Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.

  —[6]→     —[7]→  

ArribaAbajo Libro primero


ArribaAbajoCapítulo I

Gobierna la provincia del Paraguay don Diego de los Reyes Valmaseda, es capitulado por sus émulos en la Real Audiencia de la Plata, por cuya orden viene por juez pesquisidor el doctor don José de Antequera, de quien se da alguna sucinta noticia y de su venida al Paraguay.


1. Había gobernado cuatro años y siete meses la provincia del Paraguay don Juan Bazán de Pedraza, cuando el año 1717 a los dos de febrero se le llegó el fin de la vida, antes que el término de su gobierno. Entró a sucederle, por merced de Su Majestad, don Diego de los Reyes Valmaseda, alcalde provincial que era de dicha provincia, y natural del Puerto de Santa María. Fue recibido en el ejercicio de su empleo a 6 de febrero, día verdaderamente aciago para la triste provincia, si se atienden las resultas; y aun los émulos de dicho gobernador le quisieron pronosticar tal desde entonces, porque acertando bien casualmente a ser muy lluvioso, y trayendo todavía luto los capitulares por su gobernador difunto, interpretaron estas dos circunstancias tan casuales a sentimiento, que hacían conspirados el cielo y la tierra, porque este sujeto llegaba a empuñar el bastón. Acordose don José Antequera, de este acaso para calumniar a su antecesor en carta que escribió en nombre del Cabildo y Regimiento de la Asunción el año de 1723, al ilustrísimo señor don fray Pedro Fajardo obispo, la que ha corrido por todo el Reino; pero creo que el pronóstico se forjó años después del suceso en su fantasía, más que en el Paraguay al tiempo referido de dicho recibimiento, pues esto no era reparable en la   —8→   ocasión, cuando es cosa que ha sucedido varias veces en aquella capital en el ingreso ya de los obispos, ya de los gobernadores, como el mismo Antequera observa en el libro apologético que furtivamente hizo imprimir contra el señor obispo del Paraguay, número 284.

2. Sea de esto lo que fuere no hay duda que entró al Gobierno del Paraguay dicho don Diego de los Reyes, a disgusto de algunos pocos, y esos le opusieron el impedimento de la vecindad para no poder entrar a ejercer aquel empleo, porque aunque es natural del Puerto de Santa María, como dije, pero hacía veinte años, que estaba casado en dicha ciudad de la Asunción donde actualmente servía el honorífico cargo de alcalde provincial. Allanose esta dificultad con la dispensación que se obtuvo de Su Majestad sobre ese impedimento por el referido Reyes, y por fin se recibió del Gobierno, pero siempre con disgusto mal disimulado de algunos principales, porque pareciéndoles que le faltaba a Reyes la calidad de ilustre prosapia, que adorna tanto a los que han de gobernar, llevaban mal se les hubiese de preferir por razón del empleo, y haber de estar sujetos a quien ni aún habían reconocido por igual.

3. Estas mismas consideraciones le pudieron haber enseñado a Reyes moderación, con la cual hubiera quizá granjeado la voluntad de los sujetos adversos a su persona, y a lo menos no hubiera aumentado la aversión, ni acarreádose tantos males como han llovido sobre su persona, y familia, sobre su parentela y sobre sus haciendas; pero sucedió muy al contrario que a la verdad no es para todos andar en alto, sin que se les desvanezca la cabeza, y más a los que de improviso se miran elevados.

4. Viose pues entronizado Reyes, y empezó presto a esquivarse con los más principales, y a ostentar tal soberanía, que no sólo con los que tenían mayor valimiento en la República, sino aun con aquéllos a quienes por sus dignidades y por el parentesco debía acatar, se portaba con sobrada presunción, afectando no necesitar de dictamen ajeno para lograr los aciertos de su conducta, y vendiéndose por más avisado que todos para regular convenientemente sus operaciones. Esto le adquirió la adversión, no sólo de los malévolos, sino también aun de sus más allegados, cuyos consejos y pareceres despreciaba.

5. Destituido el gobernador Reyes aun del abrigo de los suyos, quedó más expuesto a la cavilación de sus émulos,   —9→   que le observaban los pasos y movimientos, por temer de qué asirse para despicarse. Ofrecioles sin duda su desgracia una ocasión buena a su parecer para dar molestia al Gobernador y fue, que fiado éste en la amistad contraída con don Andrés Ortiz de Ocampo, yerno y albacea del difunto gobernador don Juan Bazán, trató con él por intereses particulares de ambos que se embargasen los cuantiosos bienes del dicho gobernador, por pretexto que se encaminaba esta diligencia al seguro de la residencia, que debía dar por su oficio. Nació de aquí el suspenderse la ejecución de algunas disposiciones que dejó Bazán a arbitrio de su confesor por descargo de su conciencia en orden a restituir algunas cosas, que contra justicia había llevado por las datas de las encomiendas, e hizo también el gobernador Reyes se suspendiese la residencia de su antecesor, hasta dar cuenta a la Audiencia de Charcas. Es increíble la mano que algunos gobernadores se toman en Indias con el seguro de estar muy distantes del Monarca y de los Tribunales Superiores, no habiendo cosa a que no se atrevan, como si todos les fuera lícito. Resultaron de lo dicho tan enconados encuentros entre Reyes y el juez de residencia don Domingo de Irasusta, que le fue a éste forzoso, para asegurar su persona, retraerse en el convento de Santo Domingo.

6. Triunfaban los émulos del gobernador con estas sus operaciones, pareciéndoles tenían en ellos armas para combatirle cuando se ofreciese ocasión, y el mismo gobernador, poco cauto, les iba dando nueva materia de secreto regocijo; pues intempestivamente quebró por no sé qué causa las amistades con don Andrés Ortiz de Ocampo, que amistad que no se funda en razón, sino en propios intereses, no puede ser muy durable, y subsistirá tanto cuanto subsistiere el motivo, como aquí se vio. Ofendido pues Ocampo, se aunó con los secretos émulos del gobernador, y por dirección de ellos forjó un escrito temerario en que con villanía indigna propaló el pacto oculto que intervino entre ambos para el embargo de los bienes del gobernador difunto su suegro, imputándole a dicho Reyes habérselos arrogado todos en sí con su mano poderosa.

7. Tuvo osadía Ocampo para presentar este escrito ante el mismo gobernador Reyes, quien se ofendió altísimamente de éste que llamó enorme desacato, y por indicios que tuvo de que otro individuo bullicioso era director de aquel escrito, compelió a Ocampo a que declarase debajo de juramento   —10→   quién se lo había dictado, y sin ninguna tergiversación confesó había sido don José de Ávalos. Era éste el regidor más antiguo de la Asunción, y que con sus artes se había granjeado tal autoridad con todo el Cabildo secular, que verdaderamente le dominaba, rindiéndose todos los demás capitulares como inferiores a su dictamen, y aun los gobernadores antecedentes habían mostrado dependencia de este sujeto, por ser práctico en el manejo de las materias de aquel gobierno y de notable expedición para ordenar papeles jurídicos; y este género de hombres, que se miran como necesarios por la falta que hay de asesores letrados, suelen ser en estas provincias muy perjudiciales.

8. Había cobrado dicho Ávalos muchas alas con la estimación y aprecio grande que todos hacían de su persona, y aunque Reyes procuró al principio ganarle la voluntad, él mostró hacer muy poco caso de sus favores, pues habiéndole ofrecido, y aun abatídose a rogarle con instancias repetidas, se dignase admitir el cargo honorífico de su teniente general, que es lo más que le podía dar, le hizo Ávalos el sensible desaire de excusarse con obstinación, despreciando su oferta y sus ruegos, quizá por no recibir de su mano aquella honra, que en otros tiempos hubiera apetecido y aun solicitado, valiéndose de empeños y echando rogadores.

9. Por esta demostración no sería mucho que Reyes quedase receloso de las astucias de este sujeto que había afectado siempre la independencia; pero como reconocía su mucho poder y valimiento en la República, disimulaba; y conociendo Ávalos que era temido, se tomaba cada día mayor licencia. Cuando no hay fuerzas para el castigo del súbdito, es forzoso valerse de la condescendencia; pero esto mismo requiere arte porque no se alcanza la flaqueza del que gobierna; pues si se llega a conocer nace de miedo o falta de poder, se hace más osado el delincuente, como sucedió en esta ocasión con Ávalos, principalmente que le parecía tener bastante con que hacer guerra al gobernador en algunas de sus operaciones. Por tanto no temió ya concurrir a la formación del escrito de Ocampo, que había de desazonar precisamente al gobernador, y descubierto por autor único de él, conoció Reyes cuánto podía temer de aquel autorizado émulo. Ojalá, que como conoció lo que le debía temer, hubiera moderado sus acciones de manera que no hubiera tenido de qué asirse; pero no se templó, como debiera, y Ávalos, quitándose la máscara del disimulo, trató de asegurarse más la amistad de   —11→   algunos vecinos principales, portándose a las claras como enemigo del gobernador.

10. Con quien principalmente estrechó más la alianza fue con don José de Urrunaga, regidor también de la ciudad, sujeto muy caviloso, y que con ser extraño, pues era de nación vizcaíno, estaba emparentado por su mujer con muchos principales. Fiados, pues, Ávalos y Urrunaga en lo numeroso de su séquito, hacían poco caso del gobernador; y porque éste amparó según justicia a una pobre viuda desvalida en la posesión de un solar, de que inicuamente la quería despojar el suegro de Urrunaga, tuvieron éste y Ávalos osadía de ir a casa del gobernador, y usar con él algunas mayorías con voces descompuestas, hasta llegar a amenazarle que habían de deponerle del gobierno. Aun esta demasía les toleró sufrido Reyes, sin pasar al castigo que merecía tamaño desacato, quizá porque se veía con poco poder, cuando aun los mismos suyos le trataban con despego por la soberanía con que por otra parte se portaba; pero aunque por entonces se entendió con el disimulo, iba atesorando ira en su pecho y los contrarios crecían siempre en su aversión.

11. Ésta fomentó de nuevo un caso, con que el gobernador los dejó muy ofendidos por materia de intereses, y muy desairados en su punto. Don Antonio Ruiz de Arellano, natural de Tudela en el Reino de Navarra, y casado en el Paraguay con hija del mencionado Ávalos, sujeto de las mismas trazas y genio caviloso que su suegro, se hallaba juez de comisión para el ajuste de las cuentas de Hacienda Real, y concluidas quiso, con pretexto de remitir a Buenos Aires el cajón de los autos obrados en virtud de su comisión, que el gobernador le concediese indios para marineros de un barco, en que a vuelta de los autos disponía despachar porción de hacienda propia para conducirla al Perú. Pudiera el gobernador conceder sin reparo lo que pedía este sujeto; pero como se hallaba ofendido no estaba para gracias, antes bien anduvo tan lejos de condescender con su deseo que le quitó el cajón de los autos, alegando le tocaba a él su despacho a Buenos Aires, por ser cosa perteneciente al servicio de Su Majestad y a sus haberes reales, y hubo al fin de ceder Arellano.

12. Pero en el ínterin que se controvertía el derecho de ambos, fue sobre sus diligencias a casa del gobernador; y por que éste no le dio tan prontamente asiento, arrastró lleno de ira una silla, se sentó y le perdió el respeto con palabras mayores sin atención a su dignidad. Salió de allí abochornado,   —12→   ideando cómo despicar este imaginado agravio, y como por otra parte por la denegación de los indios se le frustraba la traza premeditada de despachar su hacienda, se avivó más su encono, y toda esta parcialidad bramaba de sentimiento, haciendo todos los aliados contra el gobernador causa común la de cada uno de ellos. Y aunque el dicho Arellano se avió por fin para llevar su hacienda, no por eso su familia, sus allegados, parientes y amigos desistieron de forjar tales quimeras contra reyes, que al cabo éste se cansó de tolerar sus demasías, e irritado sobremanera abrió causa contra los regidores Ávalos y Urrunaga.

13. Donde reinaba la pasión tan a las claras por ambas partes, no me atrevo a asegurar que se observarían todos los ápices del derecho; pero el paradero de esas diligencias fue, que por la deposición de testigos resultó plena probanza de los delitos que se querían imputar a los insinuados, de los cuales al regidor Ávalos despachó el gobernador en prisiones al castillo de Arecutaquá, y a Urrunaga le dio la casa por cárcel poniéndole buena guardia. No es fácil de expresar el sentimiento que así ellos como todos sus aliados formaron por esta demostración. Ver abatida su soberanía en una prisión, hallarse ajados de quien despreciaban, no aprovecharles su séquito para librarse de aquel pesado golpe, triunfar de ellos su mayor émulo, eran todas cosas que los sacaban de sí, especialmente a Ávalos, cuya persona, por amada de unos o por temida de otros, había gozado siempre de grandes inmunidades.

14. No les quedó advertencia para más que para disponer su venganza, y fabricar la ruina del gobernador, lo que no les fue muy difícil por hallarse éste mal visto por su esquivez, y aun arrogancia, que usaba con los más. Valiose, pues, Ávalos de su destreza y astucia, trató con sus parciales sus ideas, y dispuso capitular al gobernador en la Real Audiencia de Chuquisaca, formando contra él seis cargos al parecer gravísimos, y pintándolos con tan vivos colores (para que tenía sobrada maña) que se hiciesen creíbles. Hallábase su yerno, don Antonio Ruiz de Arellano, caminando para Potosí, y como quien conocía su genio y le miraba igualmente irritado contra el gobernador, le pareció el mejor instrumento para poner en práctica sus ideas.

15. Despachole, pues, los capítulos e instrucción del modo con que debía manejar el negocio; pero Arellano, como sagaz, aunque se resolvió a influir cuanto pudiese en aquel   —13→   caso por despicarse, no quiso sacar la cara a presentarlos en la Real Audiencia, sino se valió de cierto Tomás de Cárdenas, amigo suyo y pariente de su suegro, para que hiciese el papel de capitulante. No halló éste al principio la acogida que deseaba en aquel Real Tribunal, porque Su Alteza no los juzgó dignos de moverse por ellos a despachar pesquisa contra el gobernador; pero el capitulante influido de Arellano hizo tantas instancias y añadió tales alegatos, afianzando los capítulos según derecho, que al cabo salieron con su pretensión, consiguiendo que se enviase juez pesquisidor contra Reyes, para que averiguase los capítulos que se le imputaban.

16. El juez nombrado fue el doctor don José de Antequera y Castro, caballero del Orden de Alcántara, que servía en aquella Real Audiencia la plaza de protector general de los indios, que como es de corto salario, y ése no siempre bien pagado, no le rendía cuanto necesitaba para mantener el esplendor correspondiente a las muchas obligaciones con que había nacido, y absolutamente se hallaba muy pobre. Era hijo de un gran ministro que habiendo servido cuarenta años a Su Majestad, y muchos de ellos oidor en la Real Audiencia de La Plata, murió al fin lleno de méritos, pero falto de medios, prueba manifiesta de su notoria integridad y rectitud, y aunque estas prendas no las heredó el hijo, pero sí la pobreza, de la cual deseoso de librarse pasó a la Corte a pretender, confiado en los méritos verdaderamente grandes de su padre y en sus propias prendas, que abultaban en su fantasía más de lo que eran en la realidad.

17. Su genio se dio presto a conocer, y mucho más el poco asiento de su juicio: era sí muy vivo de entendimiento, pero poco mirado en el hablar, siendo locuacísimo en extremo, y a ese paso poco consiguiente en sus discursos y nada acertado en las resoluciones. Preciábase grandemente de docto en el derecho, y se jactaba sin ningún reparo de su grande nobleza, no habiendo a su parecer quien le excediese. Caviloso para entablar y seguir sus veleidades, le salían de ordinario mal los fines por no forjar bien sus ideas, como se verá en los sucesos que referiremos, y lo experimentó él mismo en la Corte; pues, cuando todo le parecía poco a su ambición, no pudo conseguir otra cosa que el tenue empleo de fiscal protector de indios, que es de tan corto emolumento como dijimos; con que hubo de volverse a Indias, no sé si desengañado, pero sí quejoso de su fortuna.

  —14→  

18. Deseoso de mejorarla, pretendió y alcanzó del señor arzobispo virrey don Fray Diego Morzillo, le confiriese título de gobernador interinario de la provincia del Paraguay, para después que don Diego de los Reyes concluyese el quinquenio de su gobierno; y con la noticia de haberle a este capitulado, le pareció a Antequera ocasión nacida para su deseo si se le cometiese a él la pesquisa. Consiguiola fácilmente, porque tenía en la Audiencia de Charcas algunos valedores, condolidos de su suerte, que tiraban a remediar por ese camino su pobreza, y otros que le deseaban apartar de allí por verse libres de su genio bullicioso. Diósele en 15 de enero de 1721 la provisión real para la pesquisa, y en ella, a lo que se puede colegir por los efectos, el azote para castigar los pecados de la provincia del Paraguay y el instrumento mejor de su propia ruina.

19. Salió en breve de Chuquisaca, tan engreído con las ínfulas de juez pesquisidor, como pobre de bienes de fortuna. Es yerro verdaderamente grande cometer semejantes diligencias a quien se le trasluce tanto la codicia; pues se hace vendible la justicia y se expone a manifiesto riesgo la paz de la república, la que hacen titubear las ansias del interés, cuando a semejantes sujetos el poder les suministra alientos. Y ninguna cosa clama más altamente contra los que despachan ministros dolientes de este achaque, que sus mismos rigurosos efectos; obligando a repetir con las expresivas voces del sentimiento, las que con tanta osadía levantó Batto Dálmata en la mayor publicidad contra Tiberio, llamándole promotor de las guerras del Imperio romano, porque en vez de enviar canes para defensa de las ovejas, soltaba en las provincias sangrientos lobos que las despedazasen, en los ministros inficionados de la lepra de la codicia. Verdad es ésta, que comprueba con harto fatales casos la experiencia y pudieran servir de escarmiento al tomar, quien debe, resoluciones de este porte.

20. Armado, pues, de codicia y de jactancia, prosiguió Antequera su viaje con sólo el tren que pudiera un Arístides; pues aún el menaje de platos y otras alhajas preciosas era tan poco decente que, en una ciudad de esta provincia del Tucumán, se las hubo de dar cierto personaje que deseaba hiciese bien al gobernador Reyes en su pesquisa, cuanto permitiese la justicia. A no haber recibido a dos manos estas dádivas, pudiera en su viaje haber pasado plaza de un estoico desengañado. Llegó a la ciudad de Santa Fe, donde con   —15→   su locuacidad y muchas promesas de que era liberalísimo, granjeó amigos poderosos; y como el ser de dicha ciudad depende del comercio del Paraguay, halló entre ellos fácilmente quien le fiase grandes cantidades, con la esperanza de crecido logro, porque él no se descuidó en publicar tenía la merced del señor Virrey para suceder al gobernador actual, a quien faltaba menos de un año para concluir el quinquenio; y anduvieron muy liberales en los préstamos, deseosos de abarcar entre ellos y Antequera todo el grueso comercio de la yerba del Paraguay; y estas prendas que le dieron entonces, fueron el motivo porque algunos individuos de esta ciudad se empeñaron después tanto en las finezas con Antequera, que traspasaron los límites de la amistad y las obligaciones de la fidelidad de vasallos; pues por cobrar sus caudales fiados no reparaban en quebrantar las órdenes del señor virrey del Perú, ocultando lo que Su Excelencia mandaba embargar, y dando secretos y prontos avisos al Paraguay con harto perjuicio de la causa pública.

21. Salió Antequera de Santa Fe y se encaminó por tierra a la ciudad de las Corrientes, a cada paso más acomodado cuanto más se acercaba al Paraguay. En las Corrientes cobró también amigos que después le sirvieron con fineza para ejecutar inicuamente la prisión del gobernador Reyes, como diremos a su tiempo.

22. Hasta aquí se había vendido Antequera por muy afecto a los jesuitas, como agradecido a la enseñanza que les debió en uno de nuestros seminarios del Perú, donde se crio, y a boca llena en cualquier ocasión llamaba su madre a la religión de la Compañía; pero encontrándose en las Corrientes con cierto sujeto que le quiso acompañar al Paraguay, conocido por su aversión mal disimulada a los jesuitas, con la comodidad de caminar juntos, le sugirió a su salvo contra ellos tales cosas, que si no le inspiró del todo su malevolencia, a lo menos le entibió por entonces mucho su afecto, como se manifestó presto en sus operaciones.

23. Porque habiendo de pasar forzosamente el formidable pantano llamado Ñeembucú, que atraviesa desde las márgenes del río Paraná por algunas leguas hasta no muy lejos del pueblo de San Ignacio Guazú, doctrina de los jesuitas, envió a pedir avío al padre José de Tejedas, cura de dicho pueblo, de donde se suele despachar a todos los traficantes, por no ser fácil el tránsito por aquel pantano sin este socorro; y porque no llegaron las carretas y carretones al Paraná con toda   —16→   aquella presteza que deseaba su anhelo de entrar cuanto antes al Paraguay, escribió al dicho padre una carta muy sentida, llena de quejas y de desahogo, en que influiría no poco aquel colateral que dijimos, valiéndose de esta ocasión para inspirar en su ánimo más copia del veneno de su aversión; pero poco después de haber salido el propio con la carta, pareció el avío deseado, con lo que le fue forzoso retractar sus quejas, atribuyéndolas a precipitación de su edad juvenil. En dicho pueblo le hicieron los jesuitas y los indios un festivo recibimiento, como se acostumbra con todos los ministros de Su Majestad, y quedó al parecer pagado del obsequio.

24. Dista de allí la ciudad de la Asunción como cincuenta leguas, pero adelantándose el aviso salieron a recibirle a larga distancia don José de Ávalos, que ya estaba libre de la prisión, y sus aliados con todos aquellos cortejos propios de quien pretende ganar para sí un juez que desea vengue sus pasiones. Empezaron presto para entablar su juego a ponderarle con malignas expresiones el desaire grande que le había hecho el gobernador Reyes en irse a visitar las doctrinas que la Compañía de Jesús y administra en el distrito del Paraná pertenecientes a su gobierno, cuando debiera esperarle en la capital de la provincia, y salir a cortejarle como su juez y juez de tan superior esfera. Y por estar persuadidos que la ausencia del gobernador había sido por actuar ciertas diligencias, que despachar al Real Consejo de Indias en orden a favorecer la libertad de los indios guaraníes que doctrina la Compañía, vomitaron desde luego contra dichos indios, contra sus misiones y contra los jesuitas, toda la ponzoña de sus dañados corazones, sugiriéndole al pobre caballero mil especies calumniosas, nacidas del odio con que miran más ha de un siglo a aquella pobre gente y a sus párrocos jesuitas, sólo porque han defendido y defienden constantemente su natural libertad, porque no les suceda a estos miserables lo que a innumerables de sus vecinos y de su misma nación, de la cual, habiéndose empadronado más de ochenta mil varones y repartídose entre los españoles en pingües encomiendas, han dado tan mala cuenta de ellos, que no habrán quedado dos mil en toda la provincia por el mal tratamiento que les han hecho, molestándolos de continuo con incesantes vejaciones y excesivos trabajos.

25. Después de haber consumido los indios, que por haber sido conquistados a fuerza de armas se les dieron en encomiendas,   —17→   quisieran hacer lo mismo en sus granjerías particulares, con los que doctrina la Compañía en treinta misiones, reducciones o pueblos (que todo es lo mismo), conquistados solamente con la cruz y predicación evangélica, a quienes antes de su conversión se dio palabra real en nombre de Su Majestad (que la confirmó por varias cédulas), de que serían puestos y encabezados en la Corona Real, sin ser jamás encomendados a los españoles u obligados a servirles personalmente, que era el mayor impedimento en que tropezaban para abrazar el Evangelio, temerosos de las vejaciones que veían tolerar a sus compatriotas ya cristianos.

26. Con esta precisa condición, que ratificó la religiosa piedad de nuestros católicos monarcas, sujetaron los guaraníes, que convirtió y cuida la Compañía, sus cervices a la ley cristiana; esa misma han solicitado siempre los jesuitas, que se les observe religiosamente contra las porfiadas y repetidas pretensiones de los vecinos del Paraguay, y de aquí ha nacido la declarada aversión con que siempre los han mirado, forjando contra ellos enormes calumnias, que no cesan de reproducir en todos tiempos y en todos los tribunales, por más que éstos se ponen siempre de parte de la justicia de los desvalidos indios; y con esas mismas calumnias tiraron ahora a preocupar el ánimo del juez pesquisidor, que como venía ya bien dispuesto con las sugestiones del mencionado colateral, se dejó impresionar, aunque usó de todo el arte de su disimulo para ocultarlo. Con menos cautela se portó en lo que tocaba al gobernador Reyes, dando señales bien claras de haber sentido como desaire la falta de no haber salido a recibirle.

27. En estas pláticas contra el pobre gobernador y contra los aborrecidos jesuitas se acercaron a la granja de cierta señora principal, parienta del dicho Ávalos, donde éste tenía dispuesto cortejar y regalar al gobernador; pero un suceso triste e improviso desazonó el sabor de su murmuración; porque cuando imaginaron hallar puesta mesa espléndida, se encontraron con un féretro en que acababan de poner a la dueña de casa, que había muerto de parto. Ésta, para los hombres casualidad, fue sin duda disposición de la amorosa providencia de nuestro Dios, que por este camino quería hacerles abrir los ojos (que tenía cerrados la pasión) a la luz del desengaño, que les hirió tan de lleno; pero estaba muy arraigada su ceguedad para que pudiese disiparse con estos colirios.

  —18→  

28. Hubieron de partirse sin lograr el festejo hacia la Asunción, cuya entrada por tierra son diversas estrechas sendas abiertas en espeso bosque, y aquí se les volvió a poner por delante el desengaño de la difunta, por si acaso le traían olvidado; porque llevando en un carretón el cadáver para darle sepultura en la ciudad, le hallaron atajándoles el paso de la senda que tomaron; con que cediendo los vivos al respeto del muerto, hubo de retroceder Antequera y toda su autorizada comitiva y coger otra senda; pero, como todos llevaban un mismo rumbo, hubieron de entrar juntos a la ciudad a tiempo que por ser la difunta persona muy principal, doblaban lúgubres las campanas de todas las iglesias, como por acá se acostumbra; con que participó nuestro Antequera del recibimiento al doble de lo que hubiera hecho la buena señora si viviera, siendo más de estimar por el saludable recuerdo que le daba nuestra mortalidad, para que atemorizado arreglase sus operaciones a la razón y a la ley.

29. Pero la dureza de su ánimo mal dispuesto para desengaños dio bien a entender que no se había dejado labrar del que acaba de ver en la granja, pues hallando a tres cuartos de legua de la ciudad al teniente de gobernador don José de Senarro, que con el Cabildo secular en forma le había salido a recibir en el mismo sitio donde acostumbran hacer ese obsequio a los obispos y gobernadores, lleno Antequera de hinchazón y soberbia ultrajó de palabra al dicho teniente, llamándole malmirado y desatento, porque no se había adelantado más a recibirle, diciendo sabía bien que todo nacía de ser el parcial de su gobernador y querer hacerle a él oposición. Rara indiscreción que puso bien patente el mal ánimo con que venía contra el gobernador y los suyos, quienes empezaron ya a temer la tempestad que les amenazaba.

30. Sin embargo, consolaban su temor con levantar figura sobre las circunstancias de su entrada a la ciudad con doble de difunto, augurándole ruin fin; pero aún por peor presagio tuvieron algunos cuerdos el modo poco cristiano con que se portó en la entrada de la catedral. Es costumbre ir derechos a la santa iglesia a hacer oración en su primer recibimiento, no sólo los obispos, sino los gobernadores y cualquier otro ministro de Su Majestad, y encaminose allá la comitiva. Esperábale a la puerta copiosa clerecía y el venerable deán y cabildo eclesiástico, y anduvo Antequera tan poco religioso   —19→   y tan inurbano que ni se soltó el cabello, ni aun quitó el capotillo de campaña, entrando a la iglesia como pudiera al rancho del más triste indio, e indicando desde estos principios el modo indecoroso con que después había de tratar las cosas eclesiásticas.

31. No halló puesto silla, tapete y cojín, como deseaba su loca ambición, y bastó esa falta para montar allí en público en extraña cólera; y lleno de soberbia se volvió al provisor que lo era el arcediano don Matías de Silva, tío del gobernador, diciéndole con voz alterada eran unos rústicos e ignorantes de la graduación de un don José de Antequera, a quien sólo por su persona, cuando no concurrieran en ella los respetos de juez pesquisidor y protector fiscal de la Real Audiencia, le debían toda veneración. La falta que notó fue casual, si acaso fue falta; pero la tenía bien merecida quien con tan poca reverencia entraba a la iglesia en un acto público, faltando al respeto que se debe a tan santo lugar y a la urbanidad debida a los que componen un Cabildo eclesiástico. Fue esta entrada memorable a los 23 de julio de 1721, día y año verdaderamente aciagos para aquella república, por principio de tantos males como le ha ocasionado.



  —[20]→  

ArribaAbajoCapítulo II

Da principio don José de Antequera a la pesquisa, depone del gobierno y prende a don Diego de los Reyes, véndele sus bienes, introdúcese con fraude a gobernador del Paraguay, válese de indignos medios para enriquecer, persigue al convento de la Orden de Predicadores, y molesta gravísimamente a cuantos no eran de su dictamen.


1. Ansiosos los émulos del gobernador Reyes, por ver cuanto antes despicada su pasión, no veían la hora de que se abriese la pesquisa, ni le pesaba a don José de Antequera de reconocer sus ansias, ni las quiso tener en ejercicio largo tiempo. Hízose, pues, a pocos días recibir por juez pesquisidor, presentando sus despachos en el Ayuntamiento y afectando al mismo tiempo un raro desinterés en lo exterior, como que se preciaba sobre todo de juez recto y desapasionado; y esa misma opinión de su proceder tiró a entablar desde el día de su entrada, como la más oportuna para paliar su codicia; porque habiéndole prevenido casa con todo el ajuar decente a su persona y algunas cosas, con que agasajar al uso del país a los que le fuesen a visitar, apenas al poner el pie en la casa acompañado aún del Cabildo secular y de otros principales vecinos, divisó este aparato cuando la hizo despojar de todo, diciendo con mucho desdén y en voz bien alta sacasen de allí toda la prevención dispuesta, porque ni necesitaba de nada, ni como juez recto aceptaría cosa de nadie por cuanto tiene el mundo.

2. En consecuencia de este dictamen (mejor para observado que para jactarse de él), como esa noche le hubiese despachado de su casa la cena el alcalde de primer voto Miguel de Torres, según allí se estila en casos semejantes, la hizo volver sin dejarse persuadir a recibirla de los que le decían lo miraría el alcalde por desaire, repitiendo que su rectitud no se sabía avenir aun con las apariencias de poca limpieza. Al ver estas demostraciones afectadas, dijo cierto discreto, a quien quizás se le habían traslucido las negociaciones   —21→   ocultas, que quien ahora rehusaba recibir una cortedad, presto le parecería poco cogérselo todo y desplumarlos, y que el que se negaba a admitir un regalo comestible, no tardaría mucho en no dejarles qué comer. Fue este dicho un vaticinio, pues el desinteresado juez estuvo tan poco constante en su afectado propósito que presto se dejó corromper, si creemos que no lo estaba ya, y a las claras empezó a admitir las ofertas y promesas que los émulos del gobernador capitulado le hicieron; de manera que junto con lo que de su parte le ofrecieron los vecinos de la Villa Rica del Espíritu Santo, se cree llegó en aquellos principios a veinte mil arrobas de la célebre yerba del Paraguay, que trasportada al Perú monta una suma muy considerable, con la cual se juzgó ya rico y acomodado.

3. Y aún después, cuando más sin temor se quitó la máscara y perdió el miedo aun a la vergüenza de los hombres, les solía decir a sus amigos, debajo de cierta parábola graciosa, que les repetía, que él se iría riendo y acomodado, y los dejaría a ellos perdidos. Bien que sucedió al contrario, pues el miserable paró en el cadalso, y los más se quedaron en sus casas; y sabe Dios, si con algunos depósitos de la hacienda mal ganada, que el juez no pudo despachar, de que darán cuentas a Antequera el día del juicio, que es el término perentorio de los que usurpan lo ajeno y no quedan para pagar. Tales eran los que andaban en este negocio, y con tales lados fue forzoso que el pesquisidor, que defirió a sus consejos, se precipitase en enormes excesos.

4. Éstos, pues, sus colaterales fueron los que trazaron los negocios, y los que dispusieron la pesquisa a su modo, luego que el juez empezó a desenvolver la tela de los capítulos contra el gobernador. Este noticiado ya de todo, por no dar lugar a sus émulos, con su ausencia, a que más libremente le calumniasen, y a que le malquistasen con el juez, trató de volverse cuanto antes a la Asunción; pero era ya tardío ese remedio, porque sus enemigos estaban totalmente apoderados de Antequera, en quien experimentó en su recibimiento tales desaires, que al otro día de su llegada le suspendió de su gobierno y mandó salir desterrado a un pueblo de indios llamado San Lorenzo de los Altos, que dista dieciséis leguas de la ciudad.

5. Justo era este destierro, y necesario para la libertad de los testigos que se habían de examinar en la pesquisa; pero los émulos del Gobernador le miraron como triunfo, porque   —22→   les parecía dejarles dueño del campo, a que no tendría poder para volver; y con este principio favorable a sus designios corrieron más libres a su venganza, estimulando a los testigos, no sin aprobación del juez, a que declarasen cuanto deseaban, fuese verdad o mentira.

6. No obstante, cuando más empeñados se hallaban en estas poco sinceras o falsas deposiciones, les quiso, misericordioso el Cielo, dar un recuerdo que con su mismo peligro les hiciese volver en sí, y abrir los ojos para ver el abismo de maldades en que se despeñaban, temiendo pasase a ejecución lo que entonces quedó en amago. Fue el caso, que como María Santísima en su triunfante Asunción a los Cielos es titular de la ciudad, entre las otras demostraciones de regocijo, con que a 14 de agosto celebraban las vísperas de ese gran día, dispararon en la puerta de la catedral, que dista poco de la casa del gobernador donde vivía Antequera, buen número de morteretes al tiempo mismo que tomaba la declaración a cierto testigo. El estrépito hizo conmover todo el maderamen de la casa, y la viga maestra, con ser muy fuerte, dando un espantoso estallido, se tronchó por medio, dejando tan atónitos al juez, al testigo y circunstantes que apenas quedaron con advertencia para la fuga.

7. Salieron fuera de sí al patio temerosos de su ruina, y cuando el susto les dio lugar a recobrarse algún tanto, acudieron, aunque despavoridos, a registrar la sala, donde pensaron perecer; pero como aquel peligro había sido aviso con visos de amenaza, vieron llenos de asombro que toda la corpulencia de la viga se mantenía suspensa en una frágil astilla, por providencia particular del Cielo, que les dio tiempo para corregir su errada conducta, pensando en que podría pasar a estrago efectivo lo que ahora paró en sólo inminente riesgo. Pero así el juez como los testigos se ensordecieron a tan estrepitoso aviso, y no pasando el sobresalto de admiración, prosiguieron en sus ideas y falsas declaraciones con sola la diligencia de mudarse a otra sala; que hay hombres tan bien hallados en su culpa, que como áspides cierran voluntariamente los oídos a las voces más poderosas, con que Dios suave y eficazmente los llama y procura atraer a sí.

8. Justificaba el capitulante cuanto pretendía por el poder con que se hallaba y por tener de su parte al juez, quien concluida a su arbitrio la sumaria, aun antes de haber oído al gobernador Reyes, se propasó a privarle de una vez del   —23→   gobierno, porque le convenía para conseguir mejor sus granjerías, ser el absoluto en la provincia, pareciéndole que el tiempo que se hallaba otro con el nombre de gobernador, aunque fuese gobernador de sólo nombre, pues estaba suspenso del ejercicio, no podía lograr a su gusto sus designios para enriquecer. Por tanto, hallándose con dos despachos para suceder en el gobierno, uno del señor virrey actual el excelentísimo e ilustrísimo señor don Fray Diego Morzillo, arzobispo de Lima, en que Su Excelencia, antes de saber se le hubiese cometido la pesquisa contra don Diego de los Reyes, le nombraba por su sucesor, y otro de la Real Audiencia en que aun después de nombrado para la pesquisa le hacía la misma merced; pero ambos sólo para cuando Reyes terminase su quinquenio, se resolvió a declararse gobernador en virtud de la provisión de la Real Audiencia, cinco meses antes del término prefijado.

9. Para esto convocó el Cabildo a hora incompetente y en día feriado, pues era domingo 14 de septiembre, que tanto debía de importar su recibimiento y tan grave peligro concebía su ambición en la tardanza que no quiso diferir esta diligencia al día siguiente. Propuso a los capitulares que los delitos probados a don Diego de los Reyes le hacían indigno del gobierno, y sabía bien que a la mayor parte no desagradaba la plática, con que siendo forzoso declararle incurso en la pena de privación, era tiempo de que tuviese efecto en su misma persona la merced que le hacía la Real Audiencia y de que le recibiesen para su gobernador y capitán general de la provincia, reteniendo también el empleo de juez pesquisidor.

10. Para facilitar el buen éxito de su pretensión, hizo que se leyese la provisión, pero con fraude muy propio de su genio caviloso; pues contento con publicar el principio de ella acerca de suceder a Reyes en el gobierno, dispuso se omitiese la cláusula de que dicha sucesión fuese después de haber concluido su quinquenio. Así alucinó a los capitulares, o ellos se dejaron alucinar, porque a la verdad a muchos, aunque supiesen el fraude, no les pesara de ser engañados en este punto; con que éstos, es bien claro, cuán prontos obedecerían el despacho. Sin embargo, tal cual tuvo valor para contradecir la ejecución por las notorias nulidades del derecho, en especial Miguel de Torres, alcalde de primer voto, que habló con la libertad conveniente a la ley de buen ministro, representando la ley que anula semejante   —24→   nombramiento; pero no fue oído antes sí recibida su contradicción con amenazas, que después pasaron a ejecuciones, incurriendo desde ahora en el odio, y malevolencia de Antequera y sus parciales, quienes le acumularon varios delitos en la administración de su oficio, hasta infamarle de traidor; por lo cual el juez apasionado sin mucha averiguación le mandó poner en estrecha prisión, en que le tuvo casi dos años, hasta que pudo con el auxilio de tal cual amigo huir de la cárcel y librarse de esta tiranía.

11. Arrastró, pues, Antequera el resto de los capitulares congregados en aquel Cabildo, los cuales le reconocieron por su gobernador y capitán general, y el primer ejercicio del nuevo cargo fue mandar citar una compañía de soldados, con la cual pasó al pueblo de los Altos, donde se hallaba Reyes desterrado, y le intimó que hiciese dejación del bastón y se diese a prisión. Replicole que mostrase orden del señor Virrey, a quien tocaba la determinación sobre la capitanía general de la provincia; pero no fue atendido, sino sólo se le dijo que por la gravedad de los cargos que resultaban contra él de la pesquisa, tenía bien merecida la privación de su empleo.

12. Alegó entonces con más empeño Reyes, que aun en caso de haber de dejar él aquel gobierno, no le podía suceder Antequera, por ser expresamente contra derecho, de que hizo demostración con la ley 17.ª del título 1.º, libro 7.º de la Recopilación de Indias, en que dispone Su Majestad no puede el juez pesquisidor suceder en el gobierno, o corregimiento, al pesquisado, so graves penas a los virreyes, audiencias y demás ministros que tal proveyeren.

13. A esta convincentísima razón respondió Antequera, esforzando toda su cavilación para eludir su fuerza, con decir que esa ley no se entendía con los que fuesen del gremio de la Audiencia, cual lo era él, por ser fiscal protector de indios; y apretándole más dijo una vez que la Real Audiencia había dispensado con él, y otra que dicha ley estaba revocada, aunque ambas cosas nunca las probó, ni podía; pero no le era necesario cuando estaba resuelta su ambición a hacer prevalecer la violencia, y hubiera sido la mejor respuesta decir que para con él no militaban leyes algunas, bien que si no lo dijo de palabra, lo manifestó siempre con las obras, no teniendo más ley que la de su antojo.

14. Así que, obligado Reyes violentamente, entregó el bastón y se dio a prisión, trayéndole a la ciudad y señalándole   —25→   su casa por cárcel, que no fue entonces poca piedad si se atiende a lo que pasó después. Púsole guardia de soldados, sin permitirle comunicación alguna fuera de sus domésticos, sino la del que le señaló por su procurador, pero con poca o ninguna inteligencia de las materias. Prosiguió el proceso contra el pobre Reyes, que absolutamente se hallaba indefenso, y sus contrarios cada vez más validos y orgullosos, por haberse aunado con ellos el juez y tenerle totalmente a su devoción.

15. Los testigos que quería Reyes presentar se amilanaban, porque los émulos los llenaban de terror con amenazas, motivo por que se excusaban de declarar a su favor, y los que se disponían a declarar en su favor eran odiados y perseguidos con varios pretextos, hasta ponerlos en dura prisión, donde estuvieron muchos meses tratados con tal rigor, que además de tenerlos encerrados debajo de llave con guardias de soldados a las puertas de día y de noche, les llegó a tapiar las ventanas para que no pudiesen tener comunicación alguna, sin abrirles la puerta sino al tiempo de comida o cena.

16. Entre los que padecieron estas terribles vejaciones fue uno don José Delgado, que había sido teniente de gobernador en tiempo de Reyes, y estuvo más de dos años padeciendo el horror de un estrecho calabozo con tal aprieto, que al cabo, consumido de miserias, acabó sus días en la prisión, de que dejó esperanzas haber volado a la patria celestial, según la cristiana constancia con que toleró tan desmedidos como injustos trabajos y la piedad con que se dispuso para el último trance.

17. Otros, aun de los más principales ciudadanos, eran desterrados a los presidios, donde de la licencia de los soldados padecían cuanto se puede mejor concebir que expresar, pues estaban persuadidos era obsequio para Antequera el señalarse en dar que merecer a estos miserables. A muchos ni aun se les quería dar las causas de la prisión, ni menos decretar los escritos que presentaban para saber el motivo de tan acerbos tratamientos, negándoles los recursos permitidos en derecho, contentos a lo más con infamarlos de traidores, que esta nota se imponía fácilmente a todos los que se oponían a Antequera o eran a favor de Reyes.

18. La causa de éste se empeoraba cada día, porque aun de los mismos pocos testigos que pudo presentar por su parte, algunos, o ya fuese por la malicia con que se hacían los   —26→   interrogatorios, o ya que al caído, aunque sea el mismo sol, cuando le oscurecen negros celajes, todos le abandonan, tempora si fuerint nubila, solus eris, mirando sólo al sol que nace; algunos, digo, de ésos informaban contra Reyes aunque muy al paladar de Antequera, quien como maestro de artificios, bien que poco consiguiente, se esforzaba al principio en dar a entender con palabras quería favorecer al reo procesado, condoliéndose con muchas lástimas de no poder obrar otra cosa por las resultas de los autos, y a veces fingió tan al vivo las demostraciones de sentimiento, aun en medio de las pruebas claras, que había dado la solución con sus émulos, que algunos sobradamente crédulos pero mal informados llegaron a persuadirse estaba de parte de Reyes.

19. Ni a Antequera le pesaba de que así se creyese, si no en Paraguay, donde estaban patentes sus operaciones, a lo menos en las provincias vecinas, para mantener su crédito y obrar más seguro contra el que ya miraba como émulo, pues de su ruina dependía a su parecer su manutención en el gobierno, de que se prometía grandes intereses para salir de lacería.

20. Y a la verdad el mismo Reyes con bastante imprudencia daba armas a sus enemigos y ayudaba a fabricar su propia ruina, porque despechado de que los testigos hubiesen declarado contra lo que tenía por bien hecho, los tachaba con excesiva acrimonia, de que se ofendieron gravemente muchos y se irritaban contra él, llegando a término su desgracia que no pocos de sus mayores confidentes se le volvieron de repente contrarios por diversas relaciones con los agraviados; y para refutar algunas de dichas tachas, le imputaron otras, o falsas o verdaderas, con las cuales no sólo le malquistaron sino también le tiraron a infamar.

21. Por este tiempo no vivía Antequera tan entregado a los negocios de su pesquisa que descuidase de adelantar sus intereses; pues desde que se recibió de gobernador se apoderó con mano absoluta de todos los oficiales mecánicos, así de la ciudad como de sus contornos y aun de todo su distrito, para ocuparlos en labrar camas, escritorios, cajas, carretas, carretones, puertas y ventanas, géneros todos que rinden bastante ganancia en estas provincias inmediatas (a donde se conducen embarcados) por la falta que generalmente hay de semejantes oficiales. Fuera de eso en cuantas otras granjerías hay en el Paraguay tuvo inteligencia.

22. Los muchos géneros que sus confidentes le fiaron en   —27→   Santa Fe y le despacharon después, todos los expendió con crecidos intereses. Plantó cañaverales de azúcar para beneficiar por su cuenta este tan sabroso como apreciable género, de que se provee a las provincias del Tucumán y Río de la Plata, en las cuales no se produce, como tampoco el tabaco, ni la yerba del Paraguay, cuyo uso está tan introducido como en nuestra España el chocolate y quizá más; pues no hay pobre ni rico que no gaste esa bebida, y para abarcar en sí toda cuanta yerba se beneficiaba, se valía de la industria de comprar cuantos géneros llevaban los mercaderes forasteros, para revenderlos por mano de varios agentes, que los despachaban a precios exorbitantes, reduciéndolos a las especies referidas, y aun a plata labrada y joyas, de que había no poco en el Paraguay y quedó después de esta vendimia muy exhausto.

23. Veíanse los mercaderes obligados a venderle sus géneros a Antequera, porque de negarse a eso se hallaban imposibilitados a salir de aquella provincia en muchos años, porque siendo forzoso valerse de indios de los pueblos para la conducción del producto, estaba en su mano negarlos a quien no le había dado gusto; pues ningún indio puede salir de aquella provincia sin licencia del Gobernador dada por escrito. El juez en quien estaba tan vivo el deseo de enriquecer por cualquier camino, considérese si andaría la justicia muy recta. Pero aún lo más indigno de esta desordenada codicia fue el instrumento con que en la ciudad de la Asunción hizo Antequera muchas compras y ventas.

24. Éste fue un indigno sacerdote y religioso que no sé si fugitivo de su provincia del Perú, o con licencia de sus prelados pasó al Paraguay en busca de su amigo Antequera, cuando supo se había recibido de gobernador, trayéndole un empleo considerable de hacienda, que por la esperanza de crecido logró con que brindó Antequera a algunos amigos, le remitieron desde Potosí. A este religioso hizo (como acá llaman) su cajero, que es lo mismo que mancebo de tienda, pareciéndole, sin duda, que quien con tanta fidelidad había conducido el empleo por más de seiscientas leguas, era el más adecuado para expenderle con ganancia; y el escandaloso religioso ejercitó el encargo con tan buen ejemplo que sin querer reducirse a la clausura de su convento, abrió tienda pública calle por medio de la vivienda de Antequera, midiendo por su mano como mancebo la ropa, y fiándola para aviar a los beneficiadores de la hierba del Paraguay en   —28→   los montes de la Villarrica, y a veces tan del todo olvidado de su profesión, que sin hábitos asistía en público a estas indignas funciones.

25. El reverendo padre maestro fray Eusebio de Chaves superior a la sazón de aquel convento, celoso del buen nombre de su esclarecida familia y con deseo de reducir al aprisco de su religión aquella oveja descarriada, le exhortó primero con suavidad se retirase como debía de aquel ejercicio tan ajeno de sus obligaciones y por tantos títulos abominable para un sacerdote religioso y se recogiese en la clausura; pero como a este aviso amoroso de padre se hiciese sordo, se valió de la autoridad de prelado, y le hizo notificar un auto con preceptos de santa obediencia, para que se abstuviese de aquella fea ocupación, y dando el debido ejemplo al pueblo, se pasase a vivir debajo de la disciplina religiosa en su convento hasta restituirse a su propia provincia.

26. La resulta de tan justa diligencia fue incurrir el celoso prelado en la indignación y odio del juez Antequera, quien sirvió de escudo a la desobediencia escandalosa del mal religioso, amenazándole que tenía embarcación prevenida para echar río abajo desterrado de la ciudad así a él, como a cualquiera que se le opusiese. Y de hecho el religioso se mantuvo en el mismo tenor de vida tres años, hasta que fugitivo Antequera del Paraguay hubo poder para compelerle a salir desterrado de toda la provincia que tenía escandalizada, como también a estas inmediatas, donde llegaba la fama, y encaminarle a la propia, consiguiéndose arrancar de raíz este escándalo, que fue imposible en todo su turbulento gobierno; porque a la sombra de su amparo, concedido por su propio interés, tuvo osadía el sobredicho religioso, no sólo para hacer poco aprecio del precepto de su prelado, sino para escribirle con grande irrisión un papel muy desatento, negándole lisamente la obediencia.

27. No pararon aquí sus desafueros, sino que volviéndose como mal hijo contra su propia madre la religión, y madre tan benemérita de todo cariño y respeto, se coligó con el gobernador Antequera contra el convento, ajando la veneración debida a aquella muy religiosa comunidad, a la cual por perseguir al prelado causaron graves perjuicios, para que tuvieran fomento en un eclesiástico de autoridad de provisor del Obispado adictísimo favorecedor de Antequera, entrometiéndose con pretexto de sevicia a auxiliar la desobediencia   —29→   de los esclavos del convento, y su falta de respeto al superior dándoles alas, para que amparados de su patrocinio se anduviesen fugitivos por la ciudad y fuera de ella treinta esclavos y esclavas, y parte de éstas vivían en la propia casa de Antequera, sin quererlas entregar a su legítimo dueño, que era el convento. Tan costosa le salió a éste la celosa diligencia de su prelado, sólo por topar con persona de la devoción de Antequera, y tan ejecutivo era su odio, cuando intervenía algún menoscabo aunque remoto para su codicia, atropellando las leyes y respetos más sagrados por no perder un indigno instrumento de sus granjerías. Ni al convento se le resarció el daño padecido en todo el tiempo que gobernó Antequera, hasta que huido del Paraguay y habiendo entrado el señor obispo don fray José de Palos, anuló lo obrado por su provisor e hizo que los esclavos se les restituyesen del poder de los que los habían comprado.

28. Para sacar Antequera de sus granjerías el logro pretendido, se valió de otro arbitrio muy pernicioso al público, que fue suspender el trajín y comercio de embarcaciones, especialmente para extraer de aquella provincia la yerba del Paraguay, por poder expender mejor en el Perú la mucha que tenía ya junta, y era producto así de sus agencias como de los bienes del gobernador Reyes y de otras personas, que vendió en pública almoneda, paliando esta perjudicial suspensión con el especioso color de conveniencia del bien común, llegando a tal punto su osadía que, cuando permitió bajase la primera barca, con haber buena porción de hierba perteneciente a Su Majestad en los reales almacenes, no dejó buque para despachar una sola arroba del Rey, siendo así que le hubo para muchos de sus confidentes, a quienes permitió embarcar cantidad por no disgustarlos, y para dieciocho mil arrobas, que por su cuenta despachó a Santa Fe, dando por razón que eran de sus derechos y salarios; como si por este motivo debieran ser más privilegiados que la hacienda de Su Majestad, aun siendo verdad que en un año hubiese subido su salario a suma tan excesiva, lo que era ciertamente falso. Así celaba los intereses del Rey quien más que todos blasonaba a cada paso de ministro suyo fidelísimo; pero suele ser ordinario que quien más se jacta de ello es quien más faltas comete en su servicio, y el nombre del Rey sirve a los malos ministros en las Indias para los mayores excesos que cometen en el ejercicio de sus cargos.

29. Por fin, como si todo lo dicho fuera poco a la avaricia   —30→   insaciable de Antequera, echó el resto a la maldad en otra mayor o no menor, que cometió sin rubor en los bienes de los pesquisados. La primera diligencia era confiscárselos a todos, y después sacárselos a vender en pública almoneda, donde por tercera mano compraba para sí a viles precios los que más apetecía. Con esta fraude se usurpó una buena granja del gobernador Reyes y sus más preciosas alhajas, y lo mismo ejecutó con las de otros, sin que valiesen los clamores de las mujeres de los confiscados, que alegaban el derecho privilegiado de sus dotes. A ninguna se oía, porque perdía el interés del gobernador pesquisidor, y lo más se perdió; porque aunque el señor Virrey Arzobispo despachó orden apretado para que los bienes conocidos de don Diego de los Reyes se sacasen de cualquier poseedor como injustamente usurpados, fue poco lo que se pudo recaudar; pues habiendo caído lo más precioso en manos de Antequera, éste lo traspuso y aseguró con tiempo, donde no fue fácil hallarlo, y lo demás se ocultó con tal tenacidad dentro del Paraguay que, ni a la sagrada fuerza de las censuras, que requerido por autoridad legítima fulminó después el señor obispo de aquella diócesis, nunca se pudo descubrir.

30. Ni es de admirar, porque aunque tan justamente temidas estas sagradas armas de la Iglesia en todo el cristianismo, se les ha llegado a perder casi del todo el miedo en aquella descuadernada provincia, como en esta historia veremos repetidas veces no sin horror de los ánimos católicos, que a este lastimoso estado llegan en justo castigo de sus desórdenes los que se dejan cegar y arrebatar del ímpetu de sus pasiones.



  —[31]→  

ArribaAbajoCapítulo III

Huye de la prisión don Diego de los Reyes, pasa a Buenos Aires y hallando allí nuevo despacho del señor Virrey, para que prosiga en el gobierno, vuelve a intimarle en el Paraguay; pero caminando a esa diligencia, intenta nuevamente prenderle don José de Antequera, quien con un despacho ya revocado se hace segunda vez recibir por gobernador y manda prender a varios eclesiásticos y persigue desaforadamente a cuantos sospecha fautores de don Diego de los Reyes, obligando a muchos a desterrarse del Paraguay por evitar sus iras.


1. Había ya ocho meses que se mantenía en la prisión de su casa don Diego de los Reyes, experimentando graves desaires, molestias y agravios de sus émulos; pero el odio de ellos estaba tan lejos de extinguirse con estos trabajos que le veían padecer, que antes bien se avivaba más cada día; y porque reparaban que sin descaecer de ánimo, le tenía vigoroso, para solicitar con tesón su defensa, y formar algunos papeles en su abono, juzgaron esa demasiada libertad nacida de la mucha indulgencia con que les pareció se le trataba. Por tanto instigaron a Antequera que le estrechase la prisión, y él que necesitaba ya de poco estímulo para semejante diligencia, vino fácilmente en ello; mas teniendo Reyes por medio de no sé quién secreto aviso de lo que se maquinaba, trató de hacer fuga para librarse de tantas vejaciones y hallar en la rectitud de los Tribunales Superiores el recurso debido, que le estorbaba inicuamente la potencia de sus contrarios y le negaba la cavilación del apasionado juez.

2. Era a la verdad su fuga difícil de ejecutar, porque las guardias tenían cogidos todos los pasos y salidas de su casa, ni se descuidaba la vigilancia así de Antequera como de los otros émulos en rondar de noche a las mismas guardias para despertar su cuidado. Sin embargo, estimulado Reyes de su propio peligro, dejando algo que hacer a su fortuna, se resolvió a disfrazarse y salir de noche como que fuese otra persona doméstica por entre los soldados que quizá se dejaron   —32→   corromper con dones para hacer la vista gorda, aunque de ello nunca se tuvo sospecha. En conclusión, Reyes sin impedimento pasó por entre las guardas, que o no le conocieron o disimularon conocerle, y encaminándose a donde de antemano tenía prevenidos caballos, procuró con toda diligencia alejarse por caminos extraviados bien conocidos de sus guías a lugar seguro.

3. Fueron grandes los peligros que padeció, porque muy presto lo echaron menos en el Paraguay, y dieron pronto aviso. Antequera, quien enfurecido con el sentimiento, tomaba, como dicen, el Cielo con las manos y no dejó piedra por mover para descubrirle. Convocó luego a sus secuaces y la milicia, despachó gente por todas partes para que por la huella, si pudiesen, le diesen alcance y se lo llevasen bien asegurado, para ponerle a buen recaudo. Sugiriole no sé quién, se había refugiado en el convento de la Merced; al momento acudió allá volando, púsole guardas por todas partes y le registró a su placer hasta quedar desengañado, aunque dejó bien mortificado al que a la sazón era superior del convento, a quien trató con poco respeto llevado de su falsa aprehensión y cólera destemplada.

4. Otros malignos le tiraron a persuadir que los jesuitas de aquel colegio habían fomentado a Reyes para la fuga; creyolo fácilmente por lo mal impresionado que tenía ya el ánimo contra la Compañía; mas se desengañó presto, o fingió que se desengañaba. Los que seguían el alcance de Reyes, aunque hicieron exquisitas diligencias, no pudieron, por ser de noche, discernir la huella, ni atinar con el rumbo por donde había tirado; con que se volvieron vacíos y abrasados, y el fugitivo pudo llegar a salvamento a los pueblos de las misiones, que están a cargo de la Compañía.

5. Viéndose Antequera burlado, procuró luego el despique de esta burla por un camino, que no dejase queja a su codicia, que era siempre el primer móvil de sus operaciones. Hizo, pues, publicar los bienes de Reyes en almoneda y también los de otros sus parciales, en que cometió los fraudes indignos que quedan referidos. Prosiguió a prender a muchos de la parte de Reyes y confiscarles sus bienes, que sacó a públicas almonedas, por más que clamaban y reclamaban sus mujeres por sus dotes. Una sola palabra dicha a favor de Reyes bastaba para hacer causa y proceder contra el incauto desgraciado que la profiriese y para motejarle de traidor al Rey y enemigo de la Patria; con que no había   —33→   quien osase hablar una razón, cuanto más sacar la cara a favor del fugitivo. Y por el contrario, quien quería privar con Antequera o conseguir alguna gracia, le sobraba por mérito desbocarse contra Reyes, o mostrársele adversario, pues éste era el camino más seguro de granjear su benevolencia para ser favorecido, aun en la pretensión más inicua, de que pudiera individuar algunos casos.

6. Ni se descuidaba Antequera por su parte en fomentar la malevolencia contra Reyes no sólo en los corrillos en público y en las juntas secretas de su casa, sino también abatiendo su autoridad a andar por los estrados, que frecuentaba más de lo que fuera decente, esforzando su elocuencia para atraer a su dictamen así a la gente sencilla y a las mujeres, como a los que debieran ser más advertidos, y lo consiguió como deseaba. Hacía grandes ponderaciones, exagerando los gravísimos y muy enormes delitos de Reyes, por cuyas maldades (decía) habían venido juntas a la ciudad y provincia del Paraguay todas las desdichas; y de aquí pasaba a infamar su persona y nacimiento, imponiéndole tan feas como falsas calumnias, a fin de hacerle abominable en todo y por todo.

7. Y fue tan constante desde este tiempo el desgraciado Antequera en este odio mortal contra Reyes, que aun viéndole después preso en su poder, despojado de todo y como aniquilado, cuando esto parece pudiera templar el ardor de su cólera rabiosa, como sucede en ánimos generosos, Antequera olvidado aquí de su caballería, de que tanto blasonaba, se encendía más contra su émulo, no perdonando medio alguno para infamarle, ya con cartas escritas a las primeras personas de estas provincias, ya con informaciones falsas a los tribunales y finalmente por cuantos caminos le dictaba su pasión loca. Cuando después cayó de su fantástica soberanía y se vio arrastrado por los tribunales y cárceles y libre a su émulo, creció todavía al parecer su saña, tirando a perpetuar en los moldes la infamia de Reyes, como se ve en el libro que escribió estando preso en la cárcel de Corte de Lima, y tuvo modo por medio de sus ocultos valedores para hacerle imprimir furtivamente en España. ¡Oh!, ¡quiera el Cielo que, como tuvo tiempo antes de morir para retractar otros desaciertos de su vida, haya dado condigna satisfacción a los agravios y calumnias con que se empeñó en infamar a su perseguido émulo!

8. Éste se encaminó, como dijimos, a los pueblos de indios   —34→   de nuestras misiones del Paraguay, y apenas supo Antequera, que se había refugiado a ellas, soltó la rienda a su malevolencia mal disimulada, prorrumpiendo en palabras afrentosas contra los jesuitas que las administran. Avivose con esto la maledicencia de los émulos de la Compañía, sugeríanle mil especies malignas contra nuestro crédito, y las oía sin recato muy gustoso, teniendo por su mayor amigo al que más se esmeraba en calumniarnos, como al contrario por enemigo al que sabía ser afecto nuestro, y no se quedaban sin experimentar los efectos formidables de su furor.

9. Desde entonces empezó a idear la máquina, que infelizmente erigió después contra la Compañía, suscitando todas las antiguas calumnias que en cien años inventaron los émulos de esta provincia jesuítica, para que le suministró copiosos materiales el odio envejecido de los vecinos de la Asunción. Éstos, ofendidos de que nuestro celo haya puesto término a su desenfrenada codicia, defendiendo vigorosamente en todos los tribunales de América y España la libertad de los pobres indios guaraníes, de quienes quisieran apoderarse para servirse de ellos como de esclavos y consumirlos, como han hecho con pueblos muchos y muy numerosos, que se les dieron en encomienda, han mirado por lo común a los jesuitas, desde que tuvimos reducciones de indios, como a enemigos declarados, y como a tales han enderezado contra nuestro crédito la terrible incesante batería de todo género de embustes, ficciones y falsos testimonios para deshonrarnos en todos los tribunales de este Reino, y en el Real Supremo Consejo de las Indias.

10. Quisieran que nuestro celo se aviniese con su insaciable codicia, permitiéndoles a su placer valerse de los indios para las granjerías en que han hecho perecer centenares de millares de ellos; pero los jesuitas, padres verdaderos de estas desamparadas y perseguidas ovejas, se han opuesto siempre constantes a esa licencia perjudicial, que les hubiera sin duda causado igual ruina, y mediante nuestras diligencias han defendido siempre los tribunales todos, y nuestros católicos monarcas, la libertad perseguida de los pobres guaraníes, y aun favorecídolos con diferentes privilegios para estimularlos a continuar los servicios que motivaron su concesión, y el favor que ha echado a todos el sello ha sido el último con que los amparó nuestro Católico Monarca en su Real Rescripto de 6 de noviembre de 1726, por el cual eximió a todas las reducciones que doctrina la Compañía de la   —35→   jurisdicción del gobierno del Paraguay, sujetándolas a solo el gobierno de Buenos Aires por librar los indios guaraníes de una vez de las vejaciones que siempre han padecido de los vecinos del Paraguay.

11. Todos estos favores han servido de echar aceite en el fuego del odio de los paraguayos contra los miserables indios, y contra los jesuitas sus defensores, y a éstos han asestado cada vez más recia la batería, primero en las vejaciones y después en el descrédito con testimonios falsísimos, para acobardar con lo primero la resistencia y con lo segundo desacreditar la queja, para que no consigan la satisfacción, o en Tribunal mayor la enmienda. Los libelos que a este fin han forjado las calumnias que nos ha impuesto en más de un siglo, no tienen número, ni término su maledicencia (como no lo tiene su codicia) que han dado abundante material a los jansenistas para rellenar su quinto tomo de la práctica moral, dejando sobradas copias de aquellos papeles en el Paraguay heredadas de padres a hijos, con que pudieron surtir bien a Antequera y ministrarle más de lo que pudiera esperar para el asunto.

12. No por esto es mi ánimo negar que ha habido siempre en el Paraguay muchos que no se han dejado arrebatar del torrente del odio común de sus compatriotas y puéstose de parte de nuestra justicia, que les era notoria, lo que cordialmente les agradecemos los jesuitas; pero es innegable que estos fautores han sido los menos, como lo suelen ser ordinariamente los defensores de la verdad, bien que como el partido de ésta, aunque se vea a veces con poco séquito, sale al fin triunfante del de la mentira, en fuerza de la razón que le asiste, han podido prevalecer los menos contra el común, sacando siempre a salvo nuestra perseguida inocencia, porque dispone el Cielo que el fuego de estas persecuciones no sirva para consumir nuestra fama, sino antes para acrisolar más su terso esplendor, a mayor gloria de aquel señor que permite estas pruebas por sus altas inescrutables providencias para ejercicio de nuestra tolerancia. Esta digresión ha sido forzosa para declarar la causa del odio de los paraguayos a la Compañía, que fue el que tiñó tan mal el ánimo de Antequera, y le despeño en mil resoluciones desacordadas.

13. Refugiado, pues, don Diego de los Reyes en las misiones de la Compañía, dispuso prontamente su viaje por el río Uruguay al puerto de Buenos Aires, con ánimo de embarcarse a España, y no parar hasta presentarse al Rey nuestro   —36→   señor, y cierto que lo hubiera acertado. Hallándose en esta disposición recibió despacho del señor Arzobispo Virrey, de 26 de febrero de 1722, en que le prorrogaba su gobierno, para cuando concluyese el quinquenio, avocaba a sí la causa y capítulos que contra él se habían presentado así en la Audiencia de Chuquisaca como en su supremo Tribunal, y juntamente reprobaba la entrada de don José de Antequera al Gobierno y anulaba cuanto en él había obrado como opuesto todo a las Leyes del Reino, mandándole que saliese de la Asunción y de toda la provincia del Paraguay dentro de cierto término.

14. Nadie imaginara había que tropezar en este despacho y así se lo aseguraron a Reyes personas doctas y prácticas en Buenos Aires, porque hasta entonces no se había hecho dudosa la fidelidad u obediencia de Antequera; con que muy confiado Reyes, mudó de resolución, y dejando su embarcación a España, se volvió por el mismo río Uruguay a las misiones, para solicitar su reposición en el Gobierno. Supo Antequera muy presto el despacho favorable que Reyes había recibido, porque mantenía ya en todas las ciudades comarcanas algunos confidentes, que le daban prontos avisos de la más mínima incidencia tocante a sus negocios; ¡ojalá hubieran sido siempre tan verdaderos como prontos! Hallose perplejo, porque el golpe era desimaginado, como quien confiaba en los valedores que tenía en Chuquisaca, que no se vería obligado a abandonar el puesto, defendiéndole los ministros de aquella Real Audiencia; pero consultando en su aprieto a su propia cavilación, le ofreció ésta un arbitrio, con que a su parecer saldría airoso y dejaría a Reyes burlado. Como lo pensó lo consiguió, que en un mal ministro vale más el propio empeño que todas las provisiones de los tribunales y sólo atiende a las que se conforman con su designio, aunque sea a costa de despreciar las demás que le contradicen. Así se vio al presente en Antequera.

15. Había ya tiempo que gobernaba en virtud del despacho de la Real Audiencia, el cual solamente exhibió e hizo leer a su modo, ocultando con malicia el que había conseguido del señor Virrey Arzobispo para los dos años del Gobierno interino, resuelto a valerse de él cuando lo pidiese la necesidad, que le pareció ser la presente coyuntura, por alargar de ese modo su manutención en el Gobierno y tener pretexto para no recibir a su competidor. Resolvió, pues, abroquelarse con esa provisión que tenía ya revocada el   —37→   mismo señor Virrey por otras dos suyas posteriores de 9 de octubre de 1721 y 26 de febrero de 1722; pero Antequera, ocultando maliciosamente estas dos revocaciones, hizo manifiesta la primera que él tenía de la merced del Gobierno, publicándola con grande pompa y solemnidad, y dando al mismo tiempo a entender que siendo ésta tan auténtica y cierta, era consecuencia forzosa que la de Reyes fuese fingida y forjada solamente en las misiones de los jesuitas. ¡Estupenda temeridad! Sólo pudiera ocurrir al pensamiento de quien fuese capaz de practicar semejantes desafueros, el creer que unos varones religiosos desterrados por el amor de Jesucristo a un rincón del mundo, abandonadas las conveniencias de sus patrias y provincias y las delicias de la Europa, habían de amancillar sus conciencias con delito tan feo por favorecer a un particular.

16. Lo peor es que como los ánimos de los capitulares parciales de Antequera estaban tan mal dispuestos para con los jesuitas, halló fácil crédito esta razón indigna, con que paralogizó a aquellos hombres, y aun a los más advertidos y menos desafectos a nosotros los alucinaba con el artificio de no dejarles ver ni cotejar las fechas de los despachos.

17. Reyes, llevado de su confianza, se encaminó al Paraguay muy ajeno de hallar la menor resistencia, y salido del último pueblo de nuestras reducciones, antes de pasar el río Tebicuary, que dista como cincuenta leguas de la capital, adelantó a ella un correo con cartas de 16 de septiembre de 1722, para Antequera, para el Cabildo en común, y para algunos individuos de él en particular, y en ellas con mucha urbanidad les daba parte cómo iba en persona a presentar su despacho, de que remitió copias, y con sumisión se ofrecía a servir a todos. Tras el correo prosiguió su viaje con mucha seguridad, sin otra comitiva que la de sus criados y los indios conductores de tres carretones para su persona, para un hijo suyo clérigo diácono y para el matalotaje. A algunas jornadas le dio cuidado no tener respuesta de ninguno a sus cartas; pero ni entró en recelo de lo que pasaba, ni dejó de caminar, que la inocencia da mucha confianza y no se presume fácilmente de otro lo que uno no se atreve a ejecutar.

18. Llegando a Tabapy, hacienda de los reverendos padres dominicos, distantes como treinta leguas de la ciudad, tuvo aviso cierto de que Antequera despachaba doscientos hombres a prenderle y que aquella noche sin falta estarían   —38→   sobre él. Venía nombrado por cabo de esta gente Ramón de las Llanas, sujeto arrestado para cualquier maldad, y porque ha de ocupar mucho lugar en esta historia, es forzoso dar alguna noticia más individual de su persona, para que mejor se conozca de qué sujetos hacía Antequera la mayor confianza y quiénes eran los que con el más valían.

19. Ha sido, pues, sujeto famoso por su infamia. Pasó de España a estas partes el año de 1712, calafate de la capitana de registro, en que venían cuarenta y cuatro jesuitas a esta provincia. Su pobreza le llevó a esconderse en el Paraguay, donde habiendo dado palabra de casamiento a una señora, pareciéndole mejor, trató de casarse con otra; pero salieron a estorbarlo los parientes de la primera, y ya con amenazas, ya con la intervención de un celoso sujeto de nuestra Compañía, ignorante de quien él era y de sus mañas, se redujo a contraer matrimonio con la primera. Celebrose el casamiento sin amonestaciones ni solemnidad, pretextando varias razones o sinrazones; pero quizás sería la verdadera razón el remordimiento de su conciencia por no ser descubierto, como al fin lo fue; porque como algunos vascongados que vinieron en el registro del año de 1717, preguntando casualmente por él, supiesen haberse casado en el Paraguay, se escandalizaron sobremanera con aquella su natural sinceridad y declararon estaba casado en Cádiz.

20. Tardó poco en saber Llanas esta novedad, porque noticiado del caso don Martín de Barúa (de quien hablaremos adelante largamente) que le había fiado cantidad de nueve mil pesos, para que se los expendiese en el Paraguay, despachó un propio al gobernador don Diego de los Reyes y al procurador de nuestro colegio de la Asunción, dándoles sus poderes para que recaudasen luego y sacasen de su mano la cantidad que le había fiado, antes que se echase sobre ellos con algún embargo el Tribunal de la Santa Inquisición. Por este camino se supo en el Paraguay el escándalo de este mal hombre, quien trató de presentarse al comisario del Santo Oficio con un escrito en que se disculpaba de mantenerse casado, por haber tenido una carta que también presentó, en que le avisaban era ya difunta en Cádiz su primera consorte. Verdad era que había muerto cuando presentó el escrito, pero vivía cuando contrajo el matrimonio, como confesaba en el mismo escrito; y el caso, o por la ignorancia del comisario o por los empeños, o por no sé qué   —39→   razón, se quedó en ese estado; pero declara bastantemente la calidad y habilidades de este sujeto ruidoso.

21. Éste, pues, como capitán de caballos en compañía de José de Areco, alcalde de la Hermandad, y con doscientos hombres salió presuroso y lleno de orgullo a encontrar y prender a Reyes, que se hallaba actualmente en Tabapy, y sabiendo la venida de esta gente, dejó todo su avío de carretones y en su guarda al diácono don Agustín de los Reyes su hijo, y puso en cobro su persona, escapando (como dicen) a uña de caballo por caminos extraviados a las misiones, de donde había salido. Llegó a Tabapy Ramón de las Llanas, y no hallando allí a Reyes, como venía informado, convirtió su furor contra los pobres indios carreteros, que le habían conducido hasta aquel paraje, a los cuales mandó atar y azotar cruelmente, para que declarasen dónde estaba Reyes; a otros dieron de palos e hirieron con las escopetas, y a uno fuera de romperle la cabeza, le quebraron un brazo, como si estos inocentes fueran culpados notoriamente en la fuga.

22. No tuvo aquella gente perdida mayor respeto al diácono don Agustín de los Reyes, ni al reverendo padre fray José Fris, sacerdote del Orden de Predicadores, que era capellán en aquella granja de Tabapy, la cual entraron a registrar y después de bien escudriñada, querían pasar a registrar la iglesia con irreverente tropelía, y porque el religioso defendía la puerta, le echó Llanas mano de la capilla e hirió con el cañón de la escopeta, diciéndole al mismo tiempo varios denuestos y que para lo hecho y mucho más llevaba orden de quien todo lo podía, aunque fuese prender y ahorcar sacerdotes, lo que ejecutaría con él mismo de un árbol que allí había, si no le entregaba el reo fugitivo. Poder que se establecía en el desprecio de los sacerdotes no podía subsistir ni tener buen fin, pues aun los gentiles conocieron que la firmeza de los reinos se radica con el respeto a los sacerdotes: Honor Sacerdotis -dijo Tácito14- firmamentum potentiæ assumebatur. Y empezando Antequera y sus secuaces su potencia ultrajando a los Cristos del Señor, fue pronóstico de su fin desgraciado, pues ninguna cosa lo es más cierto que semejante vilipendio, porque a él sigue con certidumbre la venganza de Dios, que como no tiene otras imágenes más vivas que representen su poder acreedor al respeto debido a su soberanía, siente vivísimamente los desacatos cometidos contra los sacerdotes   —40→   y sale por ellos a la defensa, con ruina de los agresores, como escribió San Cipriano15.

23. Cometidos, pues, los mencionados arrojos contra el religioso sacerdote, registraron los soldados a su placer la iglesia, sin perdonar el altar, debajo del cual entraron a buscar a Reyes; tal era la ansia de prenderle y tales las instrucciones con que Antequera les había prevenido, poniéndoles en tan irreligioso empeño. Como no pudieron hallar la presa apetecida, no quiso Llanas volver ociosa la potestad de que había blasonado, y con grande desacato prendió por su mano al dicho religioso, y también al diácono don Agustín de los Reyes, a quien a empellones forzaron a entrar en el carretón. Lo mismo ejecutó el alcalde de la Hermandad José de Areco con el doctor don José Caballero Bazán, cura actual del pueblo de indios de San Buenaventura de Yaguarón y vicario juez eclesiástico de todo aquel partido, por haber dado secreto aviso a don Diego de los Reyes de la prisión que se trazaba contra él, y socorrídole con caballos para la fuga; porque habiendo pasado dicho Areco adelante de Tabapy en seguimiento de Reyes, sin poder darle alcance, encontró al dicho doctor Caballero, que volvía de ponerle en salvamento y acometiéndole con furia, le prendió y llevó con guardia de soldados hasta la ciudad, sin permitirle entrar en el pueblo, que es cabeza de su curato y cae casi en el mismo camino.

24. El religioso dominicano y el diácono don Agustín sólo llegaron en prisión hasta un paraje distante cinco leguas de la ciudad, y dándoles allí libertad se encaminaron a ella; pero el doctor Caballero como mayor delincuente, a su parecer, entró en la Asunción preso con guardias, y pagó como delito muy atroz su obra de misericordia; porque desde entonces le cobró Antequera tan mortal ojeriza, que no paró hasta hacerle privar de su curato por delitos que le imputó. Lo más admirable en esta deposición fue que un mes antes, visitando la diócesis el doctor don Juan González Melgarejo, canónigo de aquella santa iglesia, provisor y vicario general muy recto y ejemplar, al pasar por dicho pueblo de Yaguarón averiguó en visita la vida y costumbres de dicho cura, trasladándole para el efecto a otro pueblo distante, para que con más libertad los indios sus feligreses depusiesen cuanto juzgasen convenir o remediar en sus costumbres y en el ejercicio   —41→   de su oficio, sin que se hallase uno solo de ellos que declarase cosa digna de remedio, ni diese la más leve queja, antes sí aseguraron todos era muy buen párroco, ejemplar, celoso del bien de sus almas y exacto en el cumplimiento de sus obligaciones, según consta de dicha visita.

25. No había entonces el doctor Caballero caído en desgracia de Antequera y pudo pasar por lo que era; favoreció a Reyes un mes después, y se trocó repentinamente de tal suerte, que le hizo Antequera pasar por el cura más indigno de la provincia en boca de los mismos que le acababan de elogiar, porque disponiendo por medio del protector de los naturales con secreto artificio hiciesen en su tribunal algunas graves delaciones los indios de su mismo pueblo de Yaguarón contra el insinuado cura, tuvo osadía Antequera para entremeterse, atropellando los fueros de la inmunidad eclesiástica, a actuar sumaria sobre sus operaciones y administración de sacramentos, la cual agregó a la causa que le había antes hecho de alborotador de la provincia.

26. Informado el prelado del convento de Santo Domingo del modo indecoroso con que había sido tratado y preso el religioso capellán de su granja, dispuso que el procurador del convento presentase querella de los agravios con que en la persona de aquel religioso había sido ofendida la sagrada inmunidad ante el doctor don Antonio González de Guzmán, cura rector de la catedral, que por ausencia del Provisor y Vicario General a la visita del Obispado era vicario juez eclesiástico en la ciudad; y queriendo éste actuar, averiguando el exceso sacrílego de Ramón de las Llanas, dio traza Antequera de que se le opusiese un canónigo íntimo amigo suyo, y muy adicto a sus errados dictámenes; como lo ejecutó, pretextando le pertenecía a él privativamente el conocimiento de esta causa, por ser juez diputado por el venerable Deán y Cabildo para todo lo concerniente al fomento y parcialidad de los eclesiásticos con don Diego de los Reyes.

27. No había en la realidad más diputación que la que él se quiso tomar; porque aguardando a ocasión en que se hallaba solo en el Cabildo eclesiástico, por ausencia del Canónigo Provisor, falta de los otros capitulares y demencia del Deán, él se diputó a sí mismo, por congratular a su amigo y parcial don José de Antequera, teniendo o dando a entender que tenía ese poder para favorecer sus designios. Como ya en aquel tiempo era muy temida la violencia del   —42→   gobernador Antequera, condescendió el Vicario Eclesiástico por evitar inconvenientes, y remitió la querella del procurador de Santo Domingo presentada en su tribunal al dicho canónigo; que era cuanto deseaba Antequera para favorecer a su ministro Ramón de las Llanas.

28. En esta coyuntura llegó a la ciudad el Provisor y Vicario General, que enterado del suceso, proveyó auto para que se llevase la causa a su juzgado. Despintábasele a Antequera su intento con esta diligencia, porque conocida la entereza del Provisor, temía quedar desairado, viendo puesto en la tablilla a Llanas por ejecutor de sus inicuas órdenes, y alentó al canónigo su amigo para que se resistiese a remitir la causa. El canónigo, cuyo natural orgullo necesitaba de poca espuela, hizo porfiada resistencia; mas al cabo le venció la constancia del Provisor, quien con gran celo y rectitud procedió examinar testigos, y sin embargo del miedo de que estaban poseídos, depusieron contestes haber puesto Llanas manos violentas en el religioso, amenazándole que le ahorcaría en un árbol cercano y aun pedido ya una soga para amarrarle.

29. Puesta ya la causa casi en estado de sentencia, era vivísimo el sentimiento de Antequera, y andaba ideando modo de evitar aquel golpe a su cliente Llanas. El Provisor estaba resuelto a la declaración de la censura; pero como la oficiosa cavilación del ya citado canónigo con la influencia ardiente de Antequera no sosegaba, se aprestó al cabo a oponerse a las claras al Provisor, estrechándole a que no declarase al delincuente incurso en el Canon: si quis suadente Diabolo. En fin, fue tan fuerte la oposición que hizo, que el Provisor se vio precisado, por no poder obrar libremente en justicia, a hacer dejación del provisorato por las violencias y ningún respeto que el empeño de Antequera guardaba al estado eclesiástico y por las tropelías de dicho canónigo.

30. Con esta dejación se dieron ambos por dueños del campo, porque el canónigo se hizo elegir provisor con la industriosa maña de haber traído a Cabildo al Deán algo aliviado de su demencia, para que le diese el voto, con el cual él se conformó, sin dejar lugar a que lo pudiese impedir el canónigo González Melgarejo, que era el único de los demás capitulares que entonces asistía. Electo dicho canónigo en provisor, fingió por el bien parecer que seguía la causa, pero con tan estudiada lentitud que nunca la concluyó,   —43→   dejando libre al culpado; aunque contra el inocente procurador de Santo Domingo por querellante fue muy activo el ardor de su venganza, pues por no sé qué motivos, ni con qué jurisdicción le hizo causa, y depuso del ejercicio de predicar dentro y fuera de su convento, y contra el mismo convento despicó también a su amigo Antequera, vulnerando sus privilegios y exenciones en la causa de sevicia de los esclavos de dicho convento y sentencia de venta, que pronunció e hizo llevar a ejecución mandándolos vender, y despojándole de ellos, como ya insinuamos arriba.

31. Poco menos o mucho más ejecutó en la causa del cura de Yaguarón el doctor Caballero, de quien dijimos antes que el gobernador Antequera le había actuado sumaria, atropellando los fueros de la inmunidad eclesiástica; porque pareciéndole a éste buena ocasión la presente así para tapar su sacrílego atentado contra dicho cura, como para llevarle a la última y deseada ejecución, remitió la dicha sumaria a su amigo y nuevo provisor; quien por complacerle procedió tan poco justificado en esta causa que pospuestas sus obligaciones, en vez de declarar incurso a Antequera en la censura 19.ª de la Bula de la Cena, por haber procedido contra eclesiástico, pasó en virtud de la sumaria, con la superficial diligencia de examinar otro testigo, y con las notorias nulidades de no haber oído al cura, ni dejádole producir las defensas en derecho prevenidas, ni hecho que se ratificasen los testigos a pronunciar sentencia definitiva, en que por concordia con el gobernador Antequera, se le admitió una violentada renuncia que hizo, y se le privó del curato, de que careció más de tres años, padeciendo otras vejaciones; hasta que informada de todo la Real Audiencia de la Plata, y reconocidas estas notorias nulidades, y el atropellamiento de la sagrada inmunidad, dio providencia que el Obispo, que lo era ya de aquella Iglesia del Paraguay el ilustrísimo señor don fray José de Palós, actuase de nuevo la causa, como lo ejecutó, acompañándose de un docto eclesiástico reconocido por finísimo parcial de Antequera, y constó que se había procedido con más pasión que justicia y se declaró jurídicamente su inocencia, siendo restituido a su curato con universal alborozo y consuelo espiritual de todos sus feligreses.

32. Con esta confusión se vivía ya en el Paraguay, invirtiéndolo todo el antojo de Antequera, que era el móvil de estos desórdenes con su astucia y promesas de que los sacaría   —44→   de todo a paz y a salvo su autoridad y su pericia en el derecho, conforme al cual (decía) obraba en cuanto les aconsejaba. Diéronle ciego crédito, y como el derecho con que se conformaba en sus operaciones era muy torcido, se perdió a sí totalmente y en nada los enderezó a ellos.

33. Aunque causa justa admiración que la pasión de Antequera y sus secuaces se desenfrenase tanto, que aun al estado eclesiástico alcanzasen sus fatales efectos con tanta impiedad, no espanta menos que ni aun la conmiseración debida al sexo más flaco hallase abrigo en sus pechos. Por desdoro reputan los ánimos generosos intentar venganza contra las mujeres, de quienes el mejor y más airoso despique es el desprecio; pero aquí, donde andaban pospuestos todos los buenos respetos, vivían olvidadas esas leyes de la generosidad, y aun las mujeres no estaban exentas de la venganza sangrienta de estos hombres.

34. Testigo es de esta verdad una honesta matrona, llamada doña Juana Gamarra, mujer entonces de don Juan de Aldana, de la primera nobleza del Paraguay. Vivía ésta en su alquería (o estancia, como aquí llaman) en ocasión que aportó a ella Reyes, y para aliviarle del cansancio del camino le hizo servir el agasajo aquí muy ordinario de un mate (es género de vaso) de la célebre hierba del Paraguay, sin hacer con él otra demostración, ni darle otro fomento; pero saliole muy costoso el hospedaje, porque llegando a noticia de Antequera, se enfureció contra ella como una fiera, amenazando que la había de destruir; y en efecto, la hizo encarcelar en su propia casa y la despojó de cuanto tenía, sino es de la virtud con que toleró estos agravios tan poco merecidos.

35. De todas estas demostraciones, en que prorrumpió Antequera contra los que creyó o presumió habían favorecido en algo a Reyes o cooperado a su fuga, y de lo que obró en adelante, inferirá fácilmente el lector con cuán poca verdad persuadía después, ya por escrito, ya de palabra, que no había despachado a Llanas y sus doscientos soldados para prender a Reyes, sino para recibirle y cortejarle como a gobernador. Pocos, sino sus parciales, le dieron crédito; y los que incautos entonces (fiados en las palabras con que tiraba a deslumbrarlos en la ciudad) salieron a recibir a Reyes por la relación del deudo o amistad, vueltos fueron perseguidos, presos y multados; con que otros más cuerdos, viendo el pleito mal parado, no quisieron volver a la Asunción,   —45→   y se estuvieron ausentes de sus casas todo el tiempo que duró el tiránico gobierno de Antequera, excepto el sargento mayor don Sebastián de Fleytas, quien a la noticia de que por haber querido recibir a Reyes, se le habían confiscado sus bienes, dejando a su mujer e hijos en extrema pobreza, murió de improviso en la reducción de Itapuá, sofocado de melancolías.