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La literatura argentina y sus vínculos con España


Rafael Alberto Arrieta





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Introducción

Las literaturas hispanoamericanas, trasplantes de la española por su lengua común y los modelos ineludibles de las centurias coloniales, son literaturas originariamente epigónicas. Las letras del Nuevo Mundo respiran el oxígeno del Viejo por todos los poros. La literatura de Roma nació de la imitación, durante el deslumbramiento de la fusión greco-latina; pero en idioma propio y adulto. La belga y la suiza de lengua francesa son, por ese vínculo inquebrantable, derivadas: la lengua puede no unificar, pero uniforma.

La lucha por la emancipación política en el inmenso territorio de la América hispana tuvo expresión espiritual en una sola lengua: la heredada por todos los pueblos hermanos, de su madre peninsular. Fue, de tal modo, en ambos bandos, la aprendida para el vivir cotidiano, para el trabajo y el ocio, para el rezo y el amor, para el saber y la fe; porque la lengua de España en América era el habla y su cultura   -8-   histórica, la legislación y la iglesia, la universidad y la imprenta, es decir, el patrimonio civilizador.

La beligerancia criolla empleó como recurso habitual, durante la guerra, el encono acusador por el oscurantismo en que la metrópoli mantuvo a sus colonias, por el aislamiento de las fuentes en que bebe la inteligencia y por el sometimiento a las prácticas enervantes del fanatismo que coadyuvan al triunfo de los sistemas despóticos. La revolución argentina aprovechó ese argumento con todas las variantes del tono lírico y de la dialéctica política a través del neoclasicismo de sus letras; los románticos siguieron exprimiéndolo en sus prensas vindicatorias; el eco de la protesta perduraba en ráfagas durante la organización nacional y llegó hasta las postrimerías del siglo como un rezongo pertinaz. Hoy sabemos que América fue la prolongación de España; hoy se nos demuestra que España puso a América en contacto con la civilización europea poco después de iniciada la conquista, y que las vicisitudes de la cultura indiana en tres siglos de coloniaje fueron casi las mismas que experimentara la española en su proceso simultáneo. Nos enseñó lo que sabía; nos dio lo que tenía, empezando por su hermosa lengua y su gran literatura.

En 1538, la isla Española de Colón, la Primada de América, Santo Domingo, fue distinguida por cédula real de Carlos V y bula de Paulo III, con la primera Universidad de Indias, a la que concedieron privilegios y franquicias idénticos a los de la Universidad de Salamanca, fundada hacia 1215, y a la de Alcalá de Henares, única rival de aquélla entre todas las hispánicas, fundada en 1508. México y Lima obtuvieron la autorización del mismo beneficio en 1551. La quiteña de San Fulgencio fue autorizada en 1586; la del Cuzco, en 1598. Pertenecieron al siglo XVII las de Santa Fe de Bogotá (1621?), Charcas (1624) y Guatemala (1676), y al siglo XVIII las de Caracas (1725), La Habana (1728) y Santiago de Chile (1738).

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España tuvo imprenta casi treinta años antes del descubrimiento de América y la introdujo en ésta a los cuarenta y tres de aquel suceso. Dos ciudades recibieron en el siglo XVI el trascendental artefacto: México en 1535 y Lima en 1583. En el siglo XVII lo tuvo Guatemala (1641) y a principios del siguiente las misiones jesuíticas del Paraguay, y La Habana; hacia mediados de la centuria, Bogotá; poco después de mediada, Quito, y hacia el final, Santiago de Chile. La imprenta generó dos productos igualmente peligrosos: el libro y el periódico. Una legislación restrictiva previó el contagio, y desde mediados del siglo XVI impidió que libros heréticos o indeseables por razones distintas pasaran de España a América, como ratas pestíferas, entre el matalotaje de los galeones; pero, a pesar del expurgo, ejercido por el Tribunal de la Inquisición de Sevilla, colábase el enemigo sutil, forrado en corderina. Ya había bibliófilos en el continente casi analfabeto, y entre ediciones de Amsterdam, de Valencia, de Lieja, de Nápoles, alguna aldina y alguna elzeviriana saludaban al sol de otro hemisferio. ¡Primeras inmigraciones furtivas del espíritu! De los eróticos latinos a los sensuales renacentistas, de los exégetas heterodoxos a los teorizadores subversivos, de la novela de caballerías a los enciclopedistas, llegaron sucesivamente, en forma tolerada o subrepticia, en barcos españoles o ingleses o franceses, libros y más libros no emparentados con la teología, la patrística ni la monarquía absoluta. La leyenda del aislamiento inviolable en que España mantuvo a los espíritus de América privándolos de libros que pudieran perturbar la fe, la moral y la adhesión política del continente de su lengua, ha sido desbaratada por los investigadores de este siglo, de México al Plata. La ley fue rígida; la práctica, elástica. Las bibliotecas coloniales no estuvieron atrasadas más que en dos o tres decenios con relación al movimiento bibliográfico de España, y en parte de Europa, a partir del siglo XVII, y acortose ese tiempo en el siguiente   -10-   hasta la reducción posible. Aun en los inventarios de algunas bibliotecas particulares de nuestro lejano y desvalido rincón se muestra la liberalidad y la contemporaneidad de sus provisiones. En cuanto al libro impreso en Indias, también sujeto a legislación desalentadora, parece que más de una vez halló dormido a su guardián. De la misma manera, el periodismo alcanzó extenso desarrollo. El primer periódico de América apareció en México, en 1722; el primero de Guatemala, en 1729; de Lima, en 1743; de La Habana, en 1764; de Bogotá, en 1785; de Quito, en 1792. Venezuela y Chile no tuvieron periódicos hasta el siglo XIX.

Dones preciosos de España en América, compartidos con atraso y mengua por unos centros respecto a otros, la universidad y la imprenta fueron bienes tardíos para Buenos Aires, como en riqueza arquitectónica -descontada la precolombina- y fastuosidad cortesana, fue aquélla, comparada con México y Lima, abandonado arrabal. La universidad jesuítica de Córdoba existió desde 1664, pero su carácter era esencialmente teológico y sólo en 1791, ya en poder de los franciscanos, incorporó disciplinas jurídicas; de ahí que los abogados argentinos anteriores a 1797 hubieran obtenido su título en Charcas, o en Santiago de Chile, o en Lima, o en España. Mediterránea, pegada a su hoya, adormecida por sus badajos conventuales, Córdoba no presidió en torno a sus aulas la actividad literaria propia de otros centros universitarios, y la canción solitaria de su nativo Luis de Tejeda, en la primera mitad del siglo XVII, parece exótico remedo de ruiseñor culterano al pie de la serranía.

La creación del extenso virreinato del Río de la Plata, en 1776 dio a la ciudad de Garay empuje decisivo y una importancia que se advirtió poco después en sus progresos de toda especie. La breve actuación del primer virrey, consagrada en gran parte a la guerra con los portugueses, no cuenta para aquéllos. Es el segundo, don Juan José de Vertiz Salcedo, natural de México, quien los promueve en un   -11-   sexenio fecundo, inspirado por el espíritu renovador y constructivo del reinado de Carlos III. El proyecto de crear la universidad de Buenos Aires databa de 1771, cuando Vertiz era su gobernador; la real cédula de fundación se expidió ocho años más tarde y se reiteró tres veces sin que llegara a cumplirse. Finalmente, el virrey decidió en 1783 la fundación del Real Colegio Convictorio que en homenaje al monarca llevó el nombre de San Carlos. Tres años después, el iluminador de la ciudad -¡humosa llamita de las velas de sebo en la negrura de calles traicioneras como un desfiladero!- resolvió dotarla de una nueva luz: la imprenta. Los jesuitas de Córdoba habían instalado una prensa en el colegio de Monserrat, casi con cuatro lustros de anterioridad, y aquella prensa poco usada fue la que se trasportó en carreta, en 1780, a Buenos Aires. Ocho cajones contenían los tipos, mezclados como en un empastelamiento; en sus líos originarios venían los que nadie empleara aún; los tórculos presentaban algunas piezas deterioradas y carecían de otras. La imprenta fue entregada por el virrey a la Casa de Niños Expósitos (también creación suya) como ayuda para su sostenimiento y aprendizaje de sus huéspedes. El taller, administrado por un joven portugués que era librero, comenzó enseguida a satisfacer pedidos del vasto virreinato: cédulas y guías, almanaques y devocionarios, timbrados administrativos y esquelas de convite, catones y bandos, billetes de lotería y carteles para corridas de toros...

También al teatro dejó unido su nombre el virrey Vertiz. Sabía, como lo dijo en la Memoria de su gobierno, que el teatro era tenido por una de las mejores escuelas para las costumbres, para el idioma y para la urbanidad general, y ofreció ese atractivo educador a una ciudad que, según el mismo informe, carecía de otras diversiones. La llamada Casa de Comedias, galpón de madera techado de paja, se construyó en un paraje conocido por la Ranchería. Nació en aquel escenario el teatro argentino con Siripo, tragedia   -12-   escrita por el poeta porteño Manuel José de Lavardén, ceñida a las unidades e inspirada en un episodio de la conquista ocurrido en un fuerte a orillas del Paraná, que cuentan los cronistas.

El marqués de Loreto, sucesor de Vertiz y casi su reverso, no tiene relación alguna con las letras de sus días, salvo, su implacable persecución al canónigo doctor Juan Baltasar Maziel, nativo de Santa Fe, figura culminante del clero porteño y rimador de circunstancias. Una de éstas constituye el minúsculo alboroto de nuestra mínima literatura colonial. El 10 de noviembre de 1786, víspera del día de San Martín, de Tours, patrono de la ciudad, salió el virrey del Fuerte, con vistosa comitiva, escoltando al pendón real. En la Plaza frontera se cruzó con un sacerdote que iba a suministrar los últimos sacramentos a un enfermo; púsose el marqués de Loreto a su lado y lo acompañó, seguido por su séquito. Dos sonetos de Maziel, uno dirigido al virrey, el otro a la Real Audiencia, hicieron el elogio de aquel acto piadoso. Hubo con tal motivo un asalto de graznidos en décimas y romances burlones que el papelista salvado por nuestro benemérito colector Segurola atribuyó a cierta «Musa del Rimac que se haya aquí extranjera como la corneja entre los pavos». Lavardén saltó ágilmente al reñidero con tercetos cortantes y diestramente rimados, y dio en uno de ellos la prueba inequívoca para la identificación del limeño: «Pues el 'donde un enfermo' es cholinismo». En efecto, una décima anónima decía que el virrey divisó a quien iba «donde un enfermo de muerte».

Cuatro días antes de haberse suministrado el viático que suscitó el revuelo de rimas, un joven porteño, Manuel Belgrano, se había matriculado en la Universidad de Salamanca. Tres años después, experimentaba la conmoción que expresaría así en sus páginas autobiográficas: «Como en la época de 1789 me hallaba en España y la revolución de la Francia hiciese también la variación de ideas, y particularmente   -13-   en los hombres de letras con quienes trataba, se apoderaron de mí ideas de libertad, igualdad, seguridad, propiedad, y sólo veía tiranos en los que se oponían a que el hombre, fuese donde fuese, disfrutara de unos derechos que Dios y la naturaleza le habían concedido, y aun las mismas sociedades habían acordado en su establecimiento directa e indirectamente». Atraído por la economía política, se vinculó con especialistas en ella, emprendió algunos trabajos, tradujo un tratado francés y mereció distinciones en Salamanca y en Madrid. «Al concluir mi carrera, por los años de 1793 -dijo en las mismas páginas- las ideas de economía política cundían en España con furor, y creo que a esto debí que me colocasen en la secretaría del Consulado de Buenos Aires, erigido en tiempo del ministro Gardoqui, sin que hubiese hecho la más mínima gestión para ello». El abogado argentino volvió a su ciudad en 1794, dispuesto a poner en práctica las ideas económicas de Campomanes; pero el hijo de un comerciante enriquecido «en el tiempo del monopolio» chocó en el flamante Consulado con un cuerpo de comerciantes monopolistas, todos españoles, que no sabían ni querían otra cosa que «comprar por cuatro para vender por ocho». Abatido, se refugió en las memorias anuales que su cargo le exigía presentar; y en ellas se propuso, «al menos, echar las semillas que algún día fuesen capaces de dar frutos».

La sátira de Lavardén señalaba, en contraste con Buenos Aires, la abundancia de versificadores de Lima, cada uno de ellos creído «que con Quevedo y Góngora compite» al ofrendar semanalmente su fruto al virrey. Ocurría lo mismo en la ciudad de México, donde por aquellos días hubo certamen lírico que congregó en menos de una semana a doscientos moscones del Himeto entre una población de ciento cincuenta mil habitantes, cuya mayoría era analfabeta. Culteranos, conceptistas o neoclasicistas, aquellos enjambres de la Ciudad de los Reyes y de la capital de Nueva España,   -14-   hechos a un arte de besamanos durante dos siglos de reverencias cortesanas, se deshicieron al primer soplo de la Revolución, y los sobrevivientes necesitaron romper las ataduras de un prolongado vasallaje para expresar el sentimiento nuevo.

La literatura argentina -claro nombre que fue título en el poema del extremeño Barco Centenera y en la historia del paraguayo Días de Guzmán-, la literatura surgida de un sentimiento de emancipación política y de un anhelo de expresión nacional en el pueblo de Mayo, no tuvo que destruir lazos de esa especie. Su pasado colonial coincide efectivamente con el corto virreinato, y el decenio prerrevolucionario, primero del siglo XIX, es ya suelo nutricio de sus raíces. Así lo incorpora este panorama histórico que procura mostrar las relaciones de nuestra literatura con España -o su ausencia- desde los comienzos hasta el centenario de la Revolución. La historia de esos vínculos que se interrumpen y reanudan con variable destino junto al infrangible del idioma, requiere, asimismo, la consideración de otros influjos que determinan interferencias o superposiciones dentro del cuadro integral. Quede sabido desde ahora que el autor no se ha propuesto hacer un alegato ni una obra didáctica, sino una excursión histórica guiada por un hilo de la urdimbre.





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- I -

El Neoclasicismo


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- I -

La última década colonial, primera del siglo revolucionario


El llamado «siglo de las luces» se inicia en Buenos Aires con promisorio albor. Mucho esperan unos pocos de las ideas esparcidas, de nuevas fundaciones, de los ecos del mundo. Algo se agita en la monótona sucesión de los días porteños con estremecimiento apenas perceptible para la ciudad amodorrida. Las aguas del ancho río apagan el rumor lejano de las olas atlánticas; pero hay oídos atentos que adivinan en el aire más de lo que les llega desgarrado y prófugo: alianzas hechas y deshechas de España con Inglaterra y Francia; la pérdida española de un pedazo de tierra americana; un nombre que resuena y crece: Napoleón; el descaro de un advenedizo que entró por la ventana de la alcoba real e impone su voluntad al reino...

Las Memorias presentadas por el secretario del Consulado de acuerdo con la cédula ereccional, prueban que no   -18-   se han modificado en lo mínimo los abusivos privilegios del comercio local; pero las «semillas» económico-sociales sembradas en ellas van a fructificar en dos fundaciones: la escuela de Comercio y la de Náutica. Marinos españoles llegados al Plata como miembros de la comisión demarcadora de los límites hispano-lusitanos en América, no son extraños a los fulgores de la «nueva ciencia» colonial. Manuel Belgrano tiene sus mejores colaboradores en el capitán don Félix de Azara -cartógrafo, etnólogo, naturalista, explorador e historiador del virreinato- y en su segundo, el ingeniero geógrafo don Pedro Cerviño.

El huerto de San Carlos cultiva sus promesas. Acaso el doctor Valentín Gómez, nativo de la ciudad, profesor de filosofía, confía ya en el brillo, tal vez próximo, fuera de las aulas, de alumnos que se llaman Bernardino Rivadavia, Vicente López, Juan Ramón Rojas. Y es probable que comparta su esperanza el presbítero español don Pedro Fernández, profesor de latinidad y eficaz revelador de la belleza clásica, a través de los poetas de Augusto, en su templete carolino.

Veinte años después de instalada la primera imprenta, sale de su taller el primer periódico. Vientos de la nueva centuria trajeron del Pacífico un ave de rara pluma: el extremeño Francisco Antonio Cabello y Mesa, periodista en Lima y solicitante de autorización para fundar un papel periódico una Sociedad Patriótico-Literaria, en Buenos Aires. La petición fue lenta y cuidadosamente filtrada por todos los alambiques administrativos de la colonia antes de ser acogida. El síndico general del Real Consulado consideró en su informe la importancia excepcional de las dos iniciativas: «Y Buenos Aires que apenas cuenta diez y seis años de la erección de su Real Audiencia Pretorial, y seis de Consulado, sin Universidad hasta ahora, ni más que unos estudios particulares de Gramática, Filosofía, y Teología, que por esto ni se aproxima, ni se aproximará en muchos años,   -19-   a las Ciencias, Decoraciones, y Riquezas de Lima, se ve hoy como un parangón de ella con las loables empresas del Periódico, y Sociedad Patriótica».

El periódico se proponía adelantar las ciencias y las letras y libertar al espíritu filosófico de las «voces bárbaras del Escolasticismo». La Sociedad sería apoyo del periódico en la consecución de sus fines, por ella ampliados al estudio del territorio virreinal y a las «antigüedades de esta América Meridional», como al de las diversas ramas de la economía de su medio. Por lo demás, sus socios deberían ser únicamente «Españoles nacidos en estos Reinos, o en los de España», sin mezcla de raza ni de religión ni mancha en su concepto público, «porque se ha de procurar que esta Sociedad Argentina se componga de hombres de honrados nacimientos, y buenos procederes».

El Telégrafo Mercantil, Rural, Político, Económico e Historiográfico del Río de la Plata apareció el miércoles 19 de abril de 1801 en un cuaderno de ocho páginas, encabezado por una cita de las Geórgicas. Después de exponer sus propósitos imploraba la protección de Mercurio, y en su misma línea la concedía a la oda al Paraná, del doctor Manuel de Lavardén. El dios pagano parecía presidir, tres veces alado, con petaso, caduceo y sandalias, aquellos endecasílabos fluviales que inauguraban la poesía argentina del siglo con una invocación vernácula, a pesar de que disfrazaban sus aguas tributarias hasta convertirlas en medallones de los «rostros divinales» de Luisa (así, en primer término, como correspondía a la realidad conyugal y monárquica) y Carlos (aunque el asonante explicase su poético desmedro). El número 4 estampó las estrofas en que el administrador de la aduana de Montevideo, José Prego de Oliver, oriundo de la península, loaba al cantor del Paraná, y el número 6 cedió sus primeras páginas a la caudalosa oda en que el funcionario criollo Manuel Medrano congregaba a los númenes para mostrarles a quien había ilustrado con   -20-   su voz el patrio suelo. Lavardén quedó consagrado como el primer poeta argentino en aquellas páginas misceláneas, entre los precios corrientes de los frutos del país y el movimiento portuario del Plata en ambas márgenes. Los números posteriores del Telégrafo ampliaron, en forma creciente, su diversidad seductora, de acuerdo con los enunciados del título; y entre nociones, observaciones e informaciones de todo género fue intercalándose un muestrario poético de producción local que abarcó la loa, la fábula, la sátira, lo solemne y lo procaz, la miel y los ácidos. El virrey Del Pino suspendió la publicación en octubre de 1802, entre otras razones «por su poca pericia en la elección de materias». Un mes antes había aparecido el Semanario de Agricultura, Industria y Comercio, bajo la dirección del porteño Hipólito Vieytes. Desterró los pájaros cantores de su bien granado huerto y vivió próspero hasta las invasiones inglesas, terminando su existencia en la segunda. El 3 de marzo de 1810 nació el Correo de Comercio, tercer periódico de Buenos Aires, redactado por Manuel Belgrano y el mismo Vieytes; su prospecto rememoró al antecesor inmediato: «El ruido de las armas, cuyos gloriosos resultados admira el mundo, alejó de nosotros un periódico utilísimo».

Aquel ruido bélico de 1806 y de 1807 fue propicio a las musas, calladitas durante el lustro pacífico del Semanario. La primera invasión de Buenos Aires; su reconquista de las «garras del león de Albión» por los tranquilos habitantes; la segunda invasión y el desastre definitivo de las multiplicadas fuerzas invasoras, revelaron un alma ciudadana, una capacidad autónoma, un amor colectivo al suelo propio que podía llegar hasta el sacrificio. Fueron los nativos quienes lo advirtieron con lucidez trascendente ante la fuga del virrey español, el desamparo militar de la población y la ineptitud de sus custodios. Un capitán de Francia, al servicio de España, dirige la reconquista y somete al general inglés.

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Romances, letrillas, décimas, octavas; epigramas, acrósticos, epitafios, brotaron no se supo cómo ni de dónde con fluidez de manantial, inundaron la imprenta de los Niños Expósitos, mordieron el metal de las armas, asaltaron las paredes, coláronse en los misales. El cabildo de Oruro envió al de Buenos Aires un escudo alegórico de plata potosina en conmemoración de sus triunfos, y la corporación obsequiada recibió la ofrenda con festejos populares. Los arcos levantados en la Plaza Mayor ostentaban alusivas estrofas. Desde España se asoció al certamen épico don Juan Nicasio Gallego con su canto A la defensa de Buenos Aires, primer y último mensaje poético de la metrópoli a su lejana colonia.

Algunas piezas de inusitada extensión hicieron la crónica versificada de las invasiones; entre ellas, el Romance heroico (1807), exclusivamente dedicado a la reconquista de la ciudad, por el doctor en los dos derechos, de la Universidad de Chile, capellán de regimiento y profesor de filosofía de San Carlos, don Pantaleón Rivarola, y el Triunfo argentino (1809), poema épico en endecasílabos asonantados de don Vicente López y Planes, capitán de la legión de Patricios en la defensa. Ambos autores eran porteños. El romance y el poema se abastecieron de dioses y símbolos en el arsenal retórico-mitológico de la Eneida; y si el primero nos muestra a las ninfas y las nereidas del Plata llorando su cambio de dueño («¡Ah, ya no somos de España, somos ya de la Inglaterra!»), el segundo presenta a sus náyades pidiendo socorro y acredita algún aserto con el testimonio de faunos y dríades. Salpican los hechos en el romance gritos frecuentes de ¡viva España! y ¡viva el Rey!, el vasallaje colonial se goza en exhibirse como una ofrenda del triunfo:


Y vos, ¡oh! gran Carlos Cuarto,
dueño y señor de esta tierra,
recibid los corazones
que con amor os presentan
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estos humildes vasallos
que tan distante os veneran.
No queremos otro Rey,
más corona que la vuestra.
Viva España en nuestros pechos;
nuestra lealtad nunca muera.



También el poema consagró a la ciudad «modelo de lealtad, espejo fino de amor a Carlos y su culto sacro»: la ciudad indefensa, improvisada en tropa («Allí está el labrador, allí el letrado, el comerciante, el artesano, el niño, el moreno y el pardo; aquestos sólo ese ejército forman tan lucido»); tropa que representaba a toda España junto a los criollos:


el castellano y diestro vizcaíno,
el asturiano y cántabro invencible,
el constante gallego, el temible hijo
de Cataluña, el arribeño fuerte
y el andaluz se aprestan al conflicto...



No obstante esa enumeración peninsular, la voz argentino está en el título glorioso del poema, designa repetidamente al defensor en forma global y es la última palabra del canto. Aun cuando no hubiese tenido significación premeditada en el intento del autor, dio al poema un fulgor anticipado que los hechos parecieron confirmar inmediatamente.

Las disidencias locales entre españoles y criollos, agrupados, respectivamente, en torno a don Martín de Alzaga y a don Santiago Liniers, y agrandadas, a través del río, entre Buenos Aires y Montevideo; la abdicación de Carlos IV y la renuncia de Fernando VII a la corona, en favor de Napoleón; el reemplazo del virrey Liniers por Hidalgo de Cisneros y la represión cruel de los movimientos emancipadores en las intendencias del Alto Perú, presagiaban la sublevación y la ruptura. Esperábase un signo final, y el   -23-   pronunciamiento se produjo en Buenos Aires como en Caracas cuando llegó la noticia de la disolución de la junta de Sevilla, último gobierno español en la península.

Durante ese proceso de dos años, los ingleses expulsados de la ciudad volvieron a entrar en ella por el mismo río y sin resistencia; varios de los prisioneros habían formado hogar con sus carceleras. La cola luciferina atribuida a aquellos herejes para espanto y repulsión de las almas temerosas del infierno, y tan ingeniosamente disimulada como por arte también diabólica, ya no asustaba ni a los niños. Una simpatía espontánea iba borrando el rencor y aproximando a los enemigos de ayer. La caballerosidad británica y la hidalguía española hallaban su vértice en la cordialidad de los nativos.

En 1809 el porteño Mariano Moreno, abogado recibido en la Academia Carolina de Charcas, presentó al virrey Cisneros un escrito profesional en representación de una corporación de hacendados, pidiendo el comercio libre. Las circunstancias críticas y el consejo de los organismos administrativos y de las fuerzas vivas movieron al virrey a concederlo. Inglaterra aprovechó la ansiada ocasión; protestaron los españoles de Buenos Aires ante la Junta de Sevilla; los compatriotas de Mariano Moreno abrieron las puertas de su casa a los ingleses.

Diversos enseres pertenecientes a los invasores de 1806 y 1807, regalados o vendidos por sus dueños, formaban parte del ajuar criollo como lindas muestras de una industria execrada. El hogar del santanderino don Domingo López y de la porteña doña Catalina Planes, en la calle del Perú, había adquirido de uno de los oficiales de Whitelocke la mesita de caoba, de abrir y cerrar, sobre la cual Vicente López y Planes escribió el Triunfo argentino y, algo después, la Marcha patriótica.



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- II -

Las armas y las letras


La Revolución improvisa soldados y poetas. La patria es poemática. «La Patria es una nueva musa», declara un franciscano rimador. La guitarra es nido de trovas en el salón alfombrado y en los fogones rurales. La canción patriótica vuela en hojas impresas o manuscritas, o de labio en labio: reguero incensivo, mensaje, ofrenda, aguijón; siembra por lo común anónima y desparramada en letrillas, boleras, cielitos, glosas, endechas, por todos los rumbos del país. La «versería» -como dirá un personaje de Bartolomé Hidalgo- participa hasta en la ornamentación urbana: se inscriben cuartetas, décimas, octavas, sonetos, en el arco toral del Cabildo, en los arcos triunfales de la Plaza Mayor, en las portadas. Se brinda en verso por los héroes; se graban versos en los escudetes votivos; se arrojan versos   -26-   entre flores al paso de los batallones. Ya en 1810, el doctor Castelli, representante de la Junta, es recibido jubilosamente por la ciudad de Salta con una letrilla que entona la población entera. Se cantan marchas revolucionarias en la calle, en los cuarteles, en los centros políticos, en las escuelas.

La revolución argentina es la revolución americana. América es la patria continental. La hermandad histórica y geográfica que invocan los pueblos de una misma lengua durante la lucha común por su independencia política, tiene expresión solidaria en el de Mayo, desde su hora inicial. La primera canción patriótica que recorre las calles de Buenos Aires comienza por dirigirse a los compatriotas continentales:


Sudamericanos:
mirad ya lucir
de la dulce patria
la aurora feliz.
La América toda
se conmueve al fin...



En las páginas de la Gazeta los himnos heroicos se engastan en la prosa doctrinaria, y alternan las listas de donaciones para la Biblioteca pública recién fundada y para el ejército naciente. La Junta de gobierno se empeña en conciliar las artes de la paz con las exigencias de la guerra. El Colegio de San Carlos ha debido convertirse en cuartel de tropas; pero el brillo de las armas no debe alejar de los libros a la juventud estudiosa2. Los propósitos educativos del gobierno tienden a una finalidad permanente; el decreto sobre la fundación de la Biblioteca se inicia con un postulado que expresa una necesidad transitoria: «Los pueblos compran a un precio muy subido la gloria de las armas».

Para festejar el segundo aniversario de la Revolución,   -27-   se lleva al pie de la Columna de Mayo -erigida el año anterior- a los escolares de la ciudad. El coro infantil impresiona profundamente al pueblo, y el gobierno acuerda entonces que se repita aquel canto, como obligación diaria, en las escuelas, y que «en los espectáculos públicos se entone, con la dignidad que corresponde, la marcha de la Patria, debiendo en el entretanto permanecer los concurrentes de pie y destocados». La «marcha de la Patria» que en aquella celebración había sido la especialmente escrita para el acto por fray Cayetano Rodríguez -«Volvió otra vez el venturoso día...»- será, desde 1813, la de Vicente López y Planes, por «decreto soberano» de la Asamblea constituyente, que la declara «única en las provincias unidas» y la difunde en hoja volante. Unidos a la música de Blas Parera, los versos de López encarnan inmediatamente en la población porteña, penetran con rapidez en el interior del país y llegan más tarde, con las campañas libertadoras, al Pacífico3.

La poesía comenta, exalta, paso a paso, el desarrollo de la acción patriótica. Desde la batalla de Suipacha, en 1810, hasta la batalla de Ituzaingó, en 1827; desde la apertura de la Sociedad patriótica y literaria, fundada por Bernardo Monteagudo, en 1812, hasta las distintas creaciones sociales del ministro Rivadavia, todos los hechos civiles de importancia tienen su elogio lírico. Simultáneamente, Montevideo, primero, Chile después y por último Lima, intercambian   -28-   sus loas con Buenos Aires, a medida que los acontecimientos afines y concatenados anudan la red amplísima. Un soldado oriental, Eusebio Valdenegro y Leal, firma los primeros versos que publica la Gazeta de Mariano Moreno. Un chileno, Camilo Henríquez, continúa en suelo cisandino su apología métrica de la libertad, iniciada en su país. El argentino Vera y Pintado, residente en Chile, escribe la canción nacional del pueblo hermano. Bartolomé Hidalgo, nacido en Montevideo y dos veces autor de la Marcha oriental, contribuye principalmente al cancionero criollo de la emancipación argentina. Y de la ciudad de Mayo parten mensajes rimados que cruzan el Plata y los Andes.

Los poetas de Buenos Aires asumen, por resolución de los órganos gubernativos, una suerte de magistratura homérica. Se les designa oficialmente como representantes de las secretarías del Estado, de la municipalidad, de la más alta autoridad del ejército, para cantar los triunfos sucesivos. En la primera década quedó constituido el parnaso oficial con seis miembros: Vicente López, Juan Ramón Rojas, fray Cayetano Rodríguez, Crisóstomo Lafinur, Esteban de Luca y Juan Cruz Varela. Los unía el sentimiento ardiente de la libertad, el instrumento apenas diferenciable que hace de sus cantos fragmentos distintos de la monodia única y el ministerio de una función pública que desempeñaban con fervor casi sacerdotal. La ausencia de una tradición literaria y la consecuente inexistencia de aquellas germinaciones poéticas que habían dado a México y Perú abundante cosecha colonial, determinaban la floración inicial de nuestra poesía, abierta al sol de Mayo. Sólo tuvo raíces locales, como queda dicho, en la Oda al Paraná y en el cancionero de las invasiones inglesas.

La Revolución improvisó soldados y poetas, y ambos se proveyeron en el campo enemigo para la fabricación de armas y la creación lírica. El teniente coronel del ejército español, don José de San Martín, encabeza a los oficiales   -29-   argentinos que guerrearon por la libertad de España vienen a luchar por la libertad de su patria; de un ingeniero emigrado de la península aprenden los vulcanos porteños a fundir cañones y morteros, a fabricar fusiles, a forjar espadas con materiales del país. De los líricos peninsulares en boga, toman los nuestros el vaso que llenarán con su credo. ¿Cómo hallar troquel fuera de España? Y en ella, ¿cómo romper las fronteras del gusto dominante, cómo escapar a la uniforme retórica que imperaba en los países latinos? El neoclasicismo había comprendido al viejo y altivo solar dentro de su comunidad niveladora; la poética del siglo XVIII rebasaba su límite e inundaba sin resistencia, con ola desmayada, los primeros lustros del siguiente. De la renovación estética producida entre The Seasons y Lyrical Ballads, nada alcanzó a los admiradores criollos de la libertad británica. La naturaleza del nuevo mundo permaneció tan ausente de la poesía revolucionaria como de las octavas de Ercilla y de Barco Centenera. En 1821 el gobierno de Buenos Aires otorga como premio a un poeta los poemas de Osian; pero lo presenta custodiado por Homero y Virgilio, aunque el hijo de Fingal es todavía tan desconocido en la ciudad de Rivadavia como los coetáneos «lakistas». Francia, cuna de la revolución antonomástica, no había tenido aún la Bastilla de su parnaso. La lírica del primer Imperio continuaba la del siglo precedente, y el abate Delille, traductor de las Geórgicas en 1781 y de la Eneida en 1804, era su expresión invariable. Oíase en torno el débil gemido de los élegos, y se le percibía como el vagido de una nueva existencia: Millevoye, que los resume, suscita ecos dispersos en América, y tienta con su mejor pieza la versión de un argentino; pero Lamartine no aparece hasta 1820, y tardará una década en cruzar el Atlántico. La Italia del «ressorgimento» coincidía con la patria de Mayo; sólo sus voces precursoras podían, pues, resonar en ella. Dos, especialmente, fueron escuchadas. «¿Conque te ha gustado el Metastasio?»   -30-   -escribía fray Cayetano Rodríguez, en abril de 1814, al presbítero José Agustín Molina, de Tucumán-. «Le llamas divino: lo merece. Creo que merece iguales elogios que el Petrarca tan decantado de los italianos»4. Poeta de la corte vienesa durante medio siglo, uccello di palazzo e non di bosco, según su propia definición, Metastasio sedujo a los revolucionarios de América con la musicalidad de sus ariette. El conde Alfieri, su violento contraste, compartió esa preferencia: Alfieri, traducido e imitado, monologa ásperamente contra los tiranos en nuestro propio suelo. Pero antes del arribo de ambos, el uno había soplado ya en el caramillo de Meléndez Valdés5 y el otro había arengado en las tragedias de Quintana...

La natural sujeción a los modelos hispanos origina en la poesía de la revolución y de la independencia americanas, en general, un sometimiento común a su jerarquía retórica. Los cantores rebeldes imitan la forma, el ritmo, el énfasis, la perífrasis, cuanto ofrece el muestrario peninsular, en México, en Quito, en Buenos Aires.

Los sucesos políticos de España que motivaron el sacudimiento colonial habían despertado en sus poetas la cuerda cívica; y el canto guerrero, la oda patriótica, dichos en la misma lengua, resonaron como propios en el lejano continente. La identidad del momento histórico determinó la fraternidad del canto. El cortesano Juan Bautista Arriaza, voluble y facundo como el viento, sirvió de ejemplo, con sus himnos populares, para la marcha callejera. Manuel José Quintana, inflamado de amor a la patria y a la civilización,   -31-   enseñó el ímpetu oratorio y la majestad sonora de la oda solemne. Jovellanos, Cienfuegos, Gallego, tuvieron férvidas admiraciones, reveladoras de un sentimiento solidario que separaba el rencor hacia la España opresora, de la adhesión a su destino nacional. Los deudores no ocultan su deuda: la exhiben. Juan Cruz Varela lleva su homenaje hasta la intercalación en sus cantos de versos de Cadalso y Cienfuegos y, también de éste, en su tragedia Dido, con la correspondiente confesión al pie.

El historiador español de la poesía hispano-americana, al juzgar la comunidad estética de la misma con la española, en esta época, y refiriéndose particularmente a Olmedo, «el Quintana americano», dijo que la escuela era clásica en las formas y moderna en el espíritu. «Clásica por la educación de los poetas, y a veces por reminiscencias de pormenor, pero con cierto género de clasicismo general y difuso, que, manteniendo la nobleza de estilo y dando con ello indicio de su alcurnia, dejaba, no obstante, al genio poético espaciarse fuera de la imitación deliberada de tal o cual clásico de la antigüedad greco-latina. Y como al propio tiempo eran ideas enteramente modernas, ideas del siglo XVIII, y en grado no corto revolucionarias, las que tales poetas profesaban, este género de pasión contemporánea ardorosamente sentida tenía que dar temple y nervio singular a sus canciones, haciendo de ellas un producto nuevo, una creación viva, de cuya eficacia social no hay que dudar, puesto que los hechos políticos dan de ella irrefragable testimonio»6.

El juicio engloba, naturalmente, a la poesía argentina. Pero ésta presenta, dentro del panorama continental, como pensamiento y acción, el carácter que un crítico americano destacará en acertados términos:

No es su valer de arte, nunca o rara vez superior, lo   -32-   que realza a la poesía argentina de esta primera hora... La condición superior de la poesía argentina de aquel tiempo está en que ninguna otra sostuvo, en América, un comentario lírico tan asiduo y constante de la acción revolucionaria, con sus encendimientos y desmayos, con sus triunfos y derrotas... Aquella poesía que hoy sentimos tan poco y consideramos tan artificial y fría, en su tiempo fue verbo palpitante; fue sugestión eficaz. El propio clasicismo solemne de sus formas no era sólo un amaneramiento retórico, se relacionaba con las inspiraciones más íntimas del genio de la revolución americana, modelada, como la francesa, en la evocación de las sombras del civismo antiguo7.





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- III -

De la independencia al caudillismo


La poesía revolucionaria amplió su cauce después del Congreso de Tucumán, reunido en 1816.

Como contagiado por la pereza aldeana y el clima subtropical, el calmoso Congreso, inaugurado el 24 de marzo, parecía desconocer el apremio del país. El nombramiento de Director Supremo, recaído en uno de sus miembros, Juan Martín de Pueyrredón, el 3 de mayo, avivó el ritmo de su obra. Y el martes 9 de julio, la aclamación unánime con que los diputados respondieron a la pregunta del secretario Paso («Si querían que las Provincias de la Unión fuesen una nación libre e independiente de los reyes de España»), redimió a los congresales de su morosidad.

Al día siguiente se confirió el grado de brigadier al Director Supremo, y horas después emprendió Pueyrredón el camino a Córdoba, donde cinco días más tarde se entrevistó   -34-   con el general San Martín. La campaña andina quedó resuelta en aquella reunión trascendental, y el Director partió enseguida para Buenos Aires, adonde llegó en la tarde del 29 de julio, «entre vivas y aplausos no interrumpidos», que le acompañaron desde tres leguas antes de entrar en la ciudad.

La independencia, proclamada y jurada por el pueblo porteño en la plaza de la Victoria el 13 de setiembre, dio nuevo asunto a la inspiración popular, y la ciudad floreció en rimas anónimas que celebraban el acontecimiento y loaban, de consuno, al Director Supremo. Trascurridos cinco meses, el triunfo de Chacabuco producía otra germinación poética que perfumaba, asimismo, al brigadier Pueyrredón, «polemarca de la naciente Atenas», como se le llamara en la dedicatoria de una décima. Dos piezas de importancia elevaron sus tallos esbeltos sobre aquella flora menuda: las odas de Esteban de Luca y del coronel Rojas a la victoria andina, verdadero preludio de la sanmartiniana poética que comprendería a Maipo y Lima en su desarrollo integral8.

Además de esta florescencia lírica, el triunfo de Chacabuco determinó la inesperada del teatro, nunca más desamparado que entonces. Sin repertorio, sin actores, sin empresarios, la escena no prometía temporada buena ni mala para aquel año de 1817. Desde la histórica semana de Mayo, celebrada en un melodrama del actor Ambrosio Morante en 1812, todas las glorias de la patria habían tenido resonancia teatral que Chacabuco no lograba. Extinguíase el eco de los festejos cuando el ofrecimiento de una obra nueva   -35-   y la llegada simultánea de dos primeras figuras -Velarde, escapado de Montevideo, y Morante, venido de Chile- reanimaron el tablado local. Una compañía improvisada estrenó La jornada de Maratón, de Goult, traducida por el doctor Bernardo Vélez, quien, al ofrecerla al Directorio, destacó «las analogías de situaciones de Grecia y estas provincias y la igualdad con que aquélla y este estado se hicieron respetables a sus enemigos».

El entusiasmo patriótico apuntaló nuevamente al resquebrajado coliseo y la temporada continuó con estrenos significativos: Tartufo, El sí de las niñas, El Cid, traducido por el mismo Vélez. No dejó de advertir el director Pueyrredón, con espíritu previsor, que había allí una cátedra de cultura pública y de civismo indirecto, y aprovechó el momento para formar una Sociedad del buen gusto del teatro. Constituida por veintiocho miembros, entre los que figuraban poetas, autores y traductores dramáticos, y amantes y protectores del teatro local, diose su reglamento provisional y encargó a J. R. R. (Juan Ramón Rojas) la exposición de sus propósitos. El coronel poeta cumplió en prosa su cometido, pero con los dos registros de sus cantos: la execración del dominio español («los absurdos góticos de los Calderones, Montalvanes y Lope de Vega»), y la visión generosa del porvenir americano.

Divididos los miembros de la Sociedad en comisiones, se distribuyeron la tarea de revisar y seleccionar las obras archivadas, de estimular y juzgar la producción dramática, de promover el mejoramiento de cuanto se relacionara con los espectáculos: orquesta, decorados, asientos. Organizada la compañía con nuevas figuras, se presentó al público la noche del 30 de agosto. Grande era la expectativa; fue extraordinaria la asistencia de todas las clases sociales, presidida por los gobernantes. Números musicales y una alocución leída por el actor Ambrosio Morante hicieron marco a la novedad prometida: el drama trágico, de un autor nacional   -36-   anónimo, Cornelia Bororquia. Tuvo un éxito estruendoso, compartido por los primeros artistas, la Vasconcellos y Joaquín Ramírez. El ex sacerdote chileno Camilo Henríquez nos ha dejado el eco de la crítica inmediata. «La obra -leemos en El Censor adicto- se distingue por un terrible sublime; por esto y por la naturaleza de las escenas parece una producción de género británico. El colorido es tan sombrío como el de Crebillon, pero más gracioso. La terminación es un golpe maestro de teatro. El Tribunal de la Inquisición se presenta con todos sus horrores en la plenitud de sus sombras. El autor eligió una de las épocas de más terror de esa institución infernal. Cuando la víctima se halla en el último grado de opresión y de angustia (cuyo papel desempeñó divinamente la Vasconcellos); cuando la inocencia va a ser cubierta de infamia y entregada a las llamas... se oye en la morada del error y de la perversidad la voz santa de las leyes, e inunda los corazones de celestial alegría la intervención de la autoridad civil»9. El sentimiento patriótico de los espectadores buscaba imágenes de la lucha revolucionaria en todo, y halló en la pieza una, muy patética, de la opresión española. Pero el obispado protestó por su tinte irreligioso y solicitó la censura eclesiástica para las obras venideras, que el gobierno denegó sin crudeza; los púlpitos clamaron por la peligrosa impiedad y El Censor defendió el drama, «saludable porque enseña el repudio a los tiranos». La inmediata reposición de Tartufo, asestó el golpe de gracia.

Una nueva obra local fue entregada a la Sociedad, poco después: La Camila o la patriota de Sud América, alegato contra la pena de muerte, del citado Henríquez. Pero la comisión de lectura resolvió no aceptarla y encendió el despecho del autor. Apenas nacida, la Sociedad del buen gusto fue acusada de no tenerlo; y como abrió demasiado   -37-   las ventanas para ventilar su escenario, a fin de no debilitar la taquilla, coláronse por ellas la frivolidad y, más o menos velada, la procacidad, mientras «el templo de Jano», que anunciara El Censor, cerraba sus puertas...

Dos años solamente vivió la Sociedad, pero el balance resultó, sin duda, favorable. La Jornada de Maratón, unida a los festejos de Chacabuco y Maipo, estimuló la literatura escénica, de la que fueron muestras estimables los dramas de Henríquez y las comedias de Santiago Wilde. El repertorio colonial fue reemplazado por numerosas obras inglesas, francesas, italianas, traducidas o adaptadas en la ciudad, además de las españolas pertenecientes a la nueva ortodoxia10, y el teatro quedó consagrado como el baluarte de la libertad.

Agitose nuevamente el parnasillo porteño con el triunfo de Maipo. López, de Luca, fray Cayetano, Lafinur, Juan Cruz Varela y, desde Tucumán, el presbítero Molina, participaron en el tácito certamen. San Martín, el «Aníbal de los Andes», fue trasportado por las odas a un cielo de apoteosis. Ocho años después del movimiento de Mayo, la patria joven brillaba gloriosamente sobre las cumbres más altas, a lo ancho de las llanuras, de un océano a otro.

En el segundo aniversario de la declaración de la Independencia se inauguró con pompa el Colegio de la Unión del Sud, creado sobre la base del Carolino fundado por Vertiz, y eslabón de la universidad próxima. Con ese Colegio, surgido «enmedio de las vastas y urgentes atenciones de la guerra», como decía el decreto de su fundación, el Director Supremo coronaba su obra de pacificador. La cultura pública recibió, asimismo, en esos años, de 1817 a 1819, la aportación francesa, que difundió su lengua e introdujo sus libros, con la llegada al país de numerosos espíritus cultivados,   -38-   , pertenecientes a la emigración bonapartista. Y el medio propicio afianzó en los salones privados la espiritualidad de los contertulios.

La vida de los salones porteños durante la Revolución y las guerras de la Independencia pertenece tanto a la historia social de Buenos Aires como a la historia épica y a la historia literaria del país. Evocada por algunos viajeros extranjeros de la época y en páginas de un Vicente Fidel López o de un Juan María Gutiérrez -que recogieron de la tradición familiar o del documento inédito los ecos todavía próximos- no ha surgido aún el Sainte-Beuve que la reconstruya dentro del cuadro secular.

La mujer tiene en aquellos salones que conservan un aroma colonial entre las ráfagas innovadoras, su eterno poder de sirena; pero identificada con las vicisitudes y los ideales comunes, lo trasforma en arma generosa del arsenal patriótico. El clavecín alterna los compases del himno con el ritmo de las danzas. El gobernante madura resoluciones decisivas al rumor de los madrigales y el guerrero dedica su último minué a los riesgos del día siguiente.

El nombre famoso de doña Mariquita Sánchez suena en nuestra historia como el de los héroes mayores: fue suspirado por los jóvenes de la Revolución, loado por los proscritos de la tiranía y rimado por los poetas del romanticismo rioplatense. Indisolublemente unido al salón suntuoso y a la recepción afable, es sinónimo de gracia, de inteligencia, de ánimo valeroso, de apoyo tutelar. Pero otros nombres de resonancia diversa lo acompañan en su extenso reinado, y basta, asimismo, pronunciarlos, para iluminar los interiores de la casa porteña, destinados a reunir las figuras más interesantes de aquellas décadas.

El hogar opulento de los Escalada, frecuentado por los últimos virreyes y el vizconde Beresford y sus oficiales doblemente cautivos, dio a San Martín el suyo. Guillermo Parish Robertson y Enrique M. Brackenridge que asistieron,   -39-   en 1817 y 1818, a tertulias y fiestas de aquella familia de mujeres hermosas y hombres esforzados, presidida por un anciano respetable, han dicho en sus respectivos libros de viajes los encantos de una hospitalidad ni presuntuosa ni vulgar. El primero advirtió en la esplendidez del ambiente cierta depresión que dominaba a la familia, más visible en el aislamiento votivo de Remedios, la joven esposa del general que entonces cruzaba los Andes; el segundo halló el júbilo que siguiera a la expectación angustiosa, al encontrarse con el vencedor de Chacabuco bajo el techo de su padre político.

Los mismos cronistas evocan otros salones, centros de cultura y cortesía: el de la señora de Riglos, por ejemplo, donde la distinción del grupo familiar, caracterizada individualmente en cada uno de sus miembros, creaba una atmósfera social que sorprendía a los europeos más exigentes. El norteamericano Brackenridge anota en su obra citada que la mujer porteña era mucho menos afecta a la literatura que sus compatriotas, salvo las de Nueva Orleans; pero en casa del doctor Félix Ignacio Frías sorprendió a su hermana leyendo una traducción de Pamela, y por ella supo que las novelas de Richardson gozaban de la simpatía femenina en Buenos Aires. Los Parish Robertson, en cambio, llaman a doña Melchora Sarratea, bella hermana de don Manuel, «la madame Staël de la ciudad», y destacan la casa de los hermanos -conversadores amenísimos- como un modelo de refinado gusto: a perfect bijou of its kind...11

Juan María Gutiérrez ha revelado, en su biografía del soldado poeta Juan Ramón Rojas, a una dama de la época del directorio: Joaquina Izquierdo. «Dotada de talento dramático y de una voz seductora, recitaba admirablemente los versos, en especial aquellos que celebraban los triunfos de nuestras armas. La sala de su casa paterna era, naturalmente, concurrida por los autores de esos mismos versos, cuyo   -40-   amor propio se gozaba en oír repetir por aquellos labios jóvenes y graciosos, las odas y los cantos que en la víspera, tal vez, habíanles inspirado el patriotismo y la victoria. Los versos declamados por la señorita Izquierdo, según el testimonio de los mismos interesados, se transformaban, sonaban con mayor energía, al pasar por los labios de aquella criatura inspirada...». El homenaje lírico a la intérprete ha sido salvado también por el afanoso exhumador. Juan Cruz Varela, Esteban de Luca y Juan Ramón Rojas tejen su «corona poética», según la expresión de Gutiérrez; los tres se admiran de que la canción heroica vuele de labios creados para el idilio.

Del salón de la familia de Luca trata el historiador López con el arte de Macaulay: «Unas veces los concurrentes, damas y caballeros, formaban grupo en torno de don Tomás de Luca, eximio lector, para oír lo que decía el último folleto de Mr. de Prat en favor de la América contra la España y la Santa Alianza; otras, eran Benjamín Constant o Bentham, en pro de la libertad y del sistema representativo. Mr. Bonpland, con su frac azul, su blanco corbatón su chaleco amarillo, después de haber acomodado su paraguas en un rincón, muchas veces al lado de la espada de San Martín, entraba con su aire de angelical bondad, y era rodeado al momento como el festejado iniciador de las bellezas de nuestra historia natural. Cada noche encantaba a sus oyentes, hablándoles de alguna yerba nueva, de alguna planta utilizable o preciosa que había descubierto en las exploraciones de la mañana; y a la amenísima lección seguía otras veces una conferencia de física recreativa, con experimentos y prestidigitación que otro sabio, Mr. Lozier, acordaba por amable condescendencia a los ruegos que allí se le hacían...»12.

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La presencia de mujeres bellas y cultas reclamaba la poesía, nunca ausente, por otra parte, pues de la casa eran el poeta ingeniero Esteban de Luca, forjador en verso y en metales de armas igualmente nobles para la patria, y el bien dotado declamador Miguel Darragueira y Luca, dueño de la voz y el gesto necesarios para imitar a los actores célebres en la recitación de escenas dramáticas o traducir el brío solemne de los endecasílabos épicos que inspiraba San Martín. Solía rasgarse aquella nube heroica con la entrada de un ventarrón callejero que soltaba las risas: José Taraz, un personaje histriónico y malicioso, recitador procaz gacetillero agudo, mediante propina; un raté de Diderot que fray Cayetano convirtió en bufón de su celda...

El 25 de mayo de 1819 fue jurada la nueva Constitución de las Provincias Unidas en Sud América, que había de desencadenar la anarquía latente dentro de un orden nunca arraigado. Días después renunciaba el director Pueyrredón. Y al cumplirse la primera década de la patria, el caudillismo y la demagogia oscurecían sus horizontes.



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- IV -

El trienio rivadaviano


El Argos de Buenos Aires, aparecido el 12 de mayo de 1821, reflejó la desunión del país en su primer artículo: «Las provincias unidas del Río de la Plata, o unidas en Sud América, que así se denominaban las de este territorio hasta el once de febrero de mil ochocientos veinte, permanecen las unas respecto de las otras, después de quince meses, en el estado a que fueron precipitadas con la disolución del sistema, o del gobierno central». Pero el articulista anónimo destacaba el contraste de Buenos Aires: «Constituida sólidamente una autoridad sobre las ruinas de doce revoluciones, en poco menos de un año; de veinte gobiernos durante el mismo periodo; de seis invasiones sangrientas y desoladoras; ha logrado subsistir sin alteración alguna el largo espacio de siete meses, volver a dar aliento al agonizante espíritu público y avivar también el interés   -44-   de la provincia por un nuevo orden de cosas». Había aún muchos males que remediar, y el periódico prometía trabajar en ese sentido. Mientras tanto, tenía la «satisfacción» de anunciar, en el mismo número, el feliz arribo al país de don Bernardino Rivadavia...

¡Rivadavia! Volvía de Europa, después de seis años de ausencia. Gestor del reconocimiento de la independencia argentina ante las cortes de Inglaterra, Francia y España de la que se le obligó a salir en plazo perentorio, había alternado con eminentes estadistas, filósofos, poetas, hombres de ciencia y de mundo, y frecuentado los salones en boga de París. Hablaba del glorioso marqués de Lafayette con gratitud personal hacia su introductor en las esferas oficiales, y del anciano filósofo Bentham con el fervor de un discípulo que había conquistado su amistad y compartido la mesa del huraño maestro, y de M. Destutt de Tracy, ideólogo riguroso y danzarín apasionado, con recuerdo entusiasta, y de Lord Byron, «un inglés mal criado», con saña oculta de visitante ofendido; y brotaban de sus labios golosos algunos nombres femeninos -¡ninguno tan confitado como el de Mme. de Recamier!- que parecían duplicar las luces en los «recibos» de la familia de Luca...

«Si antes había sido uno de los hombres más notables del país -nos dice de don Bernardino el historiador López- en 1821 fue recibido como el primero entre ellos. Su persona se hizo tan contagiosa que gran porción de los hechizados hizo suyos sus enfáticos modales»13. Tuvo también de su parte a las mujeres. La fealdad acicalada, el empaque majestuoso, trasuntaban dominio, confianza en sí mismo; la inteligencia y la dignidad se sobreponían al figurón caricaturable. A poco de su regreso al país, Rivadavia fue incorporado al gobierno del general don Martín Rodríguez como primer ministro, «por voto público».

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El panegirista de El Argos se había referido al reciente aniversario de Mayo con vanidad patriótica que contrastaba las tinieblas coloniales el fiat revolucionario: «Ayer hicieron (sic) once años que Buenos Aires se propuso levantar el imperio de la sabiduría sobre las ruinas de la ignorancia española». Faro de ese imperio fue la Universidad, cuya aparatosa inauguración celebrose el 12 de agosto en el templo de San Ignacio. Con ella se inauguraba simbólicamente la época luminosa que lleva en la historia argentina el nombre de su artífice. La presencia del gobernador y de sus ministros, del cuerpo diplomático y de las autoridades eclesiásticas, civiles y militares; el pintoresco desfile de capirotes y bonetes doctorales, precedido por un guion con escudo de plata y maceros de capa granate; la solemne ceremonia del juramento prestado por el rector y los doctos, y el discurso final del señor Rivadavia, causaron honda impresión, y El Argos pudo escribir en su crónica: «jamás un establecimiento ni una función pública ha tenido un séquito tan interesante y numeroso; el pueblo se hallaba verdaderamente encantado de alegría, y ha dado a conocer hasta qué grado es entusiasta por las letras».

Bajo aquel manto, ¡qué magra desnudez! La copiosa correspondencia del ministro con sus agentes europeos durante los tres años de su acción intensa y múltiple, demuestra cuán desvalido estaba el país de toda clase de elementos y, de consuno, la absoluta desvinculación con su antigua metrópoli. A los banqueros londinenses Hullet Hnos. y Cía., les solicita máquinas para la construcción del puerto y técnicos para emplearlas; resmas de papel de oficio y cornetas para los regimientos y el personal de correos; la acuñación de monedas de cobre, de plata y de oro y la suscripción a periódicos de Londres, París y Madrid; sanguijuelas e instrumentos de cirugía para los hospitales, y profesores y libros para la Universidad; tipógrafos españoles y caballos y carneros de Inglaterra y de Holanda; instrumentos de ingeniería   -46-   y familias industriosas, especialmente del norte de Europa, dispuestas a radicarse en nuestro suelo. Encarga a los señores Lauffet y Baillot, de París, la adquisición de un laboratorio químico, bajo la dirección del catedrático universitario M. Thenard, y de una sala de física experimental, de acuerdo con las instrucciones de los astrónomos Aracro y Biot. Escribe a Baillot y Cía. pidiéndoles que recaben de un artista la fabricación de algunos ornamentos arquitectónicos para la Catedral, pues se propone terminarla tomando de modelo el templo de la Madeleine...

Junto a la indigencia material, resplandece el espíritu. Todo anuncia un pensamiento central y una aspiración armónica: el fomento de la enseñanza común, secundaria y superior; la supresión de los derechos aduaneros para el libro y la derogación de las disposiciones que limitaban su entrada del extranjero; la libertad de prensa; la creación de academias y asociaciones literarias y científicas; la reglamentación del servicio de la Biblioteca pública. Un viajero inglés hace el elogio de ésta: «Al principio constaba, aproximadamente, de 12000 volúmenes; pero ha sido enriquecida bajo una organización encomiable. Por publicaciones estadísticas se sabe que desde el 21 de marzo hasta el 31 de diciembre de 1822, fue visitada por 2960 personas, de las que 369 eran extranjeras»14. La prensa local de aquellos días da noticias de donaciones de libros que llegaban de algunos países de América. Una importante de treinta siete volúmenes para bibliófilos, fue la del argentino José Antonio Miralla, ausente del Plata desde antes de la Revolución. «Sé que durante mi ausencia se ha formado una Biblioteca, que ya merece la atención del extranjero», decía en su carta al canónigo don Luis Chorroarín, ex director de ella y ex rector del Colegio Carolino, donde había estudiado el donante.   -47-   «Por una casualidad -explicaba en la misma- he podido conseguir los volúmenes de clásicos del Bodoni de la adjunta lista, muchos de los cuales son ya muy raros, en la misma Europa, por el corto número de ejemplares en que fueron impresos»15. La carta estaba datada en La Habana el 27 de julio de 1822. Al año siguiente, expulsado de Cuba, realizaría Miralla su famosa traducción de la Elegy de Gray, en Nueva York, donde unido a los revolucionarios cubanos trabajaba fervorosamente por la independencia de la isla.

Terminaba el año de 1821 cuando dos amigos del ministro e intérpretes de su pensamiento, el doctor Julián D. de Agüero y don Ignacio Núñez, se dirigieron a destacadas personas «para convenir en los mejores medios de fomentar la ilustración del país». Así nació la «Sociedad literaria de Buenos Aires», institución semioficial, compuesta de doce miembros o «socios de número», que se proponía buscar «todos los medios, así en su seno como en los hombres ilustrados de afuera, de esparcir los conocimientos», y propender «a los progresos de las ciencias, la literatura y las artes». La Sociedad fundó, de acuerdo con lo establecido en sus bases, dos periódicos importantes: El Argos de Buenos Aires, bisemanario noticioso, y La Abeja Argentina, «en forma de folleto», periódico mensual «dedicado a objetos, políticos, científicos y de industria», ambos redactados por los socios de número. El Argos, continuación del periódico del mismo título aparecido el 12 de mayo y suspendido el 24 de noviembre del año anterior, reapareció el 10 de enero. Cambió la imprenta de la Independencia por la de los Expósitos, pero se mantuvo en 4.º mayor a dos anchas columnas. La Abeja Argentina, repetidamente anunciada por su hermano mayor, apareció el 15 de abril. Uno y otra cumplieron sus propósitos con asiduidad y cultura. El noticioso, «canal verdadero de comunicaciones y noticias», informó   -48-   a sus lectores de cuanto atañía a la vida porteña, además de proporcionarles extractos del periodismo extranjero sobre hechos de interés universal. La revista -lo era en forma y espíritu- aprovechó las especialidades o aficiones de sus redactores: historia, política, higiene, economía, telégrafos, meteorología, derecho, estatutos bancarios, etc., además de las aportaciones de otros institutos. La Abeja libaba en todos los huertos.

Al cumplirse el primer aniversario de la Sociedad Literaria, el secretario Núñez pudo referirse, en acto público, a la obra civilizadora que aquélla había realizado, equidistante de las pasiones partidarias y en un medio todavía borrascoso. Señaló el influjo de la entidad sobre otras asociaciones surgidas de su ejemplo: La Academia de Medicina, la Sociedad de Ciencias Físicas Matemáticas, las de Jurisprudencia y de Música, patrocinadas por el gobierno, en la ciudad; y en provincias, la Sociedad de Agricultura, de Entre Ríos; la de Educación y Literatura, denominada Lancaster, en Mendoza, y otra semejante, en San Juan. Hasta en Chile y Perú había germinado la semilla porteña con instituciones análogas.

En 1823 comenzó el decaimiento de la Sociedad; a mediados del mismo año desapareció la Abeja. Dos iniciativas ministeriales confiadas a la entidad quedaron sin realizarse: una escuela destinada a formar actores y la compilación de los cantos patrióticos publicados desde la Revolución; pero esta última tuvo su ejecutor anónimo en la Lira Argentina, impresa en París, en 1824. La poesía fue, sin embargo, ornamento del trienio rivadaviano, y el parnasillo seudoclásico mereció su tutela. Así, por ejemplo, al conocerse en Buenos Aires la entrada de San Martín en Lima, el ministro Rivadavia dirigió una nota al sargento mayor de artillería don Esteban de Luca invitándolo a cantar «la destrucción del coloso español en América y la libertad del Perú». Quince días después aceptaba por decreto el extenso canto y premiaba   -49-   al autor con «una de las mejores ediciones de las poesías de Homero, de Osian, de Virgilio, del Tasso y de Voltaire». ¿Dónde hallarlas? Partió enseguida la orden ministerial a Hullet Hnos. y Cía. para la adquisición de los ejemplares de Homero y de Osian, en traducción italiana, y de los otros en sus lenguas originales, que el librero parisiense M. Renouard debería entregar esmeradamente encuadernados y con la dedicatoria del gobierno grabada en las tapas. El parnaso trilingüe del que se excluía oficialmente la literatura y aun la lengua de España, llegó al año siguiente. La elección de los traductores debió de ser cosa eventual de los libreros: la Odissea, en la versión del abate Francesco Soave, aparecida en 1805, fue preferida a la Ilíada de Monti, para el poema céltico era inexcusable la vestidura de Cesarotti.

Los días épicos en que se desarrolló la existencia de Esteban de Luca alteraron el curso plácido que parecía corresponder a su temperamento. Amaba la vida pacífica, y trabajó para la guerra. Lo seducían las canciones de Metastasio, y tradujo el Filippo de Alfieri. El madrigal y la égloga eran las formas naturales de su canto, y le tocó iniciar la poesía revolucionaria y dio a la oda heroica sus mayores alientos. De ese modo, la consagración al oficio inesperado tuvo en él significación de doble holocausto, pues cantó el triunfo de las armas que había forjado. Pero la visión de paz no lo abandona. En su Canto lírico a la libertad de Lima desciende de las nubes flamígeras a los caminos del trabajo para predecir, como fruto de la guerra, el comercio libre de América con el mundo; y replegada esa visión al suelo nativo en su siguiente Oda al pueblo de Buenos Aires (1822), celebra su fecunda pacificación después de las luchas por la libertad y las discordias anárquicas, previene acerca de las tentaciones de la vida urbana, exalta los beneficios del trabajo rural, describe la llanura inmensa donde pacen el caballo, indómito aún, y la oveja que espera   -50-   su pastor, y el buey que arrastrará el arado; prevé la trasformación de los campos, «del espinoso cardo sólo llenos», vaticina la inmigración de pueblos lejanos y el intercambio comercial con Europa. No habrá tirano que estorbe esa dicha, y el poeta conciliador se dirige a España para que cese en su afán esclavizador, reconozca la libertad «de Colombia inocente» y acepte la paz que le ofrecemos. Así, españoles y americanos


con fervor sacro y en un mismo idioma
la libertad del mundo cantaremos.



Esa geórgica del discípulo de Vulcano muestra su verdadero espíritu. Aun para invitar a Bartolomé Hidalgo a que uniese su voz en celebración de la libertad de Lima, ¿no lo hizo llamándolo con nombre de árcade y en versos anacreónticos? Hidalgo escuchó el reclamo y escribió su último cielito:



Descolgaré mi changango
para cantar sin reveses
el triunfo de los patriotas
en la ciudad de los Reyes.

Cielito, cielo que sí...



Único eslabón visible entre la poesía campesina y la ciudadana, o entre la inspiración popular y la de fuentes cultas -pues el criollista montevideano era también hombre de ciudad y de arte mayor-, la obra gauchesca de Hidalgo pertenece a la iniciación del género. Compuso desde 1812 «cielitos patrióticos», y en 1821 creó el primero de sus tres «diálogos». El cielito -cantar y danza de la campaña- le permitió comentar con festivo desenfado de ambiente rural lo que sus amigos de Luca y Varela velan desde la cima del Pindo. En los «diálogos», también camperos, aunque el paisaje   -51-   circundante no asoma en un solo rasgo que caracterice el «pago», tienen la palabra dos personajes típicos; y la charla vivaz y sabrosa se enhebra con un cumplimiento para el caballo en que llega el visitante («el redomón azulejo», «el zaino parejero», «el ruano gordazo») y pasa luego al comentario mordaz de los sucesos de la patria o a la evocación de las fiestas mayas de Buenos Aires en 1822.

Poeta áulico del trienio fue Juan Cruz Varela, primer oficial en la secretaría de gobierno desde meses antes de ser ministro Rivadavia, y vocero de éste en El Centinela. Una amistad que la desventura pondrá a prueba sin destemplarla, anudose entre el ministro y el poeta burócrata; una admiración efectiva la elevó siempre con reciprocidad generosa. El político civilizador crea, organiza, trasforma; el periodista amplifica su obra en prosa y verso. El Registro Oficial desborda de considerandos espumosos como la guarnición de encaje de la camisola ministerial, y El Centinela les pone marco de laureles y la oda pindárica los incorpora a la antología del progreso administrativo. Buenos Aires resplandece en actos de cultura, en instituciones que la honran, en obras que la redimen, y el poeta celebra la ciudad natal en su presente grandeza (En honor de Buenos Aires), en sus mujeres (Al bello sexo de Buenos Aires), en sus afortunados estudiantes (A la juventud estudiosa), en sus espíritus filarmónicos (La corona de Mayo), en su libertad de prensa (Sobre la invención y libertad de la imprenta), en sus obras hidráulicas (Profecía de la grandeza de Buenos Aires), todo ello como prueba de lo que logra el genio de un estadista patriota. Aun el frustrado convenio de 1823 para el restablecimiento de las relaciones con España, firmado entre el gobierno y los comisionados de aquélla, le arranca una silva A la paz que lleva de epígrafe y que intercala en su cuerpo cuatro versos de la oda del mismo título de Quintana. Los dos endecasílabos finales quedaron como una promesa sine die:

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La madre Patria mirará gozosa
una sola familia americana.



Anheloso de contribuir al esplendor de aquellos días áureos, «época en que todo marcha en nuestro país hacia la perfección», tentó Varela una nueva empresa poética; tuvo -son también sus palabras- «la audacia de aspirar a mayor sublimidad». Pidió a Virgilio su reina enamorada, a Racine su molde escénico y ofreció al ministro Rivadavia su primer ensayo en la tragedia». El ministro iluminó el salón de su casa para que el flamante trágico leyera los tres actos de Dido a un pequeño auditorio formado de grandes. Y aquella noche de invierno de 1823 pasó a la historia con este comentario del periódico informativo de la Sociedad Literaria: «Es ciertamente por primera vez que hemos visto en nuestra patria un cuadro que no puede menos de excitar fuertemente la emulación y el deseo de obtener en cualquier género la admiración y el aprecio que se atribula al mérito».

Los tres actos de Dido concentran el asunto virgiliano en su desenlace: la partida de Encas y el suicidio de la protagonista, no al ver partir las naves del troyano, sino ante éste y en un salón del palacio. Con ello, el autor sacrifica la acción a las unidades mal llamadas aristotélicas y debe valerse del relato para iluminar lo que no muestra. Pero el endecasílabo asonantado que da voz a los personajes no tiene par, como verso elocución, en la poesía local de su tiempo. «Bellísima elegía, más bien que tragedia», la llamó, en sus propios días, el critico anónimo de El Centinela; y a continuación instó al poeta a escoger, «cuanto antes, para segunda pieza, un argumento más dramático y nacional, si se puede, o al menos alguno que aluda a nuestra situación y aspiraciones».

Este objetivo ya había sido intentado por Manuel Belgrano, sobrino del general homónimo, en su tragedia Molina, inspirada en una leyenda incaica y también dedicada al   -53-   ministro protector de las letras. El folleto que la contenía apareció muy poco antes de la lectura de Varela; pero no obtuvo resonancia alguna ni en los salones ni en la prensa. «Tenemos ya dos tragedias originales», anunció a fines de aquel año el Teatro de la Opinión. Y esa alusión compartida en el mismo párrafo donde se anunciaba una tercera que preparaba «el autor de la Dido», fue acaso el más expresivo reconocimiento de su existencia.



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- V -

Del Támesis al Plata


Londres fue desde fines del siglo XVIII la antecámara europea de la revolución libertadora de América del Sur. En Londres fundó su precursor, el venezolano Francisco Miranda, la logia que vincularía a los futuros paladines de las luchas emancipadoras. San Martín y sus jóvenes: compatriotas Alvear y Zapiola entraron en ella poco antes de embarcarse juntos en el Támesis para el Plata. Ya pertenecían a la Gran Reunión Americana los dos secretarios de Mariano Moreno -su hermano Manuel y Tomás Guido- llegados a la capital británica después de sepultar en la travesía al comisionado que el gobierno revolucionario de Buenos Aires enviaba a Londres.

Una coincidencia no menos afortunada reservarla a Londres el privilegio de alentar la empresa libertadora y luego el de completarla esparciendo los bienes de la civilización   -56-   moderna mediante el libro y la prensa de lengua española. ¡Extraño y casi providencial destino! Centro de la libertad política de Europa, refugio universal abierto a todas las proscripciones, en el que España albergaría hijos ilustres, la gran ciudad irradió hacia los jóvenes países del nuevo continente la luz que permitía encender en su propio seno.

Al promediar el mes de junio de 1810 salieron de La Guaira para Londres el coronel Simón Bolívar y los señores Luis López Méndez y Andrés Bello, comisionados de la Junta Revolucionaria de Caracas cerca de S. M. B. El último había de permanecer casi veinte años en aquella capital, detenido indefinidamente por las vicisitudes de su país y de su propia subsistencia. En 1815 se dirigió al director supremo, de las Provincias Unidas del Río de la Plata solicitando auxilio para trasladarse a Buenos Aires y poner a su servicio sus dotes intelectuales. El ministro de Relaciones Exteriores, don Gregorio García de Tagle, contestó la comunicación, al día siguiente de recibida, ofreciéndole la más franca hospitalidad, mientras enviaba órdenes al representante argentino don Manuel de Sarratea para que proporcionase al viajero cuanto le exigiese su traslación. Por diversas circunstancias viose obligado Bello a desistir del viaje, y continuó en Londres, donde la amistad de un desterrado español le dio entonces generoso apoyo.

Era este personaje un sevillano de ascendencia irlandesa llamado José María Blanco White. Ex sacerdote, ex canónico magistral de Cádiz y Sevilla, amigo de Quintana, redactor con Alberto Lista y Juan Nicasio Gallego del Semanario Patriótico, durante la invasión francesa, y escritor bilingüe como su apellido por él duplicado, había renunciado a su religión y a su país y residía en Londres, convertido al protestantismo. De 1810 a 1814 había dirigido un periódico, El Español, defensor de los derechos de América a sacudir el yugo metropolitano e impugnador del régimen político de su tierra nativa. El Español fue tribuna europea   -57-   de los movimientos emancipadores de Caracas y Buenos Aires. La Gaceta porteña dio ecos a su voz. En 1812, el secretario de negocios extranjeros del Triunvirato, don Bernardino Rivadavia, se dirigió por nota a Blanco White para expresarle el reconocimiento del gobierno por su «defensa de los derechos de América».

Conocedor de la gran ciudad y vinculado a diversos centros intelectuales, Blanco White orientó a Bello en trances angustiosos. Admiraba la capacidad y las cualidades morales del escritor venezolano y le vio completar su educación humanista a través de contratiempos y privaciones, e investigar provechosamente en archivos y bibliotecas. En abril de 1823 don Andrés Bello y su amigo el neogranadino don Juan García del Río fundaron la Biblioteca Americana, revista de letras y artes, ciencias, historia y moral, destinada, naturalmente, a las repúblicas de lengua española. El primero entregó a sus páginas valiosos artículos literarios y científicos, además de su famoso canto Alocución a la poesía, y en colaboración con su compañero las Indicaciones sobre la conveniencia de simplificar y uniformar la ortografía en América. Poco antes, en enero, había aparecido otra publicación titulada Variedades o Mensajero de Londres, redactada por Blanco White y también dirigida a los hispanoamericanos, cuya total independencia de España sostenía. La idea de esa publicación trimestral era del impresor y editor Rodolfo Ackermann.

Otro personaje singular. Nacido en Sajonia, había comenzado por ser carrocero y guarnicionero, como su padre, oficio que desempeñó en varias ciudades de Alemania y en Bruselas, París y Londres, hasta los treinta años. Radicado en esta última, se asoció con un compatriota que publicaba un periódico ilustrado, en cuyas páginas insertó una serie de diseños iluminados que representaban carruajes de su invención. Abandonó enseguida arneses y coches para dedicarse al comercio, y llegó a fundar un importante establecimiento   -58-   de objetos de arte bajo el nombre de Repository of Arts. Era Ackermann hombre ingenioso y emprendedor, y no limitaba sus actividades. Patentó un método para impermeabilizar papeles y telas y tuvo en Chelsea una fábrica donde lo aplicaba; patentó unos ejes movibles que evitaban el vuelco de los carruajes y fue uno de los propulsores de la iluminación y la calefacción a gas en la isla. Atraído asimismo por el arte tipográfico, se hizo impresor y editor. Una de sus publicaciones ilustradas, Repository of Arts, Literature and Fashion, alcanzó extensa difusión durante años. Amaba los viajes, y editó muchos volúmenes con grabados: The Microcosm of London, Westminster Abbey, The Rine, los cuarenta y tres tomitos de The World in Miniature. En 1818, durante una visita a su Alemania natal, había aprendido con Aloys Senefelder, inventor de la litografía, los procedimientos de ese arte, que aplicó a su imprenta londinense. Un año después imprimía un volumen con seis láminas en colores titulado Letters from Buenos Ayres and Chili, atribuido al autor de Letters from Para guay (1805), o sea John Constance Davies; y al año siguiente el hoy celebérrimo álbum con las veinticuatro acuarelas de E. E. Vidal, Picturesque Illustrations of Buenos Ayres, and Montevideo.

Como si estas últimas publicaciones hubiesen revelado el lejano mundo al industrioso editor, Rodolfo Ackermann tuvo algo después la iniciativa de proveer a los nuevos países de habla española del repertorio didáctico de que carecían para inculcar conocimientos elementales. Envió a México a su hijo mayor como agente comercial de su casa impresora, y concibió, como órgano difusor de la empresa instructiva, la fundación de un periódico. Un hombre había en Londres que podía escribirlo y dirigirse a lectores ávidos esparcidos entre México y el Plata; ese amigo de América era Blanco White, y la nueva revista, titulada Variedades o Mensajero   -59-   de Londres, cruzó los mares con el espíritu de Minerva y las aletas de Mercurio.

El restablecimiento del poder absoluto de Fernando VII en octubre de 1823 provocó en España otra emigración política. Uno de los proscritos que llegó a Londres fue José Joaquín de Mora. Nacido en Cádiz el 10 de enero de 1783, educado en la Universidad de Granada, en cuyas aulas había sido catedrático a los veintitrés años; soldado ascendido a alférez en la guerra de la independencia y prisionero llevado a Francia, donde contrajo matrimonio, había vuelto a España en 1814. Recibiose entonces de abogado en Madrid y fundó un periódico en el que, unido a Antonio Alcalá Galiano, abrió polémica ruidosa con el erudito hamburgués. residente en Cádiz, Nicolás Böhl de Faber, defensor ardiente del teatro calderoniano... ¡que impugnaban en nombre del clasicismo francés los redactores andaluces de la Crónica Científica y Literaria! Asimismo, las preferencias estéticas de Mora en materia teatral le habían inducido a traducir Ninus II de Charles Brifaut (1781-1857), tragedia asiria que fuera española de tiempos de don Sancho, rey de Castilla y de León, hasta que la invasión napoleónica obligó al autor -como lo confesaría en el prefacio- a refugiarse con sus personajes en la remotísima Ecbatana. Por idéntica simpatía, imitó en su pieza La aparición y el marido una comedia póstuma de Destouches, Le tambour nocturne, que era, a su vez, adaptación del Drummer de Addison.

Redactor de nuevos periódicos y traductor de otras obras de género y estilo muy diversos, versificador festivo y político ondulante, José Joaquín de Mora llevó a Londres su pluma ágil y aguzada. Blanco White se la propuso a Ackermann y éste la incorporó a su equipo iluminador. El 1.º de julio de 1824 el Mensajero de Londres juzgaba con encomio una «colección de composiciones en prosa y verso, originales o traducidas», del nuevo integrante de la colonia de publicistas de lengua castellana: era la primera de una   -60-   serie que el editor se proponía lanzar a mitad de año, como anuario de literatura recreativa, bajo un título tierno: No me olvides. En 1825, Mora fue encargado de la redacción del Museo Universal de Ciencias y Artes, otro periódico que se agregaba a la constelación del Repository. América estaba de parabienes. «Obra más útil que el Museo Universal -anunció su hermano mayor El Mensajero- sería difícil de concebir para algunos pueblos separados de la parte más adelantada del mundo que, habiendo vegetado por siglos en el pupilaje más opresivo, y bajo la férula del gobierno más ciego de Europa, empiezan a gozar de una especie de edad viril, retardada hasta ahora por la opresión de sus tutores». Y aun agregó que ambas publicaciones se complementarían, pues la dedicación exclusiva de la reciente a comunicar lo principal de cuanto sobre ciencias y artes aparecía en la «capital del mundo», llenaría el hueco de la anterior, consagrada casi únicamente a la literatura, «que es el medio más eficaz de refinar el gusto intelectual y, por su medio, el gusto moral de los pueblos».

También apareció en 1825 el Repertorio Americano, publicación científico-literaria igualmente destinada a la ilustración de las jóvenes repúblicas en que don Andrés Bello, otra vez acompañado por García del Río, reanudó su compleja labor de la Biblioteca Americana que sólo había alcanzado hasta la primera entrega del segundo volumen. En sus páginas trimestrales, Bello se ocupó elogiosamente de José Joaquín de Mora como traductor de Walter Scott, como autor de los Cuadros de la historia de los árabes desde Mahoma hasta la conquista de Granada y como adaptador de una colección de Meditaciones poéticas. Aproximáronse así en la «capital del mundo» quienes habían de reunirse y rivalizar en una lejana ciudad del Pacífico austral.

El 1.º de octubre de 1825 se publicó por última vez el Mensajero de Londres y el 1.º de enero del año siguiente apareció su inmediato sucesor, el Correo literario y político   -61-   de Londres, que el editor alemán entregó a las manos nada ociosas de su colaborador gaditano. Empeñado aquél en acrecentar su obra pedagógica en América, ideó además una serie de manuales, en forma de catecismos, para la divulgación de los más diversos conocimientos: química, moral, historia, agricultura... Los autores eran personas de notoria competencia; Mora compuso los de geografía, gramática castellana y gramática latina. Otra obrita había compuesto, escudado en el anónimo de un epistolario femenino y con vistas al mercado espiritual de Ackermann, que fue el primer paso del autor hacia Buenos Aires: las Cartas sobre la educación del bello sexo por una señora americana.

«No puedo encarecerte debidamente el interés que excita en toda Europa la suerte de las nuevas repúblicas americanas» -escribía, después de recorrerla, en su primera carta, la supuesta señora a su hermana-. Y agregaba a continuación: «Todos los ojos se vuelven hacia América; todas las esperanzas de los filántropos sobre la mejora de la especie humana, estriban en los hermosos países en que hemos recibido el ser». Y en la carta tercera, a propósito de las lenguas francesa e inglesa y sus respectivas literaturas y el influjo de la primera en la española, copiábase «lo que dice sobre este asunto uno de los mejores escritores que ha producido España, y el que con más acierto y calor que ninguno otro de Europa ha defendido la causa de la independencia americana, desde los primeros vislumbres de su aurora», o sea Blanco White, en un número del Mensajero que se citaba al pie sin olvidar al editor ni su dirección londinense: 101, Strand.

Mora anunció en su Museo Universal la aparición de esas cartas, presentándolas como sugeridas por la creación de la Sociedad de Beneficencia de Buenos Aires, obra de un «ilustrado y benemérito» estadista. Debía de conocer la existencia de aquella institución probablemente por su propio creador, pues don Bernardino Rivadavia se hallaba entonces   -62-   en Londres. Interesado en las publicaciones didácticas de Ackermann, que pensaba difundir en su país, así como en la impresión de una obra del secretario de la legación argentina, su ex colaborador Ignacio Núñez, que apareció efectivamente aquel año de 1825 impresa en español y en inglés por separado16, el gran ministro de un trienio brillante frecuentaba el local del Repository of Arts. Ocupábase también en reunir instrumental científico para los laboratorios de Buenos Aires y deseaba contratar profesores e intelectuales en Londres y en París para incorporarlos a la vida argentina. Entre ellos, algunos españoles residentes en esas capitales y dispuestos a trasladarse a América tropezaban con la prohibición de entrada que varios países oponían a su nacionalidad. Rivadavia conoció a José Joaquín de Mora y conquistó para la prensa del suyo la pluma que servía a Rodolfo Ackermann.

El 1.º de octubre de 1826 (ocho meses antes había sido elegido presidente de las Provincias Unidas del Río de la Plata don Bernardino Rivadavia), Mora se despidió de sus lectores en el Correo Literario y Científico de Londres. «El llamamiento honroso de un eminente hombre público   -63-   -escribió allí- lo separa de Europa y lo lleva a las orillas del Río de la Plata... El objeto de sus más ardientes deseos es la felicidad de aquellas naciones, la perpetuidad de su independencia, el triunfo de los principios republicanos sobre la tiranía, el fanatismo, la traición y la ignorancia».

Llegó a Buenos Aires a principios de 1827. En esos días Bello proyectaba nuevamente dejar Inglaterra y repetir su solicitud al gobierno argentino. Enterado de ese propósito, el plenipotenciario chileno don Mariano de Egaña obtuvo de su gobierno la invitación correspondiente. El humanista venezolano desembarcó en Valparaíso a fines de junio de 1829. El escritor andaluz se había alejado ya del Plata en 1828 para radicarse en el país trasandino. Reuniéronse así en Santiago de Chile quienes hubieran podido rivalizar en Buenos Aires después de haberse reverenciado en Londres.



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