Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
Indice


Abajo

El debate sobre el sistema británico de gobierno en España durante el primer tercio del Siglo XIX

Joaquín Varela Suanzes


Universidad de Oviedo


[Nota preliminar: Este trabajo se publicó en el libro Poder, Economía y Clientelismo, coordinado por ALVARADO, Javier y editado por Marcial Pons, Madrid, 1997, pp. 97-124.]


ArribaAbajo1. A modo de introducción: la imagen del sistema británico de gobierno en España antes de 1808

El conocimiento del constitucionalismo británico en la España del siglo XVIII resulta indudable, aunque falten todavía muchos estudios sobre este particular y desde luego una monografía similar a la que escribió Gabriel Bonno respecto a Francia: La Constitution Britannique devant l'opinion française de Montesquieu a Bonaparte1.

Lo que fundamentalmente interesa saber ahora es si la interpretación del sistema británico de gobierno que se difundió entre los españoles del siglo XVIII fue la monárquico-constitucional o la monárquico-parlamentaria. La primera se basaba en las normas jurídicas en vigor tras la Revolución de 1688, tanto las aprobadas por el Parlamento (Satute Law) como las procedentes del Common Law, a tenor de las cuales se presentaba al Rey como el titular de la dirección política del Estado, aunque con el control de las dos Cámaras del Parlamento. La segunda se inspiraba en las convenciones constitucionales que se habían ido afianzando desde la entronización de los Hannover, en 1714, en virtud de las cuales se atribuía primordialmente, aunque no en exclusiva, la dirección política del Estado a un Gabinete responsable ante la Cámara de los Comunes y, dentro de aquél, a un Primer Ministro, que era a la vez el dirigente del partido con más respaldo en el Parlamento2.

Pese a las carencias historiográficas antes comentadas, puede afirmarse que la interpretación del sistema británico que casi en exclusiva se divulgó entre nosotros durante el Siglo de las Luces fue la primera, por otra parte la dominante en la misma Gran Bretaña a lo largo de todo el siglo XVIII. La segunda interpretación, que en la Gran Bretaña fue cobrando cada vez más peso en el último tercio de este siglo, hasta llegar a triunfar definitivamente a principios del siglo XIX, en España no llegó a ser mayoritaria hasta la época del Estatuto Real.

Para explicar este fenómeno es preciso tener en cuenta que el publicista británico más conocido en la España del setecientos e incluso de comienzos del ochocientos fue Locke, esto es, justamente el autor que, en el Segundo Tratado sobre el Gobierno Civil (1690), acuñó la interpretación monárquico-constitucional del sistema británico de gobierno, conocida como «doctrina de la monarquía mixta y equilibrada», que más tarde actualizarían Bolingbroke, Montesquieu, Blackstone y De Lolme. A juicio de Locke, la Monarquía inglesa salida de la «gloriosa revolución» era una «monarquía moderada» -expresión de raigambre tomista-, en la que se mixturaban las tres formas puras de gobierno, monarquía, aristocracia y democracia, encarnadas por el Rey, los Lores y los Comunes. Tres instituciones sometidas entre sí a un conjunto de controles y equilibrios, de tal suerte que si el Monarca tenía la facultad de vetar las leyes aprobadas por las dos Cámaras legislativas, éstas podían negar al Monarca los recursos financieros necesarios para llevar a cabo la función ejecutiva y la federativa, además de estar facultadas para exigir la responsabilidad penal de los Ministros a través del «impeachment»3.

Pues bien, ya desde principios del siglo XVIII los estadistas y filósofos españoles conocen la doctrina de la Monarquía mixta y equilibrada que Locke expuso en el Segundo Tratado sobre el Gobierno Civil4. La influencia del publicista inglés se mantendrá a lo largo del siglo y se detecta en publicistas tan destacados como Campomanes, Jovellanos, Cabarrús y Martínez Marina, bien de forma directa o a través de autores franceses, principalmente Diderot, Montesquieu, Turgot y Rousseau5.

Pero tras Locke -cuya influencia seguirá apreciándose en las Cortes de Cádiz e incluso después, como se tendrá ocasión de ver más adelante-, el autor que más contribuyó a difundir el constitucionalismo inglés en la España de la segunda mitad del siglo XVIII fue Montesquieu. Un publicista conocido y aceptado no sólo por autores liberales e ilustrados, como Ibáñez de la Rentería, Enrique Ramos, León Arroyal, Alonso Ortiz, Alcalá Galiano, Cadalso, Forcinda y Jovellanos, sino también por los pensadores opuestos a la Ilustración. y el liberalismo, como Antonio Xabier Pérez y López, Forner y, en fin, Peñalosa6.

En De l'Esprit des Lois (1748), que fue la obra que tuvo más resonancia en España entre toda la literatura política del siglo7, Montesquieu había interpretado la Constitución británica de acuerdo con la doctrina de la monarquía mixta y equilibrada, tomada directamente de Locke y también de su amigo Bolingbroke, aunque el Barón de la Brède hubiese acentuado la división de poderes8. Estas influencias doctrinales le llevaron a criticar abiertamente el nexo entre el Gobierno y la mayoría parlamentaria -que considera una degeneración de la Constitución británica, como había hecho Bolingbroke- y a pasar por alto otros rasgos del sistema inglés de gobierno -que él tuvo la oportunidad de conocer directamente entre 1729 y 1731- como la figura del Primer Ministro y los mecanismos para exigir la responsabilidad política del Gabinete. Aunque es verdad que, en contrapartida, Montesquieu, puso de relieve la importancia del bipartidismo en la Gran Bretaña y, al contrario de lo que había hecho Bolingbroke9, elogió el papel de los partidos políticos en el Estado constitucional10.

A todo lo dicho debe agregarse que en el último tercio del siglo XVIII tuvieron una notable difusión en España los Commentaries on the Laws of England, publicados entre 1765 y 1769, por William Blackstone. Una traducción española de esta obra se publicó en un periódico madrileño muy influyente entre los medios ilustrados: el Espíritu de los mejores diarios literarios que se publican en Europa, que vio por primera vez la luz el 2 de Julio de 1787, editado por Cristóbal Cladera11.

Blackstone había trazado en los Comentarios una panorámica completa del ordenamiento jurídico inglés, pero centrándose tan sólo en las normas aprobadas por el Parlamento y en las establecidas por los Jueces, sin parar mientes en las convenciones que se habían ido afianzando desde la revolución de 1688 y que habían ido cambiando el sistema de gobierno, sobre todo durante el mandato de Walpole como Primer Ministro, esto es, de 1721 a 1742. Dicho en pocas palabras, Blackstone -al fin y al cabo un jurista, y además el más importante jurista inglés del siglo XVIII- describió la «constitución formal» de Inglaterra, sin importarle un ardite la «constitución material». Este punto de partida explica que viese en el Monarca inglés un auténtico Jefe de Gobierno, como si nada hubiese cambiado desde la «gloriosa revolución» de 168812, y que a lo largo de los cuatro tomos de su obra no se refiriese para nada a la importancia de los dos partidos políticos, el whig y el tory, en la estructura constitucional del Estado, ni tampoco al Gabinete ni a los mecanismos mediante los cuales la oposición exigía la responsabilidad política del Gobierno ante las dos Cámaras del Parlamento, como la moción de censura, el voto de confianza, el debate de los presupuestos, las preguntas y las interpelaciones. Mecanismos que ya estaban consolidados por aquel entonces13.

No debe olvidarse tampoco que la obra del suizo Louis De Lolme, De la Constitution d'Anglaterre, publicada en 1771 y traducida al inglés en 1776, se había distribuido en España en su versión inglesa poco después de que ésta viese la luz14, aunque es probable que se difundiese también a través de las numerosas ediciones que de esta obra se fueron haciendo en lengua francesa. Una lengua: mucho más accesible que la inglesa para la mayor parte de los españoles cultos de entonces15.

La interpretación que hizo, De Lolme del sistema británico de gobierno era incluso más arcaica - y desde luego más pedestre- que la que habían hecho antes Blackstone, Montesquieu y Bolingbroke. El autor suizo no menciona para nada al Gabinete. Sólo habla a este respecto de los «Ministros» y de su responsabilidad penal, llegando incluso a afirmar rotundamente que la Constitución inglesa había «excluido enteramente de la potestad executiva a aquellas personas a quien es ha confiado el establecimiento de las leyes» Constitución de Inglaterra, o descripción del Gobierno Inglés, comparado con el democrático y con las otras Monarquías de Europa, escrita por el abogado DE LOLME J. L. ciudadano de Ginebra y traducida del inglés por don Juan De la Dehesa, Catedrático de Derecho español en la Universidad de Alcalá de Henares, con arreglo a la cuarta edición corregida por el autor, Oviedo, 1812, pp. 138-9.. En cuanto al bipartidismo, De Lolme, reconoció su existencia e incluso dedicó el último capítulo de su libro a este asunto, afirmando, de acuerdo con Montesquieu, que Inglaterra había conjurado los peligros de discordias intestinas que en otras partes eran consustanciales a la existencias de los: partidos, pero sin profundizar en la importancia de éstos en la estructura constitucional británica, esto es, en su «constitución material»16.

Debe señalarse, por último, que la interpretación del sistema británico de gobierno como una monarquía «mixta», presidida por el «equilibrio» de sus poderes, fue también la que divulgaron en España los viajeros ingleses que, sobre todo en las últimas décadas, nos visitaron a lo largo del siglo XVIII. A este respecto, Ana Clara Guerrero destaca las ideas de A. Jardine, un militar que llegaría a ser Cónsul de Inglaterra en La Coruña y que mantuvo una buena relación con Jovellanos, más tarde rota. Las ideas de este viajero son interesares precisamente porque no formaban «un cuerpo organizado», sino que eran «una manifestación de esos lugares comunes a gran parte de la población ilustrada británica». Entre estas «ideas comunes» -que es lógico pensar transmitirían a los españoles- estaba la de defender, tal como acontecía en Inglaterra, la necesidad de una legislatura compuesta de tres partes, «un Monarca, un Senado y unos Comunes por representación»; de tal forma que mediante su «control mutuo», pudiese «llegarse a un gobierno equilibrado» GUERRERO, Ana Clara, Viajeros británicos en la España del siglos XVIII, Aguilar, Madrid, 1990, p. 131..






ArribaAbajo2. Jovellanos: un anglófilo arcaico

A partir de 1808 el constitucionalismo británico cobró un auge inusitado en España -naturalmente sobre todo en la España no ocupada por los franceses- al socaire de la libertad de imprenta y debido al prestigio que lo inglés tenía entre los españoles, pues al fin y a la postre el principal aliado del pueblo español en su lucha contra Napoleón era la Gran Bretaña.

En la difusión de este constitucionalismo jugó un papel muy destacado Lord Holland. El aristócrata inglés era un relevante miembro del partido whig y uno de los discípulos predilectos de James Fox, su tío, sin duda el más importante dirigente de este partido en el último tercio del siglo XVIII, durante el cual los tories, capitaneados por Pitt el Joven, mantuvieron su hegemonía. Lord Holland llegó a adquirir un gran conocimiento y cariño por las cosas de España -su segunda patria, como él mismo gustaba recordar- así como una notable influencia sobre algunos hombres que jugaron un papel capital en este período, uno de los más críticos de toda nuestra historia17.

En sus estancias en España durante la ocupación napoleónica -primero en Madrid y luego en Sevilla- Lord Holland expuso ante un selecto grupo de intelectuales españoles los trazos esenciales del constitucionalismo británico. Entre ellos es probable que figurase el sistema parlamentario de gobierno y acaso también las ventajas de los partidos políticos en un Estado constitucional. Dos trazos que desde principios del siglo XVIII habían defendido destacados políticos Whigs, como Roberto Walpole, en su constante polémica con Bolingbroke18; pero sobre todo Edmund Burke, en Thoughts on the Cause of the Present Discontents (1770)19; y el propio James Fox, en los arduos debates que habían tenido lugar en los Comunes tras la dimisión de Lord North, en 1782. Una dimisión que, al seguir contando Lord North con el apoyo de Jorge III, había supuesto un hito deciso en el desarrollo del sistema parlamentario de gobieno20. Pero, de ser así, resulta fácil comprobar que las enseñanzas de Lord Holland no tuvieron mucho finto entre los españoles de entonces.

Excepto José María Blanco-White; del que más tarde se hablará, el principal valedor del constitucionalismo británico fue Jovellanos, quien, en su Memoria en Defensa de la Junta Central así como en otros escritos y dictámenes redactados entre 1809 y 1811, se limitó a defender el sistema británico de gobierno según la doctrina de la monarquía «mixta» y «equilibrada». A su juicio, en efecto, era preciso vertebrar en España un Estado basado en el «equilibrio político» entre sus diversos poderes, señaladamente entre el Monarca y las futuras Cortes, y, de este modo, alcanzar la «balanza constitucional»21.

En realidad, como ha señalado Fernández Sarasola en un reciente estudio, «Jovellanos se prendó de la forma constitucional (inglesa) que reflejaban los textos normativos y la temprana doctrina dieciochesca y olvidó la práctica de las convenciones y las más modernas tendencias doctrinales. Traducido a términos constitucionales, el ilustre gijonés vio en Inglaterra una Monarquía constitucional, equipada con controles mutuos (checks and balances), esto es, una balanced constitution, tal y como defendían Locke, Montesqieu, Blackstone, De Lolme, Harrington, Ferguson y Adams, autores todos ellos leídos por Jovellanos. Pero no captó la realidad constitucional ya existente en esos momentos: la existencia de una Monarquía parlamentaria y un embrionario cabinet system, fraguado a través de las prácticas parlamentarias...» FERNÁNDEZ SARASOLA, Ignacio, La responsabilidad del Gobierno en los orígenes del constitucionalismo español: 1808-1810, Universidad de Oviedo, 1996, pp. 248-9. El capítulo relativo a Jovellanos se ha publicado recientemente en Archivum: «La responsabilidad del Gobierno en el pensamiento de Jovellanos», Archivum, tomos XLIVXLV, Vol. 1, Oviedo, 1994-1995..

Desde esta atalaya doctrinal, el pensador español defendió un sistema de gobierno monárquico-constitucional, vertebrado en torno a un Monarca robusto, a quien correspondía nombrar y cesar libremente a «sus» ministros, responsables tan sólo penalmente ante las Cortes, aunque es verdad que Jovellanos defendió también su responsabilidad «moral»22; quizá merced al influjo de Burke y Fox, a quienes el ilustrado asturiano conocía, o del propio Lord Holland23. En cualquier caso, Jovellanos no llegó a defender nunca una auténtica responsabilidad política de los Ministros ante las Cortes ni hizo mención alguna a los partidos políticos ni, por tanto, al papel de la oposición en el seno del Estado Constitucional. Un silencio ciertamente muy elocuente, al que sumarían, como veremos de inmediato, los Diputados gaditanos e incluso el propio Blanco-White.




ArribaAbajo3. El debate sobre el sistema de gobierno británico en las Cortes de Cádiz

Aunque en las Cortes de Cádiz no puede hablarse de partidos políticos, sí puede y debe hablarse de tres tendencias constitucionales, que en otro lugar examiné de forma detenida24: la primera la formaban los diputados americanos; la segunda, los diputados realistas; la tercera, los diputados liberales de la metrópoli.

Prescindiendo ahora de los Diputados americanos, sobre los que el influjo del constitucionalismo británico fue muy escaso, no cabe duda que entre los realistas la influencia de este constitucionalismo fue muy grande, sobre todo a través de la interpretación que había hecho Montesquieu en el Espíritu de las Leyes. Ahora bien, lo que cautivó a los Diputados realistas no fue la posición constitucional del Monarca británico, sino la organización del Parlamento. A este respecto, trajeron a colación la teoría de los cuerpos intermedios de Montesquieu e insistieron no tanto en la importancia de un ejecutivo monárquico fuerte como el británico -tal como había hecho Jovellanos- cuanto en la necesidad de una representación especial para la aristocracia y sobre todo para el clero -estamento al que pertenecía buena parte de los realistas- al estilo de la Cámara de los Lores. Una representación especial que Jovellanos también había defendido con anterioridad25.

En lo que atañe a los Diputados liberales, no cabe duda de que un influyente grupo de ellos conocía el constitucionalismo de la Gran Bretaña. Agustín Argüelles había vivido en Londres unos años antes de que estallase en España la Guerra de la Independencia. Lo había enviado allí su amigo y paisano Jovellanos para formar parte de la Legación diplomática española26. Otro destacado Diputado en las Cortes de Cádiz, el también asturiano José María Queipo de Llano, Conde de Toreno, había estado en Inglaterra -junto con Ángel de la Vega Infanzón, uno de los anglófilos españoles de la primera hora- comisionado por el Reino de Asturias para solicitar ayuda al poderoso aliado en la lucha contra el invasor francés. Tanto Argüelles como Toreno conocían ya por aquel entonces a Lord Holland, como lo conocía también otro destacado Diputado de las Cortes de Cádiz: Juan Nicasio Gallego27.

Ahora bien, en lo que concierne a la forma de gobierno, que es el único aspecto que en este trabajo interesa examinar, ¿ estaban al tanto los liberales doceañistas de la doctrina del cabinet system o sólo conocían la doctrina, ya clásica, pero sin duda arcaica, de la monarquía mixta y equilibrada?. Dicho de otra manera, ¿Que es lo que veían en la monarquía británica: una monarquía constitucional o una monarquía parlamentaria?

Pese al trato personal con Lord Holland y a las estancias de algunos de ellos en Inglaterra, los Diputados liberales, como Jovellanos, conocían mejor la doctrina de la monarquía mixta y equilibrada, que la del cabinet system. Al fin y al cabo , la primera había sido difundida por los viajeros ingleses, como queda dicho, y sobre todo defendida por autores muy conocidos para estos Diputados, como Locke, Montesquieu, Blackstone y De Lolme. Un autor este último cuyo libro más célebre tradujo al español Juan de la Dehesa en 1812, con el título Constitución de Inglaterra, o descripción del Gobierno Inglés comparado con el democrático, y con las otras Monarquías de Europa28. En cambio, el principal defensor de la doctrina del Cabinet System, Edmund Burke, era mucho menos conocido29, mientras que la recepción del sistema parlamentario de gobierno en la doctrina constitucional francesa -por ejemplo en Benjamín Constant- no se había producido todavía, aunque no faltaba mucho para ello.

Por eso, los liberales doceañistas no identificaron el sistema inglés de gobierno con el predominio de un Gabinete responsable ante los Comunes, sino con el de un Monarca que tenía en sus manos poderes muy considerables, algo que ciertamente no podía ser de su agrado. Este fenómeno se puso de manifiesto en diversas ocasiones a lo largo del debate constituyente, incluso entre los Diputados que más gala hacían de conocer el constitucionalismo de las Islas Británicas. Así, por ejemplo, Agustín Argüelles sostuvo la necesidad de que el veto regio no fuese «pura fórmula», esto es, un acto debido, añadiendo a continuación: «si fuese como en Inglaterra, donde el Rey tiene el veto absoluto, podrían seguirse graves males a la Nación» D. D. A. C., t. 9, p. 126. . Con lo cual parecía olvidar que el veto regio no se ejercía en Inglaterra desde 1707, fecha en que la reina Ana I se negó a prestar el royal assent para impedir la aprobación de la Scotish Militia Act30. En este mismo debate, Pérez de Castro, aludiendo a la Constitución británica, sostuvo que era sabido «la inmensa extensión que tiene en este y otros puntos la prerrogativa real» Ibidem, t. 9, p. 122.

Por supuesto de estas intervenciones no cabe deducir que los Diputados liberales, y en especial los que habían vivido en Inglaterra, ignorasen todo lo relativo al sistema parlamentario de gobierno y, en particular, la importancia de un Gabinete responsable ante los Comunes a la hora de llevar a cabo la dirección del Estado. Pero aunque estos Diputados conociesen, siquiera de forma parcial, el desarrollo del cabinet system, lo que no podían ignorar es que tal sistema de gobierno y, por tantos el vaciamiento progresivo del poder regio en beneficio de un Gobierno, responsable ante el Parlamento; había obedecido a una historia muy peculiar, imposible de trasladar a España. Sobre esta imposibilidad insistió el Conde de Toreno: en una ocasión cuando, replicando a los que habían invocado el ejemplo inglés; advirtió: «no se cite a Inglaterra: allí hay un espíritu público formado hace siglos; espíritu público sólo concebible para los que hemos estado en aquel país y lo hemos visto de cerca; espíritu público que es la grande y principal barrera que existe entre la Nación y el rey, y asegura la Constitución, que fue formada en diferentes épocas y en diferentes circunstancias que las nuestras» D. D. A. C., 3 septiembre de 1811.

Para limitar los poderes del Rey, pues, era preciso en España, a diferencia de Inglaterra, acudir a las normas constitucionales; pues las convenciones no se podían improvisar. Por otro lado, como se dirá más adelante, los liberales españoles no querían limitar los poderes del Rey, en beneficio de un Gobierno responsable ante las Cortes, sino a favor de unas Cortes que gobernasen. Cosa desde luego muy distinta. En otras palabras, los liberales no querían articular un sistema parlamentario de gobierno; sino un sistema asambleario o convencional, como habían hecho los «patriotas» franceses entre 1789 y 1792. Unos «patriotas» a los que se sentían unidos por una historia similar -la de la monarquía absoluta que ahora pretendían transformar radicalmente- por unos mismos intereses y objetivos, y, desde luego también, por una formación intelectual esencialmente igual, pues la literatura francesa, mucho más que la inglesa había sido la principal fuente de información de las élites ilustradas y liberales españolas a lo largó del siglo XVIII31.

No puede descartarse tampoco -aunque carezca de pruebas fehacientes para asegurarlo- que los liberales doceanñistas asociaran el núcleo del cabinet system, esto es, el nexo entre Gobierno y mayoría parlamentaria, a la compra de votos y al tráfico de influencias; en definitiva, corrupción parlamentaria y electoral por parte del rey y de las camarillas dirigentes de los partidos políticos. Una asociación en la que habían insistido a lo largo del siglo XVIII no sólo Bolingbroke y otros pensadores tories, sino también autores tan influyentes sobre los liberales españoles, como Rousseau, Sieyes y, en general, los «patriotas» de 178932, así como otros menos influyentes, pero también conocidos, como Tom Paine autor de dos opúsculos muy críticos con la Constitución de su país, Common Sense (1776) y sobre todo The Rights of Man (1791-1792)33.

Sea como fuere, lo que resulta claro es que los Diputados liberales no quisieron inspirarse en la Gran Bretaña a la hora de articular en España el Estado Constitucional, ni según la interpretación que de este modelo se hacía de acuerdo con los esquemas lockeanos de la monarquía mixta y equilibrada, que Jovellanos y los Diputados realistas defendían entonces, ni según las pautas del cabinet system, que ellos parecían conocer menos y peor.

En realidad, excepto en lo relativo a la organización del Poder Judicial, el constitucionalismo inglés no tuvo apenas influencia entre los liberales españoles a quienes cupo la responsabilidad de trazar las líneas maestras del Estado constitucional en ciernes. Para desesperación de Lord Holland y de Jovellanos, estos Diputados prefirieron seguir la senda que hablan trazado los «patriotas» franceses en la Asamblea de 1789. Es significativo a este respecto que fuese Locke el único autor ingles que gozó de verdadera influencia entre los Diputados liberales; y, lo es todavía más que tal influencia fuese especialmente grande en lo que concierne a las tesis más iusnaturalistas y, por tanto, menos inglesas, como las ideas del estado de Naturaleza y del pacto social o la de los derechos naturales -bien recibidas por los Diputados más radicales, corno el Conde de Toreno- además, por supuesto, de su teoría de los «frenos y equilibrios», que fueron del agrado de casi todos los miembros de las Cortes; aunque los liberales, como antes habían hecho los «patriotas» franceses del 89, interpretaron esta teoría pasándola por el tamiz de Rousseau.

Si la Monarquía parlamentaria era una forma de gobierno que ellos desconocían o no conocían del todo, la monarquía constitucional, basada en una Corona robusta y en una representación especial para la nobleza y el Clero, tal como se configuraba a partir de la doctrina de la monarquía mixta y equilibrada, no satisfacía en absoluto sus pretensiones revolucionarias. Unas pretensiones que sólo podían llevarse a la práctica si se convertía a las Cortes en el corazón del nuevo Estado. A unas Cortes, claro está, unicamerales: «es innegable -decía, a este respecto, Argüelles en una muy reveladora intervención- que la Inglaterra puede servir en muchas cosas de modelo a toda Nación que quiera ser libre y feliz. Por mi parte confieso que muchas de sus instituciones políticas, y más que todo el feliz resultado que presentan, forma el ídolo de mis deseos. Más no por eso creo yo que el sistema de sus cámaras sea de tal modo perfecto que pueda mirarse como un modelo de representación nacional» D. D. A. C., t. 8, p. 284.

Frente a las dos posibles interpretaciones del sistema de gobierno británico, los Diputados liberales defendieron un sistema de gobierno bien distinto, inspirado en la Constitución francesa de 1791, que se plasmaría en la Constitución de 1812 y en otras normas aprobadas por las Cortes, que en otra ocasión examiné de forma exhaustiva34. Este sistema de gobierno, que esencialmente hizo suyo Martínez Marina en la Teoría de las Cortes35, partía de una separación muy neta entre el Rey, a quien se atribuía la función ejecutiva, y las Cortes, a quienes se atribuía la función legislativa. Ahora bien, mientras a las Cortes se le concedía una importante participación en el ejercicio de la primera función, al Rey se le concedía una participación mucho menos importante en el ejercicio de la segunda, que se concretaba en una muy débil iniciativa legislativa y en un veto suspensivo de las leyes. De las leyes ordinarias, claro está, no de las constitucionales. Además de eso, las Cortes se convocaban automáticamente, y el Rey no podía disolverlas.

En su artículo 95 la Constitución establecía una incompatibilidad absoluta entre el cargo de Secretario de Despacho -eso es, de Ministro- y la condición de Diputado. Una incompatibilidad que Argüelles defendió de forma categórica por entender que, además de respetar la tradición de las Cortes de Aragón, Castilla y Navarra, suponía una acertada «precaución que toma la Nación para evitar el influjo que el Rey pueda tener sobre ellos. Si quieren ser Diputados pueden serlo dando el destino» D. D. A. C. 28 de Septiembre de 1811.. Coherentemente con este punto de partida, los Diputados liberales, aunque no descartaron la responsabilidad política de los Secretarios del Despacho ante las Cortes, tampoco la defendieron de forma expresa, centrándose tan sólo en la responsabilidad penal, que fue la única que se reguló en el texto doceañista, según el cual los Secretarios del Despacho dependían tan sólo y de forma exclusiva de la confianza del Rey, para nada de la confianza de las Cortes.

En lo que concierne a los partidos políticos, aunque en las Cortes de Cádiz no suscitaron debate alguno, está fuera de duda que sus miembros sintieron hacia ellos un franco rechazo, al identificarlos con las «facciones» y al atribuirles buena parte de los errores cometidos por la Revolución Francesa. Es muy ilustrativa, a este respecto, una intervención del diputado Miguel Riesco, en la que acusa a las Constituciones que se había aprobado durante esa Revolución de ser «obra de una facción, concebidas en horas, aceptadas en minutos y destruidas cuando lo era el partido que las había producido». A juicio de este Diputado, estas Constituciones se hubiesen mantenido si «la generalidad de opinión hubiese estado a su favor, o lo que es lo mismo, si no hubiese habido los choques de partidos..». Concluía Riesco felicitándose de que en la España de entonces las cosas fuesen bien distintas: «... aquí no hay choques, no hay partidos... uno es el interés, uno es el partido, una, pues, es la opinión...» D. D. A. C. 20 de Enero de 1812.

Por otra parte, tanto la Constitución como los Reglamentos parlamentarios de 27 de Noviembre de 1810 y de 4 de Septiembre de 1813 excluyeron «las actuaciones de grupos de diputados para la puesta en marcha de los mecanismos parlamentarios o para la formación de los órganos de las Cortes» SAIZ ARNAIZ, Alejandro, Los Grupos Parlamentarios, Congreso de los Diputados, Madrid, 1989, p. 21., de acuerdo con una perspectiva individualista, similar a la que habían sustentado los «patriotas» franceses de 1789 al regular esto extremos y al aprobar la famosa Ley Chapelier36.

Entre los Diputados liberales, pues, el constitucionalismo británico no concitó el desdén que había suscitado entre algunos miembros de la Asamblea de 1789, como Sieyes, ni mucho menos la aversión que había provocado a los más destacados elementos de la Convención de 1793, como el propio Robespierre. Pero si en Cádiz no puede hablarse de anglofobia, no es menos cierto que tampoco se detectó la presencia de auténticos anglófilos liberales, como había ocurrido en la Asamblea constituyente de 1789 con Lally-Tollendal, Mounier y Mirabeau37. Así en efecto, si los anglófilos jovellanistas -como Cañedo, por ejemplo- no eran propiamente liberales, liberales como Argüelles y Tormo no eran propiamente anglófilos, en el sentido constitucional que es dable dar a este término.




ArribaAbajo4. Blanco-White: un anglófilo moderno

El único publicista, liberal y anglófilo a la vez, que en los años de la invasión francesa defendió el sistema británico de gobierno, tal como éste funcionaba realmente fue José María Blanco-White, bien es verdad que omitiendo el papel, ciertamente decisivo, que jugaban los partidos políticos en la estructura constitucional inglesa. Esta defensa la hizo Blanco a través de las páginas de El Español, un periódico dirigido por él mismo y publicado en Londres desde Abril de 1810 hasta Junio de 181438.

Blanco, corno la mayor parte de los intelectuales españoles de su generación, confiesa haber estado notablemente influido por las ideas políticas revolucionarias que había encontrado en los libros franceses del siglo XVIII: Pero, a diferencia de Agustín Argüelles o Muñoz Torrero, por citar dos ejemplos significativos, está primera fase la superó relativamente pronto, y además, de forma radical Blanco-White, en realidad, era un anglófilo, cuya anglofilia le había llevado a una virulenta francofobia, que recuerda a la de un ilustre Diputado de las Cortes de Cádiz, el catalán Antonio de Capmany, autor de un libro titulado Centinela contra franceses, publicado en 1808 y dedicado a Lord Holland a cuyo círculo perteneció, como el propio Blanco.

El caballo de batalla de Blanco es la filosofía política de la revolución francesa y su influencia, a su entender nefasta, en las Cortes de Cádiz y en la Constitución de 1812. En su crítica a este código se pone de manifiesto el influjo de diversos autores ingleses, poco o nada conocidos en España por aquel entonces, como Jeremy Bentham, que es el autor inglés más publicado y comentado en El Español, pero también William Paley y Edmond Burke, cuyas obras elogia en diversas ocasiones, calificándolas de «profundas y eloqüentes» El Español, T. 5, Octubre de 1812, p. 401.

Blanco lanza sus críticas contra el modo en que la Constitución de Cádiz organizaba los poderes del Estado, sobre todo por marginar al Monarca de la función de gobierno en beneficio de las Cortes, que, a su entender, se convertían en un órgano excesivamente poderoso. Blanco -con argumentos muy parecidos a los que Mirabeau había defendido en la Asamblea de 1789- critica la rigidez con que la Constitución de 1812 regulaba las relaciones entre el Rey y los Ministros, de una parte, y las Cortes, de otra. A su juicio, los legisladores de Cádiz habían cometido la imprudencia «de sembrar una emulación y enemistad perpetua entre el legislativo y el executivo» Ibidem, 5, Mayo-Junio de 1812, pp. 119-120., cuando de lo que se trataba era precisamente de equilibrarlos y de encontrar los mecanismos capaces para que ambas actuarán de consuno en pro del interés nacional. Para ello propone Blanco algunas medidas claramente incardinadas en el sistema parlamentario de gobierno, como la compatibilidad entre el cargo de Ministro y la condición de Diputado: «el poder executivo -afirma- debe estar actualmente animado de todo el poder, el saber y la autoridad del legislativo. El único modo de lograr esto es darle facultad de tomar ministros de entre los mismos representantes nacionales, de entre esos mismos miembros de las Cortes que se han ganado justamente la confianza de la Nación... Póngase; por ejemplo, a un Argüelles en el Ministerio de Estado, a un Torrero en el de Gracia y Justicia, a un González en el de Guerra, y se verá como crece la actividad y como se comunican fuerza los dos poderes. Los Ministros sabrán prácticamente donde hallan las dificultades y llevarán a las Cortes las qüestiones prácticas y del día, los puntos en que actualmente necesita el executivo del auxilio del legislativo. Pero la separación en que se hallan los pone en una especie de incomunicación muy dañosa para los primeros intereses de España» Ibidem, 5, Febrero de 1811, p. 420.

José Blanco-White, en definitiva, discrepa profundamente del sistema de gobierno que los constituyentes gaditanos habían puesto en planta, que no era otro en lo esencial que el francés de 1791, y en contrapartida propone seguir el inglés. Ahora bien, ¿se limita Blanco a fijarse en la regulación escrita de la Monarquía inglesa (así como en los preceptos extraídos judicialmente del Common Law), como habían hecho Mounier en la Asamblea Constituyente francesa y Jovellanos en la Junta Central, o va más allá y capta la importancia de algunas convenciones a la hora de delimitar su naturaleza, como había ocurrido con Mirabeau?. Como admirador de Burke, el más brillante defensor del cabinet system, a Blanco-White no se le escaparon algunos mecanismos básicos de esta forma de gobierno, como la compatibilidad entre el cargo de Ministro y la condición de parlamentario, según queda dicho. Blanco, en realidad, al describir el sistema británico de gobierno se atiene mucho más a la realidad que al mito, al espíritu que a la letra, a la Constitución material que a la formal. «La Constitución (británica) -dice en una ocasión- declara que el Rey no puede hacer el mal... Añádase a esta declaración que el Rey debe valerse de sus Ministros para todos los actos de gobierno y que ellos son responsables de quanto hagan a nombre del rey...», Ibidem, 2, Octubre de 1810, pp. 196-7. Es más, Blanco parece inclinarse por excluir al Rey de la función de gobierno y atribuirla a los Ministros conjuntamente con el Parlamento; cuando señala que en una «Monarquía limitada», el Rey debía gobernar la Nación «según decrete el Congreso que ella escoja para representarla», Ibidem, 2, 20 Octubre de 1810, pp. 196-197, aunque de sus escritos en El Español no se puede deducir una postura clara sobre este punto tan capital. Lo que resulta evidente, en cambio, es que Blanco captó, aunque no lo pusiera de relieve de forma expresa el divorcio entre el derecho constitucional escrito y la realidad política inglesa, que su admirado Pailey había señalado en The Principles of Moral and Political Philosophy (1785)39, así como la importancia de las convenciones en el sistema de fuentes inglés, pese a que tampoco se refiera a ellas.

Blanco, pues, no ve en la Monarquía inglesa una simple Monarquía «limitada» o constitucional, sino una Monarquía en un proceso innegable de parlamentarización, que él contrapone como modelo alternativo a la que, siguiendo los pasos de la francesa de 1791, se había articulado en la Constitución de Cádiz. Sin embargo, como antes se adelantó, el perspicaz liberal sevillano nada dice acerca del papel que los partidos políticos llevaban a cabo en Inglaterra en el marco del sistema parlamentario de gobierno ni tampoco sobre la importancia de institucionalizar una oposición al Gobierno en el mareo de este sistema. Un silencio que resulta de nuevo extraordinariamente significativo.




ArribaAbajo5. La monarquía británica en la «representación» de Flórez Estrada

Para la historia del constitucionalismo español acaso la obra más importante escrita entre 1814 a 1820 sea la Representación a S. M. C. el Señor don Fernando VII en defensa de las Cortes, redactada por Álvaro Flórez Estrada y publicada en Londres, en 181840. Antes de su publicación, este escrito se había difundido por España entre los cenáculos` liberales, contribuyendo en el plano de las ideas a preparar el ambiente propicio para la el pronunciamiento de Riego . «La Representación de Flórez Estrada -diría su amigo Andrés Borrego, colaborador en Málaga de aquel pronunciamiento- impresa en Londres y que con profusión había clandestinamente circulado por la Península, fue durante los seis años transcurridos de 1814 hasta el restablecimiento en 1820 del régimen constitucional, la bandera, la apología y, en cierto modo, el lábaro de las justas quejas del liberalismo español», Apud. MARTÍNEZ CACHERO, Luis Alfonso, Alvaro Flórez Estrada. Su vida, su obra política y sus ideas económicas, Instituto de Estudios Asturianos, Oviedo, 1961, pág. 62.

La autoridad doctrinal más citada a lo largo de esta primera parte, e incluso de toda la Representación, era Locke, «uno de los primeros sabios de Europa, que ni ha sido jacobino, ni revolucionario». El liberal asturiano traía a colación párrafos enteros del Segundo Tratado sobre el Gobierno Civil para defender el gobierno por consentimiento de los gobernados, la división de poderes, los límites de la prerrogativa regia y la supremacía del poder legislativo en la estructura del Estado.

Flórez Estrada llega a afirmar que las facultades que tenía el Monarca inglés eran las mismas que la Constitución de Cádiz había otorgado a Fernando VII: «Desde el establecimiento de la actual feliz Constitución británica, ninguna otra nación ha disfrutado igual tranquilidad, igual industria, igual riqueza, tanto patriotismo, tantas luces ni tanta gloria. El genio del mal y la obcecación son los dos únicos obstáculos que pueden impedir a un monarca español tomar por modelo a esta nación tan grande por todos respetos. ¡Y será posible que vuestros consejeros hayan podido seduciros al punto de hacer castigar cómo reos de Estado y sin ser oídos a los autores de una Constitución que os concedía los mismos privilegios que los que disfruta el monarca británico!», Op. cit., p. 177. El subrayado es mío.. Una afirmación realmente sorprendente, que pone en evidencia, una vez más, lo difícil que resultaba conocer, con exactitud el funcionamiento del sistema de gobierno inglés incluso para aquellos que, cómo Flórez Estrada, a su indudable capacidad intelectual -que en este sólido escrito se pone de relieve- unían el haber vivido durante varios años en Inglaterra41.




ArribaAbajo6. Sistema de gobierno y partidos durante el Trienio Constitucional

Durante el Trienio Constitucional surgieron en España instituciones de corte parlamentario, como el Gobierno, el Primer Ministro y el control político de ambos por las Cortes. Instituciones poco acordes con la Constitución, de Cádiz y similares a las que existían en la Gran Bretaña desde hacía un Siglo42.

La necesidad de un Gobierno, Consejo de Ministros o Ministerio -denominación esta última, que era la más frecuente en la época- la aceptaban casi todos los liberales españoles. Por eso, Priego, un obscuro Diputado de las Cortes de 1821, no expresaba una opinión puramente personal cuando sostuvo que el Ministerio debía concebirse como «un cuerpo moral unido entre sí para todas sus operaciones por medio de las juntas que deben celebrar a fin de que haya acuerdo en las resoluciones, unidad en la acción y energía en sus operaciones». Asimismo, la mayoría de los liberales suscribían el criterio de Priego cuando añadía que «en un sistema representativo» el Ministerio o caía, o se sostenía todo, pues «el caer dos o tres Ministros, y el irlos reemplazando uno en pos de otro sería formar un compuesto de partes heterogéneas sin unión ni afinidad entre sí, y de consiguiente destruir todo su poder, que es la unidad», Diario de Sesiones de las Cortes (D. S. C., en adelante), Legislatura Extraordinaria de 1821-1822, 14 de Diciembre de 1821, t. 24, p. 1.274. Prueba de esta aceptación casi unánime del Gobierno como órgano colegiado es que dicho órgano adquiriría su condición legal, con el nombre de «Consejo de Ministros», por Real Decreto de 19 de Noviembre de 1823, expedido poco después de que concluyese el Trienio43, aunque dada la naturaleza no constitucional y, por tanto, no parlamentaria de la Monarquía fernandina, no puede hablarse de la creación legal de esta institución hasta el Estatuto Real de 1834.

Resulta no menos indudable que en cada uno de los seis Ministerios que se formaron durante esta época hubo un Secretario de Despacho que en buena medida vino a ejercer de Primer Ministro, pese a carecer esta figura de respaldo legal alguno. Ello es especialmente cierto en lo que atañe a los Ministerios que encabezaron los «moderados» Agustín Argüelles, Felíu y Martínez de la Rosa los dos primeros al frente de la Secretaría de la Gobernación de la Península y el último al frente de la Secretaría de Estado44. El peso del Primer Ministro no fue igual en los seis Gobiernos del Trienio, pero en todos ellos le correspondió en gran parte dirigir y coordinar la labor de los demás miembros del Gabinete y en algún caso redactar el Discurso que el Rey debía pronunciar al abrir las Cortes, aunque Fernando VII siguió asistiendo y presidiendo las reuniones del Gobierno, sin renunciar tampoco a intervenir en la redacción del Discurso regio, como se puso de manifiesto en la llamada crisis de «la coletilla», ocurrida en Marzo de 182145. La preeminencia del Primer Ministro se debió, por último, a que en su persona se centró el control político de las Cortes, al menos en los tres primeros Gabinetes.

La existencia de este control resulta innegable. Es más: durante el Trienio, concretamente el 18 de Diciembre de 1821, las Cortes dirigieron al Monarca un escrito en el que le solicitaba la sustitución del Gobierno Felíu y el nombramiento de un nuevo Ministerio, aunque tal escrito no puede calificarse de un voto de censura en sentido estricto -el primero de nuestra historia, como a veces se ha dicho46-, por cuanto a la postre, por enérgico que fuese, se trataba de un ruego del Parlamento al Monarca para que éste ejerciese su prerrogativa constitucional de separar a los Ministros, cosa que Fernando VII no hizo más que después de transcurridas algunas semanas47. Algo, pues, muy distinto de un auténtico voto de censura, cuya aprobación -según se entendería en España, desde el Estatuto Real- implica el cese automático del Gobierno por parte del Jefe del Estado o bien la inmediata disolución de las Cortes48. En cualquier caso, la experiencia del Trienio puso de relieve, como antes había ocurrido en la Inglaterra del siglo XVII y en la Francia revolucionaria, según ha mostrado Michel Tropper49, que las lindes entre la responsabilidad penal y la responsabilidad política eran muy difusas e incluso que en la práctica la primera podía llegar a ser equivalente de la segunda.

Ahora bien, aunque durante el Trienio existiese un Gobierno como órgano colegiado, un Primer Ministro y una responsabilidad política de ambos ante las Cortes, no es exacto hablar en este contexto de la introducción del sistema parlamentario de gobierno, como han hecho los pocos autores que han estudiado desde un punto de vista histórico-constitucional este interesantísimo período50. Lo que pretendieron los Diputados «exaltados», así como algunos «moderados», no era introducir un sistema parlamentario de gobierno según las premisas británicas, a tenor del cual el Gobierno debía recabar la confianza del Parlamento para llevar acabo su política, sino un sistema asambleario, similar al que se había presto en vigor durante la vigencia de la Constitución francesa de 1791, en virtud del cual las Cortes debían ejercer la dirección política del Estado, imponiéndosela al Gobierno (y, por tanto, al Rey), como, en buena medida ocurrió durante el Trienio. Como prueba de estas intenciones, baste citar dos intervenciones parlamentarias, una de Ochoa y otra de Freire, ambas a comienzos del Trienio. Mientras el primero señaló que «una de las obligaciones del cuerpo legislativo» era sin duda alguna la de «velar, sobre la marcha del Gobierno...», D. S. C. Legislatura de 1820, 5 de Septiembre, t. 12, pp. 832-3, el segundo afirmó que, de acuerdo con la Constitución, «los poderes ejecutivo y judicial» debían estar «bajo la vigilancia de las Cortes», pues en caso contrario, existirían «tres gobiernos en un sólo Estado, contra lo que se halla establecido en este libro sabio», Ibidem, p. 835. Desde esta perspectiva, los Ministros, además de responder penalmente ante las Cortes de las infracciones del ordenamiento jurídico, debían responder ante ellas de los actos que llevasen a cabo en el ejercicio de su cargo (y de sus omisiones) cuando fuesen contrarios a la política delimitada por las Cortes.

En contrapartida, la mayor parte de los Diputados moderados pretendieron reforzar las prerrogativas del ejecutivo -Monarca y Ministros- ante las Cortes; de acuerdo con las premisas de una Monarquía constitucional (según la doctrina de la monarquía mixta y equilibrada), aunque concediendo a los Ministros o, más exactamente, al Gobierno, una cierta autonomía respecto del Jefe del Estado. En este sentido, Martínez de la Rosa, se opuso a que las Cortes controlasen políticamente la actividad del ejecutivo, so pena de «destruir el equilibrio de las autoridades y abusar del cargo que les ha confiado la Nación...», Ibidem, pp. 828-9 , mientras que Victorica, abundando en estos argumentos, alertó sobre el peligro de dar a «la Europa que nos contempla el espectáculo de un Congreso que inconsideradamente forma parte en las funciones gubernativas», Ibidem, pp. 830-1. La responsabilidad de los Ministros ante las Cortes debía ser, a juicio de estos Diputados, puramente penal y ponerse en funcionamiento tan solo cuando aquellos infringiesen el ordenamiento jurídico.

En realidad, el único Diputado que durante esta época defendió con claridad el sistema parlamentario de gobierno fue el Conde de Toreno, quien había estado exiliado en la Francia de Luis XVIII, en donde este sistema de gobierno había comenzado a articularse y cuya naturaleza había dado lugar a un debate doctrinal de gran brillantez entre Benjamín Constant, los doctrinarios Guizot y Royer-Collard, y los «Ultras» Vitrolles y Chateaubriand51. Probable conocedor de este debate, el Conde de Toreno, en un discurso pronunciado el 3 de Marzo de 1821, se manifestó a favor de que el Gobierno contase siempre con la confianza de las Cortes para poder ejercer sus funciones, como ocurría en Inglaterra y en la Francia de entonces, en donde «para variar el Ministerio y nombrar otro que le suceda» era preciso contar con el Parlamento, «porque aunque es cierto que cada poder tiene sus facultades y atribuciones peculiares, es preciso que la legislativa y la ejecutiva se entiendan mutuamente, pues que sería imposible llevar a efecto las providencias si no obrasen de acuerdo, como también lo sería en cuanto al Poder Legislativo que sin contar con el ejecutivo diese una ley... Lo mismo, pues, nos, sucedería cuando un Ministro no cuenta con la mayoría del Cuerpo legislativo; es preciso que deje el Ministerio...»52.

Fuera de las Cortes, hubo, asimismo, algún importante testimonio en defensa del sistema parlamentario de gobierno. A este respecto es preciso mencionar un artículo significativamente titulado «De la armonía de los poderes constitucionales», que Alberto Lista publicó el 16 de Septiembre de 1820 en El Censor. Una Revista elaborada por un selecto grupo de antiguos «afrancesados», entre ellos, aparte del propio Lista, Sebastián Miñano y José Mamerto Hermosilla53. De acuerdo con Constant -cuyo Curso de Política Constitucional tradujo en 1820 «libremente» al español Marcial Antonio López- y con lo que ya era práctica común en Francia e Inglaterra, Alberto Lista afirmaba que la división de poderes no debía traer consigo «la idea de discordia, sino más bien la de unión. Las acciones de establecer la ley, de ejecutarla y aplicarla, lejos de ser opuestas entre sí, tienen la mayor armonía y concurren a un mismo objeto, que es la prosperidad y e1 beneficio público», El Censor, 16 de Septiembre de 1820, p. 605. Lista, en realidad; venía a coincidir con lo que había sustentado Blanco-White en El Español, aunque la defensa del sistema parlamentario de gobierno se apoyaba ahora en autores franceses, sobre todo Constant, desconocidos entonces por Blanco.

En cualquier caso, la introducción del sistema parlamentario del gobierno durante el Trienio requería modificar la Constitución de Cádiz. Un código que, como se ha dicho, ya prohibía la compatibilidad entre el cargo de ministro y la condición de Diputado y la disolución regia de las Cortes, además de contemplar en términos puramente penales la responsabilidad de los Ministros ante las Cortes, como seguía haciendo el Reglamento del Gobierno Interior de Cortes y su Edificio, aprobado el 21 de Junio de 1821. Por otro lado, es evidente que el sistema parlamentario de gobierno no tenía ninguna posibilidad de triunfar mientras no se estableciese un clima político, nacional e internacional, favorable al nuevo orden liberal. Cosa que estaba lejos de ocurrir, dada la personalidad de Fernando VII, la actitud de la Santa Alianza y el enfrentamiento entre liberales y realistas, así como, dentro de los primeros, entre moderados y exaltados.

Es preciso añadir a todo lo dicho que una de las más importantes características del cabinet system, el pluralismo de partidos y la consiguiente dialéctica entre el Gobierno y la oposición, no fueron en absoluto reconocidos en el Trienio, como se puso de manifiesto en el debate parlamentario sobre la legalización de las «Sociedades Patrióticas». Una legalización solicitada por los «exaltados» y negada por los «moderados»54. Si los primeros, muy lejos de las premisas británicas del pluralismo político, concebían a dichas Sociedades como unos instrumentos revolucionarios de conquista del poder, como había ocurrido con los «clubs», por parte de los Jacobinos franceses, fieles discípulos de Rousseau55, los segundos veían en ellas, aparte del caos y la anarquía, unas entidades incompatibles con la representación nacional personificada en las Cortes. Un argumento muy significativo -en el que, por cierto, abundaría El Censor en un artículo publicado el 9 de Septiembre de 1820- pues ponía de relieve la incapacidad del sector más moderado del liberalismo español, incluso del más próximo al cabinet system, para superar los esquemas individualistas de la representación -patentes en el Reglamento del Gobierno Interior de Cortes y su Edificio, aprobado el 21 de Junio de 1821, que seguía ignorando a los grupos parlamentarios56- y, desde luego, para aceptar los derechos de reunión y asociación. Derechos ambos que en la Gran Bretaña venían ejerciéndose desde hacía muchos años.




ArribaAbajo7. Cambio de rumbo: el Exilio español en Londres y París

Tras el fracaso del Trienio, se fue imponiendo entre la mayoría de los exiliados españoles el deseo de sustituir el sistema de gobierno establecido en la Constitución de Cádiz por otro más acorde con la teoría y la práctica constitucionales de la Gran Bretaña, como he tratado de mostraren otro lugar57.

El contingente más numeroso de exiliados se dirigió a Inglaterra, país en el que se refugiaron Álvaro Flórez Estrada, José María Calatrava, Agustín Argüelles y Antonio Alcalá Galiano, entre otros muchos. Como ha escrito Vicente Llorens Castillo -que ha estudiado de forma muy sugestiva la actividad de los refugiados españoles, muy en particular la literaria-, durante estos años «las circunstancias históricas convirtieron a Londres en centro intelectual de España» Liberales y Románticos. Una emigración española en Inglaterra (1823-1834), Castalia, 3.ª edición, Madrid, 1979, p. 288. Otros liberales muy descollantes, como el Conde de Toreno, Francisco Martínez de la Rosa y Andrés Borrego, prefirieron asilarse en Francia, a donde la colonia liberal radicada en Inglaterra se trasladó casi enteramente en 1830 con el triunfo de la revolución de Julio. Un número menor de españoles se repartió por otros países europeos, como Bélgica y, a partir de 1826, Portugal.

Pero sobre todo en Londres, primero, y en París, después, los liberales españoles tomaron contacto con las nuevas ideas políticas y constitucionales en boga, muchas de las cuales se habían difundido ya en la España del Trienio, como las de Constant, según se ha dicho, o las de Bentham58.

En el exilio, la flor y nata del liberalismo español tuvo, asimismo, oportunidad de conocer in situ el funcionamiento del sistema parlamentario, no tanto en Francia, en donde este sistema de gobierno sufrió un importante retroceso desde el acceso al Trono, en 1824, de Carlos X, como en la Gran Bretaña, en donde el Cabinet system había hecho notables progresos tras la incorporación de Canning y Peel, en 1822, al Gabinete de Lord Liverpool, y mucho más después de la muerte de éste, en 1827. Es preciso tener en cuenta que durante esta época tanto la teoría del Cabinet system como la práctica constitucional que lo amparaba -esta última se había adelantado siempre a aquélla- se había abierto camino notablemente al socaire del debate que había suscitado desde principios de siglo el problema de la emancipación de los católicos. Un debate que había puesto sobre el tapete 1a cuestión de la responsabilidad política de los Ministros ante el Parlamento y la centralidad del Gabinete en la realidad constitucional británica. Cuando llegan los liberales españoles a Inglaterra, la mítica teoría lockeana de la monarquía mixta y equilibrada, aun manteniéndose viva, estaba ciertamente moribunda. Intelectuales y políticos como Burke y Fox, a fines del siglo XVIII, y James Mill, Lord Jhon Russell, Thomas Erskine, J. J. Park y Jhon Austin, en el primer tercio del siglo XIX, habían arremetido contra estas teoría y abierto el camino a la doctrina del Cabinet system59.

En Londres, capital de la España emigrada, algunos liberales españoles llevaron a cabo una importante labor cultural y política, llegando a relacionarse con la élite de aquel país. El papel de Lord Holland fue muy relevante en este sentido. El aristócrata inglés, cuyo amor por España y por la libertad ya se había puesto de manifiesto durante la Guerra de la Independencia, fue durante el exilio el más destacado protector de los refugiados españoles en la capital de Inglaterra. Blanco-White fue durante un tiempo su secretario personal y Agustín Argüelles su bibliotecario. Blanco, que dominaba a la perfección el idioma inglés, llegó a colaborar en la prestigiosa Revista, The Quarterly Review, en donde publicó, en Abril de 1823, un artículo titulado «Spain», en donde insistía en algunas de las tesis que anteriormente había expuesto en El Español, criticando diversos aspectos de la Constitución de Cádiz y arremetiendo contra «the poisonous french drugs» en materia política y constitucionales60.

Justo un año más tarde, pero ahora en la radical Westminster Review, Alcalá Galiano, publicó un artículo, titulado igual que el de Blanco y con un interés no menor, en el que se mostraba favorable básicamente a la Constitución de 1812, aunque, reconocía que este texto, entre otros defectos, concedía muchas perniciosas prerrogativas al Monarca, a la vez que le había despojado de algunas facultades que hubiese sido aconsejable haberle conferido, aunque sobre estos extremos se muestra aquí no ya lacónico, sino incluso hermético61.

Pero además de colaborar en las Revistas inglesas, los exiliados españoles fundaron en Londres varias publicaciones en castellano de carácter literario o político. Dentro de estas últimas es preciso destacar dos: El Español Constitucional, que ya se había publicado en Inglaterra entre 1818 y 1820, y que vuelve a ver la luz entre 1824 y 1825, y Ocios de Españoles Emigrados, que apareció desde 1824 a 1827. Si la primera revista, próxima a los «exaltados», sigue defendiendo la Constitución de Cádiz, la segunda, vinculada a los «moderados» y de mucho más fuste intelectual, aboga abiertamente por la futura revisión en profundidad de este código, aunque no hay una explícita defensa del sistema parlamentario de gobierno62.

También en Francia algunos relevantes emigrados españoles -como Martínez de la Rosa, el Conde de Toreno y Antonio Alcalá Galliano- tuvieron oportunidad de acceder a los salones literarios y políticos más importantes, llegando a tratar a dos anglófilos tan influyentes como François Guizot y Benjamín Constant63. Sin embargo, hasta la revolución de Julio la libertad de movimientos de los exiliados españoles en Francia fue mucho menor que en Inglaterra, aunque a partir de aquella revolución buena parte de los exiliados españoles refugiados en este país cruzarían el Canal de la Mancha para seguir muy de cerca los acontecimientos revolucionarios de 1830. Unos acontecimientos que tuvieron un notable impacto constitucional no sólo en Francia, sino también en Bélgica e indirectamente en España. Los cambios constitucionales que se produjeron en la Europa occidental a partir de esta revolución afectaban muy negativamente a los intereses de los absolutistas y del propio Fernando VII (quien en principio se negó a reconocer a Luis Felipe). De ahí que los liberales españoles los contemplasen con comprensible alborozo. Pero estos cambios no suponían ni mucho menos un respaldo internacional a la Constitución de Cádiz como alternativa al absolutismo fernandino. Así lo interpretó la parte más crecida -y dentro de poco más influyente- del liberalismo español, para la cual los cambios constitucionales auspiciados por la insurrección de 1830 habían puesto de relieve de forma diáfana que la restauración de la libertad en España exigía iniciar una vía constitucional muy distinta de la que habían abierto las Cortes de Cádiz y, en definitiva, la Revolución francesa de 1789. Una vía conciliadora y pragmática, tan respetuosa con los derechos de la nación como con los del Trono, que los ingleses habían practicado con éxito desde 1688 y que ahora los franceses y los belgas estaban ensayando esperanzados. Esta era la vía que permitiría obtener al futuro Estado Constitucional español tanto el apoyo internacional de las más importantes potencias europeas como el consenso interno de las fuerzas sociales más poderosas de la sociedad española.

En realidad, la moderación ideológica y el alejamiento de la Constitución de Cádiz por parte del liberalismo español tras el estallido de la revolución francesa de Julio, se pusieron de relieve al poco de estallar esta revolución, como se comprueba leyendo el único periódico con cierta relevancia que los refugiados españoles lograron publicar en Francia durante la década que ahora se examina: El Precursor64. Su director era Andrés Borrego, un liberal protegido por el General Lafayette, que años antes había colaborado en dos conocidos periódicos parisinos Le Constitutionnel y Le Temps, y que desempeñaría en el futuro un papel clave en el periodismo y la política españoles como inspirador de la tendencia más dinámica e inteligente dentro del Partido Moderado, de la que formaría parte otro ilustre exiliado en Londres, el gaditano Istúriz, aunque su principal dirigente sería Joaquín Francisco Pacheco, ya en los años cuarenta65.

En este periódico queda patente la distancia respecto de la Constitución de Cádiz. Así, por ejemplo con fecha de 24 de Octubre de 1830, El Precursor reproduce una proclama de Francisco Espoz y Mina dirigida a los españoles e insertada en el período Le Globe, de París, que, entre otras cosas, decía: «la Francia acaba de darnos un ejemplo, ya dado en otro siglo por la Inglaterra, del modo como un pueblo impide la destrucción de sus libertades, defendiéndolas con heroicos esfuerzos y una moderación admirable. Imitemos en este punto a estas ilustres naciones. Imitémoslas también en las instituciones que las rigen. Por medio de estas instituciones, y poniéndonos en armonía con ellas y los demás países constitucionales de Europa, sentaremos las dos grandes bases de la prosperidad de los Estados: la libertad y el orden».

Este alejamiento de la Constitución de Cádiz no haría más que aumentar durante los últimos tres años del reinado de Fernando VII. Había, en realidad, un acuerdo casi general en el seno del liberalismo acerca de la invalidez del sistema de gobierno establecido en esta Constitución para edificar el nuevo Estado liberal y acerca de la necesidad de vertebrar una Monarquía semejante a la que por aquel entonces existía en Inglaterra y Francia -los dos países más influyentes de Europa- o incluso en Bélgica. Opción esta última que era la que suscitaría más entusiasmo entre los sectores progresistas del liberalismo.

Este nuevo talante del liberalismo español era consecuencia sin duda de las amargas experiencias del Trienio Constitucional y del exilio, así como del nuevo contexto internacional que se había abierto en Europa después de la revolución de Julio, pero venía también propiciado por la evolución política, que se produjo en los tres últimos años del reinado de Fernando VII. Durante estos años los sectores más reformistas del realismo, muy próximos a los afrancesados y a la Reina María Cristina, fueron haciéndose con las riendas del poder y desplazando a los absolutistas más extremos, que se habían agrupado en torno a Don Carlos, el hermano del Rey.






Arriba8. A modo de epílogo: progresistas, moderados... y carlistas

Con la entrada en vigor del Estatuto Real, en 1834, comienza en España la verdadera articulación -ciertamente penosa- del sistema parlamentario de gobierno66, así como la vertebración de los partidos políticos modernos, el progresista y el moderado67. Fenómenos ambos que vienen acompañados del consiguiente debate sobre el papel de la oposición en el seno Estado Constitucional. Un debate al que Andrés Borrego contribuiría con un libro cuyo título es en sí mismo muy elocuente: De 1a organización de los partidos en España considerados como medio de adelantar la educación constitucional de la Nación y de realizar las condiciones de gobierno representativo68. Sin embargó, frente a la opinión de Andrés Borrego, consecuentemente liberal, no desaparecería nunca de la España isabelina otra bien distinta, decididamente contraria al sistema parlamentario de gobierno y a los partidos políticos, que Jaime Balmes representa quizá mejor que nadie69, para no hablar de los carlistas, a favor, sí de la oposición, pero no de la que se ejerce pacíficamente dentro del Estado constitucional, sino de la que se dirige violentamente contra él.

Pero volviendo de nuevo, para terminar, al liberalismo, es preciso señalar que aunque los moderados y los progresistas estaban de acuerdo en dejar a un lado el sistema de gobierno doceañista y en edificar otro inspirado en la Gran Bretaña, desde 1834 a 1868 discreparían respecto de la posición del Monarca en la dirección política del Estado. Los moderados, como antaño Jovellanos, se inclinarían por un sistema de gobierno monárquico-constitucional, en el que el Rey ejerciese de facto las facultades que le atribuía el texto constitucional, mientras que los progresistas, de forma no demasiado coherente, pretenderían construir un sistema parlamentario de gobierno, en el que la dirección política del Estado residiesen en un Consejo de Ministros responsable ante el Congreso de los Diputados70. Un objetivo que no llegarían a conseguir nunca durante la España de Isabel II ni siquiera más tarde, durante el sexenio y la Restauración. Pero todo esto forma parte ya de otra historia, cuyos trazos esenciales he esbozado en otra ocasión71.



 
Indice