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ArribaAbajo19. Enero 1898

Independencia del criterio nacional de todo influjo yankee. -Las nuevas reformas son un producto español puramente. -Desfavorables circunstancias que acompañan a estas reformas. -Peligros de su improvisación; peligros mayores de las suspensiones del poder parlamentario. -Torpeza en emplear para ocurrir a los males de nuestra grande Antilla, dos métodos tan contradictorios, como la reforma y la guerra. -Revocación y llamamiento del General Weyler. -Viaje y llegada de éste. -Imposibilidad absoluta de que presida un Gobierno legal cualquiera e imposibilidad absoluta de que sueñe con la dictadura. -Importancia excesiva dada por Weyler a las quejas de los proteccionistas y a sus protestas contra las autonomías arancelarias. -Deseo de que acierte nuestro Gobierno. -Promesas y esperanzas de acierto. -El mensaje de la Presidencia sajona. -Grande abuso de crítica por parte del Presidente. -Protestas necesarias contra este abuso. -Intervención indirecta. -Negativas indispensables a toda intervención. -La doctrina de Monroe falseada por Mac-Kinley. -Insinuaciones de arbitraje de todo punto inadmisibles por nosotros. -Parcialidad del árbitro en favor de los mambises. -Amenazas de intervención material. -Imposibilidad absoluta de semejante intervención. -Reflexiones. -Conclusión.


I

Desde que comenzó el gran conflicto cubano, se adoptaron para conjurarlo dos métodos contradictorios a un mismo tiempo: el método de la guerra y el método de las reformas. Y no conozco período más difícil para las reformas, que un período de guerra, ni conozco guerra ninguna que se compadezca bien por sus violencias con el procedimiento y el genio de las reformas, siempre jurídicas y, por ende, necesitadas de paz y libertad. Pero desde que comenzó la guerra, los Gobiernos todos han empleado a una, sin excepción, ambos métodos. Fue mandado por el partido más gubernamental de nuestra patria el General Martínez Campos, a dirigir la guerra de Cuba; y este General se queja siempre de que no le mandasen las reformas desde Madrid o no las publicasen pronto en la Gaceta oficial, cuando estaba decretado por el Parlamento y sancionado por el monarca el plan puesto en vigor y convertido en ley por la sabia prudencia de Abarzuza. No compartió el partido más gubernamental de nuestra España las impaciencias de su General en jefe, y no publicó las deseadas reformas. Pero poco después de haber vuelto este General, cuando se mandaba el reemplazo de Weyler significando la guerra opuesta por nosotros a la guerra, de súbito en la Gaceta estalla un plan semiautonomista concebido y formulado por la reacción conservadora. Desde tal punto sabíase que los liberales, por fuerza, tendrían que acogerse al partido autonómico en sí, para continuar significando la izquierda progresiva del país que casi le acababan de llenar los partidos y los proyectos conservadores. Con efecto, el Sr. Sagasta, muy hábil estratega, de táctica superior en el combate político, avezado a conocer las manipulaciones y maniobras de sus contrarios, soltó el verbo de la situación, soltó el nombre mágico de autonomía completa.

II

El partido liberal tiene una extrema izquierda representada por el Sr. Moret, y una extrema derecha representada por el Sr. Gamazo. En estos dos polos de tal política, debía repercutir, por muy contraria y opuesta manera, la grave y trascendente frase. Así apercibiéronse sus seudos representantes a un verdadero combate, el cual era tanto más sabio, cuanto menos público. Y en este combate secreto pugnaron los dos combatientes por dar al programa, llamado autonomía, la correspondiente significación, por cada cual de ambos preferida. Y, con efecto, tras una larga serie de reflexiones, llegóse a otra larga serie de componendas. Una comisión del partido liberal se nombró, compuesta por los Sres. Gamazo, Moret y Abarzuza. En esta comisión representaba la autonomía diferida el Sr. Gamazo, y el Sr. Moret, por su parte, la autonomía inmediata. Arbitro entre ambos mi amigo Abarzuza, estadista de gran solidez y de completa circunspección, convino en que la palabra se aceptase, pero no como sacramental e improvisada, especie de fórmula cabalística incompatible con un método científico; no así como corolario de una serie lógica, en que precedieran varias mejoras y como corona de una paz definitiva e imperturbable. Mientras el Sr. Moret quería, dirigiéndose a Cuba, decirle toma las autonomías y daca la paz, el Sr. Gamazo y el Sr. Abarzuza cambiaron esa oferta en esta otra: daca la paz y toma las autonomías. Pero como esto no resolvió de ninguna manera el combate aquel en ningún sentido, aunque tuviese una significación muy clara contra las impaciencias de Moret, éste se aprovechó de la primer coyuntura ofrecida por los acontecimientos, y formuló en Zaragoza un proyecto de autonomía, el cual no solamente desconcertó las conciliaciones que habían Gamazo y Abarzuza concertado, borró por completo el manifiesto de Sagasta, donde aparecieran las autonomías diferidas y limitadas.

III

En esto sobrevino la muerte de Cánovas. Con la muerte de Cánovas sobrevino la disolución de los conservadores, y con la disolución de los conservadores sobrevino el regreso del partido liberal a la pública gobernación del Estado. Y no habiendo en la pública gobernación del Estado problema que se asemejara en gravedad al problema cubano, seguidamente dentro de la crisis ministerial y del tránsito de un Gobierno a otro Gobierno, estalló la grande contradicción entre unas autonomías diferidas y unas autonomías inmediatas. La gente se maravilló mucho de que no perteneciera el Sr. Gamazo al nuevo Gobierno, de que se hubiese ido en aquellas circunstancias a París desde Biarritz el Sr. Abarzuza, en vez de venirse a Madrid; pero extrañáronse las gentes porque juzgan por cierto con bien erróneo juicio a todos nuestros estadistas ambiciosos, y creen que hay en sus actos la menor cantidad de idealismo posible. Sin embargo, si estudiaran las gentes con algún cuidado las circunstancias políticas, vieran cómo había quedado diferido el programa de las autonomías aplazadas y victorioso el programa de las autonomías inmediatas. El combate se hallaba empeñado entre un manifiesto como el que pusieran Abarzuza y Gamazo a la firma de Sagasta y un discurso como el que pronunciara Moret en la insigne Zaragoza. Venido el bando liberal a la gobernación pública bajo las fascinaciones del gran orador que representa su extrema izquierda, y puesta en olvido la proclama del jefe que otros hicieron y no él, imponíase la solución Moret, quedando vencida por completo la solución Gamazo. Y como se imponía la solución Moret, no cabe dudarlo, el partido liberal tuvo que abrazarse a ella, y omitiendo u olvidando la proclama del jefe, siempre dócil al impulso de los acontecimientos, admitió las autonomías inmediatas, que triunfaron en toda la línea.

IV

Yo no repugno el régimen autonómico. La distancia entre Cuba y su metrópoli; el opuesto carácter de sus contrarios climas; las especialidades varias que un medio ambiente lejano y diverso del nuestro imponen a sus naturales, justifican el reconocimiento a Cuba del derecho al gobierno por sí misma, con mayor amplitud y mayor descentralización que las demás regiones hispanas. Las leyes contenidas en los Códigos llamados de Indias por los tiempos del absolutismo, las especiales sustentadas aún por los Gobiernos más reaccionarios, no significan otra cosa que una proclamación indirecta del derecho de Cuba y los cubanos a gobernarse de una manera particular y por sí mismos. Así, pues, ni el Ministerio propio de Cuba, ni las dos Cámaras insulares, ni el reconocimiento en estos poderes de facultades para nombrar los funcionarios públicos me asusta, pues se hallan en verdadera y completa congruencia con los principios radicales sustentados por mí toda la vida y congénitos con los comienzos de mi vieja historia. Lo que me asusta, y muchísimo, es el conjunto de circunstancias particularísimas en que los decretos proclamando el régimen autonómico se dan y se promulgan. Ha precedido a ellos una impaciencia propia de cualquiera junta revolucionaria, y acompañándolos una serie de súbitas improvisaciones a cual más peligrosas. Las gestaciones rápidas traen aparejados consigo seres fugaces, los cuales, por lo mismo que ha costado poco su vida, se hallan muy expuestos a la muerte. Un Gobierno que gasta cuatro semanas en estudiar y formular el nuevo régimen de las Antillas españolas, y tres o cuatro sesiones de dos o tres horas cada una en aprobarlo, me parece, repito, cualquier Junta revolucionaria de aquellas que, tras un pronunciamiento victorioso, removían cielo y tierra en busca de innovaciones que, apenas decretadas, eran suprimidas. Así no he podido menos que indignarme cuando he visto a los autonomistas cubanos que sufrieran el antiguo régimen por tanto tiempo, impacientarse y pedir la improvisación del nuevo régimen autonómico en leyes, acaso tan rápidas en su existencia como rápidas han sido en su breve e improvisada formación.

V

Y no sólo me asusta esto, me asustan más todavía las pretericiones sistemáticas, hechas por el partido conservador y por el partido liberal, de institución tan alta como la institución parlamentaria. Un siglo nos ha costado acreditar la idea de que la nación es por completo soberana, y de que sólo en la nación reside con propia virtud el poder constituyente. Y al terminarse la centuria en que allegáramos y estableciéramos tan justos dogmas políticos, el poder real se arroga el poder constituyente y lanza una Constitución para parte considerable de nuestra patria, como pudiera lanzar cualquier decreto de aquellos reconocidos en el radio de su autoridad y hechura del legítimo número de sus prerrogativas. Una doble conjuración ha suspendido el poder parlamentario por mucho tiempo entre nosotros. Los conservadores lo han usado poco en su período último, por fatigarles las grandes discusiones a diario, y los liberales han cooperado a este enormísimo error de los conservadores, por apego al retraimiento revolucionario. Cuánto no hubiéramos ganado con que las deficiencias de nuestros Generales se apreciaran en Cámaras libres y no en camarillas obscuras; cuánto con que los gastos anualmente se hubieran examinado por aquellos mismos que los decretan y los tasan; cuánto con que se hubiera depurado en el seno de las Cámaras y por luminosos debates los programas de cada partido, en vez de depurarlos y mantenerlos en reuniones públicas sin la grande autoridad del poder parlamentario; así lo han querido los hados, la pereza del Gobierno conservador en reunir las Cámaras del país, y la impaciencia del Gobierno liberal en asaltar las cimas del Estado. Lo cierto es que han dejado nuestros partidos constitucionales a la Reina casi fuera de la Constitución, atribuyéndole prerrogativas jamás usadas por el despotismo de Fernando VII y demás reyes absolutos; porque todos estos tiranos recibían en herencia un poder ya constituido, y casi nunca se arrogaban el supremo poder constituyente. Así, cambio de situaciones, designación de Ministros, reparto de dispendios, grandes operaciones de crédito, metamorfosis de un régimen constitucional en régimen republicano, organización de poderes públicos en una parte considerable de nuestros dominios, nuevas Cámaras legislativas, nuevos Ministros extraños, nuevas transformaciones del veto real, todo esto ha dependido exclusivamente de la Reina, expuesta por ello a que le reclamen las responsabilidades de lo hecho y decretado, por sus temerarias usurpaciones, al advenimiento de las grandes desgracias, frecuentísimas durante todo nuestro siglo en los anales de las monarquías europeas. Las circunstancias, en verdad, son supremas y extraordinarias; extraordinariamente se ha procedido. Al cabo sucederá que si la victoria llega, como pedimos a Dios, sus rayos acabarán por borrar todas estas tenebrosas obscuridades del procedimiento. Que venga pronto la paz a Cuba. Ya la tenemos en Filipinas. Loores a la Providencia.

Todavía tienen otra laca para mí las reformas. Y es la facilidad con que se atribuye su improvisación en la mente ministerial y su planteamiento en la Gaceta del Gobierno, a influjo y apremio de los Estados Unidos. La garrulidad de tantos corresponsales como improvisan exámenes rápidos y juicios ligeros de los hechos mas graves; las complacencias y docilidades serviles de algunos ministros con el Gobierno americano; la petulancia de los yankees, empeñados en hacer para todo el Nuevo Mundo la lluvia y el buen tiempo; la insolencia de algunos Embajadores ignorantes del alfabeto y del catecismo de la diplomacia, quieren acreditar de verdad cierta ese infame y erróneo aserto, contra el cual protestamos, porque no hay Gobierno alguno español capaz de semejante bajeza, y si lo hubiera impidiéramosla todos los españoles. Necesítase un descaro sin ejemplo, como el descaro de que adolecen los legisladores del Capitolio, para ostentar como la cosa más natural del mundo una intervención suya en los negocios peculiarísimos de nuestra nacionalidad y de nuestro Gobierno; pero así como está patente descaro tal, está por su parte patente también la resolución de todo Gobierno castellano a rechazar ingerencias incompatibles con nuestra sacra libertad y con nuestra histórica honra; no, aquí no queremos la intervención de los Estados Unidos, ni siquiera con apariencia de consejo, resueltos a conservar la independencia nacional y el gobierno propio, por los cuales tantos sacrificios hemos hecho en la más alta ocasión de nuestra historia. Daremos a los cubanos su autonomía, les reconoceremos todos los derechos connaturales a la especie humana, les consentiremos un ministerio propio y dos Cámaras, les concederemos el nombramiento de todos los funcionarios cubanos, pero por nuestra voluntad, por nuestro libre albedrío, por nuestra conciencia colectiva, por nuestro poder patrio y no por extrañas ingerencias, alguna vez ofrecidas en el desvarío de soberbia connatural a los yankees, pero siempre rechazada por nuestro pueblo y por nuestro Gobierno, independientes y autónomos.

VII

Y digo esto, no a humo de paja; dígolo con verdadera oportunidad, porque se ha querido atribuir acto tan propio de nuestra soberanía, como el llamamiento de Weyler, a ingerencias e influjos de los Estados Unidos. Desconoce la serie de los hechos políticos recientes quien desconozca la existencia de dos criterios en el partido liberal y en el partido conservador, criterios contradictorios respecto al gobierno de Cuba. Liberales y conservadores querían las reformas y la guerra, pero los conservadores ponían la guerra sobre las reformas, y los liberales las reformas sobre la guerra. Representaba el criterio conservador la personal del General Weyler y representaba el criterio liberal, por miles de circunstancias, la personal del General Blanco. Los conservadores, sin excluir la semiautonomía ya formulada por ellos en decreto, apreciaban más la fuerza, y los liberales, sin despreciar la guerra por su parte, apreciaban más que la guerra una pronta y completa y radical autonomía. Por estas razones dialécticas, Weyler gobernó a Cuba, desde que fracasara Martínez Campos, bajo la dirección del partido conservador y Weyler debió saber, en cuanto los conservadores cayeron, que, no pudiendo sustituirle allí el General Martínez Campos, le sustituiría un General de Martínez Campos tan próximo como el General Blanco. Por consecuencia, no hubo en el llamamiento de Weyler ninguna mediación americana; hubo lo que no podía menos de haber: el cumplimiento de un compromiso tomado por los liberales con su propia voluntad y conciencia. El no haberse aplicado en la guerra de Cuba un criterio único, el criterio nacional, y haberse dividido los factores fundamentales de nuestros Gobiernos en cuestión de suyo tan grave, nos ha traído este reemplazo de Generales cubanos según han ido reemplazándose los Gobiernos, y esta diversidad compleja de soluciones, las cuales debieron ampliarse más y generalizarse más para que fuesen obra de todo el pueblo y no de un solo bando. Pero sea esto lo que quiera, la ingerencia de los extraños no ha tenido nada que ver con el llamamiento de Weyler.

VIII

Y así como no han tenido que ver cosa ninguna en el llamamiento de Weyler las mediaciones extrañas, tampoco el llamamiento y el viaje de Weyler han alcanzado las proporciones y trascendencias aguardadas por los factores natos de perturbación, tan inquietos y escandalosos en casi todas las naciones latinas. Despedidas un poco más o menos despechadas del Capitán General destituido; resistencias a dar posesión en el Palacio al nuevo personificador del poder público; manifestaciones más o menos entusiastas al adiós y partida de Weyler; recalar en un puerto cubano donde se tributan al viajero errante honores de General con mando; viaje por las soledades inmensas del Atlántico, llegada con grande aparato a la Coruña; circunvalación de la Península, ganando por mar el puerto de Barcelona, tan fácil de ganar desde la Coruña por tierra; entrada triunfal en Barcelona: todos estos incidentes no han revestido la importancia excepcional temida por los ministeriales y esperada por la oposición. Mucha palabrería en el General, mucha más de la que acostumbran los Generales en todas las naciones europeas; desahucio del proyecto que acariciaba Romero Robledo al ofrecer a Weyler un partido hecho y derecho de que pudiera ser cabeza; zalamelechg a los carlistas y a los republicanos por sus aclamaciones, aunque abriendo más el oído a los primeros que a los segundos; consejos al partido conservador para que se reorganice pronto, insinuando al mismo tiempo no pertenecer a tamaño partido; grande fervor y entusiasmo hacia la protección y los proteccionistas, acompañados de protestas vivas contra las autonomías arancelarias; todo esto ha ofrecido el General Weyler en su peregrinación y de todo esto no pueden adivinarse todavía las naturales consecuencias en medio de la confusión traída por los últimos cambios de nuestra tormentosa política.

IX

No puede haber ya en España Gobiernos presididos por los Generales, al modo y manera históricos y antiguos. El predominio militar llevó en la cabeza un golpe fortísimo al proclamarse la República y verse que podían dirigirla entre tantos escollos hombres de pura complexión y de puros caracteres civiles. Tal sentimiento de adhesión a Ministerios presididos por oradores y publicistas, se afianzó durante la Restauración. Así, los dos grandes partidos que han gobernado España los últimos lustros, presididos fueron por dos grandes parlamentarios. Ni el General Martínez Campos, ni el General Jovellar, los dos únicos presidentes militares de Ministerios en los veintidós años últimos del reinado de Don Alfonso y de la Regencia, llegaron a constituir otra cosa que situaciones interinas. Ni el General Serrano, con todos los recuerdos que despertaba, ni el General López Domínguez, con todas las esperanzas que promovía, llegaron a presidir jamás una situación liberal dentro de las restauraciones. Cualquier Ministerio que venga presidido por un soldado, contará los pocos días del Ministerio Azcárraga, siquier este General fuese tan popular y estuviera en el concepto público tan acreditado. Así no puede soñar el General Weyler con presidir ninguno de los Gobiernos que se organizan para lo futuro y que se columbran en las perspectivas actuales. Si no puede presidir un Ministerio regular, menos puede prometerse de nuestra política la imposible, aunque por muchos aguardada en vano, dictadura militar, que no consienten los altivos afectos de nuestra grandiosa patria. Entre tantas guerras civiles como hemos atravesado, a la oscilación de pronunciamientos tan propicios a un poder anormal y revolucionario, magüer los caudillos que nos han ganado batallas gloriosas en los conflictos perdurables, ninguno de estos caudillos ha optado a la dictadura, y menos podía optar a ella y conseguirla el General Weyler.

X

Hoy mismo aparece árbitro de nuestros destinos un orador tan popular y tan parlamentario como el fecundo e inspirado Moret. Todo a su voluntad se pliega. Él designó los Ministros; formó la situación, dando de mano a sus émulos y rivales; impuso por programa ministerial su arenga de Zaragoza; revocó a Weyler para nombrar a Blanco, porque representaba el primero la guerra implacable y representaba el segundo la conciliación posible, llegando al extremo de leer rápidamente hoy una Constitución en el Consejo de Ministros, y ponerla mañana en los fastos de la Gaceta oficial. Por consiguiente, los fantasmas de la dictadura militar son fantasmas soñados y la realidad viva es, que si no mandan los Parlamentos, mandan los parlamentarios. El regreso de Weyler, pues, ha pasado a la categoría de los hechos que no dejan estela ninguna en lo presente, dirigida con seguridad al porvenir. Moret da su autonomía política, su autonomía económica, su autonomía administrativa, sin obstáculo de ningún género, que solamente surgen de la autonomía estimada por él más indispensable, de la autonomía arancelaria. Y tengo que decirlo con toda lisura: mientras los cubanos todos carecen de razón en absoluto para quejarse de un derecho político el cual aventaja con mucho a todos los derechos reconocidos en las Constituciones modernas, se quejan y se quejan a una, con justo motivo, en la cuestión arancelaria. Les hemos obligado a recibir todos los productos peninsulares, y nos hemos resistido a sostener la recíproca en los productos insulares. Sobre todo, los derechos puestos al azúcar y a los alcoholes para mantener industrias cismarinas de bien poco fuste, merecen la reprobación universal y piden un pronto radicalísimo remedio.

XI

Y, sin embargo, donde más resistencias ha encontrado el Sr. Moret al proyecto de su Constitución autonomista es en este punto, donde todo le daba la razón, lo mismo a él que a los principios por él representados. Estas resistencias han tenido tal carácter de gravedad, que muchos las creen capaces de producir una revolución radical en las ciudades catalanas y una guerra civil en los desfiladeros. Digo de todo esto lo que antes decía de las esperanzas puestas por los perturbadores en el regreso de Weyler. Los principios democráticos ingertos por los republicanos en la Constitución española, con tantos esfuerzos y tantas dificultades, han dado una solidez al suelo y una serenidad al aire nacional, que no pueden temerse ni terremotos abajo ni arriba tempestades. Mucho se podrán mover los carlistas y los demagogos, bajo su bandera flordelisada los unos y bajo su bandera roja los otros: el pueblo está contento con sus libertades y fía el desarrollo de sus intereses y el advenimiento de novísimos progresos a la conciencia y a la voluntad colectivas. Equivócanse los proteccionistas al creer posibles grandes sacrificios por los intereses, que sólo se hacen por las ideas. El privilegio de algunos jamás interesará como el derecho de todos. Puede muy bien el Sr. Moret dejar a Cuba que busque sus mercados y envíe sus productos donde más le plazca; los proteccionistas elevarán protestas, pero no engendrarán revoluciones. únicamente puede generarlas un marro de la obra con tanta dificultad erigida y una frustración de las esperanzas por él inspiradas, porque sería terrible, al despertar, el desengaño. Tráiganos, pues, la paz, como nos la ha prometido, con su autonomía, y no miraremos las abdicaciones que hayamos hecho en aras de tal paz. Que venga pronto después de habérnosla prometido con tan honrada seguridad. Si así sucede, que Dios se lo premie, y si no sucede, que Dios se lo demande.

XII

Con el asunto gravísimo de China, compite hoy en la opinión e interés europeos el Mensaje americano. Debo decirlo con toda sinceridad. El Presidente de la Unión ha defraudado las esperanzas puestas en él por todos cuantos le creíamos de tradición y sangre puritanas y, por lo mismo, incapacitado de guardar serviles complacencias con los jingoes, y de extender ningún relampagueo guerrero sobre los dos más progresivos y cultos continentes de nuestro planeta. Por mucho que la obra de reconstrucción americana se haya empeñado en soldar las dos secciones de aquel mundo, los Estados del Norte y los Estados del Sur quedan divididos, no ya por oposiciones de sus viejas historias, por creencias y dogmas del tiempo corriente. Grandes enemigos entre sí, generados y generadores de una perpetua discordia, en el Norte se halla la pura liturgia escocesa, la tradición que desde Holanda pasó a Ginebra, y desde Ginebra pasó con Knox a Edimburgo; el amor a la libertad y a la república; el aroma de aquella flor de Mayo que perfumará eternamente los Estados Unidos, envolviéndolos en sacra nube de mirra e incienso; las ideas progresivas que abren los inmensos horizontes de lo porvenir, y prometen a los pueblos un régimen de trabajo e industria en que reinen la paz y la libertad, perfectas cristalizaciones sociales del revelador cristianismo. Todo al revés en el Mediodía, donde las tierras vendidas como predio por sus antiguos poseedores a los Estados Unidos; la perdurable permanencia de un crimen social enorme como la esclavitud; el arribo a las playas aquellas de los antiguos filibusteros que pirateaban por todos los mares y amenazaban las sacras propiedades de todos los pueblos, han cooperado a reunir una hez de sangre hirviendo en ambiciones, achaque natural de las oligarquías negreras, que pugnan, como las especies inferiores, crueles y esterminadoras, por la conquista y por la guerra.

XIII

Perteneciente a un estado medio entre las tierras del Norte y las tierras del Sur, el primer personificador de la gran República sajona debió inspirar su política en la tradición cristiana de los puritanos y no en el despotismo guerrero de los piratas. Leyendo el Mensaje suyo con atención, se nota en seguida que todo él, desde la cruz a la fecha, tiene por objeto explicar a los oligarcas del Sur, cómo aunque los asista la razón y la justicia no puede hacer cosa ninguna por ellos en materia cubana el Presidente, atado al duro banco de su autoridad, muy restringida por la Constitución de los Estados Unidos y las relaciones de los Estados Unidos con los demás pueblos de la tierra. Perdón por no haber intentado más en pro de los mambises; apercibimiento de que hará muy poco en lo sucesivo; demostraciones de que ni la conquista podría suceder en derecho, ni la beligerancia y su reconocimiento podría reportar ninguna ventaja; críticas acerbas e infundadas de nuestro régimen, desconocido por completo en América o falseado por la superstición universal contra nosotros; mención fría e indiferente de las grandes reformas hechas por nuestro Gobierno, como si estas reformas no alcanzaran importancia inenarrable y no tuvieran trascendencia perpetua en lo porvenir; bomba final prometiendo lo que no podría jamás cumplir: una intervención material en nuestra grande Antilla, intervención cuyas consecuencias serían, sin que nadie lo pudiera remediar, un choque tremendo entre los dos más cultos continentes del planeta, un inmediato desastre de la República sajona, convertida de industrial en conquistadora, un retroceso de todos los adelantos, una ruina de toda la civilización. He ahí el Mensaje.

XIV

Parece imposible se hallen tan ensimismadas las razas inglesas del Nuevo Mundo, que no comprendan las relaciones de unos pueblos con otros pueblos, y el respeto debido al derecho, gozado por todos, de gobernarse a sí mismos, en plena independencia y absoluta soberanía, según les convenga y les plazca. Esa temeridad con que un Presidente desde el Capitolio trata en su orgullo a los demás pueblos, maldice de su política, entra en el seno de sus privativas instituciones, combate los Gobiernos que le parece, dirige las amenazas que le pasan por la mollera, zaja y corta y tunde cualquier organismo social, caído por incidencia en sus manos o complicado con sus intereses; esa temeridad no puede continuar, porque la crítica solemne por un Estado hecha, de otro Estado amigo, no debe tolerarse ni consentirse, pues dentro de tal proceder se halla un asomo de intervención, al cual se resistirán siempre todas las naciones. Indudablemente la primera y más necesaria de cuantas reclamaciones deben dirigirse a los Estados Unidos, la capital, es aquesta: la reclamación justa y necesaria de que callen la boca y no se metan donde no los llaman, dando el Presidente con el tornavoz de su alta sede resonancias increíbles a los artículos de oposición, escritos contra nuestra patria por periódicos, los cuales no publican comentarios justos y serenos; publican, para encender la manigua y perpetuar la guerra, artículos incendiarios, abortos del odio, indignos, por lo mismo, de quien habla desde un sitio sacro santo, al cual habíamos creído todos los republicanos faro de justicia encendido por el progreso para iluminar las vías del derecho humano y de la libertad universal.

XV

Cada Estado se gobierna como le place y nadie tiene derecho en ese Gobierno a mezclarse con advertencias indiscretas, con vejámenes odiosos, con frases incendiarias, desde la jefatura del Estado, cuando le quedan las vías diplomáticas abiertas a sus reclamaciones y a sus quejas. Para intervenir los austríacos en Venecia y Milán; para intervenir los rusos en Buda y Pest; para intervenir los imperiales en Méjico; para intervenir los cien mil hijos de San Luis en España; para consumar todas las escandalosas violaciones del derecho humano e impeler atrás las sociedades progresivas, no han seguido los déspotas otro proceder que criticar el Gobierno constitucional de los pueblos libres, como dicen ahora los Estados Unidos, que no se puede vivir en Cuba regida por España, quien ha dado a su colonia una prosperidad, una riqueza, una ilustración, una paz, un gobierno, como jamás los tuvieron entre las regiones de América, ni las más libres, ni las más felices, ni las más alabadas. El Presidente, para criticarnos así, para criticar administradores y administraciones que no le conciernen, para criticar procedimientos de mando que no le importan, para poner fuera del derecho de gentes soldados muy superiores en humanidad a todos sus soldados, en verdad, antes de lanzar tales páginas a la voracidad política, debió llamar su representante de Madrid, debió despedir nuestro representante en Washington, notificándonos los asomos de una guerra, menos agresiva y menos afrentosa que sus desplantes sin motivo, sus salidas de tono sin razón, sus amenazas sin consecuencia, sus acusaciones sin fundamento, esa tremenda fiscalización para la cual no tiene derecho reconocido en la jurisprudencia consuetudinaria y común que rige a las naciones, ni puede ofrecer más excusa que la de hallarse muy lejos insultando sin riesgo, con España, también a Europa entera, como los valientes que se meten, sin escrúpulo y sin empacho, con enemigos resueltos a no admitir un duelo y no contestar a un reto por no permitirlo fatales e invencibles obstáculos.

XVI

Para todo esto invoca el tópico, ya insufrible por gastado, del Mensaje de Monroe a las Cámaras, estableciendo a su gusto y guisa las relaciones entre Europa y América el año 23. Lo hemos dicho mil veces y nunca nos cansaremos de repetirlo, ya sea oportuna ya sea inoportunamente, como decía San Pablo. La doctrina de Monroe no corta el cable que une los viejos continentes con el nuevo y no desconoce la maternidad histórica por un derecho natural casi, correspondiente a nuestra madre España con sus dos Antillas. Todo lo contrario: la doctrina de Monroe proclama la unión eterna e indisoluble de Cuba con su gloriosa Metrópoli. Ahora, que para conocer el sentido de una doctrina es necesario penetrarse del momento en que la doctrina brota. El infame Fernando VII, aquel monstruo puesto por la humanidad en el infierno donde yacen los Nerones y Calígulas, acababa de consumar la más infame de todas las reacciones el año 23. Y como ya hubiese vendido muchas tierras americanas y traspasádolas cual si dispusiese de su propio patrimonio, susurróse iba el tirano a pagar los servicios prestados por sus primos de París, regalándoles como esmeralda de su corona restaurada la isla de Cuba, y entonces Monroe dijo que no consentirían los Estados Unidos y América tal cesión a Francia ni a ninguna otra potencia europea, porque Cuba debía estar bajo el dominio de la gran Metrópoli, quien le diera el ser, el espíritu, la religión, la vida. Sabiendo esto, no viene a cuento la doctrina de Monroe, conmemorada en un discurso que comienza por establecer una especie de tribunal crítico sobre nuestros actos y concluye amenazándonos con la intervención, con esa maldita intervención, la cual sería una de tantas irrupciones como las muchas que ha maldecido la Historia y que Dios ha castigado en su implacable justicia.

XVII

Una monotonía increíble aqueja en estos momentos a los Gobiernos americanos. Parapetados tras una especie tan infundada como la especie de que rechaza Cuba el dominio español, ofrece una intervención, una especie de arbitraje, muy natural y muy legítimo en los combates internacionales, muy escandaloso e injusto en los combates nacionales. El anterior Presidente disfrazaba esta pretensión infame, atentatoria por completo a nuestra honra y ataque brutal a nuestra independencia, con unos visos de interés y de amistad por España, contradictorios con los actos y con los procedimientos de su administración. Las mediaciones afectuosas presuponen una grande amistad por las dos partes contendientes, y esta grande amistad no pueden mostrarla de modo alguno los Estados Unidos por nuestros rebeldes, sin desdorarse a los ojos del mundo y sin delatar ante los tribunales de la conciencia humana su complicidad con la insurrección criminal, contra un Gobierno a quien llaman los americanos amigo, y que, lejos de merecer esas reprobaciones insensatas de América, tiene derecho a la consideración que se guardan todos los pueblos entre sí cuando no están en guerra, y al respeto universal de su integridad y de su independencia. La triste ligereza, mostrada por los Estados Unidos en estas proposiciones de intervención, ya sea hostil o amistosa, muestra cómo no alcanzan a medir la trascendencia de lo que dicen. Cuba no es la primera, ni la única región americana en guerra perdurable. Hay República del centro de América, donde las revoluciones caen periódicamente como las lluvias; hay Presidencias en otros puntos que duran un relámpago, y a su generación y a su muerte dejan rastros de sangre inextinguible. Diez años duró el sitio de una ciudad, como el sitio de Troya; Chile anteayer; ayer el Brasil; hoy Guatemala; mañana cualquier otro pueblo, arden, y los Estados Unidos nada dicen. ¿Por qué? Porque no los codician y codician a Cuba. He ahí la triste madre del cordero. Pues nosotros hemos sido los enemigos de todos los conquistadores, y para medirse con nosotros se necesita ser o César o Napoleón en la Historia. ¿Cuántos Napoleones y cuántos Césares tienen los Estados Unidos entre sus jingoes y entre sus filibusteros?

XVIII

La verdad es que débiles, muy débiles en estas circunstancias los conservadores y los republicanos de América, se dejan imponer por torpe turba de inquietos demagogos, preferencias hacia una política de intervención, repulsiva en todo a sus íntimos sentimientos y a su heredado espíritu. Estos jingoes, nacidos en una piratería verdaderamente atávica, aterran a los santos kuáqueros que han predicado en los desiertos y en las poblaciones el dogma evangélico de la paz y de la libertad humana. Y no hay demostración tan palmaria de nuestro aserto, como las frases empleadas por el discurso de la presidencia en examen de nuestras palabras y de nuestros actos. Mientras la parte juzgada por los americanos abominable de nuestro proceder y de nuestra conducta se pone de relieve y de bulto con amplísima insistencia, la supuesta ferocidad de los combates, las calamidades múltiples de la concentración y las demás plagas connaturales a una guerra; todo cuanto se ha hecho en verdadera consonancia con las constantes aspiraciones del pueblo americano, autonomía, cámaras, gobierno colonial, libertad mercantil, administración propia, municipios parecidos a las comunidades helvecias, todo esto se pone con habilidad en orden y sitios tan secundarios, que no resalta ni su mérito propio, ni el mérito de aquellos estadistas que lo han realizado, con riesgo de su popularidad, en bien y provecho de la paz americana. Quien así propende del lado de nuestros enemigos y así manifiesta su nativa hostilidad a nosotros, no puede aspirar a un arbitraje mediador, muy recusable, primeramente porque su mediación violaría los derechos españoles, y después porque su mediación resultaría en bien de nuestros enemigos y de su horrorosa e implacable guerra.

XIX

La parte del Mensaje referente a la beligerancia, corrobora más y más el aserto de que tendríamos españoles y rebeldes, si cupiese reconocer un oficial y solemne litigio entre lo verdaderamente legítimo y lo ilegítimo, siendo esto segundo un crimen, árbitro muy parcial en la Presidencia y Gobierno de los Estados Unidos. No ataca el Mensaje la beligerancia por irracional, por injusta, por imposible, por vulnerar el derecho de gentes, por intervenir en los conflictos ajenos, por carecer una parte de los beligerantes del Gobierno, del Estado, del sitio necesario a una capitalidad, de todo cuanto constituye un organismo regular, capaz de ser reconocido entre los demás regulares organismos extranjeros: atácala, con un cinismo sin ejemplo, fundado en la razón inverosímil de que tal reconocimiento de beligerancia por los Estados Unidos cedería en bien de nuestra España y en daño de la desastrosa insurrección. Cuando tal aserto se puede aducir sin género alguno de reserva y de contemplaciones, tenemos derecho a creer que no se halla en América un Gobierno amigo, un Gobierno aliado, un Gobierno con obligación de socorrernos en nuestras desgracias moralmente, y de ayudarnos a extinguir el incendio con sólo detener los incendiarios salidos de sus costas, las teas humeando en los puños; nos hallamos ante un poder hostil, resuelto a toda clase de usurpaciones, interviniendo allí donde no le llaman y no le necesitan; aleve mantenedor de la guerra civil, so pretexto de que dura mucho, como si en América no fuesen perdurables las guerras; indigno de nuestra grande amistad por su alevosía y por su perfidia; merecedor de que lo delatemos ante la conciencia humana como el principal agente de nuestras desventuras, como el principal autor de nuestras desgracias. Y si cupiese duda de ningún género, ahí está el final de su Mensaje con la dinamita de una intervención, formulada sin restricciones y sin escrúpulos.

XX

¡La intervención! ¿En qué podría fundarse tal atentado sino en un crimen como el cometido por los déspotas en Polonia, escándalo verdadero de todas las generaciones, mancha indeleble caída sobre todos los siglos? Yo sé muy bien que así como se apela entre los turcos al panislamismo, entre los moscovitas al panslavismo, se apela entre los americanos al panamericanismo, el cual quiere decir extensión de los sajones desde el Potoma hasta la Patagonia. Pero los sajones no comprenden la diferencia de los sueños conquistadores y de los apocalipsis guerreros entre una República y un Imperio. Todo Imperio se fortalece combatiendo, como se fortalecen el tigre y el león matando; pero una República como la República del Norte americano, venida para prosperar el trabajo y la industria, no puede guerrear por sistema sin caer al pie del cesarismo en deshonroso e irreparable suicidio. Para intervenir en Cuba, tendría que armarse hasta los dientes América; tendría que poner una formidable escuadra en sus mares del comercio y del trabajo; tendría que aumentar su presupuesto al nivel de los presupuestos cesaristas; tendría que convertir sus creadoras legiones de jornaleros en legiones exterminadoras, como los ángeles malditos del juicio final; tendría que indisponerse con todos los americanos españoles, amenazadísimos en la integridad e independencia de sus respectivos territorios; tendría que indisponerse con todo el mundo civilizado, resuelto a protestar de la conquista; tendría que perder su libertad, su democracia, su República y que convertir el Capitolio, donde se presta culto a todos los derechos, en una ergástula de siervos que manchase toda la tierra y deshonrase a toda la humanidad. Lo más fácil para el mundo americano y para su representación augusta, es abstenerse de toda ingerencia en nuestros privativos asuntos; celar las expediciones salidas de sus costas en daño de nuestra patria; persuadir a los filibusteros conciudadanos suyos a que desistan de conjuras y cruzadas criminales contra un pueblo amigo; cerrar el horizonte de las esperanzas del insurrecto, asegurándole que no puede hacer en lo humano nada por él sin desdoro de su nombre y sin peligro de su patria, dejándonos así concluir la guerra con nuestros propios esfuerzos y coronar la paz con nuestros santos derechos.