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ArribaAbajoEvocación tercera

Hechos y fechorías del tarambana


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Ocio y pereza dé tarde dominical.

José Pedro pretendía dormir media hora; mas apenas ha cerrado los ojos, un llamado a la puerta le hace abrirlos.

-Entra.

La Totón asoma y dice:

-Pascual y Bruno, patrón. Que llegaron y traen dos bultos y esta carta.

Desiste José Pedro entonces de la siesta. El aviso es para espantar el sueño. Se incorpora, rasga el sobre. Hay dentro una guía comercial que reza: 6 carabinas Peabody, 200 tiros calibre 9. Y nada más.

Por conciso, elocuente, el documento lo arranca de la cama.

Y grita desde el umbral a los mocetones:

-Acá. Traigan acá.

Los divisa en el claro de sol, al término del jardín emboscado, descargando la mula. No tardaron en acudir y poner encima del poyo que a todo lo largo del corredor se tiende, un bulto retobado y dos cajas muy grávidas.

-Vamos a conocer al cabo las pívoris.

-¿Las qué, Pascualote?

-Las pívoris. ¿No las mientan así?

-Las Peabody. Se pronuncia píbody.

-Lo mesmo da fraile que paire, patrón.

Entre risotadas aparecen las carabinas al fin. Se sacuden y soban. Son examinadas orgullosamente. Y el instinto militar que hay en el chileno les descubre muy pronto manejos y secretos de mecanismo.

Bruno, por último, apunta con una de ellas hacia fuera. Entonces, en el claro sol, se ve una silueta escurrirse.

-¿Quién?

-Cachafaz, patrón.

-Lo hemos convidao pa que su mercé lo pulsee.

-Es de lo que se anda buscando.

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-Mandao parir pa la guardia.

José Pedro distingue un cuerpo fornido que, apretando los hombros, se desliza tras la encina vieja.

-¡Eh! ¡Vení, ho!

Y viene Cachafaz.

Así lo nombran, Cachafaz a secas. Es un zagalón retostado, sin otro rasgo notable que sus dientes, muchos y muy blancos. Siempre cuando le dirigen la palabra, echa la cara a un lado y suelta la risa. Tiene fama de valiente y hábil en varias destrezas. José Pedro lo recuerda de la niñez. Cachafaz, sí, aquel chiquillo que con un cordelito en las manos siempre, a modo de lazo, enlazaba perros y gatos y, según lenguas, hasta cazaba pájaros con su lacillo.

Satisface a José Pedro el hallazgo.

-Claro, Cachafaz. Entras a la guardia.

Una llamarada sube a las mejillas del mozo y enciéndele de gusto las pupilas.

-Porque me imagino que te han explicado lo que me propongo. Se rumorea que una banda de salteadores ronda por estos lados.

-¿Se rumorea? Se sabe.

-Los han visto.

-A mi padre lo asesinaron así, en un salteo. Pero a mí... Conmigo se van a cortar el pelo esos bandidos.

-Y con nosotros.

-Soy el único Valverde ahora. Desde que se nos fue mi tío, que en paz descanse, no queda otro. Con estas carabinas y ustedes, y yo como jefe, formaremos un pelotón bravo para defender la hacienda y la vida. ¿Ustedes están dispuestos?

-Hasta la muerte, patrón.

-Hasta la muerte.

-¡P'ta, pa esto nací yo! -exclama Bruno, con el más entusiasta de sus tirones a la chupalla.

-Porque la policía esa que hay en Melipilla no ha de servirnos nunca.

-Son unos flojos regalones.

-Y pillos.

-Y felones al servicio de la política y nada más.

-Roban aconchabaos con los cuatreros, con lo que fueron ellos antes.

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-Bien. Yo he jurado defenderme solo. Ya tenemos aquí las armas. Desde mañana empezaremos a ejercitarnos. Tú ¿en qué estás ahora, Bruno?

-Con Pascual, en la avienta, en la parva de abajo.

-¿Y tú, Cachafaz?

-Traspalando, patrón.

-No importa. No sopla buen viento hasta las nueve. Que temprano trabajen los otros con los harneros. De siete a nueve nosotros haremos ejercicio.

-¿Con bala?

-Naturalmente.

-¡El pelotón bravo, miércoles!

-Y así nos llamarán algún día.

-El pelotón bravo.

Después de mucho palparlas, examinarlas, moverlas y esgrimirlas, guardan las carabinas en el dormitorio. Los mozos se retiran y José Pedro se tumba en el poyo, satisfecho.

Ahora solitario, único dueño, le parece amar más sus tierras, sus gentes y sus cosas. Permanece, pues, contemplándolo todo en rededor. Hay años, observa, en que los árboles crecen más, dan un estirón como los muchachos; y este verano han elevado a floresta el jardín. Sobre todo la palmera, la nacida en su cuarto en días de infancia y plantada por él después al centro, gallardea ya por las alturas. ¡Bendición del cielo! Mide luego con la vista el corredor, que ahora, desde las ampliaciones del edificio, se aleja en perspectiva de cincuenta varas.

Encuéntrase bastante solo, eso sí, y empieza su juventud a impacientarse. Porque cuatro años han transcurrido, y los cuatro en meros trabajos y duelos. Tres duró el luto para La Huerta, pues cuando el que se guardó por Chepita concluía, murió el cura.

El recuerdo de la segunda pérdida suele venir a él con desazones. ¿Alguna responsabilidad le cabrá en aquella desgracia? Según el médico, ello debió fatalmente suceder. El derrame cerebral era pronóstico infalible. Una mañana cayó de repente al suelo don José María. Lo levantaron ya sin habla. Medio cuerpo le pendía muerto; revolvía los ojos en espanto; la mano izquierda tan sólo se movía, en ademanes que bien podían significar bendiciones de adiós, bien signos de que todo terminaba para él. Horas después sobrevino el gorgoriteo, el resuello de garganta de los agónicos, y al anochecer, en brazos de su   —146→   sobrino, el último estertor, la mandíbula que se desencaja y cuelga, y el cadáver.

Pero lo que desazona la conciencia de José Pedro es que se advirtió el avance de la enfermedad cuando alguien llevó al viejo el chisme de que su Caballo Pájaro veíase a menudo con Marisabel. Y aun contaban que la víspera del ataque había recibido cierta carta misteriosa. Si en ella se le denunciaban las visitas clandestinas a San Nicolás -cosa que tal vez hiciera el mayordomo vengativo- ¿no vendría la muerte como consecuencia del disgusto? La tal misiva no se halló después en parte alguna. ¿Existió en realidad? ¿Constituyó una mentira de los Lauros?

Para despejarse de imaginaciones molestas, se levanta José Pedro del poyo. En todo el contorno se acuesta un plácido silencio que calienta el sol con rayos oblicuos. Silencio del domingo campesino. Le provoca deambular. Pasa entre los alhelíes, plantados en macizos sin orden; atraviesa el perfume flotante y detenido en el aire. Tan sólo ver los alhelíes fue siempre para él sentir en el paladar un sabor dulce.

Y se dirige a visitar las cadenas, sus cadenas, el símbolo de mansión inviolable que ha puesto ya en el frente de la casa, cerrando el jardín. Sopesar, contar los cuatrocientos eslabones de hierro negro, cerco de veinte combas entre las estacas de luma, le inflaman de orgullo el pecho, cual si en su interior se levantase a través de los siglos aquel fray Vicente Valverde, personero de Cristo y de Carlos V en el Perú de Atahualpa.

Desde que tendió esas cadenas ha cobrado vigor extraordinario para el Valverde la razón de estirpe. «Casa con cadenas, casa de mucho respeto». Sí. Obraron desde un principio las cadenotas con el poder que símbolos y emblemas tienen siempre sobre las vanidades del hombre. Y obran ahora, reanimándole dentro de la conciencia cuando el sacerdote le contara sobre sus abolengos. Aun más, no le satisface ya el sólo mirarlas, pósales por un instante la mano encima, en actitud de dominio, y luego penetra en su solar con soberbio paso.

Es domingo, de las cadenas se dirige otra vez a las carabinas, como para unir ambas fuerzas. Y recuerda en el trayecto haber encomendado a cierto ex jesuita, párroco a la sazón por las vecindades y apasionado por la heráldica, dibujarle un árbol genealógico. Cuánto demora el viejecillo el encargo. Ansía especialmente ver allí cómo los troncos de Valverde y Aldana se reproducen en igual figura dentro de la rama de   —147→   Chepita y él. Esto, suponiendo que nada formal y legítimo alcanzara con Marisabel...

En los amores bastardos han marcado también las cadenas tono de señorío. Ya no vagabundea José Pedro entre matas y pánico de codornices, con las muchachas del inquilinaje; llámalas a servir en las dependencias caseras cuando le agradan, van ellas a él como van las manzanas a la mesa del señor.

Acaso no esté del todo bien aquello; pero... ¡qué hacer! Sufre los vértigos del apetito impetuoso. Sin remedio. Y él es igual en tantos aspectos... Esta flaqueza, o esta virtud, o en último caso esta condición gobierna todos los actos de su vida: el surgir de un deseo involucra el imperativo de satisfacerlo con vehemencia e ímpetu ineludible. ¿Que sus voliciones repentinas resultan nobles y generosas tantas veces como crueles y hasta perversas? Egoísmo fuerte, de salvaje salud, de poderoso temperamento, como el de un toro en su manada o el de un soberano en su reino. No distingue, por lo demás, gran contradicción entre las normas señoriales y esta libre conducta. Todo se salva sin la plebeyez, aun el pecado temerario. Muchos grandes vivieron con la santidad como ideal y actuaron en planos diabólicos. Él también, católico sumiso a los dogmas, de contrariársele, de «pasársele la mano contra el pelo», a semejanza de su tío, no vacilaría en azotar a un clérigo dentro de su propia iglesia, si hubiera ello de implicar defensa, poder y victoria.

Por otra parte, ¿por qué las mujeres no han de sacrificarse a su soberanía de donjuán y ser a la vez amadas por él? Voluntariamente, por cierto, y cada cual en su rango.

Revisa José Pedro, durante aquel ocio de domingo, su vida sexual. A ella pertenecen esos amoríos o dominaciones de macho en las chicas de la peonada. Son ellas también sexo predominante. El amor actúa en ellas a dictados del celo. Una mirada llégales al corazón por vehículos de la sangre. A su corazón alborotado por la sensualidad. Por eso las ha mantenido él instintivamente a distancia. Que le guardaran reconocimiento y respeto. Algunas, de natural romántico, le adoran. Bien. Pero eso, bien analizado, es fenómeno de consecuencia posterior a la entrega y algo que participa de la reverencia por el superior y de la ufanía de haber sido elegidas por él. Además, él las quiere: después de poseerlas, viéndolas humildes y felices, le nace una gran ternura. Suelen acometerle remordimientos de pecador, y al sentirse dueño de sus esclavas, oblígase de todo corazón a protegerlas. ¡Buenas criaturas!   —148→   Las que le han parido un hijo, en particular, adquieren continente de sometidas al caballero feudal. Este fenómeno le mueve a pensar. ¿De dónde les vendrá esta condición? De España, muy probable; acaso de moros y araucanos. Pero tal es el hecho. Y esa la costumbre de nuestros campos, hasta que... ¡Dios dirá hasta cuándo lo tiene así permitido!

Tampoco él solo vive así. Está seguro de que la mayoría de sus antepasados y los de otras familias poderosas han hecho lo mismo. Y si no, allí están los mestizos de América entera. Chile tiene todavía colonizadores. Basta examinar, en toda casa grande, las caras de las chinas en servicio doméstico: descubren los rasgos de la familia, son huachas. La Totón ha nacido entre Lazúrteguis y sus facciones acusan.

¡En fin, adelante!

Le preocupaba, sí, la historia con Marisabel.

-¿En qué parará?

Ella lo ha querido siempre. Durante aquella primera comida en San Nicolás, don Eliecer observó con agudeza: «Usted les gusta a las dos», dijo aquella vez el huaso. Pero eso, sí, ¿en qué parará? ¡La contrariedad eterna! Antes, la oposición del cura; hoy, el odio de misia Jesús, y aun el del mayordomo. Siempre los demás interviniendo para desbaratarle planes y someterlo.

Pues no; él ahora es libre: hará lo que le dé la gana. Y si la necesidad lo impone, aunque sea con actos audaces, de viril soberanía, y hasta por el terror si las circunstancias lo aconsejan. Como frente a los bandidos suele ser preciso proceder con muchas gentes. «Entremos pegando para que no nos peguen», fue máxima de viejos Valverde.

Adelante, sí; agravar, extremar, para que la energía sea el recurso ineludible.

A Melipilla irá por esos días, tan pronto regrese don Joaco de la cordillera, donde inspecciona el pastoreo de sus yeguadas desde que han finalizado las trillas del contorno.

La inacción y la soledad en la tarde dominical sirven para muchas revisiones, aclaran y afirman los propósitos.

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El lunes a las siete, puntual, llega José Pedro a la cita.

Se presenta montado en su potrón más querido, un barroso que recuérdale aquel de las hazañas del cura en el Maule. También lo ha ensillado por estar educándolo y, hoy, sobre todo porque le ha rememorado la época en que don José Vicente lo inició a él en el manejo de las armas de fuego.

Bajo los olmos lo esperan los tres gañanes.

-Buenos días, niños.

-Buenos, patrón -responden Pascual y Bruno, el uno alzando la chupalla para dejársela caer de nuevo con la última sílaba, el otro con su eterno tirón giratorio.

Cachafaz, como de costumbre, sólo vuelve a un lado la cara, que se le abre de risa.

Se descuelga entonces José Pedro del hombro la carabina; se la reciben y él echa pie a tierra.

Mientras le manean la bestia, coloca el arma sobre la pirca, luego manda empotrar una bosta oscura en la vieja parva que hay a medio potrerillo y va moviendo la pívori -han terminado por llamarla todos así- sobre su mampuesto. Apunta, corrige, hasta que mira, punto de mira y centro del blanco se alinean en la visual. Por último, pide que los muchachos ratifiquen la puntería.

-Medio a medio -dicen los tres.

Ha querido probarlos y han revelado tener ojo certero.

Así comienzan las lecciones, que han de continuar con manejos de cargas y descargas y concluir con las balas.

El primer disparo pone toda la mañana en susto. No queda vuelo ni trino entre los árboles, ladran los perros hasta el horizonte y allá, en la lejanía donde la faena de aventar se desarrolla, se abstienen por mucho rato las nubecillas de volar al viento.

Pronto los ámbitos se habitúan a lo que se torna cotidiano, y así el pelotón bravo repite por semanas los ejercicios. Disparan a pie firme, y   —150→   tendidos en el suelo, y a caballo, y ya trotando, o al galope, o a veloz carrera. Cachafaz introduce una prueba de su especialidad: enlazar las carabinas, a todo correr del animal, y arrancarlas de manos del tirador.

En fin, las mañanas transcurren iguales, pero sumando progresos y enardecimiento combativo.

A las nueve cesa el tiro y se dirigen todos a las avientas. Va José Pedro de parva en parva. Hay allí gloria de color. Las palas de madera lanzan al aire los conchos de paja y trigo; caen los granos en lluvia grávida y las ráfagas se llevan el capotillo en nubes que fulgen al sol contra el azul y van lloviendo más allá y pintando sobre la era una mancha de oro bruñido. Si amaina el viento, se traspala y se harnea solamente. El trigo llena sacos y sacos, que las carretas reciben para conducirlos al molino de madrugada o para vaciarlos en las trojes de las casas.

-Este año las brisas se portan bien.

-No nos dejarán parva sin aventar.

Cuando en veranos anteriores el soplo ha sido intermitente y flojo, ha sorprendido el invierno la faena inconclusa, y alguna parva se ha necesitado levantar en ruca puntiaguda, y apretarse, a fin de que aguardara sin que los aguaceros la penetrasen y el trigo se recolectara por primavera y tiempo seco.

Cumplida su inspección, José Pedro entrega la vigilancia en manos de Sebastián y él márchase al adiestramiento de sus caballos. Los turna en la semana. Durante los ejercicios de carabina, les acostumbra los nervios a las detonaciones; luego, de regreso en la pista bien arada que hace picadero al centro del potrerillo, les enseña rienda y otras maestrías: desnalgada, media vuelta rápida y quietud instantánea después de una carrera, retroceso en la recta, impasibilidad absoluta durante la desmontada, y la troya, y el ocho, y cuanto debe saber el caballo chileno bien amaestrado.

Para ello posee todos los recursos del apero: bajadores, rienderos y hasta bozalillos para evitar que los animales adquieran el defecto de abrir el hocico en las frenadas, falta de urbanidad equina que, como el remolinear la cola, no perdona huaso alguno.

Tiene muchos lujos además. Le apasionan ponchos y chamantos. Vive a caza de buenas tejedoras y colabora en los telares con ideas para colores y tramas. Guarda para hilar los mejores vellones y encarga las más puras anilinas para matizar sus lanas. Ha extremado su celo hasta deshacer telas finas del extranjero para utilizar las hebras extraordinarias.   —151→   E idéntico amor destina siempre a los metales: con plata le damasquinan espuelas y frenos ciertos artistas de Peñaflor y para las rodajas cuenta con otro especialista que las corta de los rieles de acero; retemplado, el metal canta entonces como campana y repica en los pasos. Él en persona se trenza riendas, cabezadas, lazos y jaquimones pues de su padre obtuvo don y sabiduría. No hay, en suma, huaso que le aventaje.

Tirando está cierta vez a su potrón para enseñarle a volver por ambas manos, cuando le sorprende una polvareda que se levanta tras la loma, en el camino invisible. Piensa en alguno de los huasos compadres. ¿Quién más puede traer arreo por esas fechas?

Y en efecto, a poco escucha el «¡Jojó, patrón!» de don Joaquín.

En compañía de don Eliecer se ha detenido junto a la cerca.

-¿Dónde se había perdido, don Joaco?

-Cuidándole al rico el ganado, como ha de hacer el pobre. Me adelanto ahora con las hembras nuevas, patrón, porque noté que los cordilleranos les tomaban afición...

-No hay mucho pasto aquí en estos meses.

-Rastrojitos que coman basta.

-¿Y usted, don Eliecer? He preguntado por usted mucho.

-Buen amigo, don Pepito.

-¿Sale de ley el manco?

José Pedro palmea el pescuezo de su potrón y responde con engreimiento:

-Así parece. Pero los acompaño -agrega-. Almorzarán conmigo.

Se marchan los tres callejón adentro. Los peones encerrarán las potrancas.

-¿Y?...

-Que veníamos en una disputa.

-Es que a mi compadre le da y le carga.

-Mire, don Pepito. Sea juez. Yo le propongo comprarle seis potrancas.

-¿Seis potrancas? Hable claro: tres parejas de igual pelo y del mesmo porte.

-¡Ah, tres parejas corraleras para vuelta de año! La cosa cambia -sentencia José Pedro.

-¿Oyó, compadre?

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El uno insiste, niega el otro, discuten hasta enardecerse.

-¡Buen dar! Tanto que se quieren y no se entienden.

-Él es el camorrista, señor.

-Oigamé, don Pepe. Nos queremos, como usted dice, cierto: juntos nos criamos, desde la escuela; pero... ahí está el pero: como los dos trabajamos en cabalgares, resulta que pasamos como dos culos en el mesmo asiento. Rempuja, que yo te rempujo.

José Pedro, en medio de sus carcajadas, falla con buen humor:

-Yo creo que usted tiene el deber de venderle a don Eliecer esas potranquitas.

-El deber que yo tengo es el de cuidarle al rico sus intereses.

-Afloje, compadrito. No le ha de pesar.

-Ha visto que soy toro y se empeña en ordeñarme.

Hablan ya en serio cuando se desmontan y se descalzan las espuelas frente a la casa.

-Quisimos hallarnos aquí, señor, para el día de San José.

-Gracias. Pero no me celebro desde los lutos -responde José Pedro-. Lo que sí deseo es mandar decir unas misas, por mi Chepita, mi Josefina muerta, y por mis demás Josés.

-Patrono de toda la familia, el santo.

-Y es el lunes. Si ustedes me hacen la diligencia, yo estaré a las ocho en Melipilla...

Corta las voces el portazo del comedor, que las encierra.

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Durante la misa por sus difuntos intrigó mucho a José Pedro un sujeto que la oyó casi entera de rodillas y a ratos con los brazos en cruz, desde las gradas del altar mayor. Su levita negra, el sombrero de pelo, puesto sobre la blancura del mármol, y la unción con que asistía prestaban pulcritud y hasta un poco de solemnidad a su continente.

Pero lo que más inquietó a José Pedro fueron las facciones: le recordaban a cierto condiscípulo.

-¿Lo conocen? -preguntó a los compadres al salir de la iglesia.

-De vista. Es el nuevo secretario de la gobernación.

-Don Felipe Toledo.

-¡Felipe Toledo! Bien me parecía. Si estudiamos juntos en el Seminario. ¡Felipe! ¡Cuánto me alegro! ¿Y qué tal persona resulta por acá?

-¡Pse! Muy elegante lo vemos...

Don Eliecer quiso zaherir a don Joaquín:

-Quiera Dios que no salga como cigarro de ño Joaco, mucho envoltorio y poco tabaco.

-¿Ya empezamos con las pullas?

-No se alarme, mi señor, que entre bueyes de la mesma yunta no hay cornada.

José Pedro evocó tiempos estudiantiles: Felipe Toledo era excelente chiquillo.

-Sin duda, don Pepe. Sólo hablaba yo por devolverle alguna vez la mano a mi compadre.

No habían tratado ellos a Toledo. Apenas sí lo sabían altamente relacionado en Melipilla. José Pedro esperó a que saliera y se dirigió a su encuentro.

Se reconocieron entre abrazos. El palmoteo sobre las espaldas resonó en el atrio largamente.

-¡Pero qué alegría, hombre!

-Dieciséis años sin vernos.

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-Y sin la menor noticia tuya.

-Pues yo tenía de ti ya muchos datos. Cuando me vine acá volaba de boca en boca el nombre de Pepe Valverde.

-Sí; sólo así me nombran en este pueblo.

-Conozco, pues, tus aventuras. Ya lo creo.

Atravesaron en pintoresco grupo las calles pueblerinas. Junto a Toledo, ciudadano y finísimo, iba Pepe, huaso y bizarro. Su faja carmesí, su chamanto multicolor al hombro y el sombrero de anchas alas bordado en la orla, iluminaban el ambiente. Tras de las ventanas presentíanse caras femeninas en atisbo. Los ojos le seguían hasta perderlo de vista. Como el chamanto y los flecos de la faja, le adornaban el romanticismo de un rapto, las penas de un drama y, ahora, desconcertantes rumores acerca de Marisabel.

A Felipe Toledo le pareció caminar con Don Juan al lado. Sintió el hechizo de Pepe Valverde, que a través de cada reja iba cayendo como un granito de mirra dulce y ardiente sobre la brasa de cada corazón. Alguna broma le hizo.

Pero José Pedro le arrastró a entretener la mañana frente a unas copas de la suave chicha de marzo. Se relataron ausencias. Y cuando los compadres les condujeron hacia el preparado almuerzo, convite de onomástico, José Pedro había descubierto en su condiscípulo rutas promisoras: mantenía cordialísimas relaciones con misia Jesús y sospechaba dónde había escondido a su hija, la señora.

-Hagamos beber al futre -dijo al oído de don Joaquín por el trayecto-. Necesito que me suelte varias cosas.

En casa de don Eliecer, bajo el parrón, estaba la mesa dispuesta.

-Comadrita, ¿no le queda ningún botellón de la cruda del otro año?

-Eliecer anda en eso, desenterrando. -Volviéndose a Toledo explicó-: Aunque las botellas son de greda, revientan si no se entierran.

-¡Don Eliecer!

-Ya viene, compadre. De uva rosada es la chicha, señor; no se prueba en Santiago.

Ni joven ni vieja, era misia Catalina mujer gorda, sujeta por un corsé muy estricto y con muchas curvas de pecho, vientre y caderas. La falda se le precipitaba en innumerables vuelos de percal menudamente floreado. Dejándose, para coquetería de su rostro vulgar, algunos ricillos ante las orejas y sobre la frente, se prendía tirantes después el pelo hacia el moño de negrísimo lustre, y en lo alto, una peineta en forma de diadema coronaba sus afabilidades de criolla.

Fue un almuerzo de aldea, opíparo y alegre.

-¿Y usted no se ha casado, señor Toledo?

-No soy rico, señora. Para casarme, tendría que pedir plata prestada y...

-Hace bien, entonces. Yo he pensado siempre así. Aguántate, Joaquín, me he dicho, que al que se casa endeudándose le paren los hijos con réditos.

-Y después, cuando ya tienen... ¡solterones empedernidos! ¡Ave María!

-Es que se pasa uno también, comadrita.

A Felipe Toledo empezaban a rodarle las lágrimas de reír. A cada ocurrencia celebrada, le colmaban la copa. Tres vinos hubo, por ser todos de la casa; y de sobremesa repitiose la chicha, la rosada, la fragante, que surgía en cataratas de espuma por los golletes de los botellones.

-Hombre -dijo de pronto, atacando su tema, José Pedro a su amigo-, tú que puedes ver a misia Jesús, debes advertirle cómo le roban.

-¿Quién?

-Su propio mayordomo.

Toledo miró a todos, interrogante.

-Hable usted, compadre -intervino don Joaco.

-Sin exagerar; lo que ha visto no más.

Don Eliecer vaciló; al fin, con su cautela y su voz de flauta, hizo su prólogo:

-¡Exagerar! Dios me libre de levantar falsos testimonios, mi señor. Pero... lo que es se ha de decir...

Y luego refirió cuanto estaba en su conocimiento. Se quedarían sin animales, las Lazúrteguis, a ese paso. Antes se los llevaban de noche y a pocos; ahora, desde que la señora se había vuelto a la capital en definitiva, los malos tráficos hacíanse a la luz del día. Escuchó detalles Felipe Toledo, como amigo y como secretario del gobernador. Intervendría con los gendarmes. Le retrataron entonces a la policía y lo dejaron oscilando entre la contrariedad y el desaliento.

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Al cabo José Pedro se lo llevó al fondo del patrón para conversar a solas.

Largo discurrieron.

Los compadres, entretanto, cabeceaban junto a la mesa y misia Catalina, pensativa, se hacía brisa con el abanico. Destellos de vajilla blanca encandilaban las pupilas y sombras verdes caían desde los pámpanos a jugar sobre los rostros.

Hasta que Felipe Toledo se dio cuenta de la hora y se despidió a prisa. Debía darse una vuelta por la gobernación; acaso durmiera una siesta en seguida; pero se convino en que, invitado por él, se reunirían a la oración. Lo habían enardecido las copas y se consumía en deseos de divertirse más.

-En la plaza nos encontraremos.

-De acuerdo, por la parroquia, enfrente.

-Curadito va el futre.

-Pero buena cabeza. Con lo que te menudeamos...

No había conseguido averiguarlo todo José Pedro, aunque sí lo suficiente para enterarse de que Marisabel estaba encerrada en un convento, el de las Claras o el del Carmen Alto, sin comunicación alguna con el exterior, ni por cartas, ni por recados de mandaderos oficiosos; pues juzgaba pocas todas las precauciones misia Jesús frente a «este segundo asedio del loco Valverde».

Bien; aquello no duraría. Cuestión de meses. No podía él dudarlo; él, menos que nadie. Bien, muy bien. Pasará el invierno y... ya veremos, se dijo.

Y entre malhumorado y resuelto a la paciencia, fue a tumbarse donde halló más tupida la sombra, a ver si también echaba él su sueño.

Hacía mucho calor, el calor del verano maduro que se despide. Suspensa, la atmósfera tenía sensaciones de miel, y aun se gustaba la dulzura en los ojos al mirar los duraznos calientes al sol en sus ramas. Zumbidos como hervores bajaban de la parra: prendidas a los racimos, las abejas succionaban también sus azúcares.

Un peso de modorra bajó los párpados a José Pedro, que se durmió al fin.

El alcohol solía tornar pendenciero a Pepe Valverde. Las malas noticias, más. Ambos factores, en concurso esta vez, le agitaban dentro un entrevero de ímpetus y sentimientos de través cuando llegó a la cita   —157→   de Felipe Toledo. Aunque algo le sosegara la siesta, costábale vencer el mal humor. De buena gana ensillaría su caballo y regresaría de galope al fundo.

Era menester, sin embargo, cultivar a Felipe Toledo.

Se allanó, pues, a todas las invitaciones.

-¿Conocen a las hermanas Del Canto?

-Del Canto y del baile. Melipillanos somos, señor.

-¿Y allí convida su merced?

-Sí; tengo unas ganas locas de bailar.

-Andando, entonces. Veremos cuecas de levita.

José Pedro seguía desganado y rabioso.

Pero ya dentro de la chingana se dejó llevar.

No se divirtió por cierto. Ni bailó. Le hostigaron aquellas mujeres; por momentos, volvíanse insufribles. Eran tres hermanas y una vieja. Las muchachas vestían la mayor de blanco, la otra de celeste agudo y de rosa ordinario la menor. Rollizas, de ojos anchos y cálidamente negros, con mucho albayalde y mucho bermellón sobre los carrillos y con las cabelleras sueltas encima de la espalda y sujetas por vinchas o cintillos que se ataban en lacitos arriba de la frente, mezclaban el gusto criollo y el artificio sensual de las odaliscas a las taras de Arauco.

Felipe y los compadres las calificaron magníficas.

Pues que gozaran ellos.

Pusiéronse a cantar, la madre y la primogénita, un repertorio majadero. Tal cual tonada no lo sería tanto; pero sobre la murria de José Pedro todas pegábanse como pringues, empalagosas y ridículas. Particularmente una cuyo estribillo insistía:


¿Quieres que te ponga la mantilla blanca?
¿Quieres que te ponga la mantilla azul?
¿Quieres que te ponga la descolorida?
¿Quieres que te ponga la que quieras tú?

¿Habría nada más tonto?

Luego, aquellas criaturas poseían esos falsetes que siempre suenan en i.

Decididamente, no estaba su ánimo para tales juergas.

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Empero, tolerante y disimulado, entre copas bebidas por afán de aturdirse, fue soportando las horas sobre su diván de paja. Desde allí observó a sus agasajantes.

Don Joaquín adornaba con cierta gracia su baile, que adecuábase a las desgranaduras del arpa y a los rasgueos de la vihuela; no desacertaba por completo con su compostura cursiplebeya don Eliecer; Toledo estilizaba la cueca de ciudad, prostituida y falsa para José Pedro: él tenía su teoría propia de la zamacueca, interpretación campesina pura, de neto sentido huaso. Ya la expondría cuando, bailando en fiesta de campo, se presentara la ocasión.

En suma, si se distrajo a ratos, fue a lo crítico. Y también, sí, porque por momentos le movían a regocijo los escobilleos de punta y taco en don Joaquín, los saltitos desabridos del beato y el donaire presuntuoso con que Toledo se recogía un faldón de la levita para posarse la mano sobre los riñones.

Aunque así, en ánimo adverso... ¡qué tedio! Simuló cansancio y malestar. Les acompañaría, bebería cuanto le sirvieran, mostraríase agradecido de todo corazón por tanto festejo en su honor. Pero nada más.

-Lo de Marisabel te ha entristecido -le sentenció Toledo.

-Muy probable. Hazte cargo.

-¡Ah, comprendo!

Hubo de sufrir con paciencia el correr lento de las horas. Porque, a fin de cuentas, si bien ya nada nuevo sonsacaría, Felipe, desairado de su convite, acaso no le sirviera más adelante.

Apenas si aprovechó aún para comprometerle a intervenir con la fuerza pública en los saqueos de San Nicolás.

A medianoche remecieron la puerta de calle grandes golpes. Como no cesaran, acudió la vieja.

-No se puede -oíasele argumentar-. Estamos todas ocupadas.

Un vozarrón le repuso:

-¿Vos también? ¡Quién te va a ocupar a vos, churra!

Hubo entonces alboroto, empellones en la oscuridad, y de repente se plantó en medio de la sala un hombrote bigotudo.

-¡Hem! El Gallo.

-Un matón que, porque tiene sus reales...

-¿Qué busca, el amigo Gallo? -le preguntó irónico y apaciguador don Joaquín.

  —159→  

-Trago, baile, fandango, camorra.

-¿Trago? Bueno, sírvase.

Don Eliecer le pasaba una copa.

-Yo también convido. Fíeme hasta mañana, ña Celinda.

-No fío a nadie, so roto... con permiso aquí de los caballeros... imprudente.

El hombrón le respondió con una morisqueta obscena, que hubiese hecho reír si José Pedro no se levantara del diván.

-A ver, ¿qué pretende?

Midiendo la talla fornida de Valverde, dijo el hombre, medio fanfarrón, medio despectivo:

-¡Bah, don Pepito Valverde! Con estos gallitos me gusta a mí encontrarme.

-Ya nos encontramos.

-No, pues, si yo no soy... de San Nicolás.

-¿Qué quieres decir, mierda?

El matón empuñó las manos. Pero antes de que las alzara, José Pedro le martilló con dos golpes de puños los antebrazos, y le dejó ambos miembros adormecidos. En seguida, cogiéndolo por un hombro, le urgió:

-Ahora, con la boca bien cerrada, lárguese, amigo.

-Eso. Me gusta. Quiero ser su amigo. -confirmó el borracho.

-Sí; creo que le conviene más. Conque... váyase ya.

No se mostraba el Gallo dispuesto a marcharse, sin embargo. Se miraron todos las caras.

-¿Qué hacemos con él?

-Llamar la policía -resolvió Felipe Toledo.

-¿Y quién la saca de la cama, señor? No sea inocente.

En eso sonó una bofetada. El matón caía largo a largo.

José Pedro, que le había espiado los movimientos y que calculó cuándo estuvo repuesto del adormecimiento a los brazos, habíale visto echar mano a la faja. Del suelo, a su lado, levantó en efecto un cuchillo corvo don Joaquín.

-Levántate.

Con un chichón en la frente, grueso como un membrillo, el Gallo se tambaleaba.

Lo cogió entonces José Pedro por la espalda, de ambos hombros, le apoyó con fuerza la rodilla sobre la cintura, hasta que le arrancó una   —160→   queja, y como un monigote lo empujó a la calle.

Oyéronle gritar afuera:

-Si yo quiero ser su amigo, don Pepe. Si quiero ser su amigo. Es que no conoce mis modos.

Hubo risas; pero don Joaquín opinó:

-Y nada raro que tendría. Estos ogros se entregan como perros fieles al que reconocen más hombre. No lo pierda de vista, don Pepe.

-¡En fin, qué alivio! -suspiró para sí José Pedro.

Se había desahogado.

La menor de las muchachas le dio un beso y se le colgó del brazo.

No hubo cuecas, de ahí en adelante. Mientras preparaban una cazuela, Pepe quiso dormir un sueño. La chiquilla lo condujo a su cuarto.

Cenaron ya con las primeras luces del alba, en el patio.

Y momentos después José Pedro ensillaba en el corral de don Eliecer, calzábase las botas y las espuelas y partía rumbo a La Huerta.

Aunque le hubiesen agasajado con cariño, aunque aquel matón le hubiese ofrecido una válvula para desahogar su mal humor, iba colérico. Sí; colérico por cuanto supo de Marisabel, por la emoción de un día fracasado y porque se llevaba una vez más el convencimiento de que, en medio de tanto malhechor y de la evidente inutilidad de policías y gobernantes, no había medio de vivir en los campos de Chile sin el arma al brazo.

  —161→  

Dormía José Pedro noches después, cuando lo despertó un resplandor que llenaba el dormitorio. Saltó de la cama y a medio vestir se lanzó al patio. Allí hacía sofocante calor. Todo el cielo estaba encendido, hasta borrar las estrellas.

Sebastián apareció a su vez por el portón. Descalzo y apenas con un largo poncho encima, volvía de inquirir.

-Incendio, patrón -dijo con aquella su voz dura y recta como un estoque.

-¿En el fundo?

-Al lado. Se le quema el monte a La Mielería.

-A medianoche... ¡Qué raro!

-Raro es.

Fueron caminando hacia el huerto juntos. Allá, lejos afortunadamente, ardía una loma. Borbollones de humo negro constelado de chispas subían de la extensa hoguera, se rizaban en bolas y caracoles enormes, se despeinaban en lo alto y se iban, como si el viento hubiese resuelto escarmenar aquellas melenas trágicas para echarlas en dirección opuesta.

-No veo peligro para nosotros.

-Tampoco yo. Quedamos distantes. ¿Qué hora será?

-No dan las tres todavía.

Pensativos; decidieron recogerse de nuevo.

Pero José Pedro no tuvo ya tranquilo dormir. Su imaginación había volado al merodeo de bandidos y esta intuición de la vigilia se le convirtió en pesadilla después. Terminó por desvelarse. Cuán estrafalarios, en verdad, los sueños que había tenido. Eran, sin embargo, lógicos, dentro de un mundo fantasmagórico y absurdo. Concordaban con su propio ayer, un ayer, delirado pero firme para prestarles base. ¿Por qué, mientras un sueño se desarrolla, nos vienen a la memoria recuerdos de antecedentes que nunca sucedieron, pero que todo lo justifican entonces por claros y ciertos? Se sueña un presente con su correspondiente   —162→   pasado. Resulta inquietante que tengan su pasado los sueños también. Hace pensar que vivir y soñar pueden ser fenómenos idénticos.

Se chapuzaba, divagando así, cara y cabeza, para salir a faenas, cuando los mozos del «pelotón bravo» golpearon a la puerta.

-Anoche asaltaron a la patrona de La Mielería.

-La dejaron en un río de sangre, a la pobre.

-Cargaron con las alhajas y la plata.

Tras de atender a mil pormenores, José Pedro resolvió:

-Hay que ir allá, ensillen.

-Ya ensillamos, para su merced también.

-Agarre cada cual su pívori.

Repletaron de tiros las cananas, pusiéronse las carabinas a portafusil y partieron, seguidos por los perros.

La peonada, las mujeres y los niños, en alboroto, los miraron alejarse. Iban los cuatro empinados sobre los estribos, a trote largo y veloz. Se les vio achicarse por la perspectiva del camino, hasta ser sólo cuatro puntos pardos entre cuatro polvaredas.

A medida que se internaban por el fundo vecino, el aire sentíase más y más candente, sobre las mejillas, aun dentro de los ojos. A la luz de la mañana, las humaredas habíanse vuelto grises y el fuego de ocre fúlgido. Ya más próximos, oyeron el crepitar de los árboles en llamas, semejante al tiroteo de un combate, y el olor de los leños verdes ardiendo escocíales en las narices y les dejaba en las gargantas regusto de alquitrán.

Se desmontaron frente al caserón de La Mielería. Largo de cien varas, con el corredor encalado entre las tejas y los ladrillos de pastelón, se tendía del molino a la capilla. El incendio lo enjoyaba de oriflamas.

A José Pedro lo impresionó.

«Gran mansión», se dijo.

Pero no se descubría ser ninguno. Se hallarían todos, los hombres por lo menos, en el infierno de la loma; porque se divisaban allá cuadrillas haciendo febrilmente cortafuegos a fin de aislar la hoguera.

Hubo de aguardar, mientras sus muchachos buscaban quien lo recibiese.

Fulgía el cielo, todo él un esmalte amarillo por el naciente; una larga nube gris, franja de humo flotante e inmóvil, limitaba este color,   —163→   y del cenit al horizonte opuesto la bóveda era un inmaculado cristal verde cuyo reflejo teñía los seres y las cosas en la tierra.

Una sirviente joven acudió al cabo, cubierta entera por su delantal azul. Blandía una gran llave, llave de iglesia o de palacio, que introdujo en la cerradura de la puerta central. Invitó a pasar a José Pedro y se agachó para descalzarle las espuelas.

La contuvo él. Venía sólo a pedir la venia de la señora con el objeto de perseguir en sus campos a los bandidos, sin demora.

-Está en cama todavía, la pobre.

-¿Grave?

-Otra estaría muriéndose. Pero ella... Señora más alentada no se ha visto.

Verbosa, enardecida, relató cuanto sucediera. Obtuvo él en limpio que a la dama le habían partido la frente de un culatazo, que luego le pusieron mordaza, que vaciaron de joyas y dinero el bargueño y que, notándose atacados al huir, a tres sirvientes habían tumbado heridos.

El Valverde sintió arrebatársele la sangre.

-¿Cuántos eran?

-Dos entraron al dormitorio de la patrona. Dos más parece que aguaitaban afuera.

-Vaya, hija, y pídale autorización para que su vecino Valverde, que ha venido con tres mozos bien armados, tenga paso franco por el fundo y pueda perseguir libremente a los malhechores.

Regresó la criada con el permiso y el encargo de manifestarle que, a su vuelta, «le hiciera el honor de visitarla para recibir la expresión de gracias.»

No tuvo éxito José Pedro en su empresa. Aunque la lógica indicara que tras el asalto los bandoleros huyeran a través de bosques y lomajes y que prendieran el monte para cubrirse la retirada y detener a la gente con el trabajo de apaga, no se halló el menor rastro de cascos o plantas extrañas.

Retornaron despechados a media tarde.

José Pedro fue introducido al salón, estancia con olor a medio siglo, pero de lujo extraordinario. Alfombra, muebles dorados, espejos en óvalo que cubrían cada cual media pared, cortinas de raso recogidas por cordones de seda terminados en gruesas borlas, cornucopias, candelabros   —164→   con gordas velas de cera, techo decorado, nada faltaba para certificar fortuna cuantiosa y vieja.

Inducía todo ello a bajar la voz con respeto.

Los cortinajes del testero se apartaron al fin para dar paso a misia Carmela Burgos. Alta, gris, adolorida, los hombros separados y angulosos como los dos alones de un cóndor, a la vez lujosa y raída, se fundían en su talante la mujer colonial y el fantasma de una reina loca.

-Qué gusto y qué consuelo -dijo avanzando- recibir a un joven buenmozo y valiente después de haber sufrido la cobarde fealdad de esos energúmenos.

Y tendió la mano.

José Pedro se la tomó con reverencia.

-Siéntese. Muy fea me viene a conocer, Valverde.

Un pañuelo blanco le vendaba la frente a manera de bonete y una mancha cárdena le descendía sobre la sien.

-Mayor dignidad, señora, tiene usted así.

-Nada. Un horror, hijo.

Hablaba cual si ni dolores ni pérdidas valiesen la pena fuera del estropeo de su físico. Tenía la voz cascada y algo varonil; pero en las pupilas, que le hacían indescifrable la edad, creyó José Pedro descubrir, lleno de asombro, la chispa de la hembra que aun quisiera gustar y encender al hombre.

-Su tío, el capellán, no me quería. Me juzgó siempre loca y no sé si también mala pecadora.

-Jamás le oí tal cosa.

-Pues yo sí. Como que me confesé con él en cierta cuaresma.

-Enmendaré yo a mi tío, entonces. Quiero vengarla.

-¿De don José María?

-De los bandoleros.

-Si da con ellos. Y no dará. Lo comprendí esta mañana, después de haberse lanzado usted al campo como fiera despistada. No era ésa la dirección.

-¡Cómo!

-Se valieron del incendio como estratagema. Huyeron con rumbo inverso, hacia Leyda.

-Muy probable.

  —165→  

-Mientras los creían cubriéndose la retirada, se iban con su frescura y su botín por camino real.

-Piensa usted como un general.

-De general soy viuda, hijo.

-Pues tarde o temprano daré con ellos.

-¡Ojalá! ¡Oh, si el revólver me obedece anoche! Yo habría dado, no con ellos: en ellos.

-¿No hizo fuego, el revólver?

-Arma mucho tiempo guardada, falló. Y me lo arrebataron. Fue una pifia. Porque... había que verlos: dos tipejos. enclenques. Pero me descargaron aquel golpe en la cabeza y no supe de mí hasta despertar en un charco de sangre. Le habrán contado ya lo demás.

Discurría con entereza y coquetería, mixtura que a José Pedro lo desconcertaba. Jamás había tratado él dama semejante. No aceptó que le trajesen médico: ella se curaría sola, como siempre. ¿Enviar parte a las autoridades? Años hacía que perdiera la candidez. ¿Sus alhajas? ¡Psh! Aplaudía, sí, la idea de «este buenmozo»: la justicia por sí mismo. ¡Qué temple! Sólo que repelía en ella esa verde vejez, como de sensualidad o romanticismo insatisfechos. José Pedro sentíase por momentos incómodo al recibir sus frases intercaladas: algunas, verdaderos piropos, y aun de vehemente insinuación. Por algo el cura la tendría por loca y pecadora. Lástima. Dolía ese degradar de lo noble a lo ridículo.

Se retiró perplejo, aunque sí en esfuerzo por entenderla y dispuesto a cultivar su amistad.

Antes sólo habíale divisado al pasar por el camino, generalmente rodando en su coche, y en cierta ocasión a pie: apeada de la diligencia en la carretera, fuere porque su carruaje no la hubiese aguardado en el cruce, fuere por capricho u ostentación de fuerzas, había emprendido por sus propias piernas el viaje hasta La Mielería.

-Vayan a ofrecerle coche a esa vieja loca -dijo aquella vez el cura.

Pero ella no aceptó la gentileza. Y la vieron alejarse, firme, a trancos iguales, con el vigor de un hombre. Legua y media debió marchar así.

Tanta singularidad, tanto carácter y tanta perspicacia de la dama para esclarecer el error en que incurriera él en su persecución, enconaron el empeño de José Pedro para perseguir a los ladrones. Al día siguiente   —166→   fue a verse con Felipe Toledo. Conferenciaron ambos en seguida con el gobernador. No tuvo ello, naturalmente, otra consecuencia que algunas visitas de polizontes en patrulla, en cúmulo de conjeturas y malas pesquisas. Nada efectivo, inteligente o sagaz.

Una tarde, concluidas las avientas de las últimas parvas, se le acercó Sebastián.

-Me parece -anunció, rascándose la cerviz y con su gesto habitual de subir y bajar alternativamente las cejas- que hay pista ya de los salteadores. Me mandan un buen soplo: son tipos de Culiprán y compinches de ese mentao Trompo.

-¿El de San Nicolás?

-Ese mesmo que su mercé y yo queremos tantísimo.

En el plexo de José Pedro se anudó algo como una gustosa promesa. Le asaltaron deseos de abrazar a Sebastián. Lo conmovía su máscara de bronce, tan ennoblecida por la nariz aguileña y tan viva de malicia.

-¡Magnífico, viejo! -exclamó-. Cítame a mis niños del pelotón bravo y ven tú con ellos esta noche.

  —167→  

El portazo rebotó en las tinieblas del corral y los hombres paralizaron todo movimiento.

Se vio avanzar desde la casa una lámpara encendida, sola, como fuego fatuo: su reflector lanzaba los rayos adelante y tras él velábase por completo quien venía con ella.

A cada cambio de la luz, el ojo de algún caballo fosforecía en alarma. Un bufido puso en el aire temblor de sobresalto animal.

La voz de don Eliecer se alzó sigilosa entonces:

-Vuelva ese reverbero, hija, que nos espanta las bestias.

Luego, hacia los compañeros, advirtió:

-Es la Catalina.

Ya en la sombra de las trancas, la señora decía con misterio:

-El Gallo. Se me presentó de repente. Porfía que ha de hablar y ha de hablar no más con don Pepe. Alega que le trae un soplo importante.

Entre los hombres hubo murmullos en conciliábulo. En seguida, silencio. Quedó murmurando sola el agua del canal escondido.

Y al cabo, mudos, precedidos por la señora con su lamparín, José Pedro y los dos compadres dirigiéronse a la casa.

De pie al centro del comedor, aguardaba el Gallo. Entre las cejas y el bigotazo, la nariz le rojeaba como un chorizo.

-Buenas noches.

-Buenas.

-Asiento, Gallo.

-He venido a probarle que quiero ser su amigo, don Pepito Valverde.

José Pedro hizo girar el reflector, de modo que proyectara todo su haz sobre el visitante, y él permaneció en la zona sombría.

-Usted dirá qué prueba es ésa.

  —168→  

Comenzó el Gallo algo a trompicones; mas poco a poco fue dominando sus acentos. No debía extrañarle a don Pepe que adivinara intenciones, porque...

-En pueblo chico, los datos ruedan y...

-A veces ruedan disparates.

-¡Hum! Oiga, señor, mire... ya...

-Hable claro de una vez, hombre.

Don Joaquín reforzó la exigencia:

-Desembuche, amigo, que la mujer preñada no se mejora botando flatos.

-Bueno. El caso es que me recogía yo casualmente a la madrugada, todavía con noche, cuando veo llegar a don Pepe con sus niños, todos muy emponchados. Se notaban, sin embargo, las carabinas. Después, el resto del día, lo topé a cada rato por el pueblo, y ya de punta en blanco: pantalón a cuadritos, patitas de gallineta, sin esas botas de ahora y de por la mañana, chaquetilla negra, faja, chamanto de seda... Pero de los mozos, ni rastro. Yo me divierto siempre en la cantina y las posadas, tomo mis tragos, observo... El día lo pasó don Pepe de paseo con el secretario de la gobernación, como patrón elegante que ha venido en coche de su fundo. Con lo que yo sabía y con lo que sospechaba, me convencí de que había disimulo en todo eso.

-¡Qué sabe usted, hombre! ¿Y qué significan esas sospechas?

-Pero, don Pepe, ¡buena cosa! No me haga darle la lata con detalles. Mire: cuando descubría a los tres mozos armados que salían, ya cerrada la noche, de la casa de don Joaco y se venían acá, al corralón de don Eliecer, ya no tuve duda.

-¿Duda de qué?

-¡Beh! Hay que ser muy corto de vista para no ver a través de un cedazo, por mucho que lo quieran tupir.

-En fin, al grano, al grano, amigo.

-Ahora estoy seguro de que aguaitan al huaso ese que ustedes llaman el Trompo. No se asombre, señor. Si todo el mundo espera ya que reciba ese tipo alguna vez una sorpresa.

-No se pierda de listo, Gallo.

-¿Y cuál es el soplo de amigo que me trae?

-Allá voy. Yo que cavilaba; como le digo, ata y ata cabos, cuando...   —169→   ¿no me toca meterme donde Buenas Peras para que le cambie las herraduras a mi yegua y escucho ahí lo que hacía falta? Que los pacos habían cortado con rumbo a Culiprán, a la siga de los salteadores de La Mielería, y que al cruzar por San Nicolás le habían hecho mil preguntas al mayordomo.

-¡Qué brutos!

-O qué bribones.

-Continúe. ¿Quién le contó eso a Buenas Peras?

-El Trompo en persona. ¿Qué le va pareciendo? ¿Ah? Y le dijo después: «Yo me alegro, porque justamente voy a llevar un arreíto por esos lados, y si hay salteadores, habiendo policía voy seguro». Dice Buenas Peras que repitió mucho esto, el Trompo. Mucho, pero mucho.

-Que iría por Culiprán.

-Eso. Como que deseaba dejar constancia. ¿Comprende? Está claro. Él arrea para Pomaire, lo sé yo; tengo noticias de que unos carniceros lo esperan allá entre hoy y mañana para comprarle novillos y vacas gordas. ¿Comprendió ya, don Pepe?

-El hombre despistaba.

-¡Claro!

-¿Y quién me garantiza que todo esto es verdad?

Hubo una pausa. José Pedro y los compadres cambiaron miradas.

-Yo -repitió el Gallo- y me ofrezco para guía. Dentro de media hora podríamos estar en la vuelta del Membrillo. Por ahí tiene que atravesar.

Don Eliecer intervino socarrón:

-Pero es tan peligroso usted, pues, Gallito.

-¡Cómo!

-Peligrosón.

-Me ofrezco para darle a don Pepe la prueba de amistad. Además, yo iría sin armas. Ni cuchillo. Me registran. No le tendrán miedo a un hombre desarmado cuatro con carabinas y cuanto hay.

-O se queda con nosotros aquí hasta que vuelvan ellos -le propuso don Joaquín-. Escoja.

-A mí me gustaría ir. También le tengo ganas al Trompo.

-Venga conmigo -resolvió José Pedro, clavándole la mirada-.   —170→   Y oiga: no es usted tan buen adivino. Pensaba yo perseguir a los salteadores y obligar a la policía. Lo que me dice ahora me hace cambiar el propósito. Le daremos al atajo a ese otro ladrón. Pero si resulta que me ha engañado, Gallo, me la pagará. Usted me conoce. Y como guapo que se ha encontrado en muchas, sabe que cuando llega el serrucho al nudo, se mella. Conque... a ensillar.

Se internaron por el patio hacia el corral oscuro.

  —171→  

Rato hace ya que marcha el pelotón bravo en medio de la noche. Noche de otoño, con pocas estrellas. Limpio y semiazul, da el cielo sensación de pupila despierta sobre la llanura.

-Habrá más luz a medida que avancemos -dice José Pedro.

Y todos los ojos se vuelven hacia donde se adivina la luna bajo su oriente aún.

Caminan los cinco jinetes por el valle abierto. Se ve todo a manchas pero reconocible: aquí un grupo de pinos, muy nocturno; allá dos ranchos que humean cerrados y en silencio, y moteando el llano entero, los espinos, a cuyas copas inflexibles han impreso los vientos idéntico sesgo con el correr de los años.

Contra el parecer del Gallo, ha resuelto José Pedro tomar esa trocha vecinal que atraviesa los campos del Marco y empalma con el camino de Pomaire al Membrillo.

-Andaremos de más -ha opinado el matón.

Pero el jefe sabe lo que dispone.

Sólo de vez en cuando cambian alguna frase. Y caminan, callados. Por delante, Bruno y Cachafaz llevan al Gallo entre ambos. A retaguardia va José Pedro con su inseparable Pascualote.

-¿Aquél es el cerro del Membrillo?

-Aquél.

La hijuela del Membrillo inicia el valle a los pies de un cerro alto cuya falda baja vertical a hender la bruma que flota encima del Maipo escondido.

Cuando alcanzan el cruce, ordena José Pedro a los huasos delanteros apearse y observar el suelo.

-¿Hay rastros?

-Uno de caballar.

-Otro de peón con ojotas.

-De vacuno, sólo éste; pero va en dirección contraria.

Hay que proseguir, entonces. De trecho en trecho se buscan   —172→   huellas de nuevo. Y así arriban a la curva indicada por el Gallo y hacen alto. Allí otean, escuchan. Pero fuera del cascabel de los sapos y otros rumores que acunan el sueño campesino, nada se registra.

Echan pie a tierra y, en cuclillas junto al matorral, metidas por el antebrazo las tiendas, fuman, comentan, inquieren.

-¡Malaya el cambio, patrón!

-¿Por...?

-Porque sin tirarnos encima de los salteadores no hay baleo.

-Y tú te mueres de ganas.

Sí; Bruno, que ha sonado peleas, confiesa su desengaño.

José Pedro explica una vez más:

-Esto era imprevisto; pero la oportunidad no podíamos perderla. Tengan paciencia, ya correrán los tiros más adelante. Por hoy colgamos las pívoris por su argolla, en la montura.

-Yo me la tercio a la espalda.

-Como quieras. Lo esencial es que dejes los brazos bien libres.

Cada cual se acomoda, revisa sus cinchas y su lazo entre festivas ocurrencias. Sólo el Gallo no está locuaz. Le impacientan algunas miradas de Pepe Valverde, que ahora le pregunta:

-¿No habrá engaño en esto, Gallo?

-Que lo engañe yo a usted...

-Digo, después de engañarse usted a sí mismo.

-Tendría que haberme puesto muy bruto.

Pascualote dice al fin:

-Yo seguiría caminando. No sea que salga la luna y nos estorbe.

Convence.

-A caballo, niños -manda José Pedro.

Y se reanuda la marcha.

Minutos después, al término de unos trozos de alameda, al torcer otro recodo, los de vanguardia se detienen. Ha trepado uno la pirca y ha mirado mucho. Luego ha vuelto a montar de prisa, y ahora regresan los tres.

-Viene allá el piño, patrón.

-¡Chist! Hablar bajo.

Todos inmóviles, parecen escuchar con los cinco sentidos.

Un silbido, silbido de arreo, que se sostiene, tremola, ondula y se alarga como un látigo en el aire, acusa primero. Luego la nube de polvo sobresale creciente por encima de las cercas de zarzamoras.

  —173→  

Ya se oyen mugidos cuando José Pedro dispone:

-A la orilla del camino todos, en hilera, mudos, sin moverse. Hay que dejar pasar los animales primero, y en seguida, siguiéndome, cortar de los arreadores el piño.

-¡Aura sí, por la pucha!

-¡Chitón, Bruno!

Asoman al fin las vacas, lentas, ronroneantes, montándose las unas sobre las otras. A la par va la luna saliendo por el otro lado. Ya se ve cómo, en los atropellos, enrédanse los cuernos.

Al paso del último vacuno, salta José Pedro escoltado por sus muchachos.

-¿Quién va?

El Trompo se ha detenido.

-Alto. ¿Qué arreo es éste?

-Mío.

-¡Tuyo! Al cabo caíste, ladrón.

-Yo no soy ladrón; trabajo pa...

-Silencio. Entrégate. Reconoce a tu amo.

-Al asesino de misia Chepita reconozco -grita ya furioso el Trompo, y echa mano al cuchillo.

Antes que José Pedro se le vaya encima, un lazo ahorca el cuerpo del mayordomo. Rápido empero lo ha cortado él con su puñal, y otra vez libre, se le ve blandir el acero, que destella en la luz lunar. Mas junto con ello el lazo de Cachafa le apresa certero la muñeca, tira violento y el arma vuela por los aires.

-¡Caballo Pájaro! -se oye aplaudir a José Pedro.

Segundos de perplejidad diríase que paralizan el tiempo, y de repente, comprendiendo que José Pedro embestirá, vuelve grupas el Trompo y arranca el caballo a todo correr.

-Vivo, Pascualote. Yo a él, tú al caballo. Lazo al pescuezo. Yo lo bajo con el mío a él por las ancas.

En polvareda, frenéticos, parten detrás. Y pronto los lazos atrapan, precisos. Presa está la bestia, el Trompo rueda por el polvo.

-Amárrenlo.

Bruno y Cachafaz saltan de sus monturas.

Mientras José Pedro recuerda:

-Cincuenta en el culo le tenía jurados -el Trompo clama:

-¡Favorézcanme, niños!

  —174→  

Pero los dos arreadores que le acompañan no se inmutan; apenas si el Gallo, que los custodia, les percibe murmurar:

-A cada chancho le llega su San Martín.

-Bájenle los pantalones ahora -concluye José Pedro, en tanto desabotona calmadamente la penca de sus riendas.

Todo ha sucedido en minutos. Y ya está el gordo mayordomo atado a una vieja compuerta. La luna riela sobre las posaderas obesas y las tiñe de celeste inmaculado.

Dentro del canal seco, José Pedro emprende la descarga de azotes, uno a uno. Dos, tres, cuatro... hasta cincuenta bien cabales, y hasta que las nalgas varían del blanco azul al cárdeno y estríanse de hilos rojos.

Por último, suben al maniatado nuevamente a su cabalgadura.

Entonces, José Pedro, satisfecho, tiende al Gallo la mano:

-Desde hoy, verdaderos amigos -pacta con él.

Y se reagrupan, arreo y pelotón, para volver a Melipilla en un solo cuerpo, bajo la impavidez de la luna.

  —175→  

Gracias al secretario, que se levantó al primer aviso de José Pedro, en Melipilla todo trajín se hizo expedito; y al rayar la mañana rechinaba por última vez, cerrándose ya, el portón trasero del cuartel de policía.

Hubo estrépito de trancas y cerrojos por algunos momentos aún; mas en seguida ondeaba únicamente sobre las casas dormidas el cansado mugir de las vacas presas al otro lado de los paredones.

-El Trompo y los suyos...

-Quedan detenidos, a disposición del juez.

-A ver qué me corresponde ahora.

Resolverá el gobernador que, buen soldado, ya está en pie seguramente.

José Pedro pensó entonces en sus mocetones. Tras de reajustar monturas, permanecían junto a sus caballos. Debían desayunar, desde luego.

Pero el Gallo lo había previsto.

-Nada de ir a posadas y alborotar el pueblo, don Pepe. Un caldillo con ají, con cebollas, con huevos y charqui gordo lo mando yo preparar en un santiamén. Me los llevo a casa.

Poseía el Gallo, a comienzos de la población, con frente al camino real, una chacarilla donde no sólo comerían los bravos muchachos, sino que triscarían algo las bestias. Era, por lo demás, el punto ideal para que aguardasen a su patrón hasta la hora de regreso a La Huerta.

El gobernador se conquistó las simpatías de José Pedro apenas hubo emitido las primeras frases. Era hombre claro, de soluciones simples, directas y viriles. Tenía unos ojos acerados, de niñas en dilatación y oscuras que cuando se fijaban parecían los caños de dos pistolas apuntando. Las miradas partían de allí como disparos.

Celebró la proeza de José Pedro y más aún el sueño de combatir a los bandoleros. Después de oír hecho y propósito, se puso a pasearse por el despacho, y de repente se volvió y dijo:

-Con otro juez, mi señor secretario, dictaba yo a la policía órdenes   —176→   a mi gusto. Pero con este código en dos patas que tenemos, vaya usted a realizar algo.

-Con otro juez y otros policías.

Soltó la risa y aprobó:

-Así es. Esos fundilludos de chafalote colgado a las pretinas mariconas deberían cambiarse por soldados.

Observábalo José Pedro en su vestir y en sus modales, comparándolo con Felipe Toledo. Mientras el ex seminarista, joven, atildado y buenmozo tenía un rostro sin acentuación, definitivo de trivialidad, aquel militar en retiro era todo acento. Alto y duro, lucía esbelteces quince o veinte años menores que sus setenta bien cumplidos. Vestía una levita que le enguantaba el cuerpo hasta el cuello, muy marcial. El último botón escondíale la corbata; en reemplazo, la pera crecida y cana montaba encima, y entre bigote y cabellera en cresta de cepillo, las pupilas de acero descargaban su mirar en proyectiles.

Se convino en que José Pedro se fuese a su fundo, tranquilo. Toledo escribiría circunstanciada e inteligentemente a misia Jesús. Y ya citaría el juez para el proceso.

En efecto, días después, cuando José Pedro calzaba en la fragua los arados para la próxima siembra del trigo, se le presentó un polizonte con citación judicial y carta privada de Felipe Toledo.

«Considero indispensable que vengas -escribía el amigo-. El juez, cumplida la detención de tres días, ha puesto al Trompo en libertad, conforme a la ley. Por lo demás, ¡asómbrate! misia Jesús lo afianza. Se me ha nombrado depositario de los vacunos presos, pero no sé dónde colocarlos a talaje».

Como Pascualote, formado ya herrero maestro, y Sebastián, ahora diestro mayordomo, podían afrontar las urgencias de la sementera, él corrió sin escrúpulos al llamado. La citación judicial significaba mero cumplimiento de trámites. Pero la carta de la viuda de Lazúrtegui producía desaliento y cólera: ni palabra sobre Marisabel; en cambio, envolvía declaración de confianza para el empleado; y aun ponía: «Si él no decide retirarse después de tamaño vejamen, muy propio de Valverde, no seré yo por cierto quien lo despida».

-Y lo peor es -acotó Felipe- que a la maña con que yo le insinúo la conveniencia de irse, él me responde que no piensa dejar el fundo ni el servicio de su señora.

  —177→  

-Malo, muy malo... -murmuró don Eliecer allí presente.

-Está ciega.

Don Joaquín sentenció:

-Ciega. Porque ¿a qué se queda el gato, si no es a lamber el plato?

-En fin, se proveerán escritos, yo insistiré...

José Pedro perdió la paciencia:

-No, Felipe. Yo, en tu lugar, voy a Santiago, hablo con ella, la convenzo del peligro y la salvo de la ruina.

-Según eso, más valdría que fuésemos los dos.

Los compadres apoyaron la idea. Y José Pedro, por todo ello y acaso por un ansia secreta de buscar contacto con Marisabel, resolvió viaje.

A los pocos días, instruido ya Sebastián acerca de cuanta labranza se proseguía en ausencia del patrón, José Pedro se despidió de sus mocetones:

-No sé si tarde una o más semanas; pero salgo seguro de ustedes. En el día calzarán rejas y afilarán herramientas, los tres en la fragua, juntos y con sus pívores a mano. ¿Entienden? Y para seguridad del fundo por la noche, van a dormir en mi cuarto, siempre armados y alertas.

-Vaya seguro, patrón.

Esa vez lo condujo a Melipilla el coche. Así lo exigía su indumentaria de ciudad, incómoda y hasta opresora: habíasela prestado Felipe Toledo, menos fornido, pues jamás preocupárale a él adquirir para sí tales vestimentas.

Aun al subir con el secretario a la diligencia, rumbo a la capital, movíale a risa el ver su cuerpo de huaso empaquetado en una levita y coronado por un sombrero de copa.

Mucho lo distrajo, sí, el trayecto a Santiago. Dos diligencias en viaje simultáneo requería el movimiento de pasajeros y ambas competían en un correr delirante. Solían excusar los aurigas ese vértigo con las ventajas de la prisa en cuanto a economía de tiempo y con las de librar al pasaje del polvo que levantaba el carromato delantero; mas aquello constituía en realidad toda una justa entre rivales enconados, definición de superioridad entre cocheros y caballos. De posta en posta se mudaba el tiro, ayudaba nuevo postillón y la consigna de ganarse uno a otro proseguía más y más ardorosa.

  —178→  

Aquel desenfreno, aquella locura de grito, tumbos y polvareda fue para el pulquérrimo Toledo martirio de asfixia, náuseas e iras de caballerete refinado; pero José Pedro rió sin cesar, a ratos por los ascos y aspavientos de su compañero, algunas veces por el cómico frenesí que iba poseyendo a los conductores y, también, y sobre todo acaso, porque su corazón de luchador se comprometía de amor hacia su propio carro.

En Santiago bajaron blancos de polvo. Con qué alegría, sin embargo, para José Pedro: su coche había triunfado.

-Eres un niño, Pepe.

-Y tú, un exquisito joven viejo.

Treparon al tranvía en la estación de los ferrocarriles y rodaron hacia el centro.

  —179→  

-Totón, no me des té, vieja. Vengo ansioso de unos cuantos mates. Quiero el brasero y todo aquí, en el comedor -gritó José Pedro hacia la cocina.

En seguida se tumbó en el sillón frailuno. Allí siguió fumando. Exhaló una bocanada más y el humo se fue veloz por la ventana. Con la voluta en fuga se le fueron también los ojos a la campiña, a sus lomas y sus llanos, tan queridos. ¡Cómo le reconfortaba esta primera visión al volver de la ciudad y sentirse de nuevo en su casona: la lejanía de rastrojos amarillos, los follajes que se van encobrando, las mil tostaduras con que matiza los campos el otoño!

Algo cansado, pero fuerte a la vez, había en todo ello. Como en él en ese momento.

Bostezó, sonriendo al verse todavía vestido de caballerete ciudadano. Pero... acababa de llegar en la diligencia. Otra cosa sería mañana. Menos mal que muy pronto pudo en la capital adquirir ese vestón y ese flexible para la cabeza y devolver aquella levita y aquel hórrido sombrero de copa, tan absurdo sobre su cuerpo.

Dio al cigarrillo la última chupada, y al notarlo consumido ya, se lo puso entre el pulgar y el mayor, como una píldora, y lo disparó afuera.

La colilla chocó en uno de los barrotes, rebotó hacia adentro, y él tuvo que levantarse para echarla con cuidado. ¡Lo de siempre!

Hizo entonces una mueca de ironía y fastidio. Al acto fallido habíasele asociado por semejanza el baldío viaje; porque si al emprenderlo todo pareciera fácil y sencillo, en el hecho la tal facilidad y la tal sencillez habían resultado idénticas a las de tirar un pucho por entre unas rejas. Ni más ni menos.

En fin, se dijo, cuestión de paciencia, porfiar y proceder cuidadosamente.

Porque venía, despechado pero no en derrota. Y como el despecho multiplicaba siempre sus energías, los planes maduraron rápidos,   —180→   prometedores de triunfo y desquite. Desde luego, la ofensiva contra los bandoleros a la sombra estimulante del gobernador, enredaría fatalmente al Trompo y los pasos de misia Jesús o de su abogado tomarían al cabo mejor rumbo. Además, ¿no debía contribuir al éxito ahora cierto apoyo político? De algo le valdría el haber firmado en Santiago los registros del partido conservador y regresar con su nombramiento de agente regional en el bolsillo.

A plazo breve o largo, pues, vencería.

Mas por de pronto se obstinaba misia Jesús. Al principio recibió atenta y aun con gratitud las denuncias y las opiniones de Felipe Toledo. Sin embargo, de buenas a primera mostrose cambiada. Cuando el secretario, tras de algunos consejos, le propuso contacto personal con su yerno, la señora montó en cólera:

-¡Qué! ¿Pretende que yo lo reciba? ¡No faltaba más! Dígale de mi parte, así, como suena, que si yo fuera capellán lo recibiría... en confesión. A ver si me recitaba él ahora de rodillas el Yo pecador. Como Valverde, comprenderá el recado.

A José Pedro le arrancó una carcajada la respuesta. Luego tuvo impulsos de ponerle cuatro letras y anunciarle que, a pesar de los pesares, pronto sería ella quien solicitaría la entrevista. Sólo que... más valía esperar.

El hecho es que de allí en adelante la viuda de Lazúrtegui reveló más y más frialdad para con Toledo.

-He resuelto -le advirtió por último- que me atienda estos asuntos mi sobrino Cipriano Correa. Es abogado, prudente y rico. Sí, muy rico; de modo que me servirá por mero interés de familia. Hablé ya con él. Me promete ir allá y tornar las medidas que más convengan.

Había surgido, pues, un percance insospechado. La colilla rebotando en el barrote.

Pero tanto José Pedro como Toledo conocían a Cipriano Correa. También este personaje había estudiado en el Seminario y dentro del mismo curso con ellos. Lo buscaron. Era un joven corpulento, fofo de carnes, sonrosado y pelinegro, con ojazos de pestañas largas y en arco que le daban expresión de dama hermosa y bobalicona.

Lo convidaron al Teatro Variedades, luego a cenar en un café que se abriera en la calle de la Nevería con los artistitas del incendiado casino del Puente de Palo. Y ya en esta velada les corroboró el juicio que de él se formara Toledo desde antiguo.

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-Es una mezcla de tonto y listo, avaro, prestamista y acomodadizo a cuanto le conviene.

-De los que cuando se hallan entre tuertos cierran un ojo.

-Exacto. Y siempre atisban presa.

Bien. Quedaba tiempo. Ya se lo irían ganando, con maña y perspicacia.

Frecuentaron su trato. Hacia las once de la mañana, porque se había puesto ello de moda, iban con él a cierta panadería cercana del Tajamar, a la que llamaban los elegantes el Pan de la Gente. Allí comían roscas recién salidas del horno. Luego despedían al mezquino goloso bien regalado, pues le ponían en brazos un paquete de bollos, que se llevaba él a su solar de la esquina del Chirimoyo con el Colegio Agustino.

-¿Por allá vive? ¡Pero si eso está vecino al Galán de la Burra!

-Dos cuadras de ese basural le pertenecen ya. Tiene ojo de millonario.

Jamás pagaba Cipriano, por cierto, el menor consumo. Retribuía las atenciones de José Pedro sólo conduciéndolo a conocer los adelantos de Santiago: el palacio de Urmeneta, el de Díaz Gana, la Alhambra, la quinta Meiggs. Gracias a sus buenas relaciones, lo introdujo al nuevo edificio del Congreso, y también al Teatro Municipal, aquí de día, eso sí, no a horas de función.

José Pedro, por momentos, no sabía si reírse o propinarle cuatro frescas. Se vengó una noche, única en que Cipriano abrió la cartera para festejar a cierta cantadora del Variedades. Durante la cena, bastáronles unos guiños a esta mujer para convenir cita con ella. Y lo burló.

Pronto empezaron a correr los días de José Pedro entre meras satisfacciones de su curiosidad y lánguidos aburrimientos. Por las mañanas visitaba cuanto de nuevo le ofreciera después de tantos años la capital. Ingresó a la Sociedad Nacional de Agricultura y tuvo allá la emoción de conocer a Vicuña Mackenna, para quien las modernizaciones urbanas le habían acumulado entusiasmo. Mucho le celebró el dinamismo, y más aún la ocurrencia de transformar el Santa Lucía valiéndose del trabajo de los malhechores presos en la cárcel; y cuando le advirtió él que aquellos individuos habían «prestado sus servicios por acto absolutamente voluntario», su admiración creció hasta las risas del regocijo. ¡Era todo un hombre, todo un ejemplo, don Benjamín!

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Concluido el almuerzo, recogíase José Pedro al Hotel Inglés, para dormir la siesta. Se ponía otra vez en pie al atardecer. Desde un barandal interior contemplaba entonces largo rato la urbe crecida. Rompiendo la extensa monotonía de los tejados, las cúpulas de los templos, cada cual entre sus dos torres, sobresalían como cabezas echadas atrás entre los brazos alzados en clamor. El sol poniente les traspasaba los cristales, encendiéndolas. Después oscurecía, en la Catedral doblaba el sombrío toque de ánimas, y él salía entonces, ya para no volver sino a medianoche, cuando desde la calle de la Bandera otra campana, ésta muy femenina, muy monjil, llamaba para maitines a las Capuchinas.

No fue, pues, del todo vacía su permanencia en la ciudad, aunque frutos positivos para su principal empeño no lograse. Marisabel seguiría en su convento. ¡Qué hacer! Cuantas veces ascendió al Santa Lucía y oteó desde allí los claustros y los huertos de las Claras y del Carmen Alto, bajó sin la menor imagen de monja o reclusa.

Por fin, cansado, embarcó en la diligencia con Felipe Toledo, una mañana gris.

La Totón entró al comedor envuelta en aromas de yerba y azúcar quemada. Posó a los pies de su patrón el brasero colmado de trebejos y, los morenos antebrazos en equis sobre el vientre, aguardó reverente y curiosa. La deslumbraban aquel chaquetón castaño con ribetes de cinta, el cuello almidonado y abierto, la corbata de lazo verde bronce, todo ello en gama con el oscuro rubio de la barba tenoriesca y con las pupilas de mar.

Conmovida por este conjunto de virilidad señorial y seductora, suspiró:

-¡Lástima que así no lo viera nunca mi hijita, mi Chepita, que Dios tenga en su gloria! ¡Y cómo lo habrán mirado las santiaguinas de polisón! ¡Jesús!

-Te vas poniendo chocha, vieja.

Ella continuó hablando. Hervía en preguntas. ¿Y Marisabel? ¿Encerrada siempre? ¡Ave María! Si no tenía genio de monja. Ella, tan vivaracha, tan fogosa... ¿Verdad que habían demolido la capilla de la Soledad? ¡Los herejes!

-Pero hay mucho progreso, Totón. ¿Te acuerdas del Huelén? Ya no es el promontorio de rocas donde vivía un gringo estrafalario que   —183→   observaba las estrellas. Ahora, un parque, un ramo de flores, lleno de fortines, castillejos, plazoletas... ¡Qué sé yo! Hasta café, restaurante y teatro.

-¡Bendito sea el cielo! ¿Otro matecito? ¿Se lo cebo yo?

-No. Llevo seis en el buche, vieja. Tengo hambre ahora. Tengo sueño. Oye: y tengo ganas de beber. Con el puchero, traeme un jarro de vino. Anda. Y prende la lámpara, que ha oscurecido.

Las chancletas de la vieja se alejaron con bisbiseo de rezos en la penumbra.

  —184→  

Durante una espera que medía ya casi dos semanas, dedicose José Pedro a ensillar, hacia el crepúsculo, su yegua Siempreviva. Lo hacía por impaciencia y por gusto: impaciente lo tenía la falta de noticias sobre los asuntos de San Nicolás y la distracción mejor para sosegar los nervios le resultaba el ejercicio de sus aficiones ecuestres. Aquella potranca, por lo demás, tras ligero adiestramiento, haría par con la Malvaloca, otra mora tapada, casi azul. Idénticas en genio, pelo y hechuras, formarían ideal pareja.

Lograba, pues, que coincidieran en este paseo cotidiano y vespertino su placer y sus ansias.

Y así una tarde, al enfrentar el camino real, divisó detenida la diligencia. Una dama y un caballero descendían del carromato, subían al coche de La Mielería, cerca de allí apostado, y se ponían en marcha.

Pronto se cruzó con los viajeros en el callejón. Se reconocieron. Pararon a saludarse.

Eran misia Carmela Burgos y Felipe Toledo. Venían ambos de Melipilla. Se habían conocido en la gobernación, adonde fuera ella por trámites relativos a su salteo, y como cabalmente las últimas veinticuatro horas habían sido agitadas por acontecimientos sensacionales, Toledo, resuelto a correr hacia José Pedro, habíase unido a la señora para llegar, en el carruaje galantemente ofrecido por ella, hasta las mismas casas de La Huerta.

-Te traigo novedades.

¿Buenas?

-¡Oh! Sucesos que pasman.

-Boquiabierto se quedará usted, Valverde.

-Pero hablaremos en tu casa. No atrasemos a la señora Carmela.

De nuevo arrancó el coche, y detrás, al galope, José Pedro.

Minutos después, bajo el alero del corredor, los dos amigos fumaban, arrellanado el uno, tenso el otro de curiosidad.

-Habla.

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-Espera. Me muero de sed.

José Pedro llamó a la Totón. Que les trajera queso, aceitunas y una botella del blanco ajerezado. Rápida.

-¡Ah! -gritó aún a la vieja-. Este caballero come y aloja hoy aquí. Así es que tuércele a un pollo el pescuezo, sácale caldo para una buena sopa y, entero y frío, nos lo sirves para empezar.

-¿Con ensaladita?

-Eso. De cebollas, tomates y ají verde.

-Ya, patrón.

Luego José Pedro urgió a Toledo:

-Bien. Habla tú ahora, hombre de Dios.

-Ante todo, te prevengo que se ha enamorado de ti esa doña Carmela.

-¡Oh!

-¡Qué hablarme de tu apostura, y tus ojos fosforescentes y tu barba de joven conde, y tu coraje, qué sé yo!

-Basta de majaderías, Felipe. ¿Qué pasa?

-¡Uy! ¡Qué no pasa! Verás. Sin preámbulos: Cipriano Correa se me apareció para la engorda, hará ocho días. Recogió de mí los datos que le interesaban, del proceso tuyo, de los antecedentes del Trompo, hasta de María Santísima. Traía poderes amplios. Antes que continuar exponiéndose a robos o manejos dudosos, tanto él como misia Jesús optaban por vender todos los animales en estado negociable, se hallasen gordos o sólo preparados para la engorda. Se había tratado en Santiago previamente con abasteros y hacendados vecinos, de los cuales obtuvieron anticipos depositados en banco. Y enterado de cuanto le dije acerca de los bribones que allí merodean, subió al rico landó de misia Jesús y se fue a San Nicolás. Bien. Ahora viene lo bueno. Poco transcurre, cuando ayer se me presenta en la secretaría, hecho un costal de dolores, entre ayes y lamentos. Toda su finísima gordura, machucada; entristecidos los ojazos de dama boba, y la voz, entre exhalaciones de fuelle roto y música de quejidos.

La risa de José Pedro impuso una larga pausa, que ambos aprovecharon para beber.

-¡Caballo Pájaro! Adelante.

-Sucedía que, finiquitadas las ventas, repleto de dinero el maletín y dispuesto el regreso a la capital, ¡cataplum! ¿Qué te figuras?

-Salteo.

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-Exacto. Nuestro gran Cipriano, según cuenta, viene del retrete a su cuarto, entre ocho y nueve de la noche, con la vela encendida en una mano y en la otra la correa con que se amarra los pantalones, cuando de repente, al entrar en el dormitorio, alguien que lo espera tras de la puerta sopla, le apaga la luz, le tira un poncho a la cabeza y de una zancadilla lo tiende como buey desjarretado en el suelo. Ni gritar pudo: entre pánico, sofoco y asfixia, se sintió cadáver. Lo amarraron. Con su propia correa remataron el lío. Como lo sintieron gruñir, le descargaron dos patadas en plena cara y algunas docenas por el resto del cuerpo.

-¿Y a todo esto, el famoso Trompo?

-Aguarda. Ya con el sol fuera, entra la sirvienta, lo descubre, chilla, pide auxilio. Cipriano se ve desatado al fin. Lo que no ve es el maletín. Van, vienen, corren. El Trompo, en su camastro, se halla en la misma situación: amordazado, preso de manos y pies.

-¿También golpeado?

-Según él, sí; pero no presenta señales de golpes.

-¡Bellaco!

-Eso. Pensamos lo mismo.

-¿Dónde está Cipriano ahora?

-En Santiago, por su Galán de la Burra. Se largó despavorido. Ha delegado su poder en mí. Soy yo desde ayer el abogado.

-¿Y qué piensas de todo esto?

-Lo que tú. Que no hay tal salteo. Un grosero simulacro.

-¿Y qué harás con el Trompo?

-Pregúntame qué hice. Anoche durmió ya en el calabozo.

-¡Caballo Pájaro!

-Bien decía ese huaso don Joaquín. ¿A qué se queda el gato, si no es a lamber el plato?

-Ni conjeturar se necesita. Esto es evidente. ¿Que se llevan el ganado? ¿Que se me brocea la veta? Vengan mis compinches. Salteo y... ya nos repartiremos.

-En fin, ha caído.

José Pedro se paseaba exultante. ¡Zángano, bellaco! ¡Lo que había intrigado, además, ante misia Jesús! Él fue quien denunció las rondas a medianoche, quien produjo la serie de riñas entre madre e hija, quien lo hizo culminar todo en el retiro definitivo a Santiago y el encierro   —187→   en el convento. ¡Espía, delator y forajido! Por él sufría esa niña lo que sufría.

-Te odia.

-Déjalo. Le pasará lo que al zángano que se pensó afilar el aguijón en una lima y al cabo de tanto fregar se quedó rabón. Ya verá si es duro mi acero.

Entre copas y comentarios, risas y planes, consumieron la noche, hasta recogerse.

Y muy de mañana llegó el propio de La Mielería con carta de misia Carmela Burgos. Rogábales almorzar con ella. No les valdrían excusas, pues no sólo tratábase de que le hicieran «el honor» de sentarse a su mesa; «me acaban de ofrecer derroteros de sumo valor que les urge conocer a ustedes», añadía la señora, y terminaba con un «los espero, pues», que no permitía réplica.

-¿Vamos?

-Ya lo creo. Yo te mando a la tarde a Melipilla en mi coche.

-Bien. Te ayudaré a incluir una viuda entre tus víctimas.

-No jo... robes. Iremos porque sabe siempre mucho de bandoleros esa mujer. Hasta se murmura que con ellos anda cierto protegido suyo.

A mediodía se dirigieron adonde la suntuosa y extraña doña Carmela.

La encontró José Pedro bastante cambiada, con algo muy próximo a la transfiguración. Desde luego, sin aquella tonalidad gris de cuando la visitara por primera vez; un viso granate, fluyendo de ciertos adornos, le bañaba cálidamente la negra tenida. El rostro, en la pasada ocasión marchito y doliente, aun trágico, ahora irradiaba con no se sabía qué arreboles. Sí, eso: casi había, en esta nueva figura, belleza de tarde arrebolada. Tampoco los hombros se le abrían ya como alones de cóndor enfermo; vibraban con prestancia, y una manteleta que dejaba ella resbalar por su espalda, para recogerla con señorío sobre los antebrazos, suavizábale aún lo que ayer pareciera flacura y se lo hacía gracilidad. La reina loca, en fin, aunque siempre dura, sin morbideces y un tanto varonil, esponjábase de plenitud femenina.

Y bien, llegó a preguntarse José Pedro, ¿cuál es, así, la edad de esta mujer? Con razón Felipe Toledo había podido gastarle aquella broma de añadir una viuda en la lista de aventuras.

Ni durante la charla inicial en el salón ni después almorzando,   —188→   quiso doña Carmela rozar el punto de su confidencia. Debía transcurrir todo amable, señoril, placentero. La mesa tuvo caracteres de festín palaciego y de comilona criolla: tras algunos bocadillos, un jerez en cristal cortado, la estacional cazuela de pava, luego una gran fuente de plata colmada de pollos, chorizos y otras carnes que asomaban entre frutos de la tierra en conjunto de cornucopia desbordante, y por último derroche de postres.

Sólo se habló del tema confidencial cuando, libres de oídos indiscretos, al sol del corredor interno, bebieron el café y las mistelas.

-Bueno, jóvenes -dijo ella entonces-, comenzaré por una confesión: yo tengo un amigo bandolero. ¡Oh, no pongan ese gesto! No se trata propiamente de amistad. Hay apenas protección, amparo al hijo de mi vieja lavandera ya en el seno del Señor.

-El Pelluco -apuntó José Pedro.

-Exacto. No es un misterio por estos campos. El Pelluco, famoso pero no tan malo. Tiene todavía enmienda. Verán.

La escucharon absortos. El muchacho andaba entre malhechores varios años ya. La policía lo buscaba, y él, entre matorrales hoy, mañana huyendo hacia lugares distantes, veíase precisado a mal vivir. Pero habíasele presentado aquella madrugada, como lo hacía de tiempo en tiempo, cuando le apuraban el hambre o el frío. Quería regenerarse. No había matado, «no le había tocado aún», como tampoco el recibir bala o herida. Sabía que los hechores del salteo a La Mielería eran el Cachoecabra y su banda, que al simulacro de San Nicolás habían concurrido los mismos individuos y que ahora escondíanse dispersos. Continuarían así mientras fuera prudente. Luego se reunirían, probablemente cuando el Trompo saliese por insuficiencia de pruebas en su contra. Pues bien, estaba Pelluco dispuesto a servir, si se le aseguraba no prenderlo. Quería que doña Carmela recuperase sus joyas y soñaba con la regeneración para él. Su ensueño final era ingresar a la policía, como tantos lo hicieron.

-Así anda por eso la policía.

-Verdad. Pero el chiquillo está resuelto a volver a la vida honrada.

-¿Dónde podríamos verlo?

-Me prometió regresar. Lo hará de repente, cuando calcule que no corre peligro. Me parece que debemos aprovecharlo y servir a Dios devolviéndole una oveja descarriada.

  —189→  

-¿Lo conoce usted bien, señora?

-Desde que nació. No es malo. Creo en sus propósitos. A mí no me engañaría. Me quiere, me debe ayuda, recurre a mí como a su madrina.

Meditaron, dama y amigos, y al cabo convinieron el plan posible. Garantizaría la gobernación el no perseguir al Pelluco; él, a cambio, fingiéndose fugitivo en riesgo, deambularía siempre, allegado a pícaros y cómplices, tiraría lenguas y acaso, topándose con alguien de la banda del Cachoecabra, lograse lo deseado. Sí, aquello combinaba una buena pesquisa. Al Trompo, valía más no mantenerlo mucho tiempo encerrado, y consentirle visitas, que serían espiadas. Hasta la libertad condicional, en oportuno instante, resultaría fructuosa. Los polizontes, en tanto, simularían búsqueda, ostentando inepcia y pereza.

-Lo que no les costará gran esfuerzo.

Cuando los dos jóvenes se hubieron metido en el coche para regresar a La Huerta, doña Carmela despidió así a José Pedro, asomándose a la portezuela:

-Pasaré a pagarle la visita, Valverde, tan pronto haya novedad.

-No es preciso que se moleste...

-Ir hacia usted, para una mujer, no será molestia jamás.

Rodando el carruaje, Toledo exclamó:

-¡Qué te parece!

Y José Pedro, entre rubor y risa, repuso:

-Dicen que para una mujer es peor un año de viudez que ciento de soltería. ¡Qué quieres!

  —190→  

Dos tejedoras traman hebras en el telar. Las ha instalado el patrón en una de las habitaciones nuevas de la casa, vasta sala sin destino aún. Van y vienen las lanzaderas en las manos de arcilla roja, un madero baja y aprieta de vez en cuando lo tejido. José Pedro está contento del gris y el verde combinados en franjas, con gradación de matices. Saldrá un poncho tibio para este invierno que tan frío empieza.

Pero no encuentra él mucho que departir con esas mujeres. Tampoco se halla para chácharas. Llueve a torrentes. De mañana recorrió el campo con Sebastián. Allá todo marcha. El viento norte se levantó soplando, arreó nubes y más nubes, como vaquero que rodea y junta piño, y después de las doce las descargó en cataratas.

-¿Qué hacer ahora?

Camina por la estancia oscurecida y resonante. Se detiene ante la gran ventana de poyo bajo, donde la vieja Circuncisión hila su copo, reza y suspira. Para mirar afuera, él tiene que pasar la mano sobre los vidrios empañados por el vaho interior. Aquello comenzó por aguacero estrepitoso. Diríase que amaina ya; pero ese llover tonto, en lenta mansedumbre, lo deprime. Permanece largo rato inmóvil, mirando. Atraviesa el patio, hacia el cobertizo de la leña, una sirvienta. Se cubre la cabeza con el ruedo trasero de la falda y sus zancas de medias caídas sortean los charcos.

Ah, qué depresión sufre José Pedro siempre cuando se ve solo en el caserón y nada puede hacer su natural activo.

Don Joaquín tarda. Está de visita; pero se fue al cerro a vigilar sus caballares y no volverá tan temprano.

José Pedro se dirige a su cuarto. Leerá. Sus clásicos latinos del «caballo pájaro» en la portada, único libro en que bebe pensamiento y belleza. En el trayecto le cruzan entreveradas por la mente las tejedoras, la criada bajo la lluvia, evocaciones de Chepita en el diluviar de la costa y, también, hoy, esa muchacha, Paulina, la del amasijo, la del moño color de canela y las pupilas amarillosas de perro bueno, tan dulces,   —191→   tan mansas y tan conmovedoras. Conserva por ella mucho cariño, como por su criaturita, que ya entró a uso de razón y se parece tanto a él. Paulina, blanca pura casi, de mestizaje fino, le causa preocupación. Es sentimental, contradice su teoría de que las huasas quieren a través de la sangre, del celo alzado por el mirar del macho. Esta lo quiere calladita y romántica; y ha pretendido que, así como él tiene varias sirvientas en la casa, la lleve a ella también a su lado. Se lo ha dicho ayer a don Joaquín. El viejo, que para todo guarda una filosofía, le hizo comprender lo inconveniente que sería semejante paso.

Y al verla llorar le dijo:

-Confórmese, hija. Como él la quiere más que a toda otra, el irse usted allá significaría la vida marital. Y no puede ser. No debe ser.

-Cuántos patrones lo hacen.

-Pero hacen mal. Y él, por su rango de familia, por los miramientos...

-Yo sería tan buena.

-Como es ahora, hija.

-Lo serviría como nadie. Su china humilde.

-Pararía en coyunda y... cuando en la yunta un buey es mucho más grande que el otro, el surco se tuerce y sale un adefesio.

Pobre Paulina. Esto lo ha entristecido. Otros años, la primera lluvia lo alegra, lo alborota, lo estimula. Hoy el disturbio gris le ablanda el corazón.

Ya en su pieza, vaga de acá para allá y concluye por tumbarse sobre la cama. Coge su libro, hojea, lee al azar. ¿Por qué no encuentra sino cosas alusivas? Un verso de Ovidio le punza: Video meliora proboque, deteriora sequor. El traductor ha puesto: Veo el bien, lo apruebo, pero hago el mal... Sufre su conciencia religiosa. Otro, de Virgilio, le fija en Paulina la mente: Agnosco veteris vestigia flamae... Sí, él también «reconoce la huella de sus primeros fuegos». Cierra el volumen. El saber de los poetas suele resultar espejo y avergonzar.

Al cabo de intensos minutos ha vuelto a tomar el libro, esta vez deliberadamente, para buscar a Horacio, que como él es fuerte y optimista. Aunque de modo instintivo, él actuó siempre igual. Carpe diem, la oda que se ha traducido allí: Coge la flor que hoy nace alegre, ufana. ¿Quién sabe si otra nacerá mañana? Se halla por último con la que canta los vinos de Chipre y de Falerno. Muy bien. Beber.

  —192→  

Pide a la Totón una botella del viejo vino de misa y empina sorbo tras sorbo, contra el hielo de la tarde, contra el frío de su ánimo, contra lo que roba su calor a la vida.

Porque algunos sentimientos incomodan y hasta suelen mandar a penas de purgatorio. En fin, don Joaquín supo contestar y evitarle a él una dureza para con la pobre Paulina.

-No; él debe casarse, con su igual y ante Dios.

Algo lo acusa de miserable, sin embargo. Poco a poco el vino va encendiendo su doctrina católica, enfermándosela con fuegos de delirio acaso. Pero es que su existencia ¿no viene a ser bastante triste, pensándolo bien? Desalientan, su bestialidad en el sexo y el fracaso de su camino sentimental. A otro, le habría descorazonado además el mezquino alcance de tanto esfuerzo. Chepita muere, quién sabe si por culpa de él; por su culpa tal vez también el cura muere; por inepcias del ambiente, perece su padre asesinado; la intervención de voluntades pequeñas, pero tenaces, le niegan a Marisabel ahora; los ladrones roban, los interesados en defenderse, como misia Jesús, no se defienden, y pasioncillas miserables, hijas de menguados odios y apetitos, debilitan y anulan las divisas, fuertes. A él, ciertos hechos le condenan, sí. Otros empero señalan... ¿qué? ¿La fatalidad? ¿La insondable voluntad de Dios? ¿Los poderes del Mal? ¡Bah! Desvaría. Nunc est bibendum; tiene razón Horacio: hay momentos de beber. Luego, seguirá la vida. Y él se casará, con Marisabel, tarde o temprano, como Dios dispone y como lo aconseja su alcurnia. En la exaltación del vino, el Valverde resurge de pronto. ¿Qué se habrá hecho el ex jesuita con su árbol genealógico? Le parece significativo el fenómeno que se cumple en él: mientras vivió el cura, él se desentendió de la estirpe. ¿Sucede siempre que cuando en una familia existe un portablasón, los demás miembros posponen tales orgullos del linaje y, tan pronto el abanderado fallece, otro hay siempre que coge la bandera y la levanta? Él siente imperativo el deber de sostener los emblemas en adelante. Evoca los seis galgos atigrados en campo de sinople. Hasta la palabra heráldica, sinople, obra en su sangre. Se levantarían sus muertos si él formara yunta desigual. Y todos esos ímpetus contra los salteadores ¿merecían tanto ahínco? Defensa y venganza, bien. Luego, que ha jurado ante misia Carmela Burgos dar con los forajidos. Precisa cumplir y no quedar como fanfarrón. Sólo que ya, con el invierno encima... Lo cierto es que se siente desalentado. Pero el Pelluco inició ya tratos con la gobernación,   —193→   doña Carmela entró en actividad. ¡Qué fastidio! Porque ésa es otra: ha venido la viuda y... él ha pecado con ella. Por vanidad de macho que no desaira, sepa el diablo por qué. ¡Oh, qué fastidio! Al margen de lo triste, le causa insoportable desagrado esta historia. El considerarlo colma su estado de disgusto.

Apura otra copa, y otra. Los pensamientos y la tarde giran y se tienden fatigados, como él sobre su lecho solitario.

Hasta que oye al fin a su puerta el esperado «¿Jojó, patrón?»

-Adelante.

Don Joaco llega lustroso de agua, cuelga el poncho afuera y, al ver a José Pedro recostado, pregunta:

-¿Durmiendo?

-No Flojera... ¡qué sé yo!

-La cama es buena cosa: quien no duerme, al menos reposa. ¡Bueno, bueno, bueno el aguacero! A tiempo llegué con el ganado. Que si me pilla el temporal por el camino...

-Pida unos mates, don Joaco.

Traen el brasero. La tarde agoniza. Pero con el vino, los mates y la charla refranera y jocosa del huaso, José Pedro siente que se obliteran sus retorcimientos emocionales.

-De modo que usted cree, don Joaquín, que todo anda bien así.

-¿Y de qué otra laya puede andar? La vida es enroscada, patrón, como la cola de algunos perros. ¿Y qué? Nos vamos a ponernos como aquella vieja que tenía un quiltro con la cola en rosquete y porfiaba por estirársela. ¡No, pues, señor!

-Impagable, don Joaquín. A su lado, el más confundido se recupera.

  —194→  

El invierno va deslizándose todo él así. Alguna vez, un acontecimiento, es verdad, pero sin exigencia de acción inmediata; mera noticia que llega para espolear la inquietud nerviosa de José Pedro, cuya vehemencia se acumula en espera de la hora de obrar y resolver lo pendiente. Ruedan nubes y ruedan días y semanas. Cuando escampa o «llueve al tranco», según frase de Sebastián, sale a caballo el patrón para ver los hornos carboneros, las leñas, los trigos. Da por ahí el encuentro al mayordomo. Los perros de amo y criado se juntan jubilosos.

-¡Busca, busca! -dice uno al Valiente.

El can, sin saber a qué lo mandan, parte al sesgo, en galopito ridículo y alerta. Vuelve la cabeza de trecho en trecho, interrogantes las orejas, preguntando aún con ladridos juguetones. Al fin retorna. Sebastián azuza a los suyos entonces, y ahora corren los tres, abiertos en abanico, veloces. Brincan entre pastos y manojos, ladran, levantan alguna perdiz.

Los dos huasos ríen y siguen marchando bajo sus ponchos húmedos.

Hay aguaceros alegres, que tratan al campesino como amigos colaboradores y embellecen el paisaje. Silencian todos los ruidos, musicalizan en sordina los mugidos distantes, llenan los grandes ámbitos del campo con una luz gris y muy suave y un olor a greda y verdor. No rayan violentos el aire; lo perlan de gotitas mansas, barnizan los plumeros de las palmas y la hoja perenne de molles y boldos, dibujan a tinta china los troncos y ramajes desnudos y, sobre todo, alimentan con ritmo y medida los trigales y se introducen discretos y sin desperdicio en la esponja de la tierra. Sobre las crestas empinadas flotan entonces brumas azulosas, orlas o tentáculos de las nubes, y viajan, como eligiendo los puntos en que deben licuarse. El invierno es en tales momentos música y color, gloria y bondad, parece labrador que bajara del cielo y aun artista que anunciase la estética en las almas rústicas que la desconocen.

  —195→  

Si hace buen tiempo, suele aparecer doña Carmela en su coche. Alguna fuente sabrosa trae, y alguna bandeja de dulces. Dama y buenmozo comen y beben, juegan a la brisca junto al brasero, y la llama pecadora del alcohol... hace caer a José Pedro en la hoguera. ¡En fin! Cosas de la soledad y de la tentación.

Cuando el temporal ruge, siempre hay para el patrón jinete unas riendas que trenzar o unos pellones que requieren escarmenada. Sin embargo, en cuanto amaina el diluvio, él se cala botas y poncho, monta y se dirige a estudiar las avenidas del agua que llueve, las hoyas, las pequeñas cuencas convertibles en represas.

Desde años atrás esta observación hidrológica lo seduce. Construir un tranque al cual vayan a guardarse todas las corrientes invernales, para él es viejo ensueño. Obra cara, cierto. Más hacedero, ya que sólo impondría pequeños y paulatinos gastos, se le ocurre un sistema de represas menores, destinada cada cual a colectar el agua para su próximo valle. Mas el desiderátum está sin duda en aquel estero del confín. Aunque le obsesiona, va raras veces por allá: en él se ahogó, acaso por culpa suya, el pobre niño Rosamel, y eso le empaña el alma. Pues ahí se halla, no obstante, la solución definitiva, lo que haría campo de regadío todas las tierras planas de La Huerta. Sólo que corre a la espalda de la última loma, el arroyo maldito, y sin paso alguno hacia la hacienda propiamente agrícola. Para utilizarlo, para regar con su corriente inagotable y de toda estación, sería menester un túnel. Cierto día prolonga su andar hasta él, y mide, y calcula: no habría que perforar más de ciento cincuenta varas. Con veinte hombres, en un verano el socavón traspasaría de un lado a otro la loma. Los tiene, suman la treintena los peones del fundo; pero no es cosa de paralizar las faenas de labranza. ¡Ah, si él fuera Vicuña Mackenna, sacaría los presos de la cárcel melipillana y «voluntariamente, del todo voluntariamente», los malvados, redimiéndose, cumplirían obra de progreso y patriotismo! La Huerta duplicaría su valor. Chile aumentaría su riqueza, y él, último Valverde, eslabonaría lo suyo a la cadena civilizadora que la familia realiza desde los tiempos de Pizarro en el Perú hasta los de don José Vicente y don José María por el Maule y el Maipo.

Así, el más criollo de su linaje, candente de fe, afiebra sus horas de creación.

Un día entre los plomizos días de aquellos meses, al término de sus andanzas en trance de concebir, encuentra en las casas a Felipe Toledo.   —196→   Aporta novedades que dictan movimiento: el Pelluco ha cogido la hebra. Cierto español, dueño de un despacho en el camino a Codigua, compró dos diamantes y una pella de oro majado que, a lógico suponer, pertenecen a las joyas robadas en el salteo de La Mielería. Tan pronto como ello se ha sabido, Felipe ha ido a prender al comerciante; a medianoche y cuidando no ser visto y que nadie tome contacto con el preso.

Cuando el gobernador hace comparecer al español ante su estrado, ya tiene combinado su plan de investigaciones con el secretario y José Pedro.

Entra el detenido. Es un aragonés flaco y vejancón, pequeño, rubio y de cejas como viseras. Camina cual si callos muy dolorosos en las plantas le obligasen a una reverencia por cada paso que avanza, y pronuncia como eres las eses cuando preceden a la d.

-Buenor días -dice al presentarse.

El policía que lo ha introducido se retira y el interrogatorio se desarrolla severo, atemorizante, militar como el gobernador. José Pedro y el secretario actúan como testigos. Pero se ha enredado a poco el diálogo de tal manera, que juzga el gobernador necesario resumir.

-Veamos. Si no habla usted claro y preciso por la razón, otro recurso lo hará cantar. ¿Dice que a quién compró eso? Explíquese bien.

-Repito que a dos caminantes, señor gobernador, dos infelices.

-¿Que se llaman...?

-Pues vaya uno a saberlo. Llegaron lor dos una noche a mi almacén. El uno pequeñín, pero joven y fornido; el otro mar débil y entrado en años. Pidió el chico lor dados, jugaron litro y medio y, bebido que lo hubieron, se marchaban ya, muy callaus, cuando el más menudo vuelve desde la puerta y me dice: «A ver, don, ¿cuánto me pasaría por esto?» Yo, señor gobernador, que allí en mi tierra he visto sortijas y pendientes así de gordos, pues reconozco lor diamantes como buenos y ler digo: «¡Rediez! ¿De dónde han sacau esto?» Y ellos me cuentan haberlo encontrado en el suelo, en el paradero de lar diligencias, envuelto en un pañolito.

-Como quien se encuentra la Virgen en un trapito.

-Ea, ¿qué quiere usted, señor gobernador?

-¿Y?

-Nada. Que les creo y hago el negocio.

-Buena pieza es usted.

  —197→  

-Señor gobernador, honrau a carta cabal desde que me parió mi madre.

-Un bribón.

-En lor días de mi vida me habían tratado así.

-¿No comprendió que tenía que ser esto el fruto de un salteo?

-Dios me castigue por obtuso; pero pensé que cualquiera puede tener un hallazgo en la calle, que hasta milagros se han visto.

-Basta ya.

Conversan en voz baja el gobernador, Toledo y Valverde. Al cabo conminan al aragonés: o sirve a la pesquisa o lo meten a la cárcel por encubridor y cómplice. Si jura fidelidad en la connivencia, podrá continuar en su taberna. Debe allí guardar secreto de lo sucedido y tratar de que los pícaros le vendan las joyas restantes. El dinero le será reintegrado. A la vez, indagará cuanto sea posible. Ya recibirá visitas de quien ha de transmitir las comunicaciones. El éxito le significaría protección de las autoridades, la traición le costará la vida, y la ineficacia, el presidio.

-Conque a ingeniarse. ¿Conviene?

-Convenido, señor. Y juro que me tiraré a matar.

El resto del invierno transcurre sin más que algunas noticias muy bien guardadas. Misia Carmela reconoció los brillantes: eran sus solitarios. Por lo demás, el Trompo ha sido puesto en libertad y vagabundea, ya despedido de San Nicolás, por los contornos, haciendo negocios con los reales de sus economías. En el proceso de los vacunos, el juez ha sobreseído y aun ha impuesto a José Pedro multa de cinco pesos. Puede que todo ello dé fruto: la confianza desplegará las alas del buitre.

Y el tiempo marcha.

La viuda está radiante, rejuvenecida. Una mañana de sol, en que giran grandes cúmulos amarillos sobre los cielos azules y un volantín anticipa, desde un potrero, visiones primaverales, se la encuentra José Pedro, amazona en yegua tordilla, muy de largo ropón y fusta europea, conversando con los Lauros enfrente de la capilla.

-Vengo a comprarle, Valverde, un tronco de tiro para mi coche. Los pobres jamelgos que tengo ya me fallan en viajes largos.

Dos alazanes desmalrados, poderosos y de talle, le llegan esa misma tarde, y de regalo, por cierto.

  —198→  

Pero los Lauros cuentan a su patrón, cuanto charló la señora: de repente, tras de mirarlo y considerarlo todo en redor, ha exclamado:

-Aquí hace falta una mujer, ¿no les parece? Esto no es casa; cuando más, el albergue de un señor en medio de una tribu. Esas monturas metidas en el dormitorio, esos salones vacíos, ese comedor desmantelado, sin un ramo de flores jamás y con chuicos arrinconados como en los chincheles... No, no, no. Si de ninguna pared cuelga el menor cuadro; no hay un espejo, ni una pobre cortina para defenderse de los aires que se cuelan por las rendijas. Mucho, mucho falta la señora, la patrona. Valverde se debería casar.

-¿Así dijo?

-Con las mesmas palabras.

A José Pedro no le ha hecho gracia la opinión, por intencionada. Esa mujer sueña para sí. La ilusión y el refresco de sus funciones sexuales le han remozado corazón y organismo. Asoma el amor de los cincuenta años en salud fogosa. En efecto, se ha rejuvenecido en todas las formas. Hasta la mirada de reina loca lleva hoy encendida cierta luz que transfigura la persona y los seres y las cosas que la enmarcan.

El buenmozo, entonces, vuélvese de medio lado y sonríe; pero bajo la barba rubia, su mandíbula toma el perfil de la del cura orgulloso, diríase que masca molestia con la sonrisa.

-Mía es la culpa -balbucea.

Y se va.

Los Lauros cambian nuevas miradas de malicia y entran en la llavería cuchicheando. Sí, ellos también echan de menos una patrona gran señora. La casa llena de chinas... ¡qué pecado! Y desde la muerte del señor cura, ¿cuándo se dice misa? Ya Mauro no es sacristán; llavero a secas. Don Pepito está muy olvidado de Dios. Una patrona conseguiría traer un sacerdote, siquiera los domingos, y se reanudaría el culto.

Ella, cada día más culiparada y más patiabierta, balanceándose de un talón a otro siempre, ha ido subiendo insensiblemente la voz. El marido la contiene:

-¡Chit! Vamos a la cuenta de la galleta, que si él nos oyera... ¡María Santísima!

El domingo es llamado José Pedro a Melipilla para imponerse de nuevas importantes. Ya el español está comprando las joyas intactas. Ha convencido a los bandoleros de que él será el mejor agente de la   —199→   banda, porque tiene paisanos en Santiago que comprarán las alhajas, las transformarán y las negociarán en el comercio. La cuadrilla se compone del Cachoecabra, el Culón y los dos Toribios. El Pelluco se ha incorporado como «loro». Fraguan, para cuando le hayan vendido todos los aderezos, un salteo al español para recuperarlo; aunque dudan entre hacerlo y conservar al «godo flacuchento», como lo apodan, a fin de que siga sirviéndoles. Pero el Pelluco les aconseja el asalto al aragonés, a sangre y fuego. «¿Se figuran -les argumenta- que todos los días van a pillar joyas en los golpes que den?» Parecen inclinados al fin al salteo. En cuanto lo decidan, el Pelluco acudirá con el aviso a misia Carmela; pues él quiere la gloria, no para la policía, sino para don Pepito Valverde y su pelotón bravo. El gobernador y el secretario también lo prefieren así «todo entre hombres, ajeno a los polizontes maricas y al código en dos patas».

Desde aquel viaje, pues, José Pedro mantiene alertos a sus muchachos, listas las pívoris, repletas de tiros las cananas y en potrero cercano las mejores bestias.

  —200→  

Esta vez naide nos vido llegar al pueblo, don Gallo.

-Porque os guié yo. ¡Miren qué gracia!

-Y así -añade Buenas Peras- viniéndote de a uno acá, tampoco han llamao la atención. Como siempre los que me traen sus caballos a herrar entran y los dejan acorralaos hasta el día siguiente...

Hablan en la oscuridad, bajo el galpón del herrador. La noche ha cerrado negra y fría, como está la fragua también a esas horas. Tan sólo fulgen, cuando chupan los fumadores, los fuegos de los cigarros. Pero se reconocen los seis hombres por la voz: el Gallo, el herrero, don Eliecer y los tres muchachos guapos de La Huerta.

-¿Quién falta?

-El patrón no más.

-Por ehi ha de venir con don Joaco.

-Bien que haigan treído las dos pívoris que tenían allá de sobra.

-Al Trompo ¿icen que lo tomaron?

-Buena precaución.

-¿Quién te contó eso, Buenas Peras?

-Vos mesmo, pues, Gallo. Que mandó el gobernador a seguirlo desde por la mañana y que a la oración le armó no sé quién camorra en una chingana y el paco se lo llevó preso, ¿ah? ¿no me dijiste?

-¡Ahi'ta! Buen modo de componerla. A buenas peras no hay quien te la gane.

En el barro endurecido del camino se siente pisar de cabalgaduras que paran la marcha. Se suspende la risa dentro.

-Yo abriré -decide Buenas Peras para cortar las burlas.

Bate sin ruido el portón, y dos jinetes penetran montados. El uno es José Pedro. Lo sigue don Joaquín. Se apean.

-Buenas Peras.

-¿Don Pepe?

-Oigame. Oigan todos. Los bribones ya están en el despacho del español. El Pelluco hace de «loro» por este lado; pero han puesto ellos   —201→   al Toribio Chico por el de Codigua, en pleno camino. Hay que anularlo.

-Que vaya un hombre.

-Tú, Cachafaz.

Instruyen al mozo: se deslizará por dentro, por el potrero, apegándose a los álamos de la orilla. Si ve que puede, con el lazo lo agarra en silencio; si no, lo espía y en el instante oportuno usa la carabina.

-Y a voltearlo al tiro.

Cachafaz sube a caballo.

-Espera. Otra cosa. Acérquense todos. En cuanto se den cuenta del peligro, saldrán a escape. Tienen sus bestias listas en la vara, delante del almacén. Si alguien que no les despierte sospecha hallara el recurso de inutilizar esos animales...

-Su amigo, don Pepe. Yo voy -se adelanta el Gallo-. Y ya sé cómo lo haré. Pero Cachafaz, entonces, que me dé tiempo, sin alarmar.

-Te quedas aquí hasta que vuelva él.

Cabalga el matón y parte. Se aleja por la carretera, lerdo el tranco, fingiéndose viajero rezagado y borrachón. No dista una cuadra, por lo demás, el tugurio del aragonés. En el trayecto no hay un solo rancho; únicamente las dos alamedas quietas al sereno helado. Y una inmovilidad de ansia diríase que se ha infundido en todas las cosas.

José Pedro reúne a su gente. Quiere informarles aún:

-El plan de los pícaros está completo en mi poder. Ahora juegan a los dados y empinan el codo, aguardando a que les prevenga el español que ha sonado la hora de cerrar. Entonces se tirarán el salto. El Pelluco, tan luego empiece la danza, balará como cabra tres veces. A esa voz, nosotros nos les dejamos caer encima, como rayos, con todo empuje, sin piedad.

-¡Aura sí, miéchica! -exclama Bruno-. ¡Con chivateo, niños!

Un calofrío crispa los cuerpos de los hombres todos, que se dirigen a sus monturas, aprietan cinchas y montan. Buen rato aún, José Pedro escucha tras el portón, y atisba, dominando la impaciencia. Los minutos se alargan. La noche parece detenida, negra y brillante. Comenzó a helar temprano y en el cielo cristalizan estrellas de hielo.

Hay un momento en que dice la voz meliflua de don Eliecer en la sombra:

  —202→  

-No quisiera verme yo en el pellejo del «godo flacuchento» ¡Cómo estará!

-Como quien se halla con un pie en el aire y el otro pisando en una concha de jabón.

No ha concluido el regocijo por la ocurrencia de don Joaquín, cuando regresa el Gallo. Ha cumplido su misión.

-¿Qué hubo?

-Listo. Amarré mi yegua en la vara, inocente como un bendito, entré de un trastabillón, haciéndome el cufifo, y pedí aguardiente. «¡Chitas que hace frío! ¡Y a esto llaman primavera! Deme del fuerte», le dije al godo. «Pues mi anisado es de lo mejor», me contesta y me sirve la cachá. Yo, de reojo, ¡claro!, miro. Son tres. Desde la mesa del rincón, no me pierden gesto ni palabra. Debajo de las mantas esconden los chocos. Casi pisándome los talones había entrado el Pelluco, y algo les sopla que los tranquiliza, porque siguen jugando. Total, señor, que me quejo por tener que muchucarme el traste con una noche tan perra, me repito el trago de aguachucho y me largo muy campante. Y aura lo bueno: de paso a desatar mi yegua, desenvaino el cuchillo y a tajos de buen pulso voy cortando las tres cinchas de los malditos. ¡Habrá que verlos cuando metan pata en el estribo y se les venga el apero abajo!

-¡Puchas el Gallo regallo!

-¡Eso es de hombre!

-Tú ahora, Cachafaz. Ya. Mucha vista y... duro.

-Mira que de vos depende que mientras carguemos nosotros no nos afusile por la espalda el Toribio.

Sale Cachafaz y empiezan a pesar los minutos.

Pero todo se precipita inopinadamente. Suena un disparo por el lado hacia el cual se fue Cachafaz. La bala pasa maullando arriba, más bien con la estridencia de una uña gigante que rasgase la tela del aire; con ello, la cabra cómplice triplica su balido, urgiendo: la luz del despacho se apaga, y el tropel de José Pedro se lanza entre loco vocerío contra la casa oscurecida.

No han hecho medio trayecto cuando reciben la primera descarga de los forajidos. Rueda muerto el caballo de Pascualote; pero cede don Joaquín el suyo y el muchachón salta sobre su lomo nuevo. Los disparos del pelotón bravo empiezan casi en el terreno mismo del enemigo. Cesan por breve instante los fogonazos de los bandoleros, se presiente   —203→   que los tres hombres cuelan pies en sus estribos, pero cuerpos y monturas se derrumban entre maldiciones.

-¡Trillarlos, trillarlos! -grita rápido José Pedro.

Y allí, donde los bultos se tumban y luchan por levantarse, veinte cascos herrados pisotean, se revuelven, pasan y repasan. Gemidos, insultos y blasfemias se confunden con los golpes en blando que pegan las culatas y las cachas de los puñales. Algún acero destella en la sombra confusa. Olor a sangre y sudores enardecen más y más a los bravos... Hasta que se va reduciendo el tumulto al acezar de unos que aguantan en el suelo y otros que amarran sus presas vencidas.

Sólo allá, por el rumbo de Codigua, las detonaciones continúan. Dialogan. Revelan persecución y defensa en fuga. De pronto un lejano alarido se alza, como proyectil cruza la noche y huye, semejante a un dolor corporizado que se alejara y extinguiese. Y cesan los tiros.

-¡Caballo Pájaro! -vitorea José Pedro entonces.

Y consumada su victoria, golpea en la puerta.

El aragonés asoma por fin con una lámpara encendida y el semblante amarillo de interrogación y susto.

-Ayude, hombre.

-¿Viene algún herido?

No. Hay algunos tajos que cortaron botas y ropas y apenas alcanzaron carnes. A José Pedro le sangran los puños: tanto golpearon que, tropezando en filos tal vez... Sangre propia, sí; aunque ha de haberla más ajena. Sin embargo, nada grave; puesto que las manos pueden ir poniendo encima del mostrador las carabinas recortadas y los puñales conquistados.

Cuando acaban de arrastrar a la luz los cuerpos cautivos y los acuclillan vueltos contra la pared, en el umbral negro aparece Cachafaz con su Toribio sujeto codo con codo. Todos los ojos registran la vencida figura: cabizbajo, el Toribio Chico esconde la vista bajo la pelambrera desmelenada sobre el rostro. Por una boca del pantalón le fluye un hilo de sangre oscura, que luego estría el tobillo y encharca la ojota.

-Lo pillaste.

-¿Se te arrancaba?

-¿Cómo fue?

Cachafaz, fiel a su carácter, por única respuesta rehuye hacia un   —204→   lado la cara y abre la muda risa de su boca toda blanca de dientes. Luego, tras de atender muy erguido a José Pedro que le ha puesto la mano en el hombro y lo aprueba, agrega un choco y una daga más al acopio del mesón.

Y el Gallo está distribuyendo tragos con el cacho de aguardiente, cuando un tropel hace alto en la carretera.

-El gobernador -anuncia Pascualote.

Los demás, agolpados a la puerta, van añadiendo:

-Con el secretario.

-Y a buena hora, ¡los polizontes!

-El compadre Eliecer, que fue a buscarlos.

-¡Qué! ¿Traen también el carretón basurero?

-Pa llevarse las piltrafas, pus Gallo.

Pero de repente han callado todos y han despejado la puerta. Alto hasta casi rozar el dintel, entero de negro, de chambergo, manta y bastón de mando, se presenta el gobernador. Sobre la bufanda que lo emboza, monta el pico de su nariz militar.

Avanza en seguida para estrechar y sacudir, la mano de José Pedro.

-Bien -ordena después-, manos a la obra entonces.

Polizontes y muchachos entréganse a subir bandoleros al carro.

En marcha ya la caravana policial, proceden los demás a revisar sus bestias. Quedaron algunas con patas o brazuelos abiertos a cuchilladas; pero como don Joaco reservó remonta en el corral del herrador, allá todos mudan montura, y aun hay para el aragonés.

No tardan así en emprender camino al pueblo.

Va orgullosa y en bullicio la cabalgata, desenvolviendo comentarios y contando trances de la refriega.

-Y a todo esto -recuerda el herrero de improviso-, ¿quién recogió las joyas?

-¿Cuáles?

-Las que se querían robar.

-Cuantúa que las depositó el godo en la gobernación. ¿O creís a don Pepe buenas peras como tú?

Tras el coro de risotadas, el flautín de don Eliecer suena:

-El Pelluco ha de aguardarnos allá custodiándolas.

  —205→  

Vuelven a reír y el español espera la pausa y suspira desde su caballo:

-Pues yo vengo pensando en lar docenas de pesos que llevo aflojadas al Cachoecabra. ¡Dios me lar deje ver antes de llevarme!

Son de carcajadas las descargas que atruenan ahora la noche indiferente.

  —206→  

No nacen los hombres de acción para disfrutar sus triunfos en paz. Riñe con el pulso de sus venas un placentero reposo tras la obra cumplida. Aun cuando mucho hayan realizado y se hallen solitarios y en lugar desierto, descubrirán siempre alguna montaña que remover, porque sólo variando de actividad descansan. José Pedro, pues, no pudo estarse inactivo después de su hazaña. Era mucha y muy imperativa su inquietud. Ella era su esencia y su razón de vivir. Atar, durante los días que siguieron, todos los cabos sueltos, rematar lo inconcluso y aun atender a consecuencias, no le bastó; entretúvole apenas, como al general enterrar los cadáveres a raíz de una batalla. Luego debía latir en él renovado y robustecido, el ritmo del hombre de acción.

Adivino empero la nueva empresa por tan lógica concatenación de lo hecho con las fuerzas ciegas del espíritu emprendedor, que aquello, más que un acontecer, fue un fluir y continuar. La primavera tuvo primero para él fronda de victoriosos trajines y fiestas jubilosas: todas las joyas se recuperaron; hubo rescate casi total del dinero que diera el español a los salteadores, y la maniabierta doña Carmela Burgos, de muy noble gana, saldó el déficit de la cuenta. Más aún: al concluirse la cosecha de las «papas nuevas de octubre», la dama celebró a sus héroes en La Mielería. Lo hizo con un mingaco. Asistieron a esta comilona campestre, bajo verde ramada y en medio de la tierra recién despanzurrada y olorosa, todos los personajes de la proeza, de gobernador y secretario a compadres, Gallo y aragonés, y desde Valverde y sus bravos hasta el ya tácitamente sobreseído Pelluco. Cuando de las dos vaquillas «asadas al estandarte» no quedaron sino huesos para roer de carnes; cuando las papas tiernas, consumidas con todo su hollejo sabroso, fueron solo un dejo de las cutículas fragantes en los paladares y el ají un estímulo en las gargantas para vaciar las últimas damajuanas; cuando en fin el arpa, el guitarrón y la vihuela entraron en tanda y prolongaron con cuecas, tonadas, payas y cogollos los arreboles del atardecer, hubo todavía entrega de recompensas: cada muchacho del pelotón   —207→   bravo recibió un caballo ensillado como regalo de la viuda.

Por llegar tamaña esplendidez a los mocetones en abundamiento de la vaca parida con que José Pedro había ya premiado a cada cual, don Joaquín sintiose obligado a componer un cogollo:

Y él en persona, con tamboreo y coro de las cantoras en seguida, lo lanzó al viento:


¡Qué viva misia Carmela,
cogollo y flor de matico!
No dirá aquí el más borrico
que el pobre paga las velas
y el milagro es para el rico.

No tenía fondo el tonel de sus refranes e ingeniosidades.

Hubo, pues, criolla celebración y frenético jolgorio.

Mas todo eso pasó. En los días que sobrevinieron, Felipe Toledo advirtió en José Pedro repentinos silencios, momentos absortos, algo en suma que le fruncía el ceño a intermitencias y lo mostraba preocupado.

Terminó por preguntarle, medio en serio, medio en broma:

-¿Ausencias del corazón, Pepe?

-No puedo negarlo -confesó él-. Me inquieta demasiado ya esto de no haber conseguido la menor noticia de Marisabel.

-¡Qué manera de ocultar a una criatura!

-Así es. Yo confiaba en que nos traería el invierno un suceso que lo cambiaría todo en mi favor. Sin embargo, va corriendo la primavera y... ¡nada! Tendré que ir a Santiago y provocar... violentar una crisis.

-¿Cuándo piensas ir?

-No sé. Porque hay otro asunto que me afiebra y que necesito llevar a la capital en busca de solución también. Tú puedes ayudarme.

-A ver, habla.

-Es mi proyecto de captar las aguas del estero. Ya tengo el problema bien estudiado. Se trata de abrir un socavón en la loma que se interpone, como tú sabes. Como ribereño, tengo derecho a esas aguas. Pero hay más: todos los valles que continúan del mío hacia la costa, incluso el de La Mielería, están pidiendo que se les dé riego. Ese   —208→   caudal hoy se pierde: corre a desembocar en el Maipo y de ahí se derrama en el mar, sin beneficio para nadie.

-Obra difícil.

-No lo creas. Misia Carmela contribuirá con algunos gastos y algunos peones. Me lo ha dicho. Yo pondría mi parte. Sin embargo, como los trabajos deberán hacerse durante la estación de cosechas y trillas, no dispondríamos de muchos brazos, no perforaríamos en todo el verano las ciento cincuenta varas necesarias, si el gobierno se negase a prestarnos ayuda.

-¡Hem! Gastos...

-No. Al contrario.

-¿Qué es lo que pretendes?

-Ante todo, patrocinio del gobernador. Que visite los lugares, que se forme juicio de la obra de progreso y que informe favorablemente la petición que yo eleve al gobierno.

-¿La cual sería...?

-Que así como a Vicuña Mackenna le permitieron disponer de los presos de la cárcel para transformar el Santa Lucía, se me faciliten a mí esos malhechores encarcelados en Melipilla, algunos de los cuales he apresado yo, con riesgo de mi vida. ¿Te parece mucho pedir? En tres o cuatro meses me comprometo a convertir en campos de regadío, en fuente de riqueza nacional muchas tierras sedientas. Y sin costo alguno para el Fisco; al revés, con economía, porque durante esas faenas entre misia Carmela y yo mantendremos a los reos.

Felipe Toledo permaneció mudo. Le desconcertaba tanto empuje. Comprendía cuán admirable resultaban, en teoría, tales sueños. Sólo que a la vez le parecía algo delirante. Llegó a imaginarse que allá, en los graves estrados del gobierno, tomarían a Pepe Valverde por uno de tantos chiflados, audaces fuera de órbita, que frecuentan pasillos y antesalas con una ilusión en veinte pliegos bajo el brazo.

-Te veo con cara de duda.

-No. Pienso únicamente que allá se atienen por lo general a un estricto concepto del uso legítimo de la autoridad.

-¡Pamplinas! Así no se hacen países.

-El trabajo forzado...

-Si la harán «voluntariamente», como le trabajaron a Vicuña Mackenna. Me apoyaré yo en don Benjamín. Y hasta le hablaré. Tú, aquí, prepárame al gobernador.

  —209→  

-Eso, desde luego.

Recibió Toledo del viejo militar la primera sorpresa; porque celebró la idea, concurrió a los suelos secos, conversó con doña Carmela y otros vecinos menores y regresó contagiado, encendido de patriotismo y afán creador.

-Pues me parece un rajadiablos estupendo, este mocito Valverde -dijo por último al perplejo secretario.

-En efecto, un tipazo de ñeque, ¿no?

-Son éstos los tipos que nos hacen falta, los que nos dejaron felizmente, sembrados por aquí y por allá, los conquistadores, y que luchan a vencer o morir, incansables, a veces crueles, pero crueles consigo mismo también, y van creando, de espaldas a la política, entre delirios, barrabasadas y porfías, un futuro fuerte y rico para Chile.

-Entonces ¿irá usted a Santiago con él?

-Ya lo creo. Usted, letrado, estúdieme bases legales, precedentes, argumentaciones.

Semanas después, en dos coches, el de la gobernación y el de la viuda de Burgos, entraban a la capital un denuedo militar, el señorío de una reina loca enamorada y la fiebre de un criollo de acción, y movían relaciones y eran recibidos en audiencias y escuchados. Misia Carmela, emparentada con el Presidente; José Pedro, en gracia de don Benjamín, y el gobernador con su testimonio y su informe optimista, consiguieron el decreto apetecido: «Considerando: que ha de ser atención preferente del Estado el propender a que las tierras baldías se incorporen a los campos de labranza y producción...»

Y volvieron a Melipilla para reducir a fórmula práctica el ensueño.

Las noticias que obtuvo José Pedro en Santiago acerca de Marisabel fueron en cambio descorazonadoras. Buscó a Cipriano Correa y oyó de sus labios cuanto había sucedido. Misia Jesús, de la noche a la mañana, desapareció de la ciudad con su hija. Si nadie supo antes en qué convento estuvo la niña recluida, igualmente se ignoró al principio adónde habíanse dirigido. Una hipoteca más gravaba su hacienda de San Nicolás. El prestamista, «por compromiso, no por agio», resultó ser Cipriano. Luego, sigilosamente, madre e hija se marcharon. Aquello se realizó a mediados del invierno.

-¿En julio?

-En julio. ¿Por qué lo preguntas?

  —210→  

José Pedro clavó los ojos en el gordiflón y, sin responderle, lo volvió a interrogar:

-¿Se fueron... a pesar de todo?

Como un eco sin significación, repitió el hipócrita:

-A pesar de todo.

Y estás tú en el secreto, por cierto, de dónde se encuentran.

Sí, había datos fidedignos. Se hallaban por La Serena, en el fundo de una tía vieja y muy rica, de donde no pensaban salir sino más adelante, cuando se les enderezaran las finanzas y para cumplir el antiguo anhelo de un viaje a París.

No quiso José Pedro averiguar más. Su cólera poníale al borde del desengaño. Nunca dudó de que Marisabel le amase. Aun comprendía que necesaria, forzosamente tal debía ser el estado de sus sentimientos. Pero el hecho era que ahora, ya libre de la clausura conventual, no se concebía el no echar al correo una carta y explicar la conducta. ¿Por qué aquel silencio? ¿Le representaría misia Jesús conmovedoras comedias de madre anciana e infeliz? ¿Le arrancaría juramentos? ¿Mediaría persuasión del confesor? Quizás de todo ello hubiese una malla.

Retornó a La Huerta en ese ánimo vecino al de la cancelación, que se suele producir en los fuertes, aunque sea con carácter transitorio, y como quien entorna una puerta sobre el corazón, miró sólo hacia su túnel.

Comió en silencio la noche de su llegada.

Cuando la Totón entró al final, tras de permanecer un rato con los antebrazos en equis encima de la barriguilla, le preguntó:

-¿Ha sabido, patrón, algo de la niña?

Él repuso:

-Algo, sí.

E iba tal vez a contar ese algo; pero el germen de un sollozo le apretó la garganta.

Esperó la vieja un minuto, llena de anhelo. Su silueta gris, gris de ropas, de pelo y de pupilas, tembló al reflejo de aquella emoción contenida, y al cabo halló cómo variar el tema:

-¿Ha pasado su mercé al salón? ¿Ha visto?

-¿Qué?

-Mientras andaba de viaje su mercé, vinieron tres carretas de La Mielería, descargaron unos muebles y la llavera de allá con los Lauros llenaron de lujos el salón. Sofá, poltronas, sillas, espejos, mesa y consolas   —211→   con mármol, de cuanto hay. Y se pusieron a darles arreglo, y lo han dejado tan lindo... ¿Pero no sabía nada su mercé? Es regalo de Misia Carmela, que dicen que está muy agradecida...

José Pedro se quedó con la vista en el vacío.

Al fin encogiose de hombros y, entre suspiros y protestas, masculló:

-¡Eh! Vieja de mierda. Yo tengo la culpa.

La Totón se santiguó, reprimiendo la risa, y deslizándose desapareció del comedor.

La llamó él poco después.

-Totón -le previno-, yo no he dicho nada, tú no me has oído nada, ¿entiendes? Misia Carmela es una noble dama.

-Sí, patrón.

-Bien. Tráeme otro poco de vino.

Al llenarle la copa, le ofreció la vieja de nuevo:

-¿Le llevo una lámpara? ¿De veras no quiere su mercé ver esas linduras?

-No.

-Los Lauros se quedaron boquiabiertos. ¡Y un celebrar a la señora, Virgen Santa! Hasta se les antojó que si el patrón se casara con ella, los dos fundos harían uno, inmenso, el mejor de estos lados... Y... ¡quién sabe, también!

-¿Estás loca, Totón, o me tiras la lengua?

-¡Líbreme Dios! Una ocurrencia no más.

-Pues cállate. Nunca, entiéndelo bien, eso ¡nunca! Yo, José Pedro Valverde, soy yo y nadie más que yo. Y me gusta que brame cada toro en su encierra, él solo, soberano. Y lárgate a dormir.

Fue necesario que le visitara doña Carmela Burgos una tarde para que conociera él aquellas pompas. Entró al salón cual si nada nuevo hubiese allí. No dio las gracias a la dama. Tampoco tuvo más expresión reprobatoria su orgullo que aquel mutismo soberbio.

Ella lo comprendió y, acaso por primera vez en su vida, la sedujo el sentirse sumisa a un amo.

Se lanzó José Pedro en seguida con ahínco sobre su loma. Niveló, estacó, midió, acumuló pólvora e hizo construir una barraca para hospedar reos y recoger herramientas. Se abriría el socavón del modo que resultase más corto. Remontando el estero hasta cierta distancia, el   —212→   agua se captaría en alturas y bajaría suavemente por un canal que abocaría el túnel a media falda. Allí el cerro era más angosto.

-¡Magnífico! -le dijo al ver aquello el gobernador-. Usted tiene instinto de ingeniero, Valverde.

-¡Sí, mucho! Nada, señor. Mire, los huasos aprendemos estas cosas de las mulas. Cuando quiera usted trazar un camino, y lo mismo en un canal, eche a trajinar por el terreno sus mulares cargados. Verá que pisan y marcan el sendero más corto, el de mejor nivel, con la más liviana gradiente. Son grandes ingenieros, las mulas. No me vaya a llamar usted ahora el macho Valverde.

-Muy macho, amigo, pero en otro sentido.

Reían así en cada visita de inspección que practicaba el celoso militar.

Y se trabajó todo el verano con veinte forzados «absolutamente voluntarios» y algunos braceros de La Huerta y de La Mielería. La vigilancia de tanta gente peligrosa, aunque mandara el alcaide cuatro polizontes del presidio, estuvo a cargo del pelotón con sus pívoris. Hasta que, mediando marzo, un día de oro y ardiente de chicharras, alzáronse las compuertas y se coló el agua del valle húmedo al sediento.

Deliraron las horas entre meriendas, música y cohetes voladores. Al crepúsculo, autoridades y vecinos habíanse despedido. Desde sus cadenas emblemáticas del frente de la casa, José Pedro los vio irse callejón afuera, entre polvareda de jinetes y carruajes.

Estúvose largo rato sentado sobre la guirnalda de gruesos eslabones.

Fumaba, en silencio, grave, algo triste y algo coléricos los ojos, cuando sonaron a su espalda las voces de los dos compadres:

-Qué, ¿no está contento, patrón?

-Sólo falta que se nos enfurruñe ahora.

Volvían de soltar sus cabalgaduras; pues quedaríanse a dormir en el fundo.

-No estoy enfurruñado. Pero es que me decía: si esa vieja fuera menos estúpida...

-¿Cuál?

-Mi suegra. Vengativa, cruel con su hija, torpe conmigo, idiota, completamente idiota.

  —213→  

-No, pues, patrón. Si le gustan las brevas, no hable mal de la higuera.

-En fin, don Joaco, vamos a reírnos

-Tengo seca la garganta, don Pepito.

-Lo que siento es que para los dos no alcanzo a tener buenas camas.

La voz beatífica de don Eliecer también moduló entonces su refrán:

-A mala cama, señor, colchón de vino.

-Eso. Vamos, vamos. Tengo reservado un pajarete que hace la noche aurora.

  —214→  

Sólo fue menester que un año diera su vuelta cabal para que se cumplieran, y con creces, las previsiones agrícolas de José Pedro. El triunfo coloreó la obra, en cada estación con su matiz: tendidos de agua platearon potreros nuevos; la chacarería multiplicose, abigarró las tierras pardas, y extensos alfalfales tupieron su verde jugoso florecido de azul.

Pero completo el sistema irrigatorio, hechas todas las compuertas y las tomas, cuando ya el riego esponjaba los campos de La Huerta y los pólenes ponían fragancia en la brisa, el ánimo del patrón empezó a seguir inverso camino, hacia la sequedad y el desaliento. No era esta vez que las alas mayores que el nido languidecieran por sentirse plegadas; era que las tentativas de comunicarse con Marisabel, todas, una tras otra, se había frustrado. Pertinaz, él emprendió frecuentes viajes a Santiago, mas para volver indefectiblemente con las esperanzas fallidas. Al regreso estuvo siempre rabioso y mudo; y luego, poco a poco, la esterilidad de tanto paso fue abriéndole un vano triste en torno al corazón. Terminó por colársele allí una debilidad melancólica. Llegó José Pedro a sufrir perenne la sensación, en él inconcebible, de quien se ve solo y abandonado. Marisabel no mostraba el menor signo de recuerdo.

El Valverde fuerte y vencedor solía, pues, deambular ahora por lomas, prados y senderos, lacio encima de sus caballos briosos, y desplomarse cabizbajo y sin apetito en el comedor, y recogerse a su cuarto como un perseguido de la tristeza. Más que nada, el enfrentarse con el vacío imposibilitador de toda lucha le perturbaba la vida. Porque, ¿cómo batallar contra un adversario que se fuga? Sus rumbos, así, apenas iniciados, se torcían y retorcían en desigualdades de carácter. En sus relaciones con los demás, sorprendía de repente con maneras de ser insólitas, incomprensibles para quienes le habían admirado antes por claro, animoso y ejecutivo. Tan pronto mandaba despóticamente a peones y capataces, como encogiéndose de hombros ante una dificultad   —215→   la zanjaba con algún mixto de chirigota y abandono, de arbitrariedad y escepticismo.

-¡Eh! -solía responder frente a la torpeza de algún trabajador, para la cual se le solicitara consejo y remedio-. Dejen eso. Déjenlo. El tonto echa una piedra en el pozo y ni cien inteligentes la pueden sacar.

Y se iba.

La gente hacíase cruces, pasmada. Sebastián se rascaba el testuz, invertía la postura de las cejas y se ingeniaba entonces para enmendar por sí mismo el yerro.

Pero él había vuelto grupas, indiferente y murmurando: «El tonto echa una piedra en el pozo...»

Correspondiera o no al caso, aplicaba esta sentencia, que tomó a estribillo. Pero los compadres, ellos sí, entendían el proceso interior: aquel «tono» calzábalo a misia Jesús, a su capricho torpe, la «piedra», y veíalo todo a través de su obsesión.

-Muy amargado anda.

-Así es, compadre.

A solas, bebía como un aburrido, como desesperado entregábase a la barraganería de sus chinas, la viuda de Burgos sacábale de quicio con su ardor de sol que se pone y, más aún, con la inteligente prudencia que supo imprimir a su trato.

Sólo don Joaquín y don Eliecer, que lo visitaban sin darse por entendidos del cambio, mantenían su ecuanimidad. Eran el cariño en espera.

-Paciencia. Todo lo rodea Dios sin ser vaquero -decía el uno.

-Sí, compadre. Cuestión de tiempo -corroboraba el otro.

Y bien, el rodeo de Dios había empezado sin que se le viera.

Porque una tarde, al abrir «El Ferrocarril», diario que ahora traíale cotidianamente la diligencia, sopló violenta sobre depresiones y languideces del esplín, dispersándolas, una remecedora noticia: Chile se hallaba en inminencia de guerra con Bolivia.

La voz de la prensa, que jamás le convenciera mucho, penetró, esta vez sí, dura y certera como un dardo en su corazón. En años anteriores, cuando rumor echárase a volar acerca de conflictos con Argentina, volando había seguido, sin rozarle, hasta desaparecer. Nunca dejó él de confiar en Sarmiento, en la lógica de su doctrina, en la brasa de su amistad para caldearla y en la tradición de ambos pueblos. Acaso, desde el punto de vista político, todas aquellas razones de fe no pasaran   —216→   de paparruchas; mas lo cierto era que él, en la sensibilidad, no le alarmaron ni sesiones parlamentarias a puertas cerradas ni vocinglerías de suspicaces exaltados. Hoy, al revés, la guerra parecíale virtualmente declarada. Bolivia conducía su política hostil, con hechos, a extremos intolerables. Imponer primero contribuciones asfixiantes a los industriales chilenos, a quienes habíanle descubierto minas y salitre, a quienes formaron el único elemento para las explotaciones, por sus capitales y por sus hombres de mente y empuje; luego decretar el embargo porque los afectados alegaron en derecho, y ordenar por último el remate de los medios chilenos de trabajo, todo ello implicaba el casus belli.

Estaba José Pedro solo aquel día en el fundo. No tuvo con quien comentar la nueva. Paseó hasta muy tarde a lo largo del corredor. Se desveló en la noche.

A la mañana siguiente se le apareció en su carruaje, presa de igual agitación, doña Carmela Burgos.

-Por Dios, Valverde, ¿qué le parece?

-Que tenemos la guerra encima. Una escuadra nuestra zarpa hoy rumbo a Antofagasta.

-El «Blanco», el «Cochrane» y la «Chacabuco».

-Exacto. Impedirán la subasta ésa, y...

-Y la guerra.

-¡La guerra!

-Los buques deben llegar allá el 14, día fijado para el remate. ¿Cómo responderá Bolivia?

-Pues nosotros no contamos con otro camino digno.

-Y tenemos además la experiencia. Soportamos a los peruanos expropiar las salitreras chilenas de Tarapacá y pagarlas con bonos que ya nadie cotiza.

-¿Vamos a permitir que ahora, no sólo nos repitan el juego, sino que nos quiten de en medio con alguaciles, como quien dice a culatazos?

-Imposible.

-Por lo tanto, a las armas.

El espíritu de José Pedro plantábase de nuevo en pie. Las relaciones con la viuda, única persona de clase y criterio a su alcance, rehabilitaron la simpatía y la vida cordial entre ambos. Pronto fueron juntos a Melipilla. Después, a Santiago, cuando los barcos chilenos hubieron   —217→   detenido el remate y, corrido el resto de febrero en un anhelar que suspendía los alientos, amaneció el 1.º de marzo y como una tea encendió todo el país la declaración de guerra con que los bolivianos resolvieron contestar. A las tres semanas, las chispas de la hoguera prendían el orgullo en las almas: habían bastado pocas horas de lucha para desalojar a los agresores del puerto. El entusiasmo lanzaba hombres y hombres a los cuarteles. Capital y provincias organizaban los «batallones cívicos». En medio del vértigo se oyó la voz del Perú: ofrecíase como mediador; enviaría la misión Lavalle. Pero los ánimos, aunque dispuestos a la conciliación, vacilaban, suspicaces. ¿No se respiraba en la atmósfera cierto pacto secreto entre aquellos dos pueblos incásicos?

Con el clarín bajo el brazo, Chile supo, sin embargo, esperar. Lavalle vino. Pero los indicios del pacto por seis años escondido, malograron el juego diplomático. Y el 5 de abril sonó la clarinada, el reto de guerra chileno también contra el Perú.

José Pedro había cumplido los treinta. Superaba la edad del contingente. Por de pronto a lo menos. Acción patriótica sí cabríale, vasta y eficaz. Y arrebatado por nuevo fervor, sintió levantársele ánimo y vida toda.

Desde luego, permanecía en el fundo apenas el tiempo indispensable para ordenar faenas; en seguida íbase a la capital. Allá, contra lo que al principio supuso, el ambiente, lejos de pesar en densidades de cavilación o cuita, vibraba entre frenesíes. En los cuarteles, en el Parque Cousiño, aun en algunas plazas instruíanse reclutas. El clarín, con su voz bruñida como sus bronces, lanzaba destellos al sol y destellos de grito a las almas. Parecía Chile un pueblo de guerreros que se hubiera aburrido hasta entonces y que al fin restituyéranse a su normal vivir de combatientes. Y había vehemencia. Las evoluciones de las escuadras impacientaban el coraje. ¿Qué hacían los buques de ambos bandos, sin atinar a encontrarse?

Forastero en la ciudad, José Pedro saciábase leyendo noticias y editoriales.

O parábase a escuchar corrillos en las esquinas.

-Avisan de Talca que tienen cien cívicos listos, pero que les falta ropa.

-Que se vengan como estén.

  —218→  

-Así han contestado ellos. Que vendrán con las tiras de lo puesto.

-Eso. ¿No supimos hacer la guerra siempre a pata pelada? Así haremos ésta.

Y así continuaban acuartelándose los muchachos de un confín a otro

El combate de Iquique arrebató. Nadie quiso juzgar pérdida el hundimiento de la desvalida fragata. Sólo quedó la figura de Prat apuntando como un índice perentorio. A combatir, vengarse y vencer.

-¡Por fin! -exclamaban hombres y mujeres-. Ya vemos al «Huáscar» enfrente, que no ha sabido sino asustar caletas indefensas.

Una mañana, Cipriano Correa te propuso a José Pedro:

-Vamos a la Quinta Normal.

-¿Qué hay en la Quinta?

-Ejercicio de ambulancias. Algo muy pintoresco.

A él se le antojó ridículo eso de presenciar un espectáculo de victimas imaginarias. Pero vio desfilar a los alumnos mayores del Instituto y del Seminario, que allá se dirigían para instruirse, y se dejó conducir.

Si hasta entonces no se le ocurriera qué concurso prestar, lo concibió en aquel simulacro. A la vista saltaba la carencia de buenas mulas en el servicio sanitario. Pues él dedicaríase a reunirlas. Y antes de un mes, los compadres, doña Carmela Burgos, él y otros hacendados de su región, completaron sesenta mulares jóvenes y mansos,

Cuando se presentó con su regalo en la intendencia general, tuvo una emoción que le nubló de lágrimas los ojos.

-Considere usted, como hombre de campo -le dijo el coronel-. Desde no sé qué aldea distante, un huaso ha telegrafiado al gobierno: «Estoy viejo para pelear esta vez, pero va mi caballo».

La oleada de ternura, el amor de huaso a huaso, floreció en nueva idea para José Pedro: volver a su fundo, juntar en esta ocasión caballada chúcara, ponerse a domarla con todos sus jinetes y presentar algunas docenas de redomones a la comandancia de caballería.

Atareado en su empresa, bebía entretanto en las páginas de «El Nuevo Ferrocarril» las novedades de la contienda. Empezaron a sucederse fechas gloriosas. En octubre caía el «Huáscar». Destrozado Grau en su torre, la tripulación se rendía; los puertos del norte, que habían sufrido las correrías del monitor, pedían verlo a su paso hacia Valparaíso;   —219→   aceptábase la solicitud y el «Huáscar chileno» anclaría en cada bahía...

Localmente festivas, estas lecturas eran el descanso vespertino del patrón en corro con sus domadores.

Hasta que, mansa ya la recua de potrones, volvió a Santiago. Cada éxito de la campaña se había celebrado allí de modo estrepitoso. Bajo cielos trémulos de repiques, las multitudes iban y venían cantando. En este ambiente de fiesta casi continua, José Pedro estrenó su primer frac. Asistió al baile que la Filarmónica ofreció a los marinos de la «Covadonga» y el Teatro Municipal le atrajo noche a noche a desternillarse con La soireé de Cachupín o con La gallina ciega. Paralelamente, como en Europa el cobre subía en precio y como el dominio sobre Tarapacá y su salitre mejoraba la moneda y rehacía las finanzas nacionales, él, que siempre supo hallar saldos a su favor en los manejos de la vida, y puesto que había regalado ya bastante, inició algunos negocios con el gobierno. Vicuña Mackenna le obtuvo encargos de charquis, grasas y cueros. En la próxima temporada, pues, realizaría muy en grande rodeo y matanza, que para suministros al ejército podía ya correr el dinero sin tasa.

-Pero éste tu famoso don Benjamín está chiflado -le dijo cierto día Felipe Toledo.

-¡Hombre! ¿Por qué?

-¿No has visto los diarios? Pide ahora el palo mayor de la «Covadonga» y la torre del «Huáscar», nada menos que para encajarlos en el Santa Lucía.

-Bueno. ¡Qué diablos! Tiene si cariño puesto en ese centro.

-¡Qué cariño ni qué ocho cuartos! Eso es una solemne majadería.

Él sonrió en silencio.

Toledo concluyó:

-En fin, no quiero herir tus sentimientos. Vamos a tomar las once a casa.

Vivían en la calle Angosta varias familias muy rancias, agrupadas en vecindario íntimo. Cuarenta años atrás, habían comprado a los franciscanos los terrenos limítrofes de su huerto conventual y allí habían ido edificando sus solares. Como el de los de Toledo, el de los Aldana hallábase también allí; en él creciera y aun casara misia Jesús, en él vieran la luz Chepita y Marisabel. A un paso de la Alameda, a dos de   —220→   Ahumada y Estado, la situación concordaba con el rango de los apellidos. José Pedro pisaba con emoción aquella callecita estrecha. Al embocarla ya, parecíale que penetraba en la casa de sus dos amadas. Cierta blanda nostalgia levantábasele dentro entonces y en su pecho las hermanas Lazúrteguis confundían sus fantasmas románticamente. Pasaba frente al caserón, hermético ahora por la fuga de su suegra, con la cara fosca y blasfemando en su interior; pero aquella sensación de suspiro amoroso, de suave mecerse en recuerdos e ilusiones, tenía el poder de atraerle como tema vicioso.

Además, en casa de Felipe lo recibían como en familia. Juntaba este hogar a la madre viuda, señora enlutada y semicana pero muy ágil y alegre, con cierto levísimo estrabismo que inducíale a guiñar un ojo -rezago de coquetería de antaño- y que le daba un pícaro mirar, y dos hijas ya en sobrepasada soltería, muy beatitas y dulces, seductoras por su finura silenciosa. Reuníanse allí las damas del barrio a la sazón; pues habían organizado un taller de vendas e hilas para los heridos de guerra. Los lunes alguna hermana de caridad o algún capellán acudían a recoger lo hecho. Ellas, incansables, seguían descubriendo retazos de lienzos y batistas de hilo y deshilachándolos en copos limpísimos y frescos.

-Esto es para los heridos graves. No hay como las hilas.

-El algodón es muy cálido. ¿No lo sabía usted, Valverde?

-Sí, claro; lo sabía.

La señora encontró a José Pedro algo desmejorado, aquella tarde.

Calló él, entre sonriente y abatido. Luego se aproximó a la dama y la interrogó aparte:

-No me juzgue imprudente, señora; pero... ¿tiene usted alguna noticia de Marisabel?

Ella parpadeó y repuso:

-Yo, ninguna.

Pero después, metidas ya las labores en los cestos y mientras atravesaban el patio, hacia el comedor, lo llamó a la sombra de un naranjo y le dijo:

-Algo le voy a revelar, aunque no deba. Marisabel, al partir, me declaró en secreto: «soy suya, a él perteneceré mientras viva y esté donde esté».

-¿Qué más?

-¿Qué más quiere? No sé más. Hay tanto misterio en todo esto,   —221→   que no lo entiendo. Mucho de lo que debe haber sucedido lo ha ocultado la Jesús con un arte que me abisma. En fin, conformose con lo que le cuento.

-Sí, pero... ¿hasta cuándo?

Ella dio eco festivo a la pregunta, con el estribillo de un cuándo:


«Cuándo, mi vida, cuándo,
cuándo será ese día...»

Y entre guiños y risas lo invitó:

-¿Pasemos a la mesa?

La siguió José Pedro y sus dedos nerviosos martirizaban la punta de su barbilla rubia.

  —222→  

-Han de haber parao el rodeo ya. Cuando yo me vine, bajaban de todos laos los piños a la quebrá.

-¿Quieres que galopemos? -preguntó el gobernador.

Pascualote lo miró a los ojos, atento.

-Como prefiera su mercé.

Toledo decidió:

-Vamos bien así.

Continuaron, pues, al tranco. En realidad, tiempo había.

-¿Y tú viniste sólo por nosotros?

-A guiarlos me mandó el patrón. Y si no... ¡cómo pu'!

-Habríamos llegado solos.

-De todas layas, dos caballeros invitados, sin un sirviente...

Cabalgaban por el camino interior, fundo adentro, torciendo puntillas de lomas a la derecha, orillando a la izquierda los valles. Como todo el personal había concurrido a la faena, el campo dormía en un silenció de domingo y se poblaba de pájaros en disfrute de la soledad. Al pasar ante un potrero alfalfado, seis caballos que allí pastaban corrieron hacia ellos, crines al viento, hasta la cerca. Erectas las orejas, los ojazos comunicativos, abriendo las narices y con los belfos trémulos, relincháronles, cual si pretendieran hablarles.

-Deseosos de que los llevemos -explicó Pascual-. Son corraleros de don Pepe y adivinan lo que allá está sucediendo. ¡Les gusta más retozar...! Tienen afición, los brutos, lo mesmo que los cristianos.

-Lindos animales.

-Aguarden, aguarden a que mande remudar el patrón -agregó el huaso a la tropilla inquieta, como quien pide a niños paciencia.

-La mañana calentábase al sol. No había ya rocíos y vibraba el aire, interpuesto como un vidrio entre la vista y el paisaje. Veíanse pardear ya los trigos, las palmeras echaban cogollos verdes en medio de sus penachos descoloridos y las codornices reían invisibles con su grito de burlona carcajada.

  —223→  

El gobernador, vaciando el pecho henchido de campiña y frescura, necesitó hablar:

-De modo que Valverde madrugó.

Con noche se fue al encuentro del ganao. Le gusta ver que no quede vaca enmotá por ehi.

Prosiguieron alegres la marcha. De rato en rato alcanzaban hileras de chiquillos que concurrían, ellos también, a la faena. Cada granuja portaba un cordel en la mano, dispuesto como un lazo a punto de maniobra. Más allá, tres sobre un mismo jamelgo, en pelo, iban al galope.

-¿Cómo se sujetan esos mocosos?, me pregunto yo.

-A puro equilibrio. Las piernecitas no abarcan lomo, no les dan pa que se agarren.

-Y miren cómo espolean con los talones desnudos.

-¿Nunca se caen?

-¡Qué se van a quer, esas arañas!

Al enfrentar los corrales, Toledo se sorprendió:

-¿No es aquí el rodeo?

-Los rodeos corrientes son aquí, pa correr vacas en la medialuna. Pero éste, de matanza y tan en grande, pide más cancha. Obligao hacerlo a campo cercao a monte.

-Eso sí.

Los dos visitantes engolfáronse pronto en sus comentarios de la guerra. Por fin, tras un recodo, divisaron una polvareda flotante. Junto con verla, oyeron además la orquesta de mugidos, que como un manto entoldaba el lugar. Tornaron entonces, las caras interrogadoras, hacia Pascualote.

-¿No decía yo? Pararon -repuso el mozo a la tácita pregunta.

-No he visto yo matanza -dijo el secretario-. ¿Y usted, señor?

-Como militar, hijo, no hay laya de matanza desconocida para mí.

Pocos minutos más tuvieron que andar, para meterse al cabo en un llano entre serranías. Tal era el ambiente allí, que les pareció entrar en un salón inmenso y concurrido. Casi llenábalo el piño enorme y en giro constante sobre sí mismo.

Los divisó José Pedro y vino a recibirlos a carrera. Paró en seco su caballo, con las cuatro patas a la vez, en desnalgada perfecta que rayó cuatro huellas en el suelo.

  —224→  

-¿Me perdonan? -dijo enderezándose y tendiéndoles la mano-. Yo tenía que hallarme temprano aquí.

-Por supuesto.

-No faltaba más, hombre,

Fueron al tranco hacia las ramadas, donde se desmontaron. Cantaba bien templado el acero de las grandes rodajas de José Pedro a cada paso de las piernas tiesas dentro de las botas hasta medio muslo.

-Circuncisión, cébales mate a estos caballeros.

La vieja, que vestía manda del Carmen por la suerte de las armas de Chile, abanicó en cuclillas el fuego con el ruedo de su pollera. Luego cogió una brasa con una cuchara, le sopló la ceniza, quemó azúcar en ella y cebó el mate. El aire se aromó de mieles y yerba. Tras de probar con la misma bombilla con que serviría tendió el calabacito, al gobernador en primer turno:

-Sírvase usía.

El veterano chupó, sin asco, el cañuto en que pusiera su boca la vieja.

Para Felipe Toledo era nuevo el espectáculo. ¡Qué agitación, en aquel claro, seno, plaza o explanada, que bullía entre tantas soledades! Agitación de fiesta, llena de sones, ladridos, cómicos percances, risas y gritos. El mugir, sonoridad de fondo, coreaba su nota continua, única. Pero marcábanle compases las voces de arrear que los huasos montados emitían sin descanso.

-¡Juera, juera! ¡Juera, huacha, jueeera!

Vino a galopito corto y bailón un inquilino.

-Patrón -expuso-, yo también quiero echar a la matanza un güey que tengo de más.

-¿Está gordo?

-Enronchao de gordo, patrón.

-Bien, échalo.

-¡Eh, ño jecho, ayúdeme! -llamó el peón desabrochando el lazo de su montura, y fue al encuentro de su compañero.

El bramar no cesaba, monótono, al ritmo de aquel incansable «¡Juera, juera! ¡Huacho lobo, jueeera!» Algunos cogían bestias que adrede habían arreado con la masa bovina, las rasqueteaban y, tras medio aliño de tuso y cola, reponían montura. En seguida se cambiaban   —225→   el poncho por la manta corta y vistosa. Siempre un rodeo impone las mejores prendas y el mejor apero.

Toledo atendía con los cinco sentidos.

-Y de la guerra ¿qué me cuentan? -preguntó José Pedro en el último gorgoriteo de su mate-. Esas gestiones de paz...

-Fracasaron. Dos días de tira y afloja, más bien de tira y no afloja, y por último, ayer, el fracaso.

-Ahora marcharemos sobre Lima.

-Ya era tiempo. Año y medio de guerra llevamos.

-De abril del año pasado a hoy 28 de octubre, año y medio de largo.

-Menos mal que de triunfo en triunfo.

-Pues yo aquí todo el último tiempo, con la esquila primero, con esto ahora, apenas sé algo de lo que se opina en Santiago.

-De lo que se opina veníamos cabalmente hablando -dijo Felipe-. Porque tu ídolo, don Benjamín, pretende dirigir al estado mayor desde su editorial.

-Hombre, tú le tienes mala ley a don Benjamín.

-¿Yo? ¿Por qué?

-Eso me pregunto. ¿Por qué? Quizá por pasión política.

- Pero si sale ahora con que la campaña de Tacna estuvo de más, que con seis mil hombres en la quebrada de Camarones habría bastado para custodiar Tarapacá.

-¡Y quién sabe!

-No, Valverde; no nos equivoquemos -intervino el gobernador-. En primer lugar, ¿dónde se halla Camarones? Entre Tacna y Arica. Pues sin tomar este puerto siquiera, ¿cómo nos metíamos en Camarones? Tacna en nuestro poder facilitaba la toma del Morro. Debía ir Baquedano por Ilo y Moquegua, dominar en Tacna y convertir en victoria decisiva la proeza de Pedro Lagos en el Morro de Arica.

José Pedro se inclinó ante la crítica militar.

-Y dice Vicuña Mackenna -insistió Felipe- que sólo ahora comienza la campaña contra el Perú, porque hasta hoy no hemos tomado sino su extremo austral,

-A mi juicio, hemos ganado la mitad de la guerra.

-Y la mitad más importante.

-A ver, a ver...

José Pedro quería razonado apoyo para su optimismo.

  —226→  

Los sirvientes de la ramada, hombres y mujeres, hacían ávida rueda en torno a los caballeros.

-Tarapacá -explicó el militar- nos da mucho dinero con sus salitreras, a tiempo que al Perú se lo quita. Seis meses hace que vendemos nosotros el salitre. Crece nuestro crédito y el peruano se abate. El cambio chileno, que había bajado a treinta y dos peniques, se recupera con velocidad. Sin Tarapacá nuestro, ¿no estaría nuestra moneda hoy a menos de real y cuartillo, como está la peruana en su derrumbe? Pues ¿y Tacna? Si no la hubiéramos ocupado, no habría sobrevenido la desmoralización en Lima: tan convulsionada y caótica está la política interna a causa de nuestras ocupaciones, que ha dejado el mando el Presidente y se ha ido a Norteamérica; mientras nosotros discutimos normalmente aquí la elección presidencial próxima. Sí, amigo Valverde, media guerra llevamos ganada. Y más, puesto que la escuadra bloquea ya los puertos del enemigo y llevará nuestras tropas a desembarcar donde mejor convenga.

-¿Oyes, bendito? Bien está que don Benjamín te regale sus libros y te aconseje buenas lecturas; pero en esto... en esto no le creas.

-No deseo yo más que no creerle ahora. Lo que no impide que lo admire.

-Justo -aprobó el gobernador.

En esto, por tercera o cuarta vez, gritaron desde la faena:

-¡Patrón! ¿Y aura qué hacemos?

José Pedro subió presto a su alazán tostado. Montaron por su parte las visitas y lo siguieron.

-¿Quién es el apurón? -inquirió Valverde al frenar.

Don Eliecer zahirió con su falsete..

-¡Quién había de ser! Póngame a mí mejor en este puesto, señor.

-¡Ehi'ta! -saltó el zaherido compadre-. Cuando estaban herrando los potros del rey, vino la cucaracha y estiró su pata...

Interrumpieron las carcajadas en coro.

-A ver si usted, compadrito -desafió aún-, sabe desjarretar como yo aprendí de mocoso.

Empinado sobre los estribos, ordenó en seguida:

-Lárgueme un animal bien lobo a la cancha.

Y fue a traer su medialuna. Era una vara larga como una lanza. Tenía, en vez de punta, una cuchilla en semicírculo, cuyo filo cóncavo   —227→   e interno fulgía de reflejos. Semejaba el asta de una bandera musulmana.

-Así me gusta, señor, a la antigua. Así me gusta -celebraba Sebastián.

José Pedro eligió el novillo; a su ojo experto, el más montaraz y rápido. Metió su caballo en la masa. El alazán, maestro, tan pronto se halló frente al elegido y sintió las espuelas del jinete, comprendió su deber: fue a pegar el pecho contra el costillar del vacuno. Y no cejó ya. Entreverándose quería el novillo escurrirse y huir; el tostado no se le desprendía de las costillas, cual si lo hubieran soldado a su presa. Y empujando, seguro, la sacó del entrevero, piño afuera.

Al verse suelto en cancha libre, arrancó el bovino en salvaje huida. Mas don Joaquín íbale a la zaga ya. Corría el perseguido y corría el perseguidor con su instrumento en ristre y acortando distancia. Lo alcanzó al fin y, con destreza de milagro, se le vio apoyar la filuda medialuna contra un corvejón primero y en el acto contra el otro. Al mero choque, los tendones de ambas patas traseras se cortaban y derrumbábase desjarretado el bravío.

Un prolongado ¡ohohoh! en algazara saludó la suerte.

-¡Caballo Pájaro! -vitoreó José Pedro.

Don Eliecer avanzó a estrechar la mano de su compadre, que devolvía la lanza como paladín victorioso.

Felipe Toledo estaba maravillado.

-¿Esto es a la antigua? -inquiría.

-Sí; hoy no desjarretamos así.

-A no ser por diversión.

Por aquellos años, en efecto, apenas practicábase de cuando en cuando, como deporte. Más breve resultaba desjarretar a toril. Pronto lo vería Toledo.

Pero se habían alborotado los ánimos.

-A trabajar, niños -hubo de imponer el patrón-. A trabajar en orden.

La tarea tomó ritmo de labor, aunque los huasos aprovechaban cada coyuntura para ejercitar sus dones.

-Despajemos la mañana -dispuso José Pedro-. Aparten primero lo de marca y señal; lo de inquilinos, lo flaco y lo caballar, con la crianza ya marcada, que se vaya volviendo al cerro. Y cuéntenlo todo muy bien.

  —228→  

Suavemente, sin alborotar el piño, los hombres iban a poco sacando a un extremo de la cercada pampilla los animales que debían recibir los signos de la hacienda. Allá Sebastián tajaba orejas a los terneros lechones: zarcillo «al lado de montar». Pascual y sus ayudantes imprimían letras de hierro candente sobre las ancas «al lado del lazo».

-¿Cómo dicen? -averiguó Felipe.

-Ya oíste: lado de montar y lado de lazo. En el campo no entiende nadie de izquierda y derecha. Hasta los ríos tienen su orilla del lado del lazo y su orilla del lado de montar.

Ávido, el ciudadano pulcro seguía observándolo todo. Cómo caían los animales, cómo rubricaban el aire los lazos y cómo tendían sortijas por el suelo, entre perros ladradores y niños aplicados al uso de sus soguillas, los peales que decidían el tumbo de la res. Al tajo en la oreja, balaban los lechoncillos; a la quemadura en el cuero, los mayores mugían con angustia y los dolores volaban por el aire denso al tufo de la chamusquina.

Dos horas después, en la puerta del fondo, una calle de vaqueros daba salida, contando a la manada que había de soltarse nuevamente a las serranías.

-¿Cuántas cabezas calcula usted haber visto aquí, señor gobernador?

-Quizá un par de miles.

-Está Valverde muy rico, entonces.

-El fruto de dos generaciones: él, su padre y su tío el cura, tres hombrazos.

-Aquel cura sobre todo. Me han contado cosas...

De pronto irrumpieron voces:

-¡Atajen! ¡Ataja, hijo e... tu mamita!

Se había escapado un toro de matanza tras los ganados a los cuales se les devolvía al campo.

Partieron veloces varios jinetes en pos, José Pedro adelante, borneando el lazo. Observábale Toledo el juego que a la muñeca imprimía para mantener la armada abierta. Debía ser una inalterable la que se disparase sobre la cabeza del animal y se apretara en seguida con la presilla corrediza.

-Ese toro corta cualquier látigo -adivinó uno.

-Dos lazos necesita ese toro.

  —229→  

Ya lo había previsto Chafaraz y corría en ayuda de su amo. Y fue así como, al calzar la armada de José Pedro en los cuernos del fugitivo, ceñíalos también la del muchacho. Seguía disparado el toro y seguían ambos huasos detrás, dando a sus lazos suelta para evitar el tirón violento. Al cabo quedó aquella fiera sujeta, una cuerda tirante a cada flanco. Habían medido, patrón y sirviente, precisos, el momento justo de hacer alto, volver sus bestias en ángulo recto con los látigos y aguantar a una la tirada.

Se vio entonces a Valverde saltar rápido a tierra y sacar de la faja su cuchillo. Pero en particular asombró a Toledo ver a la vez cómo el caballo, solo, resistía los tirones del vacuno: clavaba los cuatro cascos arando con ellos el suelo, tendía oblicuo su cuerpo todo, en arte sabio de la resistencia. El lazo, apegualado a la cincha, tenso al máximo, vibraba como la cuerda de un arpa. Y mientras a la derecha sujetaba Cachafaz y a la izquierda el alazán maestro como un hombre, Pepe descargaba su cuchillo sobre los jarretes del toro y lo hacía rodar.

-¡Eso se llama caballo y eso se llama huaso! -gritó don Joaquín.

-¡Caballo Pájaro! -le completó alguien.

Cuando media docena de peones arrastraban el toro al recinto de matanza, Felipe Toledo había trepado todos los peldaños de la admiración.

Por mucho rato aún oyéronse las órdenes de trabajo:

-¡Puerta! Ya, den el campo a estas bestias que andan estorbando.

-Luego, luego, que hay que almorzar.

-¿No queda ganao del inquilinaje?

-Allá va una vaca

-Allá va, allá va.

Entre las dos filas de jinetes, todo animal que no se carnearía salió.

El almuerzo encendió el buen humor. Se formaron dos ruedas en el suelo; una de peones, grande, otra pequeña de patrón, invitados y compadres.

-¡Qué inteligente, qué noble su alazán, Valverde!

-¡Sí, gobernador; no sale malo!

-Animal para un concurso.

  —230→  

-Aprenden los caballos, señor, lo que les quieran enseñar.

-Pues usted revela ser maestro eximio.

Las alabanzas desazonaban a José Pedro. De modo que se apresuró a desviar el comentario:

-Lo verdaderamente grande ha sido esta mañana esa enlazada de Cachafaz. ¿Se dieron cuenta?

-No se me escapó a mí, don Pepito.

Desde las ramada de las cocineras, don Joaquín secundó a su compadre.

-Ni a mí. Vale mucho ese muchacho.

José Pedro quiso explicar a los profanos el prodigio:

-Extraordinario, ese tiro de lazo; por la distancia, por la puntería y por lo estrecha que tuvo que ser la armada. Cachafaz había partido en mi ayuda tarde y me tenía que alcanzar a tiempo. Si no, mi lazo se cortaría en el tirón, que prometía ser formidable, y yo quedaría en ridículo. Por eso yo, nervioso, con el rabo del ojo lo cateaba venir. Corría el muchacho con las tiendas abandonadas y gobernando su yegua con las solas piernas, porque ocupaba una mano en sostener el rollo de látigo y en bornear la otra. Once brazadas tiene su lazo, recordé. Pues me alcanzó a once escasas del toro. Al notar la velocidad con que remolineaba la muñeca, comprendí que para que el lazo le alcanzase había reducido al mínimo su armada. Les aseguro que no pudo abrirla ni tres cuartas, apenas el ancho de la cornamenta del animal. Temí que perdiera el tiro. ¡Era tan difícil! Lo que hizo Cachafaz, créanme, pide cálculo bien exacto de la distancia, puntería muy segura y mucha fuerza para tirar lejos. Pero ese demonio cumplió a tal punto los requisitos, que no bien caía mi lazada en los cuernos, caía la suya encima, calzadita como anillo a la medida del dedo. ¡Qué gloria! Dos segundos más tarde, una pulgada más acá o más allá, una pizca menos de abertura en la armada, y el tiro falla, y mi lazo revienta como un cohete, y el toro se nos manda mudar.

-Es un laceador único.

-Por lo menos, muy pocos había como él.

Concluyeron todos llamándolo:

-¡Cachafaz! A tomarse un trago con nosotros.

Apareció así el primer cacho de vino. El mocetón bebió. Escuchaba los plácemes y, fiel a su carácter, únicamente sabía responder volviendo a un lado la cara llena de risa.

  —231→  

Cuando sirvieron los lebrillos de cazuela, echose de menos al compadre Joaquín.

-¿Dónde se ha metido?

-Aquí, patrón -lo denunciaron a voces las cocineras-. Llameló, por vida suya, que le ha dado por cargosear a las chiquillas.

-Me gusta comer con damas -contestaba él entre las chinas jóvenes.

-Sosiéguese, don Joaco, moledera, que lo está viendo el patrón.

-¡Miren qué lacho!

-¡Ya, pa juera!

Se armó algarabía. Todos rompieron a una:

-¡Juera! ¡Juera el huacho viejo, jueeera!

Hasta reducirlo a redil.

Vino él a la rueda y:

-Ábrase, compadre -dijo a don Eliecer-, que aquí me acomodo entonces, entre usted y las autoridades del departamento.

-Ya viene a fregar aquí, el hostigoso.

-¡Válgame Dios, se picó por lo de la cucaracha, compadrito! Vénguese pue'. Pero hágame lugar. Usted sabe que soy niño bueno.

-Conozco esta laya de niño bueno, que es pedorro y que ha de andar siempre metido en medio de la gente.

-¡Hasta que se vengó, el compadre! A manos quedamos.

El gobernador y Toledo lloraban de tanto reír. Entre las bromas y las cachadas de tinto y blanco, la risa rompía todas las barreras.

Por su lado, el corro de capataces y vaqueros atronaba con sus carcajadas, como a descargas de fusilería.

-Seguro que se han desatado a mentir, a contar las maravillas que cada cual presume de haber hecho en el cerro.

Aguzaron el oído.

-No seáis fantoche, Miguelito -decíanle a uno-. Tanta farsa con tu lazo y lo estáis colchando.

-Por güeno se cortó -replicaba el tal Miguelito, y al advertir que los caballeros atendían, se puso a detallar su caso-: se me larga la vaca, hijito 'e mi alma, como los rediablos. La persigo cuesta arriba y cuesta abajo, salta peñascos y hoyos puaquí, sácale puallá el cuerpo a los quiscos y los cardones, hasta que la enlazo y la tengo mía.

-Ehi no más quedó el lazo entonces.

  —232→  

-En los cachos firme, quedó. La huacha, doblando la nuca pal cogote y con el hocico pa arriba y abierto, brama y brama. En esto se me corre pa una cañadita, yo me paso por detrá de un quillay, el látigo dobla con el tronco, y entonces, claro, se tuvo que cortar el pobre con la aserruchá. Pero... ¡pucha ¿que no era de ley!... porque yo que me agacho pa que no me zumbe el chicotazo en la cara y él... ¿no cimbra el otro pedazo y va y se enrolla en el tronco del quillay? Solito, pue, amarró él la vaca. ¡El muy noble!

Las carcajadas de ambas ruedas uniéronse por esta vez.

Al extinguirse la risa, don Eliecer dijo sentencioso:

-La mentira es infinita en el huaso. Dios se la dio como una burla cuando los hombres diz que pretendieron también a ellos les diese algo sin fin

La risa en esta ocasión fue interna y pía.

De cuento en chiste, de cazuela en charquicán picante, de asado en tragos, de regocijo en regocijo, en fin, se llegó al mate postrero, al cigarro en reposo. Y remudados los caballos, se dispuso que la faena de matanza empezara.

Habíase reducido mucho la masa de vacunos. Aquel cercado que por la mañana se le figuró a Felipe un gran salón repleto de concurrencia, parecíale ahora poco menos que desierto. Allá, en un confín, apenas arrinconábase un niño, quieto y como desairado. Las gentes se dirigían casi todas al extremos contrario, donde se hallaban el chiquero, el toril, el cuadro, los bretes, algunos cobertizos...

Entretanto, José Pedro dialogaba con el capataz y sus vaqueros:

-¿Cuántos toros, Sebastián?

-Diecisiete, patrón. Los más viejos.

-¿No será demasiado?

Con la masa fueron muchísimos. Y como hasta dentro de un par de años no tendremos otra matanza...

-Al menos tan grande como ésta. Vamos a beneficiar mucho, es verdad; pero... el ejército lo pide.

-Y se hace el negocio de varios años en uno.

-Así es, también.

Continuaron cuentas. Cifras de crianza, de novillos, de bueyes...   —233→   Y en suma, se matarían más de doscientos, entre toros, machos, capados y vacas inútiles por edad o defectos; los dos centenares, del fundo; el pico, de inquilinos y empleados.

-Hay para más de ocho días de trabajo sólo aquí. Las carretas, ¿llegaron?

-En camino vienen tres. Pa mandarle la carne al llavero, suficiente.

-¿Cuánta gente le has puesto a Lauro para su charqueo en el galpón de las casas?

-Nueve hombres cortadores y seis mujeres pa la salazón. Entre los de allá y los de acá, pa la otra semana se concluye.

-Bien. Comencemos, entonces. Pero con los toros, que luego se pelean y dan mucho que hacer.

Pusiéronse a separar toros.

-Sin agitar, sin agitar... -prevenía José Pedro. Y explicó a sus visitantes-: La carne agitada es mala; da un charqui rojizo, por bien que desangre el animal.

En cuanto se les hubo apartado, se arrearon los toros al chiquero.

Aquí debía presenciar Toledo tareas que cambiarían el espectáculo alegre de la mañana por otro dramáticamente violento y cruel.

Era, el chiquero, un corral dispuesto en el ángulo final de aquella encierra. Partía de su interior cierto pasadizo toril, que, al término de algunos pasos, desembocaba en el cuadro, verdadero recinto de matar, desollar y carnear las reses. Concluía esta placilla en un pequeño estero disimulado entre matorrales, y la defendían por un flanco los bretes en que trabajaban los despostadores y los cobertizos de oreo para las carnes ya saladas. Enfrente se abría el espacio donde se airearían estacadas las pieles y se apilarían cachos y osamentas.

De pronto los huasos, por parejas, diéronse a empujar los toros, hasta meterlos uno a uno dentro del toril. Se introducía cada bruto y, no bien pisaba el extremo del pasadizo, lo veía Felipe desplomarse repentina y sorpresivamente. Dos hombres ocultos, allá en la boca de la salida, lo habían desjarretado a certeros golpes de cuchillo en los corvejones. Y el infeliz caía sobre un cuero tendido en bandeja. Cierta pareja de postillones bien montados lo arrastraban presto al cuadro, y otro cuero suplía al ido, y otro animal sucumbía en seguida. Pasmosa, la destreza de aquellos hombres. Los diecisiete toros no exigieron largo   —234→   tiempo de labor allí. Dijérase que aquel pasillo siniestro escondía rayos fulminantes.

Dentro del cuadro era más cruenta la faena. Varios matarifes con sus dagas, asestaban a la despatarrada víctima, en el testuz, la puñalada que debía ultimarla; otros, si el toro presumíase furioso y temible, descargábanle un hachazo en la frente; y en todo caso el degüello desangraba en el acto al moribundo.

A Toledo se le contagió poco a poco el terror que se observaba en las pupilas de los ejecutados. En un tris estuvo de que a él también se le saltaran los ojos de sus órbitas, de que le temblara la cabeza y le tiritasen todos los músculos del cuerpo. Difería por completó su ánimo, horas antes tan regocijado.

-No tienes costumbre, Felipe.

-Hombre, la verdad, como es primera vez...

-Esto es para machos.

Toledo se amoscó.

-¿Te imaginas que soy pusilánime?

-No. Yo sé que eres valiente; que te batirías en duelo, por ejemplo, sin temblar; que darías la vida sereno. Pero... con una fina pistola de desafío en la mano y vestido de levita y sombrero de copa.

El gobernador sonrió y dijo:

-Exacto. Todo un retrato.

Y rieron los tres.

Pero el viejo militar condujo a su secretario por un rato afuera. Vieron allí retozar a los granujas, que con sus correoncillos enlazaban y tendían peales a los perros y aun a los lerdos borricos en que habían traído sus cacharros y trebejos las cocineras. Se solazaron durante algunos minutos.

El amor propio, sin embargo, y la curiosidad, indujeron al «futre capitalino» a regresar. Ahora los huasos cortaban una punta de la masa y la conducían al chiquero. Mas el gobernador lo llevó a desmontarse junto a bretes y ramadas. Allí departieron ambos acerca de cómo, en aquellas empalizadas de toscos maderos en cruz, los peones colgaban los cuerpos desollados, y cómo los despostadores, con precisión de cirujanos, separaban cada músculo, le desprendían las gorduras y lo pasaban a los cortadores en seguida para que los convirtieran en lonjas cubiertas de sal.

En el riachuelo, a la sombra de maquis y ñipas olorosas, algunos   —235→   ancianos lavaban las panzas que recibirían el cebo derretido, las vejigas o copuchas en las cuales habría de conservarse la grasa comestible. Los fondos hervían ya sobre su hoguera, con los chicharrones dentro.

Gobernador y secretario se toparon con el patrón en el espacio de asolear cueros. Valverde regalaba el material para que se trenzara un nuevo lazo el mentiroso Miguelito y varios talabarteros doctos cortaban lonjas en prueba de la resistencia.

Cuando José Pedro vio al gobernador consultar su reloj, le dijo adivinando su prisa:

-Ya pronto nos iremos, señor. Van a servirnos otros asadito, el vino y el mate del estribo. Luego... ¡a casa!

Mientras les preparaban esta merienda, quiso Valverde revisar los cierros, cerciorarse de que no se había producido portillo alguno en la cerca de ramas apoyadas de pie contra el monte vivo.

-¿Y resulta segura esta cerca? Ni amarrada está, hombre.

-No hace falta. Cuidando que la ramazón sea tupida y alta, no hay temor. El secreto es que no divisen los vacunos el exterior. Lo que no ven no existe para ellos, ni lo sospechan.

-Pues no revelan mucha inteligencia, que digamos.

-A excepción de la gallina, tal vez, no hay animal más torpe.

En cambio, sentimental sí era, el torpe vacuno.

Porque descubrió Felipe de improviso algo elocuente y conmovedor: los animales aún vivos del piño habíanse agrupado en el punto preciso donde don Joaquín desjarretara su novillo y el peón lo rematara a golpe de daga en la nuca. Escarbando el suelo, husmeando con las narices trémulas la tierra, mugían, larga, lenta, sorda, dolorosamente. ¿Flotaban ahí acaso los efluvios de la muerte? Las voces, casi humanas, dolientes y fúnebres, ondulaban en el aire; y aquellos hocicos, luego de olfatear el sitio vacío, elevábanse hacia el cielo para volver a extender sobre la tarde sus ondas de duelo, su desolación, sus ecos de interior tiniebla. Algo había en aquel bramar de hondo, grave, de funerario, de plegaria y llanto.

-¿Y eso? -interrogó muy extrañado Toledo-. ¡Qué impresionante!

-Lloran, mi señor -repuso Eliecer-. Les huele al cadáver y lloran.

-¡Es posible!

-El vacuno es así. Bruto, pero sentimental.

  —236→  

José Pedro dispuso que un vaquero dispersara el piño y removiese la tierra de aquel lugar.

-Y el causeo nosotros, para irnos antes que se ponga el sol.

Alrededor de la cocina rondaba la gente, satisfecha y alegre. Y dentro, en la penumbra de la ramada, punteaban ya las cuerdas afinando una vihuela.

Tras la merienda, en la que ya pesó el cansancio, José Pedro, sus sirvientes y los compadres cabalgaron y se pusieron en camino. Cuando salían del corral rompió allá dentro la primera tonada. Percibían ellos clara su letra:


Han visto a mi negra.
L'han visto llorar.
Si mi negra llora,
le han pagado mal.
Déjenla venir llorando,
que yo la hei de consolar...

El rasgueo y el estribillo a compás de cueca, tamboreados por nudillos varoniles sobre la guitarra, borraban lo demás.

-¡En fin, allá se divertirán ahora!

La cabalgata iba en silencio. La escoltaban los tres mocetones del pelotón bravo.

Don Joaquín halló con qué sacar de su mutismo a José Pedro, a quien observaba más raramente silencioso.

-¿Qué tiene Bruno, patrón?

-¿Por qué?

-Cabizbajo se le ha visto el día entero.

-Parece que taimado anda -intervino don Eliecer.

-¿Algún motivo hay?

-Dicen que quiere ir a la guerra.

Lo llamó Valverde:

-Bruno.

-Patrón.

-¿Qué te pasa?

-Nada, patrón.

  —237→  

-¿Verdad que quieres ir a la guerra?

-Sí, patrón.

-¿Qué edad tienes?

-¡Quizá, p'!

-¡Cómo!

-Mi mamita cuenta que salió con bien de mí poco antes de que fuera su mercé pal Maule con el finao don José Vicente.

-Por los veinticinco andas, entonces. Todavía no te toca engancharte, puede que después te llamen. Se me ocurre que iremos juntos.

-Pero ¿su mercé piensa ir?

-Cuando me toque, por cierto, y te llevaré de ordenanza. ¿Te gustaría?

-¡Ve, que no!

-Espera tranquilo, entonces.

-¿Y yo?

-¿Tú también, Cachafaz?

-Este quiere ir con su lazo.

-Y si no, no voy.

-¿Qué harás con tu lazo, bendito?

-¡Bah! El agüelo, que anduvo en la guerra contra Benavides, cuenta que unos marinos iban a desembarcar de unos botes y que él con otros huasos los aguardaron en la playa y, antes que tocaran tierra, los lacearon y los arrastraron a todos prisioneros.

-Pues con tu lazo te llevo. No hay más que hablar.

De gobernador a paje, la cabalgata reía, reanimada.

Sólo a José Pedro no le subía del todo el humor. ¿Fatiga? ¿Reminiscencias? Aquella tonada giraba dentro de sus oídos. Y en las pausas del charloteo repetíase a media voz:


Déjenla venir llorando,
que yo la he de consolar...

Marisabel no era negra. Pero...