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Del diálogo en «La aventura de un fotógrafo en La Plata». La huella de Hemingway

Noemí Ulla





Dentro de la diversidad de líneas narrativas que ofrecen las novelas argentinas publicadas en los años ochenta del siglo XX, las de Adolfo Bioy Casares destacan una progresión singular en sí mismas y una curiosa variante en el espectro de las novelas de otros autores.

Tanto La aventura de un fotógrafo en La Plata (novela, 1985) como el libro de cuentos Historias desaforadas (1986) parecen desafiar con éxito la escritura del joven y el maduro autor que ambas obras condensan y perfeccionan junto al más reciente libro de cuentos Una muñeca rusa (1991).

Uno de los aspectos más relevantes a mi juicio desde el punto de vista de la construcción narrativa es el uso que esta novela ofrece respecto del diálogo, casi sin acotaciones. Podríamos afirmar que el eje de la trama de La aventura de un fotógrafo en La Plata es el carácter dialógico de su discurso, del que en gran medida es el mejor deudor de Hemingway en la literatura rioplatense. No deja de llamar la atención, en tanto los escritores que comienzan a publicar hacia los años sesenta, casi todos cultores de la literatura norteamericana y en especial de Hemingway por ser lectura preferencial de esa generación, que un escritor como Bioy Casares, tan alejado por propias lecturas (formado con las obras de Stevenson y la literatura española), por su edad, por su práctica de la escritura, haya mostrado los efectos del diálogo de Hemingway en forma más ostensible que muchos entonces confesos seguidores de uno de los maestros de aquella generación de los sesenta.

Siempre tan vuelto hacia el lector1 hasta buena parte de su producción ya realizada, preocupa a Bioy la inclusión o el desdén del diálogo, en consideración, siempre, al lector2. Las colaboraciones entre Borges y Bioy mostraron tanto a Borges como a Bioy en un total acuerdo en cuanto a que el lenguaje que ambos aspiraban para desarrollar en sus ficciones fuera el de la «prosa conversada»3. Sin embargo no fue sino por el camino de la parodia que ambos, bajo el nombre de Bustos Domecq (1942) propiciaron advertir y burlar la ridiculez de un discurso literario altamente artificioso, del que también es paradigma el mediocre poeta del cuento de Borges «El Aleph», Carlos Argentino Daneri. Tanto para Bioy como para Borges pasaron muchos años y obras narrativas escritas por ambos, individualmente, antes de retomar los propósitos de la «naturalidad» o de la sencillez de la prosa conversada4. En cuanto a Jorge Luis Borges, deberíamos recordar que el intento de volver a aquella «naturalidad» de «Hombre de la esquina rosada» (1933) no se produce sino hasta El informe de Brodie (1970). En lo que respecta a Bioy, el propósito de realizar una «escritura conversada» recorre la interioridad de sus novelas y cuentos hasta bien avanzados los años setenta, con tantos vaivenes entre esa voluntad y la de adherirse a una escritura no conversada, que muchas veces se manifiesta nítidamente y da una buena muestra de ello no sólo -es obvio- la lectura de obras suyas anteriores a esta consecución, sino los estudios minuciosos que las acompañan, investigando profundamente el tema o advirtiéndolo en forma pasajera. Entre los primeros figuran María Luisa Bastos y Beatriz Curia5. Beatriz Curia señala la presencia del tono de oralidad en la voz narrativa y el uso del vocabulario corriente; María Luisa Bastos observa cómo acierta altura de la novela El sueño de los héroes (1954) el discurso ajeno y el discurso paródico se transforman en enunciación literaria del narrador. Sin embargo su afirmación, ajustada, de que Diario de la guerra del cerdo (1969) es la novela de Bioy donde hay más diálogo, ha quedado rebatida por la propia acción del tiempo y la producción del autor, y actualmente ocupa ese lugar La aventura de un fotógrafo en La Plata.

En efecto, la profusión de diálogos de los personajes ocupan en esta novela mucho mayor espacio que en las anteriores de Bioy. Por lo mismo, el lenguaje que recuerda al habla, a las diversas formas coloquiales, parece ser el último logro del autor a la busca de una sencillez y una naturalidad que dista mucho, aunque quedemos prendados, de La invención de Morel (1940), de retórica tan diferente. Llamamos como el mismo Bioy «sencillez», a un trabajo de escritor que ha ido afirmándose en una larga y generosa, constante y responsable vida literaria, donde la exigencia del lenguaje, de sus articulaciones, de su fuerza y peso, de su alta línea estética, del seguro convencimiento del poder de la comunicación, ha estado insistiendo siempre con su presencia. Asimismo los caracteres del protagonista de esta última novela parecen acentuar, en su apariencia ingenua, los ya desarrollados en novelas anteriores, como El sueño de los héroes (1954) y Diario de la guerra del cerdo (1969). Este joven, Nicolasito Almanza, acosado por una figura autoritaria y al mismo tiempo portadora de mensajes ambiguos, se convierte en una especie de víctima de un padre que lo atrapa y reduce, aunque todo se desenvuelva en una serie de enredos y confusiones de ligera comicidad, donde el amor a la fotografía y a las hijas de don Juan Lombardo, le restituyan su comportamiento independiente. El trabajo de fotógrafo, móvil del viaje de Almanza desde Las Flores, pueblo de la provincia de Buenos Aires, a La Plata, capital de la misma provincia, y desde La Plata hasta Tandil, ciudad de la provincia de Buenos Aires, es compartido en varias oportunidades con Julia Lombardo. Ella es la acompañante de Nicolasito en la primera tarde de su llegada a la ciudad de La Plata, a la busca de monumentos, frentes de casas y edificios, parques que serán motivo en el futuro del reconocimiento de la ciudad para el álbum que le han encargado. Pero este ojo que mira hacia el futuro y para el goce, no se detendrá -como parecería hacerlo- en dar alguna importancia a nada que no sea la responsabilidad y el placer de su trabajo. Los múltiples enredos y las dilaciones que complican su estadía en la ciudad capital, que también la entorpecen y la arriesgan, no le merecen la menor atención, no lo distraen de su único y principal objetivo: la fotografía6.

El placer de mirar y de compartir lo mirado con dos mujeres en especial (Julia y Gladys) y el placer de registrarlo en la fotografía, hacen a Nicolasito Almanza y a su ejercicio de fotógrafo y artista -ojo que goza con lo mirado- una de las insistencias de esta última novela de Bioy Casares. Imágenes visuales recurren en distintas escenas: el vitral de la iglesia y los losanges de la casa de pensión como goces muy particulares del protagonista. Estas imágenes parecen concentrarse al final del texto en el regalo de Julia Lombardo, el calidoscopio, ilusión y remedo del objetivo del fotógrafo, y al mismo tiempo del amor que unió a la pareja.

También el grupo familiar con el que se relaciona Nicolasito Almanza, constituido por la familia Lombardo, propone en particular a través del padre un lenguaje que en todo momento se acriolla, llevándonos al campo de Brandsen, de donde él procede. Tanto el léxico como las construcciones sintácticas de Juan Lombardo marcan la presencia del criollo en lenguaje vivo, unas veces con cierto engolamiento y solemnidad7, al que no le falta la práctica de la generalización, o de la sentencia:

-Le voy a encarecer que nos acompañe -dijo el señor, mientras le pasaba los bultos, uno tras otro-. El pueblero, y peor cuando se dedica al comercio, es muy tramposo. Hay que presentar un frente unido. A propósito: Juan Lombardo, para lo que ordene.


(p. 11)8                


La fórmula de presentación también revela la edad del personaje, su extracción social de clase media. Cuando Nicolasito se presenta sólo con su nombre y apellido, Juan Lombardo tomará de nuevo la engolada y solemne palabra, como si la acompañara con un gesto, echándose hacia atrás con la espalda erguida, pareciendo confirmar su autoridad al mismo tiempo que seduciendo al interlocutor: «-Una auspiciosa coincidencia. ¡Tocayos! Mi nombre completo es Juan Nicolás Lombardo, para lo que ordene» (p. 11).

Observamos la reiteración de la última fórmula, que vuelve a acompañar al nombre como cierre del encuentro y el significante de índole gestual que conlleva el discurso dialógico. A veces la distancia no reside en la palabra de don Juan, sino en la voluntad de crear una virtual distancia con el trato, dirigiéndose a Nicolás, pero como considerándolo ausente, en una especie de broma cordial y hasta cariñosa: «Salvo mejor opinión de nuestro amigo» (p. 12).

Otra a la inversa, simula un sentimiento de propiedad de Nicolás Almanza, como suele hacerse cuando una persona mayor habla con un niño: «No se me enoje ahora» (p. 20). también el mismo Juan Lombardo sabe utilizar la apariencia de la distancia para dirigirse así mismo, de manera de crear un efecto retórico declamatorio y solemne. Cuando Nicolás Almanza pregunta por el hijo en este diálogo:

-¿Vive ese hijo suyo?

-¿Ventura? Nos han llegado noticias de que no.

-¿Dónde se encuentra?

-Para el corazón de este enfermo, aquí, junto a la cama.


(p. 20)                


Don Juan responde con el efecto que he subrayado, solemne y declamatorio. El lenguaje de las sentencias, al que don Juan Lombardo es tan afecto, anuncia siempre una consecuencia, que puede ser intento de seducción, pedido, exigencia, etc.: «[...] Un enfermo depende de la buena voluntad del prójimo. Es muy violento para mí tener que jorobar paciencia» (p. 72).

A esto sigue, justamente, el pedido a Nicolasito Almanza, que más adelante se explícita: «Por eso mismo me atrevo a jorobarlo y pedirle que...» (p. 73).

El trato que hasta el momento tienen don Juan Lombardo y Nicolasito es el de usted, pero a medida que avanza el desarrollo de la trama don Juan Lombardo tutea a Nicolasito, aunque usando a veces esa distancia retórica que le hace hablarle como si se tratara de una tercera persona, motivado por la indignación que le ha causado la espera y la dilación de un encargo que debía realizar el muchacho. En estas circunstancias dirá con ironía y enojo: «[...] Es claro que al mocito mi ansiedad lo tiene sin cuidado. Que el viejo majadero se las arregle» (p. 93).

Subrayamos también la ironía en el uso de la tercera persona en lugar de la segunda, el término «mocito» mediante el cual el diminutivo se degrada en despectivo, acentuado aún más por la consecutiva «que el viejo majadero se las arregle», con el respectivo término «majadero», insultante en la de nominación supuesta con que concluiría Nicolasito. El diálogo va creciendo en tensión y don Juan pasa a la amenaza verbal, con términos tan fuertes que se vuelven intolerables ante la sospecha de los encuentros entre Nicolasito y Griselda, una de las hermanas Lombardo:

-[...] ¿o no se puede saber en qué ocupaste el tiempo? ¿Sonseando con alguna arrastrada? ¿Una arrastrada que yo conozco perfectamente? [...]

-No te abuses, muchacho. Tengo correa, soy bonachón y tengo correa, más que nada para lonjear al que se pasa de vivo. Yo nunca perdono al que me toma por estúpido.


(p. 93)                


Con calma Nicolasito Almanza responde siempre a éste y a otro tipo de agresiones verbales o ironías de don Juan Lombardo. Se diría que el narrador va haciendo crecer en el lector cierta indignación ante la calma y la falta de reacción del personaje humillado, que va tolerando hasta lo inimaginable la también creciente autoridad del opresor, convencido de su razón. («Almanza era un muchacho tranquilo, aguantador si lo exigían, incapaz de perturbarse por el simple hecho de asistir a una discusión violenta o a una pelea» nos ha advertido el narrador en la p. 85). Pero en el momento que parece más inoportuno por la tensión de la charla, Nicolás ve la escena de la que participa desde una distancia -la del fotógrafo- que le permite sacar su cámara fotográfica y tomar a don Juan Lombardo unas fotos: «-Señor, pensaba tomarle unas fotos».

El ojo del oficio conduce también a la seducción del indignado don Juan, quien olvida su furia ante la idea de ser fotografiado. «Mientras personas reales están matándose entre sí o matando a otras personas reales, el fotógrafo acecha detrás de la cámara para crear un diminuto fragmento de otro mundo: el mundo de crear imágenes que nos sobrevivirá» leemos en Susan Sontag9. Tanto ha sido presa don Juan de la trampa de conservar su propia imagen (por su narcisismo), que el narrador describe con suave burla la posición, los gestos, la voluntad de entrega a la posterioridad: «Sin esperar contestación irguió la cabeza, adoptó una expresión tensa, grave y enérgica, sacó pecho. Parecía desafiar al fotógrafo y al mundo» (p. 95). «Almanza lo fotografió no menos de veinte veces» (p. 95). Y al mismo tiempo, Nicolasito Almanza pudo vencer la situación hostil en que don Juan Lombardo lo había encerrado con su trato autoritario y prepotente. De esta forma, con la propia contribución emocional de Nicolasito, la figura de don Juan se presentará ya como alguien insoportablemente autoritario, ya como alguien que suele ejercer su bonhomía sobre el joven, reconociéndolo en confusos y adversos sentimientos como a su propio hijo. El narrador también suele tomar partido, sutilmente, en la creación de esta ambigüedad, designándolo ya en un tipo de figura, ya en otro tipo.

Lo vio como un gigantesco protector, con los brazos abiertos. Esos mismos brazos descargaron sobre él efusivas palmadas que retumbaron en su cabeza dolorosamente.


(p. 156)                


Bajo esta figura protectora también aparece en el recuerdo de Nicolasito su propio padrino a través de los consejos que solía darle: «No hay que apurarse. La vida, por corta que sea, da tiempo para todo» (p. 216). Otra de las figuras cuyo discurso recuerda el joven como generador de vaticinios es la de Gentile, su patrón: «En la capital de la provincia vas a encontrar novedades» (p. 216), quien en sucesivas memoraciones vuelve a Nicolasito con la sabiduría popular que incita al vitalismo y a la aventura. Desde el comienzo de la novela, Gentile será quien lo incitará a realizar el viaje a La Plata (pp. 34, 36, 63, 216) y estos vaticinios lo acompañan como una especie de devocionario que le da fuerzas para proseguir también en su trabajo, el impulso de fotografiar: «Es tu fuego sagrado. Esperemos que no se apague nunca» (p. 124).

Si comparamos los diálogos de esta novela con los de las anteriores de Bioy Casares, observamos una diferencia que ha ido acentuándose en su composición, hasta el punto de que en ésta no aparecen las acotaciones acostumbradas y se podría afirmar que la textura es la del diálogo desnudo a la manera de lo que oímos en una representación teatral, donde desaparecen las acotaciones, y a la manera en que fueron apareciendo tímida o aisladamente en el conjunto del texto narrativo y en la totalidad de su obra narrativa10. Una forma más acentuada de construcción dialógica encontramos en la novela de Heinrich Böll, Mujeres a la orilla del río11.

La ciudad de La Plata, nuevo escenario en la topografía de Bioy donde transcurre toda la novela, presenta un punto geográfico donde convergen, por la composición de los personajes, la ciudad y el campo. Si bien Nicolasito se pregunta: «¿Será esto la famosa vida acelerada de la gran ciudad?» (p. 216), el grupo de personas que frecuenta tiende al léxico sencillo, propio de esa zona indecisa entre cielo abierto y ciudad pequeña poblada de estudiantes que en su gran mayoría, provienen de las afueras.

El amigo Mascardi, del mismo pueblo que Nicolasito, comparte también con él una aventura fracasada, en el mismo hotel, con la señora Elvira, una vecina, mientras Nicolasito ha vivido con Griselda Lombardo un momento poco feliz. El lugar de origen de ambos los hermana y también reúne en una situación desagradable, y Mascardi considera que son los dos jóvenes a la antigua. «No se lo contemos a nadie. Que no sepan en Las Flores que dejamos el pago tan mal parado en la ciudad capital» (pp. 143-144).

El orgullo ante los pobladores de Las Flores se muestra otras veces por el conocimiento que en tan pocos días ha tenido de La Plata, relacionándolo, por cierto, con sus andanzas de fotógrafo:

Estaba seguro que pocos de los amigos de Las Flores podían jactarse de haber visitado la ciudad capital y, menos, de conocerla como él [...] soy un platense hecho y derecho, o empiezo a serlo.


(p. 145)                


Tales son las reflexiones de Nicolasito Almanza al confirmar su conocimiento del trayecto entre la pensión donde se hospeda y el laboratorio donde trabaja. La idea de poder reconocer y anunciar para sí mismo, mentalmente, las casas y los detalles del trayecto, antes de que sean visibles para él, lo llena de regocijo: «El hecho de que tomaran el ascensor era para él una satisfacción. Ya le había pronosticado Gentile que en la capital de la provincia conocería cosas nuevas» (p. 118). Las anticipaciones, los juegos de las ausencias y las presencias, o de aparecer y desaparecer, son técnicas que el muchacho incorpora juntamente a su trabajo de fotógrafo.

En ese momento se abrió la puerta y Griselda apareció, hermosísima entre los relumbrones de los espejuelos de su vestido, sonriendo de un modo irresistible.


(p. 58)                


[...] Algo, no sabía qué, lo indujo a mirar hacia el biombo de espejos.


(p. 78)                


Los espejos que refractan, atraen y cautivan la mirada de los hombres, tienen en la historia de Bioy una presencia muy firme. He observado en otro trabajo12 la atracción que el escritor ha desplegado por los dobles en diferentes cuentos y novelas. El espejo, como mundo ilusorio que multiplica y encanta, es tan nítido en su infancia real13 como en toda narrativa, a veces con la apariencia difusa de las figuras reflejadas en los espejos de Degas, otras con la corporeidad inquietante de Renoir. Pero la perspectiva del ojo que encuentra en el espejo la imagen más lejana, el ojo del fotógrafo no convencional que ha de intentar poseer, con artística perversidad, la imagen semejante o la imagen gemela que tampoco es vecina sino en la fantasía, está atenta y acechante en este fotógrafo en procura de edificios y monumentos de La Plata, con los que compondrá el primer libro de la colección Ciudades de la Provincia de Buenos Aires.

Así las hermanas Lombardo, Julia y Griselda, son para el joven una especie de doble por el que no experimenta ninguna turbación. Feliz en los encuentros con ambas, parece ser él el elegido y la ausencia de conflicto la mayor condición de goce. Nos hemos alejado ya de aquellos diálogos de Guirnalda con amores (cuentos, 1959), donde las parejas mantenían explicaciones racionales y justificaciones que tendían a interpretar su relación. Las mujeres de esta novela, la patrona de la pensión (doña Carmen), la empleada del laboratorio fotográfico (Gladys), la vecina que atisba siempre desde la puerta de la pensión, mujer del inspector de estaciones de servicio, y las hermanas Julia y Griselda Lombardo son mujeres que actúan de manera directa, con inmediatez y que, en casi todos los momentos, deciden rápidamente sobre los hechos. Nicolasito Almanza es siempre elegido por ellas: para acostarse, para tomar un café, para ganárselo y desplazar a otra.

Aunque el narrador de Guirnalda con amores suele burlarse de las mujeres que, respetando o transgrediendo convenciones y comportamientos de la moral sexual, responden en el fondo al modelo de mujer burguesa, tanto ellos como ellas hablan de acuerdo a un código de amor cortesano cuyo signo suele ser el circunloquio y la advertencia, o el pedido de advertencia. Las mujeres son muchas veces las que toman la iniciativa ante los hombres, exhibiendo su desparpajo (en «Una aventura» Mildred invitará a Tulio a ir a un hotel ante la sorpresa de él por la pérdida posible de la reputación de Mildred).

-Me muero por hacer una proposición deshonesta -dije en la pendiente de Grimaud.

-Ten cuidado -contestó Bárbara- porque voy a aceptarla.


(«Encrucijada», Guirnalda con amores, p. 17)14                


En La aventura de un fotógrafo en La Plata las dos mujeres con quienes Nicolasito se acuesta, no sólo son las que lo incitan a hacerlo, sino que parecen acompañar la invitación -recordemos que las acotaciones están casi ausentes- con una gestualidad y estilo muy marcado de la provocación corporal:

Arrimándolo contra ella, Griselda preguntó:

-¿No quiere que lo premie?

-¿Cuándo?

-Ahora.

Mientras lo estrechaba, atinó...


(p. 58)                


También Julia lo espera desnuda en la cama de la pensión donde él vive, desafiándolo a quererla y preferirla a la rival, su hermana Griselda:

-Yo te quise primero que ella -protestó mirándolo ansiosamente- ¿Quién te acompañó a fotografiar?

[...]

Entonces besame.


(p. 109)                


Gladys, la chica que trabaja en el laboratorio, le dirá al salir de la iglesia: «-Te ofrezco mi cuerpo. Quiero salvarte de esa mujer» (p. 81).

La iniciativa la toman las mujeres, en Guirnalda con amores, en cuentos de Historias desaforadas, en La aventura de un fotógrafo en La Plata, en «Una muñeca rusa», contrariando en buena medida la fama del hombre rioplatense que domina a la mujer. El personaje masculino de Bioy -si de amor se trata- es vencido más de una vez por la mujer que reina distante aunque se aproxime y despierta en parte la simpatía de un héroe casi chaplinesco que seduce con su debilidad y su búsqueda de protección. Nada más apartado de los protagonistas masculinos del autor que el hombre paternal y resolutivo. Sin embargo el tiempo del escritor, su ejercicio, ha participado de manera activa para que esos personajes femeninos que en otro tiempo, en otros textos, dialogaban con menos soltura o de manera menos directa -como ya se ha visto- sean ahora tan precisos, tan informales, tan concretos, como si hubieran salido del salón cortesano definitivamente. Se dirá: ¿no es acaso que estos personajes pertenecen a una clase inferior a los otros, no será que antes no habían entrado en la esfera de interés del narrador? Es difícil afirmarlo y al mismo tiempo negar resueltamente la hipótesis. Mas, para no limitarnos exclusivamente a los personajes femeninos -los preferidos del autor- observamos también que los hombres han modificado su forma de hablar con estas mujeres, porque don Juan Lombardo parece sólo hablar con los hombres, a quienes le gusta mostrar su mayoría de edad, su poder, su diferencia con los otros, todos hombres jóvenes, los que hablan en la novela, salvo el fotógrafo Gruter, otra figura paterna.

Las conversaciones entre Nicolasito Almanza y las hermanas Lombardo pasan de la timidez del comienzo y del trato de usted, a la confianza. Julia inicia el tuteo y ese trato gusta a Nicolasito, que lo advierte en forma imprevista, agradado. En los encuentros con Julia, Griselda Lombardo será una presencia constante, una especie de fantasma («Era mi novio o como quieras llamarlo. Me lo sacó Griselda [...] mi padre dice que yo le saco los hombres a mi hermana», p. 111) que hasta las fotos sacadas por Almanza no perdonará:

-¿Quién? Griselda. Puede ser que un día me perdone nuestra acostada, pero estas fotos nunca.


(p. 175)                


También la mujer del inspector de estaciones de servicio lo abordará con decisión:

-¿Dónde va tan apurado? Me gustaría que alguna vez charláramos un momento.

-Cuando mande.


(p. 89)                


El joven conversa con esta mujer tan agradado que lamenta no tener más tiempo para dedicarle; ella le trasmite su experiencia, su saber popular, al hablarle del poder de las mujeres sobre los hombres. «¿Quiere una prueba de que son más vivas? Gobiernan el mundo. Los hombres se limitan a repetir lo que ellas les inculcaron» (p. 90).

El lenguaje más directo, llamar a las cosas por su nombre, está en boca de las mujeres. En ningún momento Nicolasito emplea el léxico de ellas, no hace referencia al sexo, ni con circunloquios ni en forma llana, no dice «una acostada» como Julia, ni diría como su amigo Mascardi dice «flor de hembra» refiriéndose a una mujer, su única libertad y quizás su única seducción es la de sacar fotos, sin ninguna referencia al amor. Gusta de Zulema, la joven licenciada en ciencias políticas, a quien vio por primera vez tan bella como una postal, pero ella ni querrá posar para él ni será amable en su trato, y se mantiene como una figura lejana, no seducida, como las mujeres más amadas en otras obras del autor de La invención de Morel, Dormir al sol, El sueño de los héroes.

No obstante Nicolasito se siente orgulloso del trato que la ciudad capital le ha dado con las mujeres, que parecen mimarlo (p. 62).

Al acercarse al diálogo dramático, el narrador consigue la inmediatez de las respuestas y la innecesariedad de las acotaciones, sin que el discurso dialógico sea el de las representaciones en el sentido15 de transcripción. Difícil ejercicio del narrador que da a la conversación de sus personajes un espacio donde él simula desaparecer, estando sin embargo tan presente como el fotógrafo dueño de la imagen que hace suya a distancia, tan presente como en la totalidad del texto.





 
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