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ArribaAbajo Capítulo VII

Manda don José de Antequera prender en la ajena jurisdicción del Gobierno de Buenos Aires a don Diego de los Reyes, a quien trata en la cárcel del Paraguay con inhumano rigor, y requerido del gobernador de Buenos Aires se niega a ponerle en libertad. Escribe en nombre del Cabildo de la Asunción dos cartas calumniosísimas con efecto totalmente contrario a sus designios.


1. Suelen de ordinario volar las malas nuevas, y siendo tan desagradable para don Diego de los Reyes la resulta de la notificación de sus despachos en el Paraguay, era forzoso tardarse poco en saber lo que don José de Antequera había obrado con el motivo de aquella intimación; pero aunque lo supo no acababa de persuadirse, estaba resuelto a no obedecer al señor Virrey, y discurrió que remitiendo autorizada la copia de su despacho por escribano real y reales justicias, quitaría todo pretexto a su ambición y le obligaría a obedecer sin falta. Por tanto, pues, se partió a la ciudad de las Corrientes para hacer esa diligencia, en que creía consistir el logro de sus deseos; pero ¡oh cuán inciertas son las providencias humanas! ¿Quién le dijera a Reyes que por donde pretendía asegurarse se acercaba al mayor riesgo? ¿Y que en donde iba a buscar su dicha había de encontrar su mayor desgracia? Difícil fuera de pronosticar, pero los sucesos hicieron presto cierto lo que ni factible se presumía.

2. Sacó, pues, Reyes en las Corrientes una compulsa del despacho del señor Virrey, y autorizada en pública forma por las justicias reales de aquella ciudad, hizo expreso al Paraguay, para que se le notificase de nuevo a Antequera, quien al mismo tiempo, y aún antes (porque los correos secretos se cruzaban y volaban por todas partes de sus agentes a Antequera y de éste a sus agentes) supo otras diligencias que, por petición de Reyes en virtud de las órdenes referidas del Virrey, se ejecutaban en las Corrientes y en Santa Fe contra sus propios bienes. En Santa Fe era juez para estos embargos   —95→   (como dijimos) el teniente de oficial real don Francisco Bracamonte, ministro tan celoso como activo y tan entero como intrépido, que prontamente ejecutó con mucha exactitud su comisión, y a pesar de los interesados embargó en breve tiempo gruesa porción de hacienda, que Antequera había remitido a aquel puerto donde residía uno de sus más principales agentes. Por solas dos partidas del embargo se puede colegir la hacienda que había usurpado o adquirido, pues de sólo azúcar se le habían secuestrado por agosto, setecientos panes, y de la yerba del Paraguay seis y mil quinientos zurrones, que teniendo cada uno por lo menos siete arrobas, sumaban más de cuarenta y cinco mil; de los cuales los dos mil zurrones y varias alhajas preciosas, algunos esclavos y esclavas se le adjudicaron luego a Reyes, porque eran notoriamente suyas. De carretas, bueyes, novillos, mulas, caballos, puertas, ventanas, camas, escritorios, cajas y cosas semejantes (que de todo se saca plata) fue mucho lo que juntamente se embargó en Santa Fe, y mucho también en las Corrientes, que es como la garganta del comercio terrestre del Paraguay con estas provincias.

3. Discúrrase cuán sensibles serían estos golpes para la insaciable codicia de Antequera. Así los embargos referidos como las instancias de Reyes por su reposición al Gobierno, en lugar de templar el iracundo orgullo del hombre, sirvieron de inspirarle nuevas iras, y le despeñaron en más enormes excesos, pasando a más rigurosas demostraciones y a más claras inobediencias con que cada día se iba haciendo más invencible su rebeldía, y los remedios para sanar su dolencia la empeoraban, por haberse con el tiempo y el empeño connaturalizado tanto en su ánimo la obstinación, que extrañaba mucho (como suelen semejantes locos) que no fuesen todos de su parecer y que hubiese quien le hiciese oposición.

4. Determinose, pues, para despique de su sentimiento, a perpetrar el más evidente atentado de que conoce la jurisprudencia, ejecutando de mano armada la prisión de su émulo Reyes por su propia autoridad en ajena jurisdicción, a cuya sombra vivía seguro, y mucho más viéndose amparado del Gobierno Superior de estos Reinos, y habiendo recibido poco antes una cédula de Su Majestad, en que aprobaba y se daba por bien servido de don Diego de los Reyes en aquellos mismos hechos que en la pesquisa habían acriminado más sus émulos, quienes habían sido los que al   —96→   ejecutarse los apoyaron y magnificaron por buenos, y por tales después de ejecutados los calificaron con sus firmas puestas en los informes, para representarlos al Real Consejo de India; que tal era la inconsecuencia de éstos, y tanto como esto se había mentido a sí misma o contradíchose la iniquidad.

5. Hallándose, pues, Reyes con tales seguridades en la ciudad de las Corrientes, que pertenece al Gobierno de Buenos Aires, se resolvió Antequera a prenderle para librarse de una vez de sus instancias, y asegurarse en el empleo de gobernador y vengarse a su placer en la persona del preso de los daños que le parecía haber recibido por su influjo en su propio caudal con tan cuantiosos embargos, como si ellos hubiesen de cesar con aquella inicua prisión, o no hubiese de haber justicia en el mundo que vindicase ése y los demás enormes atentados. El modo con que se ejecutó la dicha prisión le quiero referir con las mismas palabras con que el coronel don Baltasar García Ros le expresa a Su Majestad en la carta informe que como juez comisionario del señor Virrey le escribió desde Buenos Aires en 22 de octubre de 1724, y dice así:

6. «Sin reparar en el temerario exceso, pasó (Antequera) a ejecutar otro atentado no de menor consideración que los antecedentes, despachando desde la ciudad de la Asunción río abajo a la de las Corrientes, que no es de su distrito, dos botes con gente y armas, comandados del referido Ramón de las Llanas, y éstos, sin haberse dado a sentir, se ocultaron en las islas del río Paraná, que afrontan con aquella ciudad, de donde acecharon con espías la posada de don Diego de los Reyes, y asegurados aportaron a uno de los puertos de dicha ciudad con el mayor silencio que fue posible. Como no fueron sentidos, a deshora de la noche hicieron desembarque de más de treinta soldados, y ejecutaron la noche del día veintiuno de agosto del año próximo pasado, el hurto y robo de la persona del mencionado don Diego de los Reyes Valmaceda y el saqueo de su casa, llevándolo de la cama en paños menores.

7. »Y para conseguir su hecho y que se les abriese la puerta de la posada, usaron de otro fraude, diciendo era correo que venía del Paraguay con cartas a su Gobernador; y como esperaba las resultas del obedecimiento del despacho superior que había remitido, no dudaría fuese así, como también porque era increíble que don José de   —97→   Antequera ni otro alguno tuviesen osadía y atrevimiento de introducir gente y armas, a horas desusadas, a profanar los fueros y privilegios de una ciudad que vive asegurada bajo de ellos, robar y saquear dentro de ella, vulnerando las inmunidades de que gozaba, incurriendo en enormísimo atentado y crimen de aleve, procediendo ad ulteriora de leves y derechos desde los primeros pasos en que se fundamentaron las comisiones que obtuvo. Y con tan impracticado hecho lo llevaron a la ciudad de la Asunción, donde lo mantiene en la más cruel prisión que fuera imaginable ni creíble, a no ser tan notorio en estas provincias y constar de deposiciones de testigos oculares, teniéndole en un calabozo donde se prenden las gentes de la ínfima suerte, asegurado con grillos en un cepo y afianzado por el pecho de una pesada cadena, cerrada la puerta, privado de la comunicación, y puestas guardias de sus enemigos, que fueron testigos contra éste en la sumaria que don José de Antequera le procesó, y éstos y el dicho don Diego al cargo de la tiranía de Ramón de las Llanas, quien aun le impide le suministren a horas competentes el mantenimiento natural.

8. »Tengo, señor, por digno de poner en la real noticia de Vuestra Majestad, cómo don José de Antequera ejecutó el robo de la persona del mencionado don Diego, después que obtuvo un despacho de vuestra Real Audiencia de la Plata, de trece de marzo del año próximo pasado de mil setecientos veintitrés, en que se le participa a don José de Antequera, por dicha Real Audiencia, haber radicado el conocimiento de la causa de capítulos para su determinación a vuestro Virrey, y remitido a aquel Superior Gobierno testimonio de los autos, y que ínterin vuestro Virrey daba la providencia que conviniese, se mantuviese dicho Antequera en la posesión de aquel Gobierno, previniendo así a éste como al Cabildo de la Asunción, no hiciesen la menor novedad y se mantuviesen en buena correspondencia con don Diego de los Reyes: y debiendo observarlo así, pasó a ejecutar el rapto de la persona de éste». Hasta aquí el citado informe de don Baltasar sobre este punto.

9. Pero omitió en las circunstancias de que en dicha ciudad de las Corrientes tuvo Antequera algunos parciales prevenidos, que cooperaron a la extracción de don Diego con secretos avisos para facilitar el hecho, y por si algún accidente impensado manifestaba a los agresores, les previno de cartas   —98→   requisitorias para las Reales Justicias de las Corrientes, pidiéndoles en ellas por términos jurídicos la entrega de Reyes, artificio premeditado, para excusar después con ellas la fealdad de la acción, alegando que no las presentaron porque reconocieron que dichas Justicias le amparaban. Y llega a tal término su ceguedad que después se gloriaban de esta inicua prisión, y aun en la carta que el Cabildo de la Asunción escribió en 10 de noviembre de ese año de 1723, que ya citamos arriba, se atreven a referir ese hecho como proeza de su lealtad, sin temor de la reprensión grande que se merece.

10. Escandalizó semejante atentado a todo el Reino, y la ciudad de las Corrientes por gravísimamente ofendida, como lo fue en la realidad por el desacato alevoso. Dio cuenta a su gobernador don Bruno Mauricio de Zavala, y al mismo tiempo escribió carta a don José de Antequera, requiriéndole a que le diese satisfacción de su agravio con la reposición de don Diego en la casa misma de donde le extrajeron violentamente. Todo fue en vano, porque Antequera, dueño ya de la presa que más deseaba, recibió con desprecio la justa representación, y aun se dio por ofendido de que se le diese tal queja, amenazando en su Respuesta a la ciudad de las Corrientes con la despotiquez que pudiera un plenipotenciario de Su Majestad.

11. El señor don Bruno, aunque justamente sentido del agravio cometido contra su jurisdicción, escribió una carta requisitoria a Antequera con todas las atenciones propias de su discreción y cortesanía, dirigida por mano del Cabildo de las Corrientes, en que pedía restituyese a Reyes a su casa, de donde le robaron, y con esta ocasión lograron los correntinos la de responder a su gusto a la despótica carta de Antequera, y de intimarle juntamente el despacho del señor Virrey, que había presentado Reyes ante las Justicias Reales de su ciudad. Para estas diligencias diputó el Cabildo de las Corrientes al Alcalde provincial, por asegurar en esta forma que todos estos recaudos llegasen a manos de Antequera, de quien el dicho diputado era grande amigo y confidente, y por esto esperaban sería su ida menos ingrata. Pero fue yerro manifiesto tal elección, porque por razón de la amistad no hizo la diligencia como debía, a ley de buen republicano, ni atendió a que por ser miembro de aquel Cabildo y ciudad que había hecho de él confianza, le incumbía la defensa de su honor ultrajado; que todos los buenos respetos   —99→   olvidaban los parciales de Antequera, por no darle disgusto. Dejose, pues, burlar de Antequera y de los suyos, tratando de salirse luego del Paraguay sin otra respuesta positiva que el simple recibo de que había entregado los papeles que se le encomendaron.

12. El motivo con que pretextó la aceleración de su vuelta fue que, encontrando un día al dicho Diputado en la plaza, el alguacil mayor Juan de Mena y el regidor don Antonio Ruiz de Arellano, haciéndoseles muy de nuevo la causa de su ida a la Asunción, se la preguntaron como si la ignorasen, y habiéndola oído de su boca tuvieron osadía para decirle: Tenga Vmd. entendido que si el señor don José de Antequera quisiera soltar a don Diego de los Reyes o tratara de entregarle el bastón, ni el señor Antequera, ni don Diego, ni Vmd. quedaran con vida. Profirieron estas libertades bien seguros del placer que daban con ellas a Antequera, quien, como más sagaz que ellos, haciendo recaer sobre ellos toda la culpa, se asía de ahí para verificar lo que siempre afirmaba, de que forzado del temor de la muerte, mantenía el bastón de gobernador; como si aunque fuese fundado ese temor, le faltase modo o pretexto de salirse de la provincia, como lo ejecutó después (aun teniendo menos unidos consigo a los principales), cuando reconoció no tenía poder para resistir; o como si de los motivos de ese temor no hubieran sido sus cavilaciones la principal causa, influyendo en sus ánimos el horror a los gobernadores que nombraba el señor Virrey para sucederle.

13. Fue esta aversión inspirada por Antequera, especialmente contra Reyes, tan exorbitante que tuvieron osadía los capitulares del Paraguay, por influjo del mismo, para escribir a la Real Audiencia, al Virrey y aun al Rey nuestro señor, que antes expondrían sus vidas al rigor del cuchillo y del dogal, que permitir la reposición de Reyes en el Gobierno, según lo refiere Antequera en su Respuesta impresa a la carta del señor Palos, obispo del Paraguay, número 249. Donde admiro la ceguedad de este caballero, que empeñándose en repetidos lugares de dicha respuesta a defender la obediencia y fidelidad de aquellos individuos, propale éstas sus proposiciones despechadas, que prueban tan evidentemente su inobediencia y deslealtad. No sé que pueda ésta subir más de punto que estar resueltos a los mayores rigores antes que sujetarse a obedecer.

14. Pero volviendo al diputado de las Corrientes, lo cierto   —100→   es que se volvió sin traer respuesta, más que el dicho recibo y las amenazas que motivaron o fueron pretexto para la brevedad de su vuelta; creyeron muchos que se las puso en la boca Antequera a los dos sujetos mencionados, valiéndose de ellos como que bien los conocía dispuestos a todo por complacerle, habiendo sido siempre sus íntimos familiares, y el Alguacil Mayor le acompañó con tal tema que perdió la vida a su lado en el cadalso en castigo de sus delitos, como diremos a su tiempo.

15. Vista por la ciudad y Cabildo de las Corrientes la negligencia (por no darle otro nombre) de su Diputado, no desistió del empeño de vindicar su honor ofendido y recurrió, con todos los instrumentos jurídicos necesarios, al Tribunal del señor Virrey, quien en fuerza de sus justificadas representaciones dio las providencias que presto se verán. En el ínterin, triunfante Antequera y sus aliados, celebraban su fortuna y aplaudían el modo con que se descartaban de cuantas diligencias se habían intentado para reducirlos a obedecer, aunque no dejaba de aguarles este gozo el ver que va de la Real Audiencia de la Plata, en cuyo poderoso patrocinio habían confiado, no recibían respuestas, y las que venían del señor Virrey eran diametralmente opuestas a sus designios; por más que ellos amontonaban calumnias y papelones infamatorios para oprimir a sus contrarios y zanjar su dominación. Creían era todo artificio de los jesuitas y trazas de su poder, como si le tuvieran para atajar todos los inmensos caminos de estas interminables provincias, y no era en la realidad sino que la nulidad notoria de sus autos y la pasión clara de sus informes hacían que en los tribunales se recibiesen con desprecio, y su exorbitante deseo de ofender ponía de manifiesto su exceso de malignidad; que quien estas armas ofensivas juega con poca destreza, hace que ellas mismas sirvan de escudo a sus contrarios y les suministra con ellas el reparo de sus golpes.

16. Sin embargo, nunca cansados Antequera y sus parciales de decir mal, ideaban modos de persuadir a todos se empeñasen en sus propios dictámenes, para que hacían indignas diligencias, como fue escribir por este tiempo Antequera y publicar por todas estas provincias y las del Perú dos cartas infamatorias en nombre del Cabildo de la Asunción. La primera la dirigió al ilustrísimo señor don fray Pedro Faxardo, obispo dignísimo de Buenos Aires, con pretexto de instruir a su ilustrísima, a quien suponían mal informado por una cláusula de carta suya escrita al señor Virrey, la cual había   —101→   venido inserta en una provisión de Su Excelencia. La carta es tan prolija que ocupa dieciséis hojas de a folio, porque debieron de creer gustaría tanto de su calumnioso contexto aquel benigno sabio y ejemplar Príncipe, que aliviaría con su lección las molestias de sus continuos penosos achaques. Con ocasión del informe asestan en ella toda la batería de los cañones de sus maldicientes plumas contra el honor de la Compañía de Jesús en esta su provincia, renovando no sólo los testimonios falsísimos con que siempre la han pretendido desdorar, sino otros con que en otras partes del mundo han procurado obscurecer sus émulos nuestro buen nombre; y como si aún eso no bastase a su deseo de hablar mal de nosotros, le remiten un manifiesto impreso del señor don fray Bernardino de Cárdenas, y un memorial de fray Gaspar de Arteaga, instrumentos ambos en que son más las calumnias contra los jesuitas del Paraguay que las líneas, y que los tiene prohibidos el Santo Tribunal de la Inquisición, como consta del Expurgatorio del año 1707, tomo 1.º, verb. Julián de Pedraza, página 759, pero perdido el respeto sagrado con que toda la nación española se esmera en acatar y obedecer como oráculos los decretos de aquel Supremo Senado, se guardan muchos de estos papeles en el Paraguay como tesoro, y se leen con gusto por ser escritos infamatorios de la Compañía.

17. Cargan después la mano a don Diego de los Reyes, pintándole como al hombre más facineroso del mundo. Culpan a los gobernadores que no han condescendido con sus injustos deseos. A los indios de nuestras misiones los fingen a sus antojos brutales, inobedientes, desleales y sacrílegos. Ni perdonan a los gobernadores de Buenos Aires como poco verídicos con su Rey, ni a los vecinos de aquel puerto haciéndolos delincuentes de los mismos crímenes de que se quieren purgar a sí mismos; ensalzan a su Antequera como benignísimo en la primera prisión de Reyes, y en fin hablan en todo como llenos de pasión, reprobando y diciendo mal de quienquiera que no se conforma con sus erradas opiniones.

18. Hizo tan poca impresión esta carta en el ánimo sincero y despejado del señor Faxardo, que no fue poderosa toda su maledicencia a hacerle mudar la opinión que por experiencias oculares tenía concebida del proceder de los jesuitas de esta provincia, como lo expresó bien en la carta, que para prevenir las resultas que se podían seguir, si se daba crédito   —102→   a las calumnias sembradas en la dicha carta del Cabildo, le dictó su discreto celo y escribió a Su Majestad en 20 de mayo de 1724, que decía así:

19. «Señor: Motivado de una carta, que la ciudad del Paraguay me escribió, firmada de sus regidores, cuyos agravios pocos o ningunos hacia mi persona omito, y lo mismo hiciera si fueran muchos, escribo ésta a Vuestra Majestad, no pudiendo disimular lo llena que viene de injurias a la siempre venerable religión de la Compañía de Jesús en esta santa provincia; y porque en dicha carta dicen que la remiten al Supremo Consejo de las Indias, fuera culpable en mí, si pasase en silencio estas calumnias y no informase a Vuestra Majestad la verdad del santo proceder de estos padres apostólicos. Aseguro a Vuestra Majestad que he sentido en sumo grado vengan las injurias en carta dirigida a mi persona. Parece que hablaba de este caso el Espíritu Santo, y de lo sensible que le es, cuando en el capítulo 26 del Eclesiástico dice estas palabras: Delaturam civitatis, et collectionem populi, calumniam mendacem super mortem omnia gravia. Más sensible que la muerte es la delación de una ciudad, delaturam civitatis: más sensible que la muerte, firmarlo todo un Ayuntamiento, et collectionem populi; más sensible que la muerte una calumnia, tanto más engañosa cuanto más aparente: calumniam mendacem super mortem omnia gravia.

20. »No es la primera vez que llegaron al Supremo Consejo de las Indias semejantes quejas de los padres; que repetidos golpes ha llevado su constancia, y todo por defender la causa de Dios, por mirar la conservación y aumento en aquellas misiones. Lo que yo admiro es que a cada golpe responden con repetidos beneficios, como si no los sintiesen. Verdaderamente mora en ellos Jesucristo; que no tuvo otra razón el Apóstol para decir era Cristo aquella piedra que seguía a los israelitas en el desierto y satisfacía su sed, petra autem erat Christus, sino ver que, siendo un pedernal cuya naturaleza es dar fuego a cada golpe, a repetidos correspondía tan beneficio que salían las aguas con abundancia para benéfico del pueblo: percussit bis silicem, et egressæ sunt aquæ largissimæ. ¡Qué de veces, señor, no comieran carne en el Paraguay los pobres, y aun los que no lo son, si de limosna no se la dieran los padres! En ellos hallan el consuelo en sus aflicciones, la luz y claridad en sus dudas, la enseñanza para   —103→   sus hijos, la doctrina para todos; sanos los asisten, enfermos los consuelan y moribundos los auxilian: son el universal remedio de todas sus necesidades, y la paz que compone sus pendencias. Y estas virtudes, que les habían de granjear la estimación, son las que les llaman los enemigos: no tuvieran tantos si no fueran tan buenos.

21. »Temístocles andaba muy triste en sus primeros años; preguntado por la causa, siendo amado y estimado, como era, de toda la Grecia, respondió: Por eso mismo; señal es verme amado de todos, que aún no he hecho acción tan honrada que me granjease enemigos. Las virtudes y acciones heroicas de estos santos padres son sus mayores contrarios. Puedo testificar a Vuestra Majestad, como quien corrió por todas las misiones, que no he visto en mi vida cosa más bien ordenada que aquellos pueblos, ni desinterés semejante al de los padres jesuitas. Para su sustento, ni para vestirse, de cosa alguna de los indios se aprovechan. Las poblaciones, siendo así que son muchas, numerosas y compuestas de indios, por su naturaleza propensos a los vicios, juzgo (y creo que juzgo bien) que en ellas no sólo no hay pecados públicos, pero ni aun secretos, porque el cuidado y vigilancia de los padres todo lo previene. Día hubo de Nuestra Señora, que hallándome en un pueblo, vi que por sola su devoción comulgaron ochocientas personas. ¡Qué armonía no le hará esto al demonio, y cómo no levantará huracanes y tempestades contra una obra que tanto le disgusta!

22. »Verdad es que los padres procuran apartar a los indios del comercio con los españoles, porque ciertamente este comercio es peste para los indios, y yo reconocí diferencia de costumbres en aquellos cuatro pueblos que están próximos al Paraguay, de donde se sacan mitas para el servicio de aquella ciudad, porque desde Adán acá, en apartándose de la obediencia, se abren los ojos para lo malo. No niego que tienen los indios una ciega sujeción a sus padres doctrineros; pero eso es lo más apreciable, que unos hombres bárbaros y de quienes al principio de la conquista se dudó si eran racionales, se halle en ellos la gratitud que en los hombres políticos se echa menos. Lo que más peso hacía al sentimiento de Cristo en el pesebre era la consideración de que le desconocían los hombres cuando le conocían los irracionales: Bos cognovit possessorem suum, et asinus præsepe Domini sui: Israel   —104→   autem me non cognovit. Conoció el buey el pesebre de su Señor, e Israel no me conoció.

23. »Grande sinrazón fue que los ministros de Babilonia arrojasen en el lago de los leones a Daniel; mas a vista del respeto que le guardaron los leones, aún tiene más quilates de sinrazón que reconozcan las fieras hambrientas la inocencia del siervo de Dios, y que hombres con nombres y obligación de sabios la persigan y le condenen. ¡Rara desigualdad!

24. »En el punto de las riquezas que fingen de las misiones es, cuanto dicen, fantástico, porque cuanto aquellos pobres trabajan es para comer una poca de carne, un desdichado maíz, unas legumbres sin pan, es para vestirse humildemente, y para el aseo del culto divino. Y si no digan: ¿cómo fructificando tanto las misiones está tan empeñada esta provincia y tan necesitados los colegios, sin verse en particulares, ni en común, más que un corto alimento con sólo aquello que es necesario para mantener la vida?

25. »Por más que tiren saetas al blanco de esta pureza, y saetas que no sólo hieren con el acero sino que tiznan con los carbones, como dijo David: Sagittæ potentis acutæ cum carbonibus desolatoriis (Psalmus 119), no han de emparar el puro cristal de tan santo proceder. Porque en mi sentir de nadie mejor que de esta Sagrada Familia se entiende el texto de la Sabiduría al capítulo 4: O quam pulchra est casta generatio cum claritate! Immortalis est enim memoria illius, quoniam apud Deum nota est, et apud homines! ¡Oh cuán hermosa es la generación casta! ¡Cuán inmortal su memoria! Por ser de Dios y de los hombres conocida. Generación casta es la que por medio de la doctrina y de la conversión de los infieles atrae tantos hijos a la Iglesia, los cría, los conserva, los defiende, y por conservarlos y defenderlos padece estas calumnias; pero nunca se verá obscura su claridad. O quam pulchra est cum claritate! Porque será inmortal su memoria, de Dios y de los hombres conocida, como lo es de Vuestra Majestad a quien reconoce esta provincia singulares beneficios. Y yo en su nombre pongo en manos de Vuestra Majestad este memorial, trasladando aquél que al emperador Domiciano se presentó con estas palabras: Dice Marcial que tiene en Roma un enemigo, el cual se duele mucho de las mercedes que Vuestra Majestad le hace; pide a Vuestra   —105→   Majestad se las haga mayores, para que el dicho su enemigo se duela más: "Da Cesar tanto tu magis, ut doleat". Así lo espero de la grandeza de Vuestra Majestad, a quien guarde Dios muchos años, que el bien de esa monarquía necesita. Buenos Aires y mayo 20 de 1724.- Fray Pedro, obispo de Buenos Aires». Hasta aquí la carta del señor obispo de Buenos Aires, resulta gloriosa de la infamatoria del Cabildo de la ciudad de la Asunción.

26. Pero si en ella se contentaron con solicitar la infamia de los sujetos arriba expresados, en la segunda tiraron más lejos la barra, asestando el furioso golpe de sus lenguas contra mayor número de personas. Escribiola a Su Majestad el dicho Cabildo en 10 de noviembre del dicho año de 1723 y la firmaron los alcaldes don Antonio Ruiz de Arellano y Antonio González García, el alguacil mayor Juan de Mena, los regidores José Urrunaga, Francisco de Rojas Aranda y Juan de Orrego, y el procurador de la ciudad Miguel Garay. Repiten en dicha carta las calumnias contra la Compañía y sus misiones, y las repetirán sin cansarse hasta el día del juicio, mientras que los jesuitas fueren los que deben y defendieren la libertad perseguida de los pobres indios, sin quedarles esperanza de verse libres de ellas, si no es que desistan de esa defensa, o entreguen aquellas inocentes ovejas en manos de los lobos carniceros que se ceben en su sangre y vidas, consumiéndolos como han hecho con otros innumerables de ésta y de otras naciones.

27. Al señor obispo de Buenos Aires le pintan como informante apasionado y poco verídico. A sus gobernadores sin excepción los tratan de muy libres en quebrantar las leyes reales, y oprimir a los vasallos, y de defraudadores de la Real Hacienda, exceptuando de esta regla universal a don José de Antequera, cuyo celo de la justicia, prudencia y desinterés ensalzan (ya se ve que en algo había de haber mirado por sí por el trabajo de haber dictado la carta), pidiendo juntamente se les deje Su Majestad por gobernador y destierre a los jesuitas de sus misiones, encomendándolas a clérigos seculares. También le suplican en dicha carta se les encomienden a los vecinos de la Asunción siete pueblos de los treinta de que constaban dichas misiones contra el derecho que en contradictorio juicio tienen afianzando los indios para no ser repartidos en encomienda a los españoles, sino solamente incorporados en la Real Corona, según la palabra que en nombre de Su Majestad se les dio antes de   —106→   abrazar la ley cristiana, para facilitar su conversión. Y por fin, que a su ciudad se le conceda el servicio personal de seiscientos indios de aquellas misiones, contra lo que han establecido todos los monarcas de España, librándolos de esta insoportable carga, que ha consumido número sin número de esta gente. Últimamente, como en el Paraguay hay siempre sobra de municiones contra la Compañía, despachan a Su Majestad con dicha carta otra copia del manifiesto del señor Cárdenas, y otra del memorial de fray Gaspar de Arteaga, ambas impresas e igualmente prohibidas por el Tribunal de la Fe, para comprobar que siempre han sido malos los jesuitas del Paraguay, mejor dijeran, para confirmar cuán envejecido es el odio de los paraguayos contra la Compañía.

28. ¿Qué efectos causaría esta carta en el real ánimo de nuestro Católico Monarca? Fácilmente se puede colegir, conociendo su paternal afecto a la nación miserable de los indios, tan entrañado en el piadoso corazón de Su Majestad, que al ejercitar aquel heroicísimo acto de la renuncia de su vastísima monarquía en el señor Luis Primero, le encomienda con las más vivas y encarecidas expresiones, remedie cuanto pudiere las vejaciones que padecen los indios, y supla en esto lo que el tiempo embarazado de su reinado no le ha permitido hacer, y quisiera haber ejecutado con toda voluntad para corresponder al celo y afecto que siempre le han mostrado y que tendrá presente impreso en su corazón. ¿Qué efecto habían de hacer en su real ánimo las pretensiones, de que se encomendasen a españoles los guaraníes cuando tanto los quiere, y estaba persuadido que el aumento de estas misiones (del Paraguay) lo ha facilitado en gran parte el haber sido preservados de ser encomendados dichos indios?, como lo expresa Su Majestad en su Real Decreto despachado al gobernador de Buenos Aires en 12 de noviembre de 1716, el cual corre impreso, y en él se puede ver que añade con voces propias de su real piedad; teniendo presentes todos estos justos motivos para atender a dichos indios y mirar por su mayor alivio y conservación, os encargo concurráis por vuestra parte a este fin, estando advertido que no sólo no deberéis gravar en nada a estos indios, sino que conviene a mi real servicio que con los superiores de la Compañía, que cuidan de sus reducciones, tengáis y paséis una tan sincera y amorosa correspondencia que los asegure de que jamás vendré yo en gravarlos en nada más que aquello   —107→   que, según parece, contribuyen para la manutención de las mismas misiones y reducciones. ¿Cómo, pues, vendría Su Majestad en gravarlos con el servicio personal, que es la carga más pesada y que más aborrecen dichos indios?

29. Antes bien, por librarlos de una vez de las vejaciones y calumnias de los vecinos del Paraguay, los desmembró Su Majestad totalmente de aquella Gobernación, sujetándolos en todo y por todo a la jurisdicción de los gobernadores de Buenos Aires, como se ejecutó el año de 1730, en virtud de la Real Cédula de 6 de noviembre de 1726.

30. Por lo que mira a borrar del real ánimo de Su Majestad el amor y confianza con que siempre ha favorecido sobre nuestros méritos a esta provincia, tirando por ese camino los émulos del Paraguay, a que nos quitase el cuidado de las doctrinas, probarán manifiestamente lo nada que fueron atendidos del Rey nuestro señor estos designios, las honoríficas apreciables expresiones con que declara su real mente en la Cédula del 11 de abril de 1726 dirigida al marqués de Castelfuerte, virrey del Perú, que copiaremos a su tiempo, y el encargo hecho al gobernador de Buenos Aires que poco ha expresamos.

31. Y en cuanto a la pretensión de que les diese Su Majestad a los vecinos del Paraguay por gobernador a don José de Antequera, se verán tan atendidos en la misma Cédula, que en ella le declara por reo de lesa Majestad sin excusa en el crimen de sedición. Éstas fueron las resultas de su calumnioso libelo; pero con todo eso no les han servido hasta ahora de desengaño, sino que cada vez se han obstinado más en su malevolencia, carcomiéndose de rabia las entrañas, por ver favorecidos y amparados a los que su emulación persigue con odio mortal, y quisiera, si fuese posible, ver destruidos y aniquilados. Pero prosigamos los sucesos que iban pasando en el Paraguay, y acaecieron poco después de este informe apasionado y temerario de que acabamos de hablar.



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ArribaAbajoCapítulo VIII

Prosiguen los inhumanos tratamientos de don Diego de los Reyes en la prisión; pasa don Baltasar García Ros al Paraguay a intimar los despachos del señor Virrey, y los desobedecen don José de Antequera y el Cabildo de la Asunción con varios pretextos y nuevos artificios, sin dejarle entrar en la ciudad a hacer la intimación.


1. El pernicioso ejemplo de la desobediencia con que se portaban don José de Antequera y sus secuaces, estimulaba más el celo de los ministros reales a procurar atajar sus escandalosas resultas, que a la verdad todos los desapasionados estaban llenos de escándalo al ver con cuánta facilidad violaban las leyes y negaban la debida obediencia a los mandatos superiores. Ni era menor el horror con que se oían las noticias del modo cruel y tiránico con que se trataba en la prisión a don Diego de los Reyes, porque el calabozo en que le encerraron era muy propio para perder brevemente la vida, y el tratamiento cual se podía esperar en quien estaba a cargo de un hombre cruel y desapiadado, cual fue Ramón de las Llanas, cuyas entrañas se diferenciaban poco de las de fieras, y teniendo a Reyes por enemigo hallaba campo abierto para ejecutar a su salvo la venganza. La piel de una vaca fue a los principios su mullido lecho, bien que después por ruego de algunos prelados piadosos se le permitió un colchoncillo, pero ni de día, ni de noche, se le aliviaba un instante de la opresión del cepo o de las otras prisiones. Permitirle hablar, o ver a nadie, se reputaba enorme delito; ni aun la luz del sol, o de una candela, se le concedía, sepultado siempre en lóbregas tinieblas, sino el corto término que duraba su tenue refección. Ni aun el confesor que pidió se le quiso dar al principio, sino sólo un sacerdote émulo suyo declarado. Los baldones y palabras afrentosas que le decían las guardias eran la música cuotidiana que le daban para alivio de su crecida pena, y sin duda fueron las que más labraron   —109→   su sufrimiento; que los hombres de honra sienten más las afrentas que cualquier trabajo corporal por grande que sea. Admiración extraña causaba a todos cómo podía mantener la vida tan largo tiempo y con tales trabajos, un hombre de casi sesenta años, sin poderse revolver en su estrecha mazmorra por lo cargado de hierros, ni alcanzar se le sirviese la bebida de la yerba del Paraguay, que quien se ha acostumbrado a ella siente más su falta que la del alimento; sólo tal cual vez, que se descuidó algo la vigilancia de las guardas, le pudieron dar un vaso de esta bebida algunas personas piadosas, que se le metieron por algún agujero en la punta de algún palo o lanza, porque de otra manera era imposible.

2. Llenose el cuerpo hasta en las mismas barbas de ciertas sabandijas que produce aquel país para ejercicio de la paciencia; llámanse allí piques, y en otras tierras cálidas de estas Indias, niguas, que penetrando por las carnes con insufrible escozor, forman en ella bolsillas del tamaño de un garbanzo, y aún mayores, en que se anidan innumerables como átomos invisibles, y en varias partes del cuerpo no es posible sacarlas sino por mano ajena; pero aun este corto alivio le negaban para que ejercitase más su tolerancia. Fuera prolijidad referir todas las miserias que pasaron por el desgraciado Reyes, de quien se admiró justamente el valor con que por más de veinte meses padeció inalterable estos rigores inhumanos, sin doblegarse jamás a cosa que desdijese de su pundonor, perseverando siempre tan sobre sí como si fuera otro el que padecía. Esta animosa constancia irritaba más a sus contrarios, porque la calificaban de soberbia y altivez, y parece tiraban a que finalizase sus miserias con la vida, ya que no se atrevían a quitársela, aunque después ya pretextaron motivos para darle garrote, y lo hubieran puesto por obra, a no haber la piedad de un caballero contenido la acelerada precipitación de sus émulos y servídole de reparo y defensa con su moderación, como veremos.

3. Eran públicas en todo el Reino estas enormes sinrazones cuyos ecos, aunque desde tanta distancia, lastimaban los ánimos en que había algún rastro de humanidad, y movieron mucho a aprontar el remedio que ofrecían las providencias dadas por el señor Virrey. En fuerza de ellas se dispuso el coronel don Baltasar García Ros a pasar cuanto antes a la provincia del Paraguay; hizo en Buenos Aires el juramento de fidelidad en manos del gobernador de dicha plaza, para recibirse luego en el Gobierno, y encaminose por Santa Fe a   —110→   las Corrientes a mediados de noviembre de aquel año de 1723. Desde dicha ciudad despachó a 14 de diciembre un expreso a la de la Asunción, con cartas para don José de Antequera, para el Cabildo en común, y para cada uno de los capitulares en particular, dándoles noticia como pasaba a aquella provincia del Paraguay con despachos del señor Virrey para obtener los empleos de gobernador y capitán general.

4. Asustose Antequera con esta noticia, como que viese próximo el fin de su anhelo gobierno, si no se valía de alguna de sus astutas cavilaciones para alargarle. La respuesta que hasta aquí habían alegado contra Reyes no era subsistente, porque era bien conocido en estas provincias el genio muy apacible, benigno y cortesano de don Baltasar, acreditado con repetidas experiencias en los dos Gobiernos que había obtenido del Paraguay, y de Buenos Aires. Con que no militaban en este caballero los temores de tiranías que alegaban para no recibir a Reyes. Pues ¿qué remedio? Entregarle el bastón era el mejor, y aun el único de que se pudiera haber valido Antequera para borrar cualquier sospecha de inobediente; pero eso ni asentaba bien a sus intereses, ni se lo representaba seguro la conciencia de sus antecedentes delitos; que quien ha delinquido con desafuero, en todo encuentra peligros, y por no determinarse a recibir algún remedio, hace su mal incurable, llegando a estado que sólo le pueden sanar los rigurosos cauterios.

5. ¿Qué haría, pues, Antequera en semejante conflicto? Apeló a su sagacidad, que no le desamparó a su parecer en lance tan apretado. Sugirió, pues, a sus parciales las especies que le parecieron más eficaces, para diferir la obediencia, pintándoselas con tal arte que les hizo creer les podrían sacar airosos de los tribunales sobre el arduo negocio de la nueva resistencia, como fue fingir a don Baltasar muy apasionado por Reyes, diciéndoles que como tal haría su causa, sin atenderles a ellos; que entraría al Gobierno, y reformando al maestre de campo don Sebastián Fernández Montiel, y a otros oficiales militares, allanaría las cosas de manera que no hubiese quien se opusiese a la restitución de Reyes, a quien entregaría el bastón, y quedarían padeciendo debajo de su tiranía; ponderó por fin, que la entrada de don Baltasar no se podía practicar sin contravenir a la provisión de la Real Audiencia de 13 de marzo de aquel año de 1723 e incurrir en la multa de los diez mil pesos, por no traer don Baltasar   —111→   los despachos del señor Virrey pasados por aquel Tribunal. Que en todo caso no convenía se les señalase por gobernador ninguno que fuese vecino o morador de estas tres provincias, porque todos serían parciales de Reyes y no tendrían la independencia necesaria; que se pidiese por gobernador a algún ministro del Reino, sin mostrar inclinación al mismo Antequera; porque con estas dilatorias lograba por otro año la retención del negro bastón que tanto apetecía.

6. Es cosa bien clara que todas estas aparentes razones eran solamente pretextos para no obedecer; pues ciertamente don Baltasar, aunque al principio fue provisto para que repusiese a Reyes, ya traía diferentes órdenes y estaba persuadido él mismo que no era conveniente dicha reposición, como consta de su informe al señor Virrey, que cita Antequera en su Respuesta impresa, número 127. Con que se convence de falso Antequera en querer persuadir a los paraguayos, que en recibiéndose del Gobierno restituiría en él a Reyes. Ni la exclusiva de los sujetos de estas tres provincias era por otro motivo, sino por temor de que viniese señalada por gobernador quien no condescendiese con sus depravados designios; porque cuando a los capitulares del Paraguay se les propuso para gobernador uno, a quien les pareció podrían manejar a su arbitrio, ningún reparo hicieron en que era sujeto de estas tres provincias, y al contrario, cuando para remediar las condescendencias perjudiciales de ese mismo gobernador, despachó el señor Virrey por su sucesor, para que le reformase, a don Ignacio de Soroeta, aunque no era vecino de estas provincias, ni había jamás estado, o vivido en ellas, tampoco le quisieron admitir, porque temieron su entereza; de manera que por lo que anhelaban era por tener gobernador a su gusto y arbitrio, pues cuando no lo era, se reparaba poco en los respetos de la obediencia debido a los ministros del Rey, nunca faltos de razones aparentes para la repulsa.

7. Así que Antequera esparció entre sus aliados, y por su medio en los demás, las razones que dijimos para inspirar la desobediencia, y viendo se recibían con aplauso, y que al fin se resolvieron en no obedecer los despachos del Superior Gobierno del Virrey, discurrió una traza para hacerse afuera de las resultas, que fue disponer se juntase Cabildo abierto, en que consultaría si era conveniente ejecutar los dichos despachos a que les previno respondiesen alegando los inconvenientes inevitables, que se seguirían de dicha ejecución;   —112→   pero para que no pareciesen ser por él inducidos a tales respuestas, le hiciesen salir de la sala del Ayuntamiento antes de dar sus votos. Y que para alucinar más a todos, se convocase a dicha Junta a los prelados regulares y al juez eclesiástico, no para vetar, sino para que fuesen testigos de la libertad con que toda la provincia procedía en aquél, sin que influyese el mismo Antequera. Estaban tan ciegos los más de los capitulares en seguir el sentir de su intruso Gobernador, que no repararon en el propio peligro a que exponían sus cabezas por complacerle, que un engaño voluntario se hace ordinariamente empeño de otro nuevo.

8. Cuadroles, pues, el pensamiento, aplaudiendo con adulaciones y lisonjas la sabiduría de su autor, a quien y a su Cabildo iba mandada precisamente la obediencia sin dependencia del común; pero a Antequera le convenía esta consulta de ceremonia para excusarse en todo tiempo, que procedía forzado de la provincia y que no estaba en su mano el obedecer. ¡Válgame Dios lo que ciega una pasión! Parecíale a Antequera que con esta Junta aseguraba su persona, y no advertía que se le mandaba obedecer absolutamente sin Junta y sin dependencia de otro. Convocó, pues, él mismo en persona para aquel Cabildo abierto, o Junta popular, a los reverendos padres maestros fray Juan Garay, prior de Santo Domingo, padre fray Juan de Montemayor, guardián de San Francisco, padre maestro fray José de Yegros, comendador de la Merced, al padre Pablo Restivo, rector del colegio de la Compañía, y al doctor don Antonio González de Guzmán, provisor y vicario general del Obispado, y todos acudieron y entraron en la sala del Ayuntamiento con los demás citados para aquella Junta extraordinaria, en la cual, según consta del testimonio del escribano público, propuso Antequera que el fin de aquella Junta y de haber convocado a ella al juez eclesiástico, y a los prelados regulares, era para que les constase la libertad de la representación del ilustre Cabildo y militares presentes en suplicar de los despachos del señor Virrey que traía don Baltasar, y les rogaba a los mismos que si su señoría los conmovía o persuadía a alguna deliberación, lo dijesen libremente. ¿Quién había de hablar en ese punto, cuando veían tan violentas como prontas las ejecuciones de su tiranía contra los que en algo se oponían a sus sediciosos designios?

9. Luego con muy estudiada y artificiosa elocuencia les exhortó a que sólo deliberasen lo que era más conveniente   —113→   al servicio de ambas Majestades y bien de la causa pública, manifestándoles su afectada independencia de las resoluciones que tomasen, y habló con razones tan adecuadas al intento que el reverendísimo Padre Prior, no sé si del todo ignorante del artificio de aquella tramoya, exclamó con admiración: Nunquam sic loquutus est homo. En este punto requirió a Antequera (como ya estaba pactado) el alcalde de primer voto don Antonio Ruiz de Arellano, se sirviese de salirse de la Junta, dejándolos solos, para que cada uno votase con mayor libertad sin recelo de su respeto. Fingió que le cogía de nuevo este requerimiento; pero obedeció con la prontitud que debiera haber obedecido al señor Virrey, y se salió de la sala, sin llevar inquieto el ánimo con la incertidumbre del suceso, como que tenía bien dispuestas las materias a favor de sus intentos.

10. Hablaron muchos con más desahogo que libertad, porque aquél agrada más en las asambleas donde se establece la desobediencia al Príncipe; alegaron los gravísimos inconvenientes que infaliblemente se seguirían de la reposición de Reyes, y que tampoco convenía entrase a gobernar don Baltasar casi por las mismas razones, y porque su entrada no era sino traza para restituir en breve a Reyes, y se arrojaron a decir estaban resueltos a perder la vida antes que admitir a éste por gobernador. De este sentir fueron todos, excepto el alférez real don Dionisio de Otazu, que dijo libremente se recibiese y obedeciese el despacho del Virrey, y repreguntado si era conveniente se repusiese a Reyes en el Gobierno, respondió afirmativamente. Con esta respuesta acabó de llenar Otazu las medidas del enojo de Antequera contra sí, declarándole por falsario, porque dos años antes había sido en la pesquisa testigo contra Reyes en algunos puntos, y ahora declaraba convenir que volviese al Gobierno, como si no se compusiera el sentir particular suyo anterior contra Reyes, con la conveniencia de obedecer las órdenes de los Tribunales Superiores. Lo cierto es que Otazu desde entonces quedó privado de su oficio, para que no hubiese un fiel que se opusiese al torrente de la deslealtad que arrebataba a los más, pues eran ciento y ocho personas de las más graduadas de la provincia las que firmaron la súplica en el Cabildo abierto que se celebró a trece de diciembre.

11. Volvió al ayuntamiento Antequera, y noticiado de la resolución de la Junta hizo con muy afectadas veras dejación del bastón, soltándole sobre la mesa capitular; pero no quisieron   —114→   los capitulares, ya prevenidos de antemano, aceptar dicha dejación, rogándole que le reasumiese hasta que llegase provisto su sucesor legítimo, declarando que no por no admitir a Reyes, ni a otro parcial suyo (todo era necesario para paliar su desobediencia), era su ánimo querer mantener al que actualmente gobernaba aquella provincia, porque enviando Su Excelencia a un señor ministro, o a otro que sea independiente de estas tres provincias y de parcialidades, le recibirían en el ejercicio de dichos cargos. Son palabras de aquel auto, en que, como se ve, no hicieron fuerza para no recibir al provisto por el señor Virrey, en que no viniese su despacho rubricado del Real Acuerdo de la Plata, y con todo eso después le alegaron a don Baltasar la Real Provisión de aquella Audiencia de 13 de marzo de 1723 para excusarse de recibirle. Así jugaban con los motivos de desobedecer, según les parecía venir más al caso. Ni era más verdadera su afectada indiferencia de recibir a cualquiera sujeto que no tuviese dependencia de estas tres provincias, pues cuando se los enviaron después, siendo tan independientes que jamás habían hollado estas regiones ni tenido con sujeto de ellas alguna correspondencia, al uno no quisieron recibir, y al otro al mes de recibido le dieron muerte alevosa, como veremos.

12. Pero como andaban ya descaminados en sus resoluciones, era forzoso no procediesen consiguientes, y se reconoció por los efectos, eran todos pretextos frívolos para no obedecer al señor Virrey, echando mano del que según las circunstancias les parecía más acomodado a sus designios, diciendo unas veces que no podían admitir al que viniese sin aprobación de la Audiencia de Charcas, aunque fuese provisto por el señor Virrey; otras, que admitirían al que despachase Su Excelencia, aunque no trajese el pase de la Real Audiencia; que era más claro decir admitirían al que les diese gusto.

13. Respondieron, pues, los capitulares a la carta de don Baltasar, que con sola la noticia de su ida se había conmovido toda la provincia (y sabiendo muy bien quiénes eran los autores de esa conmoción), por lo cual estaba muy llena de inconvenientes su entrada a ella, y le rogaban que sin salir de las Corrientes se contentase con remitirles testimonio de los despachos del señor Virrey, para responder lo que juzgasen convenir, y no pasase adelante con su entrada la alteración común. En la misma substancia escribía don José de Antequera,   —115→   y las cartas, que eran de 26 de diciembre, alcanzaron a don Baltasar en el río Tebicuary, porque sin esperar las respuestas del Paraguay había salido de las Corrientes y puéstose en camino para la capital de la Asunción. Respondió en carta de 31 de diciembre, que aunque era caso impracticado y de que no había ejemplar, despachar por delante testimonio de los despachos del señor Virrey, con que se hallaba, con todo eso a estar en paraje hábil, cual no era el de aquellas campañas, sin perjuicio de la costumbre y de lo que el derecho dispone, les complaciera gustoso; mas supuesto que iba a aquella ciudad donde tenía orden precisa de intimar las órdenes del señor Virrey, en aquel acto podrían representar lo que se les ofreciese, a que por su parte concurriría en cuanto fuese de su agrado, como no se opusiese al servicio del Rey.

14. Mucho cuidado dio a Antequera y a los capitulares la resolución de don Baltasar de pasar a la Asunción, que sin duda debían de temer hubiese muchos fieles ocultos que se le pusiesen a su lado, y quedar expuestos a pagar cuanto antes sus delitos sin poder suficiente para resistirse, y por tanto trataron de estorbar con empeño su entrada escribiéndole el Cabildo en 3 de enero de 1724, la carta siguiente:

15. «Muy señor mío: Acaba de recibir este cabildo repetida carta de V. S. en respuesta de la que le escribió, suplicándole se sirviese no entrar en la provincia por lo alterada que se hallaba con la noticia de su venida a ella, y sólo si remitiese los despachos que traía acá, para que este Cabildo cumpliese con su obligación; a que parece se niega V. S. con los motivos que deduce, continuando su viaje hasta el río Tebicuary, jurisdicción de esta ciudad. Cuya resolución motiva a este Cabildo a suplicar segunda vez a V. S. se sirva no pasar adelante, atendiendo a la unión y paz pública tan encargada a los ministros de Su Majestad, y que únicamente mira la súplica de este Cabildo, poniendo a V. S. presente todos los inconvenientes que se pueden ocasionar de persistir en la prosecución de su viaje, como le instruirán los testimonios de autos, inclusos, en cuyas circunstancias es muy de la obligación de este Cabildo prevenírselas a V. S. porque no se presuma que es oposición que hace a los despachos de Su Excelencia, sino precaver los daños que se pueden seguir, los que se evitarán con la remisión de los despachos o testimonios de ellos». Hasta aquí la carta que firmaron como alcaldes de primero y segundo   —116→   voto los capitanes Miguel de Garay y Ramón de las Llanas, cuyas elecciones había promovido mucho el mismo Antequera, por ser empeñadísimos parciales suyos, enemigos declarados de Reyes y de los jesuitas, y a propósito para cualquiera temeridad como las ejecutaron este año de 1724 en que hemos entrado.

16. A esta carta acompañaban otros papeles, y entre ellos un testimonio de tres acuerdos que había celebrado dicho Cabildo, en que desacordadamente se negaba a ejecutar las ordenes del Virrey, un auto de don José de Antequera en que prevenía a don Baltasar no prosiguiese su viaje a la Asunción y le intimaba la provisión de la Real Audiencia de 13 de marzo, citada tantas veces. Estos instrumentos encomendaron al capitán Gonzalo Ferreyra, nuevo alcalde de la Santa Hermandad, quien traía para su resguardo un destacamento de cien españoles de aquellas vecindades, todos bien armados. Con este aparato se presentó ante don Baltasar, que venía con sola la comitiva de sus criados, y le entregó cuanto se había puesto a su cuidado; pero las diligencias que con esta ocasión hizo don Baltasar mejor es oírselas referir al mismo en el informe que de todos estos sucesos hizo desde Buenos Aires a Su Majestad en 22 de octubre de 1724, y donde dice así:

17. «También me intimó (don José de Antequera) la Real Provisión de dicha Audiencia, que es la misma que va citada, y habiéndola obedecido, la reintimé y pedí su cumplimiento, pues en fuerza de ella debía ser obedecida la providencia dada por vuestro Virrey, como en dicha provisión se enunciaba, pues ésta sola subsistía ínterin vuestro Virrey resolvía, y habiéndolo hecho en los citados despachos de siete y ocho de junio, quedaba cumplida la Real Provisión. Y para que con más claridad quedasen convencidos, a continuación del mencionado auto de don José de Antequera mandé copiar el despacho de providencia y lo intimé a dicho Alcalde, para que lo intimase al mencionado Antequera y Cabildo de dicha ciudad; con cuya diligencia, e informado del Alcalde de otras órdenes, que traía secretas, para ejecutarlas, en caso de proseguir a dicha ciudad, tuve por conveniente excusar las vejaciones que el despecho con que procede dicho Antequera, sus parciales y fomentadores, me obligó a retroceder, como lo hice al pueblo de indios de Santa Rosa, doctrina de los padres de la Compañía de Jesús, de donde hice diferentes   —117→   requerimientos, a fin de que obedeciesen las órdenes superiores. Nada bastó, resultando últimamente dos autos, que me remitió don José de Antequera, y el Cabildo, desocupé los términos de la jurisdicción de aquella provincia. En cuyo estado, y justificada la resistencia que los rebeldes y desleales hacían a las órdenes de vuestro Virrey, dadas en vuestro real nombre, y que habían sublevado la obediencia, mandé agregar los recaudos, cartas y requerimientos, y procesé a su continuación sumaria contra ellos, con cuya compulsa di cuenta a vuestro Virrey, y con los originales me retiré al Puerto de Buenos Aires, a esperar las providencias que fuesen del servicio de Vuestra Majestad». Hasta aquí la cláusula de dicho informe.

18. Las secretas órdenes que don Baltasar averiguó traía el alcalde de la Hermandad, para ejecutar en caso que aquél prosiguiese su viaje a la Asunción, no he podido hasta ahora saber cuáles fuesen; pero me persuado serían semejantes a los que en tal caso habían resuelto ejecutar en la Asunción, dado que llegase allá el buen caballero, porque tenían prevenido un bote o lancha, en que meterle con buena escolta, luego que entrase a su ciudad y despacharle a la de las Corrientes, que no era poca piedad, según estaban animados contra él, y se pudieran esperar peores resoluciones. Pero lo más donoso en esta repulsa fue, que después de haberle requerido tantas veces no pasase al Paraguay, porque estaban resueltos a no admitirle, se dieron luego por sentidos de que hubiese retrocedido sin entrar a la Asunción. No pareciera creíble esta inconsecuencia, si no la comprobara su carta de 7 de enero, en que se declaran por estos términos:

19. «Muy señor mío: La de V. S. de 3 del corriente recibió este Cabildo escrita en el río de Tebicuary, escrita en respuesta de la que le escribió remitiéndole los instrumentos por donde se instruyera de los motivos que hacían inexequible la entrada de V. S. a esta ciudad, por la conmoción que había en toda la provincia con la noticia de su venida a ella a ejercer los cargos de gobernador y capitán general con las demás razones que en su confirmación ministran dichos instrumentos, los cuales, según parece, no ha visto V. S., pues dice en la suya, no hacen ni deshacen a la materia presente, siendo así que en todos ellos constan los fundamentos principales por donde V. S. como buen ministro y leal vasallo de Su Majestad debe retroceder de su empeño tan terrible. Y si V. S. los vio, y habiéndose enterado   —118→   de su contexto no le parecieron suficientes, pudo haber proseguido su viaje hasta esta ciudad, donde sin faltar a la obediencia, que siempre ha tenido este Cabildo al Rey nuestro señor, y a los demás Tribunales y ministros superiores, suplicara con la veneración debida de su cumplimiento, pues en las presentes circunstancias no se debía ejecutar otra cosa atendiendo al bien común, paz y quietud de esta provincia y conservación de sus moradores, así por las razones enunciadas, como por la parcialidad tan declarada que V. S. tiene con don Diego de los Reyes, reo capitulado, sus familiares y los demás sus fautores, y ser uno de los propuestos por ellos a Su Excelencia para reponerlo en su Gobierno, o entrar V. S. para ejercerlo, a que V. S. no satisface en su carta».

20. ¿Quién no se admirará, o reirá de este modo de proceder? Antes hace repetidas protestas aquel Cabildo de que se contenga don Baltasar, porque no conviene su entrada, de cuyas perniciosas resultas le hacen cargo; y ahora dicen que bien podía haber pasado adelante hasta la ciudad; y debió todo de ser, porque quizá sintieron malograr la ocasión de la honorífica entrada y despedida que le tenía dispuesta su buena voluntad. Pero enmendaron presto esta inconsecuencia en el último auto de 22 de enero sobre esta entrada, el cual proveyó el Cabildo para que resueltamente se le intimase la salida de la provincia, dejándola en paz y quietud, en ínter que los Tribunales Superiores determinan lo que tuvieren por más justo. Así jugaba con sus decisiones aquel ilustre senado, tirando sólo a mantener en la apariencia el crédito de obedientes, y apartar lejos de sí la merecida infamia de desleales, porque ninguno lo es tanto que lo quiera parecer.

21. Por fin don Baltasar, viendo que cuantas diligencias había hecho no reducían a Antequera y al Cabildo a la debida obediencia, trató de retirarse; pero antes conociendo quedaban expuestas nuestras cuatro reducciones inmediatas al Paraguay a las vejaciones del intruso Gobernador y sus parciales, y que corrían grande riesgo de padecer alguna violencia por el odio y pasión con que miraban a aquellos indios, ya por ellos mismos, ya por ser doctrinados de los jesuitas, y cuando menos era muy de temer que viniesen a amedrentarlos con gente armada, le pareció conveniente remitiese el padre provincial Luis de la Roca algunos soldados de los otros pueblos, para que con los propios de los cuatro   —119→   atendiesen a su defensa coadyuvando su representación con los motivos que su señoría le expresa en su carta de 28 de enero, porque (dice) «en cualesquiera de estos modos que tomare (Antequera de molestarlos) tengo por cierto logrará la indefensión de estos pueblos con muy lamentable daño de los pobres indios y que no quiera Dios se malogre a lo menos la gente nuevamente convertida; que ésta a la vista de cualquiera demostración se podrá volver a su naturaleza a vivir en la gentilidad, y esto será muy lamentable y lastimoso y notorio deservicio de Dios y del Rey, habiéndose tenido el regocijo de ver a costa del incesante trabajo de los religiosos de la Compañía de Jesús sacadas de las montañas y reducidas a nuestra santa religión cristiana más de quinientas almas que residen en el pueblo de Nuestra Señora de Fe, instruidos en la doctrina cristiana, prudentemente se debe recelar en cualquiera demostración que vean ejecutar, se malogren, porque ésta, como gente que no está hecha a ver armas y soldados, no es dudable la novedad que les causarán estos estrépitos; a cuyo reparo, en ínter que se toma otra providencia, deberá V. Rma. acudir con la mayor brevedad que requiere materia de tanta urgencia, ayudando a estos pueblos por ahora con quinientos hombres de estas doctrinas, con las armas de fuego que se pudieren, para que auxiliados éstos con ésos puedan impedir cualquiera ejecución, pues ha llegado el tiempo que precisa la defensa natural».

22. No obstante este grande riesgo que representaba el señor don Baltasar le suplicó el dicho Padre Provincial no se hiciese por entonces la novedad de poner en aquellos pueblos soldados de los otros, para que no tuviesen los vecinos del Paraguay el más leve pretexto de que asirse para decir que por parte de su señoría se intentaba guerra, y sus razones obligaron a don Baltasar a desistir de su empeño. No he podido ver la carta del Padre Provincial, que era de 4 de febrero, porque la cogió Antequera entre los demás papeles de don Baltasar, como diremos adelante; pero consta claramente lo dicho por la respuesta de dicho don Baltasar al mismo Padre Provincial, que es de 9 de febrero; donde entre otras cosas dice así: «El dictamen de V. Rma. en cuanto al socorro de indios, para reparar las hostilidades que se podían temer en estos cuatro pueblos, es tan acertado como prudente, en que no se haga novedad alguna, y créame V. Rma. he sido siempre de este parecer, pero instado   —120→   de quien padece algún terror pánico, hice a V. Rma. tal propuesta, y así quede sentado que no se haga novedad alguna».

23. Por aquí se conocerá con cuán poca verdad pretendió Antequera entonces y después en su Respuesta impresa, calumniar a los jesuitas de que ellos habían levantado y promovido la guerra contra el Paraguay, asiéndose de aquí para expulsarlos de su colegio, pues la cabeza de la provincia, que es quien gobierna las operaciones de los nuestros con tanta dependencia, como es constante a todo el mundo, estaba tan ajeno de que hubiese guerra, que aún hace diligencias para que no se levanten soldados, cuando se juzgaban tan necesarios para la defensa natural. ¿Cuántas mayores las haría para que no se hiciese guerra ofensiva? Los medios de que se valió el padre rector del Paraguay Pablo Restivo, para evitar la misma guerra, constan de sus cartas, que se sirvió Antequera de insertar en sus autos y en su Respuesta impresa, números 162 y 225. Esto era lo que diligenciaban los superiores, ¿pues cómo se calumnia a los jesuitas de lo contrario, fingiéndolos autores y promotores de la guerra ofensiva contra la provincia del Paraguay?

24. Ásense nuestros émulos de una o dos cartas de particulares sujetos de la Compañía, que, aún dado caso trataran de eso, nada suponían para el intento, pues en la Compañía, como y más que en cualquiera otra religión, no disponen los súbditos, sino los prelados. Pero a la verdad aún dichos particulares en aquellas cartas que se alegan no promueven la guerra, sino que mandada por el señor Virrey, y siendo ya forzosa por la rebeldía de los paraguayos declarada, insinúan solamente cómo se pueda concluir sin tanta efusión de sangre de los pobres inocentes indios, que miran y aman como a hijos en Cristo, aunque cueste alguna conseguir victoria de los rebeldes, para evitar el daño y ruina de los pueblos que tienen a su cargo en la prolija dilación de la campaña; y sólo la cavilación maligna de nuestros perseguidores pudo inferir de aquellas cartas que los nuestros promovían o encendían la guerra.

Hubieran querido Antequera y sus secuaces que complicándose los jesuitas en su inobediencia y rebeldía, se hubiesen negado a dar para la guerra los indios de sus pueblos, que mandaban resueltamente se diesen el señor Virrey, y sus ministros subalternos, quienes son los que tienen el mando y jurisdicción legítima sobre dichos pueblos, que   —121→   están encargados a nuestra enseñanza, y el haber obedecido los jesuitas a los superiores legítimos, dando la gente necesaria para avasallar la rebeldía de los paraguayos, llaman ellos principio y promoción de la guerra, y a los que obedecieron, como debían en conciencia, incentores de ella. Si esa obediencia merece tal nombre, llamen en hora buena autores de ella, promotores y fomentadores a nuestros misioneros, que ésa que ellos quieren pase por infamia, es la más calificada ejecutoria de su crédito y el más esclarecido blasón de su lealtad constante al Rey nuestro señor en sus ministros, gozándose de verse perseguidos y calumniados por ejecutar con pronto rendimiento los mandatos del Príncipe intimados por los que ocupan su lugar, y representan su real persona en este nuevo mundo, tan poco arrepentidos del que los paraguayos fingen delito, que están prontos a repetirle siempre que lo pidieren el carácter y la obligación de leales y favorecidos vasallos de su rey natural.

26. Pero dejando este punto, es bien advertir antes de la vuelta de don Baltasar a Buenos Aires, que todo el tiempo que gastó en estas diligencias hubo bien fundadas sospechas de que Antequera maquinaba alguna traición contra su persona, para prenderle y llevarle a acompañar a Reyes en las miserias de su calabozo, enviando secretamente para ese efecto alguna gente que asaltase de noche el pueblo de Santa Rosa, donde se mantuvo lo más del tiempo, y se apoderase de su persona. A medida de las sospechas era la vigilancia en dicho pueblo, que por esta razón se tenía cercado de una fuerte palizada y guardado de indios en centinela. A la verdad no parece intentó de hecho tal prisión Antequera, pero ninguna cautela juzgaban ociosa los prudentes a vista del temerario atrevimiento y sobrada astucia de los antequeristas, como se había experimentado en la prisión de Reyes, y en lo que al mismo tiempo de hallarse don Baltasar empleado en estas diligencias y metido entre estos recelos, habían intentado otros del Paraguay en la ciudad de Santa Fe.

27. Porque hallándose en ella don Carlos de los Reyes, hijo del gobernador preso, entendiendo en el embargo de la hacienda de Antequera, para recaudar los bienes de su padre, despachó el dicho Antequera en una lancha algunas personas armadas, que con la misma traza que a su padre le prendiesen; pero la suerte dichosa de don Carlos fue que, avisado de su riesgo, pudo evitarle, asegurando su persona   —122→   con el auxilio del teniente de Gobernador en dicha ciudad don Francisco Ciburu; con que se hubieron de volver vacíos y burlados, aunque no perdieron del todo el viaje, porque lograron por medio de sus confidentes en aquella ciudad introducir secretamente y dar paso a Francisco Matallana, secretario de Antequera, quien le despachaba a la Real Audiencia con mucha papelera para apoyar sus erradas operaciones y traer resultas favorables; pero Matallana, tocando por experiencia cuán de otro semblante estaban las materias, de cómo se las pintaba la fantasía a Antequera, jamás quiso volver al Paraguay. Volviendo a las misiones, de donde nos sacó el peligro de don Carlos de los Reyes, digo, que aquellas y otras temerarias resoluciones de Antequera y los suyos tuvieron en continua vigilancia a nuestros cuatro pueblos, especialmente el tiempo que en sus cercanías anduvo don Baltasar, quien entrada Cuaresma, viendo no conseguía otra respuesta del Cabildo de la Asunción ni de Antequera sino cartas poco atentas, desamparó la jurisdicción del Paraguay y se restituyó a Buenos Aires.



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ArribaAbajoCapítulo IX

Crece el odio de don José de Antequera contra la Compañía, hace grandes amenazas a los jesuitas por sí o por sus aliados, si obedecen al virrey del Perú; descártase de los sujetos, que por su fidelidad le podían dentro del Paraguay dar cuidado, y despacha el Virrey nuevas órdenes para reducir aquella provincia a la debida obediencia a su Rey.


1. Sabida en el Paraguay la retirada de don Baltasar a Buenos Aires, no cabían en sí de gozo Antequera y sus parciales, imaginándose ya dueños del campo, porque creyeron al principio que ni ese caballero, ni otro volvería con semejantes despachos, confiados en que sus aparentes razones serían atendidas. Sin embargo, no les duró mucho este gozo, porque los malsines enemigos de la Compañía les llevaron nuevos chismes mezclados con muchas mentiras contra los jesuitas, publicando que don Baltasar disponía en las misiones gente de guerra, para entrar por fuerza de armas en el Paraguay, y aunque para certificarse de la verdad despachaba por todas partes espías, que volvían con el desengaño de estas aprehensiones, con todo no le daban lugar la conciencia de sus delitos, su soberbia y su interés, para sujetar el juicio a la razón y desengañarse; antes viendo que todos los obedientes al señor Virrey y los que traían sus despachos, hallaban puerto seguro en dichas misiones contra las furiosas olas de su indignación, levantaba más el grito contra los jesuitas. A que se añadía la persuasión, en que estaba muy fijo, de que tan repetidos despachos, que llegaban de Lima, y en tan breve tiempo, no podían correr por otras manos que por las nuestras, como si no fueran incomparablemente más largas y poderosas las de Su Majestad, que en fuerza de su soberanía alcanzan a todas partes con la mayor brevedad.

2. Ya en su casa y aun en lo público no se oían más conversaciones que contra la Compañía, despedazando con desahogo aplaudido su buen nombre, y fiscalizando sus más   —124→   santas obras, pues aun la de haber acabado de convertir el celo de nuestros misioneros cuatrocientos infieles tobatines, que sacaron de las selvas por el diciembre de 1723 y agregaron al antiguo pueblo de Nuestra Señora de Fe, la pintaban con tales coloridos, que parecía injusticia manifiesta contra aquellos pobres gentiles, divulgando que por fuerza los habíamos extraído del Tarumá, su nativo suelo. Decían la verdad, sin saber lo que se decían, ni querer decirla porque es cierto abandonaron su patrio albergue por fuerza, no extraña, sino interior, que hizo en sus corazones la predicación de los misioneros, y la caridad y celo con que los vieron exponerse a grandes trabajos y peligros por sólo el fin heroico de traerlos a la senda derecha de la ley divina. Si esta acción gloriosa así se calificaba, ¿con qué colores se pintarían otros indiferentes, que dejaban abierta puerta a la cavilación de lenguas maldicientes?

3. Con las murmuraciones iban envueltas las amenazas, de que habían de destruir aquel colegio y asolar las misiones, si se daban indios a don Baltasar, para ir con fuerza a intimar los despachos y hacerlos obedecer. Publicaban que no temían a dichos indios, aunque les quedaba otra cosa en el corazón. Jactábase Antequera, que podría poner luego en campaña cinco mil soldados, que conquistasen un reino, cuanto más indios cobardes; y por tener prevenidos y alentados a los suyos, todo era tratar de disponer pertrechos y municiones, y se sabe que a 17 de enero de 1724, cuando se mantenía aún don Baltasar en aquellos países tenían ya hechas cincuenta mil balas. Y al afligido Reyes, ¿qué suerte le cabría en esta tragedia? Amenazaban en público sin recelo, que lo mismo sería tener noticia de venir don Baltasar con gente armada, que meterle por el pecho cuatro balas, y salir a la defensa de la patria con ese enemigo menos; y hubo varios tan temerariamente osados, que haciendo públicamente una cruz con la espada en la pared, juraron por ella de ejecutarlo así al pie de la letra; aunque otros más arrojados, pareciéndoles esa mucha dilación, quisieron abreviar el plazo, intentaron una noche abrir un agujero al calabozo para darle un balazo, lo que impidió Antequera, porque fueron sentidos, y no le estaba bien por entonces aquella muerte; pero como en las amenazas hallaba conveniencias, estaba tan lejos de atajarlas, que antes cada vez se hacían con mayor desenvoltura; porque el deseo de dar gusto a quien gobierna es en la gente ruin motivo muy poderoso   —125→   para la temeridad y a costa de los pacientes hacen su ruindad más atrevida, especialmente si ven que no se atajaron sus desafueros.

4. Por esta razón era la guerra de las amenazas más declarada contra los jesuitas, haciéndolas en público cuantos querían, como que conocían era hacer obsequio a Antequera, y éste por medio de terceras personas procuró intimidarnos, enviando entre otros al alcalde Ramón de las Llanas, su más íntimo confidente, a que nos dijese demolería el colegio, y nos desterraría de la provincia, arrojándonos a las tierras de los guaicurús, bárbaros cruelísimos, enemigos jurados del nombre cristiano, para que ensangrentasen su venganza en nuestras vidas, si saliesen verdaderas las voces que corrían, de querer don Baltasar introducirse en la provincia con gente de guerra sacada de nuestras misiones. Ningún instrumento mejor pudo escoger Antequera para aquel oficio que al dicho Alcalde, porque como trasladado de su suerte inferior y ruin a la superior de Padre de la República, que no tenía merecida, no había trocado la condición con la suerte, sino entronizado su ruindad en el puesto, para hacerla más atrevida, procediendo en sus amenazas con tanto desenfado, que mejor les llamáramos desvergüenza. Con ella, pues, dijo todo lo expresado al padre Antonio Ligoti, digno por su nobilísimo nacimiento, de que le tratase con las más respetuosas atenciones, y reprimiendo el justo enojo que le causó ver la avilantez del hombre soez, le replicó pacífico que, aun dado caso fuese delito el dar los padres misioneros la gente de sus pueblos por orden del señor Virrey, por qué razón habían de pagarle los sujetos de aquel colegio, quienes en nada habían cooperado, como a ellos les constaba con bastante certidumbre. Satisfizo a la réplica el Alcalde con el cuentecillo del loco, que mordido de un perro y volviendo a vengarse de él con una pesada piedra, no hallándole la empleó en otro de su mismo color. Dijéronle por qué castigaba a aquel inocente animal, que en nada le había ofendido, habiendo sido otro el que lo mordió. Y respondió como quien era, que bastaba para ser blanco de su venganza que fuese del mismo pelo. Dicho esto, añadió con desvergonzada lisura el Alcalde: Padre Antonio, aplique vuestra paternidad el cuento, y verá como viene a pelo. E infiriera yo de él lo que pasó en la realidad, que obraron como locos en nuestra expulsión.

5. Cuán verdadero fuese el dicho del padre Ligoti, de que los   —126→   sujetos de aquel colegio no hubiesen cooperado a la guerra, o a que se diesen indios para ella constaba muy bien en primer lugar a don José de Antequera, y por relación suya a sus parciales, porque había leído la carta firmada de todos los sujetos de aquel colegio y escrita al padre provincial Luis de la Roca, la que trae a la letra el mismo Antequera en su Respuesta impresa, número 225. Es su fecha de 7 de diciembre de 1723 y en ella dándole parte del peligro inminente que corría dicho colegio, por la resolución en que se hallaban los antequeristas de destruirle, si los misioneros jesuitas diesen los indios por mandado del señor Virrey, ruegan encarecidísimamente a dicho Padre Provincial dificulte de su parte el concederlos cuanto fuere posible y cupiere en los límites de la obediencia. Esta carta escribió el padre rector Pablo Restivo sin ánimo de mostrársela a Antequera; pero reconociendo que sin licencia suya no la dejarían pasar las guardas con que tenía tomados todos los caminos, fue dictamen de los padres consultores de aquel colegio, con quienes la confirió (como que la habían de firmar con todos los demás sujetos del colegio) se le mostrase a dicho Antequera, para que diese la licencia de remitirla sin embarazo.

6. Leyola Antequera, y no sólo la leyó, sino que se quedó con copia de ella, y dio parte a sus secuaces de su contenido, como de noticia muy grata y conducente a los intereses de su facción. Por donde se ve más claro que la luz, les constaba que los jesuitas de aquel colegio no tenían arte ni parte en que se diesen los indios; pero, con el apoyo de la autoridad irrefragable de un loco les bastaba ser del mismo pelo aquellos jesuitas que los de las misiones, para que padeciesen los unos lo que quisieran y no podían ejecutar en los otros. A la verdad, Antequera estaba muy persuadido que principalmente el dicho Padre Rector le estimaba muy de corazón, y no cooperaba a cosa contra su persona e intereses, como lo muestra en su Respuesta, número 162, donde copiando otra carta suya escrita a don Baltasar, aconsejándole no moviese las armas contra la ciudad de la Asunción, la adiciona con esta nota al margen: Capítulo de carta del verdadero Religioso Pablo Restivo.

7. Ni manifestó menos esa persuasión que tenía de su sinceridad, otro caso que sucedió al tiempo que la primera vez iba don Baltasar al Paraguay, porque como se atildaban las más menudas acciones de los jesuitas, viendo que un día había entrado dicho Padre Rector en casa del arcediano don   —127→   Matías de Silva, comisario del Santo Oficio, y tío de la mujer don Diego de los Reyes a cierta diligencia inexcusable, fueron luego las espías secretas a dar aviso a Antequera, y glosando la visita sus confidentes con toda su malignidad en una de sus murmuraciones, le persuadían que la amistad de los jesuitas de aquel colegio con su señoría era fingida, y que en lo interior eran amigos de Reyes, aunque en lo exterior con afectada política simulaban ser amigos de todos, y estar neutrales en estas diferencias. Atajoles entonces Antequera, y volviendo por el Padre Rector, dijo: De los demás bien pudiera ser creíble lo que ustedes dicen, pero del Padre Rector no se puede presumir eso porque tiene corazón ingenuo y nada doblado, y no obrará por cuanto hay contra lo que siente. Tan persuadido estaba de la sinceridad de dicho Padre Rector y, por consiguiente, vista su carta, de que no cooperaba a la guerra.

8. Pero con todo eso proseguían las amenazas de asolar el colegio y expulsarnos, no contentándose ya con hacerlas por tercera persona, sino aun en cierto modo por sí mismo, porque en la ocasión que leyó la carta referida del Padre Rector para el Padre Provincial, en que individuando las amenazas expresaba también la de asestar cuatro piezas de artillería contra nuestro colegio para derribarle, si daban nuestros misioneros los indios, pasó Antequera por todas las demás contenidas en la carta sin tropiezo, y sólo reparó en esa circunstancia, diciendo: Esto no, Padre Rector, eso no tendrán ánimo de efectuarlo, diranlo solamente «ad terrorem». Así consta por carta del mismo Padre Rector de 8 de junio de 1724; por donde se ve aprobaba todas las demás conminaciones que se hacían para aterrar los ánimos de los nuestros, pero tan lejos de conseguirlo como lo manifiesta la respuesta, que dio el padre provincial Luis de la Roca al exhorto en que le pedía el señor don Bruno Mauricio de Zavala, gobernador de Buenos Aires, diese dos mil indios para hacer obedecer los despachos del señor Virrey, diciendo los daría prontamente como se le mandaba, pues «por no faltar un punto a la fidelidad del leal vasallo de Su Majestad, que Dios guarde, y al debido rendimiento a sus ministros en la ejecución de sus órdenes, tendría por bien empleada la ruina del Colegio de la Asunción, y miraría con apacible semblante la hoguera en que se abrasasen sus haciendas y aun se calentaría con mucha paz a sus llamas».

9. Con este gusto y alegría obedeció nuestro provincial a las   —128→   órdenes de los ministros reales; pero eso mismo era lo que más sentían Antequera y sus parciales, y quisiera aquel errado caballero, si pudiese atraer a su dictamen al dicho Padre Provincial, por lo cual deseaba grandemente que fuese a visitar el colegio de la Asunción, para lograr la ocasión de hablarle y persuadirle; mas su reverencia, reconociendo el peligro de su ida en aquellas circunstancias tan vidriosas, omitió por entonces la visita, y evitó el encuentro y la ocasión de que se desazonase más, oyendo de su santa entereza las cosas, que por razón de su ilustre sangre (era hijo del príncipe de Roca Fiorita en el Reino de Nápoles) y notoria religión, venerada de todo género de personas en todas estas provincias y en el Reino de Chile (donde fue tres veces provincial), debía decirle en orden a que no amancillase su crédito con el feo borrón de desleal a su rey.

10. Sintió Antequera vivamente haber perdido este lance de ganar un valedor más de su error, porque era tan vana la confianza que tenía de su elocuencia o bachillería, que se jactaba de que le hubiera atraído a su dictamen, y pasaba también a decir que si llegara a avistarse con don Baltasar García Ros, no dudaba le dejaría enteramente convencido de que en su repulsa había obrado el mismo y el Cabildo como fieles vasallos del Rey, y obrado a favor de su reputación, cuanto pudiera esperar del amigo más íntimo y apasionado. ¡Estupenda presunción! Sin duda que imaginaba a este caballero tan poco avisado, como los que tenía embaucados con sus artificios o a la constancia integérrima de nuestro provincial tan fácil de conquistar como la de los que ciegos le seguían; pero en ambas cosas vivía tan engañado, como en otras de sus operaciones.

11. Ofreciósele a Antequera en este tiempo una bella ocasión para descartarse de algunos sujetos del Paraguay, que traían con sobresalto su cuidado, y en ejercicio su vigilancia, receloso de que si por parte del virrey del Perú se movían armas contra la provincia para reducirla por fuerza a obedecer, o serían fieles y diligentes espías de sus designios, o al mejor tiempo apellidarían la voz del Rey y volverían las armas contra los rebeldes de su partido a favor de la lealtad. La ocasión no pudo ser más a su gusto, porque habiéndose poblado los portugueses en el Montevideo, y héchose forzoso su desalojo por violencia, demás de ordenar el gobernador don Bruno Mauricio de Zavala bajasen a esta función militar dos mil indios de nuestras misiones, como   —129→   acudieron con su acostumbrada puntualidad, requirió a Antequera, que según las cédulas que sobre este asunto tiene libradas Su Majestad, despachase doscientos y cincuenta españoles de su Gobernación para el mismo desalojamiento. Vino en ello gustoso, y dando sus órdenes a los cabos militares de su satisfacción, dispuso con ellos alistasen todos aquellos que al mismo Antequera se le hacían sospechosos, y ellos fueron principalmente los que llenaron aquel número; con que cumplió con el requerimiento del gobernador de Buenos Aires, y quedó libre del cuidado que le daba o la fidelidad, o la menos resuelta declaración de aquella gente por su partido.

12. Y en esta ocasión fue cuando, para animar a sus aliados y aterrar a sus contrarios, hizo más vana ostentación de sus fuerzas, para resistir o cualquier empeño, que se hiciese por parte del señor Virrey, publicando por todas partes le hacía ninguna falta la gente que despachaba a Montevideo, pues tendría prontos en cualquier tiempo cinco mil soldados españoles para cualquier lance improviso, en que tomarían gustosos las armas a su favor, pudiendo recoger mayores fuerzas si lo requiriese la necesidad. Ni se descuidaba Antequera en ganar las voluntades de esa gente, asegurándoles que, en caso de ir contra su provincia indios, lograrían la ocasión, que tanto han deseado, de apoderarse de los pueblos de nuestras misiones, y arrojar de ellos a los jesuitas que se los tenían usurpados, privándoles del derecho de sus encomiendas, que les restituiría y entregaría los curatos a clérigos de la provincia, con que quedarían libres del yugo con el cual los tenían oprimidos los jesuitas, y juntamente acomodados sus parientes o paisanos; fuera de que en el saqueo sería para todos opulento el botín que hallarían en premio de su valor. Por este camino quedarían dueños absolutos de su provincia, saldrían de su lacería y se verían ricos y acomodados. Estas cosas se trataban en las conversaciones, éstas promovían los parciales de Antequera, éstas publicaban por todas partes, sobre éstas discurrían con sumo gusto y éstas daban por hechas sin la menor duda, como si fuera tan fácil ejecutarlas como decirlas.

13. Con estas noticias divulgadas por los del Paraguay, se regocijaban los antequeristas, que había esparcidos por estas tres provincias, y las celebraban gustosísimos, como victoria conseguida ya contra la Compañía, y con ellas mismas es increíble cuánto se alentaba el vulgo del Paraguay,   —130→   y los que no lo eran, a emprender la defensa de Antequera, porque a todas daban tan entero crédito, que no faltó la mujer de un Zebedeo, madre de cierto clérigo del Paraguay, que confiada en el valimiento que su hijo tenía con el gobernador, se adelantó a interponer ruego para que le acomodase en uno de los mejores curatos que se quitasen a la Compañía, y como Antequera era muy desemejante a Cristo, no supo decir el nescitis quid petatis, sino que otorgó sin dificultad la gracia, porque le costaba tan poco como el hablar. También algunos de los eclesiásticos asintieron totalmente a estas promesas fantásticas, e hicieron no poco daño con sus sugestiones, conmoviendo los ánimos a favor de Antequera, y en contra de los jesuitas y de sus afectos. Ni faltaron religiosos, que se declarasen por el mismo partido, olvidados de sus obligaciones, y sembrasen cizaña con sus persuasiones y cartas, de que se pueden ver algunas en la respuesta impresa de Antequera en los números 301 y 302, adonde remito al lector, y otra de otro religioso natural del Paraguay, pero residente en país bien distante, en que le debían los jesuitas estas afectuosas cláusulas: «Audite hoc omnes gentes, y entiendan los paraguayos y acaben de entender que los theatinos son los que la (ciudad de la Asunción) han descaecido de la grandeza de su fundación». Cuando había esta levadura, ¿qué mucho se avinagrase contra la Compañía de Jesús toda la masa del pueblo, que se halla de suyo siempre con la mejor disposición para estas malignas impresiones?

14. Esforzaba también Antequera sus artes, para zanjar más su autoridad entre aquella gente, fingiendo a ese fin se hallaba con especiales comisiones y poderes, que no convenía por entonces manifestar hasta tiempo oportuno, lo cual expresaba con palabras enfáticas, que diesen a entender se ocultaba algún misterio, como quien quisiera declararse, y no podía por la obligación del secreto; y sólo se daba a entender con afectado arqueo de cejas y mano al pecho, ademanes con que avivaba la fe de aquellos pobres hombres, en que tenía especial arte, y les hacía venerar sus sacramentos.

15. Por estos medios consiguió le respetasen como archivo de los Secretos Reales, y único intérprete de la mente de Su Majestad, para que les recordaba al disimulo lo que en otros tiempos les había dicho de cuán familiarmente le había tratado el Rey nuestro señor, quedando muy enterado de quién era don José de Antequera, y con gran concepto de   —131→   su persona, cuyas letras y sabiduría profunda decía haber también experimentado el confesor de Su Majestad, quien admirado de sus noticias escolásticas y judiciales, informado de su ilustre nobleza, le quedó sumamente afecto para favorecerle en cuanto ocurriese, y no menos otros grandes señores de los más inmediatos a la persona real.

16. Con estas patrañas traía embelesados a sus oyentes, quienes de sus pláticas salían persuadidos de que en cualquier empeño en que los metiese Antequera, podrían entrar seguros de que lo sacaría con bien sola su autoridad. Sólo quien conoce el genio de aquel vulgo puede concebir cabalmente la impresión que harían estas ficciones, con las cuales entre gentes más avisadas se expusiera su autor a ser escarnecido; pero la sagacidad de Antequera les tenía bien tomado el pulso, y dioles por el lado por donde previó que había de hacer operación.

17. Ganados, pues, los ánimos, todo eran prevenciones militares en el Paraguay, para rebatir la fuerza que se les quisiese hacer, ni se trataba de otra cosa que de aprestos de guerra, encendidos en deseos de acreditar cada uno su valor y su fineza; y estos ardores marciales creyeron algunos eran cumplimiento del pronóstico que hicieron de un cometa, que el año antecedente por el mes de octubre, cuando se empezaron a alterar más los ánimos, apareció en aquella provincia. Su figura era muy parecida a la de una antorcha encendida de bastante longitud, y muy roja, indicante de su naturaleza de Marte colérico y belicoso, y de maligna cualidad. Al observarle algunos, quedaron persuadidos era voz del Cielo, con que pronosticaba los efectos sangrientos de una guerra que se encendía para abrasar a aquella provincia, y no se engañaron, porque sucedió como lo imaginaron. Si hubieran los paraguayos prestado atención a esa voz, se hubieran reducido a la obediencia debida, para evitar tan lastimosas resultas; pero, absortos en su pasión no les quedó advertencia, sino para maquinar los medios de perderse, y destruir por el mismo camino que procuran destruir a sus contrarios.

18. Íbase ya acercando esa infeliz coyuntura, y las materias se fueron disponiendo de manera que al fin se hubo de llegar al tiempo de la guerra. Fue el caso que recibió el Virrey los autos y querella que por parte de la ciudad de las Corrientes se presentaron en aquel Superior Gobierno contra Antequera y los agresores, que violaron el sagrado de su   —132→   ciudad para extraer preso a Reyes, y conferido este escandaloso atentado en el Real Acuerdo, se resolvió Su Excelencia a dar la providencia, que se reconocerá mejor por la copia de su carta, que hablando con el gobernador de Buenos Aires don Bruno Mauricio de Zavala, dice así:

19. «Señor mío: Por la carta que recibo del señor don Esteban de Urizar, gobernador de las provincias del Tucumán, de 4 de octubre de 1723, y por las que incluyó en ella, he llegado a entender los excesos, y desafueros cometidos por el señor don José de Antequera, protector de los naturales de la Real Audiencia de la Plata, especialmente en la prisión, que ejecutó en don Diego de los Reyes Valmaseda, estando en la ciudad de las Corrientes de la jurisdicción de V. S. sin requerirle para ella, introduciendo tropas de gente armada a deshora de la noche para conseguir tan violento e irregular intento, de que se pudo inferir que se propasase al execrable arrojo de quitarle la vida, o por lo menos oprimirle con las más crueles extorsiones, que le sugiriese el encono de sus enemigos, o el injusto empeño de su arrestada persecución. Y considerando la inobediencia y contumacia que ha manifestado este ministro a las repetidas órdenes de este Superior Gobierno, que se hallan aprobadas con la real deliberación de Su Majestad en sus recientes despachos, y el atentado que cometió contra el respecto de la jurisdicción, que V. S. ejerce en esas provincias, y gravísimos perjuicios que resultan contra la paz pública de ellas, y de las del Paraguay, viendo frustradas y sin efectos las providencias que para el reparo de estos daños tengo dadas en las antecedentes provisiones, y que se necesita de aplicar otras más eficaces y severas, he resuelto librar la sobrecarta que acompaña a ésta, dirigida a V. S. la ejecución con las precauciones que en ella se expresan, y tendrá V. S. presentes en orden a su más exacto y puntual cumplimiento, como lo debo esperar del acreditado celo y acertada conducta de V. S. en negocio de tan importantes consecuencias, pues para el más pronto remedio de ellas no puede ocurrir otro más oportuno, ni de mayor confianza mía, interesándose el real servicio y el bien público de esos dominios, en dejar refrenado tan escandaloso orgullo, y pacificados esos dominios con el debido escarmiento de los delincuentes que los han ocasionado. Y así confiero a V. S. todas mis facultades con plenísima comisión, para que practique en el uso de ellas todo lo que   —133→   juzgare conveniente público estado de esas provincias, reduciendo al dicho ministro, y a los habitadores de ellas a la obediencia y subordinación, que deben a las órdenes de Su Majestad, y del Virrey que le representa. Y en cuanto a los medios conducentes a este fin, los arbitrará y ejecutará V. S. como que puede hacerlo con su celosa dirección, y con más inmediato conocimiento de los sucesos. Y sólo en caso de haberse alejado mucho de esas provincias el señor don José de Antequera, acercándose o internándose en las del Tucumán, cometo al Gobernador de éstas la observancia de la referida sobrecarta, y de todo lo que en ella se contiene. Y espero que V. S. sabrá en todo desempeñar el gran concepto, que generalmente han sabido conciliarse sus operaciones y que me participará las noticias de lo que resultare, para que yo las tenga entendidas, y pueda con ellas pasar a la determinación de todo lo demás, que concerniere a este expediente. Guarde Dios a V. S. muchos años.- Lima, 11 de enero de 1724. B. L. M. de V. S. su servidor y afecto. Fray Diego, arzobispo. Señor don Bruno de Zavala, gobernador de Buenos Aires».

30. La sobrecarta de la Real Provisión, que acompañaba a esta carta del señor Virrey, contenía diferentes providencias que, por evitar la prolijidad de insertar toda la copia, expresaré con las palabras con que don Baltasar García Ros las declara compendiosamente en el citado informe de 22 de octubre de 1724, que remitió a Su Majestad con los autos sobre este ruidoso negocio.

21. «En cuyo despacho (dice) fue servido vuestro Virrey a la vista de los excesos y escandalosos estragos ejecutados de don José de Antequera y resistencia que ha hecho con desacato a las facultades propias de vuestro Virrey, y vulnerado sus providencias, mandar que con auxilio de las justicias y militares de ellas, pasase a la provincia del Paraguay don Bruno de Zavala, gobernador y capitán general de ellas, y que de hallarse manteniendo el sobredicho Antequera en los empleos del Gobierno, y capitanía general de dicha provincia aprehendiese su persona, y asegurado con guarda de ministros u otras personas, fuese remitido a aquel Superior Gobierno a su costa y expensas, embargándole todos sus bienes, haciendo todas las pesquisas necesarias para descubrirlos, castigando y escarmentando a los rebeldes y desleales, hasta dejar aquellas provincias pacificadas y reducidas a los dominios de V. Majestad, y que   —134→   los costos que se hiciesen en esta expedición, se regulasen a costo de los rebeldes, dando cumplimiento a las repetidas providencias que en esta razón se había expedido en diferentes tiempos, de manera que quedasen ejecutadas, y don Diego de los Reyes en el uso y ejercicio del gobierno de aquella provincia en virtud del reciente despacho de V. Majestad, en que se hallan aprobadas por vuestra real benignidad las providencias dadas en esta razón por vuestro Virrey, confiriendo para su ejecución toda la comisión y facultad necesaria al mencionado don Bruno de Zavala y que en caso necesario pudiese nombrar otros ministros que lo ejecutasen. Y que por cualquier legítimo impedimento del dicho don Bruno, pasase yo como teniente de rey, y subalterno del Gobierno, y capitanía general de estas provincias del Río de la Plata, a poner en ejecución el referido despacho, y los demás que había librado a este fin, confiriéndome para el caso las mismas facultades sin limitación alguna. Y por hallarse a esta sazón vuestro gobernador don Bruno de Zavala con legítimo impedimento para practicar las órdenes de vuestro Virrey, y estar en virtud de órdenes de Vuestra Majestad fortificando el puerto de Montevideo, del cual acababa de expulsar a los portugueses, que intentaron poblar aquel terreno, y fortificarse en él, introduciéndose a los dominios de Vuestra Majestad, y con tan legítimo impedimento a continuación del despacho de vuestro Virrey, proveyó auto, remitiéndome el mencionado despacho, para que pasase a darle cumplimiento, mediante el referido impedimento, con que se hallaba en la situación de aquella fortaleza, y depender de ella la defensa de estas provincias, y haber yo entendido en el cumplimiento de los anteriores despachos de vuestro Virrey, que resistieron con gente y armas el mencionado don José de Antequera, el Cabildo de la ciudad de la Asunción y fomentadores de éstos».

22. Hasta aquí en aquel su informe don Baltasar, quien de vuelta del Paraguay llegó a Buenos Aires casi al mismo tiempo que los despachos precedentes a manos del Gobernador, y no pudiendo pasar a ejecutarlos personalmente por el embarazo ya dicho, sustituyó al mismo don Baltasar y ambos confirieron el modo con que se podría conseguir el designio del señor Virrey, que era hacerse obedecer y reducir la provincia del Paraguay a la misma obediencia. Lo que en esto pasó empezará a decir el capítulo siguiente.



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ArribaAbajo Capítulo X

Procura el ilustrísimo señor don fray José Palos, obispo del Paraguay, se suspenda la guerra contra dicha provincia, pero sin efecto. Junta ejército don Baltasar García Ros en nombre del virrey del Perú, pasa con él felizmente el río Tebicuary, y don José de Antequera, con una ficción diabólica mueve los ánimos de los vecinos del Paraguay a que salgan a hacer resistencia dicho ejército.


1. Al tiempo que don Baltasar García Ros arribó de su viaje del Paraguay a Buenos Aires, halló ya en aquella ciudad al ilustrísimo señor don fray José de Palos, obispo del Paraguay, que venía de nuevo a su iglesia, y por negocios de ella se vio precisado a torcer el camino que llevaba por Santa Fe y encaminarse a aquel puerto. Noticiado su ilustrísima de la tempestad que se iba fraguando contra su diócesis por la rebeldía de sus engañadas ovejas, traspasó su compasivo corazón un penetrante dolor, intentó ser por su parte el iris que serenase la borrasca, interponiendo todas las diligencias que le dictó su pastoral obligación, para mover a piedad los ánimos, así del gobernador de aquella plaza, que tenía la plena comisión del señor Virrey, como del Teniente de Rey, que la había de ejecutar, persuadiéndoles suspendiesen las armas e intentasen todavía nuevos medios de blandura, para evitar los funestos efectos que infaliblemente se seguirían de la guerra en deservicio de ambas Majestades si se movían las armas.

2. Esforzó sobre este empeño su rara elocuencia, haciendo cuantas ponderaciones le dictaba su ánimo piadosísimo y verdaderamente paterno. Valiose también del respeto del ilustrísimo señor don fray Pedro Fajardo, obispo de Buenos Aires, y de otras personas de autoridad en aquella ciudad, así eclesiásticas como seculares, conspirando todas, cual si fueran de común acuerdo, al mismo fin que el señor Palos con cuantas razones fueron excogitables, pero sin ningún   —136→   efecto, porque los dos señores don Bruno y don Baltasar, que manejaban la dependencia, respondieron resueltamente que como cabos subalternos, conminados con pena capital, no tenían más arbitrio que la obediencia a su capitán general, que es el señor Virrey, persona que representa inmediatamente en estos Reinos la del Rey nuestro señor, que Dios guarde; y por templar en alguna manera el dolor del compasivo prelado, le consolaron con la generalidad de que sus bien ponderados recelos nacían más de afecto paternal, muy propio de su dignidad, que de fundada probabilidad, no debiéndose creer de aquellos leales vasallos flaqueasen en la debida obediencia a los mandatos de su soberano por el necio empeño de mantener a un particular en el Gobierno. A la verdad, nadie podía acabar de creer que una vez que los vecinos del Paraguay viesen movidas las armas contra su provincia hubiesen de persistir contumaces en favorecer a Antequera, persuadiéndose todos que con tan fuerte golpe abriría los ojos su fidelidad dormida, para conocer sus engaños y abrazar el partido de la razón.

3. Viendo, pues, el señor Palos cerrada la puerta a su pretensión de que se suspendiese la guerra, convirtió a otro intento su solicitud, negociando se le afianzase palabra por parte de los dichos gobernador y teniente de rey, de que no se intentaría el más leve daño común ni particular, si con el terror de la guerra se rindiesen a la debida obediencia, antes bien se pregonaría en nombre de Su Majestad antes de entrar al Gobierno, indulto general de cualquier delito o culpa que hubiesen cometido en las desobediencias pasadas; por cierto no era pequeña gracia, donde habían sido enormes los escándalos, ni esta indulgencia alcanzaría a Antequera, porque en él se había de cumplir irremisiblemente el despacho del señor Virrey de remitirle a Lima a dar razón de su persona.

4. Con la dicha promesa quedó algo consolado el señor Palos, y don Baltasar trató de hacer algunos aprestos en Buenos Aires, y conseguidos, se puso en camino por el río Uruguay en compañía de su ilustrísima, quien llevaba encargo del señor don fray Pedro Faxardo para que, ejerciendo el pontifical en nuestras reducciones, pertenecientes a su obispado de Buenos Aires, confirmase muchos millares de almas, que carecían de este sacramento, y en las que tocaban a su propia diócesis, tenía que hacer visita de ellas por orden de Su Majestad; y éstos fueron los verdaderos motivos   —137→   de escoger esta vía del Uruguay para su transporte, no los que finge Antequera en su Respuesta, acriminando con su ordinaria mordacidad la compañía, que hizo en este viaje a don Baltasar, de que es cierto que por entonces, ni mucho después, no sintió mal Antequera, sino después que vio sindicadas por su ilustrísima las enormes lesiones que hizo su temeridad a la inmunidad eclesiástica. Luego que don Baltasar llegó al primer pueblo del dicho Uruguay, que es el de Nuestra Señora de los Reyes del Yapeyú, despachó al padre Tomás Rosa, superior actual de aquellas misiones, el exhorto siguiente:

5. «El coronel don Baltasar García Ros, teniente de rey del presidio de Buenos Aires, subalterno del Gobierno y Capitanía General de estas provincias del Río de la Plata, gobernador y capitán general en ínterin de la del Paraguay, y juez para el cumplimiento de diferentes órdenes del Excmo. señor virrey, gobernador y capitán general de estos Reinos del Perú, Tierra Firme y Chile. Hago saber al reverendísimo padre Tomás Rosa, de la Compañía de Jesús, superior de las doctrinas que están al cuidado de dicha Sagrada Religión en el río Paraná y río Uruguay, como para el más exacto cumplimiento de las órdenes con que me hallo del Gobierno Superior de estos Reinos (que a su tiempo haré ver originales a V.ª R.ma), necesito de dos mil indios tapes de dichas doctrinas, armados con sus armas, municiones y víveres necesarios, y que se hallen prontos para el día primero de agosto próximo venidero en el paraje o sitio del río Tebicuary, y para que tenga efecto requiero a V.ª R.ma con el presente, por el cual, por parte de Su Majestad (Dios le guarde) y en virtud de las órdenes superiores con que me hallo, exhorto a V.ª R.ma y de la mía pido y suplico, que luego que llegue éste a sus manos de las providencias necesarias para que estén prontos en el citado día primero de agosto y en el paraje señalado, los dichos dos mil indios bien armados y amunicionados, y con los víveres necesarios para dos meses, que en hacerlo y mandarlo V.ª R.ma así, se dará Su Majestad por bien servido. Fecho en este pueblo del Yapeyú a veinte de junio de mil setecientos veinticuatro años, y lo firmé.- Don Baltasar García Ros».

6. Llegó este exhorto a manos de dicho Padre Superior, que se hallaba sesenta leguas distante, en la reducción de Nuestra Señora de la Candelaria, el día 30 de junio, y dándole pronto obedecimiento, como acostumbran los jesuitas   —138→   a los mandatos de los ministros legítimos de Su Majestad, despachó expreso a todos los pueblos, ordenando a los padres curas intimasen dicho exhorto y mandato a los corregidores y demás oficiales de guerra, para que hiciesen leva de gente hasta completar el dicho número, que estuvo puntual en el día y puesto señalado. No así doscientos soldados españoles de la ciudad de las Corrientes, que al mismo tiempo pidió don Baltasar al justicia mayor de dicha ciudad, quien, aunque por sí era fidelísimo, halló por parte de la gente tanta dificultad en juntarlos, que nunca llegaron al ejército, bien que se pusieron en marcha.

7. Varias personas que miraban por el crédito de don Baltasar habían tirado a persuadirle, eran pocos dos mil indios, para asegurar la facción, si en la realidad pasaba dispuesto a conseguir por fuerza de armas lo que con tantas y tan benignas reconvenciones no había hasta entonces surtido efecto; porque siendo el arrojo de los moradores de aquella provincia cual hasta allí se había experimentado, y en circunstancias de hallarse aquel Gobierno colmado de pertrechos y lucidas armas y numerosidad de gente, para tomarlas, parecía sobra de temeridad emprender la facción con sólo dos mil soldados indios, cuando sólo para la colonia de San Gabriel, que es un puño respecto del Paraguay, habían en las dos ocasiones de sitio y desalojamiento de los portugueses, llamado los gobernadores de Buenos Aires cuatro mil guaraníes sin el cuerpo numeroso y bien armado de españoles que los acompañaban, y aquí no podían asistir. Por tanto, le aconsejaban que pidiese mayor número, pues le constaba de la pronta obediencia de los jesuitas, y de sus indios, que a su más leve insinuación se juntarían cuantos les pidiese.

8. A estas razones satisfizo con decir que aun solos los dos mil eran mayor número del que se necesitaba, pues sólo los llevaba para terror, porque estaba cierto que al rumor de su cercanía se le habían de pasar a su obediencia los más de los paraguayos, abandonando a Antequera, y aun quizá entregándole en sus manos, y añadía que todo esto le era indubitable según el conocimiento y noticias con que se hallaba. Terrible escollo es en la guerra la nimia confianza del General; pocos dieron en el que saliesen victoriosos. Capitán sobradamente confiado se olvida ordinariamente de la cautela y vigilancia, y como éstas son dos poderosas armas, o para vencer al enemigo, o para no ser vencido, a quien le falta no suelen seguir buenos sucesos.

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Midió el buen caballero por la nobleza de su corazón el de sus contrarios; no acababa de creer su innata fidelidad pudiese caber en tantos ánimos nobles el feísimo delito de la deslealtad, que no sospecha fácilmente de otros alguna vileza quien no tiene alientos para cometerla por sí mismo, como dijo el Crisóstomo: Difficile suspicatur aliquem esse malum, dum ipse est bonus. Creyó siempre que, aunque algunos hubiesen seguido a Antequera amedrentados de su violencia, mas que en teniendo comodidad de librarse de su opresión, como la habría en la campaña, se pasarían al partido de los leales, y aun desde el Paraguay se lo habían asegurado algunos, y esa credulidad le puso en el último peligro. Hanse de creer semejantes noticias sin mostrar que se creen, y portarse de manera el caudillo de una facción, cuando se empeña, que dé a entender lo fía todo sólo de su poder e industria; y las promesas de quien está al lado del enemigo las ha de manosear con recelo de algún engaño, y estribar en ellas para la confianza es llevar casi perdida la empresa, como sucedió por fin en esta ocasión, y veremos después.

9. El día 4 de agosto llegó don Baltasar a la reducción de Nuestra Señora de Fe, que es el pueblo de indios inmediato al río Tebicuary, adonde marchó su ejército, en que iban sirviendo de capellanes los padres Policarpo Dufo y Antonio de Ribera, escoltando a don Baltasar algunos españoles vecinos de la Asunción, y de la Villarrica, que habían seguido el partido del Virrey como leales, y serían entre todos veinticinco, los cuales como peritos en el idioma de los indios, y por otra parte personas de valor, habían de gobernarlos en las funciones militares; porque los indios necesitan siempre de la dirección de cabos españoles que los adiestren y animen, y con ella se avanzan intrépidos a los más arduos peligros. Otros soldados así españoles como indios habían de venir de la Villarrica, y del pueblo de Caazapá, que está a cargo de los religiosos de la Orden seráfica, porque a ambas partes despachó sus requerimientos don Baltasar, exhortándolos a venir al auxilio debido de las armas del señor Virrey, y por lo que mira a la Villarrica, despachaba a un vecino principal de ella título de teniente de gobernador, para tenerla así más afecta a su devoción.

10. Hallábanse los villeños (llaman así a los españoles vecinos de Villarrica) con órdenes apretadas de Antequera para no obedecer, antes bien les había mandado saliesen, en siendo tiempo, con gente y armas al opósito de don Baltasar,   —140→   y a atajar los caminos, haciendo todo género de resistencia, hasta incorporarse con el grueso de su ejército; pero luego que recibieron el nombramiento de teniente, y las órdenes de don Baltasar, se declararon por el partido del Virrey, y se dispusieron a venir a auxiliar las armas reales cincuenta vecinos, que no pudo ser mayor el número por estar padeciendo actualmente los rigores de una contagiosa epidemia. Del pueblo de indios de Caazapá se ofrecieron también a venir otros cincuenta soldados, aunque después se desvaneció el socorro de este pueblo por no sé qué razón, aunque no dejaría de cooperar la poca fidelidad de su párroco, que era fino antequerista, y el socorro de la Villarrica llegó ya tarde, como diremos.

11. Sábado 5 de agosto en la noche dio orden don Baltasar para que empezase a transitar su ejército el río Tebicuary, lo que se ejecutó con el mejor orden, y con tanto silencio, que ya estaban en la margen opuesta novecientos indios, cuando fueron sentidos de las centinelas, que por allí tenía puestas Ramón de las Llanas, alcalde segundo de la ciudad de la Asunción, quien, como no hacía falta la administración de la justicia, donde ya no se observaba ninguna, empleaba en vez de la vara propia insignia de su empleo, el bastón de comandante de doscientos hombres, que habían venido a su cargo con intento de impedir o retardar el paso; pero, reconociendo inútil su empeño y superiores las fuerzas que habían ya transitado, abandonaron el sitio, y se retiraron huyendo a una alquería poco distante, sin haber pasado esa noche otro lance que el disparo de algunos tiros de parte a parte sin daño alguno; con lo cual consiguió felizmente don Baltasar acamparse de la otra banda del río Tebicuary.

12. Llanas, fiado en la distancia, tuvo atrevimiento para mandar desde su alquería a don Baltasar, con la despotiquez que si fuera el Soberano, se retirase de aquellos parajes, proveyendo un auto en que fingiendo que su venida había sido por diputación del Cabildo para recibir al señor Obispo que se esperaba, y que había sabido casualmente haber llegado con armas don Baltasar le intimaba la Provisión de la Real Audiencia de 13 de marzo de 1723, sobre que no hubiese novedad en el Gobierno ínterin que el Virrey daba providencia, y después decía así: «Mando debajo de la pena de diez mil pesos, y de traidor al Rey, y demás penas contenidas en dicha Provisión, que dicho don Baltasar deje las armas que trae, y si tiene que pedir o representar   —141→   a la Justicia o Regimiento, o al señor Gobernador, lo haga, entrando en dicha ciudad como debe y entran todos los demás que tienen que hacer en ella, o de lo contrario se seguirán los daños irreparables que le pararán el perjuicio como a causador de ellos». Hasta aquí formalmente en el auto.

13. De este mandato hizo don Baltasar el caso que merecía su arrojo y por él se conoció el fraude con que en todo procedían, pues si por evitar la nota de que se dijese salían a resistir, tomaban el pretexto de que venían a recibir al Obispo, ¿quien le dio facultad para intimar la mal entendida provisión y para mandar dejar las armas a un comisionado del señor Virrey? La verdad era que salió a impedir el paso, hasta que llegase el ejército de Antequera, que se andaba juntando, y burlada su vigilancia, con el silencio de los soldados, y reconocidas ser las fuerzas de don Baltasar superiores a las suyas, se acogió entonces Llanas al medio de los requerimientos. Lo que se ve con bastante claridad por el tiempo en que se proveyó dicho auto, que fue a 8 de agosto en el paraje de Yaguarí, y si no hubiera habido ánimo de resistir, sino sólo de requerir, se hubiera practicado esa diligencia el día seis, pues la noche del día cinco se hallaba el mismo en el dicho auto; sino que gastó en explorar las fuerzas y disposición de don Baltasar aquellos dos días, y reconociéndolas invencibles para sus doscientos hombres, según la disciplina que entonces observaban los soldados indios, trató de echar por el otro camino de los requerimientos y mandatos, para poder a su parecer justificarse; que con estas sofisterías pretendían siempre mantener el crédito de leales, aun cuando sus operaciones persuadían más claramente todo lo contrario.

14. Luego que Llanas reconoció haber pasado el Tebicuary la gente de don Baltasar, despachó un expreso al Paraguay, el cual llegó el día 7 a las dos de la tarde, y a esa hora hizo Antequera disparar pieza de leva, que era la señal dada en el bando, que ya se había publicado con pena de la vida a cualquiera que, en oyéndola, no acudiese prontamente con sus armas. Repitió la misma señal, y viendo eran todavía pocos los que acudían, se valió de una diabólica astucia para irritar los ánimos de todos contra don Baltasar, y contra los jesuitas, y obligarles a seguirle con gusto.

15. Fingió pues haber llegado a sus manos un escrito de don Baltasar, amenazando a los vecinos del Paraguay, que   —142→   si no le recibían pacíficos, entraría en la ciudad de la Asunción a sangre y a fuego, pasando a cuchillo los varones, cuyas mujeres e hijas haría casar con los indios guaraníes que llevaba por auxiliares. Sobre esto ultimo añadió que don Baltasar había publicado bando en los pueblos de nuestras misiones, ofreciendo dichas hijas y mujeres de los españoles del Paraguay a los mencionados guaraníes. ¿Quién creyera este desatino de la gran cordura de don Baltasar, que tenían bien conocida los paraguayos por largas experiencias en el tiempo que fue su gobernador? Pues, sin embargo, fue tal el artificio con que urdió tamaño enredo, que le acreditó de verdadero, y aun después en su Respuesta impresa quiso persuadirlo a todo el mundo, siendo una de las mayores patrañas que fraguó Antequera en su vida, y fue tanta su ceguedad en este punto, que quiso comprobarla con los testimonios de dos regulares curas de los pueblos de indios del Yutí y Caazapá, cuyas cartas alega en los números 301 y 302, siendo así que ninguno toma en boca tal bando de don Baltasar acerca de entregar a los guaraníes las mujeres e hijas de los españoles como se prueba evidentemente por su contexto.

16. Porque el primero, que era cura de Yutí, sólo dice en el testimonio alegado por Antequera: «Acabado de firmar éste, llegó un indio ladino de hacia Itapuá, y trajo de noticia que los tapes del Uruguay estaban pasando el Uruguay como langostas, diciendo eran soldados de don Baltasar, que venían a guerrear, no sólo al Paraguay, sino también a nuestros pueblos, y despojarnos de ellos, y entregarlos a los teatinos, que ésta fue la promesa que don Baltasar les hizo en diferentes edictos que hizo publicar no sólo en los pueblos del Uruguay sino también en los del Paraná. Esta misma noticia pongo al Teniente de la Villa, y a Teodosio».

17. La carta del cura regular del pueblo de indios de Caazapá allí mismo copiada en el número 302 para prueba de su falso testimonio, dice así: «Sólo sí digo que estos pueblos quedarán vencidos, y que con facilidad se apoderarán de ellos los soldados bárbaros de don Baltasar, porque quedan sin guarnición alguna, porque según indicios y noticias que me dio un indio del Yutí, que vino ahora de Itapuá, que había ido allá de espía, y a ver las cosas y determinaciones de los benditos teatinos, que estaban disponiendo el echar sus tropas por tres vías, la una por el paso de Montiel, que es el puesto donde discurro que se halla hoy V. S., la otra por el camino de Itapuá, que viene al pueblo del Yutí, para   —143→   apoderarse de dicho pueblo, y entregar a los teatinos según el pacto de don Baltasar; la otra por el paso de Santa Rosa, que viene al pueblo de Caazapá, y la Villa también para el mismo efecto, según el bando que tiene publicado el dicho don Baltasar entre los bárbaros, que les entregaría estos nuestros pueblos, y los de los clérigos por suyos, y esta promesa les había hecho antes de su primera venida, como así lo publicó en las Corrientes, y Santa Fe y los benditos padres andaban publicando mucho antes; y así, señor, salvo la mejor determinación de V. S. según mi mal discurso, que sí era más conveniente de que V. S. enviase siquiera cincuenta soldados con bocas de fuego, veinticinco para cada pueblo de estos». Así a la letra la segunda carta, de cuyo buen romance ni salgo por fiador, ni me atrevo a dar la construcción.

18. Sólo sí ruego al desapasionado lector, o aunque sea apasionado, como tenga ojos, me diga en dónde encuentra en ambas cartas mención la más mínima de que don Baltasar hubiese echado bando ni aun prometido de palabra entregar las españolas hijas y mujeres de los españoles del Paraguay a los indios guaraníes. Ninguna de las dos cartas hace tal mención aunque refieren otros edictos o bandos o pactos de don Baltasar, como el de entregar a los jesuitas los pueblos de Yutí y Caazapá, y los otros de los clérigos, que todos son de puros indios. ¿Pues en qué pensó el señor Antequera, cuando para probar el bando de la entrega de españoles a los indios guaraníes se puso a alegar instrumentos que ni aun le nombran? Lo mismo se ve en los otros dos billetes de dos indios, que cita y copia al mismo intento en los números 298 y 300, que son todas las pruebas que trae de que don Baltasar echó tal bando, siendo así que ni una sola voz hay en ambos billetes que de cien leguas lo indique, como lo pueden ver allí los curiosos.

19. Si hubiera suprimido esos instrumentos, y citádolos a bulto, sin copiarlos, era más tolerable el engaño; pero poner para prueba de aquel bando las copias, en que ni por sombra se menciona el bando de entregar las mujeres e hijas de españoles a guaraníes, ni aun se toman en boca los nombres de tales personas, es prueba manifiesta de su ceguedad, o que escribió aquellas cláusulas más que dormitando. Debió de aprender tan vivamente que en dichos papeles se nombraba aquel bando, que lo dio por hecho, y su deseo de satisfacer, donde se hallaba convencido, sin poder dar respuesta   —144→   le hizo trasladarlos como prueba irrefragable de su intento, siendo permisión divina, para que conociesen todos cuánto se apasionaba por sí mismo, que se cegaba para no ver sería cogido claramente en ese falso testimonio. Y éste puede servir de índice de la poca verdad con que escribió todo lo demás de aquella su apología o por mejor decir libelo infamatorio, en que las mentiras abultan más que las hojas.

20. Pero porque se vea el crédito que se debiera dar a dichas dos cartas, aun dado caso que nombrasen el tal bando de la entrega de las hijas y mujeres de los españoles a los guaraníes, digo que tampoco hubo los bandos que en ellas se enuncian de acometer los otros pueblos de indios que están a cargo de religiosos, o clérigos, y entregarlos a los jesuitas; jamás les pasó tal cosa por el pensamiento ni a don Baltasar, ni a los de la Compañía, ni estriba esa noticia sino en el dicho falaz de un indio novelero y mentiroso, que conociendo el humor que predominaba en los ánimos de ambos regulares, se quiso burlar de su credulidad a tan poca costa como la de fingir ese embuste, de que la propensión de los indios a la mentira recibe especial complacencia, y más si son españoles los engañados. Ni lo que el autor de la segunda carta afirma, que los jesuitas habíamos publicado esa misma entrega de sus pueblos a nuestro cuidado mucho tiempo antes en las Corrientes, y en Santa Fe, tiene más verdad, y lo debió sin duda de sonar, si no es que fuese adición fraudulenta de Antequera. Halleme todo eso tiempo en el colegio de Santa Fe, y puedo jurar in verbo sacerdotis, si fuese necesario, que jamás oí ni entre los nuestros ni entre los externos semejante especie, ni cosa concerniente a ella, con ser las materias que voy refiriendo, el asunto común de las conversaciones por aquellos tiempos entre todo género de personas en estas tres provincias del Tucumán, Paraguay y Río de la Plata, y no recatarse nuestros émulos de vender sus mentiras de manera que llegasen a nuestra noticia.

21. Y aunque he leído muchísimos papeles, y en ellos grandes falsos testimonios impuestos a los jesuitas, y tratado con diferentes personas sobre lo mismo, por estar mejor instruido para escribir estos sucesos, ni en algún papel he leído, ni a persona alguna he oído esta vaciedad, hasta que la halle referida en la respuesta de Antequera, y cartas, o supuestas o verdaderas, que alega. Por donde consta que es grandísima falsedad decir que los jesuitas lo habíamos tiempo antes publicado en Santa Fe y las Corrientes. Aunque por   —145→   esta razón sospechaba que dichas cartas fuesen supuestas por Antequera, pero por lo que toca a la segunda, confieso que leyéndola con atención, me inclino a que no es fingida, sino parto legítimo del autor, a quien se atribuye, porque Antequera la hubiera parlado mejor sin los errores gramaticales que contiene, y como conocí al autor le puedo decir: loquela tua manifestum te facit. Sino es que eso mismo sea arte y descuido cuidadoso de Antequera, para hacer más creíble su ficción entre los que trataron al que la escribió. Y si acaso verdaderamente es carta de aquel religioso, no extraño sus expresiones; ni dudo le engañó el poco afecto que profesaba a los jesuitas, y que bastantemente manifiesta en su carta.

22. Queda, pues, asentado que ni don Baltasar imaginó jamás echar el bando de entregar los pueblos de regulares y clérigos a la Compañía, ni tampoco el de casar las hijas y mujeres de los españoles con sus soldados guaraníes, sino que ambos fueron mentiras manifiestas, de que sacó Antequera grande provecho, especialmente con la segunda, pues con ella irritó de suerte los ánimos de los vecinos del Paraguay, que todos generalmente se dispusieron a seguirle, y salir al opósito de las tropas del Virrey. Y es cierto, como muchos de ellos confesaban después, que a no haber trabado esta maraña, o no hubieran resistido, o a lo menos no le hubiera seguido tanta gente, porque en muchos todavía no estaba muerta la fidelidad y hacían eco las amenazas; pero como la voz dorada de defensa de sus propias honras suele servir a la temeridad de disculpa, los precipitó a declararse enemigos el deseo de no verse deshonrados, y se resolvieron a resistir con esfuerzo. En esa resistencia afianzaba Antequera su fortuna; con que viendo frustrados los otros medios, se valió de ése, aunque indecoroso a su reputación, y le aprovechó por permisión divina, para lograr su designio. Pero antes de que este héroe salga a campaña a ejecutar sus proezas, es bien digamos la que dejó obrada en la ciudad, contra los inocentes jesuitas de aquel colegio, dando con ella principio al libro siguiente.