieren se abra una taberna o un garito, a que se abra una iglesia o una escuela protestantes, para reconocer el derecho de un catedrático en Barcelona y el derecho de un catedrático en Salamanca, el uno anatematizado por su obispo y el otro despedido por su rector, para pensar y enseñar según sus creencias, con arreglo a los decretos sugeridos por la creadora revolución de Septiembre, y dados en las expansiones mayores del readvenimiento y restauración de nuestra democracia bajo los Gobiernos liberales.

VII

Y hacía esto Cánovas, no por mera voluntariedad o arbitrario capricho; hacíalo por una honradísima convicción, que determinaba sus complejos actos en el último período de su vida y en la postrera fase de su espíritu; por la convicción de que necesitaba la política española en su derecha un partido alejado de la reacción, propia sólo a generar guerras civiles y revoluciones continuas; un partido conservador a la inglesa, el cual combatiese a las ideas y a las leyes democráticas, mientras estuvieran en período de proposición y debate, con verdadera tenacidad para luego aceptarlas y sostenerlas con igual tenacidad, así que las admitiera el consentimiento público y las diluyese una larga práctica en las generales costumbres. El pensamiento humano tiene su natural tricotomía, y no se constituirá jamás una escuela política, ni se constituirá jamás una escuela filosófica, sin agruparse, cual si las ideas fuesen átomos y pasaran por las cristalizaciones de los átomos, en derecha, izquierda, centro; y como no puede menos de suceder esto, porque así lo quieren la química y la mecánica sociales, el partido conservador tiene su centro de todos conocido; su izquierda, cuyos extremos con los revolucionarios confinan; y su derecha, cuyos extremos confinan, por necesidad, con los íntegros y con los carlistas. Pues bien, Cánovas sustentaba el equilibrio entre todas estas fuerzas contrarias, la concordia entre todos estos espíritus discordes, pero inclinándose a la izquierda para mantener con ella los principios de la Constitución del sesenta y nueve, ingeridos, tras largos esfuerzos, en la doctrinaria Constitución vigente por un triunfo en toda regla de nuestra democracia. Un ejemplo reciente demostrará de modo evidentísimo este mi aserto incontestable. Se ha organizado un enorme Consejo de Instrucción pública, donde, por un absurdo frecuentísimo en nuestras corporaciones literarias, predominan los viejos principios llamados en el habla contemporánea regresivos, sobre los principios luminoso y progresivos que tarde o temprano se implantan en la realidad y encarnan en las leyes. Este Consejo votó un dictamen relativo a escuelas normales, contrario del todo al principio de los principios democráticos, a la libertad pura de conciencia, garantida por la declaración de que los españoles pueden optar a los cargos públicos, sean cualesquiera sus creencias, declaración derogativa de la intolerancia religiosa, contenida bajo el destruido antiguo principio de la unidad católica. Pues no prestó a este dictamen el Ministerio de Fomento asenso. Y no lo prestó, porque tendía de suyo a contrastar la política de Cánovas, basada en escrupuloso respeto a las leyes democráticas vigentes sobre nuestra libre y progresiva sociedad. ¿Puede revelarse con mayor claridad la política del mártir a quien todos lloramos?

VIII

Y se necesita recordar esto, porque hay factores importantes de nuestra política, empeñados en promover una reacción legal, preñada, digan lo que digan y hagan lo que hagan, de innumerables catástrofes. No conozco labor de reacción más fina que la presentada con el aspecto modestísimo de reformar el Código penal; primero para ponerlo en verdadera consonancia con los adelantos de nuestras ciencias antropológicas modernas; segundo para ponerlo en consonancia con la Constitución vigente. In cauda venenum. Este último factor del razonamiento encierra el daño y el peligro de reacción, daño y peligro sólo comparables a la proposición de forjar monarcas parecidos a los del siglo decimoquinto, cuando apenas puede tolerar nuestra patria los monarcas propios del siglo decimonono, tan rebajados de talla, y cuando la madera en que modelar tales imposibles reyes de la Edad Media hoy solamente la guarda un político entre nosotros, solamente la guarda don Carlos. La democracia no se opone a que nuestro Código penal pueda reformarse con arreglo a los adelantos modernos, con cuya progresiva obra debe siempre compadecerse; mas si oye añadir a esto la congruencia del Código con la Constitución dice, como experta y experimentada, en sus adentros: a otro perro con ese hueso. La Constitución es doctrinaria y el Código es democrático. Se le quiere con grande habilidad reformar para restringir la libertad completa de creer, la libertad completa de escribir, la libertad completa de reunión; para deshacer el Jurado popular, para limitar el sufragio universal; y todo esto no puede suceder en España. Si hay que reformar el Código democrático para ponerlo en armonía con la Constitución doctrinaria, más natural es reformar la Constitución en sentido progresivo, que no reformar el Código en sentido represivo a príncipes por siempre apagados, a fetiches rotos para siempre. Se intentó esto mismo un día por la extrema derecha del partido liberal, que representaba en sus Consejos de Ministros un jurisconsulto ilustre; no se pudo conseguir, porque la unanimidad del partido liberal descansa en inconmovibles bases democráticas. Hemos pasado, y pasamos, por dos guerras, a cual más espantosa; hemos sufrido, y sufrimos, reveses con desgracias; bastantes en otro tiempo a producir desórdenes sin número; hemos tolerado, en medio de nuestra movilidad meridional, el gobierno continuo de dos partidos y dos hombres, aquí, donde tanto escasean las cabezas y tanto abundan los cabecillas; el culto de la estabilidad se ha en términos tales arraigado, que habiendo tenido el servicio militar obligatorio en la República, se piden y sacan los soldados sólo del pueblo ínfimo bajo la Monarquía; y nadie se ha movido, ni con doscientos mil hombres a nadie le ha pasado por las mientes el fantasma de la dictadura pretoriana, triste aparición, facilísima en estas noches de ahora, donde sólo se cuentan muertes y sólo se oye por los aires el toque de ánimas; pero toda esta profunda tranquilidad proviene del triunfo de nuestros principios democráticos, y como los hemos establecido, si tocáis a un cabello no más de esa libertad, temed la revolución.

IX

Durante todo el transcurso de Julio, y aun parte de Agosto, la prensa europea nos tuvo en vilo, anunciándonos para fecha próxima, en plazo breve, una revolución lusitana. Estamos ya tan lejos del período revolucionario, que se necesitaría en los dos pueblos más dados a la revolución de todo el continente nuestro, en España y Francia, para de nuevo reabrirlo con fortuna, o la restauración de una política como la que precedió al destronamiento de Doña Isabel II, o la recaída en un error tan craso como aquel conflicto franco-prusiano, generado tan sólo para dorar la diadema de una regencia e inaugurar el reinado de una minoridad. En Grecia, donde han sucedido tantas cosas horribles, no ha sucedido una revolución. Desastres sobre desastres en Macedonia, en Tesalia, en Epiro; aproximación de los turcos al desfiladero de las Termópilas y retroceso de los helenos, representados por su coronel Vassos, en Candía; dominio de una sociedad secreta sobre Atenas, como la Comunidad revolucionaria, que produjo en París a fines del siglo pasado la revolución del diez de Agosto y al último tercio de nuestro siglo la revolución del dieciocho de Marzo; desengaños del pueblo respecto de la influencia del Rey o de su dinastía en los regios e imperiales consejos europeos; calumnias al heredero de la corona por sus procederes en la guerra, que lo pusieron a dos dedos del deshonor y del suicidio; insistencias y persistencias de Turquía en guardar los despojos de su infame conquista; invasión de todos los elementos cosmopolitas revolucionarios, anhelosos por devorar, obedeciendo a sus instintos, un trono más; disgustos del ejército nacional, y subversiones del voluntario extranjero; condensación de la demagogia universal en aquel pueblo resquebrajado por la derrota cruel; todo esto ha sucedido en Grecia, y no se ha forjado entre mares tan extensos e intensos de copiosa electricidad, el rayo de una revolución fulminante, que parecían pedir las olas tormentuosas de los más encrespados hechos y las profundas perturbaciones de los muy agitados ánimos. Y no se condensa el espíritu revolucionario en las alturas y no se cristaliza la revolución material en lo profundo porque falta el medio ambiente, o sea un medio social predispuesto y apercibido a la producción de tan espantosos fenómenos. Seguros los individuos de que nadie podrá los derechos humanos arrebatarles, y seguros los pueblos de que nadie podrá tampoco arrebatarles su inmanente soberanía colectiva; la reacción por completo conjurada; el régimen, apropiado a cada pueblo, ya establecido sin propensiones de ningún género al retroceso; republicana Francia, independiente Italia, redimidos los principados del Danubio, libre y democrática España, una Germanía, constitucionales y parlamentarios todos los Gobiernos escandinavos; no existen los productores de corrientes eléctricas que antaño cargaban el cielo de tempestades, y abrían vorágines sobre la tierra en profundos y continuados terremotos.

X

Así, por muchos motivos que para sublevarse Portugal tenga, no se subvierte ahora, se agita dentro del orden establecido y bajo las leyes vigentes. Ni hablarse puede, ni hablarse desde aquí, desde nuestro suelo, del tierno afecto sentido por todos los españoles hacia Portugal, sin que los portugueses exagerados atribuyan estos requerimientos de amistad a propósitos de conquista. Nada tan lejos del espíritu español, siempre, y mucho más ahora, en que nuestras desgracias nos reducen a limitadas ambiciones, como conservar el territorio sin disminución alguna ni mengua, tal y como lo recibimos en legado intangible de nuestros padres muertos. Pero los portugueses debían reconocer cómo el espacio y el tiempo, anejos, no al Universo exterior, al humano espíritu, que lleva en sí la cuenta y la medida, no pueden suprimirse, sino después de suprimirnos nosotros mismos. Y cómo un latido del corazón, afectado, ya sea por el amor, ya sea por el odio, ya por una sospecha de ambición, ya por un sueño de conquista, no pueden jamás borrar nuestra Geografía y nuestra Historia. No es dado evitar la identidad e identificación de nuestros dos territorios; no es dado evitar que las raíces de nuestros árboles se abracen, por los campos patrios; que las líneas de nuestras fronteras se borren por los territorios comunes; que las aguas de nuestros mares y de nuestros ríos se confundan en las mismas playas y en los mismos cauces; y no es dado tampoco evitar que nuestros siglos respectivos se identifiquen todos en la misma Historia y encuentren las mismas creencias en la misma religión, como si dijéramos que la misma eternidad sea centro de nuestras sendas almas. No estuvimos separados al tomar en los senos de las edades prehistóricas los inmanentes caracteres que perduran hoy en nuestro ser y esencia fundamentales; no estuvimos separados al extender desde Braga a Hispalis y desde Hispalis a Tarragona, y desde Tarragona a León, y desde León a Lugo, la espiral de una civilización iberolatina que fue un ornamento de Roma, y por consecuencia del mundo; no estuvimos separados, ni bajo el yugo árabe ni en la reconquista cristiana, ni al sentarse con sus Borgoñas las hijas de Alfonso VI en tronos feudales, aunque fueran estos tronos enemigos; ni bajo los reyes santos del siglo decimotercio y los reyes árabes del siglo decimocuarto; ni en las invenciones intercontinentales e interoceánicas, ni en las grandezas del siglo decimosexto, ni en las jesuitadas del siglo decimoséptimo, ni en la filosofía del siglo último, ni en la libertad de nuestro siglo, porque no basta existan dos gobiernos distintos para dividir dos pueblos identificados en el espacio infinito por la Geografía en el tiempo eterno por la Historia, en el Universo material por la misma sangre y en el Universo moral por el mismo espíritu, provenidos unos y otros de idéntico protoplasma primordial de la vida y ascendiendo unos y otros en nuestras constantes ascensiones hacia el mismo cielo, hacia el eterno Dios de nuestros padres.

XI

Así no digo nada nuevo, si digo que los asuntos portugueses me interesan cual si fueran asuntos españoles. E interesándome así, parécenme los males públicos en Portugal, no de carácter político, de carácter económico. Y los males económicos son de aquellos que no se curan o extirpan al hierro candente de la revolución. Para que produzcan remedios económicos las revoluciones, se necesita sean de suyo, no meramente políticas, sociales, muy sociales. Engrandeció a Inglaterra la revolución religiosa, porque trasladó las propiedades de los clérigos ortodoxos a los nobles; engrandeció la revolución universal a Francia, porque trasladó los bienes de los nobles a los burgueses, produciendo esa clase media que hoy sustenta la democracia, la libertad y la República. Pero no cabe hoy más revolución social que la evolución socialista. Y la evolución socialista, ensayada en pueblos imperiales por el poder omnímodo de un Ministro como Bismarck y por el genio multiforme de un artista como Guillermo II; ensayada en los pueblos soberanos por una libertad como la fecunda libertad de Inglaterra, y por una democracia directa como la democracia suiza, da tan poco y tan malo de sí, hasta donde hay en el Gobierno socialistas de suyo tan sabios como el inglés Chamberlain y republicanos tan sólidos como los que constituyen el Consejo federativo helvecio, que no valdría un coscorrón tan enorme cual el coscorrón de las revoluciones, un bollo tan mísero cual el bollo de unas cuantas reformas ya ensayadas, las cuales empeorarían el Tesoro sin aliviar al pueblo. Además, paréceme una vulgaridad insigne atribuir al hambre revoluciones humanas, promovidas todas por el ideal. Dentro del horrible sistema económico, propio del absolutismo, jamás gozó Francia prosperidad superior a la prosperidad alcanzada en tiempo de Luis XVI. La Enciclopedia fue causa permanente y primera de la revolución; fue causa ocasional y segunda, la correa. En la serie revolucionaria, como en todas las series lógicas, el aspecto económico es un término y nada más que un término, posterior, muy posterior al aspecto político.

XII

O ando yo muy trascordado en mis nociones políticas respecto de Lusitania, o era más fácil allí una revolución popular con los Gobiernos anteriores, que una revolución popular con el Gobierno presente. Hubo Gobiernos con aires de reacción y con procedimientos dictatoriales, más odiosos al pueblo que este Gobierno de ahora, un día sostenido y auxiliado por los republicanos mismos. Y se necesita conocer poco el mundo para ignorar que la pléyade brillantísima republicana se halla compuesta de insignes pensadores, polígrafos admirables, catedráticos e ingenieros de primer orden, factores componentes de luminosa escuela, más que políticos y estadistas dispuestos a componer un verdadero Gobierno. Cierto filósofo inglés, muy célebre, oyendo a otro colega suyo lamentarse de la poca ciencia conocida por aquellos gobernantes consolábale con esta observación: «A un filósofo henchido de ideal, podría en el Estado antojársele forzar la sociedad, concediendo derechos, tan dañosos a un pueblo atrasado, como sería sacar un animal nacido en atmósfera de hidrógeno, prometiéndole vida y salud en una para él irrespirable atmósfera superior de oxígeno.» No queramos que respiren hoy en el aire pueblos acostumbrados a respirar ayer en el agua. La filosofía y la religión pertenecen a todos los tiempos; la Historia pertenece a lo pasado, el arte a lo porvenir, a lo presente la política. Si Portugal necesita economizar, no conozco nada tan caro en el mundo como la revolución. Yo, republicano de toda la vida, he dicho cuando se han intentado revoluciones sin medida ninguna por conspiradores sin acuerdo: es más cara que una lista civil una guerra civil. La República debe ser fundada en paz y para continuar la paz. De las revoluciones se conocen los bienes tarde, muy tarde, como conocemos tras un siglo los bienes de la revolución francesa, como conocemos, tras cinco lustros, los bienes de la revolución española del mes de Septiembre, que hoy proclaman próvida y santa los españoles más reacios a reconocer los bienes del progreso universal y a proclamar los principios del humano derecho. En toda revolución hay favorecidos y agraviados. Los favorecidos son siempre más que los agraviados. Pero como éstos experimentan el agravio pronto, gritan, y como aquéllos el favor tarde, callan, encontrándose así las revoluciones rodeadas de implacables enemigos, a los cuales nada tan fácil como promover una espantosa reacción.

XIII

Suceden fenómenos bien extraordinarios a nuestra vista. Mientras crecen los medios de comunicación, por el progreso de las ciencias aplicadas a la industria, menguan los cambios y las comunicaciones de productos. Los dos pueblos destinados a focos de luz en América y en Europa, los Estados Unidos y Francia, dos Repúblicas, se nos aparecen ahora, no como auxiliares del cambio libérrimo en la producción y en el comercio universales, como prohibicionistas chinos, llevando a sus respectivas cabezas dos reaccionarios en economía política, tan conocidos como el buen Meline y el buen Mac Kinley. Un Emperador, el joven utopista que reina sobre Alemania, capaz de probar y ensayar todos los progresos económicos para que contrasten la estabilidad, mejor dicho, la reacción imperial, concluye por entregarse y rendirse al arbitrio de los intransigentes feudales agrícolas, empeñados, no sólo en impedir la circulación de los pensamientos humanos, sino también la circulación de los humanos productos: empresa tan vana, como si quisieran impedir el movimiento de la luz en los espacios, la circulación en nuestros pulmones del aire, la circulación de la sangre en nuestras venas. Y hasta Inglaterra hoy retrocede. Antaño llamábamos a esta nación gloriosa la patria de Cobden; hogaño, un individuo de la Cámara de Comercio en Manchester, la Roma del libre cambio, es osado a proponer se quite la efigie del apóstol de la libertad mercantil al salón histórico, donde se le prestaba culto análogo al prestado por los devotos en iglesias y cofradías al santo de sus devociones. Y alucinados los ingleses por el fantasma de un Imperio universal, compuesto con sus colonias unidas por un cambio interior de productos, como el existente hoy entre las provincias, merced a nuestras revoluciones que han producido la idea nacional y quitado las aduanas interiores, restringen la comunicación mercantil con el resto de la tierra y denuncian, a ruegos del Canadá, su tratado con Alemania en un sentido, digan lo que quieran, resuelta, francamente proteccionista. Y lo que pasa con la protección mercantil, pasa con el socialismo. Aquellos mismos para quienes apareció un tiempo como sistema odioso y abominable, lo cultivan ahora como un árbol, a cuya sombra puede prosperarse la triste condición del que tan impropiamente llama la jerga revolucionaria cuarto estado. Cuando el socialismo de la Cátedra, formulado por un catedrático tan famoso como Wagner y puesto en práctica por el colosal Bismarck, marra en Alemania, lo aplican suizos y sajones. Chamberlain, ministro eximio de las Colonias en Inglaterra, pasado desde las filas del partido radical a las filas del partido conservador, queriendo cohonestar con algún viso republicano su cambio, no progresivo hacia la democracia, regresivo hacia los torys, propone la célebre ley protectora del trabajo en las minas y del trabajador minero, sustituyendo al principio individualista viejo de la contratación libre una serie de intervenciones del Estado en la relación entre jornaleros y patronos, como las que piden los comunistas más exagerados y sueñan los innovadores más decididos contra el principio divino de la libertad humana. Y esto mismo hacen los radicales helvecios, idólatras de la entidad Estado, al proponer el seguro forzoso impuesto por las leyes al capitalista y al jornalero, como el que predicó Lasalle, propuso Wagner, realizó Bismarck y frustró la gran piedra de toque, así en economía como en política, la experiencia. Existen, pues, tres neurosis en nuestra Europa contemporánea: la neurosis del proteccionismo, la neurosis del socialismo, a la cual se une otra que llamo yo neurosis de la colonización. Por la nativa propensión del hombre a las imitaciones del simio, las tres entran en todos los pueblos, y no podrá evadirse a la moda Portugal. Las tres son muy caras.

XIV

Portugal debe comprender cómo todos estos caracteres de la sociedad contemporánea, todas estas corrientes de las ideas vivas, todas estas fases del espíritu reinante, todo esto que ahora predomina, razonable o erróneo, impone sobre los demás ideales el ideal económico, y embarga los pensamientos y los ánimos con finalidad singular, con la finalidad de mejorar el estado material de las clases sociales, si hay clases en pueblos como los nuestros, donde todo es accesible a todos, pero con especialidad de las clases, mejor dicho, de las gentes menesterosas. Y puesto que el ideal económico se impone hasta la extremidad de que soldadotes de hierro, como Bismarck, acepten remedios casi comunistas para las enfermedades colectivas, y un tribuno de la libertad, como Chamberlain, retroceda a la idolatría cesarista del Estado, vulnerando en bien más o menos efectivo de los pobres la facultad esencialmente humana de contratar libremente; los pueblos deben penetrar con resolución en la economía, y sacrificarlo todo al interés económico. Yo no pienso decir a Portugal que medite si le conviene o no le conviene mantener él solo un Estado carísimo, una representación dispendiosa, un ejército abrumador, el peso de colonias que lo arruinan, las cargas innumerables que lo matan: si la voluntad suya es que perdure todo eso, ya puede perdurar en buen hora, cueste lo que cueste. Hágase la voluntad del pueblo, así en la tierra como en el cielo. A la postre, contra la voluntad del pueblo nada puede intentarse. Pero sí puede una cosa decirse, y es que, aun estando los sentimientos portugueses tan apartados de los sentimientos españoles en esto de juntarse los dos pueblos; por la proximidad de sus respectivos territorios y por las analogías de sus sendas historias, a las mismas causas perdimos nuestro cuantioso patrimonio continental en América ellos y nosotros: a causa de la funesta política que siguieron nuestros malhadados reyes absolutos, cuando disponían del pueblo, así los Braganzas como los Borbones. Si el mal nos coge igualmente a los dos pueblos, y en el mal podemos unirnos, ¿por qué no habría de hallarnos el bien unidos? Mas dejemos esto por ilusorio e imposible, y vamos al estudio de la fase económica en que hoy entra Europa y con Europa Portugal y todos los pueblos segundos, a quienes llamamos así, no porque a nuestros ojos aparezca secundario y subordinado su espíritu eminente, porque aparece pequeño su territorio en parangón, sobre todo, con las enormes potencias europeas. Queramos o no queramos, se impone a éstas el desarme, o sea la conversión de sus ejércitos de ofensa y conquista en ejércitos de defensa social dentro de cada pueblo, contra los perturbadores del orden, en ejércitos de seguridad interior. Tiene gracia que se halle armada Europa hasta los dientes y esos ejércitos de las grandes potencias, de Austria, de Francia, de Alemania, de Rusia, no sirvan para cosa ninguna, porque su excesivo número impone un respeto tal mutuo de los unos hacia los otros, que nadie se atreve a declarar la guerra y alzarse con la responsabilidad terrible de haberla declarado. Pues el comienzo de la fase contemporánea económica está en el desarme, y el desarme habrá de comenzar por una disminución en las cargas militares, y esta disminución de las cargas militares por una metamorfosis del ejército de ofensa y de conquista en ejército de defensa y de seguridad. Y para esto del desarme, para esto de la disminución en los presupuestos militares, sirven, como nadie, las naciones que llamamos nosotros naciones segundas. Tiene gracia lo que sucede ahora en Europa, de lo cual es un ejemplo vivo la sublime y desgraciada Grecia. Se hacen allí los mayores sacrificios para mantener la inviolabilidad del territorio contra los soldados extranjeros, y luego, por causa de estos mismos sacrificios, entran en el territorio, atropellando su inviolabilidad, irruptores más dañosos que los soldados a la independencia nacional, entran los usureros internacionales. Y la heroica Grecia, servida por soldados de una fibra increíble y de un valor incomparable, pierde por las armas un territorio que salva después por las ideas, por el entusiasmo sentido en todos los pueblos cultos, hacia la Musa divina del verbo, del pensamiento, del arte. Portugal se queja de lo mismo que Grecia, temiendo ver el extranjero entrar por las puertas del Tesoro tras los enormes sacrificios hechos para que no entrase por las puertas del territorio. Pues no puede impedir tal irrupción, porque justo es pague quien deba, sino subordinándolo todo, Estado, diplomacia, ejército, a la economía. Mucho ha escandalizado a mis compatriotas el presupuesto de la Paz; pero yo lo sostengo, y lo sostendré mientras viva para mi patria, óigame o no me oiga. Pues Portugal, más que nosotros, lo necesita. Nada de guerras extrañas, y nada de revoluciones internacionales: economía, paz y libertad.