El teatro de Góngora: conmutación y
búsqueda de la identidad
Laura Dolfi
Universidad de Parma
Aunque la
ficción es un rasgo básico de la comedia de enredo,
es bastante singular que en todas las piezas de Luis de
Góngora aparezca alguien que simula su identidad: en la
juvenil Comedia venatoria el dios Cupido se esconde
detrás de un humilde villano, en Las Firmezas de
Isabela el rico Lelio declara ser un pobre cajero (Camilo), y
en El doctor Carlino un descarado intermediario
actúa como sabio médico. Lo que nos llama la
atención, en particular, es que la identidad fingida no
aparece sólo como un recurso ocasional que implica a uno o a
otro personaje complicando el enredo in itinere (piénsese en Marcelo,
Isabela y Violante, quienes, en el acto III de Las firmezas de
Isabela, se transforman respectivamente en el sevillano Lelio,
en la campesina Belisa y en la granadina Livia), sino como una
característica típica de los protagonistas, que son
ya «otros» cuando llegan a la escena -su disfraz se
remonta a los antecedentes- y que seguirán siéndolo
hasta el desenlace (en las piezas inacabadas es eso lo que se
supone).
Naturalmente, a su
falso aspecto se suma la complicidad que establecen con el
espectador a quien (mientras intentan confundir o engañar a
los demás) irán descubriendo la verdad en
monólogos o apartes. Así, en la Comedia
venatoria, Cupido -«aunque escondido
/ y disfrazado» (vv.
1-2)1-
confiesa en seguida su origen divino y sus tópicas
prerrogativas físicas y poderío:
[...] el mismo [...] soy [...]
aquel dios soy [...]
(vv. 3-4),
[...]. Alado soy y ciego
(v.
13),
siendo yo aquel que enclavo
corazones
(v. 37);
el Doctor Carlino, en la pieza
homónima, abre con un significativo «mas oye antes
quién soy» (v. 403) el articulado relato donde
-declarado indebido el propio título de médico
(«En sus grados y en su nombre [del
hermano fallecido] / me embestí con prompitud»,
vv. 421-422)- comunica su lugar de nacimiento y sus
ascendientes:
Un pobre aragonés soy,
nacido en Catalayud
de humildes padres, mas
limpios
(vv. 405-407);
y, análogamente, en Las
firmezas de Isabela los datos ofrecidos sobre la procedencia y
estado social del protagonista se dirigen a un sobreentendido
público de oyentes («Escuchad,
pues», v. 718), aunque es el criado Tadeo quien ejerce
ese papel informador.
En esta comedia la
afirmación que el joven pertenece a una acomodada familia
(«Es hijo de un mercader»,
«es único hijo / de su padre de
años lleno», vv. 258, 278-279) y que ha mudado su
profesión («sirve a Octavio de
cajero», v. 266) se completa además con otras
alusiones: su cambio de nombre («Lelio
[...] / que ya se llama Camilo», vv. 710-711), su estar
prometido («desposado», v.
750), su haberse «hecho [...]
espía» de Isabela (vv. 771-774), etc. A estos comentarios que fijan, o
intentan fijar, quién es Lelio se suman otras intervenciones
diferentes: la pregunta curiosa de Fabio («¿qué hombre es?»,
«¿Es bien nacido?», vv.
212, 216), la observación condescendiente de Laureta
(«No te niego que es galán / y
gentilhombre», vv. 1104-1105) y así otras por el
estilo.
Del mismo modo,
ampliando nuestro análisis, podríamos citar el juego
de opuestas definiciones, «Eres hija de
mi dueño», con la que Lelio-Camilo se refiere a su
novia (para subrayar su propia condición de inferioridad) y
«Eres dueño de su hija»,
con la que ella -por medio de una hábil correctio quiástica-
cambia la identidad y el papel del joven para reiterarle su
rendición amorosa (vv. 1132-1133); y si queda claro que la
primera afirmación corresponde a una descripción
anagráfico-social objetiva, con la segunda pasamos ya a otro
nivel, o sea a una percepción subjetiva guiada por el
sentimiento amoroso. A estos versos se ligan asimismo -aunque su
valor definidor es más indirecto- las sucesivas
perífrasis metafóricas que identifican a Isabela con
una luna alta en el cielo (siendo superior en riquezas) y a
Lelio-Camilo con el dormido pastor besado por su luz:
CAMILO
¡Oh Blanca luna prolija!
ISABELA
¡Oh Endimión
zahareño!
(vv. 1134-1135).
Es inevitable en
efecto que, en aquel contexto estilístico intensamente
comparativo-metafórico que caracteriza el teatro
gongorino2,
incluso los protagonistas queden implicados en un recurrente
mecanismo de variaciones, equivalencias e
hipérboles3.
En Las firmezas, Lelio confiesa la propia debilidad de
enamorado ante una Isabela-sol por medio de la metáfora
«De cera soy» (v. 1147),
denuncia la propia humildad con un «Yo
[...] / [...] un pobre gusano soy» (vv. 2135-2136),
reivindica el propio derecho a seguir un exemplum literario declarando «Brandimarte / quiero ser de
Flordelís» (vv. 2470-2471)4,
etc. Además, junto al prometido, incluso otros personajes
utilizan esta modalidad figurada, y siempre con un intento de
auto-definición; basta pensar en cómo Isabela reitera
su constancia amorosa o se queja por los desdenes de su
enamorado:
Columna de mármol soy
(v. 2706),
¿Soy medusa que
convierte
los hombres en piedra?
(vv. 1140-1141);
o en cómo Marcelo observa
con preocupación que Fabio le ha confiado toda la
responsabilidad del engaño:
Yo voy siendo el instrumento
de esa música, y aun
hoy
no sólo el órgano
soy,
sino el follador y el viento
(vv. 1432-1435);
o, finalmente, en cómo Tadeo
confiesa haber escuchado a escondidas la conversación de su
amo con el viejo Octavio:
[...] he sido
una piedra de esa esquina
(vv. 916-917).
Pero volviendo a
nuestro protagonista, para tener un panorama completo de su
identidad (o mejor de la «declaración» figurada
de su identidad), habrá que completar la imagen ofrecida por
él con las diferentes facetas propuestas por otros. No
obstante su pobreza, por ejemplo, Isabela -que es su amante- lo
considera un banquero:
un Fúcar alemán
eres,
un ginovés
Lomelín
(vv. 2380-2381),
mientras su criado -que no comparte
sus intentos de averiguación excesivos- lo incluye entre los
penitentes o entre los más rígidos adeptos del dios
Amor:
¿De la
Purificación
te has hecho cofrade?
(vv. 932-933),
que eres la hermana mayor,
y la más escrupulosa [de las
beatas de Amor]
(vv. 1390-1391).
Nótese cómo, en estos
versos, el paso de «ser» (o de los ya citados
«quiero ser», «voy siendo») a
«hacerse» subraya la voluntad por parte del personaje
de llegar a su «metamorfosis» ejemplar (a ésta
remiten, por otra parte, también auto-identificaciones
más indirectas: Lelio que igual, o mejor, que un Cid triunfa
sobre su amor por su honra v. 2455; etc.).
Dentro del
ámbito más vasto de los parangones caben, por
supuesto, otros ejemplos: Tadeo que equipara al joven con un
«cartujo/monja» por su vivir apartado (v. 787) Isabela
que lo considera dañino a la par que una «serpiente [...] / [...]
ponzoñosa» (vv. 2882-2884), y así por el
estilo5;
pero, sin demorarnos más, hay que destacar que ese
afán definidor no se limita a referirse al protagonista sino
que implica a todos los personajes, aunque en medida muy diferente.
Varones y mujeres, amos y criados proponen hábilmente
equivalentes metafóricos o antonomásticos de
sí mismos y de los demás, y a su vez son objeto de
equivalencias que -a pesar de ser muy variadas- se descubren
siempre coherentes con la acción y con el fundamental
objetivo de añadir características o subrayar
situaciones6.
Cito, por ejemplo, a Marcelo que, aludiendo a la lentitud de su
criado, declara irónicamente «el
mismo viento es Donato» ( v. 1559; afirmación que
reitera poco después: «el criado /
que las trajo [cartas / es plomo de ellas», vv.
1873-1874); cito a Tadeo que se define astrólogo para
afirmar el propio espíritu burlón («Yo astrólogo soy», v. 1169) y
para insinuar maliciosamente -con otra doble identificación
metafórica- que la escondida amante de Marcelo podría
quedar embarazada:
Él [Marcelo] un sol, ella
[Violante] una luna,
yo astrólogo: plega a
Dios
la conjunción de los
dos
no cause creciente alguna
(vv. 678-81);
o, finalmente, a Violante que,
celosa, interpela a su amante acusándolo de ser un descarado
polígamo: «¿Eres
sultán Bayaceto / [...]?» (v. 1502).
No es raro, en
efecto, que el interrogante aparezca en apartes y diálogos
con referencia a la identidad de los personajes; basta pensar en la
pregunta «¿Ha de ser puente?» que Tadeo dirige a
un Lelio obstinado en «experimentar [la] fortaleza» de
Isabela (y es a través de su contestación -«No, sino mujer / por donde yo he de
pasar», vv. 935-937- como volvemos a aquella
equiparación «Isabela = esposa fiel» que
constituye el tema base de la comedia), o en la pregunta
retórica: «Pues yo, Tadeo
¿soy Judas [...]?» (v. 2642) con la que el siervo
se suma a la coral alegría para la llegada del prometido, o
también en su divertido juego con Laureta que lleva a la
aceptación o al rechazo de posibles definiciones
recíprocas:
Dentro del
conjunto de los atributos o antonomasias que Góngora utiliza
en La firmezas de Isabela (ora por su efecto
lúdico, ora por su alcance sémico), es interesante
examinar en particular la perífrasis «un mal
Leandro» con la que Tadeo designa a su amo que, poniendo a
riesgo el afecto seguro de Isabela, se metió «en un
estrecho» tan peligroso como las aguas del Helesponto (vv.
1893, 1897). Este sintagma, en efecto, no sólo añade
otro paralelismo ejemplar a los ya citados -subrayando una vez
más la obstinación absurda del protagonista-, sino
que constituye una significativa muestra de un cambio de referentes
insólito e ingenioso. Cuando el criado empieza en aparte su
alusión mitológica:
Piensa Camilo [Lelio] que nada
en un mar de agua rosada,
y es de azar este elemento
(vv. 1888-1890),
para el espectador (o el lector) su
reprensión es hasta demasiado evidente; pero Violante -que
ha oído sólo algunas de sus palabras- no entiende de
quién está hablando, por eso pregunta preocupada:
«¿Quién ha
nadado?» (v. 1891). Sin embargo Tadeo antes de
contestarle -como ella esperaría- con un nombre propio, se
limita a un atributo muy ambiguo: «Un
perdido» (v. 1891). Entonces la mujer le reitera, y
más explícitamente: «¿Quién
es?»; y otra vez la respuesta será oscura:
TADEO
Yo lo diré
presto.
Un mal Leandro, que a Sesto
deja sin haber Abido.
Deja una Hero fiel
más que mereció su
pecho
y métese en un
estrecho,
que no sé si saldrá
de él
(vv. 1892-1898).
Aunque el
mecanismo de conmutaciones y de equivalencias que marca todo el
diálogo liga, con un juego aparentemente fácil, los
dos personajes del mito a Lelio-Camilo y a su novia (amada y
desdeñada al mismo tiempo), Violante -oprimida por los
celos- malentiende atributos y antonomasias y, pensando que la
perífrasis «Hero fiel» se refiere a ella y no a
Isabela, llega a la equivocada identificación: «"mal
Leandro" = Marcelo» («Marcelo es
éste», v. 1899). No obstante, píele una
confirmación de su conjetura («¿Es Marcelo / ese Leandro?»,
vv. 1899-1900) y es entonces cuando el criado, maliciosamente,
decide revalidar su error con dos perífrasis que remiten, y
esta vez sin lugar a dudas, a un Marcelo traidor:
Esta calumnia
intencionada, de cualquier modo, se inserta muy bien en el contexto
de la comedia que -hay que subrayarlo- funda su enredo en la
ambigüedad de los personales, que fingen y esconden
continuamente su identidad (y sentimientos), aunque llegando -como
el prometido en casa de Octavio- hasta la paradoja de confesar
críptica pero explícitamente su disfraz:
que engaño a cuantos me
ven,
porque no soy lo que muestro
(vv. 2818-2819),
que soy, y no soy, esposo
sin alma y sin corazón
(vv. 2822-2823).
Por otra parte
será al ver que su amante se presenta en escena como esposo
de Isabela, cuando Violante lo increpa con dureza y le dirige una
larga sucesión de insultos que -no es casualidad- se abren y
se cierran con la misma palabra: «Marcelo». Y si este
nombre al comienzo de su invectiva se presenta como un simple
sujeto en una frase de alguna manera definidora («Marcelo hasta aquí traidor», v.
2859), cuando vuelve a aparecer tiene ya diferente significado
puesto que -a la par de una antonomasia- se ha hecho término
conclusivo (compendio y justificación) de las insultantes
perífrasis que se han ido subsiguiendo:
blasfemia de los perjuros,
vituperio de los hombres,
infamia, vergüenza,
agravio,
de fe, de amor, de amistad,
mentira de la verdad,
y Maréelo al fin?
(vv. 2864-2869).
Del mismo modo hay
que recordar otros versos donde el nombre propio sobrepasa su mera
función anagráfica para alcanzar un valor más
insólito. Me refiero, en particular, al «más presto / sabrás quién
es Isabela» (vv. 1332-1333) con el que, ante la
enésima excepción del receloso Camilo, la prometida
ratifica su firmeza; o a la doble afirmación con la que el
mercader granadino remite a la capacidad de intuición y a la
lealtad amistosa que lo caracterizan:
mi padre está aquí
mañana,
o yo Marcelo no soy
(vv. 1552-1 155),
Marcelo, cual siempre he sido,
tal quiero ser y tal soy
(vv. 1410-1411).
Pero será
precisamente la sustitución de su nombre (ahora afirmado
como fianza) el instrumento para llevar a cabo el engaño que
se realiza en el desenlace. Es más: presentándose en
casa de Octavio como Lelio, Marcelo no sólo se desmiente a
sí mismo, provocando preguntas desconcertantes,
explícitas denuncias, comentarios incrédulos y
maliciosos:
LAURETA
¿No es el huésped de
tu dueño
éste?
[...]
¿Que éste aquel mozo
no es
que las cintillas me daba?
(vv. 2778-2783),
LAURETA
[...]éste que ves
no es Lelio...
(vv. 2790-91),
ISABELA
[...]éste que ves
el desmayo de Violante?
(vv. 2793-2794),
LAURETA
¿Fabio, vuestro
granadino
se llama Lelio?
(vv. 2855-2856),
sino que impulsa a Violante -dolida
de verse traicionada («¡Ay
Violante desdichada! / [...] / ¡Ay de mí!»,
vv. 2771-2774)- a dudar de las diferentes facetas de su identidad:
la anagráfico-física y la ético-amorosa
(«De dos caras, de dos nombres, / de dos
corazones duros», vv. 2862-2863). Y del mismo modo
-cuando Lelio-Camilo y Fabio confirman su ficción con otras
mentiras- ocasiona la denegación también de otros
personajes: Galeazo ya no es padre de Lelio porque éste
afirma que su hijo es otro (y el viejo se quejará: «que tú me niegues», v. 3054);
Emilio ya no es amigo de Fabio dado que el mercader, aunque sin
cambiar el propio papel («EMILIO
¿No sois vos [...] / [...]? / FABIO El mismo», vv.
3110-3114), niega conocerle («no sois
vos aquel Emilio [...]», vv. 3114-3116); etc.
Su obstinada
usurpación del nombre ajeno («Yo
soy Lelio [...]. / [...] ¿Veisme bien?», vv. 2956,
2960) da comienzo, asimismo, a una sucesión de
interrogantes, de falsas afirmaciones y de airadas protestas que
tienen como único objetivo fijar (sea verdadera o
falsamente) la identidad de cada uno:
OCTAVIO
¿Es Lelio?
GALEAZO
No [...]
MARCELO
¿No soy Lelio?
GALEAZO
¿Lelio tú?
(vv. 3003-3004),
CAMILO
¿Yo Lelio? [...]
(v. 3019),
[OCTAVIO]
¿quién es este
gentilhombre?
Camilo
Tu yerno: Lelio su nombre
(vv. 3055-3056),
EMILIO
¿Quien es ese que esta
ahí?
DONATO
Lelio.
EMILIO
¿Qué ése no es
Marcelo?
(vv. 3394-3395),
VIOLANTE
¿no eres tú
Marcelo?
EMILIO
No.
que éste es Lelio,
amiga.
DONATO
¿Ya
ser Lelio confesado ha?
[...]
MARCELO
¿Y si yo
fuese Marcelo, qué
habría?
EMILIO
No lo es tal, que Lelio es
una vez, y dos, y tres
(vv. 3430-3436), etc.
La búsqueda
de un garante que atestigüe la verdad empeñando -como
le dirá Galeazo a su criado- una importante
«prenda», o sea el «conocimiento» (vv.
3196, 3198), se hace entonces tan imprescindible como inevitable el
surgir de otras preguntas y respuestas, a menudo irrespetuosas, que
ora niegan, ora desvirtúan todo intento de
identificación:
GALEAZO
¿Conócesme?
[...]
(v. 3199)
GALEAZO
Hijo mío,
¿quién soy yo?
TADEO
Sábelo mi buen
Jesú
(vv. 3210-3211),
EMILIO
Lo que quiero es que me abones
porque han dicho aquí que
no
soy tu amo Emilio yo.
[...]
Jurarás tú que lo
soy?
(vv. 3358-3363)
[EMILIO]
¿Quién soy yo?
DONATO
Dígalo él,
que se conoce mejor?
EMILIO
¿Soy Emilio?
[...]
DONATO
Si es Emilio uno que
parece padre de cabras,
[...]
vuecé es Emilio
(vv. 3372-3382).
En una mezcla de
verdad y engaño llegamos en suma a un verdadero laberinto
donde una vez mas el nombre propio, con todas sus posibles
semías, se confunde y pierde. Así Isabela,
patentemente traicionada por Helio-Camilo y cansada de afirmar su
fidelidad amorosa, decide renunciar a aquel papel de enamorada que
se identificó con su mismo ser («Ya no es tiempo de Isabelas», v.
2889), para entrar -ella también- en un juego general de
ficciones donde toda identidad muda: la falsa se convalida y la
verdadera se niega. Si entonces Marcelo se ha transformado en Lelio
y Lelio en Camilo, incluso Violante declarará ser otra
(«Livia soy, la granadina», v.
3426) y, análogamente, Isabela volcará su nombre
«al revés» convirtiéndose en Belisa, si
bien señalando que se trata de un cambio sólo
aparente:
que entre Isabela y Belisa
no hay más que lo que
divisa:
la diferencia es el traje;
que de la bondad, ninguna
(vv. 3319-3322),
no [...] tiene
mejor padre ella que yo
(vv. 3328-3329).
Es significativo,
además, que hasta en la última escena de la comedia
-cuando, después de sueltas intuiciones comentadas en
secreto:
[ISABELA]
éste [Camilo] sin duda es su
hijo
(v. 3075),
VIOLANTE
[...] el granadino es Marcelo
(v. 3078),
CAMILO
Tadeo, ésta es Isabela
(v. 3255),
MARCELO
Violante es ésta [...]
(v. 3433), etc.
se acaba la
ficción/espectáculo10
y cada personaje declara por fin su verdadero nombre («Ves
aquí a Isabela», «en nombre de Livia [...] /
[...] verás a tu hermana», etc.: vv. 3491, 3494-3495)-
el padre de Lelio elija pronunciar sus palabras de perdón
aludiendo precisamente a la propia identidad por fin
recuperada:
CALEAZO
Yo te abrazo y te perdono
[...]
Contento de ser Galeazo,
sin que hagas tú el
abono
(3526-5529).
Sin embargo -y no
hay que olvidarlo- ese abono, ansiosamente perseguido por los dos
ancianos:
GALEAZO
No pienso dejar mesón,
[...]
sin buscar a dos o tres
que me abonen
(vv. 3068-3071),
EMILIO
De sus granadinas canas [de
Fabricio]
implorar quiero el auxilio,
para que abonen a Emilio
(vv. 3170-3172),
GALEAZO
¿Querrásme
abonar?
(v. 3194),
EMILIO
lo que quiero [Donato] es que me
abones
porque han dicho aquí que
no
soy tu amo Emilio yo
(vv. 3358-3360),
ese abono, pues, Lelio-Camilo lo
había utilizado poco antes para engañar,
haciéndos garante del falso prometido (lo recuerda el viejo
Octavio: «Tú, que eres su
abonador» v. 5054) y abasteciéndole detalladas
"pruebas" que acreditaran su identidad mentirosa:
[LELIO-CAMILO]
Señas le di de mis
padres,
y razón también le
di
de la casa y la hacienda,
sin que faltase un
cuatrín
(vv. 2414-2417).
Y no es casualidad que en este
largo elenco, mientras la alusión a su contexto familiar es
muy rápida (se reduce al nombre de su madre,
«Estefanía»), la referida a bienes inmuebles y a
tratos comerciales sea muy pormenorizada: las casas, los almacenes,
las flotas para el Perú, las relaciones en Sanlúcar,
Granada, Toledo, Segovia, etc. En otras palabras, la "identidad"
económico-social se une a la anagráfica fijando,
junto al nombre, otros rasgos igualmente necesarios; y más
aún para los personajes de Las firmezas de Isabela
cuya común profesión mercantil deja una huella tan
honda que -como destacamos hace tiempo11-
hasta el léxico cotidiano se ajusta a su mentalidad
numérico-administrativa: el agua Tajo paga «reales de
cristal» en «bolsas de mármol», la muerte
«cobra» santos y pecadores, el criado es un
«doblón», los besos se cuentan y se dan
«de siete en siete», etc.12.
El problema de la
identidad se presenta, pues, como fundamental en esta comedia, que
-desde el comienzo hasta el desenlace- se dirige coherentemente a
la determinación del «yo» individual; y
podríamos afirmar que es precisamente el intento de definir
la "identidad" ético-amorosa de Isabela (mujer fiel/infiel)
lo que ocasiona aquel ocultamiento de la identidad
anagráfico-social de Lelio (nombre y papel, puesto que el
mercader se transforma en criado13)
y las, fatalmente consiguientes, reiteradas negaciones.
Menos matizada y
casi reducida a un enfoque metafórico es, en cambio, la
descripción del «yo» en la última pieza
gongorina, El doctor Carlino. Si, por ejemplo, volvemos a
su ya citado monólogo, destacamos en seguida que todas las
palabras o perífrasis con las que el protagonista se
autodefine remiten a una exposición figurada de sus
diferentes "cualidades" (astucia, descaro, jactancia, atrevimiento,
adulación, traición, autoridad): se considera un
«demonio» (v. 411), un «Galeno andaluz» (v.
424), un «mico de Tolú» (v. 434), un dios
«Portundo [...] en el mar» (v. 437), un
«médico de orozuz» (v. 456), un
«fullero» (v. 493) y un «arcaduz» (v. 514).
Además, el hecho de que esos vocablos/sintagmas -que aluden
a la actividad tramposa que está llevando adelante desde
hace varios años- estén precedidos siempre por el
predicado «fui» o «soy» confirma que
estamos ante un personaje que quiere dejar bien caracterizada su
personalidad.
Su interés
en autodefinirse, lejos de limitarse a las primeras escenas, se
extiende -aunque de manera más ocasional- al acto II donde
Carlino se ufana burlescamente de su ignorancia: «soy [...] yo / de los médicos el
Bu» (vv. 1904-1905). Teniendo en cuenta la
saturación culta y el tono alusivo-comparativo que
caracterizan a toda la pieza, es evidente que a los versos hasta
aquí mencionados pueden sumarse más indirectas
identificaciones: con un «doctor de estornudos»
escasamente pagado (v. 650), con un insidioso Judas («¡Tan leal como el del
beso!»14,
v. 1646), etc. Hace tiempo15
hablamos de los personajes ejemplares que el médico elige
como modelos suyos (el ahora mencionado Judas, Jacob, Pilato,
etc.), pero no hay que olvidar otras afirmaciones que, de forma
diferente y más allá de su evidente
lexicalización, remiten a la imagen que el protagonista
quiere ofrecer de sí mismo (nótese la presencia del
verbo «ser» y del sujeto «yo», reforzados
-en la segunda cita- por el nombre propio):
[amigo] cual yo lo soy
(v. 62).
O yo Carlino no soy,
o a buscar vas a Tancredo
(vv. 367-368).
Se trata, sin embargo, de dos
frases que confirman la acostumbrada ambigüedad del doctor, ya
que si la alusión a su capacidad de adelantar los
movimientos de Tancredo (vv. 367-368) corresponde a la verdad, la
que se refiere a su amistad con Gerardo es patentemente falsa.
El retrato
construido por medio de estos variados auto-comentarios se
completa, por supuesto, con las afirmaciones de otros personajes
que, cómplices o víctimas suyas, acaban por alabar su
(aparente) honradez, habilidad e inventiva ingeniosa16.
Tancredo lo llama «amigo leal» (v. 938), Gerardo lo
equipara a una divinidad (a quien, por gracia recibida, entrega con
«devoción» una «lámpara de
plata»17,
vv. 1682, 1687), don Tristán lo define «mi Rey»
y quiere besarle las manos (vv. 1869, 1875), Casilda lo valora,
«como docto y como diestro, / famoso
abogado [...] / en las audiencias de Amor» (vv. 902-904).
Y es una vez más ella quien -identificándose con
Europa- lo transforma en un toro-Júpiter:
para que hoy vuesa merced
sea el toro de esta Europa
(vv. 561-564);
o quien -lo recordamos a latere- propone su
metamorfosis "noble" («Hoy le
hacéis caballero», v. 1195) con motivo de la mula
que un Tancredo «gran
señor» (v. 1196) promete regalarle.
Pero las
conmutaciones creadas por la mujer no se refieren sólo a su
amante; de Gerardo enfadado dirá que se ha «hecho un Marte» (v. 586), Tancredo
cornudo le parecerá un «Capricornio galán» (v. 606) y
a su cortejador Enrico lo igualará ora a un dios Pan (del
que ella está huyendo, como una casta Siringa), ora a un
Narciso y a un Ganimedes:
¿Soy ninfa silvestre, y
vos
algún monstruo de la
tierra
que con pies de cabra yerra
hecho de las selvas Dios
[...]
No sois sino quien recelo
[...]
os desvanezca una fuente
o os arrebate algún
vuelo
(vv. 1129-1140).
Y a su vez el
joven, por el blancor de sus manos («cristal»), la
juzgará una «sirena dulce y
cruel» (v. 1154).
En un alternarse
continuo de claras definiciones -introducidas por el verbo
«ser» o «hacerse»- y de más
sintéticas catacresis, ningún personaje queda exento
de transfiguraciones figuradas: Tancredo se considera un «venturoso Adán» (v. 924);
Leonora es una «Reina / de los
jazmines» o una «Aurora» para su viejo
pretendiente (que se ha transformado en Titón, vv.
1773-1776) pero al mismo tiempo «es duquesa» para
Gerardo («pues trae ducados diez
mil», v. 1696); Tancredo-«rey» considera a
Tisberto su caballero «más leal y
más valiente» (v. 1503); el rico Tristán se
ufana afirmando «yo no soy halcón
/ de los que se han de soltar» (vv. 1831-1832); etc.
Tampoco hay que
olvidar los (aunque indirectos) paralelismos hiperbólicos
que abren el acto II y que manifiestan la superioridad de Gerardo y
de Lucrecia con respecto a sus antecedentes mitológicos
Paris/Adonis/Ganimedes y Venus/Juno/Palas (vv.
1225-1257)18;
o, en contraste, unas afirmaciones llanas como aquel «gran
pagador sois» con el que Tancredo define a Gerardo (v. 1390).
Análogamente se añaden -como ya en Las
firmezas- un ejemplo de utilización del
«yo» dirigida a ratificar lo que se acaba de decir
(«TANCREDO No será, a fe de quien
soy», v. 936), y un caso de reivindicación
(hipócrita) de una calidad que se considera injustamente
desvalorada:
[TISBERTO]
que treinta paciencias pierdo,
de que, en naciendo uno
cuerdo,
le bauticen por cobarde
(vv. 1586-88).
Es evidente, en
efecto, que si metáforas y exempla mitológicos predominan, no
faltan versos que describen de manera "objetiva" a los personajes;
piénsese cuando el doctor constata satisfecho cómo
Tancredo y Lucrecia cayeron en su trampa:
Mi tonto esta tarde ha sido
[Tancredo]
mientras ella [Lucrecia] fue tu
necia
(vv. 1603-1604),
o cuando subraya la vejez excesiva
de don Tristán:
que, aunque es galán no muy
cano,
es más viejo que
galán
(vv. 279-280), etc.
Debemos
señalar, sin embargo, que hasta afirmaciones aparentemente
inocentes pueden adquirir de repente significados diversos e
inequívocos. La reiterada exclamación «¡Es gran bordadora!» (vv. 888,
896, 1457) -con la que Tancredo expresa la propia admiración
ante la habilidad de Lucrecia con el bastidor- se transforma por
ejemplo, cuando la pronuncia maliciosamente Carlino (v. 1384), en
una sobrentendida alusión a la infidelidad de la mujer que
«se ha dado algún
agujazo»19
con Gerardo (v. 894).
En efecto es el
protagonista de la comedia quien, más que otros, crea
equivalencias, parangones y catacresis: Lucrecia es un «cuadro [...] / casto menos que caro»
(vv. 192-193), Leonora «es una
cordera» (v. 265) o un «edificio gallardo» que Gerardo puede
«cubrir» (vv. 1642-1644),
Enrico ora una paloma bíblica que trae «si la oliva no en el pico, / el arco
[iris]» (vv. 1051-1052), ora un «cruel
Mecencio» que obliga a su joven hermana («tan hermosa
viva») a casarse con un viejo «que
un muerto es» (vv. 1726-1728); y del mismo modo Gerardo
será llamado irónicamente «Gobernador»
(v. 1648) o considerado un «garañón de
acero» (porque seduce a Leonora, v. 1672), Tristán
apodado «señor
barbiteñido» (v. 289) o identificado -por su
incontinencia- con una «laguna / Meotis,
sin sonda alguna» (vv. 1854-1855) y con un
«gramático nefando» (que declina «siempre a "Meus, mea, meum"», vv.
1877-1880)20,
etc.
Naturalmente, en
la larga lista de personajes que Carlino describe con
metáforas o perífrasis figuradas, no puede faltar su
amante Casilda. Los sintagmas elegidos, en perfecta coherencia con
el enredo, remitirán entonces a su aprecio (la parangona a
un «diamante bello» que quiere «calificar»,
v. 577) y a su admiración por la habilidad de la mujer
(«¡Oh qué atractivo
diapalma / fuiste [...]», vv. 953-954), pero
también al temor por la insidiosa astucia que ella
demuestra. Es más, los dos exempla que el doctor evoca a este respecto
-si bien en broma- remiten a modelos tan negativos (Satanás
y Judas) que, sin esperar que la pertinencia de su hipótesis
sea confirmada, decide someterse a una parcial
auto-metamorfosis:
Pues, aunque pavón no
soy,
trescientos ojos desde hoy
en la cola he de tener
(vv. 1150-1152).
Del todo
retórica, pues, la pregunta («¿Tal sois [...]?», v. 1149)
que ha dirigido poco antes a Casilda con el intento de aclarar su
identidad (entendida como "modalidades de conducta"). Y si en este
caso lo que se pone en duda es la exactitud de la
equiparación propuesta, otras veces en cambio la perplejidad
surge de la difícil individuación del referente.
Cuando, por ejemplo, Carlino acude a la ingeniosa antonomasia
«el Medoro / que cité denantes
yo» (vv. 965-967), sin mencionar directamente al
pretendiente de su amante, esta malentenderá -o
fingirá malentender- su alusión y le
contestará pasando, aunque de forma hipotética, de un
Tancredo "enamorado" (a quien en realidad el doctor se refiere) a
un Enrico rico y generoso21:
Si es Enrico, ya pasó
con grande cadena de oro
(vv. 967-968).
Una vez
más, pues, la descripción de la identidad del
personaje (o su detección) se afirma como instrumento de un
predominante juego estilístico-retórico que implica a
todos los personajes, y más aún al protagonista que,
arbiter
absoluto, conoce todos los pormenores del enredo22.
Su incansable inventiva lo lleva, en efecto, no sólo a
buscar equivalencias o comparaciones alusivas sino también a
intensificar irónicamente afirmaciones ajenas. Así,
acentúa la frase de aprecio que Tancredo pronuncia para con
Gerardo («Buen alcaide es un
amigo», v. 1360) con un dístico halagador porque
sabe lo que éste ignora (o sea que el joven acaba de
acostarse con su mujer):
Y más tal amigo, a
quien
le entregara yo el
Peñón
(1361-1562);
o, del mismo modo, adelanta la
negativa descripción que Enrico ofrece de don Tristán
(«un orinal con camisa, / que eso mismo
es don Tristán», vv. 1723-1724) con un juego
sémico sólo aparentemente positivo: «Para Leonora / es como un oro el
hidalgo» ( vv. 1719-1720; donde «oro» indica
disémicamente tanto las riquezas del viejo como el color de
la orina que mancha su camisa.)
Con sus
definiciones figuradas, que remiten a menudo a la situación
en que los personajes están obligados a actuar, llega
además a proponer la correctio de un nombre que él mismo
atribuyó. Por ejemplo, después de haber transformado
a Gerardo -traicionado por su amante (y por eso "cornudo")- en
Cornelio («ya que Cornelio
es», v. 189), sustituye esa hábil paronomasia con
una antonomasia que -sugiriéndole no difundir la propia
deshonra- conmuta su identidad: «Cornelio Tácito sea» (v. 190).
Y poco antes, cuando el joven -con una doble perífrasis
definidora- le ha comunicado crípticamente que se ha
enterado de la deslealtad de sus amigos y que quiere matarlos
(«de luz cofrade soy, / de sangre ellos
lo han de ser», vv. 94-95), contesta con dos antonomasias
igualmente alusivas que le imponen cambiar su anhelo de
desafío por una más insidiosa traición
(«¿Quién te ha hecho
Matatías / cuando quiero que seas Judas?», vv.
159-160), e inmediatamente después -para evitar cualquier
posible malentendido insiste en precisar la identidad del
exemplum que
eligió como modelo para su conducta:
No va el Macabeo caudillo
sino aquel siempre travieso
calabrés, poco
sencillo,
que mató más con el
beso
que el otro con el cuchillo
(vv. 161-164).
Y Gerardo aceptará
identificarse con Judas Iscariote (y no con el valiente guerrero
Macabeo) con tanto entusiasmo que, mucho mas tarde,
considerará la falta de fidelidad como una
característica definitivamente «suya»:
y lo que yo tengo de él
[fiel]
lleve Judas, si algo tengo
(vv. 1535-1536).
En suma, tampoco
la "definición" del «yo» individual escapa de
aquel marco metafórico-comparativo que Góngora
utiliza en su teatro para hacer más denso el diálogo.
Aunque la ausencia del desenlace impide conocer cuál
sería el contenido del acto III, los dos mil versos escritos
y el desarrollo del enredo descubren de manera clara que, en esta
pieza, lo único que no varía son los nombres de los
personajes. Sus sentimientos y sus palabras son constantemente
simulados, y su papel "oficial" es ora falso (el «doctor
Carlino» no es doctor), ora desconocido (falta cualquier
referencia a condición social o profesión).
Además, hasta la insistencia con la que Casilda manifiesta
su deseo de alcanzar un nivel más acomodado:
Antes que llegue a ser novia
escudero quiero cano,
que me reciba la mano
sobre paño de Segovia
(vv. 729-732)
(obstinada su petición de
tener un «coche», un «escudero /
calviluciente» y una
«mula»/«andadora», vv. 716, 717-718, 747,
715 y 759) corresponde al fin y al cabo sobre todo al anhelo de
construir divertidas argucias demostrando una habilidad parecida
sólo a la de Carlino. Y no es un caso si éste,
inmediatamente después, le contesta prosiguiendo el
diálogo con un ingenioso interrogante, donde -con una
difícil paronomasia23-
le aconseja que renuncie a pretensiones inoportunas (como lo es
tener un criado siendo pobres):
¿Qué determinas al
fin
echar de Ñuflo
García
por medio de una crujía
que crujir haga el
chapín?
(vv. 737-740);
y si termina la propia
intervención con una exclamación que denuncia
claramente su caprichosa debilidad: «¡Oh vanidad de mujer!» (v.
741).
Es evidente, de
cualquier modo, que más allá de toda posible
referencia al carácter de Casilda, estamos ante un mero
juego dialéctico que sólo momentáneamente se
interrumpe. En efecto, en esta comedia, toda la potencialidad del
mecanismo de descripción/identificación de los
personajes queda circunscrito dentro del nivel de la palabra sin
llegar a transformarse -a diferencia de lo que pasa en Las
firmezas de Isabela- en recurso dramático y en elemento
determinante para la dinámica del enredo y del mismo
desenlace. No obstante, el poderoso empeño
estilístico-retórico que caracteriza esta pieza, y
que sumerge al lector en un vertiginoso subseguirse de
definiciones, bien corresponde a la insidiosa realidad que el autor
quiere representar y a aquella capacidad de simulación y
conmutación que, presente tanto en engañados como en
engañadores, se encarna especialmente en el doctor
Carlino.
Si pues,
intentando encauzar las diferentes modalidades con las que
Góngora fija los rasgos típicos de sus personajes,
hemos destacado en Las firmezas de Isabela la
búsqueda insistente de una triple forma de identidad
(anagráfica, ético-amorosa v económico-social)
que de alguna manera acaba por remitir a la aceptación de un
esquema de contenido convencional24
y a un desenlace "tranquilizador", por lo que se refiere a El
doctor Carlino llegamos a una conclusión completamente
opuesta. En efecto, no sólo la definición del
personaje pasa de una función meramente
descriptivo-reiterativa a otra expresiva de una identidad siempre
mudada (y mudable), sino que el mismo enredo se aleja de
tópicas soluciones conciliadoras para proponer la
afirmación de descarados engaños25.
Ante la ruptura de todo equilibrio ético-social, incluso la
búsqueda de la definición del «yo» parece
pues agotarse en sí misma sin llegar a conclusiones ciertas
o, por lo menos, sin llegar a nada distinto de las dinámicas
mentiras y de la polifacética identidad de su
protagonista.
Referencias
bibliográficas
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Góngora e il teatro, Roma, Bulzoni, en prensa).
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Poggi, Pisa, Edizioni ETS, 1998, pp. 131-149.
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Editorial Fundamentos, 2005, pp. 189-202.
Góngora, Luis de, Teatro completo, ed. Laura
Dolfi, Madrid, Cátedra, 1993.