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ArribaSobre la poesía épica castellana.

Suelen los pueblos cultos, cuando logran tener en su lengua un poema heroico bien hecho, considerarle como el blasón principal de su literatura. Y no sin razón, a la verdad, porque una obra de esta clase viene a ser su libro clásico, su archivo maestro. Allí es donde naturalmente y sin violencia se hace intervenir al cielo en el origen de las naciones, y su cuna se adorna y se rodea con toda la pompa y majestad de la religión. Lo que por la lejanía de los tiempos y por la oscuridad e incertidumbre de los monumentos no le es dado descubrir y contar a la historia, la musa épica se lo inspira y revela al poeta, que se hace oír y creer, subyugando los ánimos a fuerza de imaginación y de armonía. Armas, leyes, artes, costumbres, familias, lenguaje, pasiones, todo cuanto constituye el carácter y fisonomía de un pueblo, todo lo que concurre a su prosperidad y a su gloria, todo está allí, y todo se aprende y se cita con igual aplauso que veneración.

Pero joya de tan inestimable precio es menos una adquisición de industria y diligencia que lance de buena fortuna; porque son tantas y tales las dificultades que ofrecen para su ejecución estas obras complicadas y majestuosas, tantas y tan eminentes las dotes del escritor que se proponga vencerlas, y tan singulares, en fin, las circunstancias que han de cooperar a su triunfo, que el concurso de todas estas ventajas a una época dada y en un hombre sólo es ciertamente un prodigio más bien qué un fenómeno ordinario. Y como los prodigios son raros, los poemas verdaderamente épicos no lo son menos. Así es que el desenfado de algunos rigoristas llega a decir que no se ha escrito más que uno y medio en el mundo; no siendo, en su concepto, los otros más que imperfectos bosquejos o débiles y frías imitaciones del primero que abrió este áspero camino y dejó tan lejos de sí a los que se propusieron seguirle.

Rigor por cierto injusto, y en algún modo insensato, puesto que por ensalzar a dos grandes ingenios de la antigüedad, o más bien a uno sólo, se sacrifican en sus aras los eminentes escritores a quienes la Europa moderna debe en este género sublime cuadros tan magníficos y bellos. Gusto bien desabrido fuera el que se negase a la impresión profunda y terrible que causa el viaje de Dante por el mundo de la eternidad, pintado en su extraño y singular poema con colores tan originales y terribles; al agrado indecible que resulta de la ilimitada y maravillosa variedad prodigada por Ariosto en su inimitable Orlando; y al respeto e interés con que se contempla el trofeo regular y majestuoso levantado por Torcuato Taso a la gloria de los cruzados. No es de Homero, por otra parte, de quien tomó el épico inglés los rasgos nuevos y bellos con que cantó el principio del mundo, la inocencia del hombre y su caída fatal; ni es en la Iliada tampoco donde ha ido el original Klosptok a aprender los ecos austeros y sublimes con que en el siglo pasado ha celebrado la redención y el Mesías. Si algún otro poema de los señalados en los fastos del género se lleva más tímidamente por las pisadas antiguas, y no alcanza ni en fuerza de invención ni en vivacidad de fantasía a la gloria que los otros, no por eso es acreedor a este desprecio intolerante; y en su ejecución y en sus miras presenta bellezas bastante grandes y sólidas para compensar de algún modo las dotes que le faltan y justificar el respeto y estimación con que se le mira.

De todos modos resulta que son muy pocas las obras de esta clase dignas de atención y de memoria; por cuya razón más parece desgracia que mengua de nuestras letras no poder señalar uno suyo en el número de estos grandes monumentos del ingenio humano. Y no consiste ciertamente en falta de escritos y de escritores: larga lista forman de ellos nuestros eruditos desde los lineamientos informes que se llaman entre nosotros Poema del Cid, hasta la silva en que el presbítero don Ángel Sánchez escribió su Titiada, y las octavas en que el señor Escoiquiz nos dio su Méjico conquistado. Pero la razón y el buen gusto, no pudiendo leer sin pena ni acabar sin fastidio la mayor parte de estas producciones, ya informes o indigestas, ya desaliñadas y frías, les niegan irremisiblemente el nombre de epopeyas, respondiendo a las pretensiones vanas o ambiciosas de la erudición y de la bibliografía que en este género de competencia y concurso la muchedumbre perjudica en vez de aprovechar, y que cuando se trata de poemas épicos, o se señala con seguridad y confianza uno sólo o no debe mentarse ninguno.

Lo más singular es que no se sabe a qué atribuir este vacío de nuestras letras, bien extraño ciertamente por cualquier aspecto que se le considere. ¿Consistirá por ventura en la falta de imaginación y doctrina de los poetas que se dedicaron a este objeto? No por cierto, pues aunque muchos a la verdad no presumían ni aún por sueños el tamaño de la empresa que acometían, ni la desproporción de sus fuerzas para llevarla a cabo, no así otros, como Ercilla, Valbuena, Lope, Hojeda, que no carecían de talento para entrar en la carrera y prometerse con alguna esperanza la palma a que aspiraban. Tampoco pudo ser por falta de acciones grandes y acontecimientos heroicos y maravillosos que exaltasen la fantasía, y diesen ocasión oportuna y feliz a estas pinturas sublimes. Jamás los españoles, ya lo hemos dicho otra vez, se vieron rodeados de sucesos tan grandes y de hazañas tan portentosas, en que eran a un tiempo actores y testigos, como cuando tan infelices pruebas daba de sí la Calíope castellana. ¿Diríase acaso que consistía en la imperfección de los instrumentos que debían servirla: cosa que tanto suele retrasar los progresos de las ciencias y de las artes? Pero el idioma castellano, tan majestuoso de suyo, era ya en aquella época rico, armonioso, bien formado; la rima y la versificación habían adquirido todo el número y la elegancia que cabe en las lenguas modernas, y la bella combinación métrica de la octava se usaba ya en castellano con tanta destreza como en Italia, de quien la habíamos aprendido. Modelos de estas grandes obras, demás de los que nos dejó la antigüedad, teníamos las de Dante, Ariosto, Taso, Camoens, que nuestros poetas no sólo conocían, sino continuamente estudiaban. No hay, por último, que atribuirlo tampoco a la indiferencia del público a semejante leyenda: el interés y la curiosidad del vulgo de los lectores estaban exclusivamente entregados a ella, y los libros de caballerías, que no venían a ser otra cosa que unas epopeyas informes, llenaban su imaginación de hazañas, de gloria y de portentos. Aún las muestras épicas que nuestros poetas dieron entonces, por infelices que fuesen, prueban con su número y con las varias ediciones que de ellas se hacían, que el público, lejos de desanimarlos con su indiferencia y olvido, los atentaba, al contrario, y los estimulaba a merecer la corona.

Ya en primer lugar los pasos en que se ensayó al principio nuestra musa heroica llevaban consigo un principio de error, que no podía conducirla a ningún éxito glorioso y afortunado. Quisieron nuestros épicos tener el crédito de historiadores, y al mismo tiempo el halago y aplauso de poetas: mezclaron la fábula con la verdad, no fundiéndolas agradablemente, cual debe hacerlo la fantasía para conseguir su objeto, sino agregándolas una tras otra; y creyeron que contando hazañas grandes, coetáneas, ruidosas entonces tanto en el mundo, y contándolas en el verso que se llamaba heroico, ya podían creerse autores de epopeya y decirse alumnos de Homero y de Virgilio. El mal venía de muy arriba: nuestros antiguos poemas como el Cid, el Alejandro, las Leyendas piadosas de Berceo, la Vida de Fernán González, y otros que se escribieron por este estilo, carecían de poesía y de ficciones. Lo mismo sucedía con los romances históricos, que por ventura tuvieron la culpa de semejante sequedad, por seguir los autores de obras largas este gusto estéril y pedestre que tenían los cantos populares. Complacíase el vulgo en oír y leer cuentos, pero los quería desnudos de invención y de adornos: el hecho sencillamente referido, bien comprensible, y nada más. Los poetas contraían una especie de mérito en sacrificar las galas de la ficción a la calidad de verídicos. Cuando contaban prodigios y milagros era porque los creían hechos positivos, y hubo poeta que al mezclar en su narración histórica episodios de invención propia, tenía cuidado de señalarlos con un asterisco para que no se confundiesen con los hechos verdaderos.

Tal fue el camino que siguieron don Luis Zapata en su Carlo famoso, don Jerónimo Semper en su Carolea, y Juan Rufo en su Austriada. Fueron asunto a los primeros los hechos de Carlos V, y al último los de don Juan de Austria, su hijo; fiando unos y otros el interés y el aplauso de sus poemas en la maravilla y entusiasmo que en el mundo español causaban entonces estos dos nombres tan célebres. Mas, prescindiendo del inconveniente que había en tratar cosas tan recientes, indóciles, por lo mismo, a las formas a que la fantasía debía plegarlas para construir un poema, la misma grandeza de los hechos y la altura y celebridad de los personajes ponía más en claro la desigualdad de las fuerzas en los poetas que las escribían. Neque pura, neque poetica dictione, dice el juicioso Nicolás Antonio hablando de la Carolea; y lo mismo, y aún más, podría decir del Carlo famoso, donde no hay ni poesía, ni versos ni gramática, y que sólo es consultado alguna vez por la curiosidad escrupulosa de los investigadores eruditos, que van a buscar allí algún hecho desconocido y oscuro, omitido por los historiadores y conservado en la puntualidad prosaica de Zapata.

No tan infeliz en versificación y lenguaje es la Austriada, cuyo autor, algo más instruido y más culto, pudo dar a sus versos y octavas mejor estructura, y tal cual regularidad y sentido a su dicción. Mas no hay que buscar en él ni invención en las cosas, ni interés y fuerza en los pensamientos, ni nobleza y color en la expresión, ni música en los sonidos. El escritor arrastra penosamente su cuento, sin artificio ni intención poética ninguna, desde que los moriscos se rebelan en Granada hasta que los turcos son vencidos en las aguas de Lepanto. Su objeto, al parecer, no es más que referir eu verso las cosas mismas que otros han contado en prosa, y sin comparación mejor que él. Porque en Mendoza, Cabrera, Vander Hammen y demás historiadores del tiempo se halla y se siente, harto mejor que en el poeta, aquel interés picante y novelesco, aquella laureola de singularidad y de gloria que lleva consigo desde que nace el personaje extraordinario que se propuso pintar: astro fugaz y brillante que ilustra y aclara algún tanto el fondo sombrío de aquella época melancólica. Criado niño en una aldea, sin madre conocida, y reputado al principio por hijo de un caballero particular, es reconocido de pronto por hijo del triunfante Carlos V, por hermano del poderoso Felipe II. Uno y otro monarca, atendiendo a miras de política y de conveniencia le destinan a la Iglesia; él, escuchando sólo los estímulos generosos del valor que hierve en su sangre, se escapa de la corte para arrojarse a los campos de la guerra. Vuelve desde Barcelona, dócil a la voz de su hermano, que le llamaba; y Felipe, condescendiendo con sus deseos, muda de consejo y le destina al mando y a las armas. Don Juan aparece en las Alpujarras, y los rebeldes moriscos se someten; se muestra en los mares del Oriente, y la potencia otomana es arrollada en Lepanto; es enviado a Flandes, negocia al principio en vano, y después apelando a las armas, vence antes de fallecer. Grande donde quiera, y más brillante que grande, subyuga cuanto se le acerca con su valor y osadía, y encadena los ánimos con su nobleza y su gracia: galán y bizarro con las damas, afectuoso y liberal con sus amigos, respetuoso con su hermano. Pero ya demasiado alto con los sucesos y con la fortuna para contentarse con el lugar segundo, anhela un reino donde mandar el primero, y con esto da celos al monarca de quien depende. Desde entonces la desconfianza y las sospechas vienen a acibarar su vida, su impaciente ambición la envenena, y muere en la flor de sus días entre las solicitudes y penas de su misma grandeza y sus deseos. ¿Qué objeto mejor pudiera escoger un poeta para acalorar su fantasía y fecundarla de grandes cuadros y altos pensamientos? Pero el pobre Juan Rufo estaba muy ajeno de lo que su argumento encerraba, ni, aunque lo comprendiese, tenía medios para desempeñarlo31.

El Monserrate, de Cristóbal de Virués, publicado hacia el mismo tiempo que la Austriada, tuvo entonces igual fama, y mayor aprecio después. Es verdad que poseía más instinto de armonía y de estilo que Rufo, y que puso algo más de invención en la composición de su poema. Lo primero que se hace notar al echar la vista sobre el título y argumento de la obra, es la especie de contradicción que envuelven con la condición y gustos habituales del autor. Que un religioso ascético y melancólico, dotado del talento de hacer versos, se ejercitase en pintar el pecado y penitencia del ermitaño Juan Garín, nada tendría de extraño; pero que un hombre de guerra, un capitán que corre el mundo y está acostumbrado a escribir comedias para el teatro, tome para emplear el ingenio poético conque se supone, un asunto de tal naturaleza, no sólo tiene mucho de singular, sino que inspira gran desconfianza de que le desempeñe bien. El solitario Garín, seducido por el diablo, desflora por fuerza a una ilustre doncella que su padre le confía, y después, para ocultar su delito, bárbaramente la asesina y con sus propias manos la entierra. Va a Roma, impelido de su remordimiento, confiesa sus culpas al Padre Santo, el cual, visto su sincero arrepentimiento, le absuelve de ellas, imponiéndole por penitencia que vuelva a su retiro de Monserrate haciendo su viaje a cuatro pies a manera de bestia. El monje llega de este modo a su cueva, donde se esconde, y allí es cazado y cogido con redes como si fuese una fiera, llevado a las caballerizas del conde de Barcelona, padre de la doncella desflorada; escarnecido, maltratado, agarrochado, hasta que un niño de tres meses, hijo también del Conde, en palabras bien articuladas le dice de parte de Dios que se levante, pues ya sus crímenes están perdonados. Él se levanta y confiesa otra vez sus culpas delante del Conde, que le perdona. Búscase el cadáver de la doncella, que milagrosamente es restaurada a la vida, tan fresca y lozana como el día antes de su desgracia; y todo esto se une, de la misma manera que está consignado en las tradiciones antiguas, a la aparición de la Virgen en la sierra y fundación del santuario.

Tal es sumariamente el asunto del Monserrate, que pudiera muy bien ser la materia de una leyenda ejemplar, propia para edificar y conmover a las almas piadosas, mostrando las pocas fuerzas de la virtud humana para resistir por sí sola a tan seductoras tentaciones, y el poder del arrepentimiento y de la penitencia, bastante a lavar pecados tan bárbaros y feos. Pero ponerse a escribir sobre semejante materia un poema épico, y esperar conseguir por este camino el efecto a que aspiran los que tales obras emprenden en literatura, absurdo grande fue concebirlo, y mucho mayor fue realizarlo. Porque nunca, por grandes que fuesen los talentos de Virués, era posible vencer las dificultades que presentaba un asunto tan austero y espinoso, y darle aquel halago, aquella elevación y aquel interés profundo y extenso que necesitan estas grandes composiciones. Aun prestándonos por un momento a las miras y suposiciones del escritor, hallaremos que, pobre de imaginación y de recursos, escaso de arte y de doctrina, poco diestro en vencer las dificultades de la versificación y del estilo poético, no acierta a sacar partido de los pocos datos felices que le presentaba de suyo el asunto, o que le salen al paso en su camino. Los dos trozos que se ponen adelante, como muestras de este poema, manifestarán el modo incierto y penoso con que generalmente procede el autor en su desempeño, sea que cuente, sea que pinte, sea que haga hablar a sus personajes, sea que manifieste su juicio en máximas o sentencias. Debemos sí confesar que ni en la invención y disposición de la obra, ni tampoco en su dicción, presenta los errores y las extravagancias en que después dieron otros poetas más grandes y fecundos que él. Pero esto no basta: «en las obras de ingenio el ingenio es lo más32;» y siendo tan escaso el del autor del Monserrate, ni su sano gusto y circunspección juiciosa, ni el tal cual artificio de que a las veces suele usar, ni algunas vislumbres poéticas que se divisan en medio de la lobreguez de la materia, bastan a levantar el Monserrate del grado inferior y subalterno en que la razón y la buena crítica tienen que colocarle por fin.

Y de él, sin embargo, unido a la Austriada y a la Araucana, decía Cervantes en su famoso escrutinio, a que eran los mejores libros que en verso heroico se habían escrito en castellano, y podían competir con los mejores de Italia. «¿Con cuáles? podríamos preguntar al autor del Don Quijote: ¿Con el Orlando furioso por ventura, o con la Jerusalén? Pero veinte octavas solas de cualquiera de estos dos poemas valen más que toda la Austriada y el Monserrate. Cervantes, en los desmedidos elogios que daba a sus contemporáneos cuando no los zahería, lejos de dar estimación a las obras que tan sin seso ponderaba, o desacreditaba su propio juicio o hacía dudosa su buena fe33.

Bien podía también sonrojarse Ercilla de que en esta balanza se le pusiese al igual de poetas que le eran tan inferiores. No porque la Araucana, considerada rigorosamente como fábula épica, se acerque más a serlo que la Austriada y el Monserrate, según veremos después, sino porque en calidad de libro les lleva tantas ventajas, ora se considere el talento del escritor, ora el mérito de la ejecución, que confundirlos de este modo es desconocer su valor respectivo y no hacer justicia a ninguno. Ya primeramente en la obra de Ercida el arte de contar, arte más difícil de lo que se piensa, está llevado a un punto de perfección a que ningún libro de entonces, en verso o prosa, pudo llegar ni aún de lejos. Esta narración además se ve hecha en un lenguaje, que en propiedad, corrección y fluidez se antepone también a casi todos los escritos de su tiempo, y es tan clásico en esta parte como los versos mismos de Garcilaso. Por manera que la dicción de uno y otro, formada, fija y perfecta cuando apenas la lengua castellana había salido de andadores, no se resiente ahora de los tres siglos que han pasado por ella, y son poquísimas las frases y las voces que dejen de usarse hoy en el mismo sentido que estos escritores las usaron: ventaja concedida a muy pocos de los libros, aún entre los más insignes de los que en aquel tiempo se escribieron, y aún después.

El argumento de la Araucana, a juicio de muchos, y del mismo autor también, podría por ventura parecer estéril, humilde y oscuro. La porfía de un puñado de bárbaros que a disputan a españoles un rincón de tierra pedregoso y escondido en los remotos senos del Nuevo-Mundo, era a primera vista tan indigna de la trompa épica como de la fama; pero no hay asunto, por seco y pobre que sea, que el ingenio poético no pueda enriquecer y amenizar. Éste de la Araucana, además del interés que presentaba un espectáculo, tan nuevo en poesía, de hombres y países, tenía el de los motivos morales y sentimientos que animan a los indios, con los cuales simpatiza siempre el corazón humano en todas las edades de la vida y en todos los parajes del mundo. Si los araucanos eran unos salvajes oscuros, sus adversarios los españoles eran harto conocidos en uno y otro hemisferio, teniendo asombrado y agitado el antiguo con su ambición y su poder, y con su osadía descubierto y subyugado el nuevo. La duración y tenacidad de la lucha entre fuerzas tan desiguales, la oposición de caracteres y de costumbres, daban por sí mismas un realce casi maravilloso a la pintura, sin que la imaginación del poeta tuviese que esforzarse mucho para darle interés y añadirle solemnidad.

De estos datos épicos que su argumento lo presentaba, alcanzó fácilmente Ercilla algunos, y supo aprovecharlos con envidiable maestría. Admíranse hasta por los maestros del arte aquella imparcial exposición de las causas de la guerra, la junta primera y discordia de los caciques, el discurso de Colocolo, y la extraña manera de elegir su general. Débese admirar todavía más la natural expresión y graduación conveniente de los caracteres, dibujados a la manera de Homero, tan semejantes al parecer entre sí, y en realidad tan distintos. Caupolican, Lautaro, Rengo, Tucapel, Orompello, Galvarino: todos son bravos, feroces y membrudos; pero cada uno con distintas proporciones, con distinto espíritu y diversa animación. Lo mismo puede decirse de los viejos Colocolo y Peteguelen; lo mismo de las mujeres Glaura, Tegualda y Fresia, que ni en palabras ni en hechos se equivocan o confunden entre sí, y que se pintan en nuestra fantasía con tanta novedad y distinción, efecto de la claridad con que el poeta las ha visto en la suya y las ha sabido expresar en sus versos.

Igual mérito, y aún mayor, hay en la descripción de las batallas, que tanta parte ocupan en esta clase de poemas. Podrán otros haber dado a estas acciones terribles de guerra más grandeza y aparato y más variedad, pero no igual calor, no igual movimiento, no una expresión más interesante y animada. Y así como en la descripción de las tempestades se conoce entre los grandes poetas quiénes las pintan de fantasía y quiénes las han visto en el mar, así en Ercilla se descubre bien clara la parte que él mismo tuvo en los peligros y encuentros con los indomables araucanos. Vense allí las cosas, no se leen: los bárbaros gallardos se animan con tal brío, acometen con tal furia y descargan sus golpes con tal fuerza, que se oyen estallar las celadas y abollarse los arneses de los castellanos, a quienes la ligereza de sus caballos no salva, ni su valor y disciplina defienden. ¿Dónde más bien que en el cantor de Arauco está expresado aquel ímpetu imprevisto y fuerza irresistible en el ataque que obliga a ceder a los acometidos, por valientes que sean; aquella vergüenza que los constriñe a volver al peligro para no pasar por la afrenta de vencidos; aquel desengaño cruel de que la resistencia es en balde, y convierte el valor y la esperanza en terror y en agonía; en fin, el flujo y reflujo de desgracia y de fortuna, de aliento y desaliento que hay en los combates cuando están sostenidos menos por la táctica y la disciplina que por el esfuerzo personal y las pasiones?

Pero el autor apura, al parecer, todos sus medios épicos en los araucanos, y nada le queda para los españoles. Valdivia, Villagrán, Mendoza, Reinoso y demás castellanos están muy lejos de compararse con los jefes indios, ni presentar el mismo interés ni la misma bizarría. No bastaba decir que cuanto más realce se diese a los vencidos, tanta mayor gloria cabía a los vencedores34; ésta no es más que una razón de inferencia, y el poeta estaba obligado, como tal, a esmerarse igualmente en la pintura de los unos que en la de los otros, y no dejar su obra falta del justo equilibrio y graduación que el arte y la conveniencia le prescribían.

Quizá esto era muy difícil, o por mejor decir, imposible: los indios, por lejanos o ignorados, se prestaban más a la volunlad de la fantasía, y podrían recibir las proporciones y el color de personajes verdaderamente poéticos, mientras que los jefes españoles, conocidos de todos, y vivos aún algunos de ellos, no podían, so pena de hacerlos ridículos, ser presentados en otra forma que la que tenían, esto es, prosaica, histórica y común. Así respondería tal vez Ercilla a la dificultad propuesta, añadiendo que tuviésemos presente lo que él ha dicho, no una vez sola, en el texto y prólogos de su obra, a saber, que su intento en ella ha sido hacer una historia de aquellos acontecimientos, y no un poema épico sobre ellos.

No es justo pues pedir en su libro lo que él no ha querido poner, y los preceptistas poéticos se hallan extrañamente desconcertados cuando, después de tal protesta, quieren ajustar la Araucana al canon de sus teorías. Y cierto que sería bien menester un abandono inconcebible o una ignorancia impropia de tal escritor, para que, tratando de hacer una fábula épica en el género de Homero y de Virgilio, comenzase su obra por el alzamiento del valle de Arauco, y la terminase con un manifiesto sobre la guerra de Felipe II a Portugal; que la acción tuviese principio y medio, y no se le viese el fin, puesto que los araucanos no quedan vencedores ni vencidos, dejándolos el autor en la elección de su segundo general, por la muerte del primero; que no hubiese allí un héroe principal en quien se reunieran todos los efectos de interés, de admiración y de ejemplo que se buscan en estas composiciones; que los episodios con que el poeta quiso vigorizar y enriquecer su fábula, los unos estuviesen débilmente enlazados con ella, como son los de Tegualda y Glaura, los otros fuesen absolutamente extraños y aún incompatibles con el argumento, como sucede a la batalla de San Quintín, a la de Lepanto, a la descripción del mundo, a la narración de la muerte de Dido, y al manifiesto que se ha mencionado arriba. Semejantes defectos saltan a los ojos de cualquiera, por poco versado que esté en este género de crítica, y no prueba en el que los nota más discernimiento y saber, que descuido o ignorancia en el autor que los comete. Toda esta máquina de reparos doctrineros viene al suelo con sólo responder que la Araucana no es una epopeya, sino una narración verídica de aquellos acontecimientos, algún tanto amenizada con los halagos de la versificación y del estilo y con algunos episodios, siendo esto, y, no otra cosa, lo que el autor quiso hacer.

A objeciones más sólidas, y por ventura incontestables, está expuesta la obra si se la examina rigorosamente por la parte de la amenidad que Ercilla se propuso dar a su ejecución. Aquí no cabe la misma disculpa, puesto que se había de escribir en octavas, éstas debían ser en su generalidad bellas, dulces y sonoras, y una vez que el estilo había de ser poético y conveniente a la materia, debía también parecer por donde quiera noble, pintoresco y elegante. Ahora bien, a juicio de los más indulgentes críticos los versos de Ercilla decaen frecuentemente por falta de tono en el número y en los sonidos, y de esmero y elegancia en las rimas, mientras que la dicción, si bien pura y natural, se muestra llena de frases triviales, familiares y prosaicas, que desdicen del asunto y de la poesía. En vano se alegará, para excusar este desaliño, el ejemplo del Ariosto, a quien no sólo por los pensamientos, sino también por la forma de expresarlos, se conoce que quiso seguir nuestro poeta. Aquel admirable escritor podía usar convenientemente desde el tono más alto hasta el más bajo en un poema que por su naturaleza y carácter los podía admitir todos; pero el argumento de Ercilla, consistiendo sólo en hazañas heroicas y militares, y no teniendo nada de burla y de comedia, se negaba a toda frase que no fuese culta y noble. Superfluo sería poner ejemplos de estos defectos de versificación y de estilo que abundan tanto en la Araucana, y cualquiera lector los hallará por sí mismo. Baste decir que ninguno de nuestros buenos poetas se ha cuidado menos de esto que los humanistas llaman lenguaje poético. Hay sin duda un mérito bien grande en producir efecto con poco estilo y armonía, así como en pintura con pocos colores. Pero es resbaladizo en extremo el límite que media entre la sencillez y el desaliño, entre la naturalidad y la bajeza; y Ercilla, tanto al más laudable cuanto es más natural al tiempo en que el interés de las cosas y de su argumento le sostiene, incurre demasiadamente en falta de tono y negligencia cuando este interés le abandona.

Lo más singular, así como lo más recomendable que hay en la Araucana, es el personaje del autor, no porque él se cante a sí mismo y celebre sus altos hechos, o sean proezas, en la fábula en que interviene, según ha dicho un preceptista moderno que probablemente no le habrá leído35, sino por el bello carácter moral que Ercilla presenta en los sucesos que refiere. Joven, bizarro y valiente, deseoso de ver países y de adquirir gloria, oye en Inglaterra que hay un levantamiento de indios en Chile, y se embarca para América a servir a su patria en aquella lucha porfiada. Cumple allí a la verdad con los deberes de militar y español, pero contemplando las costumbres extrañas y curiosas, el carácter indómito y el valor heroico que presentan sus intrépidos enemigos; su ingenio poético se exalta, y celebra en sus versos por la noche a los mismos que ha combatido por el día. Esta genial disposición de su ánimo le hace entrar en las causas de la guerra movida a los españoles, de un modo tan equitativo o imparcial, que le hace inclinar la balanza a favor de los araucanos, y como que los justifica. Movido del mismo impulso, trata a los esclavos que la suerte de las armas pone en su poder, más como protector y amigo que como amo y vencedor; da libertad a Glaura y Cariolano, consuela a Tegualda, y la entrega el cadáver de su esposo, muerto en un encuentro; defiende no una vez sola la vida del feroz e implacable Galvarino aún de sus mismos furores; y ya que por estar lejos no puede salvar al fuerte Caupolican del inexorable Reinoso, vierte a lo menos lágrimas de dolor y admiración sobre su acerbo y doloroso castigo. Así, en medio de aquel campo en que sólo se veían y se oían la agitación de la independencia, los esfuerzos de la indignación y los gritos de la rabia de parte de los indios; y de la de sus dominadores irritados el orgullo de su fuerza, el desprecio hacia los salvajes, y los rigores de una autoridad ofendida y desairada, el joven poeta es el sólo que en su conducta y sus versos aparece como hombre entre aquellos tigres feroces, oyendo las voces de la clemencia y de la compasión, y siguiendo las máximas de la equidad y de la justicia. Los hechos pues de Ercilla pertenecen a otra categoría harto más respetable que la de altos, porque son magnánimos y buenos; y en este concepto ningún poeta épico se ha mostrado al mundo de un modo tan interesante. Vuelve a Europa durando la guerra todavía, y presenta su libro a Felipe II, sin recelo alguno de caer en mal caso por la justicia que hacía a los enemigos que había combatido y es mantenían aún en pie. El público recibió la obra con el aplauso extraordinario debido justamente a su mérito, entonces singular en España, y con el respeto que inspiraban el carácter y merecimientos del autor. El aplauso ha cesado, pero el respeto subsiste; y la Araucana, aunque rigorosamente hablando no sea un poema épico, y mucho menos una historia, es y será, a pesar de las variedades del gusto y de los tiempos, uno de los libros castellanos más estimables, así por las bellezas de dicción y de poesía que contiene, como por los nobles sentimientos del autor, que excitarán siempre la simpatía de todo corazón bien inclinado y generoso.

No nos detendremos aquí en las Lágrimas de Angélica, de Luis Baraona de Soto, poema muy recomendado entonces por la urbanidad de sus contemporáneos, que estimaban el carácter y profesión del autor; pero olvidado ahora y no leído ni aún por los que le poseen, aún cuando le aprecien como libro de difícil adquisición. Propúsose el poeta contar las aventuras de Angélica la Bella desde que se casa con Medoro hasta que logra tomar posesión de su reino del Catay, que lo tenía usurpado y le disputa con armas otra reina del oriente. Por consecuencia es una especie de continuación, y aún imitación del Orlando furioso: empresa muy desigual a las cortas fuerzas del imprudente Baraona. Además de estar ejecutado en un estilo seco y prosaico, y en versos lánguidos y desaliñados, es su invención tan extravagante, y al mismo tiempo tan pobre, tan poco interesantes las aventuras, tan nulos los caracteres, que la paciencia más obstinada se cansa al instante de semejante lectura, y sólo puede el libro citarse como un ejemplo más de reputaciones mal adquiridas36.

Pasemos pues a la Bética conquistada, de Juan de la Cueva, que, aunque no en muchos grados, es sin duda alguna mejor37.

Floreció este poeta a fines del siglo XVI, y dedicóse, como era costumbre en los ingenios de aquel tiempo, a todo género de poesía; pero con más doctrina que capacidad, con más celo y confianza que verdadera disposición y talento. Sus versos líricos y pastoriles no se citan ya para nada y están completamente olvidados: él alteró la simplicidad que tenían nuestras primeras comedias, y fue el primero que mezcló en el teatro los reyes y los príncipes con las personas ordinarias; hizo unas cuantas tragedias que no tienen de tales más que el título; trabajó un Arte poética, donde se encuentran a veces seso y precisión en los preceptos, pero ningún enlace ni graduación en ellos, ninguna amenidad e imaginación en el estilo; y en fin, se atrevió a lo más difícil del arte, que es un poema épico, eligiendo para objeto de su canto la conquista de Sevilla por Fernando III.

Esta elección hacia honor a su juicio, puesto que indubitablemente el asunto es grande, patriótico, interesante. La lucha, incierta y nunca interrumpida por cinco siglos con los bárbaros usurpadores, tomó en los días de aquel heroico príncipe el aspecto majestuoso de un triunfo continuado. Arrancadas a los moros Córdoba, Murcia, Jaén y la poderosa Sevilla, la balanza del destino se inclinó decisivamente a favor nuestro, y señaló a los enemigos su última desolación en Granada. Viéronse entonces reunidas sobre el trono de Castilla y en la persona de su rey todas las virtudes de un hombre, todas las cualidades brillantes de un héroe y todos los talentos de un monarca. Prudencia, rectitud, firmeza, inocencia de costumbres, piedad sin igual, amor al orden, celo incesante por la perfección civil y moral de su pueblo: todo inspiraba a los suyos amor y reverencia, todo llenaba a los extraños de respeto y admiración. Los castellanos perdieron en él un legislador y un padre; los enemigos mismos, debelados por su valor, hicieron demostraciones de sentimiento en su muerte; la historia le ha puesto en el templo de la gloria; la Iglesia, para la veneración de los fieles, le ha colocado en los altares.

Ni los moros, aunque ya decayendo, dejaban de presentar para su defensa una fuerza y poder suficiente a mantener por algún tiempo el equilibrio y dar interés a la contienda: ricos con sus artes, con su comercio y con su población inmensa, animados del mismo espíritu de valor y de caballería que los cristianos, señores todavía de lo mejor de España, y apoyados fuertemente con los socorros de África, que tan fácilmente podían venir a sus costas.

He aquí los objetos que la verdad histórica ofrecía al pincel del poeta, y las virtudes y costumbres que debía poner en acción; pero, es preciso confesarlo, Juan de la Cueva se quedó muy inferior al asunto que con tanto tino había sabido elegir. El plan de su fábula está pensado con simplicidad y madurez, la acción tiene su grandeza proporcionada, y marcha a su fin libre y desembarazadamente, sin perderse en episodios eternos que la ofusquen y la ahoguen. Pero este movimiento es muy tardo, y el plan, concebido sin elevación y sin genio, no sale de los estrechos límites señalados por las crónicas que tuvo presentes el poeta para formarle. Su héroe, frío, sin actividad y sin energía, jamás obra por sí mismo, jamás se anima, y es, de las primeras figuras del cuadro, la que está dibujada con menos fuerza, siendo así que todas las demás son bien débiles. Diráse acaso que Cueva, a manera del Taso, quiso darle majestad y decoro a costa de la vivacidad y de la acción; pero, prescindiendo de que hay mucha, distancia del Fernando de la Bética al Gofredo de la Jerusalén, el épico italiano ha sabido compensar la falta de movimiento en su héroe con el fuego que anima en su fábula los bellos personajes de Reinaldo y de Tancredo. ¿Dónde encontrar en la Bética un Tancredo y un Reinaldo? ¿Dónde se verá en ella resaltar el heroísmo de sus guerreros, si no hallan dificultades dignas de ellos, y no sienten pasiones que los combatan? Los moros son siempre desiguales a los cristianos, y estos lo vencen todo con una facilidad que cansa y no interesa; ni se halla en todo el poema una desgracia imprevista, un peligro inminente y terrible, que despierte la atención y avive la curiosidad.

Así es que los episodios son generalmente infelices, y alguna vez indecorosos. En poema ninguno se hallan tantos consejos de estado y guerra menos dramáticos y nobles, visiones menos maravillosas, artificios de magia más comunes. No nos detendremos en aquella mezquina ermita, tan poco digna de una epopeya; pero ¿cómo no reírse de la discordia levantada en el campo cristiano por las alabanzas que los caballeros se dan unos a otros? Jamás disensión más miserable nació de motivo más vano, y tan pronto apagada como encendida, no puede producir otro efecto que risa o que fastidio38. El episodio en que el poeta quiso esmerarse, y que realmente está mejor contado que todo lo demás, es el de Botalhá y Tarlira, que sirve como de general ornato a la acción y se enlaza con toda ella; pero aún aquí hay defectos capitales y negligencias inexcusables. La más bella poesía no fuera bastante a dar decoro e interés a aquel infame berberisco que deja abandonada en África a la esposa a quien ha prometido su fe; que ha violado la hospitalidad del rey de Sevilla, robándole la hija; que se pasa con ella al campo cristiano, y es pérfido a su ley y a su nación, combatiendo contra ambas. Tarfira, en quien quiso dar un traslado de la Clorinda del Taso, está por cierto bien lejos de la admirable gallardía de su modelo: baste decir que a Clorinda nadie la vence sino Tancredo, mientras que en la Bética casi todos atropellan a la desdichada Tarfira.

Juan de la Cueva no había meditado bien sobre la naturaleza de la obra que emprendía: no conoció que sus fuerzas eran flacas para ella, y que jamás podría elevarse a la grandeza y perfección que necesitaba. Si en la invención de su fábula hay tanta escasez de ingenio y de grandiosidad, este vacío está lejos de compensarse con las bellezas de la ejecución; porque faltaba a este poeta aquella vivacidad de fantasía precisa para describir con animación y con gracia, y carecía también de la elocuencia patética con que se pintan las pasiones y se da vida a los diálogos. En la narración es más feliz a veces, y éste es su verdadero mérito cuando no se descuida ni cae demasiado por falta de esmero y de elegancia39. Da dolor, por no decir ira, ver continuamente salpicadas las octavas de la Bética de ripios, de frases triviales, de transiciones forzadas, y de modos de decir tan bajos, que el cuento más humilde se desdeñaría de admitirlos. Su dicción, ya dura, ya violenta, la pobre, se arrastra casi siempre con pena, desnuda de garbo y de fantasía. Y esto no absolutamente por falta de talento en el escritor, sino por no poner al ejecutar su obra aquel esmero y diligencia precisos, y en nadie más que en un poeta; porque la primera obligación del que escribe es escribir bien, y con más razón del que escribe para agradar. ¡Qué de yerros, qué de faltas pudiera haber encubierto Cueva en su poema si todo él estuviera escrito con la fuerza y la gallardía que tiene la siguiente comparación, con la cual damos fui a este artículo!


No el soberbio león con igual ira
Revuelve, lleno de cruel despecho,
Al jinete Masilio, que le tira
La gruesa lanza y le atraviesa el pecho;
Que estimulado a la venganza aspira,
Y arremetiendo al ofensor, derecho
Paró, impedido de vengar su saña,
Y de bramidos hinche la montaña.

Mientras que Juan de la Cueva levantaba este imperfecto monumento al conquistador de Sevilla, un religioso dominicano en América se ocupaba con mejor fortuna en otro argumento mucho más alto y sagrado, y por lo mismo infinitamente más arduo. La Cristiada, de fray Diego de Hojeda, no sólo es muy superior a los demás poemas españoles escritos sobre el mismo asunto, sino que frecuentemente iguala y aún aventaja a la Cristiada latina de Jerónimo Vida, publicada cerca de un siglo antes que la castellana. Ni sería muy temerario afirmar que, si bien muy distante casi siempre en grandeza, en decoro y en fuerza, no deja de alcanzar a veces en sublimidad de invención, en abundancia y calor de estilo, a los dos poemas célebres que sobre la caída del primer hombre, y sobre su redención por el Mesías, se escribieron después en Inglaterra y Alemania, y son clásicos en toda Europa.

El argumento épico de Hojeda es la pasión de Jesucristo, y contra la costumbre de casi todos nuestros poetas, que, siguiendo los caprichos de su desarreglada fantasía, han confundido el hecho que se proponían contar con una muchedumbre de episodios que le envuelven y anonadan, la Cristiada, al contrario, presenta una acción sencilla y desembarazada, que principia en la cena de Jesús con sus discípulos, y concluye en el punto en que es desclavado de la cruz y guardado en el sepulcro. Adórnanla episodios que, naciendo del mismo asunto y enlazándose a él con un artificio bastante ingenioso, dan razón de lo pasado y de lo por venir, y completan el conocimiento de la grande obra de la redención humana. Así, por ejemplo, en la vestidura que el Salvador lleva al huerto cuando va a orar están pintados los pecados del mundo, con los cuales se carga el Hombre-Dios para redimir de ellos al linaje humano. Así la Oración, personificada, sube al cielo y expone al Eterno, para moverle a piedad hacia su Hijo, todos los padecimientos que ha sufrido desde su nacimiento hasta entonces. Así el arcángel Gabriel, para aliviar la aflicción de la virgen María, le pinta con todo el calor y vivacidad que da de sí el ingenio del poeta, las delicias y consuelos que va a tener en su resurrección milagrosa. Las glorias futuras de la Iglesia, sus doctores, sus confesores, sus patriarcas, aún sus peligros, con las persecuciones y herejías que después se han de levantar contra ella, entran y tienen su lugar conveniente en el cuadro, y se hallan naturalmente anunciados y pintados como en perspectiva, para explicar los destinos adversos y prósperos que se le preparan. No diré yo que este artificio sea igualmente oportuno en todas partes, ni que Hojeda haya sacado de él siempre todo el partido poético que era de esperar; pero no hay duda que es las más veces ingenioso; y el autor ha conseguido así el objeto que se propuso de dar a la acción toda la riqueza y variedad posible, sin romper la unidad y sencillez de su plan, sin alterar en un ápice la religiosa austeridad que la caracteriza.

La parte sobrenatural de estos poemas, o llámese máquina, que como condición épica es, según la opinión general, un accesorio preciso en ellos, era en la Cristiada la esencia verdadera de su argumento, puesto que en ella todo es maravilloso y divino. Su enlace pues y su oportunidad no era por lo mismo tan difícil aquí como en las fábulas puramente humanas, aunque era a la verdad mucho más arduo su desempeño. Pero no hay duda en que está grandemente concebida en la Cristiada esta alta composición, en que los hombres, sin saber lo que hacen, persiguen, atormentan y ajustician a su Salvador; en que los espíritus infernales, inciertos al principio del gran acto que se prepara, dudan, averiguan, después tratan de impedirlo por medios de equidad y de blandura, y desengañados al fin, y furiosos de no poderlo estorbar, acrecientan hasta un punto sobrenatural la rabia y crueldad de los sayones, como en venganza de la mengua que van a padecer; mientras que los moradores del cielo, conmovidos a un tiempo de dolor, de horror y maravilla por lo que se consiente a los hombres con el Hijo de su Hacedor, bajan y suben de la tierra al cielo, del cielo a la tierra, a suministrar aquí consuelos, allí esperanzas, más allá firmeza y resignación, y algunas veces terror y espanto, ya que no se les permiten ni la defensa ni el castigo: Dios, en lo alto, inmoble en sus decretos, llevando a cabo la obra acordada en su mente para beneficio de los hombres; y su Hijo en la tierra prestándose al sacrificio, y sufriendo con toda la majestad y constancia de su carácter divino aquel raudal de amarguras y dolores que vierte sobre él la perversidad humana. Así el cielo, la tierra, los ángeles, los demonios, Dios y los hombres, todo está en movimiento, todo en acción en este magnífico espectáculo, donde la pompa y brillantez de las descripciones, la belleza general de los versos y del estilo corresponden casi siempre a la grandeza de la intención y de los pensamientos.

¡Ojalá pudiera decirse otro tanto de los caracteres! Porque si el poeta no desmiente el concepto general de los personajes que intervienen en su composición, según los datos que tuvo presentes para construirla, también es cierto que nada ha inventado en esta parte, nada ha añadido, y que no presenta ninguna belleza propia suya por donde merezca particular alabanza. No insistamos, sin embargo, mucho en este defecto: la falta de originalidad y de fuerza en las fisonomías morales es en la que flaquean principalmente nuestras comedias, nuestros poemas, nuestras novelas, y pudiera añadirse también, bajo otros respectos, nuestra historia. La causa de ello es clara, y por eso no hay necesidad de expresarle; pero el hecho es incontestable y notorio, y Hojeda por lo mismo no es más responsable de ello que cualquiera otro de nuestros autores.

El lenguaje de la Cristiada es propio, puro, natural, ajeno enteramente de la afectación, pedantería, conceptos y falsas flores que corrompieron después la elocuencia y la poesía castellana. Pero no siempre es tan claro cual debiera, unas veces por la naturaleza de las ideas, que pertenecen a un orden escolástico y teológico, poco inteligible al común de los lectores; otras porque, no pudiendo vencer la dificultad de la versificación y de la rima, deja las cláusulas indecisas, y el sentido confuso y enredado; no pocas, en fin, a causa del desaliño y descuido con que se hizo la impresión en Sevilla, estando él tan lejos para corregirla, y quedando el texto viciado sin culpa suya. Su estilo sube y desciende naturalmente, según los objetos que tiene que pintar, aunque su temple general es el de la facilidad y el agrado, más tierno y patético que fuerte y que sublime. Los versos son también generalmente fluidos y agradables, pero carecen muchas veces de plenitud y cadencia; y las octavas no se sostienen siempre con aquella igualdad, despejo y brillantez que en Céspedes, Lope, Jáuregui y Valbuena. Penetrado el poeta de la santidad y majestad de su asunto, como que desdeña entrar en este artificio y elegancias de versificación y de estilo, propias tal vez, según él, de los escritores profanos, y extrañas a la austera materia en que él se ejercitaba. Así es que no se hallan en su poema imitaciones de otros poetas antiguos y modernos: el lenguaje de la Escritura y de los libros ascéticos son las fuentes de su dicción, que hierve toda de expresiones sublimes a veces, a veces tiernas y dulces, y frecuentemente también tocando en familiares y bajas por su extremada naturalidad y sencillez.

A un poema pues concebido con tanta fuerza de fantasía, construido con tanto acierto, y escrito, en lo general, con tanta facilidad y pureza, ¿qué le falta para ser colocado entre las epopeyas de primer orden? No hay duda en que, atendidas estas cualidades, la Cristiada es por ellas igual, o más bien superior, a las demás obras de esta clase escritas en castellano. Más para llegar a la altura en que se hallan los verdaderos modelos del género ya faltan a esta obra muchas de las condiciones absolutamente precisas. Primero, la debilidad en los caracteres ya mencionada arriba, de donde nace el poco nervio de los pensamientos y la poca fuerza y energía en su parte dramática. Segundo, la poca dignidad con que están desempeñadas ideas grandes por sí mismas, y que por el modo con que están tratadas se hacen menudas y aún indecorosas. Tercero, la difusión y la declamación en que el escritor incurre frecuentemente, olvidándose de que está haciendo las veces de poeta, y no las de expositor o misionero40. Cuarto, en fin, la falta de nobleza y elegancia continua en el estilo, que raya muchas veces en prosaico y familiar, y ofende no pocas por las expresiones triviales y aún pueriles que el autor se permite41. Tan graves defectos disminuyen sobremanera el mérito de la Cristiada; y Hojeda, que supo abrirse un campo tan nuevo y tan rico, que muestra un talento de invención tan fuerte, y tanto tino en la disposición de su obra, no alcanza a los grandes modelos de quienes pudo fácilmente ser émulo, y por falta del conveniente esmero y diligencia no acertó desgraciadamente a igualar la ejecución con la idea.

Sigue en el orden de estos extractos la Invención de la Cruz, de Francisco López de Zárate, poema publicado en 1648, aunque escrito y concluido muchos años antes. Los ingenios del tiempo le conocían, puesto que Cervantes le anunciaba ya en su Persiles; y según su costumbre de alabar sin medida, igualándole nada menos que con la Jerusalén del Taso. Aunque no con tanta ponderación, pero siempre con bastante aprecio, hacen memoria de esta obra don Nicolás Antonio en su Biblioteca, Luzán en su Poética, Velázquez en sus Orígenes. No faltaban a Zárate juicio y dignidad en los pensamientos, y algún talento poético para la expresión y los versos. Pero aún cuando con estos medios alcanzase a dar alguna amenidad a las máximas filosóficas y morales a que era naturalmente inclinado, faltábanle el gran raudal de ingenio y el poder de fantasía, absolutamente precisos para desempeñar dignamente el cuadro épico que se propuso.

La Invención de la Cruz, bien que sea un suceso tan canto e interesante por sí mismo, no presentaba las condiciones necesarias para formar una epopeya, y sólo podía dar materia a un episodio de asunto más extenso. Así es que el autor, aún cuando en su proposición le anuncia como el objeto principal de su designio, y después invoca a la cruz misma para que le inspire en lo que va a cantar de ella; aún cuando en los primeros libros se ocupa del viaje y peregrinación de la piadosa Elena en busca del santo madero, después se distrae a las guerras de Constantino, en que se dilata por toda su obra, dividiendo así la contextura de su fábula en dos ramales desiguales y distintos, que no tienen el menor influjo uno sobre otro, y que el autor enlaza penosamente entre sí. Una vez que el objeto del poeta era en último resultado cantar el triunfo del cristianismo sobre la idolatría, este gran conflicto no debía presentarse en las orillas del Eúfrates y junto a los muros de Babilonia. En los campos del Tíber y junto a la metrópoli del mundo era donde debían contender la religión que nacía y la religión que espiraba, la ferocidad tiránica de Majencio y la magnanimidad heroica de Constantino. Allí es donde los prestigios antiguos, las tradiciones históricas, la celebridad de los nombres de familias, y la majestad de los lugares podía ponerse noble y poéticamente en oposición con la virtud y el fervor de los primeros cristianos, con sus costumbres puras y sencillas, con la fe y celo del príncipe que los guía y con el entusiasmo religioso que los anima. Y al tiempo en que más enlazada y dificultosa fuese la lucha entre estas causas opuestas, que las pasiones estuviesen en su punto más alto de vehemencia y de calor, y que la crisis fuese más dudosa y terrible, entonces es cuando la insignia sagrada de la redención, apareciendo en los aires rodeada de rayos de gloria, podría inspirar una confianza prodigiosa a sus campeones, llenar de pavor y espanto a sus enemigos, arrojarlos precipitados en las ondas del Tíber, y apagar para siempre los rayos de Júpiter en el Capitolio.

Estos datos grandes y fecundos que le presentaba naturalmente su argumento, tomado de más arriba, si no fueron del todo desconocidos por Zárate, se ve que fueron muy desatendidos, pues se arrojó al país de las ficciones y de las quimeras, para las cuales su imaginación, poco inventiva, era insuficiente. Él sueña una expedición de Constantino al Asia, que jamás hizo, y una guerra en Babilonia, que jamás hubo; y allí establece el campo de su Ilíada, siguiendo más los pasos de Taso que los de Homero, y tan lejos del uno como del otro. Un fantástico Serpeno, rey de Persia, a cuyo lado figuran el general de su ejército, un anciano estadista, un mago, una heroína, un gigante y otros personajes de su laya, todos infelices copias de la Jerusalén italiana, son los que, ayudados de cuando en cuando por el invisible poder de los espíritus infernales, se ponen en oposición con Constantino y los capitanes que le acompañan, igualmente oscuros y ficticios, que no toman existencia y fisonomía ni de la realidad histórica ni de la verosimilitud y conveniencia. Las aventuras, los encuentros, las batallas, los discursos con que unos y otros obran y se combinan entre sí, se resienten generalmente del desacierto con que están concebidos: puestos de ordinario fuera de lo natural, por lo exagerados, o inferiores, por triviales, a la dignidad del cuadro y del asunto, no producen en el ánimo ni admiración ni curiosidad ni simpatía.

El estilo y los números con que el poeta ha animado su composición, no son generalmente tan viciosos como su invención y contextura. Hállanse con frecuencia nobleza y vigor en los pensamientos, y no carecen tampoco de pompa y gravedad la dicción, de cadencia los versos, de plenitud los períodos. Pero en esta parte también no deja poco que desear, porque la ejecución se resiente del escaso raudal poético que Zárate poseía. Muchas veces la imagen, la comparación, el período, que empiezan con envidiable felicidad, decaen por falta de aliento en el escritor; y pasajes de alta y bella poesía se desgracian empezando o terminando en máximas comunes y generales, expresadas en frases vagas e insignificantes. En vano aspira el autor a llenar este vacío encareciendo a veces los objetos que describe con varias y gigantescas ponderaciones: este recurso desdice de la índole templada y grave de su talento, y los objetos así exagerados rayan en pueriles y absurdos por su extravagancia. Es probable que, contra lo que ordinariamente acontece, el poema perdiese algo en esta parte por la tardanza de su publicación. Cuando el autor le escribía aún no estaba estragada la dicción poética castellana: Zárate tenía demasiado seso para entregarse del todo a los caprichos y delirios que con talentos harto más grandes que los suyos introdujeron después Góngora y Quevedo; mas no pudo libertarse enteramente del contagio, y creyendo dar mayor hermosura a su poema, puso en él lunares que antes por ventura no tuvo, reputando los adornos precisos para agradar al falso gusto de su tiempo. En él, sin embargo, estos vicios son más frecuentemente de pensamiento que de lenguaje. Añádase, en fin, la falta, más grave aún, de variedad, de flexibilidad y de ternura: la lira del cantor de Constantino carecía absolutamente de cuerdas patéticas y amenas, y cuando sonaba bien, desgraciadamente no sonaba más que de un modo.

Por aquel mismo tiempo se ocupaba Lope de Vega de su Jerusalén conquistada; y cierto que al fénix de la poesía española, como entonces se le llamaba, no se le podrán oponer las mismas objeciones de sequedad, esterilidad y monotonía que se hacen al anterior. En flexibilidad de talento, variedad de tonos, amenidad, dulzura, abundancia y destreza en versificar, pocos son los poetas, acaso ninguno, que pueda competir con Lope de Vega; pero también pocos o ninguno le igualarán en el lastimoso abuso que ha hecho de los dones admirables con que la naturaleza la dotó. Confiado en ellos, de nada dudaba y a todo se atrevía. Después de intentar seguir el rumbo de Ariosto en las aventuras de Angélica, quiso dar a su patria un poema épico a la manera del Taso, en que quedasen eternizadas de una manera noble y digna las glorias de su país, y su propia gloria también. Todas las demás obras suyas se hicieron como jugando; no así la Jerusalén conquistada, donde quiso hacer prueba de todo el ingenio, de todo el juicio y doctrina de que era capaz, como que había de ser el fiador de su fama en Italia, contra la mala opinión que le resultaba de las obrillas despreciables que allí se le atribuían42.

Pero por desgracia este fiador correspondió muy mal a sus promesas, y ni la Italia ni la España entonces, ni la posteridad después, le han admitido en el tribunal de la opinión como título de gloria bastante a justificar la sobrada confianza del poeta. Y no porque en ella no prodigase cuanta lozanía había en su imaginación, cuanta amenidad tenía su estilo, cuanta elegancia y encanto sabía dar a sus versos cuando quería. Lope en estas dotes es superior a sí mismo en muchas partes de su Jerusalén, donde también toma a veces una solemnidad de acento y una audacia de dicción poética poco frecuentes en las demás obras suyas. Pero todo está deslucido y miserablemente desgraciado con el desconcierto del plan, con los vicios capitales que hay en la formación de los caracteres, y con la poca grandiosidad y decoro que dio a los diferentes miembros del edificio que se propuso construir.

Su intento fue contar los sucesos de la tercera cruzada, cuando, vencido el rey de Jerusalén Guido de Lusiñán cerca de Tiberiades, y ocupada la ciudad Santa por Saladino, los principales potentados de Europa se cruzan y arman para pasar al Oriente y libertar a Jerusalén de sus manos. El poeta abraza todos los acontecimientos de aquella expedición infeliz desde la rota de Lusiñán hasta la retirada sucesiva de los príncipes coligados y muerte de Saladino: todo contado por su orden natural, sin artificio ninguno poético, sin centralizar la acción para simplificarla, y adornándolo con los episodios de caballería y galantería, a que propendía tanto el gusto del tiempo y la imaginación del poeta. La máquina, aunque tomada de la religión, de la magia y de la alegoría, es lo menos importante de la obra, y puede considerarse en ella más como un adorno accesorio que como una de las cosas que forman el equilibrio de la composición.

Causa por cierto extrañeza ver el título de Jerusalén conquistada en un poema en que Jerusalén no se conquista, pero esta ambigüedad aparente se explica después y se aclara con la marcha general de la obra, y con la calificación de epopeya trágica que la atribuye su autor: circunstancia que más de una vez inculca en sus escritos43. Así el verdadero argumento del poema es Jerusalén conquistada por Saladino, y no recuperada por los príncipes cristianos. Esto podía no ser satisfactorio ni glorioso para ellos, pero es trágico y lamentable para Jerusalén, que esperaba por su medio ser rescatada, como lo fue antes por Gofredo. De aquí nacen los frecuentes apóstrofes del poeta a la Ciudad Santa, a la que después de cada desgracia que sucede se vuelve para anunciarla otros sucesos más tristes, darla consejos duros, o afligirse y lamentar con ella al modo de los profetas. Bajo este punto de vista el cuadro tiene unidad de intención y de interés; y los acontecimientos de aquella infeliz cruzada, emprendida por tan grandes príncipes y ejecutada con tanto poder y tanto valor, concurren todos a descubrir el designio de la Providencia, y Jerusalén queda atada con cadenas de hierro incontrastables al yugo de los infieles.

Hubiera Lope dado a su poema el carácter y dirección que le presentaba este pensamiento feliz, y otra cosa fueran su contextura y su ejecución: por lo menos fuera nuevo. Pero él anuncia desde el principio que va a cantar las glorias del rey Ricardo y las de los españoles en el Asia; el poema lleva generalmente la marcha de una empresa que se va a lograr, y esta empresa es interrumpida y abandonada de un modo que induce a indiferencia, y por ventura a desprecio, respecto de los personajes que así faltan a sus promesas y a su voto. El emperador Federico Barbaroja, que acude primero al socorro de la Palestina, se ahoga en las aguas del Cidno sin haber hecho cosa de momento. Felipe Augusto se vuelve a Francia por no contribuir a las glorias de Ricardo, a quien envidia la conquista de Ptolemaida; Ricardo, a pesar de las protestas y juramentos hechos de no ceder en la santa empresa hasta morir o dar libertad a la ciudad sagrada, no aprovecha la gran victoria que gana en los campos de Belén, y para defender sus estados, atacados por Felipe, se vuelve a Europa, y peregrinando disfrazado por Alemania, es preso por el duque de Austria y detenido allí por más de un año. Alfonso de Castilla, a quien, contra el testimonio de la historia, y aún contra la conveniencia, Lope hace intervenir en la expedición44, se vuelve también a su reino, donde, después de casado con su adorada Leonor, da el escándalo de entregarse siete años seguidos a los amores de una judía, hasta que sus mismos ricos-hombres se la matan. Saladino, en fin, muere de su enfermedad, pacífico y tranquilo poseedor de los Santos Lugares, y con la descripción de sus exequias se da conclusión al poema. Así da cuenta Lope de todos sus héroes; y a la verdad que no había para qué escribir veinte libros de octavas, y prodigar en ellos tanta amenidad y lozanía de estilo, tanto halago y número en los versos, para no dar más realce con ellos a sucesos tan prosaicos y resultados tan infelices.

Vengamos a los caracteres, examinemos la fisonomía, las formas y proporciones que ha dado el poeta a los personajes que pone en acción, y hallaremos que todo es fantástico, caprichoso, ajeno igualmente de la tradición y de la historia que de la majestad de la epopeya. Vanamente se buscaría en el príncipe inglés, héroe principal del poema, aquel carácter tan orgulloso y soberbio como franco y popular, aquel guerrero de la incontrastable lanza, mano de hierro y corazón de león45. El Ricardo de Lope no es el Ricardo de la historia ni el de las novelas ni el de los trovadores. Es un comandante de príncipes y reyes en una expedición militar, solamente grande y espantoso porque el poeta lo dice, más no por sus palabras y acciones, que son generalmente ordinarios y comunes, y alguna vez no muy justas y decorosas. El político Felipe Augusto es un vulgar envidioso; Alfonso, uno de los reyes más respetables que ha tenido Castilla, es representado como un galán de comedia, subordinado a Ricardo, eclipsado, por Garcerán, que hace en el poema un papel harto más brillante que él, y no realzado en esta posición subalterna por ningún hecho, ninguna proeza que le revista de dignidad y le dé interés alguno. Saladino, en fin, cuyo nombre ha pasado a la posteridad seguido del respeto y estimación que la imparcialidad de amigos y enemigos tributaba a sus talentos y a sus virtudes Y Saladino es en la Jerusalén ya digno príncipe, ya tirano. ya clemente, ya cruel; ya valiente, ya cobarde, según al escritor le conviene o se le antoja en cada momento, y siéndolo todo menos Saladino46. El mismo desconcierto hay en los caracteres de segundo y tercer orden. Sirasudolo, el hermano de Soldán, que al principio se muestra como un coloso de fuerza y de pujanza, se convierte al fin en un fanfarrón ridículo y cómicamente envilecido. Isabela es una mujer vulgarmente voltaria y fácil, tan bien hallada con sus robadores como con sus diferentes maridos; la heroína Ismenia, infeliz imitación de la Clorinda de Taso, ni es hombre ni mujer tan empalagosa de dama con sus amores, como enfadosa de caballero con sus baladronadas. Alguna excepción favorable podría hacerse de Guido y de Sibila, más regularmente dibujados; del maestre del Temple don Juan de Aguilar, que, aunque en bosquejo, tiene dignidad heroica y poética; y sobre todo de Garcerán Manrique, no siempre a la verdad digno de la epopeya pero que con mucha vida y movimiento presenta donde quiera aquel compuesto de valor, lealtad, devoción, galantería, generosidad y jactancia, que formaban en tiempo de Lope el tipo del carácter español.

No hablaremos de la disposición y enlace que ha dado el poeta a los diversos incidentes que le prestaba su argumento, o que le sugirió la fantasía, para adornarle y robustecerle. Todos los críticos convienen en que la Jerusalén carece en esta parte del artificio, graduación y encadenamiento que los poemas épicos requieren para que se unan en ellos la variedad y la riqueza con la unidad y el interés. De la disposición que Lope ha dado a las diferentes partes de que su fábula se compone resulta una confusión que fatiga el ánimo y no le permite reconocer bien la totalidad del objeto que ha tratado de pintar. El cargo es justo, pero menos quizá por falta del conveniente artificio, aunque a la verdad no hay mucho, que por el sin número de episodios, unos extraños, otros menudos, otros indecorosos, con que interrumpe a cada paso y desluce los principales incidentes de la acción. Quien le ve distraerse a la pueril cruzada de los niños de Toledo, a los sucesivos matrimonios y galanterías de Isabela, a la indecente lucha de Garcerán con Ismenia, a la cómica provocación de Sirasudolo, que los va a desafiar a uno y otro, creyéndolos muertos, para darse el lauro de tan vil y ridícula bravata; a las vulgaridades con que García Pacheco ensalza las cosas de Castilla a Saladino, al recuento, en fin, de las aventuras de unos y otros príncipes después que dejan la Tierra Santa: dice, y dirá muy bien, que el poeta no sabía por dónde iba, ni cuál era su objeto, ni a qué punto debía llegar el efecto que se proponía en su obra. Creía Lope, por el aplauso general que conseguían sus versos y su estilo, principalmente en el teatro, que cuanto dijese en ellos sería bien recibido; pero se engañaba mucho en esta confianza, y bien que sus versos estuviesen generalmente bien hechos, y su estilo fuese fácil, florido y agradable, no estaba en ellos tan exento de defectos, que pudiese en gracia suya disimularse una aberración tan grande en la composición y en las ideas.

Porque además del desaliño y llaneza en que de ordinario cae por la falta de esmero y diligencia a que se había acostumbrado trabajando siempre tan a la ligera, ofenden también frecuentemente los conceptos alambicados y oscuros, las metáforas viciosas, los juegos de palabras pueriles, y sobre todo aquella afectación pedantesca de lucirse a cada paso con una doctrina, por lo común trivial, y las más veces impertinente47.

Suelen los grandes coloristas disimular en sus cuadros las faltas de dibujo y de composición con la gracia y variedad de las actitudes y con el brillo y riqueza de las tintas: en esto a lo menos, en que se conocen superiores, no se descuidan jamás. Pero en el poema de Lope, aunque la ejecución sea brillante casi siempre, y frecuentemente fácil y apacible, hay demasiados rasgos que con su falta de verdad, de sencillez y de buen gusto vienen a viciar y entorpecer aquella corriente de poesía tan abundante y tan bella, y estorban, por lo mismo, que pueda el mérito del desempeño compensar debidamente el vacío de la composición.

Estas consideraciones, por severas que parezcan, como no son injustas, servirán a dar razón de la indiferencia con que los contemporáneos de Lope y la posteridad han recibido la Jerusalén conquistada, a pesar de los esfuerzos de su autor para que fuese el mejor florón de su corona poética. Yo no la creo, sin embargo, merecedora del total olvido en que hoy día se la tiene, y pienso que no es perdido el tiempo que se gaste en leerla y aún en estudiarla, sea para el agrado sea para el provecho. Los trozos que van escogidos y colocados adelante manifestarán la mezcla desdichada que había en aquel escritor de superioridad y flaqueza, de bizarría y pequeñez, de elegancia y de descuido. Sobresalen, sin embargo, en ellos las bellezas, y bastan por sí solos a dar una idea del talento de Lope, aún en un género que puede decirse con verdad no era para el que le había criado la naturaleza.

No diremos lo mismo del obispo de Puerto-Rico Valbuena, autor del Bernardo, o sea La victoria de Roncesvalles, que ha sido entre nosotros quien nació con más dones para esta alta poesía, aunque por el tiempo y modo de emplearlos no acertase a sacar todo el partido que prometían para su gloria y la de nuestras letras. Él nos dice en su prólogo que aquella obra era fruto de sus primeros trabajos y una aplicación que quiso hacer, cuando joven, de las reglas de humanidades que acababa de aprender en las aulas de retórica. Aún cuando él no lo dijese, la obra misma lo manifestaría; las frecuentes imitaciones que hay en ella de Lucano, Ovidio y Virgilio, y el modo con que están hechas, muestran cuáles eran los autores favoritos de sus primeros estudios, al paso que se descubren donde quiera sus pocos años, por la licencia y abandono con que escribe, y por la monstruosa prodigalidad con que abusa del don que tenía para inventar, y del mayor que aún le asistía para versificar y describir. Un poema heroico no es ciertamente obra de ensayo, y pudiera decirse de Valbuena lo que se ha dicho de otro gran poeta, épico también, y no muy fuerte en los principios de su carrera, que «acabado de destetar por las musas, tenía todavía en las venas más leche que sangre». De cualquier modo que sea, el Bernardo, considerándole sólo como prueba de fuerzas poéticas en un joven que acaba de salir de las aulas, no sólo es una obra estimable, sino en cierto modo maravillosa.

Despejemos el hecho principal que sirve de fundamento a la fábula, y prescindiendo por un momento del diluvio de incidentes que le confunden y entorpecen, veamos cuán desahogadamente se pinta en la fantasía, cuán oportunamente se comienza, cuán épicamente se termina, y cuánto interés y atención inspira por su elevación y sencillez. El orgullo de Carlo-Magno y de sus Doce Pares, su poder inmenso, sus desafueros y demasías, tenían oprimido y cansado el mundo, y ofendidas sobremanera las hadas, que en el sistema maravilloso adoptado por el poeta se supone tener bajo su gobierno las cosas todas de la tierra. Ninguna de ellas había que no estuviese agraviada por alguno de aquellos insolentes paladines, y todas tenían concertado vengarse de ellos y derribar la Francia por el suelo al tiempo en que se creía en el punto de su mayor altura. Criábase ya en poder de Orontes, sabio y virtuoso mago, el príncipe Bernardo, nacido de la sangre real de los godos, hijo del amor, huérfano de sus padres, a quienes el rey Casto, su tío, tiene encerrados por vida en pena de sus ilícitos amores. Orontes le inspira todas las virtudes que debe tener un caballero, y le adiestra en todas las artes y habilidades de la guerra, a la manera que en aquellos tiempos lo había sido Rugero por Atlante, y en los antiguos Aquiles por Chirón. Éste es el que por disposición de las hadas, principalmente de Alcina, ha de ser el grande ejecutor de aquella ruidosa venganza; el que, revestido de las armas del vencedor de Héctor, ha de combatir y matar al encantado Orlando, y derribar el poder francés en Roncesvalles. Bernardo aparece primero como un relámpago en España, y sin ser conocido liberta al Rey su tío de una emboscada y encuentro en que le iban la corona y la vida. Hecha esta hazaña, y conducido por el invisible poder que le guía, se entra en el mar y encuentra un navío donde va Orimandro, rey de Persia, que a petición suya le arma caballero, y con quien al instante se desafía y combate por la libertad de Angélica la Bella, a quien aquel rey llevaba forzada consigo. Entra después en la grande aventura de las armas de Aquiles, que a fuerza de intrepidez y de osadía, entre peligros y portentos, se las arranca al fin a Ayax Telamón, que desde la guerra de Troya las tenía sepultadas consigo en su sepulcro. Revestido de ellas, sale otra vez al mar, libra de unos corsarios enmedio de una tormenta a Arcangélica, hija de Angélica y de Marte, cifra única en el mundo de valor y de belleza humana; gana el premio en las justas de Acaya, no admite la mano y reino que le ofrece Crisalva, princesa de Creta; y célebre ya y ennoblecido con pruebas tan señaladas de esfuerzo y de virtud, y digno ya de más gloria, vuelve a España, tiene un primer encuentro y duelo con el famoso Roldán, preludio y anuncio del que ha de haber después entre los dos; acomete y acaba la grande empresa del castillo de la Fama, saca libres de allí a su ayo Orontes y otros trescientos caballeros españoles, y al frente de ellos se dirige al campo del Rey su tío, que iba ya a encontrar con el ejército francés en el paso de los Pirineos. La batalla de Roncesvalles se da; mil agüeros la preceden y la anuncian; unos y otros hacen prodigios de valor en ella, hasta que, cayendo Roldán muerto a los pies de Bernardo, el destino de la Francia viene al suelo, el combate cesa, y el poema se acaba. Así la acción, aunque perdida y confundida a la mitad del poema en el sinnúmero de incidentes y episodios con que, abusando de la libertad novelesca, el poeta la recarga y la destruye, vuelve a tomar su curso épico desde que Bernardo sale del castillo de la Fama y se junta con el Rey su tío, hasta que concluye con la grandeza heroica conveniente en la gran jornada de Roncesvalles: a la manera que un río caudaloso llega a desaparecer enfangado y perdido entre pantanos y arenales, y luego, desembarazado de ellos, vuelve a tomar su corriente y entra raudo y majestuoso en el Océano.

El hecho pues en que el poeta fundó su fábula, escondido en la oscuridad de los tiempos remotos y en los orígenes de la monarquía, y por lo mismo más flexible a las formas que quisiera darle la imaginación, célebre ya en las leyendas y tradiciones vulgares y en las ficciones de la poesía caballeresca, era alto, grande y en extremo interesante para los españoles del tiempo de Valbuena, por la rivalidad que entonces existía entre las dos naciones limítrofes. En él obran caracteres, si no profundos y enérgicos, propios a lo menos de la época y consecuentemente dibujados; diálogos discretos, bizarros, urbanos, y a veces sentidos y patéticos; episodios, entre los infinitos que contiene, no pocos que son oportunos, nuevos y felices; descripciones admirables de países, de fenómenos naturales, de edificios y de riquezas; antigüedades de pueblos, de familias y de blasones; sistemas teológicos y filosóficos, alegorías morales, sentencias y pensamientos profundos y nerviosos; comparaciones abundantes, vivas y bellísimas; una dicción poética llena de frases notables por su novedad y atrevimiento; una versificación fácil, agradable donde quiera, no pocas veces alta y pomposa, según los objetos lo requieren; y todo escrito con tal confianza y osadía, con un aire tal de libertad y desahogo, que el poeta parece que juega con las dificultades de su arte sin conocerlas, como su héroe se burla de los peligros, y sin aprensión ni recelo acomete burlando las empresas más arduas, arrollando todo cuanto le sale al encuentro en su camino.

Tales son las riquezas poéticas con que el ingenio del autor supo dotar a su Bernardo: veamos ahora con la misma imparcialidad los yerros con que pudo deslucirlas. El principal es la difusión monstruosa y la prolijidad con que, dando rienda a su imaginación inventiva, amontona episodios sobre episodios, que, cruzándose y confundiéndose entre sí, forman un laberinto sin salida, donde el autor se pierde miserablemente y el lector se aburre y deja caer el libro de la mano, sin deseo de volverle a tomar otra vez, por no volverse a fatigar en balde. Otro grave yerro es que muchos de los personajes que llenan el campo de estos episodios, desaparecen sin que se sepa en qué paran, ni vengan a manifestarse a la conclusión del poema, como parecía necesario, atendida la importancia que el autor les ha dado en la composición de su fábula. Tal sucede con Arcangélica, con Ferragut, con Orimandro: figuras casi de primer término en el cuadro, y que, por lo mismo que son tan interesantes a veces, no debiera finalizarse el poema sin que su suerte quedase convenientemente determinada.

Valbuena, adoptando el sistema poético en que estaban escritas las epopeyas caballerescas, de cuyas fábulas y personajes quiso hacer uso en la suya, creyó en su juvenil confianza que podía seguir felizmente las huellas de su antecesor Ariosto, de cuya fábula viene a ser una continuación el Bernardo. Con algún mayor esmero y diligencia no le hubiera esto sido difícil en la parte alta y noble de la poesía, principalmente en la descriptiva, para la cual tenía talentos no muy inferiores a los de aquel gran poeta, y superiores sin disputa a los de cualquiera otro de nuestros escritores48. Pero faltábale la capacidad necesaria para entretejer artificiosamente el sinnúmero de hilos que hizo entrar en su disforme composición, y darles la unidad y sencillez que supo Ariosto dar a los suyos en la conclusión de su poema. Carecía también nuestro autor de la gracia y donaire con que el poeta italiano sabía animar los personajes y escenas cómicas de la vida: por manera que cuando quiero Valbuena imitarle en esta parte, no sólo es frío e insulso, sino hasta trivial y chabacano.

Añádase el poco juicio con que están distribuidos los grandes adornos de la alta poesía, la muchedumbre da las descripciones, la prodigalidad con que se ven empleados por todas partes, a la manera oriental, el oro, las perlas, los diamantes, los rubíes; la declamación, en fin, que no pocas veces interrumpe el tono genuino y candoroso que es genial al escritor, y destruye el nervio y la energía a que de cuando en cuando alcanza. No hay duda que tenía gran talento para dar colores poéticos a las descripciones geográficas; pero abusa de él como de todo, y cansen, por ser tantas, en las revistas de los ejércitos y en el viaje aéreo de Malgesí y Orimandro, que tan importunamente ocupan gran parte del poema. Ofenden los desatinos de vieja delirante que alguna vez se permite, la trivialidad de muchas máximas y sentencias, a que sola la inexperiencia de su juventud podía dar importancia; las bajezas en que incurre por falta de esmero y elegancia, aún en los pasajes más altos y nobles; y los equívocos, en fin, y conceptos insulsos y fríos con que, aunque rara vez, salpica su dicción y no pueden consentirse en tan grave poesía. Los versos mismos, que tanto cuidado tuvo en que saliesen llenos y sonoros, suelen, por las muchas dicciones de que se componen, declinar, a pesar de las sinalefas, en ásperos y duros, a menos que se pronuncien con un artificio particular, que tal vez Valbuena poseería.

A estas diversas fuentes de desacierto pueden reducirse los defectos del Bernardo. Son muchos a la verdad y bien grandes; y la crítica, cuando se arma de rigor y de inflexibilidad, tiene poco que hacer en hallarlos donde quiera y señalarlos a la reprobación y a la censura: quizá ningún otro poeta castellano da tanta margen para ello, mas también quizá otro ninguno ofrece tantas ocasiones de alabar y de admirar. Los primores, las bellezas están mezcladas en él con los borrones y el desaliño, a la manera que aún en la mina más preciosa el oro está ligado con las tierras y escorias que le deslustran y le afean. Pero no hay duda que hay oro en gran cantidad y de elevados quilates; y el libro no por ser tan defectuoso deja de ser un riquísimo minero de invenciones de fantasía admirables, de dicción poética y de versificación. El raudal poético de Valbuena no es a la verdad ni trasparente ni puro, pero siempre es fácil, abundante, impetuoso; los primores que puede dar de sí el instinto están prodigados en él a maravilla. Dañó sin duda a su perfección la extensión misma del poema: ¿cómo es posible escribir cinco mil octavas con concierto y buen gusto? Sintamos que el autor, entregado después de componerle a las atenciones y estudios de teólogo y prelado, no pudiese ponerse de propósito a limpiarle de los defectos esenciales de composición que hay en él, más graves aún que los de ejecución. En el juicioso prólogo que le puso delante cuando le dio a luz da a entender bien claro cuáles eran las justas proporciones y la distribución que debía darse a la fábula que había construido. Ya entonces no era tiempo de empezar de nuevo la tarea; pero sin gran trabajo de su parte podía haber mejorado mucho el libro, metiendo el hacha por aquella selva inmensa de aventuras y de octavas, para talar sin piedad su mortífera exuberancia, y abrir así al lector cómodas sendas en tan impenetrable espesura. No lo hizo así, y su gloria pierde en ello, sucediéndole lo que a tantos otros escritores, de quienes, se ha dicho que veían el punto de perfección a que debían tocar, y por debilidad o por negligencia no acertaban a llegar a él. Valbuena lo confesaba de sí mismo, cuando con tanto entusiasmo como laudable desconfianza decía:


A alcanzar con mi pluma adonde quiero,
Fuera Homero el segundo, yo el primero.

Después de hablar del Bernardo, en quien se terminan los extractos épicos que nos propusimos publicar, no hay para qué tratar de otros poemas escritos entonces y después. Uno sólo a primera vista podría merecer excepción, celebrado como un modelo por la adulación de sus contemporáneos, que atendieron más a la alta clase del autor que al mérito de la obra. Éste es la Nápoles recuperada, del príncipe de Esquilache, que por la facilidad de su ingenio y mayor destreza en versificar, podía dar alguna más amenidad y gusto de verdadera poesía a su composición, que otros escritores menos ejercitados a las suyas. Preciábase él de haber seguido todas las reglas del arte, como si las reglas del arte pudiesen criar vida donde no la hay ni dar alas a quien no las tiene. Olvidóse por cierto de la primera y más esencial, que es la de consultar sus fuerzas y asegurarse de si había nacido para poeta épico o no. Podía el Príncipe dar gracia a bagatelas, discretear en romances, juguetear en endechas y en letrillas, pero;


...Sectantem levia nervi,
Deficiunt animique;

desnudo de la fuerza, de la gravedad y del poder de fantasía que pide la poesía heroica, el autor de la Nápoles recuperada no hizo más que abortar un poema pobre de invención, amanerado en el estilo, empalagoso en los versos. Apenas se han leído de él seis octavas, cuando su lectura se hace insufrible, por el fastidio que causan aquellas antítesis acompasadas de que todo él está compuesto, aquella cadencia siempre simétrica y monótona. No puede pues esta obra tener otra suerte que la que han tenido las Navas de Tolosa y los otros dos poemas de Cristóbal de Mesa; el Pelayo, de Alfonso López, dicho el Pinciano; la Mejicana, de Gabriel Laso; la Numantina, de Francisco de Mosquera; el Macabeo, de Silveira; el Alfonso y Nuevo mundo, de Botello; la Hernandia, de Ruíz de León. Todos ellos y los demás de su laya pueden figurar en buen hora entre los artículos de una bibliografía, mas no entre los monumentos del arte: pocos son los que no conozcan sus títulos, pero apenas hay quien los lea, y menos aún quien los estime. Queden pues en el descanso en que yacen, y no nos empeñemos en levantarlos de allí, y darles por cualquiera título algún interés en la atención de los lectores. Nuestros esfuerzos serían en balde; porque por su propio peso volverían irremediablemente a caer en el mar de olvido donde su nulidad los tiene anegados.