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En los albores del simbolismo teatral: Galdós entre encrucijadas europeas

Dolores Thion Soriano-Mollá



Hace ya más de cincuenta años, escribía Melchor Fernández Almagro:

No hay problema tan complejo como el de las influencias literarias. Casi nunca se puede explicar un fenómeno de esa índole por el simple mecanismo de maestros y discípulos. La razón está -cuando se trata de escritores de cierta categoría- en una fuerza común de sangre o de ambiente, que da a la literatura lo que históricamente le es esencial: continuidad1.



De esa fuerza común de sangre que el crítico discernía y generalizaba, se infiere una concepción dinámica de la creación literaria, la cual, invalida las estancas taxonomías que la crítica e historia de la literatura suelen manejar por comodidad o pretextos didácticos. Bajo una mirada retrospectiva, voces como la de Melchor Fernández Almagro y Ramón González de la Serna, uno de los más activos introductores del Simbolismo francés en España desde su revista Prometeo, defendieron la pervivencia del Romanticismo en la tradición literaria española contemporánea, que tras el paréntesis realista, enlazaba los albores del Siglo XIX con la Vanguardia. En la misma línea, a finales de los ochenta se empezó a desechar las etiquetas generacionales a favor del concepto de Fin de Siglo. Desde entonces, se ha reconsiderado la significación del Simbolismo en el seno del Modernismo, se han ido analizando sus modos de consecución y los complejos estados de transición que ineluctablemente conllevan superposiciones de influencias, de avances embrionarios a discípulos epígonos. El Simbolismo se ha revalorizado como movimiento estético en continuidad respecto de la tradición idealista y de las manifestaciones del Romanticismo, cuyas fuerzas refulgen, no sin cierta intensidad, en los intersticios mismos del Realismo y el Naturalismo, en particular, españoles.

Tales perspectivas ya no se fundamentan en la manida idiosincrasia, ni en el peso de una psicología y tradición realista que conferían a España exclusivos particularismos culturales y artísticos. Sin por ello descartarlos, ya que un movimiento estético responde a una multifactorial atmósfera y estado espiritual, se ha observado cómo España comparte los fundamentos estéticos que animaron la Europa septentrional y meridional de entresiglos: la reivindicación de una creación artística, libre y original, la reposición de los valores simbólicos del lenguaje y del propio subjetivismo que el Romanticismo europeo abanderó como factores que subrepticiamente, con cambiante naturaleza, han ido entretejiendo los rasgos esenciales del Modernismo literario y cultural.

Si en novela, las brechas idealistas y simbolistas dentro de aquellas estéticas han quedado ampliamente estudiadas y se admite la existencia del Naturalismo espiritualista, el misticismo y el lirismo en la prosa de las primeras décadas del siglo XX, no ha ido el teatro por semejantes derroteros, puesto que siempre ha sido un género no solo menos estudiado sino juzgado menos representativo del Modernismo hispánico. Un rápido estado de la cuestión sobre el Fin de Siglo y las obras que se han considerado canónicas bastaría para evaluar el desajuste existente entre el teatro y los demás géneros, ya sea la novela, el ensayo o la poesía. Desajuste, a nivel de la creación, que ya se estableció en su presente, cuando se oponían las producciones dramáticas de mayor alcance a aquellas nonatas que se presentaban al margen de los cauces establecidos e identificables por el gusto rector. La originalidad creativa suele causar reticencias; estas son mayores cuando se trata de obras que solo alcanzan su finitud como espectáculo, es decir, ante el temido juez, el espectador.

En el marco de la reforma teatral decimonónica finisecular, el filtro de la opinión pública, la acertada y exitosa representación escénica, han funcionado a menudo como garantías de cierta calidad, representatividad y alcance de una obra. Cualquier proyecto innovador, fenómeno, bien se sabe, minoritario o de naturaleza elitista, es considerado poco relevante o representativo de la producción dramática incluso en nuestro presente. A tales criterios escapan otros géneros, en particular la poesía, per se aceptados como minoritarios y que se actualizan en mayor grado en el ámbito de la privacidad y en esferas culturales, artísticas y sociales más restringidas. Se ha de asumir, por otra parte, que cuando se propone al espectador una recepción activa, reflexiva o intuitiva, vedándole tanto el mero entretenimiento como el reconocimiento de lo previamente conocido, el escritor intuye lo que está arriesgando, y no es poco, el fracaso y hundimiento de su obra.

Desde la última década del siglo XIX, diferentes ismos que configurarían el Modernismo teatral en España, se fueron superponiendo como reacción a la alta comedia burguesa, a los géneros líricos populares, el teatro cómico y por horas, todos ellos géneros, que señoreaban en las tablas por gozar del aplauso del gran público. Algunos críticos, procedentes de distintos horizontes (Unamuno, Benavente, Altamira, Clarín, Pardo Bazán, Galdós, Urales) y preclaros portavoces de las innovaciones dramáticas en Europa, reclamaron de consuno la regeneración del teatro y la incorporación de nuevos cauces estéticos y socio-ideológicos en los escenarios.

En ese intervalo de transición naturalista-realista que se ubica en el cambio de siglos, al calor de la tan vociferada, por imperativa, renovación el teatro español, nacieron algunos textos teatrales de originalidad creativa desigual. Muchos de ellos, y por razones varias, acabaron su corta existencia como proyectos frustrados antes de alcanzar vida escénica. Así se encaminó el teatro español hacia la Modernidad y las apuestas teatrales nacidas bajo la égida del Simbolismo se diversificaron en las primeras décadas del siglo XX: desde el incipiente teatro de ideas, el teatro poético, el teatro íntimo o el de marionetas, hasta el más revolucionario teatro leído, todos encontraron sus primeras tribunas en las revistas culturales del Fin de Siglo. Por minoritarios que fuesen, representados o meramente leídos, participaron en conjunto de los nuevos cauces estéticos e inauguraron nuevos derroteros en el teatro español.

Se trate o no de un difícil equilibrio entre creatividad, dominio de las técnicas teatrales y satisfactoria recepción, y por marginal que pueda suponer, centraremos el presente estudio en la emergencia del Simbolismo en el sentido de continuidad apuntado por Melchor Fernández Almagro, el teatro en las heterogéneas y movedizas aspiraciones renovadoras que animó a un consagrado prosista, en particular a Benito Pérez Galdós. En esta nómina, muchas figuras tendrían aquí legítima cabida, desde Emilia Pardo Bazán, Luis Ruiz Contreras, Eduardo Marquina, Gregorio Martínez Sierra, María Lejárraga, Eduardo Zamacois hasta Ramón María del Valle Inclán entre otros. Sus respectivas sensibilidad y curiosidad artísticas les hicieron permanecer atentos y responder con originales creaciones a las propuestas artísticas que en los últimos decenios convivieron en Europa. Dada las dimensiones del presente trabajo, restringiremos esencialmente nuestro estudio a las emergentes inquietudes simbolistas de Galdós a través de sus prólogos; tal vez mero reformador circunstancial, más textual que plenamente escénico, porque los fracasos (pese a los consejos que María Guerrero y Fernando de Mendoza aportaron en la corrección de los textos) fueron puntualmente menguando sus ambiciones dramáticas.






ArribaAbajo1. En la cuna del Simbolismo teatral: ismos en escena

En el ámbito europeo se suele admitir que el teatro simbolista nace como reacción al Realismo y Naturalismo teatrales, cuando afloraban las limitaciones de aquellas estéticas en las tablas, en particular, parisinas. Novedosas indagaciones estéticas, estudios psicológicos y exaltaciones místicas son los rasgos esenciales que comúnmente han demarcado las fronteras entre ambos movimientos estéticos.

La concentración de las estéticas realistas en torno a la prosa, por una parte, y las dificultades para llevar los fragmentos de vida a las tablas, por otra, dificultó y retrasó la generalización de una dramaturgia naturalista, sobre todo, porque sus obras se presentaban como alternativas minoritarias frente a los géneros dominantes. En un principio, la actividad teatral apostó por adaptar las novelas naturalistas de reconocido éxito, siguiendo la iniciativa del mismo Zola y su credo vertido en «El Naturalismo en el teatro». Zola aceptaba que la teatralidad impone el uso de convenciones literarias sin que ello justificase el caer en la pura artificiosidad dominante en la época. Llevar la vida contemporánea a las tablas implicaba la selección de un tema moderno, ubicado en medios populares de preferencia que desarrollase una acción íntima en torno a la familia y sus relaciones; una acción que pusiese de relieve la 'banalidad' la vida cotidiana. Era imprescindible, por consiguiente, renunciar a una intriga complicada, eliminando lo novelesco, las peripecias y las intrigas. Este empobrecimiento de la acción se compensaría con nuevas dimensiones humanas en el tratamiento de los personajes:

Qui dit intrigue dit action, cela est hors de doute. Seulement l'action n'est pas quand même l'entassement d'aventures qui emplit les feuilletons des journaux. Dans toute œuvre littéraire de talent les faits tendent à se simplifier, l'étude de l'homme remplace les complications de l'intrigue; et cela est d'une vérité aussi évidente dans le théâtre que dans le roman2.



Con el apoyo del Teatro Libre de André Antoine, en Francia, se perseveró en la búsqueda de la verdad escénica a través de cualquier experiencia de tintes realistas: desde el Realismo costumbrista, el de tesis, el político, el filosófico hasta el colorista, todos fueron llevados a las tablas.

En España, Clarín, Pardo Bazán, Galdós, entre tantos otros, rubricaron la superioridad y madurez alcanzada por la novela moderna y requirieron el trasvase de técnicas y principios estéticos hacia el género el debilitado. Revisando las adaptaciones de Zola y de Daudet, Doña Emilia y Clarín bregaron por ese trasvase textual propuesto por el escritor francés. A este respecto, comentaba la Doña Emilia:

Para mí carece de fundamento la discusión de si una obra novelesca puede o no convertirse en dramática. Apenas me explico que eso se discuta. Es verdad que me siento rebelde a las divisiones, subdivisiones y clasificaciones de los tratados de retórica, sobre todo si se atribuye a tales divisiones carácter de límites esenciales, y no de puramente formales, establecidos para auxiliar al crítico y al estudioso en su tarea, en modo alguno para cohibir y ligar al creador. [...] creo que el concepto del género y de la especie es fruto de nuestro entendimiento y no verdadera ley de la naturaleza, la cual no interpone esas paredes entre las diversas manifestaciones de su fecunda actividad3.



Sin las tradicionales barreras genéricas, la convención y falsedad teatral quedarían soliviantadas gracias a la verdad y libertad novelesca, o lo que es lo mismo, a la incorporación del contenido analítico y temático de la novela en el drama y la eliminación de la artificiosidad en escena4.

Fue Galdós el primero en aventurarse en esa fusión entre novela y drama, apostando en primer término, por sus originales novelas dialogadas. Porque, para Galdós, todo emanaba de una fuente común, de ese encuentro de la novela y el teatro, alegaba lo siguiente en la prensa francesa:

[...] roman et drame sont comme deux fleuves nés d'une même source, mais qui prennent aussitôt une direction et un cours différent. L'un coule dans la plaine avec une majestueuse lenteur en un large lit, en dessinant de gracieuses sinuosités, l'autre roule et se précipite à travers un terrain montueux; il bondit entre les roches qui étranglent son cours et entraîne tout ce qu'il rencontre. Le premier avance silencieux, grave, mirant dans son cristal les monts et les cités; l'autre court, crie, vocifère, soulève des flots d'écume. Sa voix s'étend à distance. Tout bien considéré, la dissemblance entre les deux est uniquement dans la marche, dans le souffle et le ton de la voix, ou, si l'on veut, le génie, dans le caractère plus ou moins vif. Mais cette ressemblance est peu de chose auprès de la similitude de la nature. Ces deux fleuves sont frères, la même source leur a donné le sang et la vie. L'eau que tous deux roulent est la même5.



Las novelas dialogadas sirvieron de terreno de ensayo para en el sincretismo de la escritura y para que Galdós concediera a sus futuras versiones dramáticas mayor naturalidad. «Parece que vemos y oímos», aseveraba el escritor, para subrayar como la alquimia del diálogo producía «una ingeniosa imitación de la Naturaleza» de modo que el artista era «olvidado con mayor facilidad»6.

En 1891, con los dramas galdosianos La Incógnita y Realidad, Pardo Bazán vislumbraba ya una nueva dirección dramática, «que pueda modificar nuestra vida escénica, romper troqueles caducos, influir a la vez en autores, actores y espectadores». A partir de estas tentativas, que ella calificó de «osadas», confiaba en «lograr infundir espíritus vitales a nuestra desmayada escena, y procurar (dentro de los límites de lo posible y lo justo), inocularle el amor de la verdad, de la humanidad literaria»7. Como asimismo reseñaba Clarín, la «intensidad psicológica» de los personajes escénicos junto con «la profundidad ética, el estudio más detenido y exacto de los caracteres», había de dar nuevo vigor al teatro moderno8. No por ello lograron acallar las opiniones discordantes, las cuales, reprochaban la teatralización de la novela o la novelización del drama e infravaloraron las capacidades dramáticas de los novelistas porque se separaban los géneros como si de «castas» se tratase, en lugar de reconocer la emergencia de «géneros intermedios» y «las nuevas comunicaciones entre géneros capitales», como anotaba Clarín9. Aquel «arte nuevo» y «sutil» al que ya aludía Galdós lo conduciría inevitablemente por los cauces del Simbolismo, como adivinaba José Yxart cuando respaldaba la conjunción del Naturalismo y el Idealismo-simbolismo ya contemplado en la prosa del Fin de siglo10. Recordemos que en la prosa española, las influencias vivían entrecruzadas desde que Emilia Pardo Bazán publicase La Cuestión Palpitante (1883) y dictase sus conferencias en el Ateneo sobre la novela rusa (1887). La escritora había intentado adaptar el Naturalismo francés, proponiendo un Naturalismo espiritual ya marcado por el desarrollo de las ciencias psicológicas (Bourget) y el misticismo, en particular del Realismo ruso. En esta superposición de ismos, Doña Emilia reseñaba las concomitancias entre la literatura rusa y la española, próximas por la inexorable tendencia al espiritualismo y al Ideal.

La insatisfacción producida por algunas creaciones naturalistas (la concentración dramática impedía la observación de la lenta evolución de los personajes bajo la influencia del temperamento y del medio) y los sucesivos fracasos de las adaptaciones teatrales favorecieron, tanto en Francia como en España, la representación de obras extranjeras que observaban los presupuestos escénicos perseguidos. Tanto los rusos Ostrovski y Tolstoi, como el noruego Ibsen, conocidos tempranamente en Alemania, fueron ocupando (aunque tardíamente) las escenas francesas y españolas. Sus obras respondían a la falacia realista que descubría sus limitaciones a la hora de dar vida al personaje, de dotarlo de alma, de subjetividad, de plena psicología en arquitrabados mundos; limitaciones, en suma, que se acentuaban al bucear por la interioridad de las conciencias y expresar lo indecible. El mito del Norte que los simbolistas habían empezado a difundir en poesía, encontró sus ecos en el teatro. Como vio entonces Martínez Espada:

Todo el secreto de la innovación teatral achacada a los dramaturgos de los pueblos del Norte está en haber roto con los eternos convencionalismos, con añejas rutinas, para hacer un teatro humano ante todo, dentro de la filosofía de una tesis, ó de la presentación de una idea por medio del símbolo11.



Las representaciones en los mismos templos teatrales de las adaptaciones y originales naturalistas, con las nuevas producciones venidas del Norte, es vivo testimonio de la ebullición estética y de la convivencia de tendencias múltiples características del Modernismo Teatral. Basta con revisar las fechas de las adaptaciones realizadas de las novelas de Zola12 para comprobar la compatibilidad de tales adaptaciones coetáneas con algunas de las más sonadas representaciones de teatro nórdico y belga13. Porque cada obra se presentaba como una alternativa al teatro burgués dominante, en general, se instauró un fluido dinamismo internacional en la búsqueda de respuestas a las limitaciones estéticas que los autores iban encontrando para la consecución de la tan mencionada naturalidad escénica y en el tratamiento de los personajes. Como ya significaba Emilia Pardo Bazán, al referirse al variado elenco de obras que configuraban la cartelera teatral de Antoine: «una escuela literaria es un convencionalismo también»14.

Desde que la compañía de Meiningen representara Los espectros de Ibsen en Alemania, en 1886, el dramaturgo noruego ejerció notable influencia en Europa por sus novedosas aportaciones escenográficas. Se fundamentaban en un concepto orgánico del teatro, según el cual, el éxito de una obra dependía exclusivamente de la ordenación armónica y cohesión entre todos los componentes del hecho teatral. Las representaciones realistas habían evolucionado rápidamente hacia las innovadoras escenografías que los textos ibsenianos posibilitaban15. En los repertorios de las compañías extranjeras tuvieron poco espacio los dramaturgos alemanes y rusos en un primer momento, por lo que su difusión se produjo por otros caminos, siguiendo sobre todo los pasos del Teatro Libre de Antoine.

En 1888, André Antoine, que acababa de fundar el Teatro Libre, acudió a Bruselas para observarlas, ya que la coyuntura política franco-alemana impedía la presencia de la Compañía en los escenarios franceses. En París, Antoine consultó a críticos, escritores, adaptadores y actores. Finalmente, en mayo de 1890, decidió llevar a escena Los Espectros en el Teatro Libre16. Le siguieron Los tejedores de Hauptmann y El poder de las tinieblas, de Tolstoi, ambos, éxitos resonantes. Los espectros y Una casa de muñecas se estrenaron, asimismo, en 1890, en el Teatro Novelty de Londres. A partir de entonces, se asume el teatro ibseniano como modelo de un arte nuevo, al igual que el de Tolstoi o el de Strindberg. Juntos acabaron desplazando a las autoridades en toda Europa17. Si en España se trataba de Echegaray, en Francia, la trinidad Augier, Dumas, Sardou ocupaba la escena desde hacía veinte años. En esas condiciones, en España o en Francia, era lógico que cualquier dramaturgo novel, sobre todo extranjero, encontrase esencialmente obstáculos y cortapisas. Empero, Ibsen acabó significando libertad de tesis teatrales centradas en torno a la crisis del individuo (Bergson) y nuevo Simbolismo.

En París, surgieron nuevas alternativas a Antonie como el Théâtre de l'Oeuvre dirigido por uno de sus antiguos actores, Lugné-Poe, o el grupo Les Escholiers, quienes erigieron a Ibsen en emblema del Simbolismo tras el estreno de El pato salvaje (1891), y potenciaron las representaciones tanto del teatro de Bjornson, Strindberg, Hauptmann, Sudermann; como del realmente simbolista en el sentido historicista del término, de Maeterlinck.

Aurelien Lugné-Poe fundó el Teatro de l'Oeuvre, templo del Simbolismo de Maeterlinck, en 1893. Desde entonces fue declarado rival del Teatro Antoine, pues ambos representaron a Ibsen de 1893 a 1897, a partir de traducciones diferentes. Una representación de la escuela simbolista requería una interpretación de la teatralidad para adaptarla a la puesta en escena inventada por Paul Fort y Maeterlinck. Es decir, proponían escenificaciones adaptadas a las obras sin acción para que ilustraran la oscura teoría del dramaturgo belga sobre el misterio como centro y esencia de la vida misma. Mientras Antoine seguía con fidelidad el texto y las acotaciones de Ibsen y constantemente estaba en contacto con el autor, Lugné-Poe realizaba su propia interpretación escénica para ilustrar la teoría del misterio como centro y esencia de la vida misma. Sus representaciones eran monótonas pero sonoras, sus decorados se redujeron hasta ser minimalistas, meras sugestiones. Para que Ibsen fuese realmente oscuro se suprimió la luz, Antoine en la sala y Lugné incluso en el escenario, de modo que los personajes de Lugné quedaron reducidos a «sombras que se paseaban en la oscuridad» con un vestuario y en un escenario vagos, imprecisos y sencillos. Si los actores buenos eran aquellos que vivían las cosas ante los espectadores; los de Lugné-Poe (siguiendo el Simbolismo de Maeterlinck) debían desaparecer totalmente, hacerse transparentes para convertirse en los portavoces del autor. Estos últimos personajes ibsenianos susurraban con un tono monocorde sus diálogos, sin apenas gestualizar ni desplazarse en escena. De la declamación se pasó prácticamente a la «salmodia», en aquello que Lugné denominaba una «dicción especial». Aplicando los preceptos de Mallarmé y Maeterlinck, el actor era un intruso entre el texto y el público, por lo que se tendió a reducir su número, o incluso a ocultarlos en la escena o en la orquesta intentando reproducir lo más fielmente posible el contexto de lectura. En este tipo de funciones, la importancia de la organización a cargo del director artístico se verifica rápidamente. Entre 1891-1897, simultáneamente, se representaba una misma obra con conceptos diferentes de la teatralidad. Mientras los alemanes inventaron un Realismo escénico para Ibsen, en Francia, asistimos a dos casos divergentes el de Antoine en términos naturalistas-realistas; el de Lugné-Poe puramente simbólico, al maeterlinckiano modo18 19. Ibsen rehusó tales escenificaciones, recriminando a Lugné-Poe que: «Un auteur de passion doit être joué avec passion, point autrement»20.

Resumiendo, el teatro nórdico, y en particular el de Ibsen, satisfizo las múltiples inquietudes teatrales finiseculares y permitió la confluencia de las indagaciones realistas-naturalistas con las del incipiente Simbolismo, del cual ha sido considerado uno de los principales precursores junto con Strindberg y Hauptmann. Precursor merced a sus exégetas escénicos, tanto los realistas más radicales (Antoine), como los más acendrados simbolistas (Aurélien Lugné-Poe y Paul Fort) quienes se apropiaron del teatro (realista, de tesis, de ideas y a la vez simbolista) de Ibsen como modelos de sus respectivas estéticas. Son momentos en que las influencias se entrecruzan y superponen como propuestas plurales de un Simbolismo cosmopolita, pura reacción contra el materialismo y el positivismo en sus más amplias dimensiones filosóficas, estéticas y socio-culturales. En última instancia, sus propuestas plurales significaron un intento de salvación de un idealismo vía de salvación o regeneración; un idealismo postrero abocado al ocaso en el mundo moderno en aquella «ciudad progresiva, modernista, nuevo siglo», apuntaba Ramón Gómez de la Serna21, que la Exposición Universal de París, en 1889, ya había exhibido.




ArribaAbajo2. Simbolismos en escena: septentrionales y meridionales

El nacimiento del Simbolismo, como movimiento estético, ha suscitado vivas controversias entre escritores belgas y franceses. En España se plantea no sin menos dificultades en torno a la asimilación íntegra o parcial al Modernismo. Unánimemente, se atribuye la paternidad del Simbolismo a Mallarmé, quien convirtió sus célebres veladas de la parisina calle de Roma en centro de reflexión poética. Ahora bien, los primeros difusores del Simbolismo, miembros de aquel cenáculo, fueron René Ghil, en Bruselas, con un primer artículo titulado el «El símbolo» (1885) y Jean Moréas, en París, con su célebre manifiesto literario «El Simbolismo» (1886)22. Por ello, el Simbolismo se atribuye prácticamente de per se, a la creación en lengua francesa.

Ahora bien, escribir o divulgar en francés no responde forzosamente a un patrimonio cultural francés. El que la lengua francesa fuese la principal plataforma de difusión, como lengua de traducción de las literaturas germánicas y nórdicas, o que algunos escritores como los belgas escribiesen en dicha lengua (o incluso Maeterlinck fijase su residencia en París), no implica que ostentase total supremacía artística ni la paternidad exclusiva del Simbolismo. De hecho, tanto Ibsen como Maeterlinck, Mockt, Verhaeren o Rodenbach pretendieron crear una literatura nacional para sus respectivos países. Los escritores flamencos quisieron imprimir originalidad propia a la literatura belga, dotándola de señas de identidad que la demarcaran y apartaran de la asfixiante tradición francesa cuya lengua utilizaban23. Voluntariamente, el Simbolismo belga se definía (escindiéndose incluso entre flamencos y wallones) como respuesta a unas necesidades y circunstancias socio-culturales nacionales que los estudios belgas han aglutinado en torno al concepto de cosmopolitismo24. Desde su punto de vista, los diferentes Simbolismos nacieron de la significación diferencial que cada nación atribuyó a dicho concepto a finales del XIX. Si la apertura de Francia hacia Europa buscó antídotos al materialismo y el positivismo, la de Bélgica, un contrapeso a la preponderante influencia de la literatura francesa. En España, la clamada europeización (no solo gratuita evasión), tendió a concentrarse mayoritariamente en torno al mítico París, hervidero de ismos (Naturalismo radical, Decadentismo, Parnasianismo, Idealismo...) y modas (rusofilia, literatura nórdica, filosofía bergsoniana) allí imperantes. En general, el cosmopolitismo contribuyó al enriquecimiento en la diversidad, pero asimismo, a superar estados críticos y periféricos ya que en esa imagen de alteridad se revaloriza lo propio a través del otro.

Por todas partes, los horizontes culturales se ampliaron merced a las traducciones, que los propios escritores realizaban, y la fundación de revistas internacionales: La Revue de Deux Mondes, Revue Internationale, en Francia; La Société Nouvelle en Bélgica y las atrevidas empresas de José Lázaro Galdiano bajo la égida de Emilia Pardo Bazán: Revista Internacional (compuesta exclusivamente con traducciones) y La España Moderna. En estas tribunas verían la luz las traducciones de la literatura nórdica (Ibsen, Strindberg), inglesa (Wilde, Shakespeare, Keats) y rusa (Tolstoi, Dostoievski, Ruskin), alentado en España la llegada de los simbolismos francés y belga (i.e. Verlaine, Mallarmé, Maeterlinck, Verhaeren).

En las revistas culturales cosmopolitas se fue nutriendo el «mito del Norte», como respuesta a las respectivas necesidades nacionales. Un Norte próximo, para Mallarmé, quien bebió en las fuentes del Idealismo extranjero para suplir las limitaciones de un Naturalismo a ultranza, que había caído en la no menos subjetiva estética de lo feo: románticos alemanes, ingleses, nórdicos llegarán asimismo a través de Lamartine y de Vigny. En Bélgica, de modo particular, se despertó una fuerte atracción por la riqueza, la fuerza poética y la hondura panteísta de las filosofías y artes alemanas: Wagner, Novalis, Goethe, Schiller, Schelling, Tieck, Novalis..., los cuales, contrarrestaban, como sostenía Maeterlinck, la superficialidad y decadencia de la racional literatura francesa. Pero, si bien hicieron acopio de fuentes prácticamente comunes, Maeterlinck puso especial empeño en afirmar las raíces germánicas de la cultura belga y la impronta de la mística flamenca, lo cual les concedía la independencia anhelada ante sus maestros franceses (Mallarmé, Rimbaud y Baudelaire) y les permitía consolidar sus vínculos cosmopolitas (herencia de su pangermanismo) con los pueblos del Norte. Por ello, se consideraron máximos y legítimos embajadores del teatro nórdico en Europa, el cual acabó siendo asimilado definitivamente al Simbolismo25.

A nivel teórico, merced a las primeras reflexiones en torno a la creación simbólica y alegórica, los belgas confirieron un impulso fundamental y diferencial en sus teorías sobre el Simbolismo frente a las de los franceses, localizando sus raíces nacionales en el Romanticismo alemán y nórdico26. Los románticos alemanes ya habían definido la superioridad de la creación simbólica (búsqueda intuitiva de lo infinito en las imágenes del mundo) respecto de la alegoría clásica (traducción mediante imágenes de ideas preconcebidas)27. Porque la primera constituyó objeto principal de reflexión de los simbolistas belgas, sus textos eran más concretos, visuales y plásticos, compuestos con los cinco sentidos como sostenía Verhaeren. Se inspiraban en la vida misma y mantenían un contacto estrecho con la realidad circundante (sus respectivas ciudades belgas y sus contextos socio-políticos abiertamente comprometidos con el Partido Socialista Obrero). Realidad que ellos mismos transfiguraban e indeterminaban como verdaderos pintores para convertirla en portadora de intuitivas y plurales interpretaciones28. A diferencia de ellos, los simbolistas franceses, en las utopías anarquistas, buceaban por los espacios y tiempos míticos de la cultura clásica y recuperaban imágenes emblemáticas y alegorías eruditas o exóticas (princesas lejanas, caballeros medievales, faunos, flores y piedras preciosas...) distanciándose, a diferencia de los belgas, de la vida urbana parisina y del activismo político.

Por sus orígenes, el Simbolismo belga compartía algunas raíces comunes con la estética ibseniana, las del Romanticismo germánico (o nórdico por extensión) en las que el ideal constituye una profunda manera de sentir. Una manera que la joven literatura belga (con solo treinta años de existencia) requería para autodeterminarse, apropiándose de lo que podríamos denominar cierto particularismo estético, la de la pervivencia de un Romanticismo panteísta anclado en la tradición que Robert Rosenblum ha identificado como rasgo autóctono de los pueblos de Norte29. El Romanticismo o, según lo columbró Ganivet en la obra de Ibsen, el Idealismo formaba parte del acervo nórdico de la época. Ibsen, compartía con los demás artistas, en particular con el pintor Eduard Munch, semejantes objetivos estéticos: el diálogo entre la naturaleza y el individuo mostrando los conflictos de las conciencias en su devenir, desde que moran en el mundo de la inconsciencia hasta que impulsan al individuo a reaccionar ante sí mismos y su entorno. Estos artistas eran atentos observadores, pero a diferencia de los naturalistas meridionales, sus miradas se dirigían tanto a la captación fotográfica de interioridades como a las manifestaciones visibles, propias de la turbación que agita a los personajes en busca de la verdad y la afirmación de su individualidad de manera más o menos trágica. La ambivalencia entre lo externo e interno, la interacción entre el mundo creado y el espíritu, entre la naturaleza y el mundo interior del artista se entremezclan, en estas creaciones, buscando certera expresión30. Por ello, Ángel Ganivet explicaba la confluencia de tendencias estéticas en el teatro de Ibsen en los términos siguientes:

Cuando Ibsen fue dado a conocer en Francia por Eduardo Rod, en el prólogo que escribió al frente de la traducción del conde Prozor, los naturalistas, por boca de Zola se apresuraron a decir que Ibsen pertenecía a la vieja escuela romántica, y que llegaba demasiado tarde; y esta opinión se ha generalizado hasta el punto de que los más autorizados críticos franceses, como Lemaítre y Sarcey, han partido de ella para combatir la influencia de Ibsen, en muchas de cuyas obras han visto un trasunto de las de Dumas y Sand, pasadas ya de moda. [...] si aparte el mérito real de las obras de Ibsen, hay algo que justifique el éxito que han logrado, este algo es la identificación de Ibsen con el estado de espíritu de la sociedad en el momento presente.

La mayor originalidad de Ibsen está en que, nacido en un período romántico, no es romántico, y en que sin hacer escala en el positivismo ni en el naturalismo, ha saltado a las avanzadas de la reacción. Ibsen es en el teatro lo que Nietzsche en la Filosofía; es un defensor exaltado del individuo contra la sociedad, y por este lado se aproxima a las soluciones del anarquismo; luego, por no someter la acción del individuo a ninguna cortapisa, cae en las mayores exageraciones autoritarias31.



La voluntad de introducir en el escenario un realismo ilusionista a partir de segmentos reales de la vida cotidiana y plantear argumentos fundamentales de la cuestión social, la crisis burguesa, el individualismo, el determinismo y la herencia, etc.; o sea, los problemas de la sociedad contemporánea, le acercaba a los naturalistas, si bien, sus dramas de ideas ofrecían mayor complejidad intelectual. Precisamente, lo que los simbolistas ponderaban de estas obras eran los trasfondos y segundos planos que dichos textos evocan, los significados ocultos que se pueden revelar de estas fábulas de la vida misma. Al fin y al cabo, es el lector el que desentraña y actualiza, el que lee o interpreta de modo naturalista o simbólico, sin duda, respondiendo a sus personales expectativas. Por ello lo leyeron de manera tan distinta en el teatro de Antoine o en los de Paul Fort y Lugné-Poe.

Idealismo o Simbolismo decimonónicos, ambos herencia del Romanticismo, conllevaban un grado de desarrollo diferencial, según Rémy de Gourmont, quien confería al segundo el rango de «sucedáneo» del primero, porque:

L'Idéalisme signifie libre et personnel développement de l'individu intellectuel dans la série intellectuelle ; le Symbolisme pourra (et même devra) être considéré par nous comme le libre et personnel développement de l'individu esthétique dans la série esthétique, et les symboles qu'il imaginera ou qu'il expliquera seront imaginés ou expliqués selon la conception spéciale du monde morphologiquement possible à chacun cerveau symbolisateur.

D'où un délicieux chaos, un charmant labyrinthe parmi lequel on voit les professeurs désorientés se mendier l'un à l'autre le bout, qu'ils n'auront jamais, du fil d'Ariane32.



De este inaprensible hilo de Ariadna, germinaron las múltiples aportaciones de los escritores a través de toda Europa. Con ellas, desde su personal trayectoria y creatividad, participaron en un intercambio cosmopolita de ideas y estéticas. Como fenómeno internacional y por su tradición; el Simbolismo (pictórico, literario o musical) no guarda relaciones de dependencia exclusiva respecto de sus primeros teorizadores belgas y franceses, sino que rompe el tradicional juego de fuerzas e influencias entre las estéticas parisinas y las que se han venido considerando periféricas, verdaderos satélites y esferas de influencia en la creación decimonónica finisecular.

No obstante, sin París, tal vez Ibsen no hubiese alcanzado su celebridad internacional, pues como significaba Emilia Pardo Bazán en su «Crónica de España» (1913), «todavía es Francia la que da el espaldarazo». París, eficaz plataforma de difusión, ejercía un omnímodo poder en el ámbito de la creación artística que la erigía en absorbente centro neurálgico. Así lo juzgaba con clarividencia Doña Emilia, cuando realizaba un balance sobre la producción teatral moderna en Francia, en el cual, concluía subrayando la ausencia de «una figura del realce de la de Ibsen». Pese a la originalidad y condiciones propias de dramaturgos como Hervieu, Lavedan, Lemaître o Donanay, comentaba la escritora:

Ninguno es Ibsen.

Ninguno pudiera serlo en el ambiente de París. Ibsen -en esto consiste gran parte de su valer-, es un hombre representativo de la mentalidad que hoy caracteriza los pueblos del norte, suecos, dinamarqueses, finlandeses, noruegos; mentalidad influyente en Europa, pero marcada profundamente por el sello de la raza. Pudo haber quedado obscurecido entre sus 'fjörds' a no auxiliarse la hospitalaria curiosidad que a Francia distingue.

Todavía es Francia la que da el espaldarazo. Quien haya recibido del cielo dotes de escritor agradezca a su fortuna haber nacido en Francia, donde existen todos los elementos para que la palabra 'gloria' no sea enteramente vana y el renombre literario ascienda de secreto mal guardado a acontecimiento universal. La mitad de la carrera, para un escritor, es la nacionalidad. Y más aún si el escritor es autor dramático. En París tiene a su servicio la prensa más resonante, los teatros más concurridos, el público más universal, cosmopolita en gran parte, portavoz de famas; un público que no leerá acaso un libro, pero que en el teatro busca una diversión y tolera de buen grado lo que no se resignaría a leer... Alguien dijo que el teatro es la última religión de Francia33.



Del Idealismo al Simbolismo más extremo, un amplio elenco de manifestaciones bebieron de las fuentes del Romanticismo nórdico, el cual, les permitió encauzar sus afanes renovadores en un continuum estético, que sobre todo en el teatro, a través de la figura internacional de Ibsen, fue elaborando la transición, lenta y compleja, del Realismo y Naturalismo hacia nuevas dimensiones estéticas en las que el individuo se ubica en unas nuevas coordenadas frente al Ideal.




Arriba3. Luces que vienen del Norte. Indagaciones simbolistas de Benito Pérez Galdós

Desde que aparecieron las primeras traducciones de las obras de Ibsen en España, la crítica contemporánea disertó sobre la originalidad y modernidad de su teatro. Si fue erigido como portaestandarte de un teatro de ideas socialistas y anarquistas por la vinculación ideológica y social de sus temas (en La lucha, La Idea Libre, Germinal, Revista Blanca), por los mismos motivos, fue rechazado en los sectores más conservadores. La sorprendente actualidad y cotidianeidad de las tesis evocadas llamó la atención de los críticos, en menoscabo del estudio de la forma, la técnica compositiva y el mismo concepto de teatralidad que Ibsen estaba modernizando34.

Al vigor de la idea se le oponía su mismo atrevimiento, a la fuerza del símbolo, una representación que estaba superando los obstáculos con los que el Naturalismo chocaba pues los escritores pronto encontraron sus contradicciones y limitaciones al querer llevar el célebre fragmento de vida a escena, reflejar las costumbres y justificar la acción por el ambiente y el atavismo. Merced a las nuevas corrientes que Ibsen sintetizaba, según Pardo Bazán35, la representación escénica ganaba en verosimilitud y naturalidad, simplemente, como reivindicaba Yxart, porque esta se plasmaba a la luz de una idea que le confería valor simbólico:

Junto a una observación muy precisa, con caracteres vivos, complejos, riquísimos cabalmente en pormenores; valiéndose de una acción verosímil, el autor abre en el fondo perspectivas vagas que estimulan y atraen con cierto misterio lo mismo la imaginación que la inteligencia. Mas adelante, se insinúa una alegoría accidental; por ultimo, el mismo drama parece ya un símbolo viviente36.



Doña Emilia proponía el teatro ibseniano como modelo, por alcanzar el perseguido equilibrio entre el realismo en la forma y el pensamiento en el fondo; es decir, una construcción «autosuficiente, exenta de recursos efectistas, con personajes reales sobre la escena, la representación de un ambiente», o lo que Szondi denominaba la «epificación» del drama37. Precisamente, José Yxart llamó la atención sobre el novedoso tratamiento de los personajes, los cuales participaban en la creación de esa nueva alquimia propia de las culturas y espíritus del Norte:

Imagínese la escena poblada de tipos absolutamente desconocidos en nuestros teatros: doctores fisiólogos y mártires idealistas con sus iluminadas compañeras amanuenses de sus lucubraciones; solteras emancipadas e hipnotizadores y periodistas revolucionarios y ambiciosos inspectores políticos, comerciantes quebrados, burgueses ridículos, campesinos santos como apóstoles, o astutos y miserables como en todo país: en una palabra, un mundo y una sociedad completamente nuevos, brumosos, soñadores, presentados con absoluta libertad y viveza y donde la inteligencia y la especulación filosófica superan a la imaginación y al sentimiento, o mejor dicho, los transforman, sutilizan y caracterizan hasta ser casi incomprensibles para los meridionales38.



En la búsqueda de modelos y referentes a lo largo de la tradición literaria, el texto que es imitado tiende a codificarse como modelo genérico según el tipo y la frecuencia de las imitaciones. El drama ibseniano, en tanto que modelo simbolista, se fue estableciendo involuntariamente como referente obligado de entresiglos y de él dependieron los autores, críticos, directores y espectadores preocupados por la regeneración teatral. Los estereotipos geográficos y de raza divulgados por Taine encontraron a través de él un medio de difusión. Lo septentrional se opuso a lo meridional para afirmar su superioridad; pseudocientificismo, que las tendencias pangermanistas intensificaron exaltando la superioridad de la raza germana frente a la decadente latina, apoyándose en las imágenes románticas que Madame de Staël y Sainte-Beuve habían puesto de moda desde el Romanticismo.

En la misma línea, se contrapuso la estética que provenía de los países nórdicos al teatro mediterráneo. La nebulosidad de unos dramas poco comprensibles al alma latina era la simple consecuencia de las características raciales: la capacidad de abstracción de los pueblos nórdicos, proclives al cultivo de los arcanos psicológicos y el rigor del espíritu sistemático de los grandes pensadores alemanes, chocaba con la exterioridad y superficialidad de los pueblos latinos, proclives estos al desorden y los temperamentos impulsivos y exaltados. Razón contra pasión, intimismo contra espectáculo, se fueron acuñando como estereotipos que filtraron los análisis e interpretaciones del teatro nórdico, para justificar, en especial, su inadecuación a España39.

Rusa o noruega, suscribía Yxart tras la representación de Hedda Gabler en París, en 1892, esa literatura procedente del Norte resultaba para los españoles literatura de interioridades, de psicologías refinadas y medio bárbaras. Rusos o noruegos, según el crítico catalán, compartían el mismo candor y la misma simplicidad junto con una complejidad de pensamientos y una osadía de intenciones «a las que no se esperaban»; pero no por ello carente de interés40. Pese a las tendencias a la locura y la depresión que observaba, Pardo Bazán apostaba por este teatro nuevo:

Forzosamente habían de ser escritores del Norte los que verificaran esta reforma; forzosamente habían de volver a ser nuestros maestros el día en que se trajese a las tablas ese mundo del pensamiento, de que hablaron. Porque solo ellos, escandinavos, rusos o alemanes, tienen verdadera vocación para sondearlo en todas direcciones sin sentir vértigos ni cansancio. Su extraordinaria aptitud por la más sutil psicología social e individual, (harto visible ya en la novela rusa); su independencia y valor de hombres educados en el libre pensamiento religioso, les dan inmensa ventaja sobre los meridionales para aventurarse por los cielos de la abstracción41.



La oscuridad del pensamiento nórdico se convirtió en un tópico, sin distinción de dramas, tesis o técnicas estilísticas. Por definición, Ibsen era nebuloso, aun cuando sus ideas se enmarcaban en un semejante pensamiento socialista humanista. Ángel Ganivet, sin embargo, lo impugnaba con argumentos más ideológicos que geográficos: «Nosotros los españoles no comprendemos bien este novísimo movimiento reaccionario, porque en España quedan aún muchos reaccionarios a la antigua que no han querido pasar por el arquillo de las conquistas democráticas...»42.

Aunque los pueblos nórdicos sean catalogados de oscuros en sus relaciones de alteridad, la representación que de sí mismos poseen ofrece la imagen contraria. Sus lenguas tienden a la concreción salvo cuando han de expresar los sentimientos y emociones, para lo cual, utilizan la imagen. Las traducciones son un reto en este sentido, tal vez los desajustes que en ellas existieron contribuyeron a fomentar las dificultades a la hora de desentrañar los intrincados sentidos de los dramas simbólicos de Ibsen, a lo cual se suma el trasfondo filosófico de Kiekegard o los dualismos hegelianos en los que el dramaturgo sumergía a sus personajes. Como indicaba Ganivet, en el teatro de Ibsen:

la mitad o más del pensamiento del autor queda detrás de la escena y ha de ser comprendido por el espectador: en el Norte esto puede pasar, porque el público va al teatro a atender y a aprender, y lo mismo asiste a la representación de un drama que a una conferencia en que se le habla de religión, filosofía o historia; pero en el Mediodía, la gente va al teatro a divertirse, a ver y a aprender solo lo que le entre por los ojos: nuestro teatro es escénico, no intelectual, y nuestro simbolismo no puede ser el simbolismo de concepto de Ibsen, sino el simbolismo de acción de La vida es sueño43.



Sin duda ese mismo mito del Norte, y la filiación ibseniana, acompañó a Galdós en sus tortuosas indagaciones sobre el Simbolismo teatral y pesaron sobre él tras la representación de alguna de sus obras más dramáticas.

Como ya hemos apuntado, el Simbolismo inherente al teatro de ideas ibseniano era referencia obligatoria de los críticos de la época por superar las limitaciones realistas y naturalistas a la hora de representar afectos, sueños y sentidos, y reflejar el devenir de las conciencias en crisis, consigo mismo o frente a sus respectivas sociedades. Pero, por su ofuscada recepción, Galdós quiso, al menos públicamente, mantener su independencia respecto de estas preocupaciones nórdicas. Valga recordar, una vez más, la tan citada declaración galdosiana en su prólogo a la edición de Los Condenados, de 1894. Respondía en él a Francisco Fernández Villegas (Zeda), defensor y adaptador del teatro de ideas, para refutar precisamente la filiación ibseniana que el crítico le atribuía en su reseña del 12 de diciembre en La Época:

Y también me permito indicar al señor Villegas que ningún autor ha influido en mí menos que Ibsen, o mejor dicho, que si en el pecado de la oscuridad incurrí, no debe atribuirse a las lecturas del dramaturgo noruego. Influyen en un autor inferior las obras de autor superior que le cautivan, que le embelesan, infiltrándose insensiblemente en su espíritu. Divido las de Ibsen en dos categorías. Las de complexión sana y claramente teatral, como La casa de muñecas, Los aparecidos, El enemigo del pueblo, me enamoran, y parécenme de soberana hermosura. Las que comúnmente se llaman simbólicas, como El pato silvestre, Solness, La dama del mar, han sido para mí ininteligibles; y fuera de alguna escena en que maravillosamente se revela el altísimo ingenio del autor, no he hallado en ellas el deleite que seguramente encontrarán los que sepan desentrañar su intricado sentido. Mal pueden influir sobre mí composiciones cuyo mérito superior reconozco, fiándome del criterio ajeno más que del propio44.



Filiación que resultaba negativa desde el punto de vista de los meridionales, quienes incluso reivindicaron un Simbolismo de corte naturista y regionalista que impugnase el mito del Norte. Ante aquellas nebulosas pero modernas propuestas teatrales nórdicas, Galdós también recurrió a los particularismos geográficos y de raza, sobre todo, para censurar al público y la crítica teatral nacionales. A su juicio, la idiosincrasia española resultaba una cortapisa casi insalvable, dada su naturaleza reacia a la cualquier novedad dramática, y a cualquier ismo finisecular. Por consiguiente, Galdós fustigaba la confusión entre vida y teatro en España, en donde la realidad se asemejaba en mayor grado al producto que al origen o fuente de la figuración escénica; asimismo, censuraba la acendrada y dominante pasión frente a la emoción poética, la controversia y el choque agitados frente al desarrollo grave y profundo de los pensamientos. La omnipresente convención en el teatro español, argüía Galdós, era: «ce mensonge si l'on veut- qui, dans tous les pays et chez toute race, joue un rôle si important, est parmi nous souveraineté emphatique et pompeuse et la réalité même acquiert de jour en jour plus de ressemblance avec les belles imitations de la nature». Estas tesis que el dramaturgo esgrimió en Le Temps, el 15 de agosto de 1904, dieron pábulo a comentarios estereotipados sobre el carácter pasional y trágico de los españoles45, sobre todo, cuando propuso a Lope de Vega, religioso y hombre de teatro, como el ejemplo más representativo.

Con todo, el factor de teatralidad que en mayor medida parecía preocupar a Galdós fue invariablemente el de la creación de los caracteres, pues según notificaba en el artículo antes citado: «la résistance que les cas psychologiques et les caractères complexes présentent à l'artiste, en se refusant à se laisser pénétrer par lui», «par le danger que l'armature synthétique vienne à se disloquer, ce qui arrive facilement, et à laisser échapper en un instant tout l'intérêt du drame». Tras la adaptación de El abuelo (1904) y ante la incomprensión del Simbolismo en España, Galdós siguió reflexionando sobre las posibilidades que para la creación de los mismos ofertaba la novela dialogada. Sobre ello ya venía experimentando desde 1892, fecha de la representación de Realidad, una de las obras que parte de la crítica ha considerado como la más ibseniana46.

Desde el estreno de Realidad, la crítica ha escindido sus opiniones rechazando o sosteniendo la influencia ibseniana en Galdós. Entre los contemporáneos, Halfdan Gregersen la rechaza, alegando que desde el punto de vista estilístico hay pocos puntos de contacto entre ambos autores, aun cuando compartan puntos de vista ideológicos en el marco de la reforma social, aspecto que también refuta Isaac Rubio. Otros investigadores, como Ángel Berenguer o Gonzalo Sobejano la perciben en algunas de sus obras. Atendiendo a su recepción en España, el profesor Jesús Rubio la deniega por su introducción tardía y libresca47.

No es tan seguro que Galdós conociese solo de manera libresca la obra de Ibsen, como intentaremos apuntar a continuación. Pero, si aún así lo fuese, ello no es óbice para que la lectura de Ibsen y los ensayos a él consagrados no respondiesen al horizonte de expectativas de Galdós ni satisficiese su curiosidad en tanto que dramaturgo al descubrir a un homólogo coetáneo de tan elevada resonancia internacional. Su lectura, sin duda, hubo de ser una lectura que podríamos calificar de especulativa y analítica48.

Si realmente a Galdós le embelesaron las obras realistas de Ibsen como declara en el prólogo citado, o sea, La casa de muñecas, Los aparecidos y El enemigo del pueblo, no serán muy desajustadas las críticas que indaguen puntos de encuentro con las obras galdosianas, porque la ingenua declaración galdosiana (como la calificó Ángel Berenguer), en respuesta a Fernández Villegas, no puede tomarse al pie de la letra. Aunque Galdós reniegue de Ibsen, ello no implica un total distanciamiento, ni desdeña el conocimiento de su dramaturgia. Cabría señalar, pese a su valor anecdótico y poco concluyente, que en estas fechas y en más de una ocasión, Galdós viajó por Inglaterra, Francia, Alemania y la Europa del Norte.

En la actual biblioteca de la Casa Museo de Pérez Galdós se conservan precisamente las traducciones francesas de las obras que él citaba de Ibsen. Concretamente, figuran en el catálogo: El pato salvaje, Romershold, La dama del mar, Un enemigo del pueblo, Espectros, Casa de muñecas, Solness, el constructor. Todas ellas son las segundas ediciones publicadas por Albert Savine en París, primero en la Revue Indépendante (1888) y luego en forma libresca, a partir 188949. Son las primeras traducciones directas al francés, a cargo del conde Moritz Prozor. Gozaron en Francia de mejor recepción que las realizadas a partir de versiones alemanas, cuyos diálogos eran demasiado extensos y resultaban poco naturales por ser un calco de la sintaxis germana. En español, solo se conserva en la biblioteca de Galdós la traducción de Emperador y Galileo, a cargo de Eusebio Heras.

Pérez Galdós, al igual que Pardo Bazán, Yxart, Narcís Oller, etc., mantuvo relaciones estrechas con Albert Savine y con los demás miembros de los cenáculos que el editor frecuentaba, en particular con Isaac Pavlovsky. Todos participaban en sus reuniones literarias y asistían a los estrenos durante sus estancias en París50. Estas traducciones circularían por España entre sus amistades literarias. Con el aval de Doña Emilia, consejera literaria de La España Moderna, se dieron a conocer Casa de muñecas, Hedda Gabler y Espectros, en 189251. Por su parte, Villegas arregló El enemigo del pueblo de Ibsen, en 1896, estrenado en el Teatro de la Comedia el 5 de marzo; tres años más tarde de que Ibsen fuera introducido en Barcelona, y después de que Novelli representara Espectros en su gira de 189452. En este entretejido de circunstancias y anécdotas parece difícil sostener de manera tajante una asepsia ibseniana, valga la expresión, en el teatro de Galdós. Si resulta resbaladizo el buscar relaciones estrictas de pasiva dependencia, por lo menos, no se pueden obviar los encuentros a sabiendas que Galdós es ante todo un activo creador.

Cuando Galdós, en el prólogo arriba citado, rechazaba la influencia ibseniana, reducía el Simbolismo a «una ventolera traída por la moda», para proponer una interpretación personal del término:

[...] Para mí, el único simbolismo admisible en el teatro es el que consiste en representar una idea con formas y actos del orden material. En obras antiguas y modernas hallamos esta expresión parabólica de las ideas. Por mi parte, la empleé, sin pretensiones de novedad, en La de San Quintín. En Los Condenados no hay nada de esto, ni fue tal mi intención, porque eso de que las figuras de una obra dramática sean personificaciones de ideas abstractas, no me ha gustado nunca. Reniego de tal sistema, que deshumaniza los caracteres53.



A primera vista, el Simbolismo al que Galdós se estaba refiriendo guardaba mayor relación con la noción de literalidad y desvío producido por alegorías (en el sentido tradicional de metáforas continuadas), que al concepto de símbolo, según las nuevas significaciones incorporadas por las estéticas simbólicas, a finales del XIX. En La de San Quintín, «la expresión parabólica de ideas» que dilucida Galdós no implica solo la expresión de ideas y sentimientos generales (propios de la parábola como alegoría didáctica), sino que abarca vivencias y sentimientos personales (propios del símbolo) que introducen lo inconsciente, lo fluctuante y el misterio. Esos símbolos se presentan, no obstante, como fácilmente identificables en su presente y en el marco regeneracionista que Galdós nunca abandonó. A sus interpretaciones, accedía por sugerencia, emoción o intuición el espectador contemporáneo.

En la «representación de ideas con formas y actos de orden material» o en «la expresión parabólica de las ideas», se asume la capacidad intuitiva del receptor o espectador. La intuición poética o teatral le permite acceder a las capas profundas de la realidad, a las esencias de las cosas, pero también a las almas de las personas, lo sensitivo, inconsciente e imaginario. A través del símbolo, el espectador ha de desentrañar, de manera personal, las relaciones y correspondencias que el lenguaje verbal y escénico generan entre lo material y lo ideal, lo concreto y lo abstracto. En ello, poca distancia hay respecto del Simbolismo ibseniano, centrado en el uso del símbolo en ese sentido y con fines morales; aunque sí se distancia de las representaciones de Maeterlinck. Es más, si los críticos no se ponen de acuerdo en la revelación del significado simbólico de Los Condenados, por ejemplo, es porque precisamente el símbolo desarrolla plenamente su potencialidad, la del ineludible desentrañamiento personal e individual, ese que tenía que llevar de cabeza a profesores y exegetas como en su día predijera Rémy de Gourmont54. Por consiguiente, las contradicciones y paradojas que emanan de las declaraciones de Galdós parecen obedecer a su actitud defensiva ante los críticos y gacetilleros de la prensa y el gran público. En parte, si Los Condenados resultó un fracaso fue porque la actriz Carmen Cobeña, para quien se arregló a última hora el texto, no supo interpretar los conflictos de la conciencia55. Emilia Pardo Bazán, quien salía incondicionalmente en defensa de Galdós y había vivido también sonados fracasos, descargaba años después al dramaturgo en los términos siguientes:

[...] De esto no tienen culpa los autores, y harta dicha es la suya si, al intentar algo serio, tuercen el gesto los empresarios, protestan o bostezan los espectadores y la crítica teatral, siempre benigna con las obras que hacen profesión de 'entretener', se muestra exigentísima con las que pretenden encerrar tuétano de idea. He aquí el motivo de la cruzada contra el teatro de Galdós, que yo pongo muy por encima de otros más afortunados, aplaudidos y fructuosos56.



Puesto que la opinión pública no había comprendido la obra, se calcaron los aprioris septentrionalistas que envolvían el teatro ibseniano sobre la amoralidad y oscuridad nebulosa de unas ideas que poco tenían que ver con usos, costumbres y valores de las meridionales razas latinas. Sin embargo, se obvió la emergencia de un neoidealismo estético y filosófico en sintonía con las preocupaciones del individuo coetáneo y con el sustrato cristiano que ya siempre había erigido como rasgo diferencial del pueblo español. Poco antes de concluir su contestación a Villegas, Galdós hacía acopio de las palabras del crítico, quien había extraído una lectura universal de Los Condenados que el dramaturgo dio por certera. Reza así la cita reproducida por Galdós:

Solamente así se regenera el hombre, solo cuando por el esfuerzo de su voluntad y en uso de su libre albedrío acepta la expiación, es cuando cumple con la ley que rige su esencia divina. Mas esta verdad no se conquista en la tierra: para poseerla es preciso ir más allá; la verdad está tras las fronteras de la otra vida, y solo pasando por los dinteles de la muerte puede alcanzársela. [...] en el drama de Galdós con harta más claridad que la significación simbólica se ve el propósito de dirigir los ojos del público, o más bien de la sociedad, hacia las grandes cuestiones de conciencia tan olvidadas en medio de la atmósfera positivista que nos envuelve57.



A través de unos personajes oscuros que buscan la verdad, que resultan imprevisibles ya que son actores en su propio devenir, la lectura universal que realizaba Villegas, «cuando por el esfuerzo de su voluntad y en uso de su libre albedrío acepta la expiación», respondía, en primer término, a los visos regeneracionistas que ambos, crítico y dramaturgo, atribuían al teatro como agitador de conciencias. No estaba ello, sin embargo, exento de ambages espirituales. Desde la perspectiva espiritual que Los Condenados suscitaba, en segundo término, la conciencia del bien y del mal aflora de la interpretación de la obra con el fin de incitar al individuo a transformarse en conciencia plena para admitir la imperfección humana. Ahora bien, ni Villegas ni Galdós sostienen de manera categórica la verdad que emana de su interpretación moral y universalista. En la medida en que «para poseerla es preciso ir más allá», sea misticismo o idealismo agnóstico, las apariencias sensibles del conocimiento nunca configuran de manera perfecta la Idea. Por la vía ascética que propone Galdós, como camino de purificación interior y renuncia a la materialidad terrenal, Los Condenados, en definitiva, están respondiendo a las premisas espiritualistas del Simbolismo.

Plásticamente, el espectador fácilmente se dejaría embargar por una escenografía medieval prácticamente prerrafaelista: ruinas templarías, conventos y casa de estilo románico, crucifijos y aparejos agrícolas en la prístina naturaleza del Valle de Ansó. Las entradas y salidas, el movimiento de los actores en escena y su interpretación (que desafortunadamente no pudo efectuar María Guerrero) debían imprimir a la obra un «iluminismo y acento místico» con el que Galdós preveía el desenlace. Por ende, el Simbolismo en el lenguaje, en los nombres propios (Salomé, José León, Santamona...), en las réplicas deshilvanadas en el paroxismo de la crisis, la concentración y síntesis en las unidades dramáticas, etc., son algunos de los rasgos que también niegan consistencia a las declaraciones de Galdós en el prólogo a Los Condenados. Incluso Marcelino Menéndez Pelayo hizo alusión a los referentes nórdicos en el discurso de recepción de Benito Pérez Galdós a la Real Academia. En dicha ocasión, significaba:

[...] en los ensayos dramáticos del señor Galdós, que, aquí como en todas partes, no ha venido a traer la paz, sino la espada, rompiendo con una porción de convenciones estéticas, transplantando aquel teatro al diálogo franco y vivo de la novela, y procurando más de una vez encarnar en sus obras algún pensamiento de reforma social revestido de formas simbólicas, al modo que lo hace Ibsen y otros dramaturgos del Norte58.



En el marco del pensamiento realista, el implantar un teatro de ideas con símbolos requería cierto ajuste a la enciclopedia de creencias, los conocimientos compartidos entre el dramaturgo, el director, el actor y el público, según defendía Galdós al rechazar la influencia ibseniana.

Ibsen y Galdós, sagaces conocedores de los valores de sus respectivas clases medias, partían de una temática propia de las mentalidades, valores y preocupaciones de la época; por consiguiente, unos asuntos que por encima de las idiosincrasias y de las fronteras europeas eran occidentales. Ambos compartían fines sociales y morales en sus propias obras: el individualismo, la mujer, el matrimonio, la familia, las apariencias y convenciones burguesas, el clericalismo, el determinismo de la herencia y el medio ambiente, la igualdad y la justicia sociales, el bienestar, la propiedad, el progreso, el dinero, el trabajo; pero también el amor, la educación, la voluntad, la verdad, la mentira, razón y fe, la libertad, la denuncia de la hipocresía y de las falsas apariencias...; temas que, en suma, atañían a cualquier pueblo por encima de sus particularismos59. En contrapartida, es lógico que cada dramaturgo adecuase tanto las problemáticas a sus propias coyunturas nacionales si realmente querían utilizar el teatro como palanca reformista. Buscar una identidad férrea de temas, tratamientos y desenlaces para afirmar o refutar la dependencia galdosiana respecto de Ibsen resulta infructuoso. Galdós era ante todo creador y no plagiario.

Si tomamos como botón de muestra los personajes, se observará que las protagonistas femeninas, independientes y libres, son concomitantes tanto en la obra ibseniana como la galdosiana de principios de siglo: Nora de La casa de muñecas, la Sra. Alving de Espectros o Dina de Los pilares de la Sociedad guardan estrechas semejanzas entre Mariucha y Electra, por ejemplo, o incluso, Sor Simona. Todas ellas son capaces de valerse por sí mismas, y representan la libertad y la verdad frente a las estrechas convenciones y costumbres sociales. A todas se les ha considerado, en un aspecto u otro, locas. Cada una en su contexto y sociedad es una «fierecilla de Dios» que infringe las reglas de la familia u del Orden, «para recobrar su libertad», «don del cielo», «del que no se puede privar a ninguna criatura». Todas podrían concluir, como lo hace Sor Simona, diciendo «Quiero ser libre, como el soplo divino que mueve los mundos»60. En circunstancias distintas, estas protagonistas pueden sumarse a la declaración de Mariucha: «¿A lo que llaman la opinión, la falsa crítica, a la mentira maliciosa? No la temo. Todo es pura espuma, y yo soy roca»61.

Los protagonistas masculinos encarnan en ambos dramaturgos la imagen del hombre débil, oscurecido por su pasado, responsable o falsa víctima que sobrevive al margen de las leyes sociales. El conflicto al que se le somete es el de trascenderse por medio de la introspección e interacción con su medio ambiente: desde Nomdedeu en Gerona, Abelardo en Pedro Nimio, Germán en Celia en los infiernos, hasta los personajes más oscuros y misteriosos, José León de Los Condenados o el tiznado León de Mariucha; los hombres de Galdós protagonizan conflictos similares a los de Ibsen en las obras aquí citadas. El debate entre la mentira en la que estos personajes suelen vivir y el desvelo de la verdad, actúa como principal resorte dramático, es la causa del conflicto psicológico y moral y genera la progresión del drama. La reflexiones de José León en Los Condenados: «¿Cómo hemos de condenar en absoluto la mentira, si mentiras hay de tal poder y hermosura que ellas gobiernan el mundo? Ficciones y engaños nos envuelven... la verdad apenas existe en el mundo?»62 serían fáciles de transmutar, en particular a Espectros, El pato salvaje, Los pilares de la Sociedad y Romershold, y en Doña Perfecta, Alma y vida, El abuelo, La de San Quintín y Los Condenados. Con todo, la homogeneidad temática, resulta a nuestro entender, secundaria, frente al problema esencial del individuo y el tratamiento que teatralmente ambos le confieren en sus respectivas coyunturas bebiendo de las fuentes clásicas.

Para que el teatro se acercase a la vida, a los caracteres, a la acción lógica y humana, a las pasiones y afectos que agitan las sociedades, Galdós propugnaba:

[...] que se restaure el viejo arte del Teatro, que el mecanismo vuelva a ser accidental y que los caracteres y la reproducción de la vida constituyan el fondo de la composición. No pide nuevos moldes, sino moldes eternos, inmutables, autorizados y arrinconados hoy63.



Esos moldes eternos los estaban recuperando Ibsen y Galdós en las fuentes clásicas que ambos compartían, es decir, en las tragedias de Shakespeare, Schiller, Sófocles y Eurípides. La actualización o modernización de la tragedia tenía forzosamente que erradicar los obsoletos valores épicos y heroicos clásicos para vehicular la ideología y los valores de su contemporaneidad. Genéricamente, fue el drama el que tendió a ocupar aquel espacio, como género intermedio entre la antigua tragedia y la comedia moderna, epificado, con una tesis moralizadora y exaltadora de las nobles pasiones de Szondi.

Ibsen, en su nueva lectura de la tragedia, somete al individuo, no en términos trágicos, sino mostrando al individuo en el desarrollo del conflicto en el trascenderse a sí mismo al hacer frente a todos los factores ambientales, hereditarios e intrínsecos que determinan su existencia64. Ser uno mismo, como ya estudió Maurice Got, la transformación del individuo por la que apostaba el dramaturgo noruego se materializa en la búsqueda de un equilibrio entre las exigencias del ambiente y la necesidad que los individuos sienten de superar la angustia que su existencia genera para acabar con los obstáculos que les impide ser ellos mismos, aunque sea con soluciones al margen de la sociedad65. Es cierto que los personajes galdosianos divergen de los ibsenianos porque en la búsqueda de ese equilibrio intentan encontrar una solución más armónica con los valores y normas de la época, pero tal vez fuese el único modo de presentar en las tablas españolas el perseguido equilibrio: El «hacer felices a lo demás» de Celia en los infiernos, «la paz, la fraternidad, el amor a la vida» y «todo lo que Dios nos ha concedido a la Humanidad» de Pedro Nimio, «Niña mía, amor... la verdad eterna» de El abuelo, «Misericordia, Señor, misericordia» de Doña Perfecta, el «Resucita» de Electra, por ejemplo, son desenlaces optimistas que determinan la evolución del conflicto en tonos menos graves que los ibsenianos, pero reconozcámoslo, más adaptados al público receptor. Tampoco hay que olvidar que el público español era, de costumbre, más reticente a las novedades que el francés y el noruego. Ya en 1884, en la reseña que Galdós consagraba a Las Vengadoras de Selles para La Prensa de Buenos Aires, elogiaba la «energía del pensamiento» de aquel «varonil talento», cuya obra había suscitado tanto revuelo por su «arriesgado y espinoso asunto», sobre la victoria del amor ilegítimo. Si el público admitía las inmoralidades venidas de «la grande y disoluta París», en adaptaciones y traducciones de dudosa calidad, no toleraba que las creaciones nacionales llegaran a las tablas:

Aquí seremos como Dios quiera; pero que no se meta el arte a pintarnos con feos colores, porque entonces se escandalizará el patriotismo. [...] Pero no habrá autor español que se atreva el velo hipócrita que cubre las miserias humanas que nos han tocado en suerte; no habrá autor bastante atrevido que niegue la condición angelical de nuestra sociedad, porque será tenido por insensato o por procaz o por libertino, y ya le harán conocer prácticamente las resultas de su desvergüenza66.



Las primeras representaciones de Ibsen en el Teatro Libre fueron minoritarias, y si bien, al principio, estuvieron cerradas al gran público para evitar los problemas de censura, suscitaron controversias semejantes a las españolas entre los críticos más conservadores y nacionalistas. Con todo, Emilia Pardo Bazán distinguía el público francés del español, por ser menos riguroso desde el punto de vista moral y religioso:

Y de otra ventaja disfrutan los autores dramáticos de la nación vecina: su público les tolera licencias que aquí no las sufren aún. No me refiero a las licencias de la frase, sino a los vuelos de la idea. He nombrado antes a Ibsen; recuérdese el desenlace de Casa de Muñecas, en España bastaría para que le tirasen las banquetas al autor. Yo me imagino a un dramaturgo español queriendo hacer algo que obedezca al impulso social de Casa de Muñecas, algo que sea una reivindicación feminista, una reclamación de la personalidad de la mujer, secularmente abolida y negada; y nunca se atrevería a esbozar cosa semejante, llegar a tales honduras si el ambiente no las acoge, no las dicta a la pluma, no las recibe religiosamente.

Cervantes, que en muchas de sus opiniones desmiente la época en que vivió (¿pero quién sabe si aquella época era enteramente cual la concebimos?), al desenlazar, con un criterio que casi pudiera llamarse ibseniano. La tía fingida y El celoso extremeño, al sugerir cosas muy análogas en El curioso impertinente, lo hizo de un modo indirecto, sin herir de frente ninguna preocupación. Ibsen aprovechó el momento favorable para sembrarlas en lo íntimo de la conciencia. Y si los dramaturgos franceses no tienen un público como el de Ibsen, tienen al menos un concurso ávido de novedad, curado de espantos, comprensivo67.



Otro de los aspectos que Ibsen actualizó de la tragedia clásica fueron sus pautas compositivas. Porque el objetivo era vehicular temas e ideas que hasta entonces nunca habían sido materia de tragedia; penetrar en la psicología de los personajes y sobreponer el pensamiento a la acción. El dramaturgo noruego introdujo de nuevo la estructura analítica en unos esquemas retrospectivos o introspectivos en los que la acción, sin orden causal, quedaba minimizada como mecanismo de progresión68. Es evidente que los nuevos resortes emanaban de los caracteres mismos, de los conflictos a los que se veían confrontados a medida que se iban revelando los hechos del pasado que determinaban el presente de los personajes. En Casa de muñecas, Las columnas de la Sociedad, Espectros, La Dama del Mar, Romersholm, El pato salvaje, El maestro Solness, John Gabriel Borkman y Cuando despertamos los muertos, la acción tiende a ser un proceso de revelación, análisis de la interioridad de las almas y exposición de situaciones.

Frente al carácter analítico dominante en el teatro ibseniano, la obra galdosiana tiende a la organización lógica tradicional de un desarrollo expositivo, sin por ello desdeñar los procedimientos analíticos, la retrospección y la introspección, como motores del conflicto interno y, en especial, para realzar la condición dramática de una temática carente de tradición trágica. En estos procedimientos que ya podríamos denominar conductistas, Galdós no se demorará tanto en el análisis trágico de la existencia como lo solían hacer los personajes ibsenianos. Por ello, la discusión se funde menos con la acción69; el debate interior no siempre se sobrepone al encadenamiento de acciones y a la espectacularidad, ni el diálogo se limita exclusivamente a ocultar o descubrir la verdad de un evento anterior. El abuelo, Electra, Celia en los infiernos, Mariucha, Alma y vida, por citar algún ejemplo, ilustrarían esta parcial mezcolanza de técnicas. Tampoco logra sobreponerse cuando la mezcla dosificada de ideal, realidad, fantasía y fantasmagoría favorece escénicamente los espacios interiores reprimidos, como sería en el caso de Electra, o Los Condenados si las comparamos con Los Espectros.

Resumiendo, las técnicas dramáticas enunciadas no son exclusivas ni originales de Ibsen, puesto que su uso remonta a las tragedias griegas. Recordemos Edipo de Sófocles, pero también el teatro romántico, como es el caso de La novia de Mesina de Schiller. El mérito de Ibsen es el haber sabido recogerlas, actualizarlas mediante unos desplazamientos temáticos hacia las clases medias, en los que la fuerza dramática procede del clímax de la tragedia y ya no de su desarrollo. Las modificaciones que este tipo de estructura imponía a los demás componentes teatrales fueron también observados por Galdós, aunque solo de la construcción de los caracteres tengamos leve noticia. En 1913, al prologar la obra de Madrazo, suscribía Galdós que:

El resorte fisiológico aplicado a la máquina teatral no es absolutamente nuevo; palpita como recóndita alegria en obras de teatro griego, en Shakespeare y en nuestra brillante dramaturgia del siglo de oro. También en el teatro francés del siglo pasado se observa el mismo fenómeno; pero hasta nuestros dias no aparece con la intensidad suficiente para que de él se derive un sistema pedagógico. [...]. Antes que esta ciencia intentase filtrarse en el Teatro, se filtró la fisiología del noruego Ibsen y el alemán Sudermann70.



La introducción de la «fisiología» produjo nuevas concomitancias entre las obras de ambos dramaturgos: el método de caracterización, la naturalidad de los diálogos y la alternancia de estilos (entre concisión y lirismo) ajustados al desarrollo del conflicto, la contraposición de puntos de vista, la alusión y los contrastes abruptos, la individualización de los personajes secundarios, el humor en las situaciones trágicas, y en suma, el hacer de la monotonía de la vida de la clase media algo dramático, son algunos atributos comunes en respectivas creaciones.

Tras varios fracasos, el sentimiento de frustración teatral fue coartando las iniciativas dramáticas de Galdós, quien seguía convencido de que los nuevos cauces podían desembocar en las novelas dialogadas. Esto era lo que defendía en la diatriba lanzada el 25 de junio de 1899 en la Revista Nueva. En una nota, posiblemente dirigida a Luis Ruiz Contreras, y bajo el título «****», intercalaba este monólogo de apariencia espontánea, libre y meditativa:

[...] teatro libre, sin trabas, sin cómicos, sin estrenos y sin abonados, pensado y escrito con amplitud, dando a los caracteres su desarrollo lógico y presentando los hechos con la extensión y fases que tiene en la vida. Este creo yo que es el verdadero teatro. El que ahora tenemos, reducido a moldes cada día más estrechos, no es más que una engañifa, un arte secundario y de bazar.

[...] conviene hacer teatro libre, es decir, teatro leído.

No hay otro recurso [...]71



La presencia de Galdós en Revista Nueva documenta el condicional apoyo del que gozaba el escritor entre de los «jóvenes independientes». Revista Nueva proponía la unidad ideal del arte merced a la unión de las diferentes expresiones artísticas. En sus páginas, sobresale la presencia relevante de la música (Wagner y Beethoven) junto con el teatro innovador. Allí salieron a la luz, El pato silvestre de Ibsen (abril-junio, 1899) y las obras de Benavente y Ruiz Contreras, como la que acompañaba el artículo galdosiano, Pródigo, un poema escénico en jornadas y destinado a la lectura. Ambos textos engarzan con el Simbolismo de Maeterlinck, si bien, en el caso de Galdós, es una manifestación más de sus preocupaciones en torno a la composición teatral; en particular, del difícil compromiso entre teatro analítico y sintético, las exigencias de brevedad y acción a los que se aferraban tanto los empresarios como el público español, coartando todo intento modernizador.

En «***», Galdós apostaba por la aproximación al teatro ideal, en el que la representación acababa perdiendo peso, a imagen del teatro de Maeterlinck que Leo-Pugné había llevado a escena en el Théâtre de l'Oeuvre. La ecuación teatro libre igual a teatro leído erradicaba las principales cortapisas que Galdós encontraba a sus proyectos: el empresario y los actores que se negaban a representar en España unos papeles que exigían incómodas, por novedosas, interpretaciones; y sobre todo, el enfrentamiento con el público. Libre, pues, sin ataduras ni compromisos frente a «cómicos», «estrenos» y «abonados».

En la medida en que los hábitos de los espectadores ya no les permitían gozar de textos complejos, tales como las tragedias shakespearianas o la misma Celestina, los cuales requerían atenta escucha, Galdós acogió el presupuesto maeterlinckeano sobre el carácter secundario de la conclusión escénica en el acto teatral. En otras palabras, concedió la primacía al texto (en detrimento de la representación) para reducir la complejidad del espectáculo al minimalista acto de lectura. En la misma línea, Mallarmé lo llevaba a sus últimas consecuencias cuando defendía la superioridad del libro, cuya lectura invita a una representación ideal72.

El teatro ideal por el que Galdós apostaba en la Revista Nueva, al que llegará también Valle-Inclán, da cuenta del reto que suponía la focalización de las obras teatrales en el individuo concreto en una sociedad mesocrática, un individuo con vida «anterior y posterior a su vida dramática»73. Este personaje ideado con un desarrollo y una coherencia de ambiciones novelescas, exigía un nuevo tratamiento en los diálogos. Por consiguiente, la interpretación con la que cobraba vida escénica generaba dificultades técnicas y cierta deshumanización, que el símbolo no lograba solventar. En el prólogo de El abuelo (1897), Pérez Galdós confiaba en la capacidad del sistema dialogal, fruto de la hibridación de la novela y el teatro. En ese encuentro genérico, los diálogos podían ofrecer «la forja expedita y concreta de los caracteres. Estos se hacen, se componen, imitan más fácilmente... a los seres vivos, cuando manifiestan su contextura moral con su propia palabra y con ella, como en la vida, nos dan el relieve más o menos hondo de sus acciones»74. Por fin, en 1905, en el prólogo a Casandra, Galdós reivindicaba la legitimidad de la novela dialogada como subgénero, porque desde su punto de vista se fundamentaba en la síntesis de los nuevos derroteros estéticos: un teatro más analítico, una novela más concisa y una nueva factura dialogal75.

En las constantes indagaciones teatrales de Galdós, los años 1901-1902 marcan un hito en su trayectoria teatral, en la experimentación con la estructura de la tragedia moderna y el perfeccionamiento de los componentes de la teatralidad bajo una perspectiva simbolista más completa y arriesgada. El Simbolismo del que había renegado Galdós en Los Condenados atendía a la abstracción y la creación de caracteres; temas que serán todavía las asignaturas pendientes en Alma y Vida (1902). El prólogo a dicha obra constituye uno de los textos críticos fundamentales sobre las indagaciones simbolistas de Galdós. En él, el dramaturgo se concede mayor libertad de palabra en una defensa abierta del Simbolismo teatral, ya no solo de ideas como en obras anteriores, sino también como proyecto escénico. El prólogo a Alma y Vida, por consiguiente, hace las veces de manifiesto en donde el autor plantea las relaciones entre la idea y el símbolo, sus respectivos papeles en la obra de arte y las articulaciones de la voluntad y la imaginación desde una perspectiva claramente schopenhaueriana.

En el prólogo a Alma y vida respaldaba además ese Simbolismo como consecuencia de la situación de crisis y la atmósfera de desintegración en las que se vivía en los primeros años del siglo XX en los términos siguientes:

En cuanto a la forma del simbolismo tendencioso, que a muchos se les antoja extravagante, diré que nace como espontánea y peregrina flor en los días de mayor desaliento y confusión de los pueblos, y es producto de la tristeza, del desmayo de los espíritus ante el tremendo enigma de un porvenir cerrado por tenebrosos horizontes76.



Al apostar por un «Simbolismo tendencioso», asumía lo que ya había planteado en otras ocasiones, una tesis o idea expresada con símbolos e imágenes que relacionaban la realidad con el Idealismo. Alma y vida presenta la tesis de la decadencia española desde un Simbolismo más radical e innovador:

Moviome una ambición, desmedida... vaciar en los moldes dramáticos una abstracción, más bien el vago sentimiento que idea precisa, la melancolía que invade y deprime el alma española de algún tiempo acá, posada sobre ella como una opaca pesadumbre. Pensando en esto, y antes de que se me revelara el artificio que había de servirme de armadura, veía yo como capital signo para expresar tal sentimiento el solemne acabar de la España heráldica llevándose su gloriosa leyenda y el histórico brillo de sus luces declinantes. Veía también el pueblo, vivo aún y con resistencia bastante para perpetuarse... pero le veía desconcertado y vacilante, sin conocimiento de los fines de su existencia ulterior. Sobre esta visión, fundamento de cuya solidez no respondo, tracé y construí la ideal arquitectura de Alma y vida77.



Solo entonces fue cuando Galdós declaró abiertamente «vaciar los moldes dramáticos» en una abstracción, porque esta era «más vago sentimiento que idea precisa», a través de unos personajes destinados a encarnar funciones dobles, como entes individuales y figuraciones ficticias. El teatro dentro del teatro que Galdós introduce con la representación de una pastorela invoca no solo al símbolo, que de por sí ya encarnaba el personaje como «abstracción de una idea», sino que adquiere mayor potencialidad significativa merced al papel metateatral de cada personaje. El papel metateatral refuerza la textura de los personajes, ahora como alegorías, ya que están culturalmente codificados dentro de los cánones de la tradicional pastorela. A diferencia de sus anteriores declaraciones, Galdós suscribe ahora la pluralidad connotativa del símbolo, la opacidad, las analogías y correspondencias que debe de entretejer en el texto:

Y el simbolismo no sería bello si fuese claro, con solución descifrable mecánicamente como la de las charadas. Déjenle, pues, su vaguedad de ensueño, y no le busquen la derivación lógica ni la moraleja del cuento de los niños. Si tal tuviera y se nos presentaran sus figuras y accidentes ajustados a clave, perdería todo su encanto, privando a los que lo escuchan o contemplan del íntimo goce de la interpretación personal78.



Porque la documentación histórica debe desaparecer en todo drama ideal, ya lo dictaba Baudelaire79, la emoción que conlleva Alma y Vida prima sobre la razón y lo inteligible en un universo pasado e imaginario cuyos significados ocultos puede descifrar el escritor. Galdós, para aprehender la realidad, crea atmósferas arcaizantes que aunque no son misteriosas, sí resultan imprecisas. En ese mundo simbólico, rigen fuerzas ilógicas y un discurso melancólico a través del cual la incertidumbre de los protagonistas se convierte en el principal resorte dramático. Los personajes, libres en su crítico devenir, sugieren el secreto en unos diálogos ponderados, monólogos, confrontaciones duales, silencios escénicos y pausas meditativas80; o sea, un lenguaje que, al igual que la puesta en escena, es más depurado, de modo que en su armónica conjunción nazcan nuevas significaciones suscitando la intuición y sugestión del espectador. Estos serían, de manera apretada, algunos de los rasgos que engarzan la obra galdosiana con las creaciones simbolistas coetáneas en Cataluña y en Europa.

En Alma y vida Galdós abandona la técnica retrospectiva, pero el universo arcaizante propone una retrospección histórica (como en Los Condenados), la cual avanza sintética e introspectivamente suscitando el análisis y sugiriendo emociones e ideas. Al igual que en las posteriores tragicomedias galdosianas (Bárbara, Alceste y Santa Juana de Castilla), en Alma y vida el pasado se inscribe en un pasado simbólico y distanciados en cuyos moldes se filtran los valores del presente. El pasado es solo pretexto para la evocación ya que convoca «en el presente aspectos sujetos al tiempo, mas no el tiempo mismo»81. La lógica en esas fábulas, que sostiene ideas o tesis, se desdobla en el presente del espectador, porque ese pasado constituye un referente lejano (o todavía próximo) con el que el público puede, simbólica y sensiblemente, identificarse, puesto que esta ideado según sus valores, ideas, intereses y preocupaciones82.

Al decidirse por los modelos clásicos y normativos, pastorela o tragedia, Galdós estaba intentado, asimismo, un fracaso. Las ideas abstractas y simbólicas vertidas en moldes viejos; esta podría ser la piedra filosofal, de modo que el público abandonase los prejuicios sobre el mito del norte y reconociese los referentes latinos de la obra (por ello insiste en explicarlos en el acto II de Alma y Vida). «Las multitudes no vibran sino con ideas y sentimientos de fácil adquisición, con todo aquello que saben de memoria, y se tiene ya por cosa juzgada y consagrada»83, consignaba Galdós en su prólogo. Por ello, desde entonces propuso con frecuencia moldes viejos pero propios, incluso aun cuando tragedia hubiese tenido poca tradición en España. Pero el caso que ahora nos ocupa, la pastorela restituía insertaba su obra en la tradición e inscribía su Simbolismo en el retorno a las fuentes con las que lidiar posibles censuras sobre la opacidad de su obras de supuesta raigambre septentrional84. La imposibilidad de anticipar lo que Galdós denominaba el misterio de la emoción colectiva tras las infructuosas tentativas de renovación de sus obras anteriores motivaron la selección de otros intertextos: el teatro de Lope, la música, la pintura y la concepción misma de la obra en términos beethovianos (a imagen del tratamiento que Wagner aplicaba a las obras de Shakespeare85) que garantizasen de algún modo ese reconocimiento de lo ya consagrado.

En Alma y vida Galdós persigue la armoniosa unidad del teatro ideal. Su Simbolismo se incrementa merced a la confluencia de varias expresiones artísticas en la simultaneidad, como síntesis perfecta del arte que sublima percepciones y sensaciones. Por ese motivo, asocia la música (una estructura compuesta siguiendo la Pastoral de Beethoven) con el drama, la pintura y la poesía. Durante la preparación de la obra, las crónicas parisinas ilustran la actividad de Galdós en el Teatro de la Comedia, estudiando los elementos clásicos de representación del siglo XVIII para reproducirlos con la mayor fidelidad posible, aspecto del cual informa el propio Galdós con prolijo detalle en su prólogo. Galdós puso todo su empeño en la creación de decorados y vestuarios que fuesen «modelo de verdad y hermosura escénicas»: las luces, los decorados, los movimientos y ubicaciones de los personajes, la interpretación de los artistas, siempre «ajustadas al diálogo» según rezaban las didascalias, eran sinestesias y analogías externas que ampliaban el campo de la significación con contenidos extradiegéticos. Plásticamente, todos los componentes escénicos eran símbolos visibles de lo invisible. Ofrecían un conjunto ajustado y depurado, en la línea más virtuosa del teatro simbolista.

Por otra parte, las numerosas acotaciones de Alma y vida garantizan el convencionalismo genérico y la veracidad histórica, potenciando la interpretación simbólica de la obra. En ellas, se describe a los personajes y se les dicta atentamente la interpretación. Galdós, mostrándose muy directivo, prestó especial atención a la definición de los afectos, de modo que el Simbolismo escénico favorecía la asociación de la intimidad del personaje con la realidad histórica que fabulaba. En alguna ocasión, la voz del autor rezuma incluso en alguna didascalia, a modo de omnisciencia narrativa añadía algún comentario o completaba las indicaciones: «Belardo, viéndola tan maja, se arrodilla ante ella»86.

Tras los laboriosos esfuerzos y la directa supervisión del montaje y los ensayos de la obra, Galdós vio satisfactoriamente cómo los actores asimilaron sus caracteres, los vivieron, se apropiaron «de los varidos matices del alma» de sus figuraciones y «los dejaron hablar». Laura de la Cerda y Guzmán, condesa de Ruydíaz, encarna la España herida y explotada por los males del 98:

LAURA.-   (Hablando con lentitud y algo de fatiga) No... soy una noche clara... y melancólica..., que se adorna con todas sus constelaciones  (Creyendo oír ruidos exteriores)  Paréceme que llega ya... Pronto... engalanadme.  (Respira fatigosamente. Su mirada tiende a la inmovilidad. Pausa. Todos los presentes la observan ansiosos.) 87



Su aspecto enfermizo y desmedrado, sus andares inseguros y su voz entrecortada, se equilibran, como signo de esperanza, con una mirada viva y un corazón abierto a los amores del hidalgo Pablo Cienfuegos, único defensor del pueblo de la tiranía y explotación de los caciques. La fuerza y belleza física son los atributos de este idealista, en palabras de Don Benito, «carácter de medias tintas y más grave que heróico, tocado de la melancolía que informa toda la obra».

La brillante interpretación de Díez de Mendoza logró escenificar, en opinión de Galdós, «la perfecta armonía de los conceptos con las entonaciones», y expresar «la tristeza de un espíritu superior, sin cultura, enamorado del ideal, ávido del bien, e impotente para realizarlo». Por su parte, Matilde Moreno supo dar vida a una Laura, como el dramaturgo la había concebido: «No cabe mayor ternura en los trances dolorosos, ni gracia más triste en los aleteos de aquel ser apasionado y marchito, ni más poética serenidad en la dulce extensión de la estrella de Ruydíaz»88.

Con este nuevo ensayo, Galdós pretendió que su obra divulgase de manera más eficaz la crítica social a unos espectadores poco receptivos al Simbolismo teatral. Sin embargo, pese a los esfuerzos realizados por Galdós para enriquecer los componentes de la teatralidad con la simbiosis del texto y su escenificación, el ponderado diálogo y la sencillez de la intriga, el público siguió sin comprender el Simbolismo estético. Ni la sugestión, ni lo vago y misterioso, ni las interioridades de los personajes y las realidades sociales que representaban fueron captadas por la mayoría del público. La opinión tachaba a sus personajes de meras «entelequias filosóficas», según Madrazo, poco hábiles para representar pesadas fantasmagorías filosóficas en escena. Tal vez los actores no calaran en la medida anunciada por Galdós a los personajes encarnados «con la natural fluidez y suavidad que da la vida». Enrique Madrazo les recriminaba su artificiosidad: los «movimientos, gestos y diálogos resultan con frecuencia ásperos, duros, rígidos, como si, al moverse, sus articulaciones y palabras rechinases, sin ritmo ni armonía»89; pese a las advertencias y consejos de María Guerrero90. Tras estos esfuerzos cabría valorar la tenacidad de los dramaturgos que apostaron por la renovación teatral. Aunque en Alma y vida, Galdós buscó el compromiso con el público proponiendo un drama contemporáneo en tiempos históricos, un texto estudiado pormenorizadamente y una representación esmerada, el público siguió reclamando añejos moldes.

Desde que el teatro intentó superar los géneros aplaudidos por el gran público desde 1880, diversas tendencias estéticas se han ido superponiendo para introducir aires nuevos en la escena. De la hibridación entre novela y teatro en la novela dialogada galdosiana, por el que apostó el Naturalismo, al teatro de ideas ibseniano o galdosiano y el más acendrado Simbolismo; del mito del norte a las reivindicaciones meridionales, el Simbolismo se desvela como tendencia que supera nacionalidades, límites cronológicos y estilos personales. El no poder desarrollarse mediante un estilo unitario forma parte de su esencia; por consiguiente, la indefinición e incluso la contradicción forman parte inherente del Simbolismo, de forma general o específica, incluso en el marco de la trayectoria de un mismo escritor, sea Ibsen o Galdós. Como se ha podido observar, se trata de diferentes simbolismos teatrales convergentes, fruto de un conglomerado de encuentros individuales e intercambios internacionales, los cuales, bebieron en las fuentes nórdicas del idealismo de herencia romántica antes de que revindicasen sus complementarias raíces espirituales meridionales. Desde esta perspectiva, el Simbolismo, estado espiritual y movimiento estético, se proyecta como un continuum dinámico a través del espacio y en el tiempo. Ibsen y Galdós, Ibsen frente a Galdós, fuente, modelo o mero referente, en el Simbolismo esto carece de importancia porque el diálogo y el intercambio definen su verdadera esencia como movimiento estético cosmopolita, porque más allá de la contingencia ambos plantean trasuntos de valor universal: «el problema de la vida y del mundo, la perdurable ansia por lo definitivo y lo verdadero. ¿Dónde está la verdad?, ¿cuál es el fin de la vida? La ciencia calla y el hombre ignora por qué vive y para qué vive», como ya planteó sagazmente Azorín91.





 
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