Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
Indice Siguiente


ArribaAbajo

Fábulas mitológicas


Luis Barahona de Soto




ArribaAbajo

Introducción. Las fábulas mitológicas de Luis Barahona de Soto

En el conocido elogio cervantino de Barahona de Soto, situado en las líneas finales del capítulo VI de la primera parte del Quijote, Cervantes se refiere de forma muy positiva a las traducciones ovidianas realizadas por el escritor lucentino. «Fue felicísimo en la traducción de algunas fábulas de Ovidio»1, escribe. Si miramos el sentido habitual del término traducción, como versión más o menos literal de un texto, y el resultado que nos ofrece Barahona en sus fábulas mitológicas encontramos un notable desajuste, porque el poeta no «traduce» unos fragmentos de las Metamorfosis, que incluyen dos historias de amor, sino que introduce, a manera de ejemplo, y adapta consecutivamente un relato mitológico dentro de su propia experiencia amorosa. Que las intercadencias del amor que expresan estos poemas sean producto de una realidad personal o, lo que es más seguro, procedan de una simple convención literaria, en la línea de la corriente petrarquista, es algo que la crítica actual no está en condiciones de dilucidar o penetrar con alguna seguridad. En consecuencia, aceptemos la expresión literaria del amor como propia de un texto artístico que, a la manera de un bifronte Jano, mira hacia dos direcciones en el caso presente: por una parte, la situación del poeta desdeñado por su amada y, por otra, la historia clásica que le sirve como recurso expresivo, referido a su estado sentimental específico, y, como se deja ver en diversos lugares del poema, también como elemento de convicción, para que pueda ser de alguna utilidad en la modificación de la actitud de la amada cruel. Todo ello, en fin, no pasa de ser un recurso literario en la línea de la corriente amorosa cortesana y petrarquista, de la que son deudores no sólo Barahona, sino la mayoría de los poetas españoles del Siglo de Oro.


ArribaAbajo

La presencia del poeta latino Ovidio en la cultura española del Siglo de Oro

Pero la base de estos poemas es indudablemente de estirpe ovidiana, como señaló Cervantes, por lo que parece adecuado recordar algunas ideas generales acerca de este poeta latino en nuestra cultura. Ovidio y las historias mitológicas de los dioses grecorromanos son una constante en el occidente europeo y también en España, mucho antes de la llegada del Renacimiento y su vuelta a la antigüedad, bien en forma de moralidades (los Ovidios moralizados, que se refieren habitualmente a las Metamorfosis), bien como adornos retóricos o modelos ejemplares. Claro que su huella se percibe no sólo en los textos de índole literaria, sino en multitud de obras artísticas, de tal manera que es preciso conocer la narración ovidiana originaria para una interpretación correcta de determinadas realizaciones escultóricas o pictóricas. Así, por recordar un caso bien conocido y mal comprendido en alguna ocasión, el cuadro de Velázquez titulado Las hilanderas, que nos parece el interior de un taller de hilado, está basado en una historia mitológica ovidiana, la fábula de Aracne y Minerva, en la que la primera, experta tejedora, es castigada por la diosa por querer competir con ella; además, el tapiz que sirve de fondo a la composición central no tiene el sentido religioso cristiano (aparentemente alusivo a la Virgen María) que a primera vista pudiera parecer, sino que se refiere a otro asunto de la misma índole mítica, Minerva armada y Aracne, y más al fondo todavía aparece el rapto de Europa por obra de Júpiter disfrazado de toro2 («el mentido robador de Europa»3, que recordaría Góngora al principio de las Soledades). Otros ejemplos velazqueños inciden en la misma línea mitológica, como Los borrachos, que es una representación del dios Baco coronando a los aficionados al vino; La fragua de Vulcano, que presenta el interior de una herrería donde están forjando una pieza de armadura; por lo que respecta a la cara de extrañeza o asombro de los herreros, entre ellos Vulcano, se puede señalar que no procede únicamente de la presencia majestuosa del dios Apolo, sino del relato que está haciéndoles acerca de la infidelidad de Venus, esposa del herrero Vulcano, con el dios Marte, para el que parece confeccionarse la armadura, o el lienzo titulado Mercurio y Argos, en el que vemos a un hombre dormido y a otro, tocado con sombrero, que parece deslizarse de su lado armado con una espada, mientras detrás aparece un buey o una vaca, pero cuya interpretación resulta incompleta o errada si no conocemos el relato mitológico que lo inspira: la transformación de la ninfa en vaca, obra del enamorado Júpiter, para así ocultarla a su esposa Juno, la cual se la pide para sí y la confía a Argos, que tiene cien ojos y nunca duerme; Argos sólo se rinde al sueño ante las historias que le cuenta Mercurio, el mensajero de los dioses (o debido a la música de su flauta, como se ve en el cuadro); este personaje que tiene aquí alas en el sombrero, va a matar al dormido Argos con su espada, momento que representa la pintura, para robarle la vaca. Como puede comprobarse, en casi todos los ejemplos mencionados se produce un acercamiento de las figuras mitológicas a la realidad en la que vivía inmerso el mismo pintor; hay una adaptación del episodio mítico a las costumbres de la época, de la misma manera que hace Barahona en sus composiciones poéticas, a las que incorpora elementos de su propia experiencia, que pueden parecer adornos retóricos añadidos la fábula originaria, pero que en el fondo la hacen más comprensible y cercana al lector. Esas adaptaciones de temas mitológicos y antiguos a la manera hispánica, es decir, a las formas y al comportamiento español de la época, son igualmente visibles en otras manifestaciones áureas, como el teatro, aunque su empleo molestaba a los puristas, pero era habitual, por ejemplo, en la comedia de Lope de Vega y sus seguidores, en la que era frecuente sacar «calzas atacadas un romano»4.

Muchas otras figuras del arte pictórico se interesaron por la representación mitológica, no sólo en los períodos clásicos de nuestra cultura, sino prácticamente en todos los momentos de producción pictórica, con copiosas aportaciones, de las que son buena muestra, por ejemplo, las sugerentes creaciones de Gustave Moreau, ya en el último tercio del siglo XIX, que tienen su correlato en diversas composiciones poéticas del simbolismo francés o del modernismo hispánico, con Rubén Darío a la cabeza. Con algunas intermitencias, el recurso literario y artístico al mito grecolatino se constata en casi todas las épocas y aún perdura, aunque de manera esporádica, en la actualidad5. Pero volvamos a Ovidio y centrémonos en su presencia en el mundo hispánico del período áureo, especialmente en su vertiente literaria.

Sobre la influencia de Ovidio en la Edad Media y el Renacimiento español existe ya un libro clásico6, pero obviamente anticuado y poco aportador en lo que se refiere a los períodos renacentista y manierista. Otros estudios más abarcadores y extensos7 omiten igualmente el rastro que perseguimos en la poesía del siglo XVI, aunque María Rosa Lida puntualizó en su momento, entre otras cuestiones, la creciente importancia del clásico latino y el gran número de traducciones que tuvieron las Metamorfosis en la España de la época señalada8.

Con todo, creemos que uno de los focos más importantes de cultivo de la fábula mitológica se sitúa entre los poetas del círculo granadino, en la segunda mitad del siglo XVI, donde encontramos una gran actividad lírica centrada en torno a Gregorio Silvestre y a otros poetas que gozaron de su amistad. En Granada aparece la primera edición, póstuma, de la recopilación de las obras de Silvestre, al cuidado de Pedro Cáceres y Espinosa y otros amigos, entre los que figura Barahona, del que se insertan algunas composiciones en el cuerpo de la edición. De estas obras, cuya primera edición en 1582, sin duda conoció el poeta lucentino, interesa resaltar dos cuestiones que van a incidir de alguna manera en la creación de las fábulas mitológicas que editamos luego; en primer lugar, la conocida oposición de Gregorio Silvestre a las innovaciones métricas italianizantes que habían llevado a cabo Boscán y Garcilaso, por lo que el verso empleado en las composiciones de este tipo, tanto por parte de Silvestre como de Barahona, es de base octosilábica, formando estrofas de diez versos, las llamadas coplas reales, también denominadas quintillas dobles; en segundo lugar, las referencias a diversas fábulas que habían compuesto determinados poetas, dentro de cuya línea se inscribe la aportación de Barahona.

Por lo que respecta a la primera cuestión, tenemos la noticia que transmite Cáceres Espinosa, en el inicial «Discurso breve sobre la vida y costumbres de Gregorio Silvestre, necesario para el entendimiento de sus obras», de su reserva y rechazo de las obras italianizantes, aunque luego se convirtió a esta tendencia y la cultivó con éxito. Cáceres escribe: «y así imitando a Cristóbal de Castillejo, dijo mal de ellas [de las obras de compostura italiana] en su audiencia; pero después con el discurso del tiempo, viendo que ya se celebraban tanto los sonetos y tercetos y octavas, que fueron los ritmos o versos que más pronto aprendieron los españoles se dio también a ellas y compuso muchas cosas digna de loa. Y si viviera más tiempo, fuera tan ilustre en la poesía italiana como lo fue en la española»9. En el mismo sentido, hay referencias negativas a la poesía de influjo italiano en algunas composiciones de Silvestre, como se manifiesta en la titulada «La visita de Amor», a la que pertenecen estos versos:



Unas coplas muy cansadas,
con muchos pies arrastrando,
a lo toscano imitadas
entró un amador cantando
enojosas y pesadas.
Cada pie con diez corcovas
y de peso doce arrobas,
trobadas al tiempo viejo;
Dios perdone a Castillejo
que bien habló destas trobas.

Dijo Amor: «¿Dónde se aprende
este metro tan prolijo
que a las orejas ofende.
Por estas coplas se dijo
algarabía de allende.
El sujeto frío y duro
y el estilo tan obscuro
que la dama en quien se emplea
duda, por sabia que sea,
si es requiebro o es conjuro.

Ved si la invención es basta,
pues Garcilaso y Boscán
la pluma puesta por asta
cada uno es un Roldán
y con todo no le basta.
Yo no alcanzo cual engaño
te hizo para tu daño
con locura y desvarío
meter en mi señorío
moneda de reino extraño».

Con dueñas y con doncellas
dijo Venus: «¿Qué pretende
quien les dice sus querellas
en lenguaje que no entiende
él, ni yo, ni vos, ni ellas?».
Sentenció al que tal hiciere
que la dama por quien muere
lo tengo por cascabel,
y que haga burla dél
y de cuanto le escribiere10.



En consecuencia, el metro de carácter tradicional que se ofrece tanto en algunas fábulas de Gregorio Silvestre (Dafne y Apolo, Píramo y Tisbe)11, como en las dos conservadas de Barahona de Soto, puede estar motivado por este rechazo inicial de Silvestre al empleo de la métrica italianizante, que luego se impone en la mayoría de las fábulas mitológicas en verso y que da origen a ejemplos tan significativos como la Fábula de Polifemo y Galatea, de Góngora. Pero además de la estrofa, el sentido de determinados elementos de la composición pudo tomarlo Barahona también de Silvestre, como se percibe comparando las fábulas indicadas, análisis que no podemos realizar aquí en este momento, pero cuyas afinidades son visibles, por ejemplo, en el comienzo de los poemas respectivos. Así comienza la Fábula de Dafnes y Apolo, de Silvestre:



   De Febo, el pecho atrevido,
de Dafnes, la perdición,
la venganza de Cupido:
uno y otro corazón
disformemente perdido.
El duro aborrecimiento
de Dafnes, en el correr,
y de Apolo el seguimiento
se representan a ser
desta historia el argumento.

   Tú, ninfa, en quien yo contemplo,
recibe aquesta labor
que se dedica a tu templo
de mi firmeza y amor
y de tu crueldad ejemplo.
Socórreme, que peleo
con aquesta breve suma,
que, si tú me ayudas, creo
que podrá volar la pluma
por donde vuela el deseo12.



He aquí igualmente las dos primeras estrofas de la Fábula de Vertumno y Pomona, de Barahona:




I

   La extraña fuerza de amor,
de la belleza los daños
y el peligro no menor,
y de los cansados años
la sutileza y primor,
cantará la musa mía,
si vos, que le dais aliento
y valor en tal porfía
le dierdes oído atento,
que será darle osadía.


II

   Aquí, señora, veréis
una condición esquiva,
casi tal cual la tenéis,
y un hablar que a otros derriba,
de que vos os defendéis.
Quizá no os seré importuno,
pues Amor por mí razona,
y quizá habrá tiempo alguno
en que imitéis a Pomona,
como yo siempre a Vertuno13.



Por lo que respecta al cultivo de las fábulas mitológicas en el círculo granadino de Gregorio Silvestre, tenemos el testimonio de Pedro Cáceres, que traza una especie de esquema de la introducción en España de este tipo de poema: «Paresce que de propósito tomaron los poetas de nuestro tiempo los argumentos de las fábulas antiguas y quisieron aventajarse a los griegos y latinos en el estilo y conceptos. El primero que se atrevió a esto en España fue Boscán, en la fábula de Leandro y Hero, que también en esta sazón fue compuesta en toscano por Bernardo Tasso y ambos la hicieron en verso suelto, aunque el otro quiso guardar un orden de consonantes poco dichosa. Después don Diego Hurtado de Mendoza hizo lo mismo con la de Adonis, presumiendo (según yo le oí decir) aventajarse a Ovidio y a Teócrito y Menandro, que la habían escripto antes. Cristóbal de Castillejo tradujo al pie de la letra la de Píramo y Tisbe, de Ovidio, sin presumir aventajársele con aquel estilo llano con que él suele proceder en sus obras. Silvestre le excedió en conceptos y estilo, escribiendo la misma, como se verá en ella, en la misma compostura española. Montemayor siguió tras ellos y la hizo de suerte que no merece ser contado por el menos bueno. Antonio de Villegas quiso en tercetos llevar el mismo intento y no le sucedió bien, quizá por ir siempre forzado en aquella suerte de poesía. Después hizo Silvestre la fábula de Dafne y Apolo con harto aplauso de España, y diole más honra haber intentado el licenciado Alonso Pérez en la segunda Diana, el mesmo deseo y salir mal con él»14.

Algún tiempo después, hacia 1587 (el texto de Cáceres se publica en las obras de Silvestre de 1582), vuelve a destacarse el cultivo que adquiere la fábula mitológica en el ambiente literario que frecuenta Barahona, según las noticias que transmite Agustín de Tejada, en sus Discursos históricos de Antequera, que parece deudor parcial de la exposición de Cáceres citada: «y esta fábula [se refiere a la de Vertumno] la tenía [él, Tejada] compuesta en verso como Boscán la de Ero y Leandro, y Silvestre la de Narciso y Dafnes, y Montemayor y Castillejo la de Píramo y Tisbe, y don Diego de Mendoza la de Venus y Adonis, y el licenciado Soto la de Anteón [sic], y esta propria de Vertuno con estilo tan elegante, que lo tengo por insuperable, y fue atrevimiento entrar yo donde tal ingenio ha puesto la mano; y Francisco de Tejada, mi padre, la de Troco y Salmaces, que a ninguna destas es inferior, lo cual todos hicieron por aventajarse en ellas a Ovidio»15.

No vamos a insistir en este aspecto, porque ya existe algún estudio monumental sobre la cuestión16 y a él remitimos para ver el desarrollo del género. Tratemos ahora, con algún detenimiento, de las aportaciones de Barahona al panorama de las fábulas mitológicas ovidianas, que se han concretado en dos poemas, quizás los únicos que compuso, de acuerdo con el contexto literario en el que se desenvolvía, en el que no es frecuente una colección muy extensa de estas composiciones, al contrario de lo que ocurrirá más tarde en algunos poetas del Barroco.

Por otra parte, Barahona parece haber sido un buen lector de Ovidio, así como de otros muchos clásicos y poetas italianos, tal como se desprende del inventario de su biblioteca, en la que figuran al menos tres ejemplares del escritor latino (los registrados con los números 24, 37 y 141)17, además de algún otro de tema mitológico, como el número 379, «De las varias cosas de los dioses»18, que pudiera ser una referencia al De genealogia deorum gentilium, de Boccaccio, o a cualquier otro tratado clásico de mitología.




ArribaAbajo

Las fábulas mitológicas de Barahona19: Vertumno y Pomona

Ovidio introduce el episodio de Vertumno y Pomona en un contexto claramente romano, ya casi al final del libro XIV de las Metamorfosis. Al hablar de la descendencia de Eneas, de los gobernantes que le suceden y que vienen a conformar la genealogía de los reyes latinos, incluye las referencias a Pomona, que vivió bajo el reinado de uno de estos reyes llamado Proca.

Pomona se presenta como una especie de hamadríade latina, cultivadora de los huertos y de los jardines. No se siente atraída por la naturaleza salvaje, sino por los campos cultivados, de tal manera que sus labores son específicas de la agricultura: la siega, la poda, los injertos, el riego de las plantas. Tampoco siente ningún deseo de amor. Y así se recluye dentro de sus vergeles y evita el contacto con los hombres y las divinidades menores masculinas. Sin embargo, éstas sienten una gran atracción por ella y así se ve continuamente asediada por los sátiros, los panes, los silvanos, el dios Sileno y el dios Príapo, armado éste de su hoz y de su falo. Todo en vano. El dios Vertumno, que pertenece al mismo ámbito de divinidades menores campestres y pastoriles, no obtiene mejores resultados, aunque su constancia es mayor que la de los demás diosecillos. De tal manera que, para acercarse a Pomona, congraciarse con ella y conquistarla, se transforma o se disfraza de personajes campesinos, que de alguna manera pueden serle gratos; unas veces es un segador, que le ofrece espigas en un cesto; otras es un gañán que lleva en su mano la aguijada, otras parece un podador, un escardador, un recolector de fruta. En alguna ocasión fue un soldado, en alguna otra un pescador, todo para conseguir admirar su belleza de cerca.

Incluso se transforma en una vieja encorvada por el peso de los años: se tiñe las sienes con canas, se apoya en un bastón y se adorna la cabeza con una cofia. Así disfrazado Vertumno penetra en los jardines de Pomona. Cuando la encuentra alaba sus cultivos y la besa con tal ímpetu que sus besos no son propios de una vieja, dice Ovidio. Se sienta y observa los árboles curvados por el peso de la fruta; es el otoño y admira especialmente el espectáculo que le ofrece un olmo en el que hay entrelazada una parra que presenta vistosos racimos. Comenta, al respecto, la oportunidad del entrelazamiento de esos árboles, que se complementan, puesto que el olmo sirve de soporte a la parra y ésta da su fruto descansando en el árbol. No de otra manera deben hacer el hombre y la mujer, y la vieja le dice que debe seguir el ejemplo de la naturaleza y casarse. Le habla de los muchos pretendientes que tendría, si quisiera ser más benévola con los hombres, pero le indica que Vertumno es el más adecuado para ser su compañero de lecho. La vieja señala que lo conoce bien, le describe algunas de sus virtudes y le habla de su fidelidad. Además añade que es hermoso y que sabe transformarse en cualquier cosa para agradarla. Y no desea ni los frutos ni las hierbas de su huerto, sino solamente a la esquiva hortelana. Le ruega finalmente que no sea dura, que puede ser castigada por la diosa Venus y también por Némesis. Para acabar de convencerla, le cuenta la historia trágica de Ifis y Anajárete.

Ifis es un joven pobre que se enamora ardientemente de la noble Anajárete e intenta por todos los medios obtener una respuesta positiva de la dama; le escribe poemas y adorna sus ventanas con coronas de flores regadas con sus lágrimas. Pero Anajárete permanece sorda a sus ruegos, lo desprecia, se burla de él y le quita la esperanza. Ifis no puede soportar tanto desprecio y ante su puerta declara que su amada ha vencido y manifiesta su voluntad de morir por amor, al mismo tiempo que invoca a los dioses para que su memoria no se apague nunca. Finalmente se ahorca con uno de los lazos de las guirnaldas de flores con que solía adornar la puerta de Anajárete. El cuerpo de Ifis golpea contra la puerta, en su agonía, y los criados descubren el desgraciado suicidio. Lo llevan a su madre que lo acoge en su regazo y abraza los helados miembros del joven enamorado. Luego ordena el entierro. Precisamente el cortejo fúnebre tiene que pasar por la casa de la desdeñosa, que lo contempla desde las amplias ventanas del piso alto. Sin embargo, en cuanto ve el cadáver de Ifis, se le quedan rígidos los ojos, la sangre deja de circular por sus venas y se queda fija, sin poder girar ni moverse, convertida en una piedra tan dura como ya lo estaba su corazón. Es, por último, una estatua que se conserva en Salamina.

La vieja (es decir, Vertumno) le pide a Pomona que no actúe de la misma forma que lo hizo la dama de su historia, porque puede recibir el mismo castigo. A continuación el dios se deja ver en su verdadera hermosura, se quita el disfraz de vieja e incluso está dispuesto a forzarla. Pero la ninfa también se siente cautivada por Vertumno y resulta herida por el mismo amor que mueve al pretendiente.

Hasta aquí el texto ovidiano20 sobre estos enamorados felices, que regresa a continuación al hilo de la historia base, los orígenes de Roma, y trata de forma pasajera de Rómulo y de la fundación de la ciudad.

El relato latino de Vertumno y Pomona ofrece un marcado aire cómico en diversos pasajes, aunque está contrastado con la trágica historia de Ifis y Anajárete21. Es una narración con final feliz, una de las escasas que terminan bien en la recopilación ovidiana, que no se remonta a ningún mito griego, sino que parece referida a divinidades propias de la cultura latina, en un ambiente casi urbano, de campo cultivado, cercano a la ciudad, en el que hay huertos y tapias cerradas con puertas, árboles frutales y naturaleza domesticada. Los protagonistas no son tampoco grandes divinidades, sino más bien amables diosecillos autóctonos, mezclados con semidioses pastoriles y agrestes, en un ambiente adornado con variadas notas costumbristas que bien pudo tomarlas Ovidio de su entorno inmediato.

No es tampoco un episodio especialmente metamórfico, salvo las transformaciones del personaje masculino, y no ha tenido apenas cultivadores en lo que conocemos de las huellas que pudo dejar en nuestra literatura. No ocurre así con la historia de Ifis y Anajárete, que retoma, por ejemplo, Garcilaso de la Vega, en su famosa Canción V (Ode ad florem Gnidi)22, escrita para su amigo Mario Galeota y motivada por el rechazo de la hermosa napolitana Violante Sanseverino, la Flor de Gnido, que vivía en el barrio napolitano de ese nombre. El poema es conocido especialmente por haber dado nombre a la combinación estrófica de endecasílabos y heptasílabos llamada lira, cuyo nombre aparece en el primer verso («Si de mi baja lira») y que tuvo tanto rendimiento en la lírica española del Renacimiento y el Barroco.

Barahona no se refiere al caso de Anajárete y de Ifis en su poema, omite el fragmento ovidiano correspondiente y se limita a adaptar a su situación amorosa personal la historia de Vertumno y Pomona, siendo, como hemos indicado, uno de los escasos autores que trata este tema en el Siglo de Oro, junto con Martín Rodríguez de Ledesma, Marqués de Palacios, y Agustín de Tejada Páez, cuyas aportaciones parecen haberse perdido.

La versión de la fábula de Vertumno y Pomona, bastante estragada en algunos lugares del texto y, quizás debido a ello, con varios problemas de interpretación, recoge en 59 estrofas (590 versos octosílabos) lo esencial de la historia ovidiana señalada. Las tres primeras estrofas están dirigidas a la amada desdeñosa y esquiva y el ejemplo mitológico pretende ser un relato con el que quizás el amante consiga vencer su actitud, de la misma manera que lo hizo en su momento el dios Vertumno con respecto a Pomona. En el comienzo del poema encontramos un rasgo habitual en la poesía épica culta: la proposición, es decir, la indicación de los temas fundamentales de su composición (la fuerza del amor, los daños que provoca la belleza, la sutileza de los viejos), aunque ahora, en lugar de invocar a la musa para que dé fuerzas al poeta, como suele hacerse en el tipo de poesía antes mencionado, Barahona se refiere a su dama, que le presta valor y aliento en la porfía de cantar estos amores. Entendemos que los tres elementos señalados se cumplen luego a lo largo del poema, puesto que en él se habla de la fuerza del amor que siente Vertumno por Pomona, de la belleza de esta ninfa que provoca una peligrosa e invencible atracción en todos los que la conocen, así como de la primorosa sutileza de la que se vale el enamorado, transformado en vieja (en lo que parece aludir a «los cansados años») para modificar la conducta de la ninfa y conseguir que se entregue por último al enamorado. No vuelve a hacerse al final referencia a la situación amorosa del poeta, como era de esperar, para enlazar con la situación expuesta al principio, pero en el poema hay algún momento en que se dirige otra vez de manera directa a la bella esquiva (estrofa 22: «bien, señora, como cuando / os vide alguna vez yo»), y en la voz consejera de la vieja (es decir, de Vertumno) se encuentran los mismos argumentos de convicción e idénticas reflexiones generales que pudiera expresar el yo personal del enamorado, claramente identificado con el pretendiente mitológico.

En este sentido creemos que la fábula ofrece una estructura claramente manierista, en el mismo sentido que emplea Emilio Orozco al referirse a diversos sonetos gongorinos en un conocido estudio23, puesto que encontramos a lo largo del texto una marcada ocultación del tema fundamental amoroso referido al poeta y una historia mitológica muy visible y más bien objetiva, en el fondo aplicada a la real o fingida situación amorosa personal, sólo explícita al principio y en algún otro lugar de la composición. Además Barahona adapta el ambiente mitológico romano a su propio entorno, mediante algunas pinceladas de color local (la gabana o traje campesino, los membrillos y sus cualidades curativas)24 o recurriendo a elementos de la tradición clásica, ajenos por lo general al texto ovidiano, como la llamada al goce en la juventud (en visible adaptación de Ausonio), o la argumentación de la vieja, que recuerda un tanto a las palabras de Celestina cuando quiere convencer a Melibea, así como las referencias finales, en las que parece apreciarse cierto tono erótico en esa mención de la lanza, traída también a colación con motivo de una frase proverbial.

El relato mitológico sigue el desarrollo general del texto ovidiano. Nos habla de la dedicación a la agricultura de la esquiva ninfa, ajena a otras actividades como la caza y la pesca, o las simples relaciones con los demás. Su pasión se concreta en la poda y los injertos, la siembra de legumbres olorosas, el riego de los árboles, en tanto que no siente atracción por ningún tipo de montería o caza. Los hermosos árboles, las flores y las frutas son su único contento, sin que se le pasaran por la cabeza los deleites del amor. Sin embargo, los faunos, los silvanos, los pastores, los mismos dioses, se sintieron atraídos en vano por ella. El viejo Silvano no obtuvo ningún resultado en sus demandas, y calla y sufre el desengaño. Vertumno es uno más de los que están heridos por el amor de Pomona, y su desasosiego se traduce en múltiples intentos de acercamiento a la ninfa, empleando para ello múltiples disfraces, arte en el que es maestro el enamorado. Así unas veces es un segador armado con su hoz, un gañán que regresa de la arada, un podador de vides, un recolector de frutos, un guerrero, un pescador, un cazador, un vaquero. Como todo resulta en vano, recurre a su habilidad para transformarse y se finge una vieja, llena de canas, encorvada, flaca, apoyada en su nudoso bordón, que penetra en la huerta de Pomona y la da unos besos que no parecen de vieja.

El parlamento de la vieja ocupa la mayor parte de las estrofas. Como otra Celestina rechaza la vejez fastidiosa y recuerda el dulce tiempo pasado en el que era joven y rechazó algunos pretendientes. Ahora sólo le queda dar consejo a los jóvenes para que no sigan su mal ejemplo, sino que sepan aprovechar los placeres de la juventud. La excusa para entrar en el huerto ha sido buscar una hierba que le pueda devolver el color del rostro. Al mismo tiempo, la visión de Pomona le ha hecho recordar a una hija que perdió hace algún tiempo y se deshace en lágrimas y sollozos. A continuación parte un membrillo en trozos y le indica a la joven que es un remedio bueno para la cabeza, para el estómago y los dientes, y que igualmente es un fruto oloroso y sano, refiriendo que el origen de la fruta procede de una antigua dama piadosa que murió accidentalmente y a la Venus transformó en ese fruto. Recuerda que también se transformó en laurel otra doncella, Dafne, pero que fue por desamorada y por cruel, por lo que el árbol en que se cambia no produce ningún fruto. Vuelve a acordarse de nuevo de su hija muerta y la previene de que no se comporte de forma dura con sus enamorados, para que no lamente, como ella hace ahora, el haber sido desdeñosa con alguno en su juventud. Lamenta finalmente el tiempo pasado y perdido en vano, recurriendo para ello a una hermosa paráfrasis de los versos de Ausonio dedicados al carpe diem: coged el placer fugitivo antes que el tiempo os lo robe, manifiesta.

Todas las cosas tienen su objetivo en la naturaleza: el rocío da fuerza a las plantas, las plantas sirven para alimentar los animales, éstos se reproducen siguiendo un orden naturalmente fijado. También la mujer debe convencerse de que su belleza no es para su propio disfrute, sino para los demás, y todo esto debe realizarse antes de que llegue el invierno de su vida, cuando el verano tierno está produciendo los frutos en sazón. No hay, además, que perder la ocasión de dedicarse al amor, que luego no vuelve. Esgrime además el argumento de la perpetuación de la especie y al respecto comenta que no se debe destruir la felicidad de los que van a nacer. El poema adquiere tonos garcilasianos con referencias a los lirios y a las azucenas de la juventud, al oro de los cabellos que se trocará inevitablemente en plata. La vieja recuerda que en el pasado fue amiga del dios Silvano, pero que ahora, perdido el lustre y la hermosura, no hay nadie que le diga siquiera: «Perra, ¿qué haces ahí?». Y entonces era Silvano tan hermoso como ahora lo es Vertumno, del que hace una vibrante alabanza, tanto por sus riquezas, su constancia amorosa que le ha hecho disfrazarse de numerosos personajes, su habilidad y fuerza en el juego, sus dotes musicales. Trae a colación a otras damas que consintieron en la sabrosa sujeción, como Helena de Troya, Hipodamia o Atalanta, o la misma Venus, enamorada de Anquises.

Le advierte una vez más que la hermosura se consume, que no hay que dejar pasar el tiempo inútilmente. Los mismos árboles se apoyan recíprocamente, como sucede con el olmo, que sostiene a la parra para que sus racimos no arrastren por el suelo, y de esa manera él mismo parece hermoso y tiene una función que cumplir. Así que le insta a no ser desagradecida y a ceder al tálamo conyugal, del que saldrá numerosa progenie.

Pomona no responde al parlamento de la vieja; tiene el corazón enternecido de amor y el rostro encendido, señales que el amador considera propicias. Por lo tanto, la supuesta vieja se transforma en un dios tan hermoso que incluso vence en belleza a la propia ninfa. Ella, melindrosa, simula desmayarse y él, aprovechando la buena ocasión, demuestra en la amorosa danza que además de saber convencer con apropiadas razones también es un buen amante. El final resulta un tanto ambiguo y proclive a alguna, quizás aventurada25, interpretación erótica.




ArribaAbajo

La fábula de Acteón

La historia mitológica del cazador Acteón es mucho más conocida que la de Vertumno y Pomona, por lo que se nos transmite también en las recopilaciones de otros mitógrafos antiguos. Así se encuentra en la Biblioteca mitológica, de Apolodoro (s. I ó II d. C.), donde aparece resumido lo esencial del relato, con alguna variante que no se incluye en el relato ovidiano: «De Autónoe y Aristeo nació un hijo, Acteón, que criado por Quirón e instruido en la caza, fue luego, más tarde, devorado en el Citerón por sus propios perros. Y murió de esta manera, según dice Acusilao, porque Zeus se encolerizó al pretender aquél a Sémele, pero según la mayoría, porque vio a Artemis desnuda bañándose; dicen también que la diosa transformó el aspecto de Acteón en ciervo y volvió rabiosos a los cincuenta que lo acompañaban, los cuales lo devoraron sin reconocerlo. Una vez muerto Acteón, los perros se pusieron a buscar a su amo aullando fuertemente y buscando llegaron a la cueva de Quirón, que había hecho una estatua de Acteón para calmar la tristeza de los perros»26.

En Las metamorfosis de Ovidio la trágica historia de Acteón se sitúa, casi al comienzo del libro IV, entre las múltiples consecuencias que trajo consigo el rapto de la ninfa Europa, que llevó a cabo Júpiter disfrazado de hermoso toro blanco, hecho que motivó la ira vengativa de su esposa Juno. En este encadenamiento de sucesos se encuentra la historia de Cadmo, hermano de Europa (ambos son hijos del rey Agenor de Tiro). Cadmo se ve obligado a abandonar su patria por orden de su padre hasta que no encuentre a su hermana. En su peregrinación, llena de terribles aventuras, como la lucha con un enorme dragón, de cuyos dientes, sembrados, nacerán hombres, consigue fundar la ciudad de Tebas y casarse con la hermosa Harmonía, hija de Venus y de Marte. Esta unión tuvo felices comienzos, pero Juno no podía soportar la felicidad de la pareja y su familia, compuesta por cuatro hijas: Ino, Ágave, Autónoe y Sémele. Juno no olvida que Cadmo es hermano de Europa, su competidora en el amor de Júpiter, así que su venganza alcanza a todos los miembros de esta estirpe. Acteón, que es nieto de Cadmo, hijo de Autónoe, muere despedazado por sus propios perros, como veremos; Sémele cae víctima de los rayos de Júpiter, con quien había mantenido relaciones amorosas y del que esperaba un hijo; Penteo, hijo de Ágave, fue despedazado por las bacantes; Ino enloquece y se precipita en el mar. El propio Cadmo tiene que ver cómo el pueblo se levanta contra él, así que abandona Tebas en unión de su esposa Harmonía y ambos se refugian en lo más apartado de la Iliria, donde los dioses, a los que habían rogado pusieran fin a sus desdichas, los convierten en serpientes27.

La desgracia de Acteón, dice Ovidio, es la primera causa de dolor para el abuelo Cadmo. La acción tiene lugar en un monte, donde ha tenido lugar un buen día de caza, de manera que el joven Acteón ordena a los monteros quitar las redes. En un frondoso valle, llamado Gargafia, consagrado a Diana, hay una cueva natural, cercana a una fuente cristalina que desemboca en una pequeña laguna. En ella la diosa de los bosques solía bañarse para descansar de los rigores de la caza. Cuando llega la diosa entrega a una de las ninfas sus armas, otra la despoja del manto, dos le quitan las sandalias, una más le recoge el cabello, las restantes le preparan el baño. Y mientras la diosa se baña he aquí que aparece Acteón. Las ninfas, desnudas, gritan y rodean a Diana para ocultarla con sus cuerpos, pero ésta sobresale por encima de ellas con todo el cuello. La diosa enrojece de ira, y si tuviera sus flechas a mano hubiera castigado al atrevido, pero sólo dispone de agua y le lanza el líquido elemento a la cara mientras le dice que ahora podrá contar que la ha visto sin ropa. Esto provoca la metamorfosis de Acteón en ciervo: en su cabeza brotan cuernos, el cuello se alarga, sus orejas se ponen de punta, las manos y los pies se transforman en patas y todo el cuerpo se cubre de piel moteada. A ello añade el temor, que fuerza a huir al hijo de Autónoe, sin que pueda decir ni siquiera: «¡Ay, desgraciado de mí!», sino que sólo lanzó un gemido y las lágrimas corrieron por su rostro ya cambiado.

El joven ciervo no sabe lo que hacer y mientras vacila los perros ventean su presa. Se mencionan todos y cada uno de los perros de Acteón, que son más de treinta. La jauría persigue al desgraciado, que quisiera gritar que es el dueño y ser reconocido, pero las palabras le faltan a su deseo. Así que progresivamente todos los perros van haciendo presa en el ciervo, que gime y llena los collados con sus quejas, y tiene los pies apoyados en las rodillas como si estuviera rogando por su vida. Pero los compañeros instigan más aún a la jauría mientras buscan con los ojos a Acteón y gritan su nombre al viento, lamentando que no esté presente en la consecución de este trofeo. Por su parte, el joven cazador también desearía no estar presente y en la situación que se encuentra, atacado y comido por sus propios perros, bajo la apariencia de un ciervo. La cólera de Diana no se sació hasta que termina la vida del cazador a consecuencia de las abundantes heridas producidas por sus propios perros28.

Al contrario de lo que ocurría con la fábula de Vertumno, el tema de Acteón ha tenido un abundante tratamiento en la literatura hispánica29 y entre éstos destaca un poema de Mira de Amescua30, que llamó la atención del propio Góngora.

Por lo que respecta a la «traducción» de Barahona, de la misma manera que ocurría en la fábula mitológica anterior, el poeta introduce en primer lugar referencias a su situación amorosa específica, caracterizada otra vez por el desamor y el desdén de la amada. La organización interna del poema vuelve a repetir aproximadamente los mismos elementos que integraban la fábula romana mencionada: varias estrofas introductorias de carácter personal, cuatro en esta ocasión, y una adaptación de la fábula de Acteón que abarca el resto del poema, con un desarrollo más extenso y demorado, puesto que abarca casi las cien estrofas (97 en total).

La introducción ofrece igualmente la proposición de carácter épico, con la referencia a los temas fundamentales que van a aparecer a lo largo del poema: hablará («diré») de un alma que fue vestida con cuerpo de hombre y de fiera al mismo tiempo, en referencia a la metamorfosis del joven cazador; también hablará de otra alma endurecida pero albergada en un cuerpo suave y blando como la cera, que es el de la diosa Diana, y, en tercer lugar, en referencia personalizada, del dolor tan grande que produce el desamor, algo que sólo comprenderán aquellos que lo han sentido. «Quien lo probó lo sabe31», dirá tiempo después Lope de Vega refiriéndose al tormento amoroso.

En estas estrofas iniciales la invocación al numen está omitida, y se alude expresamente a su omisión: el poeta no demandará favor a la musa que no supo decir su dolor, sino al celoso dios Vulcano, padrastro del Amor (Cupido), puesto que nació de la relación de Venus y de Marte, como se dice habitualmente. Se incluye seguidamente un somero procedimiento alegórico, una correlación entre los elementos de la fragua de Vulcano (yunque, golpes, fuego) y la situación anímica del enamorado (poema, o Parnaso, desmayos, palabras).

En resumen, el tormento de Acteón prefigura el que siente el amante y es una especie de emblema o divisa que reúne los elementos fundamentales de su estado amoroso. Esta correlación se recuerda con alguna frecuencia a lo largo de la composición, de tal manera que la historia mitológica, como ocurría en el ejemplo anterior, es un recurso más que envuelve la relación amorosa personal, sólo entrevista en los versos iniciales y en diversos lugares del texto, construcción que hemos considerado de carácter manierista, como ya señalamos antes.

Comienza la narración mitológica con referencias al lugar de la acción: una fuente situada cerca de Tebas, en un lugar virgen, alejado de toda civilización humana, con árboles de variadas especies, que tuvieron su origen mitológico (el ciprés, el laurel, el moral). En el centro de la espesa arboleda hay una fuente rumorosa que va a dar a una pequeña laguna, rodeada de cañas y juncos. En este lugar deleitoso («locus amoenus») suele venir a bañarse Diana, acompañada de sus ninfas, para refrescarse del duro ejercicio de la caza.

En este mismo momento está la diosa cazadora bañándose, auxiliada por las ninfas, como una señora a la que atienden sus camareras. A una le da el arco y las flechas, a otra el manto; una le limpia el sudor, otra le recoge el cabello; otra más la desnuda, dos le quitan el calzado. El cuadro es de una acentuada sensualidad, porque conforme va desnudándose el poeta alaba la hermosura del cuerpo de la diosa, que vence al de cualquier otra beldad. Seguidamente, doce ninfas hermosas, también desnudas, ungen el cuerpo de aromas, cuatro más le ofrecen comida y golosinas. La sugerente escena prefigura alguna otra de rasgos similares, como la visión del montero Garcés en una conocida leyenda de Bécquer: en lugar de las corzas que perseguía «vio Garcés un grupo de bellísimas mujeres, de las cuales unas entraban en el agua jugueteando, mientras las otras acababan de despojarse de las ligeras túnicas que aún ocultaban a la codiciosa vista el tesoro de sus formas. [...] Despojadas ya de sus túnicas y sus velos de mil colores, que destacaban sobre el fondo suspendidas de los árboles o arrojadas con descuido sobre la alfombra del césped, las muchachas discurrían a su placer por el soto, formando grupos pintorescos, y entraban y salían en el agua, haciéndola saltar en chispas luminosas sobre las flores de la margen como una menuda lluvia de rocío»32.

Cuando todas las ninfas desnudas se bañan en el lago, el poeta manifiesta su deseo de haber estado allí en tan agradable momento, en el que las claras aguas no velaban ninguno de los encantos naturales del divino escuadrón. Entonces el sol estaba en lo más alto del cielo y el viento cálido provocaba el calor en toda la tierra; sólo el lugar donde Diana y sus ninfas se solazaban es agradable, fresco y placentero; allí no llega el viento y las ramas de los árboles impiden la dureza del sol. Las ninfas están entretenidas en sus juegos acuáticos y en ese momento irrumpe un gran vocerío y alboroto: es el cazador Acteón. El miedo les hace tomar diversas actitudes: unas se zambullen en las ondas, otras se envuelven en ramas, algunas abrazan a la diosa. Su intención es celar la vista de Diana desnuda a los ojos profanos del cazador y forman como un hermoso muro desnudo en torno a la divina cazadora; pero todo ello es en vano, porque Diana sobresale por encima de todas y Acteón la contempla sin poder apartar de ella sus ojos.

Todo lo ve y todo lo repara Acteón: el hermoso brazo, el cabello en cuyas redes parece prendido por el amor, la extrema belleza del conjunto, que al poeta (estrofa 36) le recuerda a su propia y desdeñosa amada. Acteón empieza a requebrar galantemente a la diosa, como si se tratase de una dama o una ninfa, pero ésta, enfurecida, enrojece de ira, momento en que el joven tebano reconoce en ella a la terrible divinidad y tiembla como un azogado. La diosa le reprende y le dice que no podrá jactarse nunca de haber visto a Diana desnuda. Le lanza agua al rostro y el líquido elemento obra en el personaje efectos desastrosos. La parte mortal del joven cazador empieza a sufrir transformaciones: se le hace patente el deseo de cosas inhabituales en él, el otrora valiente corazón comienza a sentir miedo. Sólo la razón y sus afectos permanecen, por su daño, inalterables.

El rostro, que habitualmente tenía alzado como hombre que era, lo abaja hasta el suelo, los ojos se le dilatan, de la misma manera que el cuello; tiene una recepción más fuerte de los olores, el vello se le cambia en pelo, las orejas se hacen más largas, dos cuernos surgen de su cabeza y a poco rato alcanzan doce puntas. Igual ocurre con las manos y los pies transformados en patas, de tal manera que ya se ha convertido en un ligero ciervo. En este momento cumbre de la transformación no deja Barahona de volver a hablar de la aspereza de la amada (estrofas 52 a 54), puesto que él también, a causa del amor, está cambiado en una bestia como le ocurre a Acteón.

Las ninfas se ríen ante el cambio obrado en el cazador y él no se da cuenta de ello, de la misma manera, señala el poeta, que el hombre cornudo es el último que se entera de que lleva cuernos. Sin embargo, se mira en el agua y comprende su tremenda desgracia, ve la sombra de su cornamenta y tiembla y llora; sólo la razón humana permanece en su cuerpo animal. Comienza entonces a huir velozmente, maravillado él mismo de su nueva ligereza. Rodea el monte rápidamente y vuelve al lugar donde estaba Diana, por la que no ha dejado de sentir atracción, de la misma manera que el poeta (estrofa 64) vuelve de nuevo a ver a su dama, a pesar del dolor que le causa. El ciervo Acteón intenta arrodillarse ante la cruel diosa, gime y vierte lágrimas, pero ella permanece impasible, igual que la amada desdeñosa del poeta (estrofas 68 a 70), de tal manera que pudiera decirse que existen dos Acteones maltratados por dos Dianas.

El triste cazador hubiera querido decir en ese momento: «Ya, señora, has mostrado el gran poder que tienes; deshaz ahora lo que hiciste antes. Ten misericordia de este cuerpo que no te ofendió, sino que fue el tuyo el que lo incitó como haría con cualquier otro hombre viendo tal cuerpo desnudo. Y si no accedes, que le ocurra otro tanto a tu enamorado Endimión. ¿Por qué me castigas con tanta dureza? Ni siquiera el rústico que abrasó tu templo pagó con un castigo tan ejemplar». Otros ejemplos de penas menos rigurosas se le hubieran ocurrido a Acteón, como el caso de Orión, que desafió a Diana en la caza, y fue transformado en estrella, o el de Tiresias, que vio bañarse a Minerva y fue privado de la vista, pero se le concedió el don de la profecía. Todo podría haberlo pensado, pero no expresarlo con palabras, acción impropia de un ciervo, y sólo lanzó un doloroso gemido que causó la risa de las ninfas.

En ese tiempo ya llegaban los sirvientes de la batida cinegética, a caballo y a pie, acompañados de numerosos lebreles de varias razas, lo que da pie al poeta a una animada enumeración y descripción de los variados elementos que integran el antiguo arte de la caza, al que tan aficionado parece haber sido el propio Barahona, como se deja traslucir en los llamados Diálogos de la montería, de los que se considera autor. Los perros ventean el rastro del ciervo en que ahora está transformado Acteón y lo acosan. Él, temeroso, huye a la carrera por los sitios conocidos y hubiera querido decirles a los sabuesos: «Yo soy Acteón, vuestro amo». Pero en su lugar salió sólo un gemido y los fieros dientes de los canes, cuyos nombres se indican, hacen presa en su carne. Los monteros de su casa entretanto lo llaman a voces y lo buscan entre las espesuras, para que se huelgue con el bello espectáculo. Él se da cuenta de todo y no puede decir palabra, de la misma manera que el poeta (estrofas 96-97) se ve obligado a callar por mandato de su señora y no puede hablar de sus celos, equiparación entre el personaje mitológico y el yo lírico que se hace muy frecuente en otros lugares de la composición.

Los perros ensangrientan sus fauces en las carnes del ciervo, que sin poder mantenerse en pie se ve forzado a tenderse en el suelo, donde finalmente resulta despedazado por los perros de presa. Pero ni siquiera esta escena hizo calmar a la terrible Diana, de la misma manera que tampoco está contenta la enamorada del poeta con el martirio que le proporciona, que posiblemente sea más terrible que el expresado en la fábula, puesto que el joven cazador sólo miró, pero el poeta miró y deseó a la amada, por lo que termina inquiriendo en qué debe ser transformado por este hecho.




ArribaAbajo

El texto de las fábulas

No tenemos noticia de ningún manuscrito autógrafo de Luis Barahona de Soto que contenga el texto de estas fábulas mitológicas. Es posible que formasen parte de la colección de obras que tenía el autor encuadernadas a su muerte, tal como se indica en el inventario de su biblioteca: «425. Un libro escripto de mano encuadernado con tablas negras que tiene por título Obras del licenciado Luis Barahona de Soto»33. En el Archivo del Palacio Arzobispal de Sevilla existía un manuscrito con obras de nuestro poeta34, pero está ilocalizado en la actualidad. La única edición que contiene las dos fábulas mitológicas35 de Barahona es la que acompaña al memorable estudio de Francisco Rodríguez Marín, Luis Barahona de Soto. Estudio biográfico, bibliográfico y crítico, Madrid, Sucesores de Rivadeneyra, 1903, pp. 619-677, de donde tomamos nuestro texto, aunque actualizando levemente el sistema gráfico que no ofrece especial interés fonético y apartándonos también en algún caso de la puntuación que propone el crítico mencionado. Nuestras notas explicativas han intentado aclarar el sentido del texto, tal como nos parece percibirlo, y están dirigidas sobre todo a determinados lectores y estudiantes no muy familiarizados con los textos de la lírica áurea española, por lo que resultarán innecesarias o redundantes para muchos estudiosos del período. Señalamos además, en cada caso, las deudas con la anotación, no muy abundante, de Rodríguez Marín, así como algunos problemas de comprensión del poema que parecen resultado de una transmisión textual defectuosa. Por lo demás, los criterios de edición que hemos seguido son los habituales en este género de composiciones.





Arriba
Indice Siguiente