La primitiva basílica de Santa María
del rey Casto de Oviedo y su real panteón
Fortunato de Selgas
–––––––– 291
––––––––
I
Desde que el
pontífice ovetense D. Gutierre de Toledo, al finar el siglo XIV,
echó los cimientos de la moderna iglesia catedral, todos sus
sucesores, imitando su ejemplo, dedicáronse con afán
á la realización de tan magnífico monumento.
Á medida que las obras avanzaban, iban desapareciendo las
venerables construcciones de la época del rey Casto:
primero, las tres capillas absidales que albergaban los altares del
Salvador y los doce apóstoles; luego, las naves, crucero y
vestíbulo, y después los edificios religiosos en que
estaba envuelta la vieja basílica. Corriendo el siglo XVI
alzóse la fachada, con su espaciosa lonja, coronada de una
torre que vence en esbeltez y gentileza á las de Burgos y
Toledo. En el transcurso del XVII, los prelados ovetenses rodean la
gótica iglesia de construcciones greco-romanas de depravado
gusto: D.
Simón García Pedrejón erige la capilla de
Santa Eulalia para guardar las cenizas de la mártir
emeritense; D.
Bernardo Caballero de Paredes, la de Santa Bárbara, bajo
cuyas churriguerescas bóvedas quería esconder el
sagrado tesoro de la Cámara santa; y el obispo Vigil de
Quiñones, la clásica capilla que lleva su nombre, con
su bello altar esculpido por Luís Fernández de la
Vega, el mejor de los escultores asturianos.
En medio de tantas
renovaciones manteníase casi intacta la venerable iglesia de
la Virgen del Rey Casto, panteón de los monarcas asturianos.
Ya en el siglo XV perdió su primitivo ingreso,
sustituyéndole el que hoy se contempla, hermosa muestra de
escultura gótica, lo mejor que de este género se
encuentra en Asturias. Al pontífice Fr. Tomás Reluz, no menos
ilustre por sus virtudes que por su carácter, se debe la
destrucción de la vieja basílica del siglo VIII y la
construcción de la moderna. Mejor
–––––––– 292
––––––––
acierto tuvo el buen prelado en las causas de los supuestos
hechizos de Carlos II que en la reedificación de este
monumento, digno por tantos conceptos de pasar á la
posteridad1.
Más sensible aún que su desaparición ha sido
la bárbara profanación de las tumbas donde
yacían los primeros héroes de la Reconquista, cuyos
restos, hacinados y confundidos, hallaron miserable albergue en
churriguerescas cajas impropias de un regio panteón. Apenas
terminado el nuevo templo, como en castigo de haber turbado la paz
de aquellos sepulcros, se vino al suelo la cúpula que le
coronaba, costando muchos caudales su restauración.
Falleció el obispo Reluz en 1706 sin tener el consuelo de
consagrar su iglesia, ceremonia que se realizó seis
años después, ardiendo la ciudad con tal motivo en
fiestas durante ocho días, no faltando certámenes
poéticos, espectáculos teatrales, procesiones, y,
sobre todo, elocuentes y gongorinos panegíricos pronunciados
por los más afamados oradores que contaba entonces la
capital del Principado2.
Afortunadamente
tenemos algunas referencias de antiguas crónicas que nos dan
una idea aproximada de su forma, y aun de su ornamentación.
Cítanle los primeros historiadores de la monarquía al
contar las construcciones religiosas con que Alfonso II
embelleció su capital, aunque sin dedicarle las frases
encomiásticas que á otras obras
contemporáneas, como la de San Tirso y la Cámara
Santa3.
Los escritores del siglo XVI, Morales,
–––––––– 293
––––––––
Carballo y Tirso de Avilés ocupáronse de este
monumento, especialmente los dos primeros, á quienes debemos
curiosas noticias. Por ellos sabemos que la primitiva
basílica de Santa María estaba situada en el
cementerio del Salvador, separada de las demás
construcciones que rodeaban la catedral, y orientada como todos los
edificios religiosos de aquel tiempo. Encerrada después
entre el crucero de la Iglesia Mayor, las capillas de Santa Eulalia
y de los Vigiles, el monasterio de San Pelayo y la
antesacristía, al ser reedificada tenía que conservar
necesariamente las dimensiones primitivas, levantándose los
muros de la moderna, próximamente sobre los cimientos de la
antigua. De sus ingresos se respetó el que actualmente da
paso al brazo septentrional del crucero y el de la
antesacristía, por donde entraban antiguamente los monjes de
San Vicente. Se tapió la pequeña puerta que
conducía al claustro del monasterio de San Pelayo, cuyas
huellas aún se ven en el moderno panteón; y en la
fachada frontera al altar mayor se abrió la entrada
principal en el mismo lugar donde se alzaba el sarcófago de
Alfonso el Casto. Afectaba su planta un cuadrilongo, cuyas
dimensiones eran: 106 pies desde el fondo del panteón hasta
el muro exterior del testero; 52 el largo del crucero, incluyendo
sus dos brazos, y su mayor altura llegaba á 63
pies4.
Eran, pues, sus proporciones bastante vastas, dada la
exigüidad de las iglesias de aquel tiempo.
Aunque los citados
cronistas del siglo XVI no han dado en la descripción que de
ella hicieron más que una idea del conjunto,
fijándose solo con algún detenimiento en el
panteón, podemos con el auxilio de la arqueología
conocer cada una de sus partes, su estructura y el carácter
artístico de su arquitectura. El maestro Tioda fué el
autor de las trazas: célebre arquitecto que levantó
todos los monumentos erigidos en Oviedo durante el reinado de
Alfonso II, cuyo nombre aparece entre obispos y
próceres,
–––––––– 294
––––––––
suscribiendo los testamentos reales. Tenía este templo la
planta de basílica latina, cual las erigidas en Roma en los
primeros siglos del cristianismo, con el narthex ó
vestíbulo, y el cuerpo de la iglesia dividido en tres naves,
terminadas en otros tantos ábsides separados de aquellas por
el crucero. El ingreso principal, en vez de estar en la fachada
ó imafronte, se le llevó al brazo meridional del
crucero con el fin de dedicar exclusivamente el narthex á
enterramiento de los cuerpos reales. Estaba este vestíbulo
dividido en tres compartimientos, ocupado el central por el
panteón, formando una pequeña estancia cuadrilonga de
20 pies de largo, ó sea la anchura de la nave, y 12 de
fondo, sin más comunicación con el templo que una
estrecha puerta frontera al altar mayor y á un lado una
ventanita, cerradas ambas con gruesas barras de hierro que apenas
daban paso á la luz. La altura de este antro era de 8
ó 10 pies, y su techo, de madera, servía de suelo al
coro alto que, como en San Miguel de Lino y en San Salvador de Val
de Dios, se elevaba sobre el narthex. Los camarines que flanqueaban
el panteón en donde terminaban las naves laterales,
tenían los dos igual superficie que aquel, albergando uno de
ellos la escalera que conducía al coro, y el otro
serviría acaso para guardar el tesoro, libros y objetos del
culto, cual los exiguos retretes que se ven en la iglesia de Santa
Cristina de Lena. La nave central contaba 20 pies de ancho y 10
cada una de las laterales. Estaban estas naves separadas por seis
arcos, tres á cada lado, y perpendiculares á ellos
perforaban el muro á bastante altura seis pequeñas
ventanas cerradas de arquillos de medio punto. Otros tres arcos, el
del medio mayor que los colaterales, daban paso al crucero, el cual
tenía de largo la anchura del edificio, unos 48 pies,
descontando el grueso de los muros, y de ancho lo que la nave
central. Desde el arco toral que daba ingreso al crucero se
contemplaba todo el frente del santuario con sus tres altares,
sobre los que se veían las figuras del Cristo, San Juan y la
Magdalena, hechos á pincel los cuerpos y de bulto las
cabezas, que afortunadamente se conservan incrustadas sobre la
puerta principal de la moderna iglesia. En el ábside central
se alzaba el altar de la Virgen; en el lateral de la derecha el de
San Julián, y en el opuesto, el de San Estéban
protomártir, uno de los cuales todavía se conservaba
en tiempo del historiador
Bajo sus aras se ocultaban las reliquias de estos santos
según cuentan antiguos documentos6.
Decoraban los ingresos de los ábsides tres arcos torales y
había otros tantos en el fondo adosados al muro del testero,
los cuales estaban sostenidos por columnas, cuyos fustes de ricos
mármoles pertenecieron á construcciones romanas de
alguna ciudad monumental, como Legio, Astúrica ó Iria
Flavia. Carballo supone que estas columnas fueron traídas de
las ruinas de la vecina Lugo, pero tal suposición nos parece
poco fundada, porque en aquella pequeña aldea no se han
encontrado restos de edificios artísticos, y es de creer
existieran allí tan solo algún castro y vilas
ó casas de labor. Eran doce los fustes que exornaban los
ábsides, siendo de menores proporciones los que se
albergaban en los ángulos entrantes de los muros de los
santuarios que los de los ingresos. Alumbraban esta parte ventanas
abiertas en el testero, distinguiéndose la del medio por sus
tres arquitos separados por pequeñas columnas, como las que
vemos en San Tirso y Santullano, y el crucero recibía luz
por vanos semejantes á los de los ábsides. Como casi
todas las basílicas de aquel tiempo, tendría encima
del ábside central un camarín de las mismas
proporciones que aquel, sin comunicación alguna con el
templo, y al que no se podía subir sino por un hueco
exterior que perforaba la pared del testero. Siguiendo las
prescripciones del arte á que pertenecía este
monumento, solo estaban cubiertos de bóvedas de medio
cañón los ábsides, y las naves y crucero con
un techo de madera á dos aguadas, decorados las trabes y
cabrios de pinturas figurando enlaces de líneas
geométricas y otros ornatos de estilo latino. El pavimento
era de hormigón, formado de cemento y fragmentos de ladrillo
y piedra caliza, igual al que hoy se ve todavía en la
Cámara Santa y en uno de los ábsides de
Santullano.
–––––––– 297
––––––––
El carácter
arquitectónico de este monumento era clásico, y
tanto, que en el Renacimiento, época en que no
existía crítica artística, sorprendióle
á Morales el parecido de este templo, no ya con las obras
similares visigodas de Hornija y Wamba y San Juan de Baños,
sino con las romanas, recordándole las arquerías de
estas naves, las que en aquellos días levantaba Juan de
Herrera en los cláustros menores del Escorial7.
En efecto, cuantos elementos entraban en la composición de
esta basílica, eran reproducción de los que decoraban
los edificios romanos, si bien la ejecución era tosca y
descuidada, pobres los materiales de construcción, y las
líneas de las molduras sin la pureza y corrección que
distinguen las obras clásicas. Los arcos de las naves y
crucero eran de medio punto y los formaban robustas dovelas sin
molduras en sus estrados, sosteniéndolos pilastras de planta
cuadrangular con sus basas, y coronadas de una saliente imposta
semejante á las que ostentan sus hermanas las iglesias de
San Tirso y San Julián de los Prados. La riqueza decorativa
la guardó el arquitecto para el santuario, el cual
presentaría un bello efecto con los tres ábsides
exornados de columnas de ricos jaspes sobre cuyos fustes se
exhibían corintios capiteles con una ó dos filas de
hojas pobremente agrupadas y envolviendo el cilíndrico
tambor.
II
La circunstancia
de haber sido erigido este templo, según cuentan los
más antiguos cronistas, para enterramiento de su fundador
Alfonso II, nos mueve á exponer algunas observaciones acerca
de la época en que empezaron á hacerse las
inhumaciones
–––––––– 298
––––––––
de los primeros reyes de la restauración, dentro de las
iglesias: observaciones que pudieran excusarse habiendo ya tratado
este asunto extensamente el Sr. Madrazo en su excelente monografía
de San Salvador de Leire. En las primitivas basílicas
cristianas, como en las catacumbas, servía de altar para
celebrar los divinos misterios la tumba de un mártir, y
después el ara bajo la cual se guardaban sus reliquias.
Hasta entonces hacíanse los sepelios fuera de los muros de
las ciudades, á los lados de las vías ó
calzadas, pero desde el siglo IV empezaron á abandonar los
cristianos aquellos lugares para enterrarse en cementerios situados
delante de los templos donde yacían las cenizas de los
santos. Los fieles, llevados de una ardiente devoción,
querían abrir sus tumbas dentro de las naves,
próximas al santuario, á lo que se opuso
terminantemente la Iglesia. En España prohibiéronlo
los Concilios Iliberitano y Bracarense y la epístola del
papa Pelagio, cuyos cánones fueron observados por la grey
hispano-visigoda8.
Pudiera citarse en contrario el ejemplo del presbítero
Crispino inhumado en Santa María de Sorbaces en Guarrazar,
donde se descubrió el célebre tesoro, pero creemos
que la reducida estancia en que descansaba aquel levita, ni por la
planta, ni por sus exiguas dimensiones revela haber sido un templo,
y si solo una cámara sepulcral del inmediato cementerio.
Menos obedientes los francos á las prescripciones
canónicas á esto referentes, en especial las del
concilio de Nantes de 600, que solo permitía los
enterramientos en los pórticos exteriores y en los atrios,
hacían las inhumaciones de los grandes personajes, ya desde
los primeros tiempos de la monarquía merovingia, no solo en
el narthex, sino dentro de los templos, según dice una
capitular de Teodulfo, obispo de Orleans, y otra de Carlomagno del
797, dada por este emperador para corregir semejante abuso, aunque
sin resultado9.
Precisamente en los días en que aparecía esta
capitular,
–––––––– 299
––––––––
Alfonso el Casto labraba la
capilla que lleva su nombre (793 á 812) para su
enterramiento, siendo acaso el primero que aceptó entre
nosotros la costumbre francesa, debido probablemente á la
influencia que la Francia carlovingia ejercía sobre el
monarca asturiano; el cual, si hemos de atenernos á una
tradición corriente en la Edad-Media, consignada en nuestra
poesía popular, hizo poco menos que feudataria su
monarquía del imperio franco.
Con Carlomagno
consultaba los arduos negocios del reino: pidióle venia para
la celebración del Concilio Ovetense; su esposa Berta era
francesa, y acaso de esta afición á Francia, mirada
con celos por la altiva é independiente monarquía
asturiana, provino aquella enérgica protesta contra toda
dominación extranjera que la leyenda ha personificado en la
heróica figura de Bernardo del Carpio.
Se nos
objetará que la tumba del rey Casto no estaba bajo las naves como las
de los reyes merovingios en San Dionisio, pero hay que tener en
cuenta que si el narthex en las basílicas era una
dependencia exterior, un vestíbulo para dar paso á
las naves, destinado tan solo á penitentes y
catecúmenos, en la de Santa María formaba parte del
interior, pues ya hemos dicho que no tenía
comunicación alguna por la imafronte, para dedicarle
exclusivamente á panteón, cual las capillas
sepulcrales anejas á las catedrales góticas erigidas
del siglo XIII en adelante. La única entrada á esta
cámara hacíase por la nave central, frente al altar
mayor, de modo que cuando los capellanes reales decían misa
por el alma de aquel monarca, al rezar las oraciones especiales que
la Iglesia Ovetense le dedicaba, podían ver á
través de la enrejada puerta el sarcófago donde
yacían sus restos.
Los primeros
cronistas de la Restauración y los historiadores del
Renacimiento, tampoco dicen que los reyes asturianos que
precedieron á Alfonso II fueran inhumados dentro de los
templos. De Pelayo cuentan que estaba sepultado con su mujer
Gaudiosa
–––––––– 300
––––––––
en Santa Eulalia de Abamia, fuera de la iglesia, es decir, en el
cementerio; y cuando en el siglo XIII ó XIV se
levantó el actual templo románico, de mayores
proporciones que el anterior, quedaron las tumbas de los reyes
dentro y á los pies de la nave. A Fabila le supone Ambrosio
de Morales sepultado en el prehistórico dolmen sobre que se
alzaba Santa Cruz de Cangas, cuya cámara sepulcral
servía de enterramiento al monarca. El cronista
cordobés se hace eco de la tradición que así
lo afirma. Carballo con mejor acierto lo niega, porque si bien los
primeros cristianos se inhumaban, como la plebe y los siervos
romanos en los columbarios y en las catacumbas, habíase
olvidado esta costumbre en la época visigoda y de la
monarquía restaurada, como lo prueba la carencia de criptas
en los templos. No es, pues, de creer que perdida completamente
aquella práctica, renaciera en el siglo VIII en Asturias,
solo para un caso determinado10.
Además no contradice nuestra opinión, pues por las
descripciones que se conservan de la primitiva iglesia de Santa
Cruz, sabemos que se reducía á una pequeña
cella de planta rectangular
de unos 8 pies por lado, á la que se añadió
andando el tiempo una nave, comprendiendo dentro de ella y haciendo
de cripta la gruta del dolmen que antes estaba en el cementerio
delante del ingreso del templo. Los reyes de Asturias anteriores
á Alfonso II, llevados del espíritu religioso de
aquel tiempo, fundaban en sitios de su predilección,
monasterios que en vida les servían de corte y de tumba
á su finamiento. El católico yacía en
Covadonga, y su hijo Froila ante la basílica del Salvador de
Oviedo11.
Tres monarcas, Silo, Adosinda y Mauregato moraron en el monasterio
de San Juan Bautísta de Pravia, donde descansan sus
cenizas12.
El
–––––––– 301
––––––––
P. Yepes que
visitó este monasterio á fines del siglo XVI consigna
que los restos reales estaban á los pies y fuera de la
iglesia, esto es, en el vestíbulo de la basílica, y
Morales añade que las tumbas eran lisas sin
inscripción alguna; pero se equivocan estos cronistas,
porque el concienzudo Carballo, según cuenta en la
descripción que hace del monumento, conservado intacto en su
tiempo, no halló rastro ni reliquia de ellos, y lo mismo en
el siglo pasado el ilustre Jovellanos y Bánces el
historiador de Pravia. Los datos expuestos nos autorizan para
afirmar que los reyes asturianos de la octava centuria, desde
Pelayo hasta Veremundo, fueron inhumados en los cementerios que
circuían los templos, y en los pórticos y
vestíbulos exteriores, siendo Alfonso el primero que
alzó su tumba dentro del sagrado recinto de la
basílica enfrente del santuario. No siguieron el ejemplo de
este monarca los de Aragón y Navarra, teniendo aquellos su
panteón en el atrio de San Juan de la
Peña13,
y estos en el de San Salvador de Leire. Los reyes leoneses
yacían en iglesias por ellos erigidas, ya en los narthex y
en las naves, como Ordoño II y su sucesor Froila, de quienes
dice Sampiro fueron sepultados in aula sanctæ Mariæ Sedis
Legionensis, ya en los cementerios, como Ramiro II,
Ordoño III y Sancho I, inhumados en el atrio de la
basílica del Salvador de León, fundado y
espléndidamente dotado por la infanta Geloira ó
Elvira14.
Fernando I construyó para enterramiento suyo y de sus
sucesores el magnífico panteón de San Isidoro,
–––––––– 302
––––––––
pero no le puso en el templo, sino en el cementerio, siguiendo
antiguas costumbres nacionales15.
III
Las exiguas
proporciones del panteón y la pobreza de la fábrica
revelan que su fundador lo destinó exclusivamente á
enterramiento suyo y de su esposa Berta. A la fijación
definitiva de la capital de la monarquía en Oviedo, merced
al desarrollo que la ciudad adquiriera bajo el largo gobierno del
Casto, y al respeto y veneración tributados á la
memoria de este monarca, debióse que los que posteriormente
ocuparon el trono, quisieran descansar en aquella pequeña
estancia, haciéndola el Escorial de los reyes de Asturias.
Su estrecho recinto albergaba once tumbas, de las cuales tres, por
sus cortas proporciones, parecían ser de príncipes
muertos en la infancia. Estaban tan juntas y apretadas, que no se
podía andar sino por encima de ellas. En el centro,
próxima al ingreso, se veía la tumba del fundador,
alzada 2 pies sobre el suelo, y la formaba una arca de piedra
ordinaria más ancha por la cabeza que por los pies, cubierta
de una tapa acofrada, sin adornos ni inscripción que dijera
el nombre de la persona en ella sepultada, sabiéndose por
tradición que pertenecía á este: y lo confirma
el lugar preeminente que ocupaba entre las demás. El erudito
Pellicer supone que las frases con que el cronicón
Albeldense termina la historia de este monarca, son copiadas de la
inscripción que cree existió en la tapa y que publica
en la siguiente forma:
Qui cuncta in Pace egit, in Pace quievit.
Bissena quibus hæc Altaria Sancta, Fundataque
vigent,
Hic tumulatus jacet.
–––––––– 303
––––––––
La leyenda tiene
en efecto el carácter de las sepulcrales de aquella
época y no habría dificultad en considerarla
auténtica si los críticos del Renacimiento que
alcanzaron y describieron el sarcófago no dijeran
terminantemente que carecía este de toda inscripción.
Los citados cronistas ignoraban si los restos de la reina Berta
yacían en esta urna con los de su marido, ó en una de
las tumbas lisas próximas. Tampoco habían podido
averiguar el sitio donde estaban sepultados Froila y su mujer
Mumia, trasladados como hemos dicho, por su hijo á este
templo, después de profanadas sus cenizas por los
árabes. Carballo, siguiendo la tradición, opina que
se guardaban en el cuerpo de la iglesia en un sepulcro mural sin
inscripción, cobijado bajo un arco en la pared del lado del
Evangelio.
A la derecha de la
tumba del rey Casto había un sarcófago muy
interesante desde el punto de vista artístico, único
resto que ha sobrevivido á la vandálica
destrucción de la Basílica. Tan notable debió
parecer este monumento en el siglo pasado, que se le
consideró digno de conservarse, trasladándole al
moderno panteón. Nada de particular ofrece la urna que es de
piedra ordinaria sin ornato de ningún género, lisos y
rectangulares los paramentos, cual los arcosolia de las Catacumbas; curiosa
nada más, porque nos da una idea de cómo eran las
demás tumbas reales16.
Pero en cambio la tapa que la cubre es uno de los fragmentos
decorativos más bellos que de aquella edad han llegado
á nuestros días. Fórmala una gran losa de rico
mármol, más ancha por la cabeza que por los pies,
toda cubierta de relieves pertenecientes al más puro estilo
latino. Tiene la forma acofrada con tres bandas,
próximamente de la misma anchura; la del centro, horizontal,
y las laterales pendientes hasta morir en dos filetes que resaltan
algo de la urna. Terminan los extremos perpendicularmente, y en
ambos campean relevados los monogramas de Cristo, incluídos
en una corona sostenida por una columnita, á cuyos lados
aparecen
–––––––– 304
––––––––
las simbólicas letras alfa y omega. Vénse á
los lados de estas cruces dos palomas que pican un ramo, al parecer
de vid, que brota de una jarra ó crátera. Exornan las
bandas laterales graciosos follajes formados de tallos serpeantes,
orillados de menudos funículos, y por la central corre una
bien ejecutada inscripción en caracteres de relieve, repartidos en dos
renglones, que dice así:
INCLVSI TENERVM
PRAETIOSO MARMORE CORPVS
AETERNAM IN SEDE
NOMINIS ITHACII
El texto de la
leyenda llamó tanto la atención de los
críticos del siglo XVI, como á los modernos
arqueólogos el carácter artístico de los
ornatos que embellecen tan precioso mármol. Ignórase
qué persona real ha sido sepultada bajo esta losa. Morales
cree que el tenerum
corpus era de Gimena, esposa de Alfonso el Magno, é
Itacio el nombre del que esculpió el sarcófago.
Carballo la supone de un príncipe muerto en la infancia, y
en nuestros días el Sr. Assas se adhiere á esta
opinión, añadiendo que pertenecía á un
hijo de Ramiro I. Difícil, si no imposible, nos parece
dilucidar este asunto y más con las razones expuestas por
los citados cronistas; pero nos atrevemos á afirmar que el
mármol no fué labrado para guardar las cenizas de
ningún rey, ni príncipe asturiano, procediendo de una
época anterior, como lo revela la exornación algo
diferente de la usada en los primeros tiempos de la
Restauración. Es extraño que el Sr. Assas, conocedor de
la arqueología visigoda, no se haya fijado en los caracteres
de los ornatos, que revelan la presencia del arte cristiano de los
primeros siglos. Hé aquí los fundamentos en que
apoyamos nuestra opinión. -1.º El monograma tal cual
aparece en este mármol, incluído en una corona, forma
empleada en los sarcófagos y lápidas sepulcrales
cristianas del siglo IV al VI, no se encuentra en las inscripciones
funerarias y votivas de la monarquía asturiana,
usándose únicamente el Crismón compuesto de la
cruz griega ó latina, aisladas. -2.º El místico
símbolo cristiano que representa dos palomas picando un
ramo, tan prodigado en las catacumbas y en los monumentos
visigodos, se había olvidado completamente en el siglo IX,
época en que supone
–––––––– 305
––––––––
el Sr. Assas
haberse ejecutado esta tumba. -3.º Los caracteres de la
leyenda, por su forma relevada y por la pureza de los contornos,
tienen más semejanza con los monumentales romanos que con
los de la novena centuria, toscamente grabados, con siglas ó
abreviaturas, y entrelazados para ocupar poco espacio17.
-4.º La corrección del dibujo de los relieves y su
buena ejecución recuerdan días mejores para el arte
que los de la monarquía asturiana, en que se labran las
bárbaras esculturas de Naranco, tan encomiadas por los
cronistas contemporáneos. Podemos añadir á las
razones expuestas, que el contraste que ofrecen la urna y la
cubierta, aquella por su pobreza y desnudez, y esta por su
suntuosidad, muestran á primera vista distinta procedencia.
Todas las tumbas del panteón, desde la del vencedor de
Lutos, hasta la del de Clavijo, no revelaban, por su humildad y
carencia de exornación, pertenecer á ilustres reyes,
y no es de creer se agotaran los primores del arte para la de un
tierno infante. Debió pues ser labrado en el siglo V
ó VI, y llevado de una ciudad monumental, acaso de Oporto,
de donde Alfonso III -otro príncipe sepultado también
por el obispo asturicense Genadio en un antiguo sarcófago,-
llevó preciosos restos arquitectónicos para decorar
los ingresos de la primitiva basílica compostelana.
Entre la tumba
descrita y el muro que por aquel lado cerraba el panteón,
levantábase apenas del suelo una pequeña sepultura
que Carballo y Morales suponían ser la de Alfonso
el Magno y su esposa
Jimena, trasladados de Astorga á esta capilla cuando la
destrucción de León por Almanzor. La exigüidad
de sus proporciones hace sospechar que debieron yacer allí
los restos de un infante, y no los de una persona adulta. Exornaban
la cubierta algunos relieves que rodeaban la leyenda,
viéndose en la cabecera una cruz semejante á la de la
Victoria ofrendada por el citado rey al Salvador de Oviedo. La
frecuencia con que se encuentran cruces de esta forma en monumentos
y códices de la segunda mitad del siglo IX, hizo suponer
á los historiadores del Renacimiento,
–––––––– 306
––––––––
que creían el uso del blasón entre nosotros anterior
á la conquista de Toledo, que Alfonso III las pintara por
armas, llevándolas en su escudo desde entonces la antigua
monarquía y el moderno Principado. Decía de esta
tumba en el siglo XIV el maestro Custodio, haciéndose eco de
una tradición, que Alfonso el Magno puso una lápida sobre
la puerta del Alcázar de Oviedo, y en ella la Cruz de la
Victoria rodeada del versículo de la Biblia: «Signum salutis pone Domine in domibus istis et non permittas
introire.....» dejando el texto truncado, y
continuando la inscripción en la losa de su sepulcro:
Al lado derecho de
la tumba del rey Casto,
según se entraba en el panteón, estaba la de
Ordoño I, algo elevada del suelo, y en su tapa acofrada,
cubierta de relieves, corría en toda su longitud la
siguiente inscripción:
De igual forma que
la anterior era la de Ramiro I, ilustrada con esta
inscripción, que trae Morales20:
«Obiit divae memoriae Ranimirus Rex die
kal. Februarii
era DCCCLXXXVIII. Obtestor vos omnes qui haec lecturi estis ut pro
requie illius orare non desinetis.»
Unida á
esta tumba alzábase otra en cuya tapa, acofrada como todas
las que se levantaban del suelo, se veían trozos de una
inscripción medio borrada, de la que solo se podía
leer «Obiit prid.
–––––––– 307
––––––––
kal. Aprilis Era
DCCCCLXVII; pero el diligente Carballo la publica
íntegra trasladándola de un viejo códice,
perteneciente acaso á la biblioteca del Salvador, donde
estaban copiadas las leyendas de los sepulcros. Dice
así:
«Hic colligit tumulus Regalis sanguine
cretum
Regem Ranimirum Adefonsi filium.
Obiit pridie kalend. April. Era
DCCCCLXVII.»
Pudiera hacer
dudosa la autenticidad de esta inscripción la circunstancia
de que el príncipe Ramiro, hijo de Alfonso el Magno, no se cuenta entre los
monarcas asturianos; mas estas dudas se desvanecen al recordar que
á la muerte de su hermano Ordoño II en 924
intentó ceñirse la corona de Oviedo, y aun la
llevó algún tiempo, según dicen antiguos
documentos21.
Engáñanse, pues, Ambrosio de Morales y el
P. Flórez,
atribuyendo el primero esta tumba unas veces á Alfonso IV,
otras á D.
García, hijo de el
Magno, y hasta á alguna reina de estirpe leonesa; y
el segundo al suponerla perteneciente á Sancho
Ordoñez, rey de Galicia, no conocido en la lista de nuestros
reyes por no haberlo sido de León. Otra sepultura
existía al lado de esta, más pobre y humilde que las
demás, sin ornatos ni letras que dijeran el nombre del que
allí yacía.
El panteón,
por sus pequeñas dimensiones, no era bastante á
contener los restos de los descendientes de Ramiro y Ordoño,
y en el transcurso del siglo X hiciéronse los sepelios de
las personas reales en la misma iglesia. En el crucero del lado del
Evangelio, y junto al ingreso principal de la basílica,
alzábase, adosada al muro y cobijada bajo un arco de medio
punto, la tumba de la reina Urraca, en cuya tapa se veía una
larga inscripción, que por estar algo maltratada no
fué bien leída por los que lograron alcanzarla.
Decía así:
–––––––– 308
––––––––
«Hic requiescit famula Dei, Urraca, regina
et confā
Uxor Domini Ranimiri Principis; et obiit die II
feria
Hora XI, VIIII kalendas Iulias, In Era
DCCCCLXIIII.»
Los cronistas del
siglo XVI que copiaron la leyenda interpretan la era de distinto
modo, á pesar de ser bien legible, según vemos por
los dibujos que de ella hicieron Sandoval y Castellá
Ferrer22.
Cuatro reyes de
Asturias y León, contando entre ellos al hijo de Alonso el
Magno, cuya tumba hemos citado, llevaban el nombre de Ramiro, y sus
esposas el de Urraca. Todas estas reinas, siguiendo la costumbre de
la época, tomaban uno, y á veces dos apelativos
más, con los que indistintamente confirmaban las donaciones
y testamentos, no dando preferencia á ninguno. Los cronistas
del siglo XVI y los agustinos de la España Sagrada, en sus
investigaciones sobre tan oscura época, viéronse
confundidos con tal variedad de nombres, dándose el caso de
suponer á un monarca casado tantas veces cuantos eran los
apellidos de su esposa. Urraca y Paterna se llamaba la del primer
Ramiro23;
la del segundo,
–––––––– 309
––––––––
Urraca, Teresa y Florentina24,
y la del tercero, Urraca y Sancha25.
¿Qué Urraca era la yacente en esta sepultura? Una
tradición corriente en el siglo XVI asignaba esta tumba
á la de Ramiro I, y así lo dice la inscripción
puesta á principios del reinado de Felipe V en el
panteón moderno. Siguieron la vulgar opinión Carballo
y Castellá Ferrer, pero no hallando acordes la fecha de la
leyenda y la en que pudo fallecer la reina, alteraron á
sabiendas la Era, poniendo el primero DCCCIIX (861), y el segundo
(876). Ambrosio de Morales, no queriendo oponerse á la
creencia general, guarda intencionado silencio, y se limita
á exponer el texto de la inscripción. No nos
detendremos á refutar á estos cronistas, una vez
demostrado que la tumba fué erigida á mediados del
siglo X, ciento seis años después de la muerte de
Ramiro I. Tampoco pudo yacer aquí la esposa del tercero,
porque esta señora falleció con posterioridad al
año de mil, y en este caso debía estar notada la era
con una T ó con el «Post
millesima» de costumbre. Además, se sabe
positivamente que fué sepultada con su marido en el
panteón que Alfonso V erigió en el cementerio de San
Juan, restaurado cual hoy se ve por Fernando I en San Isidoro de
León. Sandoval y el P. Flórez, la atribuyen con fundamento
á la Urraca de Ramiro II. Falleció este Rey en
León en 950, al retorno de su viaje santo á la
iglesia ovetense. Su esposa, como toda reina viuda, se hizo monja
-acaso en el monasterio del Salvador de León, fundado por
ella y su marido para su hija Geloira, donde, como en el de San
Juan de Oviedo, sólo entraban princesas y señoras de
alta alcurnia- pasando á la otra vida seis años
después de su cónyuge, en el de 956. Poco
–––––––– 310
––––––––
tiempo después de su fallecimiento fueron removidos y
trasladados sus restos á la basílica de Santa
María, y encerrados en esta sepultura. No deja de haber
algunas razones para atribuir esta tumba á la esposa del
pretendiente Ramiro, hijo de Alfonso el Magno. Murió aquel,
joven aún, en 927; por consiguiente, su viuda, acaso de
menos edad que él, bien pudo alcanzar el año de 956,
en que falleció la Urraca aquí yacente.
Poco separado de
este sepulcro, é incrustado también en la pared de la
nave lateral bajo un arco de medio punto, estaba el de doña
Geloira, Elvira ó Munia Domna, esposa de Ordoño II,
con una inscripción que así decía:
«Hic colligit tumulus regali ex semine
corpus
Geloyrae Reginae Ordonii secundi Vxor.
Obiit Era DCCCC... Et hoc etiam loculo
Regina Tyresia clauditur.»
Cuando Morales
copió esta inscripción, se hallaba tan deteriorada,
que no logró leer más que unas cuantas palabras que
apenas formaban sentido; pero en la Crónica general la inserta
íntegra, sacada, como la de Ramiro hijo del Magno, de
antiguos traslados entonces existentes, llegados á sus manos
después de realizado el viaje santo. La reina Teresa,
sepultada en este lucillo, era la esposa de Sancho el Craso. Ambas
fueron traídas de León á fines del mismo
siglo. Inmediata á esta tumba alzábase otra adosada
al muro que, como las anteriores, la cubría un arco de medio
punto, pero sin que en su acofrada tapa se leyera
inscripción alguna que dijera el nombre del que allí
yacía. Decíase en el siglo XVI, según
Carballo, que la erigió Alfonso el Casto para guardar las
cenizas de sus padres, sepultados, como hemos dicho, en el
cementerio del Salvador. No todos los cuerpos reales yacían
en tumbas levantadas y en sepulcros murales; muchos
príncipes por pobreza y humildad fueron inhumados en el
suelo, viéndose esparcidas por las naves y especialmente
junto al panteón, modestas lápidas de piedra
ordinaria sin ornatos y en general sin inscripciones. Cerca de la
escalera que daba acceso al coro alto había, entre varias,
una losa de mármol con una leyenda ininteligible
–––––––– 311
––––––––
por lo gastada, de la que solo se podían leer las palabras
«Adepti... Regna Celestia potiti». Teníase
en gran veneración esta tumba en el siglo XVI por creerse
estaban guardadas en ella cuerpos santos, que Morales supone
habían sido ya extraídos de allí para
colocarlos en lugar más decoroso.
Temeroso Bermudo
II de que Almanzor en la campaña de 986 se apoderara de la
capital de la monarquía, hizo trasladar á esta
basílica las cenizas de los reyes y príncipes
sepultados en León, Astorga y otros lugares, para evitar su
profanación por los árabes. Trajeron los cuerpos
reales en siete cajas de madera, las cuales, no habiendo bastante
espacio dentro del panteón, fueron colocadas delante en el
cuerpo de la iglesia. La primera arca (techa), situada en el centro de la
nave, contenía los restos de Alfonso III y su esposa Gimena;
la segunda, y á la derecha, Ordoño II con sus mujeres
Munia Domna y Sancha; la tercera, Ramiro II, Sancho I y
Teresa26,
y Ordoño III y Elvira; la cuarta, Fruela II y Munia Domna;
la quinta, la reina Elvira, llamada la Casta; la sexta, más
alta que las demás, guardaba las cenizas de la Teresa esposa
de Ramiro II; y por fin la séptima, que estaba dentro del
panteón junto á la tumba de Alfonso II,
contenía los huesos de los príncipes y princesas que
no habían llevado el cetro27.
Después de la derrota y muerte de Almanzor y de su
–––––––– 312
––––––––
hijo Abdulmelic, pasados los temores de otra invasión,
fué repoblada León en 1020 por Alfonso V, y entonces
volvieron á esta ciudad la mayor parte de los cuerpos
reales; pero no á sus vacías tumbas, sitio al
panteón del cementerio de San Juan que aquel monarca, como
hemos dicho, levantara para su enterramiento, restaurado pocos
años después por Fernando I. En un cubo de la muralla
antigua que formaba parte del atrio ó cementerio, yacen hoy
las cenizas de Ramiro II, Sancho I, Ordoño III y su segunda
esposa Elvira, Ramiro III y Urraca y Alfonso IV, cuyas cenizas no
fueron llevadas á Asturias, dejándolas expuestas
á ser profanadas por los árabes en San Julián
de Rioforco. Ordoño II volvió á ocupar su
tumba en la iglesia catedral por él fundada, y cuando
más adelante se levantó la actual basílica por
el magnífico don Manrique de Lara, se le trasladó al
bello sepulcro mural que hoy se contempla detrás del altar
mayor. Quedaron en el panteón de Oviedo para siempre las
reinas Gimena, Munia, Urraca, Elvira, Teresa, el rey Froila II, y
aquel ilustre príncipe, émulo de Pelayo, y Alfonso el
Casto, conquistador de Toro y Zamora, de Viseo y Coimbra, el
último y más glorioso de los monarcas de Asturias,
conocido en la Historia con el nombre de Alfonso III el
Magno.