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ArribaAbajoCapítulo VIII

Lo que cuenta Alifonso y lo que aconseja Ulises



I

La escena que hemos referido es de todo punto necesaria para comprender la impresión que produjeron en Muriel al volver de Alcalá las estupendas novedades ocurridas en la casa durante su ausencia de tres días. Llegó por la noche, y al entrar por la calle de Jesús y María siente detrás un pertinaz ceceo; vuelve la cara y ve en la esquina un hombre muy envuelto en su capa, que con la mano le hace señas de acercarse. Se dirige a él y reconoce a Alifonso, a pesar de la consternación y palidez que desfiguraba el semblante del pobre barbero.

-¿Qué hay? -preguntó comprendiendo que algo grave había pasado.

-No suba usted, señor, no suba usted -dijo con trémula voz el mozo.

-¿Pues qué ocurre?

-Pueden echarle mano. ¡Oh!, no sé cómo pude escapar.

-¿Y Leonardo?

-Hace dos días que se lo han llevado.

-¿Adónde?

-A la Inquisición.

-¡A la Inquisición! ¿Qué has dicho? -exclamó Muriel, creyendo que había oído mal.

-Lo que usted oye. A la Inquisición, al Santo Oficio en su mesma mesmedad.

-¿Qué estás diciendo? Tú estás loco.

-¡Ay, señor, por desgracia estoy despierto! Pero alejémonos de aquí, y le contaré a usted todo.

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-Pero si esto parece una burla o... Vamos, Alifonso, ¿es esto alguna broma de Leonardo? Tú eres muy travieso.

El barbero se había llevado la mano a los ojos en ademán de limpiarse algunas lágrimas, y Muriel ya no dudó que la cosa era seria. Alejáronse de allí y fueron a sentarse en el escalón de una de las puertas del cercano convento de la Merced.

-Pues Sr. D. Martín -dijo Alifonso- esto es tremendo. Las carnes me tiemblan todavía. Pero yo juro que he de retorcerle el pescuezo a doña Visitación, que es más tonta que una marmota. No sé cómo no me comí a los alguaciles que fueron allí a prender a mi amo.

-Bien, deja ahora aparte las heroicidades que no has hecho y cuenta bien y con orden -dijo con la mayor impaciencia Martín.

-Pues señor, el martes, que en martes no puede pasar nada bueno, estaba yo poniéndole un botón a la casaca de mi amo; ya le había limpiado las hebillas y tenía enhebrada con la seda la aguja para cogerle a la media ciertas ortografías, cuando llaman a la puerta; miro por el ventanillo y veo unas caras... Aquello me olió mal; pero el amo me mandó que abriera, y abrí. Ello es que eran seis, si mal no recuerdo, y dos de ellos traían unas cruces verdes, y todos vestían de negro, de tal modo que me espanté y no supe contestar a sus preguntas. Yo no sé qué respondí; ellos dijeron que yo era un mentiroso, y a la verdad, así fue, pues no me sacaron el nombre de mi amo, por más que el uno de ellos me clavó unos ojazos que me querían comer. Entráronse de rondón todos en la casa, y era cosa de ver cómo andaba la vecindad por la escalera atisbando lo que pasaba, y exclamando las mujeres y los chicos: «La Inquisición, la Inquisición en casa de D. Leonardo». Doña Visitación cayó como un saco, y yo, lo confieso, me puse a temblar como si ya sintiera en las espaldas las disciplinas del verdugo. Mi amo no se acobardó, y faltó poco para que la emprendiera a porrazos con toda aquella patulea. Ya usted ve: así de pronto... con el coraje... Hubiera hecho mal; porque aquellos son ministros de Dios. Yo soy buen cristiano, Sr. D. Martín; pero ¿a qué vienen esas cosas de la Inquisición? Es mucho cuento el tal Santo Oficio: que si son herejes, que si no son herejes. ¡Y por eso azotan a la gente!... Y dicen que antes los asaban como si fueran conejos. ¿Verdad, señor, que si no sueltan pronto a mi amo es preciso andar a bofetones con esa gente?... porque yo tengo un genio...

-¿Y le prendieron? -preguntó Martín, poco atento a   —120→   las consideraciones de Alifonso sobre el Santo Tribunal.

-¿Que si le prendieron? Aunque hubieran sido dos. Pues digo: iban también por usted. Puede dar gracias a Dios por haberle ocurrido ir a Alcalá; que si está en Madrid me lo cogen y de patitas me lo zampan en la cárcel.

-¿Y él no hizo resistencia?

-¡Quiá! Al principio, como que quiso... pues; pero eran muchos los otros y no tuvo más remedio. Le bajaron, le metieron en un coche, y agur. Esto me lo han contado, porque yo, señor, en cuanto vi las cruces verdes, eché a correr y por el desván me salí a los tejados, donde estuve un día y una noche haciendo el gato; y cuando la tocinera de la guardilla se asomaba, tenía necesidad de agazaparme y dar algún maullido para que no me conocieran. En toda la noche tuvo el alma en mi almario, y no sé lo que hubiera sido de mí si el del tinte, que vive en la guardilla de la izquierda, no me hubiera dado asilo.

-¿Y se lo llevaron? -preguntó otra vez Martín, que en su asombro necesitaba nuevas afirmaciones para creer que aquello no era sueño.

-No allí lo dejaron de muestra -contestó con sorna el barbero-; se lo llevaron. La vecindad está toda escandalizada, y ya creo que se han gastado tres azumbres de agua bendita en santiguar la casa. Todos andan como moco de pavo, muy devotos y rezones, y esta noche creo que van a hacer un sahumerio de romero bendito y raspaduras de cuerno para limpiar la casa de maleficio.

-¿Y él no decía nada?

-Si he de decir la verdad, yo no lo sé, porque me escurrí, como he contado. Pero según unos, al salir dijo mil blasfemias y cosas malas contra Dios y la Virgen; yo no lo creo, porque el señor es buen cristiano. Según otro, dijo: «Si Martín estuviera aquí...», como dando a entender... pues. ¡Fuerte cosa ha sido ésta, señor, y cuando considero que mi amo está en un calabozo, comiéndose los codos de hambre!... Pero ¡ah!, ¡la tía Visitación! ¡Que no la vea yo con coroza por esas calles! Con sus devociones y aquellos singultos que le dan, tiene peores entrañas que una hiena. Contarele a usted lo que ha pasado hoy.

-¿Tú no has vuelto a la casa?

-¿Qué había de volver? ¡Pues bonito está el negocio para meterse allí! Hasta que esto no se aclare no me ven el pelo. De esa gente de las cruces verdes hay que estar a cien leguas. Pues contaré a usted. Hoy han ido esos cafres a tomar declaraciones y a enterarse... pues... Lo primero que les dijo la perra de doña Visitación fue que era yo el   —121→   demonio mismo o tenía tratos con él. Riéronse los inquisidores, según me contó la del tinte, que estaba allí; pero la maldita vieja insistió en ello, asegurando que yo andaba siempre manejando lejías y brebajes. Eche usted cuenta... que yo tenía mil potingues de elixires y drogas, y que una vez había convertido un jamón en violín. ¡Ha visto usted qué tía estropajosa! Dijo también que los tres estábamos toda la noche dando aullidos y cantando cosas malas. De usted no asegura ninguna cosa mala, ni de mi amo tampoco, a no ser aquello de las griterías; pero de mí no quedó peste que no dijo la maldita vieja. Mas llamaron a declarar a las escofieteras: ya usted sabe que el amo tenía mucha broma con el marido de la casada, y que si hubo, que si no hubo aquello de... déjelo usted estar; lo cierto es que las dos no nos podían ver ni pintados, sobre todo la Teresita, aquella de los ojuelos negros. Dijeron que nosotros éramos gente perdida, que teníamos alborotada la vecindad con nuestras maldades y que usted había traído un barco cargado de libros diabólicos y perversos que estaba vendiendo de ocultis. Dijeron también que el Jueves Santo por la noche yo había estado bailando y que mi amo tenía un licor infernal para adormecer a las muchachas. Pero ¿a qué es cansarnos? ¡Fueron tales las iniquidades que aquellas pelandruscas1 inventaron! ¡Ah!, también se les ocurrió... las colgaría por el pescuezo en los dos balcones de la casa... afirmaron que algunas noches sentían en nuestra habitación lamentos de niño y que se horrorizaban todas... ¿Ve usted qué farsa?, y aseguraron que mi amo robaba chicos y les sacaba la sangre para hacer sus brebajes.

Muriel no pudo reprimir una exclamación de horror al oír el relato de las soeces declaraciones de aquella vecindad implacable, enemiga de los pobres vecinos del piso segundo. Estaba absorto ante la novedad de aquel triste suceso que se presentaba con tan graves y alarmantes caracteres, y aún no había en su espíritu la serenidad suficiente para juzgarlo y determinar lo que allí había de monstruoso o ridículo. La Inquisición ha sido siempre una mezcla de lo más horrendo y lo más grotesco, como producto de la perversidad y de la ignorancia.

-¿Y no registraron las habitaciones? -preguntó.

-¡Pues no!, la puerta estaba sellada con cera verde; abriéronla y no dejaron cosa alguna en su sitio. Uno hojeaba todos los libros de usted, y después de sacar un apunte de lo que eran, cargaron con ellos, sin dejar una hoja. También se llevaron el pedazo de aquella estampa de la Virgen del Sagrario que usted quiso quemar, porque era   —122→   un mamarracho muy feo, y no gustaba de ver representada a Nuestra Señora con semejante carátula. Sobre esto me han dicho que hicieron muchos aspavientos los clerizontes. De los papeles no dejaron uno, incluso las cartas de... ¡Pobre señorita Engracia, cómo se quedará cuando sepa tales horrores!... Cuando se echaron a la cara el título de aquella obra que usted leía... ¿Cómo era?... Sí... escrita por un tal Chasclás o Blaschás...

-Por el barón de Holbach.

-Eso es, eso; pues uno de ellos lo escupió. Y cuando abrieron otro libro y vieron en la hoja... todo esto me lo ha contado la tintorera, que estaba allí, y no se acordaba de los nombres... Era aquel libro en que yo leía por las noches, cuando estaban fuera... era una cosa así como don Lamberto.

-Sí, d'Alembert.

-Ese mismo. Pero el que los puso furiosos, tanto que uno de ellos dijo unos latinos y hasta dudó el cogerlo en las manos como si le mordiera, fue aquel que a mí me gustaba tanto: aquel que tiene una estampa de un rey a quien le cortan la cabeza con una gran cuchilla que sube y baja...

-En fin -dijo Muriel-, se lo llevaron todo.

-Todo... no dejaron ni tanto así de papel. Se llevaron las cartas, los papeles de la renta del amo y aquel legajo que mandaron de su pueblo... Todo, todo, menos la ropa, que tiraron por el suelo después de haber registrado los bolsillos. Doña Visitación la ha guardado toda esta tarde, y yo voy a ver si se la entrega a la del tinte para que nos la dé.

-¿Por qué no vas tú por ella?

-Cepos quedos -contestó Alifonso-. Me parece que estoy viendo todavía las cruces verdes, y además yo desconfío de aquella vieja, que es capaz, si me ve entrar, de ponerse a dar gritos en el balcón, diciendo: «¡Ya pareció, ya pareció!». Estemos en paz con nuestro pellejo; que más vale pasear por las calles, aunque con miedo, que pudrirse en un calabozo de la Inquisición. Además, yo espero de este modo servir a mi amo... pues entre los dos... Ya hoy he dado algunos pasos.

-¿Qué has hecho?

-Pues en cuanto supe lo del reconocimiento me eché fuera, y envuelto en mi capa me fui a casa del abate don Lino Paniagua a contarle lo que pasaba. Pues vea usted, ya me dio alguna esperanza, y me consoló bastante, porque, ¡ay!, ayer tenía el corazón como un puño.

-¿Y qué te dijo ese D. Lino? -preguntó Martín con mucha curiosidad.

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-Que cuando usted llegara fuese a verlo, para decirle él lo que tenía que hacer.

-Pues iré esta noche misma, si es preciso.

-Según me dijo, a usted le será fácil conseguir que echen tierra al asunto, porque, aunque esos de la Inquisición son gente de malas entrañas, parece que uno del Consejo Supremo es primo de la hermana de la mujer del cuñado o no sé qué de ese señor conde de Cerezo, a quien usted conoce.

-¡Yo!... De Cerezuelo, querrás decir. ¡Pues es buena recomendación la mía para esa gente! -dijo con ironía Martín-. El tal D. Lino no sabe lo que dice.

-En fin, él lo enterará a usted. ¡Pobre señorito D. Leonardo; verse encerrado en una prisión sin haber hecho mal a nadie! Vamos, cuando lo pienso me dan ganas de becerrear como un chiquillo.

-Esta noche misma iré a casa de ese Sr. Paniagua a ver qué me dice -indicó Martín levantándose con resolución.

-Mejor es, porque ¿qué se pierde con tomar la cosa con tiempo? Pero mucho cuidado, que si me le echan mano...

Ambos personajes avanzaron juntos a lo largo de la Merced, y hasta la esquina de la calle del Burro, donde vivía el abate, no se separaron. Muriel estaba muy abatido, y Alifonso, por la desgracia, no había dejado de ser charlatán. El primero ya no tenía fuerza para hacer frente a las desventuras, y su desprecio a los acontecimientos se trocaba lentamente en un pavor casi supersticioso que se acrecentaba a cada nuevo golpe que recibía. Empezaba a creer en una lección providencial, en un castigo tal como nunca su conciencia de filósofo esperó recibirlo, y en su espíritu había por lo menos una tregua con la Divinidad. Estaba confundido, anonadado. No sabía si seguir despreciando a su época, u odiarla con más fuerza; y la sociedad empezaba a parecerle demasiado fuerte para que fuera posible luchar con ella. La corrupción era invencible, porque era a la vez fanática, y parecía más fácil destruir aquella generación que convencerla. Con estos pensamientos, dominado a la vez por la tristeza y el recelo, el corazón desgarrado y el alma escéptica, entró en casa del abate.




II

Grande fue la sorpresa de Martín al ver el extraño traje con que le recibió D. Lino Paniagua, el cual, delante de su espejo, mientras un peluquero se ocupaba en dar las últimas   —124→   pinceladas en su adobado rostro, ofrecía la más extravagante figura. Una gran peluca a lo Luis XIV le cubría la cabeza, arrojando sobre sus hombros exuberante porción de enmarañados rizos, de tan descomunales proporciones, que el rostro del pobre abate aparecía reducido a la mitad de su natural tamaño; un peto escamoso semejante al que ponen los escultores en el cuerpo de San Miguel ceñía el suyo, y de la cintura pendía la espada corta y un escudo de cartón dorado con caprichosos signos zodiacales. Calzaba una especie de coturno con hebillas, y la pierna se cubría con media de punto imitando muy imperfectamente la desnudez. De la cara nada hay que decir, pues desaparecía tras una corteza de bermellón y dos enormes rayas negras que hacían el papel de cejas en aquella máscara grotesca. Cuando el protector de los amantes vio entrar a Martín, soltó el papel en que leía unos retumbantes endecasílabos y dio rienda suelta a la risa, diciendo:

-¡Ah!, Sr. D. Martín Martínez de Muriel, mi querido amigo: no se maraville usted de verme en este traje! Estoy desconocido, ¿no es verdad?

-Ciertamente, ¿pero estamos en Carnaval?

-¡Oh!, no señor -contestó el abate riendo con más fuerza-; pero me veo en un compromiso. He tenido que encargarme del papel de Ulises en la tragedia de Ifigenia, que se representa esta noche en casa del marqués de Castro-Limón, porque el Sr. de Berlanga, que había de desempeñarlo, ha caído anteayer con unas tercianas, y... no he tenido más remedio. Me ha sido preciso aprender el papel en dos días. ¿Qué le parece a usted el traje?

-Está usted hecho un payaso -contestó Martín.

-¿Un payaso, Sr. D. Martín? -dijo Paniagua riendo sin la menor señal de agravio-; es verdad, pero ¿qué quiere usted? Me han obligado. Yo no puedo decir que no. ¿Cómo iba a dejar de representarse la tragedia? Pero ahora caigo en que usted debe venir a... Alifonso me ha contado todo. ¡Pobre Leonardo! ¡Qué desgracia, qué mala suerte!

-Más vale que diga usted: ¡Qué iniquidad, qué infamia!

-Sí, pero diré a usted, hay leyes sagradas. ¡Qué se ha de hacer!... Está establecido. Pero ¿qué me dice usted de la peluca? ¿Le parece, por ventura, demasiado grande? ¿Y la espada? ¿No cree usted que un poco más corta sería mejor? Me parece que llevo a la cintura el montante de Diego García de Paredes.

-¿No tenía usted antecedente alguno de esta abominable prisión de Leonardo? -preguntó Muriel sin cuidarse de la peluca ni de la espada del abate.

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-No, ¿cómo iba yo a saber los secretos del Santo Oficio? Para mejor servicio de la santa fe católica y de la religión, aquel Tribunal obra siempre con el mayor sigilo. A veces ni los mismos parientes del reo saben su prisión hasta el día del suplicio, sistema admirable a que debe la Inquisición su eficacia.

Martín escuchó en silencio y más meditabundo que irritado la apología de la Inquisición hecha por boca de aquel mamarracho, caricatura física y moral ante la cual se experimentaba un sentimiento que no se sabía el era la compasión o el desprecio.

-Creo -continuó D. Lino-, que no sería difícil conseguir que ese asunto se acabara pronto, siendo condenado D. Leonardo a una pena muy ligera, como azotes, por ejemplo... En el día la Inquisición no es rigurosa. Se los darían en el patio mismo de la cárcel.

-¡Oh! -contestó irritado Martín-, en cualquier parte que sea, eso sería una infamia sin igual. Leonardo es inocente.

-Ya lo sé... ¿quién lo sabe mejor que yo? Pero ¿qué quiero usted? Tal vez pueda conseguirse que sea relajado.

-¿Y qué es eso?

-Que pase al brazo secular porque el delito no sea de los que competen al Santo Oficio. Entonces, a fuerza de empeño, se puede conseguir que se sobresea y lo despachen pronto; así como dentro de dos años o dos y medio.

-¡Dos años; eso es espantoso! Y siendo inocente... ¡Oh, D. Lino!, creo que los que se contentan con maldecir a estos tiempos son despreciables y cobardes. ¿No merecería las bendiciones de los hombres el que tuviera fuerza y valor suficiente para estremecer desde sus cimientos el Estado y la Corona, y toda esta balumba de ignorancia y corrupción?

-Diga usted -preguntó el abate sin comprender aquellas palabras, que le parecieron una jerigonza-, diga usted, ¿no le parece que esta pantorrilla izquierda tiene poco algodón? Ya se ve, con la prisa... Y de aquí allá creo ha de ajárseme completamente el vestido, aunque ha venido a buscarme la berlina de la casa. He tenido que vestirme en la mía, porque allá no tengo confianza... Como es uno así, persona de cierta edad, y aquellas niñas son tan burlonas... ¡Ay!, esta espada se me traba en las piernas y estoy expuesto a dar un costalazo en lo mejor de la tragedia... Pero veo, Sr. D. Martín, que está usted preocupado con el caso de Leonardo y no atiende a lo que le digo. ¿Sabe usted a quién debe dirigirse? ¿Recuerda usted aquella dama con quien   —126→   usted habló en la Florida, con quien bailó de lo lindo, paseando después por las alamedas?

-Susanita Cerezuelo

-Justamente; y acá para entre los dos, me pareció que no le miraba a usted con malos ojos, aunque es en extremo insensible y hasta ahora no se le ha conocido pasión ninguna. Puesto que estuvieron ustedes tan amigos aquel día, vaya usted a su casa, háblele...

-Pero qué, ¿esa señora es también inquisidora? -preguntó Martín.

-No, alma de Dios; pero lo es el hermano de la esposa de su tío, D. Miguel Enríquez de Cárdenas, en cuya casa vive. El Sr. D. Tomás de Albarado y Gibraleón es consejero del Supremo de la Inquisición, persona bondadosísima y siempre inclinada a perdonar; es tal su influjo entre los jueces del Santo Oficio y con el inquisidor general, que puede decirse que él hace lo que quiere en cuanto concierne a aquel Santo Tribunal; con esto y con decirle a usted que ama entrañablemente a Susanita y que la mima hasta el punto de otorgarla cuanto ésta le pide, comprenderá usted si hago bien en aconsejarle que dé este paso para conseguir su fin.

-Pero yo no puedo pedir nada a esa familia; yo no puedo entrar en esa casa. Sería para mí la mayor de las humillaciones, y creo que ni aun la consideración de las desventuras de Leonardo me daría fuerzas para doblegarme ante semejante mujer.

-¿Qué dice usted, hombre? ¿Usted está loco? -dijo con asombro el abate, apartándose los rizos que sin cesar le caían sobre el rostro-, ¿Humillación, pedir un favor de esa naturaleza a la más celebrada hermosura de la Corte? ¡Pues digo, que charlaron ustedes poco aquel día! Usted es incomprensible, Sr. D. Martín.

Éste no quiso explicarle a D. Lino las razones en que se fundaba, y guardó silencio.

-Pues le aseguro a usted -prosiguió el abate- que estoy en lo firme al creer que conseguiremos por ese medio ver en libertad al pobre D. Leonardo. Vaya -añadió con malignidad-, se viene usted haciendo la mosquita muerta. ¿Si seré yo alguna marmota para no comprender que Susanita le mira a usted con buenos ojos? Vaya usted allá, y después veremos si tengo razón. Es una familia amabilísima, y en cuanto al doctor Albarado no conozco hombre más excelente. ¡Y cómo quiere a Susanita! Va allá todas las noches; yo también voy y solemos echar un tresillo. Mañana mismo diré a la madamita su pretensión de usted.

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-¡Ah, no -dijo Martín-, no puede ser, yo no puedo ir allá!

-¡Hombre, no lo entiendo! Usted no sabe el efecto que ha producido, Sr. D. Martín, o si lo sabe lo disimula. No sea usted raro, vaya usted. Si no, hay que resignarse a ver a Leonardo condenado... quién sabe a qué.

-No, de ninguna manera. Esa familia y yo no podemos decirnos una palabra -aseguró Martín con resolución.

-¡Pero yo estoy confuso! ¡Pues poquito se dijeron ustedes en la Florida! Lo que le aconsejo a usted es un medio decisivo. Yo por mi parte haré cuanto pueda. Mándeme usted, iremos juntos a todas partes, le llevaré recados. Mañana no, pero pasado estoy a su disposición. Mañana me es imposible por tener que asistir al funeral del comandante Priego, y también he de ocuparme de buscarle doncella a la condesa de Cintruénigo, que me ha hecho hoy ese encargo, y el de contratarle una media docena de pavos buenos. Además mañana tengo que poner en limpio el entremés de Trigueros, que ha de estar listo para el sábado... Pasado, pasado estoy a la orden de usted.

-Yo no puedo, no puedo ir a esa casa -dijo otra vez Martín, preocupado siempre con la misma idea.

-¡Pues no ha de ir usted! Yo mismo le llevo, yo mismo. Si usted conociera al doctor Albarado...

-Yo me retiro -dijo Martín repentinamente-, necesito meditar eso; sí, es preciso pensarlo, pensarlo mucho.

-Al fin irá usted. Si no lo hiciera, sería preciso declararle loco rematado... ¡Ah, Sr. D. Martín! -añadió echándose mano a la cintura-, hágame usted el favor de apretarme esta hebilla. ¡Diablo de espada! Y luego con este pelucón, que no parece sino que llevo tres zaleas en la cabeza...

Apretó Muriel la hebilla con tal fuerza, que el talle del abate quedó reducido a su más mínima expresión, y aunque en realidad le molestaba sentirse tan fatigado, se olvidó de la mortificación al ver reproducida en el espejo su sutil y esbelta cintura. Gruesas gotas de sudor, producto de la sofocación causada por la peluca, despintaban su rostro; pero él llevaba con paciencia todas estas agonías, regocijándose de antemano con el éxito de su trágica representación. Muriel no creyó conveniente distraerle por más tiempo, y se marchó dejando al improvisado Ulises completamente dispuesto ya para entrar en escena.

Salió Martín de aquella casa en un estado de agitación indescriptible, conforme a la repulsión y lucha de estas dos proposiciones que se disputaban el dominio de su espíritu.   —128→   ¿Se humillaría ante la familia de Cerezuelo, solicitando un beneficio de la orgullosa e insolente Susana? ¿Dejaría a Leonardo en poder da los sectarios del Santo Oficio, cuando tal vez podría salvarle con un sacrificio de su amor propio? El trastorno que en su ánimo produjo esta duda espantosa no es para referido. Según él pensaba entonces, no podía ser obra de casual encadenamiento de sucesos los que recientemente ocurrieron; había una lógica tan horrible en ellos, que era preciso creer en la acción deliberada de una vengativa Providencia, constante en el empeño de abatirle más, cuando él más quería sublimarse. Los agravios recibidos de la familia Cerezuelo; el diálogo con Susana, en que había querido humillarla; la pérdida de su hermano, desamparado por la misma casa; sus provocaciones y arrogancias ante el viejo conde; la prisión de su único amigo, y la última fatal coincidencia de que había de arrastrarse a los pies de aquella misma familia maldecida y despreciada para poder salvar a Leonardo, parecían hechos dependientes de un verdadero plan, que algún dedo inescrutable había trazado en el libro de aquella vida turbada por las creencias y por la pasión. Su orgullo debía abatirse; sus ojos, que arrostraban con expresión provocativa la vista de una sociedad tan despreciada, debían cerrarse humildemente, buscando en la lobreguez la única paz posible; debía ser humilde ante los poderosos, aceptar el yugo y gemir en el silencio de su conciencia, sin proferir una queja eterna ni vanagloriarse con la intención de destruir un mundo en que no se veían más que defectos.

En este angustioso estado de espíritu vagó por las calles, sin saber qué camino tomaba ni cuidarse del sitio aún desconocido en que había de pasar la noche. Su pensamiento se elevaba a Dios, fuente de justicia, procurando desprenderse de sus odios y preocupaciones para ver si espiritualizado en la comunicación con lo Alto, adquiría la certidumbre de que era un loco extraviado por la lectura de libros malos o el trato de hombres perversos. Pero ni esta certidumbre ni ninguna otra puso paz en su ánimo, y siguió dudando el continuar enorgullecido de la superioridad moral que sentía en sí respecto de su época, o si abdicar la mejor parte de su carácter poniéndose al nivel de las gentes que en torno suyo veía sin cesar. Por fin, después de dar mil vueltas, el cansancio físico se sobrepuso en él a la fatiga mental, y se ocupó en buscar un sitio donde pasar la noche puesto que no debía ir a su casa. La única persona que podría darle un asilo era el Sr. de Rotondo, y allá se dirigió, no sin repugnancia, pues no había simpatizado   —129→   con aquel personaje. Éste le recibió con los brazos abiertos, diciéndole estas palabras, que preocuparon al joven toda la noche:

-¡Ah!, Sr. D. Martín, ya sabía yo que había de venir a parar a esta casa.

Lo que los dos se dijeron después, y lo que hizo Martín al siguiente día, lo sabrá el lector en los siguientes capítulos. Martín se acostó en un mal cuarto, donde había arreglado la vieja intendente de aquel vetusto y triste edificio un abominable camastrón. No le fue posible pegar los ojos hasta el amanecer, y su martirio fue grande no sólo porque la excitación mental le impedía dormir, sino porque contribuyeron a aumentar su doloroso y febril insomnio los desaforados gritos del pobre La Zarza, que en la habitación contigua exclamaba sin cesar: «¡Robespierre, Robespierre, no haya piedad!... ¡Todos a la guillotina!... ¡Aún faltan muchos: valor! ¡Pérfidos aristócratas, infames vendeanos, enemigos de la civilización: preparad vuestras cabezas!... ¡Temblad, tiranos, vuestra hora ha llegado!... ¡Robespierre, Robespierre: la infamia de tantos siglos no se lava sino con sangre!».






ArribaAbajoCapítulo IX

El león domado



I

Susana no había podido, a pesar de su carácter dominador y absorbente, trocar las antiguas, venerandas e invariables prácticas de la casa en que vivía, que era la de su tío D. Miguel de Cárdenas y Ossorio. Conspiró la joven mucho tiempo para hacer variar las horas de comer y las del Rosario, lo mismo que para destruir ciertas preocupaciones y rancias costumbres que, según ella decía, quitaban todo su brillo a los saraos. Consistían estas antiguallas en no dar al uso de las bujías la importancia que merecía, prefiriendo los viejos hachones de cera y resistiéndose a trocar las lámparas históricas por los modernos y recién propagados quinqués.   —130→   También había hecho esfuerzos para poner en la sala algunas cornucopias que cubrieran las vergonzantes fealdades de unos tapices que habían presenciado el paso de diez generaciones, y asimismo quiso substituir el clave imperfecto y discordante que sus antepasados adquirieron en tiempo de Juan Bautista Lulli, cuando menos por un forte-piano, admirable en las labores de la caja, encantador en sus sonidos, joya instrumental y artística digna de las manos y del espíritu de Beethoven. En esto triunfó Susana, mas no en relegar la guitarra a completo olvido, como pretendía, llevada de su amor a la etiqueta. La guitarra siguió animando con sus rasgueos picantes y su dulce somnolencia las tertulias de la casa, donde se bostezaba de lo lindo, a causa de no poderse dar entrada franca a elementos de distracción.

Los dueños tenían en esto un rigor extremo, y el estrado de tan veneranda mansión no se abría sino a personas incurablemente serias, a damas de la estofa cancilleresca de doña Antonia de Gibraleón y a señores procedentes del Consejo y Cámara de Castilla, de la Sala de Alcaldes de Casa y Corte, de la Contaduría de Penas de Cámara, del Consejo de Ordenes o de las Indias, de la Rota o de cualquiera de aquellos panteones administrativos que hacían las delicias del siglo XVIII. Por las noches, al ver entrar con solemne y acompasado andar aquellas estiradas figuras, cuyos semblantes parecían más graves sombreados por las alas de pichón de sus disformes pelucas, un observador de nuestra época hubiera creído asistir al desfile del Estado en el antiguo régimen. La conversación correspondía a los personajes, y aunque las damas, a excepción de la Diplomática, se aburrían bastante, ellos pasaban tan entretenidos las largas horas de la tertulia, que, al llegar las diez, hora de romper filas, exclamaban a una voz: «¡Qué temprano!», si bien la costumbre era más poderosa que nada, y envolviéndose en sus capas salían, precedidos del paje y la linterna, en dirección a sus casas.

No se permitía más desahogo literario que alguna lucubración pastoril de Pepita Sanahuja, considerada como verdadero portento de precocidad y de ingenio. De entremeses ni representaciones no había que hablar, porque tal cosa no era consentida en tan augustos recintos, y sólo alguna canción, acompañada al clave o a la guitarra, podía tolerarse, con previa censura y después de ser amonestado el Orfeo para hacerlo en voz baja y con muy recatados ademanes. En el ramo de refrescos la sobriedad era tal como correspondía a estómagos que por su edad no   —131→   debían ser cargados con excesivo material, y, por tanto, el bolsillo del Sr. Enríquez de Cárdenas no sufría grandes expoliaciones con esta partida del presupuesto señoril. No se escatimaba el chocolate ni los azucarillos, pero si se quería pasar de ahí, si se le antojaba a cualquier estómago el recreo de alguna magra o de algún pastel substancioso, los Enríquez de Cárdenas no tenían nada de Lúculos y cerraban las despensas con cien llaves. Verdad es que los tertulianos eran tan sobrios como los amos de la casa, y ninguno se hubiera permitido desordenados apetitos.

Uno de los principales y más asiduos sostenedores de la tertulia era el doctor Albarado y Gibraleón, hermano de la señora, persona de ilimitada bondad, y tan discreto y sensible a la vez, que su cargo de inquisidor general era en él un horroroso contrasentido. Su amor por Susana, a quien había mimado desde niña con la flaqueza y cariño paternal de un abuelo, era delirio. Persona grave y de austeras costumbres, el doctor tenía, especialmente con su idolatrada Susanilla, todas las expansiones de la más franca y generosa confianza. Cuanto la joven decía, él lo encontraba bien; sus rasgos de soberbia le encantaban, y en su presencia era preciso tenerla contenta so pena de incurrir en el desagrado del señor Inquisidor general. Ella, por su parte, si con alguien era condescendiente y suave, era con el abuelo, como le llamaba de ordinario, y en la tertulia las gracias de uno, las mimosas respuestas de la otra, eran lo único que por lo general desentonaban la soporífera armonía de la conversación.

Hemos creído necesario dar esta breve noticia de la vida interior de la casa antes de referir los singulares e imprevistos acontecimientos que van a resultar de la entrevista de Muriel con Susanita, determinación que tomó el joven al fin, después de meditarlo mucho, y calurosamente incitado a ello por D. Buenaventura Rotondo.




II

-No podía usted haber ideado cosa mejor -le decía éste al siguiente día, cuando el joven se levantó, después de un breve y agitado sueño-. Es el mejor camino. Si por la intercesión de Susanita no consigue usted nada, ese amigo de usted se pudrirá en su calabozo sin que nadie le ampare. Yo conozco mucho a esa familia, y el Inquisidor es tan amigo mío, que no pienso tenerlo más íntimo en ninguna parte.

  —132→  

-¿Pues por qué no le habla usted? -dijo Martín-. Yo le quedaré eternamente agradecido.

-¡Ah! No es fácil ablandar al doctor D. Tomás de Albarado. Sólo una persona tiene el privilegio de excitar la indulgencia del inquisidor hasta el punto de obligarle a arrancar a un reo de las garras del Santo Oficio. Háblele usted mismo a ella... nada más que a ella.

-Pero ya ve usted las razones que tengo -dijo Muriel, que ya había contado a su interlocutor lo que saben nuestros lectores.

-Eso no importa, amigo mío. Es preciso doblegarse, transigir, y mucho más cuando está de por medio la libertad de un amiguito.

-¿Pero no comprende usted que esa mujer ni siquiera se dignará recibirme? Me hará apalear por los lacayos desde que ponga los pies en su casa. ¿No recuerda usted lo que acabo de contarle... la escena de la Florida?

-¡Qué tontería! Si usted la humilló entonces, es necesario abatirse, llegar, pedirle perdón...

-¡Yo, perdón! -contestó Martín con energía-. Eso de ninguna manera. Lo más que puedo hacer es exponerle mi petición de un modo respetuoso, y nada más.

-Es usted lo más raro...¡Pero qué orgullo... qué...! Es preciso, amigo mío, aceptar las cosas como las encontramos. Usted no es ningún potentado; usted no puede hacer nada por sí solo en el mundo; usted tiene que humillarse buscando el arrimo de los poderosos. Yo no me explico semejante orgullo ni aun tratándose de quien quiere remover la sociedad. Pues digo, hasta en eso no se digna usted descender de las alturas, y cree que cuantos aspiran a fines parecidos no saben lo que hacen.

Sea que Muriel encontrara algo de justo en esta reprensión; sea que le infundiera más bien desprecio que asentimiento, lo cierto es que no contestó a ella, y permaneció con los ojos fijos en el suelo, meditando, sin duda, aquel grave caso.

-No tiene usted nada que pensar -continuó D. Buenaventura, cuyo empeño en decidir a Muriel era tan oficioso, que llamó la atención de éste-. No tiene que pensar más en ello, sino resolverse, e ir. Yo le aseguro a usted -añadió en tono de profunda convicción- que será bien recibido. No tema usted nada.

-¡Bien recibido! Eso no puede ser. Creo que de ninguno harán menos caso que de mí en tal asunto. Esa gente me detesta; a ella, sobre todo, debo inspirarle una repugnancia inaudita.

  —133→  

-La mujer es voluble y tornadiza. Hoy ama lo que ayer aborrecía, y mañana desprecia lo que le ha gustado hoy.

-No crea usted, a mí me importa poco ser despreciado o no por esa gente. Lo que no quiero es humillarme, cuando en el fondo de mi corazón les considero tan indignos y pequeños, a pesar de su posición social. Mi mayor gloria es confundirlos con una palabra, avergonzarlos y deprimirlos. Después de lo que ha pasado, prosternarme ante la grandeza que yo me he complacido en pisotear, me parece la mayor desgracia que pudiera ocurrirme. ¡Si me parece que de este modo les perdono todas sus crueldades! ¡Oh! Mi padre muerto, mi hermanito errante y abandonado por los caminos, son recuerdos que equivaldrán para mí a un remordimiento constante si doy este paso.

-¡Preocupaciones ridículas! Si usted no lo hace, el recuerdo de su amigo D. Leonardo será un remordimiento peor, porque vive, si estar en manos de la Inquisición es vivir, y usted puede librarle de una muerte deshonrosa.

-Pues bien; puesto que no hay otro remedio, iré. Me humillaré, le pediré perdón. ¡Oh! Es terrible -añadió con cierta expresión de sentimiento-. Si me concede lo que pido, tendré que... tendré que agradecerle...

-Es usted atroz -contestó riendo el Sr. D. Buenaventura-. Le espanta la idea de tener que renunciar a sus rencores, ¡de tal modo se han infiltrado en su naturaleza!

-Voy, no hay más remedio. Lo único que temo es que mi impetuosidad no me impida ser todo lo humilde que conviene delante de esa tiranuela.

Ya no cambió de propósito. La situación de Leonardo exigía aquella humillación, y era preciso pasar por ella. Preocupábale a Muriel la insistencia de Rotondo en decidirle, y mucho más las reticencias y frases con que mostró tener seguridad de que el joven sería bien recibido. Don Buenaventura tenía conocimiento con aquella familia, ¿en qué consistía que le impulsaba hacia ella con tanto empeño? Muriel, que no carecía de astucia, comprendió que no era Rotondo de los que dan paso alguno en la vida sin un fin meditado. «¿Pero a qué pensar en esto? -decía Martín-; ¡lo mejor es esperar a que los acontecimientos lo expliquen!».

Salió de la calle de San Opropio y fue a la casa del abate, a quien encontró en la cama muy dolorido y cabizbajo. El infeliz había sufrido una violenta caída en el escenario de la casa de Castro-Limón, a consecuencia de habérsele trabado en las piernas el temido acero del prudente Ulises   —134→   en los momentos en que entraba a toda prisa para decir a Agamenón:

«Calma tu furia, valeroso Atrida».

Al caer, un grueso alambre del casco de cartón que puesto llevaba se le clavó en la frente, produciéndole una lesión entre rasguño y herida, de la cual le manó mucha sangre toda la noche. Las risas de los espectadores fueron tales, que hubo necesidad de suspender la representación, la cual siguió más tarde sin Ulises, con gran descontento de los improvisados cómicos.

-Tengo que darle a usted una buena noticia -dijo con quejumbroso acento D. Lino al ver entrar a Martín.

-¿Qué?

-Empezaremos por el principio. Hay noches funestas, amigo mío, y la pasada lo fue para mí en grado extremo. ¡Qué bochorno! Yo sabía tan bien mi papel... Y no estaba mal vestido, ¿no es verdad, D. Martín? Pero aquella maldita espada... ya recordará usted que se lo dije.

-¿Pero qué buena noticia es esa que usted me iba a dar? -preguntó Muriel impaciente.

-¡Pues es nada! Anoche estaba Susanita en casa de Castro-Limón, y le dije que le iba usted a pedir un favor.

-¿Y qué dijo?

-Lo que yo me figuraba.

-¿Me recibirá?

-¡Toma! ¿Pues no ha de recibirle? Se mostró muy sorprendida al principio y no me contestó palabra. Esto fue antes de sucederme el percance. ¡Ah, qué vergüenza! ¡Caer en medio de la escena como un costal! ¡Si viera usted cómo se reía aquella gente! Yo que entraba tan entusiasmado en compañía de Epiphile diciendo... No me quiero acordar.

-¿Conque no contestó? -preguntó el joven sin cuidarse de la caída de Ulises.

-No; tanto que pensé que aquello la habría disgustado; pero verá usted lo que pasó después... Yo me fui al escenario... Aquellos malditos borceguíes tienen unos tacones tan altos que no sé cómo me tenía de pie.

-¿Qué fue lo que pasó después? -dijo Martín contrariado por las prolijas consideraciones que hacía Paniagua sobre su porrazo.

-Las damas que allí había me curaron la herida de la cabeza, mas no la contusión de la pierna, que es algo más grave. Ellas, las muy tunantas, se reían a costa de mi sangre   —135→   y de mi vergüenza; pero ¡qué bien me cuidaron! Figúrese usted, Sr. D. Martín, un perchazo dado de improviso, sin que hallara a mano cosa alguna en que agarrarme... Susto mayor...

-¿Pero no me saca usted de dudas?

-Sí; pues es el caso que yo, viendo que no me había contestado, no le hablé más del asunto. Luego con mi caída, maldito lo que me acordaba de usted y del pobre D. Leonardo. Pero al salir siento que me tiran del faldellín de mi vestido. Vuelvo la cara y veo a Susanita, que me dice muy vivamente: «Diga usted a ese joven que estoy pronta a recibirle, y que él se servirá enterarme de lo que pretende...». Pues ni fue más, ni fue menos.

Grande asombro causó esto a Martín, y se inclinaba a creer que D. Lino no era hombre del todo veraz, o que con la sangre salida de la cabeza se le había debilitado el cerebro hasta el punto de hacerle entender las cosas al revés. Ya empezaba la curiosidad a estimularle demasiado, y así, sin pensarlo más, y resuelto al fin a consumar su temida y necesaria humillación, se dirigió a casa de D. Miguel de Cárdenas y Ossorio.




III

Por más que Muriel, después de aquellos sucesos, asegurara que la presencia de Susanita no le había producido efecto alguno en aquel memorable día, nos permitiremos dudarlo. Era hombre veraz ciertamente, pero su apasionado y vehemente carácter le hacía equivocarse con frecuencia, y más que nada en lo referente a él mismo. Las preocupaciones y los inveterados resentimientos le cegaban hasta el punto de no ver lo que pasaba en su corazón. No es posible, por tanto, que Susana dejara de producirle fuerte impresión algo más que de sorpresa, porque los artificios de tocador, la hábil colocación de los adornos y el lujo y belleza de las prendas de vestir daban tan vivo realce a su natural hermosura, que sólo la gazmoñería o la falta de todo sentido artístico podían permanecer insensibles en su presencia. Tenía el privilegio, concedido sólo a rarísimos ejemplares del sexo femenino, de hacer elegante y airoso cuanto se ponía, a diferencia de las que reciben cierto encanto más ficticio que real de una flor, de una cinta o de un encaje. Cuanto en su cabeza o en su cuerpo servía de adorno estaba bien. «¡Qué bonito lazo, qué bonito pitibú!», decían sus amigas contemplándola, y las muy tontas   —136→   no comprendían que aquello era bonito porque ella lo llevaba. Los privilegiados organismos, en cuya imaginación tienen su origen las caprichosas modas que tan por lo serio toma la desocupada Humanidad, suelen arrojar a los talleres mil formas extravagantes, ya en sombreros, ya en trajes, que no por ser adoptadas dejan de parecer perfectamente absurdas. Muchas que imitaron a Susanita salieron a la calle hechas unos mamarrachos, ¡y ella estaba tan bien con aquello mismo que afeaba a las otras! Nada que estuviera en su cuerpo podía ser ridículo.

Aquel día deslumbraba. Su traje era una hábil transacción entre la usanza española, algo en decadencia ya en las clases altas, y la moda francesa, que bajo la influencia del Imperio quería, como Bonaparte, afectar las formas de la estatuaria antigua. Goya nos ha dejado inimitables muestras de esta combinación, que permitía a ciertas ilustres damas tener la esbelta gravedad de las diosas sin perder la arrogante desenvoltura de las majas. Si en aquella época las señoras de alta jerarquía hubieran ya inventado los amagos de jaqueca para dar a sus personas una expresión de elegante malestar, de interesante abandono, para espiritualizarse con las voluptuosidades del dolor, Susanita hubiera tenido síntomas y vislumbres de jaqueca en aquel día. Fuera que su genio precoz se adelantara a su época en la adopción de este hermoso mal, fuera que se sintiese atacada de los vapores, que eran el recurso de su tiempo, lo cierto es que ella tenía cierto decaimiento perezoso, como si sus nervios, fatigados después de larga excitación, juguetearan por todo el cuerpo produciéndole en su incesante cosquilleo a la vez dolor y placer.

A su lado estaban gravemente sentados el Sr. D. Miguel Enríquez de Cárdenas y su digna esposa doña Juana de Albarado; el primero, con la cabeza inclinada y en ademán meditabundo, como de costumbre; la segunda, tan arrogante y cuellierguida como siempre, y respirando con tal aire de insolencia, que parecía no querer dejar aire para los demás. Martín entró guiado por un paje, y después de saludarles con el mayor respeto a larga distancia, se sentó, obedeciendo a una señal que, no acompañada de palabra alguna, le hizo el Sr. D. Miguel. Los tres personajes lo miraron como se mira a una cosa rara, y aguardaron a que él rompiera la palabra.

-Ya creo que sabe usted a lo que vengo -dijo Martín, dirigiéndose a Susana, esforzándose en tomar el tono más conveniente-. Un amigo mío le ha informado a usted del favor que tengo la honra de pedirle...

  —137→  

Susanita no expresó en su semblante ni sorpresa, ni alegría, ni pesadumbre, ni nada. Sin hacer el menor gesto, y hasta casi sin mover los labios, dijo:

-Sí.

-Un amigo mío, que no ha cometido delito alguno, ni aun la falta más ligera, ha sido preso por el Santo Oficio. Solo, sin familia, sin amigos poderosos, el infeliz está expuesto a perecer deshonrado en un calabozo, si alguien no se apiada de él y logra ablandar a sus perseguidores. Esto es una cosa que subleva, y nadie puede permanecer impasible ante maldad semejante...

Muriel se detuvo, comprendiendo que se había excedido un poco; y efectivamente, cierto gesto casi imperceptible de D. Miguel así lo manifestaba.

-A todos los que han servido en casa hemos favorecido cuanto nos ha sido posible -contestó Susana, sin dejar su gravedad-. Yo haré por ese joven lo que pueda, atendiendo a que tiene empeño en ello una persona que nos ha servido, aunque mal.

Muriel iba a contestar; pero hizo un esfuerzo y calló, bajando la vista como en señal de asentimiento.

-¿Este señor ha servido en tu casa? -preguntó doña Juana con cierto desdén.

-Él no, pero su padre sí; usted habrá oído hablar de D. Pablo Muriel, el que administraba los estados de Andalucía.

-¡Ah! -exclamó la vieja-, aquel de quien decían... ¡qué horror!

-Tía, no hable usted de ese asunto delante de este caballero, que es su hijo.

Martín hizo otro esfuerzo y calló.

-Pero nosotros -continuó la joven-, perdonamos todas las ofensas, y...

-Sí -dijo Martín interrumpiéndola y en tono de amarga, aunque muy fina ironía-. Ustedes perdonan todas las ofensas.

-Y procuramos siempre que las personas que nos han servido no puedan nunca quejarse de nosotros.

-Así es; por eso todos colman de bendiciones lo mismo esta casa que la de mi señor cuñado el conde -dijo doña Juana, que no podía estar mucho tiempo sin meter su cucharada.

-Por tanto -continuó Susana-, a pesar de los agravios recibidos, yo haré lo posible por lograr lo que usted desea, puesto que nos lo pide con tanta humildad. ¿No es eso?

  —138→  

-Sí, señora -dijo Martín, empezando a sentirse débil.

-Si no fuera así, si usted se acercase a nosotros con arrogancia -continuó la dama-, seríamos más severos. Pero ya se ve. Los que por mucho tiempo han estado al arrimo de una casa no es fácil pierdan el afecto a sus amos, y aunque cometan faltas que merezcan reprobación, aquéllos siempre son indulgentes. Nosotros hemos sido indulgentes con ustedes, ¿no es cierto?

Martín, con gran asombro de doña Juana, no contestó nada y se notaba que hacía grandes esfuerzos para seguir callando. Susana le tenía como cogido en una trampa y le azotaba con crueldad inaudita. Lo peor era que él, a pesar de la impetuosidad de su carácter, sentía el látigo y no se atrevía a proferir una queja. La gravedad de los dos personajes, la entereza y majestuosa soberbia de la dama, hasta su misma hermosura, influyeron en el repentino encogimiento de su ánimo, más bien fascinado que vencido.

-Grandes favores han recibido ustedes de nosotros -continuó Susana-, favores no siempre agradecidos como debieran ser; pero puesto que usted conserva algún cariño hacia la casa... yo haré lo posible porque su amigo sea puesto en libertad.

-Usted hará todo lo posible para que mi amigo sea puesto en libertad... -dijo Muriel, repitiendo esta favorable promesa para disculparse a sí mismo de la tolerancia que había tenido con las anteriores frases de Susanita.

-Sí, lo haré -repuso ésta.

-Pero di, Susana -preguntó repentinamente y como asaltada de un penoso recuerdo-, ¿es este el caballero que dijo tantos despropósitos el otro día en la Florida? ¿Este es el de que tú nos hablaste?

Tan intempestiva pregunta parecía como que iba a despertar a Martín del letargoso estupor en que Susanita le tenía sumergido. Iba a recobrar la plenitud de las particulares calidades de su carácter, cuando la dama dio un giro muy distinto a la cuestión, diciendo con mal humor:

-No, tía, éste no es. Siempre ha de entender usted las cosas al revés.

Callose doña Juana, y su augusto esposo, que no decía una palabra, clavó los ojos en su bella sobrina con tal expresión de asombro, que no hubiera pasado inadvertido ante Muriel, si éste no estuviera muy atento a otra cosa que a la apergaminada y rugosa cara del Sr. D. Miguel de Cárdenas y Ossorio.

-Aquel de quien hablé a usted era otro, y por cierto que no he visto nada más desvergonzado -exclamó Susana con   —139→   repentino y artificioso reír-. ¡Qué procacidad! Es que hay hombres tan despreciables que no sé cómo se les tolera en contacto con personas de etiqueta y delicadeza. Aquel era un hombre que en seguida revelaba la bajeza de su condición. Las almas rastreras y mezquinas no nacen nunca en altas regiones.

-Pues si es como tú me contaste -dijo doña Juana- aquel hombre debiera estar a la sombra.

-¡Ya lo creo! -contestó la de Cerezuelo mirando a Martín-. No he oído nada igual. ¡Qué modo de insultar a la religión, a la nobleza, a los reyes, a lo que hay de más sagrado y venerable en el mundo! Verdad es que de personas tan soeces y viles, ¿qué se puede esperar?... ¡Ah, cómo habló aquel hombre! Todos nos quedamos asombrados y confundidos. Eso tiene el haber permitido a D. Lino que nos presentara a dos desconocidos. No sabe uno con quién se junta.

-Pues yo... sin duda, estaba preocupada -dijo doña Juana-; había entendido que este caballero era el que estuvo el otro día en la Florida. Por eso te reprendí cuando me dijiste que le ibas a recibir.

-Usted todo lo equivoca -repitió con mal humor Susana-. ¿Le parece a usted bien que yo podía recibir?...

-¿Y ese hombre -preguntó Martín con perfecta calma aparente-, estuvo con usted en la Florida en alguna fiesta de campo?

-Sí -contestó Susana también muy serena-, y alternábamos con él creyendo que era persona...

-¡Qué atrocidad! -exclamó Martín.

-Figúrese usted -dijo doña Juana-, que a lo mejor empezó a soltar mil herejías por aquella boca, y qué sé yo... ¿no dijiste, Susana, que hasta llegó a insultar?... ¡Gentuza! Perdone, usted, caballero, que por un momento y equivocadamente supusiera...

-Es mucho atrevimiento -dijo Martín mirando fijamente a Susana-. Hay gentes tan audaces y desvergonzadas, que debieran perecer para mayor desahogo de la gente delicada y fina. ¡Y ustedes no conocieron que estaban en compañía de un farsante hasta que no echó sapos y culebras por aquella boca! ¡Qué bochornosa coincidencia! Y tal vez bailaría con alguna, con usted misma, sin que usted supiera...

Susana no tuvo otro remedio que aguantar esta saeta, porque de contestar a la encubierta y delicada insolencia de Martín, hubiera tenido que dejar a un lado el papel que estaba representando. Calló e hizo uno de esos gestos que   —140→   ni afirman ni niegan, y que nos sirven para contestar de un modo ambiguo a toda pregunta importuna que nos coge desprevenidos.

-Pues puede usted ir seguro de que haremos todo lo que podamos en favor de su amiguito -dijo doña Juana, indicando a Muriel con esta fórmula que la visita había llegado al límite marcado por las prácticas sociales y que debía retirarse.

-Sin embargo -dijo Susana, que sin duda quería vengarse de lo del baile-, no puede decirse que sea seguro, porque no sé yo si el abuelo querrá...

-Yo tengo entendido -dijo el joven- que no sabe negar cosa alguna que usted le pida.

-Según lo que sea. La falta de su amiguito puede ser de tal naturaleza...

-Él no ha cometido falta ninguna, señora; como otros muchos, ha caído inocente en las garras de la justicia.

-De todos modos -añadió Susana complaciéndose en jugar con los sentimientos de Martín-, no puede haber seguridad. Aquí se hará cuanto se pueda... Veremos, vuelva usted.

Al decir vuelva usted, la hija del conde de Cerezuelo miró al techo como si quisiera poner la expresión de sus ojos a salvo de la curiosidad de su tío. Éste no cesaba de mirarla atento a sus movimientos como a sus palabras y no tomaba parte alguna en el diálogo si no era para asentir, moviendo la cabeza a todas las sandeces que su esposa doña Juana profería.

-Bien, señora -dijo Martín- yo volveré. Espero que no olvidará usted mi pretensión y confío en sus buenos sentimientos. Ya tenía yo noticia de su condición suave y caritativa; ya me habían enterado de la verdad y ternura de su corazón; me considerará feliz si ahora, con esta impertinente demanda mía, le proporciono ocasión de mostrar una vez más tan hermosas cualidades.

En estas palabras, la sutil ironía del acento escapó a la obtusa penetración de doña Juana; mas no pasó inadvertida para Susana, que se puso muy seria y saludó con la cabeza a Martín, el cual ya se había levantado y se inclinaba ante los tres personajes con una profunda y algo afectada reverencia.

Salió el joven de la sala asombrado y confuso de tan rara entrevista; mas no quiso el Cielo que se marchara sin recibir en aquella casa nuevas y más singulares impresiones, y éstas se las deparó el Sr. D. Miguel Enríquez de Cárdenas. Iba Martín cercano a la escalera, cuando sintió pasos algo   —141→   quedos y un ceceo no muy claro. Volviose y vio a dicho señor, que parado junto a una puerta, con la mano puesta en la llave, le hacía señas de acercarse. Hízolo así y ambos entraron en un despacho, donde D. Miguel, en extremo obsequioso y con una oficiosidad galante que Martín hasta entonces no había visto en él, le mandó sentarse sin cumplimiento alguno. Sentose Martín, el señor cerró la puerta y vino a ponerse a su lado.




IV

Aquél era día de sorpresas. La benevolencia relativa con que le habían recibido; la nueva y desconocida fase del carácter de Susana, a quien en la Florida no había conocido sino de un modo muy incompleto; el misterio de su repentina protección, que podía ser obra de refinada astucia, tal vez de una burla, y quién sabe si de otra inexplicable cosa, y, por último, la improvisada cortesía de aquel hombre, que simulaba tener que hablarle de un grave asunto (¿cuál?), todos estos hechos imprevistos eran suficientes a confundir al más sereno, y Muriel era hombre que se impresionaba pronto y siempre fuertemente, por lo cual sus creencias, sus sentimientos y hasta su carácter sufrían grandes oscilaciones.

-Perdone usted que le detenga -dijo D. Miguel-, pero no quiero que se vaya usted de mi casa sin que hablemos un poco. Aquí estamos solos.

-Usted dirá.

-Ya tengo noticias de usted -añadió el viejo con artificiosa sonrisa-. Todas las personas de talento me son simpáticas. Pero ve usted la taimada de mi sobrina... ¿Pues no negó que fuese usted el que el otro día estuvo en la Florida?

-Sí... sí...

-Ella quiso evitarle a usted un sonrojo. ¡Qué tontería! Como estaba mi esposa delante, y ésta tiene ciertas ideas... Por mi parte... a mí no me asustan esas cosas. Mi sobrina ha estado en extremo cariñosa con usted. Yo estaba asombrado. Pero dígame usted, Sr. D. Martín, ¿cómo van sus cosas? Porque yo sé que usted tiene proyectos; usted, que se eleva a tanta altura sobre el común de las gentes, aspira a ver realizadas sus ideas, sus grandes ideas, sí. A mí me gusta el arrojo de los jóvenes que quieren ver transformada esta sociedad... y eso es indudable, Sr. D. Martín, esta sociedad ha de volverse patas arriba.

  —142→  

Martín no sabía qué contestar a tan apremiantes razones. La sorpresa primero, y cierta desconfianza después, le impidieron ser tan expansivo como su interlocutor. ¿De dónde le conocía aquel hombre? ¿Cuál era el secreto do aquella repentina y calurosa simpatía que le mostraba? Indudablemente allí había algo.

-En fin, Sr. D. Martín -continuó D. Miguel-, yo tendré mucho gusto en hablar con usted de este y otros asuntos. Usted no será muy explícito conmigo, porque no me conoce; pero ya nos veremos. Venga usted a mi casa cuando guste, pues yo me honro recibiendo en ella a personas de tanto mérito... mérito desconocido y obscuro que es preciso sacar a luz. Usted es digno del aprecio de las gentes. ¡Cuántas injusticias se ven en el mundo! ¿No es verdad, Sr. D. Martín? Venga usted por aquí. Olvide usted los resentimientos que pueda guardar a mi señor hermano; él es raro; yo sé que en el asunto de D. Pablo ha habido muchas intrigas... En fin, eso paso...

-Y ha habido también injusticias -dijo Martín.

-Susana no participa de ninguna prevención contra ustedes. ¡Si viera usted qué empeñada está en sacar en bien a ese señor, su amigo, que está preso en el Santo Oficio!

-Será muy grande mi agradecimiento -dijo Martín, que no se dejaba seducir por la inesperada verbosidad del Sr. Enríquez de Cárdenas.

-¿Pero no me dice usted nada de sus proyectos? -volvió a decir éste, cada vez más empeñado en entablar un diálogo político.

-Yo no tengo proyecto alguno -contestó el joven, deseoso de apagar el ardor de D. Miguel.

-Sus aspiraciones, quiero decir... Yo, acá para los dos, pienso como usted acerca de ciertas cosas que hay que hacer aquí; sólo que yo no tengo talento ni puedo exponerlo con la elocuencia que usted, porque usted es elocuente, Sr. D. Martín.

-Sin duda le han informado a usted mal acerca de mis merecimientos; yo soy un hombre aficionado al estudio y sin otra calidad que un deseo muy vivo de ver realizados el bien y la justicia en todas partes.

-Bien, bien; eso mismo digo yo. Me parece que a usted le están reservados días de gloria en nuestra patria. El principal mérito de usted, según tengo entendido, consiste en su resolución para llevar adelante cualquiera atrevida empresa.

-No creo ser débil -contestó Martín-; pero ningún   —143→   deber honroso me puede ser impuesto que yo no cumpla.

-Así es: constancia, tesón, firmeza. ¡Pero qué corrompida sociedad ésta, Sr. D. Martín! ¿No la detesta usted?

-Sí, la abomino; dichosos los que nazcan cuando esté purificada.

-Manos a la obra, amigo mío -dijo Enríquez con una decisión que en tal persona tenía mucho de cómica.

-¿Manos a qué? -preguntó Muriel.

-Pues es preciso reformar, a ello; yo veo en usted uno de aquellos caracteres firmes destinados a simbolizar un gran acontecimiento. Ánimo, pues.

A pesar de sentirse tan vivamente adulado, Martín no las tenía todas consigo; aquel extemporáneo entusiasmo de su nuevo amigo lo parecía en extremo falaz.

-Yo no pienso hacer otra cosa sino estar siempre en mi puesto y cumplir con mi deber -dijo.

-Pero cuando su puesto es delante, a la cabeza; cuando es usted llamado a dar la primera voz... En fin, nosotros hablaremos de estas cosas. Venga usted a mi casa, y... le recomiendo la reserva cuando estén delante otras personas... porque no conviene. Creo que ciertas cosas que ponga yo en su conocimiento le han de agradar.

-Me honrará mucho la confianza de usted -dijo Martín escrutando con escrupulosidad un tanto insolente la persona y fisonomía del hermano de Cerezuelo, como queriendo sondear su carácter o buscar en lo exterior algún dato con que explicarse lo que era aquel hombre.

-Aquí, Sr. D. Martín, vienen muchos personajes importantes de esta Corte. Yo quiero que usted los trate, pero cuidado; no conviene extralimitarse ni hablar así con demasiada desenvoltura. Yo, por mi parte, no tengo preocupaciones. Aunque he nacido en alta posición... ¡cuán distinto soy de mi hermano!...

-Yo acepto el ofrecimiento que usted me hace y vendré a su casa -dijo Martín levantándose.

-Espero que su pretensión será atendida por mi cuñado. Cosa que Susanilla le pida no puede ser negada.

-¡Cuánto agradeceré esa benevolencia! Por mi parte...

Ambos se dirigieron a la puerta; D. Miguel con cierta urbanidad oficiosa, y Martín no convencido de que aquellos galanteos fueran cosa espontánea.

No cesaba de examinar a su nuevo amigo, el cual era de estatura alta, muy flaco y flexible. Vestía con cierta afectación anticuada, lo cual contrastaba con sus ribetes y vislumbres de revolucionario, y tenía en su persona dos cosas que llamaban principalmente la atención, y eran la   —144→   peluca, perfecta obra de arte capilar, y las manos, que eran por extremo blancas, suaves y primorosamente cuidadas, embellecidas por vistosos y muy ricos anillos. Dos dedos de una de estas manos resbaladizas y finas alargó al joven en el momento de la despedida, en la cual creyó el aristócrata que había hasta un acto de popularidad. No cesó de sonreír con complacencia mientras Martín estuvo al alcance de su vista; y cuando éste se hubo alejado, se metió de nuevo en su cuarto. En el mismo instante se abrió una pequeña puerta y apareció un hombre, a quien a conocemos. Era el Sr. D. Buenaventura Rotondo y Valdecabras.

-¿Qué le ha parecido a usted? -dijo acercándose con expresión de mucha curiosidad e interés.

-¡Oh!, excelente, soberbio, propio para el caso -replicó D. Miguel sentándose.

-Sí, pero es reservadillo... ya se lo dije a usted.

-Pues por eso me gusta más.

-¡Qué hallazgo, Sr. D. Miguel!

-¡Qué hallazgo, Sr. D. Buenaventura!






ArribaAbajoCapítulo X

Que trata de varios hechos de escasa importancia pero cuyo conocimiento es necesario



I

Dejemos a Martín devanándose los sesos para explicarse las causas del recibimiento que en aquella casa había tenido; ya suponía misteriosas intrigas, ya se figuraba que era objeto de burlas, y que lo mismo Susanita que su tío eran seres artificiosos y farsantes. Pero su propósito era seguir la comedia o la broma si lo era, hasta esclarecerla del todo, y con la esperanza de sacar de la cárcel al pobre Leonardo. En la noche del siguiente día era cosa de ver la sala del Sr. D. Miguel, honrada con la presencia de los dignos y graves contertulios que de ordinario la frecuentaban. Ninguno había faltado, y pocas veces la reunión estuvo tan animada. De buena gana daríamos a conocer a nuestros lectores la interesante discusión que sostenía el señor presidente de la Sala de Alcaldes de Casa y Corte con   —145→   un Consejero de la Cámara de Penas, interviniendo un consejero de Castilla y el señor fiscal de la Rota. Como no es indispensable para el interés de esta verídica historia, sólo haremos un extracto de tan vivo y erudito diálogo, que no era sino repetición de los que sobre puntos análogos resonaban todas las noches bajo el artesonado de la ilustre casa.

Discurrían sobre la riqueza comparativa de las naciones de Europa, y un excesivo celo por las glorias patrias llevaba al señor presidente de la Sala de Alcaldes de Casa y Corte a sostener que todos los países del mundo eran pobrísimos, excepto el nuestro, cuya prosperidad no tenía igual en antiguos ni modernos.

-¡Ah! -decía con aquella gravedad que es peculiar en todo el que conoce a fondo el asunto de que trata-. Inglaterra y Francia son países miserables. Todas las fortunas de la nobleza no igualan a la de uno de nuestros grandes. Luego el terreno es tan malo...

-Donde llega la feracidad del nuestro... -apuntó el señor fiscal de la Rota-. Hay en Extremadura tierras que dan tres cosechas. Eso es asombroso; no hay en todo el mundo nada que se le parezca.

-Pues no sé... -dijo el señor presidente de la Sala de Alcaldes-. Castilla sola da pan para toda Europa. Si no existieran nuestros graneros y nuestros carneros merinos, ¡qué sería del mundo!

-Es verdad que Castilla y Extremadura son países fértiles -dijo el señor presidente de la Cámara de Penas-, pero es el año que llueve, y como nuestros labradores no saben cultivar la tierra, resulta que no se coge sino muy poca cantidad en comparación de los habitantes y de la extensión del terreno. Yo sostengo que somos uno de los países más pobres, si no el más pobre de Europa.

La mirada de los otros dos personajes al oír tan gran despropósito, expresó la alta indignación de que estaban poseídos al oír cosa tan contraria a la general creencia y al entusiasmo patrio.

-¿Qué dice usted, Sr. D. Hipólito? ¿Pero habla usted en serio? ¿Está usted loco? ¡Cómo se conoce que no ha hecho usted profundos estudios sobre el particular!

-Porque los he hecho, aunque no profundos, digo lo que digo. Estamos muy equivocados, Sr. D. Blas; no tenemos más que vanidad. Todo eso que se habla de nuestra riqueza es una pura patraña. El día en que haya comunicaciones fáciles, y pueda todo el mundo ir y venir, y ver otros países, se desvanecerá este error.

-¿Y sostiene usted que Francia?... Por Dios, Sr. D. Hipólito   —146→   -dijo el de la Cámara de Penas-, si sabremos lo que es Francia, un país donde no se encuentran tres pesetas, aunque se dé por ellas un ojo de la cara... Allí con las tres o cuatro chucherías que fabrican apenas pueden vivir; no es como aquí, donde la riqueza está en el suelo. Cuidado si hay millones en esta tierra. Pues digo, cuando el duque de Medina-Sidonia y el de Osuna tienen una renta de... qué sé yo... si espanta esa suma.

-En cambio, cuenten ustedes el número de los que se mueren de hambre.

-No es eso, por amor de Dios, Sr. D. Hipólito; ¿si querrá usted negar la luz del sol? ¡Comparar a nuestra España con esos países donde no se cogen más que algunas fanegas de trigo y pocas, poquísimas arrobas de vino! Vaya usted a Jerez, Sr. D. Hipólito, como fui yo el año pasado, y verá lo que es riqueza. Si aquello es quedarse uno estupefacto; aquello no es vino, es un mar; todo el orbe se embriagaría con lo que hay allí.

Júzguese hasta qué punto llegaría la alta ciencia y el amor patrio de tan esclarecidos señores, discurriendo sobre este tema. Sabemos por conducto de buen origen que la cuestión llegó a hacerse personal, descendiendo de la región de las apreciaciones estadísticas y económicas; que el señor fiscal de la Rota fue poco a poco perdiendo la apacible calma de su carácter, y llegó a decir al señor presidente de la Cámara de Penas cosas que éste jamás oyó ni aun en boca de un enemigo.




II

Don Tomás de Albarado y Gibraleón, a quien llamamos el doctor, por serio, y muy eminente, en Cánones y Teología, era un hombre cuya simple presencia predisponía en su favor. De edad avanzada, bastante obeso y siempre risueño, el inquisidor tenía siempre su palabra agradable para todo el mundo, y aunque no conocía más idioma que el español, podía decirse que hablaba todas las lenguas por la facilidad con que sabía encontrar la fórmula propia para expresarse con el sabio y el ignorante, con el calmoso y el vehemente. Su época, que tenía faltas de lógica horrorosa, había puesto en sus manos la más terrible institución de los tiempos antiguos, y alguien decía, más bien en son de vituperio que de alabanza, que el arma terrible del Santo Tribunal era en sus manos cuchillo roñoso y mellado, que   —147→   más servía de fútil espantajo que de severo castigo. Si en la Inquisición había entonces algo bueno, era aquel consejero de la Suprema, persona cuya bondad resaltaba más a causa de su fúnebre oficio. Pero es lo raro que él creía a pies juntillas en las excelencias del Santo Tribunal, y era cosa en extremo curiosa oírle referir sus ventajas en el orden social y los prodigios que operaba en la conciencia de los pueblos; creía que el día último de la Inquisición sería desastroso para la causa humana, y, sin embargo, esta aprensión pavorosa, hija de rutinaria enseñanza, no hizo nacer en él ni la crueldad ni la aspereza glacial del inquisidor antiguo. Es que su corazón valía bastante más que su cabeza, y el buen doctor era de los que, extraviados por falsas ideas, pasaban la vida tratando de convencerse a sí mismo de que la Inquisición podía ser cosa buena sin dejar de ser cruel.

En su tiempo la Inquisición había perdido la horrible majestad de anteriores siglos; ya la costumbre, si no la ley, había suprimido las ejecuciones en grande escala, dejando sólo en toda su fuerza las condenas de levi, ad cautelam y otras en que por delito de herejía, de filosofismo, de jansenismo o de francmasonería se encarcelaba a la gente, proponiendo alguna tanda de azotea. Diríase que la Inquisición se espantaba de su propia obra y se corregía, asombrada de que las leyes civiles la toleraran. El doctor Albarado se congratulaba de este adelanto propio del tiempo, y, a veces, a solas con su conciencia, decía que a haber nacido en época más lejana no fuera inquisidor por todo el oro del mundo. Su grande amistad con D. Ramón José de Arce, arzobispo de Zaragoza, y entonces Inquisidor general, le daba gran influencia en el Consejo de la Suprema, de que formaba parte, y aun en los Tribunales de los reinos.

En el largo período en que dicho reverendo Sr. Arce desempeñó el generalato del Santo Oficio, fueron muy contadas las sentencias, según afirma la Historia, asombrada de tanta parsimonia en el quemar y de tamaña sobriedad en el vapuleo. Desde 1792 hasta 1814 la Inquisición sólo quemó a un reo, y eso en efigie, y azotó públicamente a veinte.

Susanita nunca había pedido al abuelo favores que se relacionaran con aquel alto Tribunal, pues ni ocasión tuvo para ello, ni hablaba nunca de semejante cosa. Mucho asombro causó al buen doctor la extemporánea petición que ella le hizo al día siguiente de la escena referida en el anterior capítulo, y mostraba tal empeño, tan vivo deseo de verlo cumplido, que el abuelo no pudo menos de decirle:

  —148→  

-¿Pero tú estás loca? ¿Tú sabes lo que estás diciendo? ¡Qué yo ponga en libertad a un preso de la Inquisición! ¿Crees tú que ese Tribunal es cosa de juego?...

-Pues si usted quiere hacerlo puede muy bien -contestó con enojo la dama-. Es porque no quiere.

-Pero hija, tú has perdido el juicio. En primer lugar, todo lo que allí pasa es secreto, y hasta esta conversación que tenemos aquí hablando de ese reo es contraria a las leyes del Santo Oficio.

Pero el buen teólogo era en extremo débil, sobre todo cuando se trataba de hacer bien, y Susana, que en su rara penetración lo conocía, había aprendido a sacar partido de su buen corazón. Enfadada y adusta estuvo después del diálogo anterior, y no contestó palabra a las muchas que le dirigió el hermano de su tía preguntándole varias cosas.

Al día siguiente entró el abuelo en la casa a la hora de costumbre y fue en busca de ella, sonriendo al verla y complaciéndose de antemano en la sorpresa que iba a darle, como cuando llevamos una golosina a un niño y retardamos el momento de dársela. La golosina que llevaba el doctor era una esperanza de que la pretensión de Susana sería atendida.

-Por darte gusto -dijo-, me atrevo a romper el secreto, Susanilla. Voy a darte algunas noticias de ese desgraciado. No te diré nada de las declaraciones ni del proceso porque eso nos está prohibido, ni de los cargos que resultan contra él, ni de la sentencia que es probable se le imponga.

-Pues me deja usted enterada. No me dice nada, y...

-Pero escucha. Sí te diré, y esto puede revelarse, que el Tribunal de Toledo le ha reclamado, por creer que a él compete juzgarlo. Has de saber que ha habido agravios a la Virgen del Sagrario, y además aparecen papeles que ligan este crimen con los de una Sociedad de francmasones que tiene asiento en aquella ciudad y se había descubierto también estos días.

-¿Y qué ventajas saca el infeliz de ser juzgado en Toledo, en vez de serlo en Madrid?

-Muchas, porque el Tribunal de Toledo es más benigno, y hace mucho tiempo que allí no sentencian más causas, que las de levi. Todos los inquisidores son hombres muy blandos y sensibles, por lo cual el Consejo les ha solido tachar de poco celosos.

-Usted no me quiere complacer y ahora se disculpa con los de Toledo -dijo Susana poco satisfecha del éxito de su pretensión.

  —149→  

-Pero hija, ¿qué quieres que yo haga? Yo no puedo dar pago alguno; yo no puedo influir de ningún modo en el ánimo de los inquisidores, y menos en los de Toledo, de los cuales no conozco más que a uno.

-No sé más sino que si usted quisiera, al momento lo arreglaría a mi gusto -dijo con mucha terquedad Susana.

-Pero mujer, ¿qué más quisiera yo? No seas díscola y considera...

-No considero nada, no vuelvo a pedirle a usted el más ligero favor.

-Pues hija, está de Dios que no has de entrar en razón.

Susanita comprendió que tenía que luchar con una institución y no con una persona, y se abanicó con mucha fuerza creyendo que bastaban sus artificios de coquetería para torcer los procedimientos del secular y pavoroso Tribunal. No eran del todo impotentes, porque una de las cosas que más cautivaban el complaciente ánimo del abuelo era el encantador enojo de la hermosa tirana. Por aquella vez no se atrevió ni a ceder ni a arrancar la esperanza de un próximo triunfo. Calló y esperó. Por eso en la noche a que nos referimos al comienzo del capítulo, se le veía apartado, contra su costumbre, de la adorada y adorable nietecilla, y a ésta, muy tiesa y severa, nada complaciente con el buen doctor y tan ceñuda como un niño a quien se ha negado un juguete. No lejos de ella estaba doña Antonia de Gibraleón, la diplomática a quien ya conocemos, que era prima de Albarado, y doña Juana, no menos entendida que su parienta en asuntos de Estado, aunque más reservada.

-No me puedo olvidar del charco del pobre D. Lino -decía aquélla riendo-. ¡Cómo cayó el infeliz! ¡Y no necesitaba el pobrecillo romperse las piernas para hacernos reír, porque la verdad es que era su figura en extremo extravagante!

-Yo en mi vida he visto tragedia más sin gracia; todos lo hicieron bastante mal -dijo doña Juana-, ¡y luego ver entrar en escena aquel mamarracho!

-El abate no desempeña bien papel alguno, sino cuando Pepita Sanahuja le hace representar el de becerro o carnero en sus farsas pastoriles -dijo doña Antonia-. La verdad es que es un hombre excelente. ¡Si viera usted qué arte tiene para escoger melones!

-Es una alhaja, como no sea para representar tragedias. No tiene igual para toda clase de recados. Anteayer me compró unos jamones que no había más que pedir. Para hoy le tengo encargado que se entere de alguna doncella hacendosa y formal que me hace falta... Pero ¿qué   —150→   haces ahí, Susana? -añadió reparando en la expresión sombría y meditabunda de la hija de Cerezuelo-, acércate; ¿por qué estás tan ensimismada?

Pero la antojadiza dama no hizo caso y continuó dándose aire con tal ademán de reconcentración, que parecía ocuparse en resolver algún intrincado problema.

El marqués de las pastillas andaba rodando por allí bastante aburrido a consecuencia de una sucinta relación que hiciera el señor fiscal del Consejo de Ordenes de los siete partos de su difunta esposa, y se acercó a Susana buscando más entretenida conversación.

-¿Sabes que me llama la atención -dijo- no ver aquí a doña Bernarda con su hija? Casi nunca faltan.

-Se les mandará un recado si quiere usted saber lo que les pasa -respondió la joven con muy avinagrado gesto.

-Esta noche estás hecha un puerco espín -dijo el marqués sin incomodarse-. Vamos, una pastilla de tamarindo -añadió, presentando su caja.

Susana las rechazó con tan vivo ademán, que el tesoro antiespasmódico refrigerante se esparció por el suelo. Todos volvieron los ojos hacia el lugar de la catástrofe y contemplaron a la irritada diosa.

-Esta noche tiene Susana la calentura -dijo el doctor-. Hay que esperar a que le pase.

-Pues hija -dijo el marqués en voz baja y sentándose junto a ella-, si estás enojada porque me he negado a ir contigo al baile de la Pintosilla, no vayamos a reñir por eso; iremos.

-¡Ah! ¿Usted creyó que desistía yo de ir al baile de Maravillas? -contestó con peor humor Susana-. Si usted no quisiera ir conmigo, de seguro no faltaría quien me acompañara.

-Lo supongo -contestó el de las pastillas-; pero ya que haces el disparate de ir a semejantes sitios, irás conmigo; tu gusto de mezclarte con la gente del pueblo en esa clase de jaleos es muy extravagante, por más que la mayor parte de las damas de la Corte lo tengan igualmente; pero si no te curas de tan rara afición, Susana, yo iré contigo. No conviene penetrar sin mucha y buena escolta allí donde está la flor y espejo de la manolería.

-Si a usted le molesta -contestó con el mismo mal talante la hija de Cerezuelo-, ya he dicho que no faltará quien me acompañe.

-¡Vamos, tú estás esta noche con el geniecillo! Hay que, tener cuidado con la florecita -dijo el marqués elevando   —151→   al cielo (es decir, al techo) sus macilentos ojos, en que se conocían los estragos de una vida licenciosa y relajada.

Digamos de paso, y por lo que esto pueda influir en los futuros sucesos de esta puntualísima historia, que en el fondo del pensamiento de este gastado marqués había una escondida y como pudorosa aspiración de amor que no se reveló nunca, sin duda por la conciencia de su inferioridad física y moral respecto a Susana.

Ya al llegar a este momento de la soporífera tertulia, en el otro extremo del estrado se había debatido hasta lo último el tema de la riqueza de las naciones.

Nadie tenía pedida la palabra, y el señor fiscal de la Rota inclinaba la cabeza en señal de sueño, mientras el señor consejero de la Sala de Alcaldes, etc., se ponía la palma de la mano ante la boca, que se desquiciaba en un bostezo. El señor consejero del de Órdenes miraba al secretario del de Indias como se miran dos esfinges puestas a un lado y otro de un pórtico egipcio. El hermano del señor corregidor perpetuo con juro de heredad de la Villa y Corte de Madrid, hacía notar con cierta timidez a otro de aquellos personajes que una de las alas de pichón de su hermosa peluca se había chafado al recostar la cabeza sobre el respaldo del sillón, y el señor fiscal de la Rota interrumpía el general y grave silencio sorbiendo sus grandes dedadas de rapé. Doña Juana y doña Antonia hablaban por lo bajo en un rincón, y según informes de excelente origen, ésta se ocupaba en explicar a la primera por qué la Paz de Basilea había sido menos deshonrosa que el Tratado de San Ildefonso, pues es fama que doña Juana consideraba ambos actos diplomáticos como igualmente impremeditados e inconvenientes. La reunión había entrado en ese período de somnolencia en que las voces se van extinguiendo, apagándose el fuego de las miradas, calmándose la viveza de los ademanes, y en que toda la tertulia aparece aburrida de sí misma, ya próxima a disolverse si una exclamación, una agudeza o una tontería de desproporcionado calibre no lo dan nueva vida.

Ninguna de estas cosas interrumpió la paz de aquel panteón de nuestras instituciones políticas y administrativas; pero sí fue turbada por un hecho que casi podemos llamar acontecimiento. Susana, que estaba muda y ensimismada en un extremo del salón, se levanta vivamente, atraviesa con mucho denuedo por entro los consejeros, secretarios y demás glorias nacionales, avanza sin mirarlos, con ademán de resolución y desdén, marcando estos dos sentimientos   —152→   con el insolente ruido de los tacones de sus zapatos, y sale cerrando la puerta con tal estruendo, que muchos se estremecen cual figuras de cartón a quien hasta las pisadas de los niños hacen oscilar en sus endebles pedestales. Para comprender la sensación que en el ilustre concurso produjo esta extemporánea, irreverente e inusitada salida, basta traer a la memoria la etiqueta de entonces, en cuyos códigos draconianos se imponían fórmulas de que hoy apenas resta alguna práctica consuetudinaria en el austero hogar de antigua familia castellana no domada por el siglo XIX. Aquella muda impertinencia de la soberbia dama fue un insulto a todo el grave senado; no se tenía noticia de otro igual en casa de tanta etiqueta, ni jamás Susanita, aunque voluntariosa y díscola, había arrojado tanta ignominia sobre aquellas imponentes pelucas. El señor consejero de la Sala de Penas vio en el ademán de la petimetra una expresión de desprecio. Los tíos estaban avergonzados; el doctor dijo entre dientes, perdonándole su mala crianza: «¡Infeliz, está enojada conmigo!». El marqués creyó sentir los taconazos sobre la carne fofa de su corazón; el fiscal de la Rota quería ver en ella un ademán de burla, y el consejero de indias un gesto de dolor. Los pareceres eran distintos, aunque todos se lo callaron. Alguien creyó ver en sus labios la modulación insonora de palabras coléricas; pero un buen observador que imparcialmente contemplara la escena, hubiera comprendido que el brusco movimiento y la partida resuelta de la joven no expresaban otra cosa que una resolución repentina e inesperadamente tomada. Si esta resolución hubiera pasado de su cabeza a sus labios, la dama soberbia no hubiera dicho otra cosa que esto: «Ya sé lo que tengo que hacer».

No es posible que el lector, por más que se caliente los sesos en penetrar estas palabras, vea cumplido su justificado deseo, ni lo verá si no busca la satisfacción de sus dudas en los capítulos siguientes, entre los cuales el que viene a continuación no es de los que le dan menos luz sobre tan peregrino asunto.