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La amada inmóvil. Versos a una muerta1

Amado Nervo

Rocío Oviedo Pérez de Tudela (ed. lit.)




ArribaAbajoIntroducción

Rocío Oviedo Pérez de Tudela


El mayor esfuerzo de esta edición se ha centrado en la búsqueda de las citas que, con el título Pensamientos afines, destaca Amado Nervo como epígrafes variados que encabezan las distintas partes en que se divide su poemario. Este análisis nos lleva a dos conclusiones generales: la primera, desde un aspecto formal, es la presencia del periodismo cultural en las citas, puesto que muchas de ellas se pueden localizar en periódicos de la época y anteriores (no hay que olvidar que, por ejemplo, Rubén Darío tenía en su biblioteca varios ejemplares del Magasin Pittoresque). La segunda, se refiere al contenido de estas referencias, que revelan el gran interés y la importancia del ocultismo en la obra del escritor, así como su preocupación por la muerte. Se trata de un conjunto de más de ochenta autoridades, sin contar la reiteración de citas, tanto en el cuerpo del poema como en la explicación introductoria de Nervo. En ella nuevamente surgen textos y autoridades que explican y definen sus sentimientos ante la muerte y la enfermedad de Ana Cecilia Luisa Daillez, su Amada Inmóvil. Entre otras referencias destacan Víctor Hugo (Les contemplations), el maestro Eckhardt, Paul Verlaine, y paulatinamente, conforme se avanza en el poemario, la inclusión de poetas mexicanos y españoles, destaca así mismo la preferencia por Maeterlinck, cuya cita de L'oiseau bleu se repite dos veces, así como la de otras obras suyas como Le tresor des Humbles y La mort.

Estos epígrafes nos indican el grado de interés erudito con que Nervo quiere adornar su elegía, al tiempo que nos sitúa, conforme avanzamos en su lectura, en una trayectoria que va desde la desesperación a la aceptación de lo inevitable. Las citas, con respecto al poema, son mucho más atrevidas que las palabras y el contenido de su propia obra. Un claro ejemplo lo tenemos en la referencia de W. Stead, cuyos ensayos y cuya actuación, tras la muerte de su hijo, son claramente ocultistas, así como su defensa de la transmigración de las almas, sin olvidar su filiación a la masonería. Es el mismo caso de Remy de Gourmont, cuya obra colinda con el escepticismo ateo y la irreverencia, dentro de un tono pendenciero y herético. Estos epígrafes se relacionan con otros en los que la ortodoxia cristiano-católica es clara, como en el ejemplo de Lacordaire. Por otra parte en este manejo de la intertextualidad, Amado Nervo crea un nuevo texto: logra que ciertos contenidos difieran de su versión original al manipular las citas, bien por extraer versos incompletos, bien por reunir en un párrafo o en un verso frases que se encuentran distantes en el cuerpo de la obra, bien por ofrecer una traducción distinta de la canónica, como en el caso de la cita repetida de Maeterlinck. Característica ésta que se afilia al modernismo puesto que se trata no de imitar el pasado, sino de recrearlo, al tiempo que el propio autor, en determinadas ocasiones, sirve a su vez a dicha recreación mediante la autorreferencia.

Desde el comienzo el poeta refiere un insoportable dolor que busca remedio en el ocultismo y en la nueva posibilidad, mediante su práctica, de una nueva presencia material de la amada. Todo su discurso lírico, sin embargo, nos lleva a un final donde los epígrafes y el texto mismo inducen a una aceptación de la realidad y a una clara resignación. Finalmente la Amada Inmóvil pasa de la rigidez inicial del peso de la muerte a la evanescencia al convertirse, en el último poema, en algo tan difuso y etéreo como el celaje.



MYTIL, cherchant dans le gazon. Oùsont-ils les morts?

TYLTYL, cherchant de même.- Il n'y a pas de morts.


MAETERLINCK, L'oiseau blue (IV)2                


Je t'aimerai au delà de la vie!


LACORDAIRE3                



...Si quid mea carmina possunt,
Nulla dies un-quam memori vos eximet aevo.


VIRGILIO, Eneida, 433-4344                



Oh, Tierra madre: sé leve para ella.
Ha pesado tan poco sobre ti.


MELEAGRO5                




En memoria de Ana
encontrada en el camino de la vida
el 31 de agosto de 1901.
Perdida -¿para siempre?-
el 7 de enero de 1912.






ArribaAbajoOfertorio

Deus dedid, Deus abstulit.




   Dios mío, yo te ofrezco mi dolor.
¡Es todo lo que puedo ya ofrecerte!
Tú me diste un amor, un solo amor,
¡un gran amor!
Me lo robó la muerte
...y no me queda más que mi dolor.
      Acéptalo, Señor:
¡Es todo lo que puedo ya ofrecerte!...




ArribaAbajoPensamientos afines

Yo no soy más que una arcilla sin valor... pero viví algún tiempo con la rosa.


SAADI6                


Un esprit vêtu de noir guide nos pas: c'est la Douleur!


LEON DENIS7                



Noir chevalier masqué qui chevauche en silence,
La Douleur a percê mon vieux coeur de sa lance.


PAUL VERLAINE8                


Il faut s'habituer à tout dans la vie: même a l'Eternité.


G. LEROUX9                


Todos los hombres desean únicamente librarse de la muerte; pero no saben librarse de la vida.


LAO-TSE, TAO-TE-KING10                


Somos tan pequeños como nuestra dicha... sí, pero somos tan grandes como nuestro dolor.


HEBBEL11                



La mort a des rigueurs à nulle autre pareilles
On a beau la prier,
la cruelle qu'elle est se bouche les oreilles
et nous laisse crier.


MALHERBE12                


Nous sommes plongés dans un invisible milieu spirituel, d'où une aide nous vient, notre âme ne faisant mystérieusement qu'un avec une âme plus grande dont nous sommes les Instruments.


(La Philosophie de l'expérience. Traducción francesa de W. James, Biblioteca Alcan, 1909)13                



ArribaAbajo I

Creí que Serenidad14 sería mi último libro de versos, y así lo afirmé a un amigo. Esta afirmación me perdió, porque la vida no gusta de que le tracen caminos, y el arcano burla los propósitos de los hombres. He vuelto, pues, a componer poemas. Un nuevo dolor, el más formidable de mi vida, los ha dictado, y sollozo a sollozo, lágrima a lágrima, formaron al fin el collar de obsidiana de estas rimas, que cronológicamente siguen a las de Serenidad.

¡Serenidad! Pensé que en la madurez de la vida iba a llegar a esa altiplanicie desde la cual dominamos los acontecimientos, vemos pasar la caravana de trivialidades y miserias terrestres y sonreímos piadosamente «del Circo de las Civilizaciones»15. Pensé que si hasta entonces mi vida había sido conturbada e inquieta, el hondo deseo de ser sereno y el tesón en expresarlo acabarían por serenarme de veras, haciéndome adquirir por fin el más precioso de los dones que he ansiado en la turbulencia y la amargura de mis días: la Ecuanimidad.

Complacíame en el viejo símil de la montaña: arriba, nieve, el inmutable firmamento sin límites; abajo, nubes, tormentas, ciclones, torrentes bravíos, árboles desgajados...

¡Pobre superhombre! La mano de Dios se abatió sobre mí, y en un instante el alma himalayesca, cobijada por el azul, no fue más que un pobre guiñapo sangriento, convulso y sollozante.

Tenía yo un cariño, uno solo, ornamento de mi soledad, alivio de mi melancolía, flor de mi heredad modesta, dignidad de mi retiro, lamparita santa y dulce de mis tinieblas, y en unos cuantos días, ante mis ojos despavoridos, ante mi amor estupefacto, se me fue de la vida, dejándome de tal manera atónito frente a la realidad, que necesito cogerme la cabeza entre las manos febriles y apretármela como entre dos tenazas para convencerme de que es verdad lo que , lo que pienso, lo que me pasa; que no se trata de una macabra prestidigitación, de un espantoso escamoteo, y de que todo lo que amé se ha desvanecido de veras y se ha vuelto fantasma.




ArribaAbajoII

Páginas escritas en los últimos días de enero y primeros días de febrero de 1912.

Va a hacer un mes, un mes solamente, y, sin embargo, en esos treinta días, en esos treinta relámpagos, he llorado más lágrimas que estrellas visibles tiene la noche.

Va a hacer un mes, y en esos treinta relámpagos he acumulado tal cantidad de dolor, que me parece que todos mis males pasados y que todos mis males posibles se dieron cita para invadir y llenar mi espíritu, a fin de que no quedase en él un solo hueco que no fuese angustia.

Va a hacer un mes que, a las doce y cuarto del día, se extinguió blandamente Ana Cecilia Luisa Dailliez, mujer excepcional por su gracia, su bondad y la persistencia extraordinaria de su ternura, a quien conocí en París en una noche en que mi alma estaba muy sola y muy triste, la noche del 31 de agosto de 1901, y con quien viví desde entonces en la más cordial y noble de las compañías hasta el 7 de enero de 1912, en que murió en mis brazos.

Esta muerte ha sido la amputación más dolorosa de mí mismo. Un hacha invisible me ha dado un hachazo en mitad del corazón. Los dos pedazos de la entraña quedaron allí trémulos, entre borbotones de sangre. Luego uno de ellos fue arrebatado por el brazo omnipotente de la muerte, y el otro, el otro, mísero, siguió latiendo, latiendo... La tremenda rudeza del golpe no pudo apagar el ritmo de la vida... Siguió latiendo, sí, la triste entraña mutilada; siguió latiendo entre los coágulos obscuros, y late todavía.

Veintiún días duró la enfermedad de Ana; veintiún días que fueron necesarios para poder clavarme en la conciencia la convicción de que iba a morir. Esta convicción era de tal suerte desmesurada para mis fuerzas, que hoy mismo, a pesar de todas las evidencias, me rebelo a veces contra ella, y entonces a mi soledad se une la más impotente de las desesperaciones.

El domingo, 17 de diciembre, la dulce y adorable compañerita de mi vida volvió a casa herida ya por el terrible bacilo de la fiebre tifoidea. El lunes empezó a sentirse mal; el jueves, 21, se encamó definitivamente y comenzó su calvario hasta el 3 de enero, en que, perdida la lucidez, fue cayendo, apaciblemente recostada sobre el almohadón blandísimo de la inconsciencia, en el seno insondable de la muerte.

Yo la velé todas las noches, con excepción de algunos ratos de imprescindible pero inquieto reposo, que quizá no sumaron en las veintiuna jornadas el espacio de diez horas. Mis días se pasaban en la obscuridad de la alcoba, al lado del lecho, espiando su respiración, aguzando mis ojos para ver los suyos, entrecerrados apenas o abiertos en la sombra. Esta perenne y angustiosa vigilia sólo alternaba con un tormento indecible: el de ir tarde por tarde a mis quehaceres, a despachar, imprescindiblemente, los múltiples asuntos de mi incumbencia.

Como aquel nuestro cariño inmenso no estaba sancionado por ninguna ley; como ningún sacerdote nos había recitado maquinalmente, uniendo nuestras manos, algunas frases latinas; como ningún juez civil nos había gangueado algunos artículos del Código, no teníamos el derecho de amarnos a la luz del día, y nos habíamos amado en la penumbra de un siglo y de una intimidad tales, que casi nadie en el mundo sabía nuestro secreto. Aparentemente yo vivía solo, y muy raro debió de ser el amigo cuya perspicacia adivinara, al visitarme, que allí, a dos pasos de él, latía por mí, por mí solo, el corazón más noble, más desinteresado y más afectuoso de la tierra.

Pocas veces, muy pocas, salíamos juntos, evitando las arterias febriles de las metrópolis, donde mi relativa popularidad podía prepararme sorpresas. En cambio, en ciertos viajes nos desquitábamos ampliamente, y, brazo con brazo, enredadas las diestras con una ternura que tenía mucho de fraternal, nos dedicábamos a ese flaneo16 deleitable de París, de Londres, de Bruselas, buscando el bibelot17 gracioso, deteniéndonos ante el deslumbramiento de los escaparates, refugiándonos en los íntimos y perfumados rincones de los restaurantes, donde los gourmets de buena cepa, como nosotros, compensaban tantas acritudes de la vida...

Pero tal persistente secreto fue mi tortura persistente también, y en los días de la enfermedad de mi Ana esta tortura llegó a su máximum. A las tres de la tarde, a las tres y media a lo sumo, era preciso dejar a la idolatrada enferma y partir. Eran días aquellos de un trabajo incesante. Tenía yo entre manos innumerables asuntos diversos. Acudían, además, las visitas a todas horas. Y mientras el amor de mis amores se agitaba presa de la fiebre en su lecho, yo, a tres kilómetros de mi casa, hacía sumas, multiplicaciones y divisiones, redactaba notas, sonreía a los diversos visitantes, respondía a consultas de toda índole e inventaba todos los días una nueva mentira para escapar a las invitaciones, para despistar la curiosidad en acecho de los íntimos, sustraerme a su torturadora compañía, y correr, volar entre la multitud atareada, entre el enmadejamiento de tranvías y automóviles, a mi habitación, subir con ansias de muerte las escaleras, llamar directamente para que el sonido brusco de la campanilla no alarmase a mi doliente idolatrada, y preguntar con voz temblorosa a quien me abría:

-¿Cómo sigue? ¿Cómo sigue?

Si debe creerse que nuestra existencia es una expiación de yerros anteriores, sabe Dios que yo expié en esas horas muchas faltas de otras vidas, o de esta mi pobre vida incoherente y mediocre, en la que ni siquiera ha habido un gran pecado, porque su magnitud no rimaba con mi alma, tipo aun de evoluciones intermedias.

Por fin, un día ya fue imposible el fingimiento, y, a pesar de que mi enfermita me insinuaba: «No le digas nada, mon mignon... ¡Para qué!», yo dejé caer, en manos de mi «superior inmediato» (los diplomáticos, ¡ay!, no somos más que unos animales jerárquicos) mi ingenuo secreto de tantos años, para tener el derecho de escapar de la Cancillería en cuanto lo esencial había terminado, y de estar una hora antes a la cabecera del alma de mi alma, que se me moría!




ArribaAbajoIII

Una noche en que su sufrimiento era muy intenso y en que, abandonados, al parecer, de Dios y de los hombres, yo sollozaba al borde del lecho, mientras ella se retorcía de angustia, le dije, aprovechando la pequeña tregua de su alivio: «Rica mía, óyeme: es preciso que tengas la voluntad de vivir. Hazte una resolución poderosa. Di: "¡Quiero vivir, quiero vivir!"» (Je veux vivre!). Me acordaba quizá de la frase de lord Bacon de Verulam, citada por Edgardo Poe: «El hombre no se rinde ni a los ángeles ni a la muerte, sino por el achaque de su propia voluntad»18.

La pobrecita mía me respondió: «Oui, mon mignon, oui...»19. Pero ¡todo en vano! Dios había hecho ya un signo a la muerte, y el ser más amado de mi existencia, el gran cariño de más de diez años, se me hundía, ¡se me hundía irrevocablemente en la eternidad!

La perspectiva de su muerte había despertado siempre en mí un pánico tal, que en estos dos lustros, yo, que a pesar de todo he permanecido espiritualista; yo, que desligado de fórmulas y recetas religiosas he amado a Dios ya Cristo en espíritu y en verdad, casi no tuve en la mente más que esta oración, vuelta ya a modo de jaculatoria: «¡Señor, haz que muera yo antes que ella!».

Y con tal fervor la había repetido, que estaba seguro de haber sido escuchado. Así, pues, mi desorientación, a medida que la gravedad se extremaba, era inmensa. Más de tres veces se leen en el Evangelio estas palabras de Jesús: «En verdad, en verdad os digo que todo lo que pidiereis al Padre en mi nombre os será concedido». Y cuando mi perpetua súplica salía de mi corazón, tenía yo cuidado de añadir: «Te lo pido, Señor, en nombre de Cristo, que nos dijo: "Todo lo que pidiereis al Padre, etc."».

En los últimos días, mi oración se iba volviendo imperiosa. ¡Creía yo tener el derecho de que se me oyese! Se trataba de la promesa del ser más puro, más luminoso y más grande que había pasado por la tierra. Era asunto de dignidad divina. Dios no podía dejar de cumplir la palabra del espíritu que más le ha amado y se le ha acercado más en la sucesión de los siglos: «En verdad os digo que todo lo que pidiereis al Padre, en mi nombre, os será concedido».

¡Y no fue así!

Nadie ha orado con más fervor que yo, y nadie quizá, en diez años, ha recordado con tal energía a la Causa de las causas la promesa del Hijo del Hombre.

La última noche de mi Anita, mi jaculatoria y la exigencia de la promesa que hay en ella fueron de una exasperación bronca, violenta. Me encaraba yo locamente con lo Desconocido y le exigía que hiciese honor al compromiso de Cristo.

Uno de los médicos de cabecera, llamado violentamente a eso de las ocho, me había dicho: C'est fini, y después: «Pero vamos a rendir la jornada de la muerte. Vamos a hacerle vivir artificialmente ocho o diez horas, a fin de ver si la naturaleza se aprovecha de ellas, intenta un nuevo esfuerzo y la salva. Sólo que -había añadido- no abrigue usted esperanzas... Son tan lejanas, tan lejanas...».

Yo acepté; ¡qué había de hacer! Sabía, por otra parte, que las inyecciones no iban a hacerla sufrir, gracias a su bendita inconsciencia de tres días.

Y se le inyectó aceite alcanforado, cafeína, ¡qué sé yo! Y se le dio café negro con esencia de canela y de clavo, y se la galvanizó así en modo tal, que debiendo morir a las nueve de la noche, a juzgar por su aplanamiento, murió al día siguiente, a las doce y cuarto del día. Y durante esas horas, en que a cada inyección sucedía una resurrección momentánea, como aquellas del horrible cuento de Poe20, yo, atrozmente balanceado entre el desaliento y la esperanza, no cesaba de clamar de alma a alma, de la mía, mísera y mezquina, al alma eterna de Dios:

-Señor, te lo ruego en nombre de Cristo, que nos dijo: «En verdad, en verdad, todo lo que pidiereis al Padre, en mi nombre, os será concedido».




ArribaAbajoIV

Tres o cuatro días antes de sentirse enferma, mi adorada tuvo un presentimiento, raro en su carácter. «Esta tarde -me dijo-, al volver a casa, se me ocurrió de pronto que debía indicarte una cosa. Si me muero, en el tercer cajón de mi cómoda, en una cajita circular, está la llave de mi "secrétaire", en el cual se hallan mis papeles. No sé por qué se me ocurrió esto, y pensé: Toma, ¡si se lo dijese a Amado!».

Yo sentí una como onda de hielo en el corazón..., pero, no queriendo dar consistencia a su idea, le respondí: «Yo también te recuerdo que en el mueble tal, en el cajón que tú sabes, está mi testamento». Como de ordinario, cuando hacía yo alusión a mi muerte, ella exclamó exaltada: «Por Dios, no hablemos de esto».

Y ya no hablamos más aquel día.

Pero, a pesar de la oleada de hielo en las entrañas, pensé que nada debía yo temer, que el hombre que perennemente había orado para que se le concediese morir antes que ella no podía morir después. Y las palabras mágicas, la promesa de Jesús, me invadió el alma con su certidumbre consoladora:

-En verdad, en verdad os digo que todo lo que pidiereis al Padre, en mi nombre, os será concedido.

*  *  *

¿Inutilidad de la plegaria? ¡Sí, inutilidad de la plegaria! ¡Oh! almas que aun creéis, como cree aún mi alma: la plegaria es nula e indica una concepción infantil, y hasta ofensiva, del principio eterno que nos rige.

Pues qué, ¿esa inteligencia infinitamente lúcida, previsora, lógica, para la cual no existe limitación ninguna de espacio y de tiempo, a quien achicamos con sólo darle nombre; ese ser inconmensurable que ha ordenado, para fines de Él solo conocidos, todos los universos, va a torcer sus designios porque un pobre espíritu conturbado de hijo, de esposo o de padre, le pide que los tuerza?

El corazón nace con una potencialidad determinada para latir, y no dará un latido más de los millones que constituyen su rendimiento vital, aunque os pongáis a verter todas vuestras lágrimas y a exhalar todas vuestras oraciones.

Lo que sucede debe suceder y está bien que así suceda. Los designios de Dios se patentizan en los hechos inevitables, y todo lo inevitable es bueno. «Un hecho tan universal como la muerte debe ser un gran beneficio» -dijo Schiller21-. La única plegaria posible es, por lo tanto, la que nos enseñó Jesús desde la montaña, en una tarde misteriosa de otros siglos: «¡Hágase tu voluntad, así en la tierra como en el cielo!».

Sí, la petición es inútil; pero no lo es la oración. El alma humana debe elevarse hasta una serena y constante contemplación del Arcano. La vida por excelencia es la del hombre cuyas actividades diarias se emplean en el bien y cuya mente superior, cima espiritual, está en perfecto contacto con lo invisible. Hay que orar, sí, para reunirse a lo Increado; pero es fuerza no pedir mercedes de esas que Jesús nos dijo que se nos darían por añadidura.

Fuerza es orar, sí, porque, por remota que supongamos a la inteligencia creadora, inteligencia es, alma es de la esencia misma de la nuestra, y el ímpetu y el pensamiento de un alma llegarán siempre a otra alma. No hay distancia a través de la cual dos almas no puedan tender un puente. Tendámoslo por la contemplación entre nosotros a Dios; pero jamás pidamos nada. Nuestro destino es inflexible como la mano que nos lleva a través del abismo.




ArribaAbajoV

Nuestro destino es inflexible, sí, y su inflexibilidad es el signo por excelencia de su divinidad. Un destino sesgo, poligonal, que fuese torciéndose a cada paso por efecto de nuestras plegarias, sería indigno de nuestro acatamiento y merecedor de nuestro desprecio. Dios no puede tener piedad, porque ésta supondría una regresión en la voluntad increada, algo como una rectificación, como un arrepentimiento.

Mi lógica concibe todo esto... y, sin embargo, noche a noche, llena el alma de una angustia encrespada, de un desconsuelo inconmensurable, que me roe hasta los huesos, pido a Dios que me restituya a mi Ana.

¿En qué forma puede restituírmela? Ya han pasado más de dos mil años desde que Jesús dijo a Lázaro: «Ven fuera», y exclamó de la hija de Jairo: «No está muerta, es que duerme».

No hay más que dos formas de restitución: o que ella venga a mí espiritualmente, o que yo vaya a ella por el gran camino, por el camino real de la muerte. Con respecto al primer modo, centenares de miles de hombres pretenden conversar con los muertos, penetrar en el plano astral donde viven, verlos y seguirlos en sus evoluciones.

Según ellos, los muertos nos rodean. No están ausentes, sino invisibles, como dijo Hugo... Pero nosotros, a menos de tener desarrollado ese sexto sentido de la visión subconsciente, de la evidencia, no podemos verlos... Acaso, como dice Maeterlinck, «continúan viviendo alrededor de nosotros; pero no logran, a pesar de sus esfuerzos, hacerse reconocer ni darnos una idea de su presencia, porque no tenemos el órgano necesario para percibirlos...»22. Sólo los muertos pueden ver a los muertos...

Según William T. Stead, entre los muertos hay tanto escepticismo acerca de la posibilidad de comunicar con los vivos como lo hay entre los vivos acerca de la posibilidad de comunicar con los muertos. Unos y otros comprendemos que entre ambos se extiende un mar de misterio...

Sólo que los cientos de miles de hombres de que hablaba yo antes pretenden haber franqueado ese mar en una nave mágica que se llama clarividencia, visión astral, y con timoneles enigmáticos que se llaman mediums o adeptos. El propio Stead exclama: «He visto, y por eso creo. He visto a mi hijo materializarse ante mis ojos...»23. Y el eminente Lealcater, basado en experimentos personales, nos afirma que la muerte no existe.

Ahora bien; a mí me ha sido hasta hoy negada toda videncia. Lo que cientos de miles de hombres pretenden haber visto yo no lo vi jamás. Y, sin embargo, aunque soy pequeño entre los pequeños, aunque constituyo un tipo de evolución media, difícil ha de ser hallar en el mundo un hombre que con más encarnizamiento haya tocado a la puerta de acero del misterio, que se endereza imponente en la montaña, en medio de la noche. El aldabón resuena en las tinieblas, con sonoridades pavorosas: ¡pero nadie me responde!

Todos los anhelos de mi vida han volado hacia el arcano. He podido ser vicioso, mediocre, malo...; pero en mi espíritu ha habido siempre un aleteo, un verberar ansioso hacia lo Desconocido. Siempre he creído en Dios, no en el Dios antropomorfo de las religiones, sino en la incomprensible causa de las causas, y ciertamente por esa fe, que si ha podido padecer eclipses, porque soy hombre no más, han sido eclipses momentáneos, yo merecería quizás que ahora, en que he perdido el único bien que tenía en la vida, la pupila interior que todos tenemos en germen se abriese y ¡por fin! mirase el más allá, el borderland24 de los ingleses, el plano superfísico en que vive una vida más amplia que la mía mi muerta, mi muerta adorada, que acaso revolotea en torno mío, con la angustia de que no percibo ni sus palabras de consuelo ni sus divinos besos, impalpables!25

«Extraño espectáculo -dice "Julia" en sus Cartas26-. De vuestro lado, almas llenas de angustia por los muertos; del nuestro, almas llenas de tristeza porque no pueden comunicarse con los que aman... ¿Qué podríamos hacer para unir a esas personas tristes, abrumadas de pena?».

En cierta ocasión ella me dijo: «Anoche soñé que estaba muerta y que tú llorabas sin consuelo cerca de mi cadáver. Pero yo continuaba viviendo, yo me hallaba a tu lado y te decía: ¡No llores! Aquí estoy. Mírame... Sólo que tú no me mirabas y seguías llorando».

¿Será ésta, Dios mío, la maravillosa realidad presente? ¿Fue verdad su sueño? ¿Se halla a mi lado y yo no la veo, porque inexorablemente se niega a abrirse mi pupila interior?

Muerta mía, muerta mía, ¿no me ha de quedar, pues, más vehículo para comunicarme contigo que el de mi propio cuerpo, que convulsivamente se agita con mis sollozos? ¡Ven, mira con mis ojos la soledad infinitamente hosca de mi vida! Gusta con mi boca la salsedumbre de mis lágrimas. Haz el bien con mis pobres manos que se enclavijan o agitan en las tinieblas. Marcha con mis pies, en pos de todas las desgracias, para socorrerlas; conmuévete con mi corazón de todos los dolores humanos; logra que mi vida sea una continuación de la tuya... No te estorbará mi espíritu para infundir el tuyo en mi cerebro. ¿No eres por ventura más yo que yo mismo? ¡Realizaremos, pues, así el ensueño de dos almas en un solo cuerpo! Swedenborg, en su tratado de las Delicias de la Sabiduría Angélica, sobre el amor conyugal, dice: «Y he aquí que en aquel instante apareció un carro que bajaba del cielo supremo o tercer cielo; en ese carro se veía un solo ángel; pero, al aproximarse, se vio que eran dos...»27.

*  *  *

Mas hablemos del segundo modo de que ella me sea restituida, que es el de ir a buscarla, por el camino real de la muerte.

Cuando yacía en su ataúd negro, rodeada de cirios, cubierta de flores, mostrando esa sonrisa prodigiosa de serenidad con que sonríen algunos muertos, yo experimenté, y lo he experimentado después con gran vehemencia, el deseo de matarme, lo que los portugueses llaman con tanto acierto «a vontade da morrer»...

Remy de Gourmont, en su libro deliciosamente escéptico, Una noche en el Luxemburgo28, pone impíamente en boca de Cristo esta defensa del suicidio: «El suicidio es un monstruo que deberíamos acostumbrarnos a mirar con calma. Comparado a ciertos males físicos, a ciertos dolores, a ciertos infortunios, se nos mostraría, pronto como un amigo muy feo, pero muy cordial. ¿No merece acaso los nombres más dulces? ¿No es el consolador? ¿No es la manumisión?».

Dentro de mí, alguien defendía también el acto aniquilador en parecidos términos; pero... ¡tuve miedo!, miedo de que, según tantas lecturas pretenden, mi voluntaria destrucción me apartase para siempre del objeto adorado, en cuya busca justamente quería ir.

Varias veces acaricié la «cacha» de mi browning, un verdadero juguete, construido en Bélgica, que automáticamente podía disparar en mi sien seis balas blindadas, como otras tantas llaves para abrir las puertas del au délà... Pero me asustó, no la aprensión vulgar de la muerte, sino el horror de una ausencia todavía más terrible, infligida por castigo, y junto a la cual nada significa este relámpago, esta ilusión, esta fantasmagoría de la vida, tras de la que Ana me aguarda, quizá, de par en par abiertos los amorosos brazos invisibles!

«¡Desgraciado! -exclamó la Espirita de Téophile Gautier, estrechando contra su corazón de fantasma a Guido, que iba a suicidarse-. ¡No hagas eso! ¡No te mates por unirte a mí! ¡Tu muerte así provocada, nos separaría sin esperanza, y abriría entre nosotros abismos que millones de años no bastarían a franquear! ¡Vuelve en ti! Soporta la vida, que, por larga que sea, no dura más que la caída de un grano de arena... Para soportar el tiempo, piensa en la eternidad, en que podremos amarnos siempre»29.

Y he aquí cómo inveteradas ideas espiritualistas, que desde mi infancia anclaron en el alma, ahondadas por tantas lecturas, me han impedido la muerte; gracias a ellas... ¡ni puedo vivir ni puedo morir!




ArribaAbajoVI

El tormento empero de esta mutilación, de esta cirugía brutal de la muerte, no consiste para mí, precisamente, en la separación, en el dolor atroz que trae aparejado; consiste, sobre todo, en una idea irremovible, indescepable30, que pesa sobre mi corazón y gravita sobre mi alma despiadadamente: la idea de que la vida, en cuyos brazos no somos más que míseras briznas de heno, ha de recobrar por fuerza sus fueros y me ha de traer por fuerza el olvido. Esta idea me es tan intolerable, que me hace desear fervorosa, apasionadamente la muerte. En las cartas de pésame, en las palabras de consuelo de los amigos, esta idea horrible, hija de la milenaria experiencia de los hombres, se encuentra a cada paso: «Ya se resignará usted. Ya olvidará usted. Ya se tranquilizará usted. Ello es inevitable. Nadie escapa a ese leteo31... ¡Nadie! ¡Nadie!». El dolor posee las mismas leyes rítmicas que el movimiento, y como un péndulo cuya oscilación disminuye de amplitud, la excitación de la angustia se apacigua y se cambia en una especie de apatía, como enseñan las metafísicas.

Y mis entrañas sangran al oírles y al leerles, y experimento inefable angustia, porque yo también sé que, irrevocablemente, tengo que consolarme; que ni siquiera, alma mediocre, mesócrata32 mezquino, puedo aspirar al privilegio de llorar, mientras viva, a mi muerta... ¡a menos que viva poco! Esta fatalidad del consuelo me es más odiosa que la fatalidad de la tortura, porque el dolor ennoblece (La douleur c'est la noblesse unique)33 y el consuelo, la alegría, son bellacos. En los brazos invisibles de ese gigante que parece sombrío y que es luminoso: el dolor, me he sentido un poquito dignificado. Desde que mi Ana cayó estrujada por la fiebre, he crecido. Mi talla moral ha ganado algunos centímetros. ¿Y he de volver a achicarme? ¿He de volver a sonreír y a decir frases sonoras en las triviales asambleas de los hombres? ¿Han de absorberme otra vez las tareas burocráticas? ¿He de vestirme y desvestirme el frac para hacer reverencias y distribuir sonrisas en los salones mundanos? Y el freno que hoy he puesto a mi deseo, al impulso incontrarrestable de la ida, ¿ha de romperse? ¿Y he dé buscar a la hembra? -¡yo que tenía a mi lado a la mujer casi perfecta, llena de una dignidad amable y de una altivez graciosa; a la mujer solícita, que me envolvía, me penetraba, me saturaba de su ternura!...

¡Oh!, que aquellos cuya alma delicada haya pasado por la amargura de estos pensamientos, se conduelan de mi mal. El destino nos dice: -¡Pobre criatura; ni siquiera te es dado sufrir perennemente; ni siquiera eres capaz de llorar toda una vida! ¡Para sufrir siempre se necesitan almas elegidas! La tuya no es de su temple. Yo quiero que vivas, aunque tú no lo quieras. Eso es asunto mío. ¡Qué me importan a mí tus ideologías! ¿Acaso no eres carne? Pues a comer, a reír, a buscar a la hembra placentera34... y a llorar a veces, sí, pero por otras cosas. ¿Que estas cosas serán menos nobles que lo que ahora te penetra y te domina? ¡Y a mí qué! No es humano morar en excelsitudes espirituales como las que sueñas... Hay que bajar, hay que descender a las capas inferiores a que te arrastra tu densidad espiritual.

¡Ah!, yo soñé con que mi Ana me acompañase hasta la vejez. Pensé que, en un porvenir indefinido, uno de los dos (probablemente yo) habría de irse primero, pero diciendo al otro: -Mira, es forzoso que en esta estación tome yo el tren para el destino común, para la ciudad serena, adonde vamos... Tú seguirás aún un poco, sola, hasta la estación inmediata, y allí tomarás el tren a tu vez, y nos encontraremos en la ciudad dentro de poco. ¡Allí te espero!

Mas partir ella así, en plena juventud, y dejarme a los cuarenta y un años, solo, en una estación, quizá muy lejana de aquella donde yo debo emprender el definitivo viaje...

A menos que... Sí; a menos que la misericordia de Dios luzca al fin sobre mi cabeza, y el Destino haga otro signo a la muerte...

¡Oh, amigo, que quizás leerás estas páginas deshilvanadas, inconexas y tristes! ¡Ojalá que, al leerlas, sepas ya que mi deseo fue realizado!

¡Ojalá que, lleno de una generosa simpatía para mí, exclames: ¡No se mostró con él inexorable la muerte! De la estación donde se quedó solo, a aquella donde debía tomar el tren para la Ciudad Serena, había poco trecho. ¡Pero él no lo sabía! ¡Su adorada sí lo supo, y por eso sonreía en su ataúd con esa sonrisa que contagiaba de paz!

Dios no quiso que en mi vida, resultante de un Karma35 mediocre, hubiera grandes noblezas. Ni siquiera me ha sido dado realizar el poco bien que intenté36. Pero ¿quién me dice que, ante la humildad de mi ruego, la sombra no ha de tener oídos? ¿Quién me dice que la concesión suprema e inmerecida que ansío, no ha de regocijar mis huesos? ¿Quién me dice, en fin, que no he de partir, joven aún, en busca de mi alma gemela, antes de que ella ascienda a planos donde el aire espiritual, enrarecido para mí, no me permita respirar?

Entre los versos de Serenidad hay unos que dicen:


   No te apartes de mi vera,
muere tú cuando yo muera.
¡Yo te lleve, pues te traje!
Fuiste noble compañera
de viaje.
Rimemos nuestros destinos
para todos los caminos
que habremos de recorrer
en lo inmenso del arcano,
y vayamos por la muerte de la mano,
como fuimos por la vida: ¡sin temer!37

Estos versos la complacieron en extremo. Repitió varias veces los últimos, y aun vibra en mis oídos el metal de su acento, cuando insistía en el final: ¡sin temer!

Yo no soy más que la cuerda que pulsan manos desconocidas.

Yo no compongo mis versos: ¡únicamente los escribo!

Yo soy la mano que traza las líneas. El espíritu sopla donde quiere. Ego sum vox clamantis in deserto.

Entonces... cabe una esperanza: ¡la de haber acertado!

¡Oh!, Dios, en quien creo y a quien amo sobre todas las cosas: ¡dame esta suprema dicha de morir ahora! ¡Hay en la otra ribera una mano amorosa, que está extendida esperando la mía para el divino viaje! ¡No retardes la unión de las dos! Da a mis versos el prestigio de una profecía hecha por los ángeles.


Y vayamos por la muerte de la mano,
como fuimos por la vida: ¡sin temer!



Y si, como afirman los teólogos, la muerte no es sino un incidente periódico en una existencia sin fin, de la mano volveremos a ir por las vidas sucesivas: de la mano por las vidas y por las muertes.




ArribaAbajoVII

Pero si, lector, por el contrario, al leer estas notas sabes que existo, compadéceme. Envejezco en alguna metrópoli, cogido entre los engranajes del vivir cotidiano; acaso he contraído lazos... Tengo deberes, tediosos quizá; y en tanto, mi pobre desaparecida se hunde, se hunde en los abismos del infinito: navega sola por los negros océanos del devenir, se aleja, de uno en otro cielo, hacia riberas tan remotas, que nuestra mente se fatiga sólo de pensarlas.

Les morts font de longs voyages38...

Compadéceme, porque Dios no quiso oírme, y no merecí de su misericordia esa serena dignidad de la muerte. Caeré, pero más tarde, profanado por la baba del mundo, agobiado por esfuerzos triviales de esos que demanda hora a hora la lucha por la existencia.

Quizá -¡oh, vergüenza suprema!-, como el presidiario acaba por amar su jergón maloliente, y la húmeda penumbra de su calabozo, yo habré acabado por amar con egoísmo senil la vida, y tosiendo y claudicando, me aferraré, sin embargo, al horror y a la vulgaridad de mis días.

¡Oh! yo merezco ciertamente este crepúsculo... ¡pero ahora no quiero presentirlo! ¡Ilusión, nodriza de las almas, no me abandones! ¡Déjame creer que soy amado de los dioses, y que en plena virilidad voy a rendir mi espíritu y a volar libérrimo al lado del alma que me aguarda más allá de las puertas!39

Todas las noches, al sentir la suave invasión del sueño, me digo: «Quizá no despertaré». Y me complazco en cruzar las manos sobre el pecho, con esa definitiva actitud de reposo... ¡que tanto ansío! Y por las mañanas el alba que se cuela, con su insoportable tinte azul, por las rendijas, me produce desconsuelos insondables. Es ésta la hora más terrible de las veinticuatro, que como dos docenas de puñales se me clavan a diario en el corazón. La angustia de vivir trepa hasta mi garganta, y me produce náuseas invencibles.

Afuera, el invierno, de una crudeza excepcional, sacude los árboles, el viento aúlla, la lluvia azota las vidrieras; nubes bajas, ventrudas, de un plomo cobrizo, pasan atormentadas y trágicas.

Y yo, echando mano de mis reservas de voluntad, hago dolorosamente el esfuerzo previo para vivir, y con el gesto resignado del enfermo que accede a tomar la poción nauseabunda, empiezo a tragarme el contenido turbio del vaso de la existencia.

Pero no blasfemo: acato. Lo inevitable es la única certidumbre que tenemos de la voluntad de Dios.

«Todos y cada uno me adoran -dice el Eterno en un diálogo de Renán- por la resignación que ponen en soportar la vida para fines de mí solo conocidos»40.

Y nada, ni la espantosa mutilación que he sufrido, puede arrancarme la fe en Cristo. ¡Él ha partido en dos mi corazón, mas en la mitad sangrienta y temblorosa que me queda, hay todavía bastante amor para bendecir a Jesús!




ArribaAbajoVIII

Sobre el mármol de su cómoda ha quedado su sombrero, tal como ella lo puso el último día que salió al tornar a casa. Sus pieles y su blusa negra, pendientes de la percha en que sus manos las colocaron con esa meticulosidad que le era propia y que hacía de ella la ménagère41 por excelencia, tienen aún su olor de mujer limpia, su olor que respiré más de diez años. Las otras prendas de su ropa cuelgan lacias en el vestidor. Por dondequiera sus huellas me salen al paso. El lecho vacío me parece desmesurado:


Ha de sobrarme la mitad del lecho,
y ha de faltarme la mitad del alma42.



Frecuentemente coloco una silla al borde de la cama, pegada al sitio donde expiró, y en la penumbra de la alcoba evoco toda una vida: la noche de París en que la conocí, el 31 de agosto de 1901. Yo iba en busca de una muchacha del Barrio Latino, con quien me permitía matar el tiempo, que por aquel entonces, y a raíz de grandes contrariedades, no tenía para mí más que tedio. La muchacha no acudió a la cita y, en cambio, la mano misteriosa que teje los destinos, nos puso a Ana y a mí frente a frente. Ella paseaba con una hermana y, según supe después, había salido aquella noche impulsada por un tedio tan grande como el mío. También ella tenía dolores, y su hermana, solícita, angustiada al verla llorar en el rincón de su casa, insistió para que saliese: -Si tu restes -le dijo- tu deviendras folle43-. Ella se dejó convencer... El arcano iba a arrojarla en mis brazos.

Un minuto más o menos, y no nos hubiéramos encontrado. Pero estaba escrito.

Nuestra simpatía fue inmediata; mas a pesar de ella, la almita ingenua y temerosa se resistía a entregarse. La vida había sido hosca con ella y tenía miedo.

-Yo no soy una mujer para un día -me dijo enérgica, pero sonriente.

-Pues ¿para cuánto tiempo? -le pregunté, entre ligero y ansioso.

-Para toda la vida.

-¡Está bien!

Y cuando al fin (después de días deliciosos en que la persistencia del amor, aunque no lograba la posesión, ya se la prometía serena) ella se entregó sin reserva al hombre a quien empezaba a conocer y estimar, nos repetimos: «¡Para toda la vida!». Y para toda la vida fue... desde aquella noche bendita del estío de 1901, hasta esta lívida mañana del invierno de 1912 en que su hipo de agonizante resonó como eco espantoso en mi corazón.

Más de diez años de un amor confiado, lleno de abandonos. Más de diez años de esa cosa deliciosa y divina que se llama el cariño, y que resume todas las cordialidades, todas las intimidades, todas las seguridades de la vida.

París, Londres, Nueva York, México, Bruselas, Roma, Venecia, Florencia... Medio mundo nos vio juntos. ¡Adónde iré ahora que no me encuentre con su fantasma! ¡En qué lugar no he de ver su huella bendita! ¡Qué paisaje no ha de reconstruírmela!

Por dondequiera que me empuje mi hosco destino, he de abrir los brazos para apretar contra mi corazón su espectro adorado, y no he de estrechar más que mi angustia..., mi angustia y la trenza de su cabello castaño, impregnado del sudor de su agonía, que es lo solo material que me queda de la compañera única de mi vida, de la que me quiso pobre y triste, enfermo y olvidado; de la que me ofreció siempre con ímpetu generoso la cordialidad de sus brazos, la seguridad de su apoyo, la lucidez de su instinto; a la que debo la orientación de mi existencia y el no haber caído definitivamente tantas veces en los hoyancos del camino.

¡Ah, Señor!, cómo no creer en ti, cuando vemos disolverse todo esto en la incomprensible negrura de la muerte. Un instinto invencible nos fuerza a asirnos con crispada mano a la promesa de Jesús: «Yo soy la resurrección y la vida: el que cree en mí, aunque haya muerto vivirá». Es imposible que ese instinto nos engañe. La naturaleza no nos ha atormentado el alma con sed de inmortalidad, para volvernos tántalos44 inexplicables en un infinito hipotético (natura nihil facit frustra)45. Este amor, esta avidez de lo absoluto tan contraria a las exigencias materiales, esta atracción invencible que el arcano ejerce sobre nuestros espíritus, esta ansia inconmensurable de persistir, son un indicio seguro de eternidad.

Creo en ti, Señor; creo que los vivos y los muertos estamos, por el mismo concepto, en tus brazos. En ti vivimos, nos movemos y somos. La muerte, como tantas veces lo repetí a mi adorada, es sólo una ilusión. ¡La muerte no existe! Yo lo proclamo con energía, a pesar de mi soledad aparente, a pesar de mi angustia inefable! Mi pobre alma está encerrada en esta fortaleza del cuerpo. Es una triste princesa metida en una torre impenetrable, con cinco mezquinas ventanillas (los cinco sentidos) para adivinar el inmenso mundo exterior. A veces le parece escuchar como el ruido de un mar que con rumores de seda que se desgarra, bate los pies de su fortaleza... A veces cree haber visto pasar seres alados que con majestad inmensa agitan sus plumajes níveos; a veces oye rumores armoniosos de palabras, fragmentos de músicas... Ansiará empinarse y ver los horizontes que presiente... ¡Pero las cinco ventanas están muy altas, son muy estrechas!

Mi alma, la infinita prisionera, sabe que there are more things in heaven and earth than are dreamt of in your philosophy46; sabe que los muertos amados que, al derrumbarse su castillo de carne, adquirieron el privilegio del vuelo, pugnan por acercarse a ella, la solicitan, la aguardan; pero sabe también que el castillo es inexpugnable por ahora, que la coraza de carne es invencible..., que sólo a veces, cuando duerme, esa muerte periódica del sueño le abre las puertas de la prisión; pero que al despertar se halla de nuevo presa y no puede acordarse sino con una enigmática vaguedad de sus departimientos con las otras almas...

Sabe todo esto, sí, y se resigna a la ley de Dios, que un día desmoronará piadosamente la dolorida arquitectura de sus huesos. Su convicción indestructible le dice que amores como el amor de que fue objeto son más poderosos que la muerte47, y llena de unción, exclama:

-¡Oh!, muerte, ¿dónde está tu aguijón? ¡Oh!, sepulcro, ¿dónde está tu victoria?48

Además, un raciocinio piadoso le argumenta de esta suerte para consolarle: «Cuando vivías con ella, cada instante os separaba, porque os acercaba al día tremendo de su muerte; ahora que se ha ido, cada instante que pasa os acerca, porque es un instante menos en la vida y por lo tanto de ausencia, porque abrevia el plazo, vencido el cual, tu alma, que se exhalará de tus labios descoloridos, y su alma, que te aguarda en la ribera, se fundirán locamente en un divino beso de amor!».

*  *  *

Así, pues, lector, tú que pensaste acaso hallar en este libro, como en el anterior, el ambiente del célebre cuadro de Henri Martín que se llama Sérénité49, aquel ambiente lleno de radiaciones crepusculares, de sosiego augusto, y aquella asamblea de seres nobilísimos, en un bosque saturado de paz, sólo te encuentras con un nuevo sollozo del atribulado poeta de las Místicas y de los Jardines interiores.

Musée d'Orsay. Serenité, 1899

Musée d'Orsay. Serenité, 1899

¡Serenidad! ¿La merecía yo por ventura? Ella es privilegio de espíritus incomparablemente más altos que mi espíritu. Mi serenidad en este libro se llama Resignación.

Perdóname, tú que me lees. Pude suprimir la intimidad de un prefacio tan sombrío; pero sentí que debía a mi Muerta estas páginas. Aquí, donde las escribo, hace apenas dos meses, le leía aún mis versos...

Sólo me queda ahora por decir a mi Ana lo que pensé al besar su frente (tan fría que hasta los cabellos estaban helados) en el momento supremo en que iban a cerrar su ataúd:

-Gracias, idolatrada mía, del fondo de mis entrañas, por los diez años de amor que me diste. ¡Que Dios te bendiga!

Y tú, lector, si crees en las promesas de Jesús y has llegado hasta estas líneas, ruega por Ana Cecilia Luisa Dailliez, para quien amorosamente escribo este libro. ¡Ora por ella y que Dios te bendiga también!

Amado Nervo

Febrero de 1912, Madrid







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