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La literatura y la cultura del exilio republicano español de 1939

II Coloquio Internacional

Actas


Edición de Roger González Martell



Portada





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ArribaAbajoIntroducción

En el verano de 1998 se celebró en San Antonio de los Baños, La Habana, el II Coloquio Internacional «La literatura y la cultura del exilio republicano español de 1939», convocado por el Centro Provincial del Libro y la Literatura de La Habana y la Casa del Escritor Habanero, en coauspicio con el Instituto Cubano del Libro, el Instituto de Literatura y Lingüística, la Dirección Provincial de Cultura de La Habana, el Centro Cultural Pablo de la Torriente Brau, el Grupo de Estudios del Exilio Literario (GEXEL) de la Universidad Autónoma de Barcelona y la Asociación para el Estudio de los Exilios y Migraciones Ibéricos Contemporáneos (AEMIC), con sede en Madrid, dando continuidad a un proyecto inicial de celebrar estos encuentros cada dos años, y que tuvo su primer momento en el I Coloquio celebrado en mayo de 1996.

Por su significado, en esta ocasión, la temática se extendió a la conmemoración del centenario del 98, de honda repercusión para España, Cuba y el mundo, así como el centenario del nacimiento del poeta Federico García Lorca.

Con la participación de investigadores de España, México y Cuba, se abordaron distintos temas, entre ellos los escritores modernistas españoles y la guerra de Cuba, la aportación cubana al II Congreso Internacional de Escritores para la Defensa de la Cultura (Valencia, 1937), reflexiones metodológicas en torno al exilio, aportes de exiliados a la cultura de los países donde se establecieron, análisis de obras literarias, y otros.

Además de las actividades teóricas, se hicieron mesas redonda con la participación de exiliados y sus descendientes, presentaciones de libros, exposiciones, entre otras.

La celebración de estos Coloquios ha pretendido mantener un espacio sistemático para la reflexión y el debate, que permita seguir profundizando en el espíritu y filosofía de una época, y recuperar la memoria histórica de España y de los países de acogida de los exiliados, por su incidencia en el desarrollo de los procesos culturales e históricos de ambas partes. Se trata pues, de un congreso científico y una continuidad cultural que forma   —8→   parte del esfuerzo colectivo de recuperación de la memoria del exilio.

Estas Actas se suman a la bibliografía de la literatura del exilio, y por su interés y variedad, han de constituir una valiosa referencia para los interesados en el tema, y ha sido posible su edición gracias al esfuerzo conjunto del Centro Provincial del Libro y la Literatura de la Habana y la Casa del Escritor Habanero, GEXEL y AEMIC.



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ArribaAbajoLos escritores modernistas españoles y la guerra de Cuba

Juan Rodríguez. (Universidad Autónoma de Barcelona-GEXEL)


JUANITO VENTOLERA.- Allí solamente se busca el gasto de municiones. Es una cochina vergüenza aquella guerra. El soldado, si supiese su obligación y no fuere un paria, debería tirar sobre sus jefes. (...) La guerra es un negocio de los galones. El soldado sólo sabe morir.


(Ramón del Valle-Inclán, Esperpento de las galas del difunto)                


La versión del conflicto que en 1926 proporciona el personaje de Valle-Inclán no parece, ciertamente, la opinión de aquel hijo pródigo del 98 que definiera Pedro Salinas1, por lo menos según quiere el tópico noventayochista. Sin embargo, refleja con esperpéntica fidelidad el estado de ánimo en que debía de hallarse el soldado repatriado en 1898 y que pudiera hacerse extensivo a una gran parte de la sociedad española.

Pero la historia oficial ha venido, desde el mismo momento de la derrota, imponiendo una versión muy distinta de los hechos, que alcanza también a la literatura finisecular. Y es que uno de los tópicos, quizás el más importante, sobre el que se ha fundamentado la gran mentira de la denominada Generación del 98 está relacionado con la percepción de ese «acontecimiento generacional» que, según algunos críticos, marcó la vida y la   —10→   escritura de los jóvenes artistas que empezaban a asomarse a la vida pública en aquel fin de siglo. La tesis de que el llamado «Desastre», esto es la derrota de las tropas españolas y la consiguiente independencia de Cuba, Puerto Rico y Filipinas, es un acontecimiento decisivo en el devenir literario de aquellos escritores, ha venido repitiéndose sin rubor y es hoy, en que se cumple el centenario de aquellos acontecimientos, dogma oficial en todos los eventos y conmemoraciones.

El origen de esa idea hay que buscarlo en alguno de los protagonistas de aquella historia. En 1912, en una serie de artículos ampliamente conocidos y citados, Azorín establecía la fatídica fecha de 1898 como divisoria de una clasificación generacional. Aunque el escritor alicantino no hacía sino seguir una corriente que habían iniciado otros algunos años antes2, le ha correspondido el dudoso honor de ser el «inventor» de la denominada «Generación del 98». De ese modo, si bien afirmaba en uno de sus textos que

«la literatura regeneradora, producida en 1898 hasta años después, no es sino una prolongación, una continuación lógica, coherente, de la crítica política y social que desde mucho antes a las guerras coloniales venía ejerciéndose. El desastre avivó, sí, el movimiento; pero la tendencia era ya antigua, ininterrumpida»,3



y, más adelante, en relación a la literatura de creación insistía:

«No seríamos exactos si no dijéramos que el renacimiento literario de que hablamos no se inicia precisamente en 1898. Si la protesta se define en ese año, ya antes había comenzado a manifestarse más o   —11→   menos vagamente»4



lo cierto es que resulta muy significativo el interés del escritor por elevar a un primer plano historiográfico esa fecha y por reivindicar la obra regeneradora de ciertos autores. Interés que radica fundamentalmente en justificar y encubrir su propia evolución ideológica, pues, al subrayar la importancia del llamado «Desastre», Azorín se sumaba al coro de voces reformistas -regeneracionistas - que consideraron la pérdida de las colonias como consecuencia de la mala gestión política, y se alejaba definitivamente de las posiciones revolucionarias que mantuviera en aquellos últimos años del siglo, cuando demandaba, desde las páginas de la prensa progresista, transformaciones más profundas en la sociedad española.

Esa primera manipulación política de la circunstancia del 98 va a ir acentuándose en los años sucesivos, hasta alcanzar incluso a historiadores tan poco sospechosos de reaccionarios como Pedro Salinas. Porque el problema de éste no es tanto una voluntad de deformación ideológicamente interesada, como una lamentable simplificación: Salinas aplica un esquema rígido -la teoría de las generaciones de la «Ciencia de la Literatura» alemana- al fin de siglo y del intento de que todo encaje en dicho esquema surge la falsificación. Así, los miembros de la llamada Generación del 98 aparecerán como escritores marcados por ese «acontecimiento o experiencia generacional»:

«Todos entendemos por «el 98» la catástrofe que supuso la derrota de España y la pérdida de su imperio colonial. No importa, ya lo sabemos, que la idea de la decadencia española sea muy anterior al   —12→   98. Lo esencial es que nuestro desastre haya convertido lo que podía tomarse sólo por una idea de intelectuales, o por un presentimiento de pesimistas, en una brutal realidad histórica que gravitó sobre todas las conciencias despiertas y que les hizo agruparse frente al problema esencial de esta generación: España»5



De este modo, y como consecuencia del dichoso «Desastre», los escritores pertenecientes a esa generación aparecerán a los ojos de Salinas como «hombres tristes, ensimismados», preocupados fundamentalmente por ese problema de España6.

Pero el tópico no iba a tardar en consolidarse en la historiografía española. Guillermo Díaz Plaja profundiza en la distinción que Salinas estableciera entre Modernismo y Noventa y ocho y en ella, y establece como uno de los rasgos diferenciadores la influencia de la derrota, alabando el éxito de esa designación -«Generación del 98»-, «que concreta en una fecha luctuosa una reacción viril posterior, que atestigua la continuidad de valores espirituales que hubiéramos creído desaparecidos»7.

Y de tal manera pasará a los manuales de historia literaria y será repetido hasta la saciedad. Algún ejemplo reciente puede contribuir a ilustrar cómo la idea continúa vigente todavía aún entre ciertos historiadores. En 1996 José Luis Bernal Muñoz   —13→   publica su aportación a la polémica, en la que, en aras de una presunta objetividad científica, reivindica el método generacional y pone el acento, una vez más, en ese «acontecimiento histórico, epicentro del que surgen, como ondas en todas direcciones, los impulsos, movimientos y actitudes personales que conforman la generación»; el acontecer de aquel «infausto año» fue

«la vivencia más importante que compartieron los jóvenes del 98 en su «etapa evolutiva más sensible», y, sin duda, (...) tuvo un efecto fertilizante que condicionó su trayectoria vital y literaria posterior, hasta el punto de darles su carácter diferencial como generación»8;



claro que, como suele suceder, Bernal Muñoz no aporta un solo texto que demuestre tal «efecto fertilizante», más allá de las vagas y consabidas declaraciones regeneradoras, todas ellas posteriores a 1900.

Habrá que conceder, sin embargo, que en favor de todas estas opiniones está el peso de la propia evolución ideológica de aquellos escritores. Algunas de estas interpretaciones están basadas en lo que ellos mismos escribieron en las primeras décadas del siglo9. Pero para entender mejor el impacto que aquel acontecimiento -la guerra de independencia cubana y la derrota española- pudo tener en aquellos jóvenes escritores, deberemos remontarnos a lo que acerca de él escribieron en los últimos años del siglo, que no fue poco como todavía algunos siguen sosteniendo10.

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Hace ya algún tiempo Carlos Blanco Aguinaga, en un libro clásico que ha sido felizmente reeditado este año11, llamaba la atención acerca del compromiso político de aquellos jóvenes intelectuales con el emergente movimiento obrero. No es, obviamente, un fenómeno exclusivamente español, sino derivado del momento que vive la cultura occidental en las postrimerías del siglo XIX, y que tiene que ver con la primera crisis de madurez de las sociedades burguesas surgidas de las revoluciones liberales, y con la misma emergencia y prestigio moral que alcanzaron los movimientos obreros en el último tercio del siglo.

En ese contexto, y en lo que se refiere al caso español, también los jóvenes escritores modernistas -y utilizo esa denominación que me parece, por muchas razones que no puedo ahora exponer aquí, más apropiada que la de Generación del 98- simpatizaron y militaron en las diferentes corrientes de izquierda, desde el republicanismo federal hasta el anarquismo, pasando por el socialismo. Y si realizamos una aproximación a los textos que, en el marco de esa militancia, escriben y publican muchos de ellos durante los años de la guerra (1895-1898) y en relación a ella, observaremos cómo el tópico noventayochista se desmorona como un castillo de naipes.

Porque si algo en común encontramos en todos esos escritos es un rechazo explícito de la guerra -y, en consecuencia, del patrioterismo oficial que la sostenía- y una simpatía más o menos abierta con la causa autonomista e independentista cubana. Habrá que tener en cuenta, en relación a esto último, dos obstáculos importantes: por un lado, la censura militar que impidió toda manifestación de apoyo a la causa cubana y provocó   —15→   la persecución y encarcelamiento de numerosos periodistas; por el otro, el enorme desconocimiento que tanto los escritores como amplios sectores del movimiento obrero tenían del independentismo cubano y de su complejidad. Ello provocará que, naturalmente, la oposición de esos intelectuales a la guerra se realice desde una perspectiva predominantemente española12.

Probablemente fueron los Republicanos Federales liderados por Pi y Margall quienes más abiertamente se manifestaron en favor de la independencia de la isla durante el conflicto. En los últimos años del siglo el movimiento republicano se hallaba en España dividido en tres partidos, el Republicano Progresista, el Centralista y el Federal. Si en un primer momento los tres se opusieron a la guerra, el intento de fusión y las expectativas de gobierno que supuso la creación en 1896 de la Unión Republicana provocó un giro radical en la percepción del conflicto y los republicanos se sumaron al coro patriotero que dirigieron los sucesivos gobiernos de la nación, sin perder la secreta esperanza de que la derrota supusiera el Sedán español, esto es, la caída del régimen monárquico. Únicamente los Federales de Pi y Margall se mantuvieron en sus posiciones que, si en un primer momento fueron autonomistas, conforme el conflicto se enquistaba derivaron en claramente proindependentistas13.

De entre los escritores republicanos, tal vez fue el   —16→   valenciano Vicente Blasco Ibáñez quien, desde las páginas de El Pueblo, criticó con más ahínco la guerra trasatlántica, lo que provocó su persecución por parte de las autoridades y la condena de un Consejo de Guerra a dos años de cárcel, de los que únicamente cumplió siete meses por conmutación de la pena. En el centenar de artículos que entre 1895 y 1898 escribió para la mencionada publicación, Blasco denuncia desde la incapacidad de los políticos españoles para encontrar una solución pacífica al conflicto a través de la concesión de una amplia autonomía, hasta la injusticia del sistema de reclutamiento y las condiciones en que eran repatriados los soldados.

De ese modo, si en un primer momento su patriotismo le hace lamentar que en Cuba hayan aumentado las aspiraciones separatistas por culpa de la mala gestión política -y pone el ejemplo de Inglaterra que, mediante la concesión de una amplia autonomía, había logrado conservar Canadá bajo el dominio de la corona-, lo cierto es que también se muestra comprensivo con esas aspiraciones:

«Nosotros, como españoles, sentimos que por el interés político se juegue tan descaradamente con los intereses de la Patria. Como hombres que respetamos la dignidad humana, nos parece muy lógica y natural esa tendencia de los hijos de Cuba a emanciparse de la metrópoli.»

La Gran Antilla ha sido convertida por el régimen monárquico en una sucursal de Sierra Morena.

Todos los personajes tronados, los de rapacidad irresistible, son enviados allá para desempeñar altos cargos. Cuba se ha convertido en un hospital, donde todos los arruinados va a echar carnes.

Realmente en Cuba hay bandolerismo. Pero los bandoleros que, rifle al hombro, exponen su vida en las maniguas, son unos niños de teta comparados con los bandoleros de levita que España, madre cariñosa, envía a la hermosa isla para que la arruinen»14.



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y, pocos días después, añade:

«¡A Cuba, sí! Debemos defender nuestros intereses. Por el honor de España tenemos que guardar, fusil en mano, los millones de los negreros jubilados; debemos conservar la isla para que no se interrumpan las remesas de ladrones; es preciso conservar nuestra Antilla tal como hoy está, para que el mundo civilizado pueda apreciar un ejemplo palpable de cómo se gobernaban las colonias en tiempos del absolutismo»

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Sin embargo, en esa inicial simpatía hacia la causa cubana -todo rebelde es simpático», escribe en marzo del 9516- no se prodigará demasiado el escritor, pues desde 1896 su pluma se concentrará principalmente en la crítica del injusto sistema de reclutamiento que permitía la redención del servicio militar a quienes pudieran pagar mil quinientas pesetas, cifra desorbitada y fuera del alcance de las clases trabajadoras; y, de hecho, la campaña que, bajo el lema «Que vayan todos», el valenciano pondrá en marcha desde las páginas de El Pueblo derivará muchas veces en un alegato belicista, pues no se manifiesta tanto en contra de la guerra cuanto en favor de que todos, ricos y pobres, cumplan con su deber patriótico. Esa orientación desterrará prácticamente de los artículos de Blasco Ibáñez -que no había escatimado elogios del Partido Autonomista Cubano, da vez más volcado en favor de la causa independentista17 -los principios federales, que sí manifiestan sin cortapisas otros escritores como Nicolás Estévanez o el propio Pi y Margall, partidarios de la independencia de la isla a partir del reconocimiento del derecho de autodeterminación de los   —18→   pueblos18.

Pero de lo que sí quedará constancia en los textos de Blasco Ibáñez es de la impopularidad de la guerra contra la insurrección cubana:

«Late en el corazón del pueblo el sentimiento de la justicia, y por eso detesta y maldice la guerra de Cuba.

Los españoles -digámoslo para regocijo de las almas nobles que reprueban la guerra entre pueblos hermanos, porque constituye un acto bárbaro de lesa humanidad- no irían a Cuba a matar hombres si les fuese dado romper esa ley que esclaviza la voluntad y convierte al ser pensante en máquina que se mueve al antojo del que la dirige.

Por eso al presenciar el embarque de tropas realizado estos días y oír las voces que salían de entre filas maldiciendo una ley que les obliga a matar a sus semejantes, contra los cuales no sentían el impulso del odio y del rencor, que determina a verter sangre, y al escuchar también las angustiosas quejas de los seres que enfrente del mar miraban cómo se les arrebataba la carne de su carne para llevarla al matadero de Cuba, crispando los puños de rabia y de dolor porque no poseían fuerzas para detener al trasatlántico, adquirimos una certidumbre que remitimos al Nuncio para que la transmita al Papa:

El pueblo no quiere la guerra.»

«La nación quiere la paz.

Alardeen cuanto quieran de belicosos e intransigentes, esos ojalateros del patriotismo que quieren guerra y batallas, porque saben que seis mil reales les bastarán para librar a sus hijos del peligro; (...) el pueblo, el verdadero pueblo, esa masa infeliz de cuyas entrañas se arranca a los que van a morir en suelo antillano y cuya miseria se exprime para mantenimiento de los privilegiados, ese pueblo quiere la   —19→   paz y la acogerá con alegría.

Eso del honor de nuestras armas, de la dignidad de la patria, etc., son hermosas frases retóricas para entusiasmar y llevar al degolladero a los que visten uniforme y enloquecidos por bélicas músicas y el humo de la pólvora desean matar o morir; pero a un pueblo que está frío y cabizbajo por efecto de la miseria y que tiene conciencia de su situación, no se le turba con tan sonoras y huecas palabras.

Nadie nos amenaza en la península, que es la verdadera España. Hemos de combatir únicamente a revoluciones ultramarinas, que provocaron la rapiña de anteriores gobernantes y los desaciertos de los de ahora; revoluciones que hubieran podido sofocarse inmediatamente haciendo uso de la salvadora panacea de los pueblos sometidos, que es la práctica franca y noble de la libertad.»19



Vinculado también al republicanismo radical, el escritor Manuel Ciges Aparicio vivió muy de cerca el conflicto cubano, pues sirvió en la isla como soldado entre 1896 y 1898 y padeció en sus carnes las consecuencias de la represión, experiencia que dejó reflejada en dos de sus tomos de memorias, Del cautiverio (1903) y Del cuartel y de la guerra (1906). A finales de 1896, Ciges Aparicio fue detenido y encarcelado en el castillo de La Cabaña, donde habría de pasar cerca de dos años, por haber escrito un articulo destinado a L'Intransigeant, de Henri Rochefort -presidente del comité francés Cuba Libre- en el que, al parecer, se criticaban los métodos del general Weyler en su guerra de destrucción, cuyas consecuencias habían impresionado al escritor en su visita al campo de concentración de Mariel. Dicho artículo, a pesar de lo que afirmara el propio Ciges, no aparece en las páginas del periódico francés y no ha podido ser encontrado20. Pero el pensamiento del escritor acerca del   —20→   conflicto quedó manifiesto es otros textos que, con el seudónimo «Escipión», publicó en El País entre 1895 y 1896, uno de los cuales trata la cuestión cubana.

El primero de ellos, aparecido en octubre del 95, aunque no alude directamente a la guerra, está inspirado en la circunstancia histórica por la que atraviesa el país y constituye una velada acusación contra los republicanos por no encabezar un movimiento revolucionario que lleve al pueblo al poder, ante la «inminente perdición» que se columbra para España21. 21 En enero del siguiente año, Ciges Aparicio daba a luz un artículo donde resume su opinión favorable a la autonomía de la isla, basada en el reconocimiento de su condición de colonia:

«Aspirar con las armas a lo que, sin deshonra, puede conseguirse por las artes de la paz, es insania. Si a los insurrectos se les llama antipatriotas y malos hijos por el fin que se han propuesto y los medios empleados, no con menos razón puede aplicarse análogos epítetos a los que con sus ambiciones y concupiscencias han sido causa eficiente de la insurrección.

Hay que tener en cuenta que una colonia, siquiera se le dé el nombre de provincia, no es, no puede ser lo que una de esas partes en que la ley ha dividido el suelo nacional para su mejor régimen interno (...). Cuando a la Metrópoli no satisface los gobiernos que la rigen, acude a la revolución para establecer un cambio de instituciones; una colonia acude a las armas para hacerse independiente.

Y a la postre podremos vencer la insurrección, podremos luego mantener en Cuba un ejército permanente de veinticinco, de cincuenta mil hombres, dispuesto a ahogar en sangre cualquier conato de levantamiento en armas; pero lo que no podremos evitar, sin duda, es que acrezca el odio contra nosotros, que el laborantismo redoble sus trabajos en los Estados Unidos y otros países americanos, ni que, a la corta o a la   —21→   larga se reproduzca la guerra, haciendo infructuosos el dinero y la sangre, ahora como antes empleados. Las heridas que en el corazón abren las armas tarde se curan; el amor es más humano»22.



Naturalmente, su experiencia en la guerra y los años de reclusión en la Cabaña, donde tuvo oportunidad de contactar con líderes y luchadores de la insurrección, contribuirían a consolidar su comprensión hacia la causa independentista.

También el Partido Socialista participó activamente en las campañas en contra del reclutamiento forzoso y de la redención por dinero, aunque con un lema sensiblemente diferente al de Blasco Ibáñez: «O todos, o ninguno». Carlos Serrano ha descrito las distintas fases por las que pasó el socialismo español en su posición ante el conflicto. Partieron de un rechazo inicial en términos abstractos que cuestiona la guerra y el patriotismo como inventos al servicio de los intereses de la burguesía, lo que indirectamente desacreditaba también la causa independentista como formando parte de esos intereses de clase, aunque se deslizan algunas expresiones de simpatía hacia la emancipación de los cubanos23. Conforme el conflicto se prolongaba y la amenaza de intervención norteamericana se hacía más evidente, los socialistas concretan su denuncia en el conflicto cubano y   —22→   exigen el fin de las hostilidades, y si bien en un principio no especifican la manera de alcanzar la paz, desde principios de 1898, ante la inminente entrada de los Estados Unidos en la guerra, pedirán ya abiertamente la independencia para la isla24.

Sin embargo, dentro del pensamiento socialista hubo posiciones individuales que matizan muchas veces la línea oficial del partido. Particularmente vinculado con la isla estaba Ramiro de Maeztu, pues su padre había emigrado a Cuba y él mismo lo hizo en 1891 para trabajar en el ingenio de la familia, aunque la ruina de los negocios paternos le obligará a desempeñar diversos oficios, entre ellos el de lector en una fábrica de tabacos de La Habana. Poco antes de estallar la guerra, en 1894, Maeztu regresa a España, se instala en Bilbao y comienza una fructífera carrera como periodista.

El tema cubano está, pues, muy presente en los textos que el joven Maeztu publica entre 1895 y 1898. Algunos de esos artículos son relatos en los que el escritor rememora sus experiencias en la isla25; otros contienen su opinión acerca del conflicto bélico. En el primero de éstos, aparecido en agosto de 1897, Maeztu analiza la revolución cubana como un conflicto «eminentemente social» que enfrenta al campo y a la ciudad, a obreros y hacendados, criollos en su mayor parte, y a   —23→   comerciantes, generalmente peninsulares26. La cuestión, pues, no se resuelve con la guerra ni con la autonomía, ni siquiera con la independencia si han de quedar incólumes las injusticias que han provocado el levantamiento. Pero el escritor vasco adoptará el punto de vista de lo que más interesa a España para desestimar la guerra y la autonomía y recomendar, veladamente, la independencia de la isla:

«Un amigo mío me dice que si tuviera un brazo canceroso se lo haría cortar antes de que la enfermedad llegara al tronco; otro, que si sus recursos no le permiten atender a su casa, enajenaría sus fincas de recreo.

No falta quien afirme que si una propiedad arruina al propietario, debe enajenarla lo antes que pueda y al mejor precio posible. En estos tiempos hacen más milagros las varas de medir que la lanza del valeroso don Quijote.

Y todos nos preguntamos si no se ha regado aún con bastante sangre una tierra que no se la merece».27



En sucesivos artículos, Maeztu denunciará la sangría que la guerra provoca entre la juventud obrera española, la impopularidad del conflicto que deriva en deserciones masivas e incluso suicidios, los intereses de quienes prefieren la guerra a cualquier precio a perder los mercados antillanos, al tiempo que mostrará la necesidad de liquidar «la cuenta de reivindicaciones justas que tiene pendiente la Gran Antilla con España»28 28 y así terminar con la guerra.

Pero, sin duda, el escritor socialista que más espacio dedicó   —24→   al conflicto antillano fue Miguel de Unamuno. Durante sus años de militancia en el Partido Socialista, el escritor vasco se encargó de buena parte de los editoriales de la revista La lucha de clases, desde donde carga las tintas contra la guerra29. No deja de ser significativo que, ya desde el primer momento del conflicto, Unamuno se muestre partidario de la emancipación cubana, aunque sea desde el punto de vista de los intereses de España. Así, en una carta a su amigo Pedro Múgica, fechada en Salamanca en junio de 1895, señala: «Aquí hace estragos la imbecilidad esa de Cuba... ¡Ojalá la perdiéramos!, sería mejor para nosotros y para ellos»; y poco después, en octubre del mismo año, en otra misiva al mismo destinatario, insistirá en lo dicho:

«Lo de Cuba es sencillamente imbécil. Me alegraría tuviéramos algo con los Estados Unidos a ver si nos quitaban esas dichosas Antillas que sólo sirven para daño nuestro. Somos incorregibles. Y lo más digno de estudio es que la tal guerra, producto de nuestra rapacidad y torpeza económica, hija de disparatados proteccionismos y monopolismos, la sostiene el Sugar-Trust para que perdida la zafra en Cuba suba el azúcar (de 3,50 centavos que hoy cuesta a 7 lo menos) y se ganen en redondo sus 50 millones de pesos. ¡Bonito negocio! Es uno de los más curiosos ejemplos de cómo la guerra es un negocio y de lo que es capaz el Genio del capitalismo moderno»30.



En los años sucesivos, el autor de Paz en la guerra intervendrá profusamente en el debate que se produce en toda la   —25→   prensa española en relación a los conceptos de patria y patriotismo, para relativizar, desde un punto de vista obrerista, la magnificencia de ambos términos31. En sus artículos, Unamuno cargará las tintas contra el militarismo y la guerra en general, como conflicto de intereses de clase32; pero también dedica un considerable espacio a la cuestión cubana; si en un principio el escritor vasco contempla la guerra como una lucha de intereses entre burguesías de dos países33, poco a poco irá siendo consciente de la complejidad del problema y de la razón que asiste a los insurrectos para rebelarse contra España:

«Ocurre ahora una guerra y a ninguno de esos señores se les ocurre investigar las causas de ella y los motivos que hayan impulsado a los insurrectos a alzarse en armas. Está de por medio el honor nacional, el mismo honor de los duelistas, transferido a la nación toda.

(...)

Aquí todo se tiene en cuenta menos la razón y la voluntad de los cubanos. Hay muchas gentes que protestan contra la monarquía patrimonial, contra la vieja idea de que una nación sea patrimonio del monarca; pero les parece bien que un pueblo sea patrimonio de otros»34.



Y, viene a decir Unamuno, la guerra no se gana porque   —26→   inconscientemente toda la nación sabe que los insurrectos tienen la justicia de su parte:

«En la monserga del derecho internacional, en el artificioso tejido de ficciones en que se funda el derecho de un pueblo a gobernar a otro a su antojo, tal vez tenga razón España al portarse como se porta con Cuba. Pero lo que hay que ver no es la razón, sino la justicia que nos asista.

(...)

No está la fuerza en la muchedumbre de los ejércitos, sino en su fe, en la fe del pueblo de donde salen. Y, en España, ¿hay fe por la actual guerra? ¡No!

Todos los días se oye decir, hablando de los insurrectos: en el fondo tienen razón. Todos los días se recuerda cómo ha sido Cuba el robadero a donde se mandaba a que engordaran a los que aquí estorbaban o comprometían por su descarada manera de robar. Todos los días se oye cómo se ha sacrificado los intereses de la colonia a los de dos o tres regiones españolas (...). Todos los días se hace la recapitulación de los pecados de la metrópoli, madrastra torpe e ignorante.

Que no hay fe lo sabe todo el mundo, y si alguien lo ignora no tiene más que leer la prensa que toca el clarín patriotero y empaparse en el conjunto de inepcias, de estupideces, de salvajadas, de mentiras y de falsías que urde.

No es Weyler, sino la justicia, quien puede acabar con una guerra que no puede darnos ni honra, ni gloria, ni provecho, una estúpida guerra por puntillo de honor, por pique, por orgullo y nada más»35.



Seguramente fue el anarquismo el sector del movimiento obrero español que más contacto mantuvo y más apoyo prestó a la insurrección cubana. Sin embargo, esta circunstancia, como es lógico, apenas se refleja en la prensa libertaria española que, durante los años de la guerra, apenas dedica espacio al conflicto. Hay que tener en cuenta, a este respecto, varios factores: por un lado, el movimiento anarquista sufre desde 1896 -fecha del   —27→   atentado de la calle de Cambios Nuevos de Barcelona- una fuerte represión que desencadena un movimiento de apoyo y de denuncia de las detenciones arbitrarias, de las torturas y de las condenas a muerte. Como consecuencia de ello, las publicaciones anarquistas que sobreviven a la persecución se decantan por un tono eminentemente teórico, en el que apenas aparecen referencias a la actualidad política.

En ese contexto puede entenderse que el joven José Martínez Ruiz, cuyo pensamiento sintoniza con el republicanismo federal y el anarquismo, periodista bisoño recién llegado a Madrid, apenas trate en sus escritos la cuestión de la guerra de Cuba. Sin embargo, en algunos de ellos aparece claramente manifestada su oposición a la contienda y su sintonía con el independentismo cubano. Probablemente, el más significativo es el homenaje que dedica, en diciembre de 1897, a Antonio Maceo, con motivo del aniversario de la muerte del líder mambí:

«Hoy hace un año que murió casualmente Antonio Maceo.

Maceo era un hombre enérgico, alma de la insurrección cubana, campeón de la libertad de un pueblo, espíritu tenaz, soldado bizarro como pocos. Su figura recuerda la de tantos como pelearon por defender de invasiones un pedazo de tierra.

La guerra de Cuba es idéntica a la del año 8, con la diferencia, nótese, de que España con franceses no sería la España desdichada de hoy, y Cuba con españoles continuaría siendo una cueva... de empleados.

Calificar de criminales y bandidos a un puñado de hombres que combate como puede un ejército fuerte, bien armado, valiente, es sencillamente llamar bandidos y criminales a los hombres de la Independencia española que asesinaban franceses sueltos»36.



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A la luz de todas estas declaraciones resulta difícil seguir manteniendo el tópico noventayochista, la imagen de una generación de escritores marcados por la derrota. Para éstos el desastre no fue tanto la pérdida de los últimos restos de un imperio, como la circunstancia misma de la guerra; con la injusticia social que acarreaba, con su secuela de exterminio y de muerte, que combatieron desde posiciones progresistas; el tan traído y llevado «dolor de España» no era un lamento por la decadencia o la derrota, sino por la frustración ante la incapacidad de incorporar la nación a la corriente del auténtico progreso, el de la justicia. Poco dolidos por la pérdida de las últimas colonias podían sentirse quienes estaban, desde los primeros momentos del conflicto, denunciando las verdaderas motivaciones que se escondían tras la propaganda integrista y patriotera, y quienes se mostraban, con mayor o menor contundencia, partidarios de la emancipación de la isla.

Es cierto que en los primeros años del nuevo siglo aquellos rebeldes fueron atemperando su radicalismo y derivando hacia posiciones reformistas o incluso conservadoras; pero dicha evolución no puede atribuirse en ningún modo a las secuelas del «Desastre», sino que tiene que ver fundamentalmente con su origen pequeño-burgués y con los nuevos, aunque todavía limitados, espacios de participación que se abrieron en el sistema político español en los primeros años del siglo XX.

Tampoco el pesimismo de los escritores modernistas ni su denuncia de la política de la Restauración tiene una directa dependencia de la derrota. Aquel procede de las corrientes de pensamiento que circulan en esos años por toda Europa; ésta es anterior y coetánea a la guerra, y tiene que ver con la insatisfacción política de aquellos jóvenes intelectuales.

De este modo, la idea noventayochista de una generación marcada por el «Desastre», preocupada casi exclusivamente por el llamado «Problema de España» empieza a hacer aguas. Ya hemos visto cómo aquellos jóvenes radicales se resistieron a seguir las burdas mentiras y el juego patriotero que los sucesivos gobiernos españoles querían imponer a la nación. En oposición a aquellos martes grotescos que en la obra de Valle-Inclán se   —29→   regocijan de su propia corrupción durante la guerra, la sensibilidad de los escritores modernistas estuvo más cerca del pueblo, más cerca de aquel repatriado que volveremos a encontrar en Mala hierba, la novela que Baroja publicó en 1904, y que explicaba a Manuel Alcázar la dura vida de la manigua, las envidias y rivalidades entre los oficiales, el horror de la guerra de exterminio decretada por Weyler, el desánimo de la tropa, el regreso en un barco cargado de esqueletos y la indiferencia de la sociedad española ante los soldados que habían sobrevivido:

«Desembarcamos en el puerto como si fuéramos fardos de algodón; uno se decía en el barco: «Me van a marear a preguntas cuando llegue a España». Nada. Ya no le interesaba a nadie lo que había pasado en la manigua... ¡Ande usted a defender a la patria! ¡Que la defienda en nuncio! Para morirse de hambre y de frío, y luego que le digan a uno: «Si hubieras tenido riñones no se habría perdido la isla». Es también demasiado amolar esto...»37





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ArribaAbajoFélix Duarte: un poeta en Cuba

Elizabeth Rodríguez Hernández (Centro Cultural Pablo de la T. Brau


Idania Trujillo de la Paz (Revista Bohemia)


El tema escogido para esta comunicación: «Félix Duarte: un poeta canario en Cuba» está enmarcado dentro de una investigación más amplia sobre la presencia e influencia de la cultura canaria en Cuba, en especial en el periodo que comprende las tres primeras décadas de la presente centuria.

El estudio de las diversas manifestaciones de la cultura material y espiritual de la colonia canaria, conservadas en varias regiones del país mediante el empleo de las fuentes orales, es de sumo interés no sólo porque la presencia en Cuba de naturales de las siete islas del norte africano se hace evidente a través de un rico folclore de marcado origen «isleño» sino porque también presenta unas peculiaridades propias que las diferencias de otras corrientes migratorias llegadas de España.

La tradicional dedicación a la agricultura, especialmente al cultivo del tabaco, su característico sistema migratorio «golondrina», no tan frecuente en otras áreas peninsulares y la distinción que el propio cubano establece entre peninsulares y canarios son motivos suficientes para adentrarnos en el imaginario de los emigrantes canarios, rescatando a través de sus memorias y recuerdos el mundo del «isleño» en Cuba, tratando de acercar más la historia al «hombre común». Descubrir ese mundo, no por cercano en muchos aspectos aún desconocido, ha sido una aventura apasionante.

Una de esas historias de vida es la de Félix Duarte, nacido el 20 de noviembre de 1895 en Breña Baja, isla de La Palma, quién en plena juventud se convierte en emigrante. A los 17 años se va a Venezuela y ya establecido en el estado de Miranda, trabaja como agente comercial en consociedad con un paisano suyo. Tras cinco largos años probando fortuna regresa a La Palma; pero dos años después y cuando, según sus propias palabras «la isla ya me queda chiquita», decide emprender   —32→   nuevamente la aventura de cruzar el Atlántico. En esta ocasión parte hacia Cuba donde radica, desde 1919 hasta 1932, en Zaza del Medio, pequeño poblado de la región central del país, por entonces uno de los principales asentamientos canarios.

La razón por la cual fija su residencia en esta zona de la actual provincia de Sancti Spíritus constituye, hasta ahora, una verdadera incógnita. Tal vez la prosperidad económica unida a la creciente participación de sus paisanos en la vida sociocultural de la localidad le hayan inspirado la confianza necesaria para realizar en breve tiempo una amplia e intensa actividad cultural.

Duarte fue durante algunos años secretario de la Delegación Canaria de Zaza y fundador de importantes instituciones como el Liceo Canario, que vio la luz en 1923, y que funcionó como Sociedad de Instrucción y Recreo, donde se organizaron tertulias literarias, veladas, actividades festivas de disímil carácter, lo cual contribuyó a darle cohesión a la ya pujante comunidad canaria.

Más aún en los locales del propio Liceo y bajo el auspicio de Duarte, se abre una inmensa biblioteca en la que aparecen obras de los grandes clásicos españoles como Pérez Galdós, Calderón, Lope de Vega, Cervantes y de autores nacionales, entre ellos, José Martí, por quien Duarte siente una extraordinaria admiración.

Desde sus años mozos en la cercana Venezuela cobra forma inicial su vocación literaria al colaborar con varias publicaciones periódicas de aquel país. Sin embargo, fue en Cuba, más específicamente, en Zaza del Medio, al fundar la revista «Cuba y Canarias» -verdadero órgano de difusión de la historia y cultura de las islas- que el genio del escritor y poeta alcanza mayor vuelo.

Aunque fue por excelencia poeta, Duarte se distinguió por su actividad como periodista. Su labor de cronista se hizo presente en varias publicaciones de las sociedades canarias, como por ejemplo en Tierra canaria. Fue también notable articulista, orador apasionado y brillante conferencista. Algunos de sus discursos aparecen en la revista Patria Isleña fundada por su amigo y paisano Luis Felipe Gómez Wanguemert.

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Pero tal vez una de las más grandes pasiones de Félix Duarte fue, sin dudas; la historia. Dominaba a la perfección la de España y la de sus siete adoradas islas; pero era también un aguzado conocedor de la historia americana y de la vida de memorables hombres como Simón Bolívar, Antonio José de Sucre, José de San Martín, Antonio Maceo y José Martí. Temas relacionados con la estas figuras aparecen con mucha frecuencia en reseñas y crónicas publicadas en la revista Cuba y Canarias.

Otra de sus constantes preocupaciones periodísticas era la de reflejar la vida del emigrante canario en estas tierras. Con estilo directo y sencillo Duarte fue capaz de retratar las cualidades de aquellos hombres, la mayoría labriegos cultivadores de tabaco y frutos menores, artesanos, poceros, arrieros y aparteros quienes atravesaron el Atlántico en busca de una tierra promisoria donde reunir unos reales para volver a su terruño natal.

Pero Duarte no sólo consiguió reflejar el entorno pueblerino de Zaza del Medio, sino también puso especial interés en captar el momento cultural de su época, así como mantener vivos los lazos familiares y de amistad con su isla natal: La Palma.

Su obra en un mosaico de elementos que revelan el culto -que toma el camino de la emigración- para descubrir sus posibilidades como escritor, iniciando una obra que luego, con su definitivo regreso a Canarias- retoma con pulso vital para hacerla más depurada y madura desde el punto de vista literario.

A su intensa labor como promotor cultural hay que agregar su faceta más notoria: la del poeta. Colaboró en varias publicaciones de la época tanto cubanas como de la Comunidad Canaria asentada en el país. Su libro Azul y Amarillo fue el único -que se conozca- publicado en Cuba, en el año 1926. En el prólogo a la primera y única edición realizada en Cuba, César Luis de León escribe:

«En verdad que es de corazón robusto e imaginación varia, este delicado portalira que a los 25 años, soñador empedernido, vive la vida a todo pulmón. Ama la poesía y a ella dedica las energías de su espíritu. Hacerle justicia es decirle que tiene alas bastante para llegar a las altas   —34→   cumbres de la gloria. Lo demuestra su obra, no escasa para sus cortos años, y lo demuestra este libro».



Y así fue «a todo pulmón» como definitivamente vivió entre nosotros Félix Duarte, hasta 1932 en que regresa a su isla natal. Persona sencilla a pesar de su vasta cultura, tuvo siempre un afecto muy especial por sus paisanos.

Su obra como periodista, promotor cultural, orador, conferencias y poeta la dedicó por entero a resaltar los sentimientos y la imagen del «isleño», a revelar sus vivencias y penurias, añoranzas y ensueños en la tierra cubana a la que la que un día vinieron y en la que muchos dejaron sus raíces como parte de un tronco común: el de Cuba y España.

El amor su tierra española y, en particular, por su isla de La Palma fue una constante en toda su obra literaria, así como en su reseñas y artículos periodísticos. Un solo fragmento de este poema suyo titulado «La patria canaria» y dedicado a su amigo Luis Felipe Gómez Wanguemert así lo demuestran:



Si no queréis que vuestras vidas nuble
de sus volcanes la candente lava.
Esas islas sabrán morir con honra
antes que a otra nación ser entregadas.

Porque heredaron los altivos gestos
de la extinguida guanchinesca raza,
y el ímpetu, al arrojo y el orgullo
de los célebres hijos de Numancia...

En esas islas no se hablará nunca
más lengua que la lengua castellana
en la cual escribió su libro entero
el gentil caballero de la Mancha...

Noble tierra de artistas, tierra isleña
donde mi madre me arrulló en la infancia:
¡Sólo suspiro por volver a verte!
¡Patria del corazón, tierra Canaria!





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ArribaAbajoGabriel García Maroto. Otro amigo de Lorca en Cuba.

Félix Contreras (Cuba)


La existencia de un importantísimo patrimonio cultural en el exilio, gran parte del cual está aún por recuperar.


José Agustín Mamen                


Sin dudas, el gran ignorado, tanto allá, en España, como aquí, donde también creó un «vórtice increíble de cultura y fervor humano» es Gabriel García Maroto (La Solana, Ciudad Real, 1889 - México D.F., 1969). La vida cultural del Madrid de los años veinte es imposible referirla sin tomar en cuenta la fecunda y elevada obra que llevó a cabo este hombre en las más diversas ramas de la creación plástico-literaria, amén de lo que hizo con igual energía creadora como promotor y divulgador de la cultura en el más amplio sentido. Pintor, grabador, editor, impresor, crítico, poeta y periodista, en 1909 se traslada a Madrid y poco después integrará la Exposición Nacional de 1910, con una beca de Diputación Provincial de Ciudad Real, Maroto (apellido con que firma) viaja por España y por otros países de Europa. En abril de 1919, hace su primera exposición individual en el Ateneo de Madrid, institución llamada a convertirse en una de las plazas importantes de la vanguardia madrileña. Ese mismo año participa en la Exposición Internacional de Bilbao junto a Solana, Picasso y otras figuras sobresalientes.

«En 1920, Maroto es ya conocido entre los críticos de arte y artistas plásticos a lo que contribuye su labor de editor, y dueño de una imprenta donde editará el Libro de poemas de Federico García Lorca (1921) y la revista Indice (1921-1922) dirigida por Juan Ramón Jiménez. En diciembre de 1922 expone en el Ateneo de Madrid en compañía de otros artistas y en 1923 lo hace individualmente en   —36→   Mallorca. Por entonces ya ha publicado varios libros: Del jardín del arte (1911), Teoría de las artes nobles (1912), El año artístico (1913), El libro de todos los días (1915), Los senderos (1916), y el Catálogo de la Exposición de Maroto (1923)»38.



Pero, dediquemos una líneas más a Maroto antes de traerle a nuestra isla -motivo de esta ponencia-, para subrayar, otra vez, el perfil, la significación del intelectual manchego en la historia contemporánea de la cultura en ambas orillas del idioma, con su quehacer en suelo propio, como en México primero y Cuba después.

Este Robinson de la Generación del 27, formó filas en la moderna sensibilidad que florece en el seno de los nuevos ideales de creadores que asumen, con dialéctica curiosidad, lo mejor de una ilustre promoción como fue la procedente, la del 98. Algunos nombres encarnantes de aquella nueva sensibilidad, compañeros del autor del esencial La nueva España 1930 (publicado en 1927), entre otros: Manuel Abril, Federico García Lorca, José Bergamín, Emiliano Barral, Francisco Durrio, Rafael Bergamín, Juan Echevarría, Joaquín Enríquez, Óscar Esplá, Manuel de Falla, Victorio Macho, Cristóbal Ruiz, Adolfo Salazar, Ángel Sánchez Rivero, Joaquín Sunyer, Guillermo de Torre, Daniel Vázquez Díaz, Vicente Aleixandre, Dámaso Alonso, Luis Cernuda. Precisamente, con estas figuras de la República de letras española de entonces, firma y promueve, en 1925, el inquietante Manifiesto de la Sociedad de Artistas Españoles (SAE).

Es bastante probable el origen del interés de Maroto hacia nuestro país esté en aquella célebre Exposición Joven Pintura Mexicana, en el Museo de Arte Moderno de Madrid, cuyos artistas eran los alumnos de Alfredo Ramos Martínez, centro cultural tan frecuentado por los jóvenes pintores cubanos Eduardo Abela, Wilfredo Lam, Gerardo Tejedor y tantísimos miembros más de la isla antillana que con intelectuales de otras esferas: Juan Marinello, Jorge Mañach, Raúl Roa, Pablo de la Torriente   —37→   Brau, Medardo Vitier, Nicolás Guillén, Carlos Rafael Rodríguez, estremecen las viejas y decadentes estructuras del pensar criollo con encendidas inquietudes renovadoras (apoyadas por algún que otro veterano procedente de la sociedad colonial como Enrique José Varona).

El Maroto que llega a Cuba en 1930 ya lo había hecho en 1927, en una escala breve del barco que lo lleva a México, pues «quiero instalarme -le dice a Alejo Carpentier en entrevista que le hace para el Diario de la Marina- en una de la celdas de la Escuela Libre de Pintura de Churubusco para observar la labor de los niños (...) Les enseñaré cosas, pero de ellos, seguramente aprenderé más...» Pero, aún así, la breve estadía le da tiempo -agrega Carpentier- para disfrutar de «una larga excursión» organizada por «nuestro culto amigo José Fernández Rodríguez» para «que el pintor percibiera la temperatura plástica de la campiña criolla».

No dudamos que ese es el origen del proyecto de Maroto de regresar y crear talleres-escuelas en pueblos de la isla, aplicando aquí aquellas ideas de la reforma educacional en México preñadas de participación popular, de arte en el que lo nacional popular desacralizaba normativas al uso para acceder al conocimiento, al cultivo de la sensibilidad y el espíritu.

Se marchó pero, antes, declaraba al novelista amigo: «Lo que me admira es la cantidad de color que hay en todo -afirmaba Maroto por el camino-. Y señalando casitas con candidas puertas azules: «Mire, parecen arrancadas en un lienzo de Marc Chagall». Gabriel García Maroto llega a Cuba en 1930 procedente de New York, ciudad en la que se había encontrado con su entrañable amigo Federico García Lorca en junio de 1929 -fecha de arribo de Lorca a la Babel de Hierro- y lo sabemos por carta del autor del Romancero gitano a padres y hermanos... Maroto «se volvió loco dándome abrazos y hasta besos. Está aquí recién llegado de México y gana mucho dinero como pintor y dibujante de revistas»39, y por otra carta, esta vez de Ángel del   —38→   Río se deduce que su llegada es posterior a la de Lorca, pues aquel se queja a éste de que también Maroto haya abandonado esa ciudad.

Al parecer, de aquel primer paseo por la campiña habanera durante un paréntesis de su primer viaje a México, en 1927, nuestro artista se había prendado apasionadamente del poblado de Caimito del Guayabal, situado entre La Habana y Mariel, localidad esta última que constituía el destino de la apresurada excursión con sus anfitriones cubanos. Y a ese pueblo «se fue a vivir un día el pintor Gabriel García Maroto, prendado de una plazuela enlunada al filo de la carretera», nos entera Jorge Mañach en crónica publicada en la fecha. Allí, «en el Caimito, un pueblo que nunca las vio mejores, en el zaguán de Vuelta Abajo», comenzó su ingente labor artístico -pedagógica el artista de La Solana manchega, luego de cumplir múltiples compromisos en la cercana capital con exposiciones y conferencias en la Hispano-Cubana de Cultura (IHC), Asociación de la Prensa (donde disertó Sorolla) y otras instituciones habaneras, más los agasajos, comidas y encuentros con amigos que se les disputaban: los Quevedo -María y Antonio-, los Callejo, Fernando Ortiz, Adolfo Salazar y, por supuesto, García Lorca.

En Caimito fundó un taller-escuela con alumnos adolescentes, trabaja en la creación de su propia obra (que expone como despedida y en cuya inauguración habla Jorge Mañach), pinta retratos de José Martí y Carlos Marx -que dona a centros docentes locales y ejercita el criterio, el intercambio de ideas en las amenísimas tertulias que cada noche improvisa en el Café La Cumbre.

El artista cuenta en el catálogo de su exposición de dibujos y pinturas (del 24 al 30 de agosto de 1930) que en ese simpático pueblito hizo «amistades cordiales, complacencias de significado purísimo, trabajo de mediano acierto, pasos de ascensión el camino del esfuerzo, forman la breve suma de mi vida en Caimito»40.

  —39→  

Tiene que haberse sentido a sus anchas, en su propia casa, porque, Maroto, ferviente creyente de la cultura como medio de crecimiento, levadura para precipitar la elevación moral, el progreso individual y colectivo, encuentra entre las numerosas amistades que hace en Cuba la misma proyección humanista del arte y la cultura en general, la vanguardia entendida como generoso compromiso con la historia. Llega el buen español a una Cuba cuya conciencia colectiva está vibrando con un proceso de reafirmación nacional, en los comienzos de ese vital período que Juan Marinello llamó la «década crítica», respuesta de una nueva mentalidad a la cerrazón colonial decimonónica que luego se prolonga en la república neocolonial manufacturada por los vacunos norteamericanos. Ahí llegó Maroto, en ese tremendo año 30 en el que las inquietudes de artistas, poetas y escritores buscaban, afanosamente lo moderno y lo cubano. La mirada ávida de ese momento cubano busca el «sabor cubano -diría Loló de la Torriente- con espesura caribeña y reminiscencias africanas».

Feliz y coincidentemente, los colegas y coetáneos del creador europeo vivían la misma pasión, la misma fiebre de búsqueda, la misma bohemia fecunda del 30 penetrada de la savia el arte nuevo y «que haría a la pintura cubana su lugar de vanguardia en el arte plástico contemporáneo»41.

Terminada su memorable y rica estancia en Caimito, donde dejó, entre otros muchos dones, la huellas de aquella pedagogía artística, el sistema libre de enseñanza, forjado en los talleres del renacimiento en el Viejo Mundo, Moroto abre escuelas similares en Remedios y Caibarién. Allí, en ambos suelos cubanos vuelve a encontrar amigos, colaboradores y franqueadas las puertas de la hospitalidad cariñosa tan característica de nuestro pueblo de tierra adentro. Por citar un ejemplo concreto, Juan Pérez Abreu mantuvo en pie esa Escuela   —40→   de Acción Artística y compartió con el artista plástico- profesor, la dirección de la misma.

Duplicando sus propias capacidades con las nuevas fuerzas de aquel quehacer renovador y revolucionario de la primera generación de la Cuba republicana, vinculada a la suya por semejantes desvelos y utopías, Maroto puso sus empeños en conferencias en diversos centros de cultura: en Caibarién lo acoge la Institución lo acoge la Institución Hispano-Cubana de Cultura, visita escuelas públicas y privadas con el fin de obtener el nivel de capacidad expresiva local de los niños que luego quisieran participar de los talleres, Liceos y sociedades regionales españolas. Igualmente, visita talleres, fábricas «yendo a buscar imágenes pictóricas en la fuente misma de cubanismo, allí son genuinas, y mostrándolas en la casa social del obrero, utiliza materia prima estética y la ofrece pura, como adorno de la fatiga del hombre, como un estímulo de arte popular.»42

«El arte nuevo en España», «Un pintor moderno: medio, vida, obra» (ilustrada con proyecciones), «Llamamiento por el artista hacia el arte», «El arte nuevo en México» (ilustrada), «El arte nuevo en Cuba», «Martí y el arte plástico», así como con entrega de óleos de Martí a centros educacionales, complementó con estas conferencias, la breve pero intensa agenda de trabajo marotiano en Remedios y Caibarién.

Este hospedaje duró, en ambas comunidades, dos meses, al cabo de los cuales su amigo Carlos Enríquez, el rebelde y rotundo pintor de El rapto de las mulatas, dijo que el trabajo realizado allí por Maroto «fue superior artísticamente a la de (la Academia) San Alejandro en dos años».

Maroto, que primero vivió en América el exilio voluntario fue, tras la derrota de la República, exiliado político empujado al México conocido y también amado, por su firme y consecuente servicio prestado a la España republicana (1936-1939) -y aún antes, pues llegó a su tierra natal dos años antes- como miembro de la dirección de la Asociación de Intelectuales Antifascistas43,   —41→   director del servicio de propaganda del Ministerio de Instrucción Pública (donde publica Los dibujantes en la guerra de España, Madrid-Valencia, Ediciones Españolas, 1937). Hay que destacar de igual modo la faena de promotor cultural y editor que ejerce en ese difícil período y, también, que nos enorgullece haber tenido aquí a este otro hijo de la élite de la inteligencia española, otro ser emblemático que nos trajo espléndidos frutos de la cultura española, que su estancia entre nosotros fue «celebración jubilosa del trabajo».

Pero, Gabriel García Maroto, nos da otro orgullo: que con nuestro siempre presente y vivo Pablo de la Torriente Brau -y lo sabemos por Raúl Roa- «se alistó en las milicias (...) y que autodenominados comisarios políticos, lo fueron después oficialmente por el Ministro de la Guerra, Julio Álvarez del Vayo».



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