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La cota de poder de un intelectual contemporáneo según la última novela de Daniel Moyano

Marina Gálvez Acero





A Daniel Moyano

La ambigüedad que expresa el Diccionario de la Real Academia para definir el sustantivo «intelectual»1 no ha confundido a los estudiosos, que suelen recordar la connotación sociopolítica que tuvo en su origen. Como es sabido, el nacimiento del sustantivo (no del adjetivo, mucho más antiguo y sin duda ligado al pensamiento liberal y al socialismo durante gran parte del siglo XIX) aparece en estrecha relación con el asunto Dreyfus, en Francia y con el Regeneracionismo en España2, y por tanto con una actitud ética y de progreso frente a los abusos o la ineficacia del poder. Es decir, en su origen, ser intelectual implicó una actitud crítica frente al mal uso del poder y, sobre todo, un afán de influir social y políticamente a través de la opinión pública. Aquellos intelectuales de fines del siglo pasado y principios de éste lideraron las primeras protestas colectivas de ciudadanos que se constituyeron en grupos sociales con derecho a opinar, y, como consecuencia, en nuevos grupos de poder político y social. Como el propio sustantivo que los nombra, pronto tuvieron una rápida proyección en el resto de Europa y América. Sin embargo, a lo largo del siglo XX el concepto de intelectual, como persona de ideas, respetable e influyente, ha ido ensanchándose hasta abarcar a todo aquel dedicado al cultivo literario y científico. Por otra parte, también sus intereses se han ampliado de las cuestiones de orden social a las existenciales3. Pero el más significativo de los cambios ha sido el paso, experimentado en la actualidad, del modelo de intelectual comprometido4 al modelo de lo que se conoce como intelectual independiente, que no hay que confundir con aquellos que dudan honestamente de la eficacia de su tarea5.

No es nuestro cometido responder a estas cuestiones, más propias de un sociólogo. Pero es evidente, en principio, que en una sociedad tan compleja como la de hoy el intelectual ha tenido que compartir su papel tradicional con otras agrupaciones de eso que se ha dado en llamar la sociedad civil: ecologistas, feministas, organizaciones no gubernamentales, sindicatos, etc. que son ahora tal vez los más eficaces grupos «de presión», los que progresivamente han ido relevando de funciones a los intelectuales de la mano de los medios de comunicación de masas6, hasta tal punto que ya se habla de su desaparición7, o, al menos, de su relegación social8. Esta situación no es ajena a los vertiginosos cambios sociales y culturales que se han venido produciendo de mano de la técnica y del mercado9, que no parecen propiciar la reflexión, o que, en el peor de los casos, ha conducido a eso que se ha dado en llamar «el pensamiento débil».

En resumen, el intelectual de hoy parece abocado a replegarse sobre sí mismo abrumado por un mundo en el que los valores de su papel tradicional han dejado de serlo (en el que tiene que compartir su voz con colectivos «políticamente correctos») por la incertidumbre que le produce la rapidez con que se suceden los acontecimientos, la algarabía de tantas opiniones, el sentimiento de su ineficacia o, en el caso de los rioplatenses, el horror de su historia inmediata.

En todo caso, esta situación y la degradación evidente que ha sufrido el concepto de intelectual a lo largo del siglo, es preciso que la entendamos en el contexto de los profundos cambios que en todos los ámbitos se han venido produciendo en nuestro mundo, de manera que es comprensible que muchos de ellos se muestren honestamente confundidos, tras tantas crisis, ante los nuevos valores y la diferente sensibilidad que progresivamente se ha ido instalando en la sociedad del inmediato presente. Según Edgar Morín, el denominador común de nuestro presente es lo que ha llamado «la crisis del futuro», es decir, la incertidumbre frente al futuro. Y el futuro nos angustia porque estamos viviendo un presente de veloces y profundos cambios, que generan en el sujeto una extraordinaria inseguridad. Esta situación es la que a mi juicio viene motivando el repliegue sobre el presente y el pasado que grosso modo viene a ser la posmodernidad.

Circunscribiéndonos al ámbito de la novela hispanoamericana la circunstancia mencionada se complicó a partir de los traumáticos años setenta, en los que se asistió a un profundo cambio añadido: de la confianza (la euforia en ciertos casos) en el papel revelador e incluso salvador de la novela (piénsese en Sábato por ejemplo, pero también en cualquiera de esas brillantes poéticas narrativas cuyo fin extraliterario era el de revelar de manera más auténtica o profunda la realidad), que se veía como un medio o instrumento eficaz para incidir en la sociedad, se ha pasado a un verdadero desencanto hacia la mitad de los años setenta, situación que continuó, a causa de la crisis económica, incluso en la fase democratizadora que se inició en los ochenta. Daniel Moyano ofrece en Tres golpes de timbal (1989)10, un claro exponente de cómo evolucionó un intelectual rioplatense del inmediato presente.

Con la metaficción como reiterada estrategia narrativa Moyano fue un narrador que denunció como pocos el desgarro de sus continuados exilios y dejó en su obra amplio testimonio de los horrores de la soledad, la violencia o la miseria de los marginados sociales, repitiendo una y otra vez temas y motivos en busca de una explicación11 de esa sinrazón de la existencia12. Pero, sin salirse de esta caracterización general, en la última de sus obras se aprecia sin embargo un importante y significativo giro.

Como se sabe la novela narra la vida de una insólita comunidad de exilados sin identidad, una especie de teatrillo de títeres en el que los personajes han sido «copiados» por el autor (uno de los narradores) de uno de sus sueños. No son en consecuencia seres reales sino imaginados, el discurso es mimético, pero no refleja la realidad sino la fantasía del autor, aunque construida con elementos de la realidad y de la imaginación, que reconstruye como luego veremos una «historia deseada». La narración puede leerse en diferentes niveles. Puede hacer referencia a una historia bíblica, universal, americana o argentina. Existen indicios que remiten a esos niveles, es decir, que permiten universalizar el referente que en principio, teniendo en cuenta que el autor se encuentra entre los personajes, se trataría del exilio argentino. Posteriormente, las palabras con las que el narrador o narradores han ido construyendo su historia podrán ser leídas e interpretadas según la sabiduría (o el interés) de cada lector (igual que sucede con la primera raya en las planillas del medidor de vientos, «un silencio musical» o «primer intento de escritura», que para los sabios a quienes estaban destinadas serían «palabras» en las que podrían leer el sonido de los vientos). En todo caso, se trata de códigos que, de acuerdo con la actual crisis de confianza en el racionalismo, renuevan la fe en las facultades imaginativas o intuitivas.

Para Moyano existe una diferencia radical entre la Historia y lo que él llama la parte humana de la realidad que, según dice, es cada vez más ínfima, y forma parte indisoluble del mundo natural. En la parte humana de la realidad cada nuevo acontecimiento surge como en el orden natural (el noviazgo entre dos jóvenes que se aman es una floración) y, como en la naturaleza cada nuevo brote exige la poda de todo lo que dificulte su existencia, de ahí que se pida limpiar la casa de eternidades silenciosas, es decir, del pasado. Según Moyano, en el transcurso de la vida cada presente hay que vivirlo como presente absoluto13. Por el contrario, la Historia es para él lo artificial, lo añadido a lo natural: la que construyen los poderosos y los triunfadores, la que introduce la desarmonía en la naturaleza sojuzgando, violentando, marginando o matando a los más débiles. Frente a los contenidos recogidos por la Historia, Moyano oponía los propios del Arte.

La Historia (con mayúsculas) narra los hechos generalmente no deseados que podríamos llamar externos; el arte, en cambio, da cuenta de los hechos internos, es decir, los sueños y deseos de las personas, que son historia deseada, como contrapartida ante la brutal realidad del mundo. A la Historia la hace, en solitario, el Poder, a la otra la hacen, también en solitario, pero de otra manera, los Mozart y Cervantes y Miguel Hernández de este mundo. El arte en general es un discurso contra el poder. El poder en general es un discurso contra las personas14.

Pero el artista tiene su propio poder. Como escritor puede jugar con las palabras y los sonidos y crear nuevas realidades; puede escoger en libertad la parte de la realidad que le interese, e incluso modificarla, creando mundos embellecidos. Por ejemplo, puede disociar esa realidad y «reflejar» en su texto sólo la que le interesa. La parte de la realidad que interesa a Moyano en esta obra es la humana, es decir aquella que no es fruto de la política, ni del progreso, sino todo lo contrario: que parece abocada a desaparecer en razón de la política y el progreso (es decir, de la Historia). En este sentido la novela es, por tanto, un discurso contra el poder15. A Moyano no le ha interesado ahora denunciar los horrores del colectivo humano más desfavorecido, ni tratar de explicar o de explicarse la sinrazón de la Historia. Parte del reconocimiento de su existencia (Minas Altas es un pueblo de exilados situado en un medio hostil, aislado, precario, alejado de cualquier signo de modernidad, sometido a la injusticia y la depredación del poder), pero su intención no pasa por la denuncia, al menos no en la medida en que aparece en sus obras anteriores. Lo que ha pretendido el intelectual desengañado de ahora, con el poder que tiene en cuanto narrador para crear mundos autónomos, ha sido resarcirse de los estragos de la Historia, vengarse de ella creando y legando a la posteridad, -utilizando para ello la cota de poder que todavía se reconoce- lo que para él sería un mundo feliz. Ése fue el último de sus testimonios. Efectivamente, el legado que nos ofrece a sus lectores es el de un mundo en el que no aparece la miseria, ni el terror, ni la soledad, ni la desesperanza. Por el contrario, a pesar de que tienen conciencia de haber perdido un paraíso (los valles fértiles de donde provienen) y de que están abocados a un futuro de destrucción (las explosiones cada vez más cercanas se lo recuerdan) sus habitantes viven despreocupados de esos extremos. No les inquieta lo irremediable, lo que centra su interés es el presente: vivir conforme a sus sentimientos y deseos. Su condición de exilados y la secuencia del rescate de una memoria histórica los dota de cierta identidad, es decir, completa la parte humana de ese mundo cordillerano, aunque todo es puramente discursivo o textual (la copia escrita de un sueño construido como imagen invertida de la realidad). Los lectores nunca tendrán la falsa ilusión de creer que están leyendo la verdadera realidad (ni en su parte humana o natural ni en su parte histórica), pero la parte histórica aporta a la fantasía suficientes visos de realidad para evitar caer en lo puramente evasivo, como se dice a propósito de la identidad encontrada por el Cantor en los viejos retratos cumple la engañosa función de ser la «certeza de un pasado conocido».

Aunque creada con la imaginación y las palabras y sin proyección hacia el futuro, Minas Altas es un reducto utópico donde no existen jerarquías, donde todo está en armonía con su entorno natural; un mundo solidario (66-67) donde reina la fantasía, la imaginación y los deseos satisfechos (recuérdese el episodio del piano). Un mundo lleno de flores, música y colores, donde se conculcan u olvidan todos los valores utilitarios o materiales, los más caracterizadores de nuestra época. De manera que los minalteños, aunque no carecen de insatisfacciones (que los hacen humanos) son felices16. Su vida es un eterno juego, sus ocupaciones y trabajos no tienen otra utilidad que satisfacer los deseos y necesidades exigidas por su condición humana, por el medio cordillerano o espacio natural en el que se sitúa la comunidad en el exilio, o por la solidaridad (entre ellos mismos o con los otros, los de afuera; por ejemplo, el medidor de vientos ayuda a «entender el planeta»). Por lo demás, todos son artistas, es decir, todos pueden crear, objetivar, corporeizar, sus sueños17. Sus nombres son letras y signos musicales, para que todos podamos reconocernos en ellos.

Si siempre fue un escritor consciente del valor del lenguaje creativo y de su papel de intelectual comprometido en el sentido tradicional del término, ahora, en esta última entrega de su obra, Moyano parece haber tomado conciencia de que, como narrador, su cota de poder se ha reducido a la libertad de crear mundos utópicos con la imaginación y las palabras. Pero gracias a ello en el futuro perdurarán sus sueños, al menos como testimonio de lo que no pudo ser.

En esta novela Moyano ha legado sus lectores lo mejor de sí mismo, un alma generosa, solidaria y sensible, que fue capaz de disfrutar «jugando» con los sonidos de las palabras a sabiendas de que no escribía sólo para el disfrute propio y ajeno, sino que través de esos juegos con los sonidos y las letras lograba crear un mundo que viniera a ser la memoria de lo primordial, de aquello que verdaderamente debe recordarse en medio del caos, el testimonio de lo más auténtico de la vida, de la belleza y la armonía natural.





 
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