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ArribaAbajo- XI -

Plática


-Yo no sé, Félix, a qué punto llega tu descreimiento y frialdad en las cosas devotas...

-A ninguno, tía Lutgarda, ¿quieres que lo jure?

-¡No jures, hijo, no jures! -le pidió la señora mirándole enternecidamente. Teresa sirvió una sopa dorada y olorosa.

Félix miró a la fámula, y entre muchos requiebros que le dijo, la alabó hasta por llamarse Teresa.

-¡Ay, Dulcísimo! -repetía la viuda. Y las granadas de sus mejillas amenazaban abrirse de la sofocación.

-Sigue amonestándome y contando milagros, tía Lutgarda, que oyéndote subiría a ser santo, porque tú no te angustias como la pobre tía Dulce Nombre, que de todo recibe sobresalto, ni eres seca y malhumorada como doña Constanza; tus palabras tienen adorno, dulzura y hasta coquetería de función religiosa de iglesia rica...

-¡Pero, Félix!- y ahora fue tía Lutgarda la que pareció ruborizarse-. Déjame que te hable de nuestro Santo Cristo; y te pido que creas que es de milagrosa eficacia su patrocinio y advocación...

-Lo creeré; lo creo todo... ¿Sabes lo del Cristo de Navarra, que sudaba y todo cuando san Francisco Xavier padecía trabajos en la India? Pues, ¿y aquella otra imagen de Jesús que le crecían los cabellos y las uñas?... Más te agradarán los milagros primorosos, como el de las rosas de santa Casilda, y los que sucedieron después de la muerte de santa Teresa de Jesús... ¡milagros póstumos, tía Lutgarda!

-¡Ay, Dios mío, cuéntalos! -Y ya no osó hablarle la señora del Cristo aldeano, que antes recibía placer oyendo al sobrino.

Trajo la criada una fuente de copioso guiso.

Tía Lutgarda no lo advirtió, arrobada por el devoto cuento de Félix, que así continuaba:

-...Santa Teresa llamó siempre mariposas a sus hijas de religión. Pues yo he leído que, muerta ya la madre, y estando conversando de ella algunas carmelitas, se llenó una capa suya, que allí se veneraba como una reliquia, de blancas mariposas, lo mismo que cuando rodean un rosal. Y en Ávila, a punto de admitir las monjas a una novicia, a quien la Santa había quitado el hábito, se vio otra mariposa que revoloteaba por el coro, de religiosa en religiosa, y las volvió de su parecer de manera que se apartaron de su propósito.

-¡Dulcísimo!

Y siguió Félix diciendo maravillas de santos. La viuda Teresa no se movía del comedor, y otra sirviente puso en el centro de la mesa, sobre las bordadas cifras del mantel, una tarina de pichones muy cebados y rellenos, que humeaba olorosamente.

Félix contaba los místicos coloquios y la limpia, seráfica amistad de Teresa de Jesús y Juan de la Cruz; narró también conversiones tan estupendas y sabidas como las de san Agustín y Raimundo Lulio...

¡Señor, y cuánto sabía esa criatura de cosas de piedad, siendo tan distraída! De todo, lo que más espantó a la señora fue que Senequita -según cifraba la santa doctora el nombre de su espiritual hermano- se tragase las cartas de ésta para que no diesen en manos enemigas... ¡Enemigas siendo también de frailes! A la fámula le emocionó mucho aquello de descubrirse los cancerosos pechos la dama perseguida de Raimundo. Imaginándolo la viuda, no pudo contenerse y se contempló los suyos, tan rollizos y sanos, que se le alzaban tumultuosamente; y tampoco logró vencer un suspiro de complacencia.

Decía doña Lutgarda que de ninguna manera podía ser Félix malo y peligroso sabiendo y hablando de religión tan lindamente. Y quiso la señora que se pusiera toda la pechuga de un palomo.

Se sabe con certeza que a Félix no le gustaba esa carne; pero se la sirvió. ¡Oh, cualquier cosa comería él para no contrariar a esas ánimas! ¡Pobrecitas y chiquitinas almas! El cielo que ansiaban tenía puertas con candado y todo; nada sabían de la vida, fuera de la ropa de plancha, de las cuelgas de frutas, de los puntos de los almíbares y cremas y de no caer en pecado mortal, no pudiendo cometerlo en «La Olmeda».

¡Oh, almas-mariposas de las que se avivaron en una capa vieja!... Pero, ¿acaso no lo son, Dios mío, todas las almas, y mientras algunas se queman en la llama del Ideal, otras mueren dejándose, antes, el oro de sus pobres alas entre los gordos dedos de un grave varón que baja la luz de la lámpara?

Y Félix dejó cortada la pechuga del ave, sin probarla... ¡Si no le gustaba! ¿Qué había de hacer?

-¡Dulcísimo! ¿Que no se la come, dice?

-Las palomas -exclamó apasionadamente Félix- sólo son buenas para deslizarse por el cielo, y para arrullarse y amarse sobre el trono de estos grandes árboles y contemplar las soledades desde las viejas cornisas, espadañando gozosamente sus colas. A mí, una paloma blanca -lo confieso- no me trae el recuerdo del Espíritu Santo, como le sucede a tía Dulce Nombre, y quizá a vosotras; una paloma blanca tiene tan femenino donaire y tanta delicadeza, que espero siempre encontrar en su cabecita el agujón de oro que le clavara algún viejo hechicero, y creo que se me ha de volver en una rubia princesa que estaba encantada.

-¡Guillermo, eres Guillermo, hijo mío! -balbució tía Lutgarda palideciendo. La criada persignose invocando al Señor.

Tristeza y orgullo retorcieron el corazón de Félix. Cuando escuchó de Beatriz su semejanza con aquel hombre hermoso y desdichado, llegó a creerse de rara y halagadora estirpe. Cuando entre los advertimientos que recibía en su hogar se le comparaba temerosamente con su padrino, que él recordaba y se fingía a través de nieblas de leyendas, resignábase, por anticipado, a toda predestinación de desventura, apoyándose en la romántica memoria... Pero ya todos veían en él a Guillermo por andanzas, imaginaciones y hasta gustos humildes y poquedades. ¡Guillermo, sin la vida aventurera de amores y de riesgos difíciles y heroicos! ¡Guillermo, pero atado a vida sumisa, perdiendo el color de sus alas entre los dedos gordos de no sabía qué rigoroso señor!... ¿Le amaría Beatriz por evocación nada más? Su asiento quejumbró...

Tía Lutgarda, aquietada, suspiró y dijo dulcemente:

-¡No quiera Dios que te lloremos como a él! Pero... es que desde que llegaste, desde que te he visto y te oigo y te conozco, me parece que la vida se desata y vuelve a lo pasado, y que en ti resucita otro hombre. Mira: eso que has dicho de los palomos acaso es muy sencillo y sólo muestra tus lástimas o quizás sólo prueba que no te gusta la carne de pichón... Pues nos sobresalta, Félix, nos inquieta... Es que a Guillermo le sucedía lo mismo, y... ¡lo diré, aunque temo caer en pecado! Guillermo llegó a enamorarse de una paloma blanca. ¡Muchas veces me pregunto si tendría intervención el Enemigo! Vino Guillermo a nuestro lado cinco meses antes de su aciago viaje a Alemania. Estuvo muy sosegado y bueno; no nos parecía el arcángel maldito, la estrella hundida en el abismo. Paseaba entre los manzanos del huerto o bajo los olmos, siempre con un libro, como un novicio rezando en su breviario. Por las mañanas sentábase en las eras, y reclinado en el ciprés gozaba mucho mirando los vuelos y bullicio que hacían los palomos. Quiso avezarlos a que bajasen y comiesen el trigo que derramaba a sus pies y esparcía por sus hombros y sus cabellos, como dijo que acudían los palomos de no sé qué plaza famosa de Venecia, San Marcos, me parece. Pero los palomos de «La Olmeda» sólo son buenos, siguiendo tus palabras, para volar y amarse... y comerse la sementera lo mismo que grajos. Y yo no me explico cómo ocurrió que, sin enseñarla, hubo una paloma que se acercó dulcemente a Guillermo, con andar y saltitos y mimos de doncellita. Pronto se le subió a los brazos, refugiándose en su pecho. Conocía su voz desde muy lejos, le seguía en sus paseos, y todas las mañanas, cuando comíamos, entraba por las rejas, y puesta sobre los hombros de Guillermo le acariciaba las mejillas, le picaba en los dientes, y... ¡hasta le miraba de amor! ¡De veras, Félix, que nos daba miedo y sonrojo, porque eso era hacerse caricias de enamorados! Supimos por Alonso que la palomita no quería pareja, y que hasta parecía despreciar a los suyos, siendo con ellos tan brava y agresiva como tierna y sumisa con Guillermo; y a su lado, oyéndole y sabiendo que él la contemplaba, dejaba abiertas y caídas sus alas y su cola, ahuecando rizadamente las plumas del cuello como hacen las hembras cuando las requiebra y arrulla el palomo. ¡Esa sí que parecía mujer hechizada y reducida a figura de paloma! Todo lo que te cuento es verdadero. Guillermo retrasó su marcha por ella. Al fin decidió llevársela. Y un día la Zurita no bajó a las eras, ni vino a la comida para picar las migas en la boca de tu padrino. Guillermo preguntó por ella; nadie sabía nada. Entristecido, violento, muy pálido, salió; le silbó; la llamaba gritando desesperadamente... Presentose Alonso, y riéndose, le dijo: «¿Busca a la Zurita? Pues, busque, busque. ¡Si no podía ser! ¡Si estaba como loca deshaciendo nidos, aplastando huevos y crías; era como una mala mujer! ¡Y no hubo otro remedio!». Guillermo se había desfigurado espantosamente. Y cuando el pobre Alonso confesó que había degollado a la Zurita, tu padrino quiso estrangularlo. ¡Tuvimos que quitárselo de las manos! ¡Oh, hijo, hubiera podido suceder una grande perdición!

-¡Debió matarlo! -gritó Félix.

-¡Dulcísimo!

-¡Hijo!

-¿Y aún tienes a ese hombre feroz, bestial, que sólo comete iniquidades?

Asustose doña Lutgarda viendo el furioso ardimiento del sobrino.

-¡No le pican ni las abejas! ¡Degolló a la Zurita! ¡Martirizó satánicamente a un pollo! ¡Tía Lutgarda, échalo!

-También curó a un perro lisiado y tiñoso.

Todo se lo dijo Teresa al viejo labriego.

Retirose la señora a su aposento. La perezosa siesta fue para ella de inquietud y espanto, como noche de vendaval. No lograba reposo, pensando enlazadamente en Félix y Guillermo.

El silencio y la fresca penumbra la rindieron un instante. En seguida se incorporó asustada, teniendo que llevarse la mano al costado para aquietar la violencia de su corazón. Es que vio en sueños a Juan de la Cruz engullendo las cartas de la santa carmelita. Juan tenía las espaldas desolladas por azotes de frailes enemigos, y a sus pies un dornajo con raspas y agallas de cecial; y pedía agua el lacerado, ¡y no se la daban, Señor! ¡No era posible! ¡Si no era posible! Todo debió de ser demasiada malicia de Félix. Había de reconvenirle severamente.

Bajó a la entrada.

Alonso y la viuda conversaron muy despacio con la afligida señora.

Alonso les contaría maravillas, porque las mujeres manifestaban turbación.

Al cabo, doña Lutgarda dijo con vocecita de gemido:

-¿Y dices que le chupó el dedo? ¿Lo viste, lo viste tú? ¡Piensa que le acusas de horrible pecado!

Repuso Alonso que sí que lo había visto.

Y llegando aquí el Cide Hamete de esta sencilla historia, jura solemnemente que el labriego cometió bellaquería, porque Félix no llegó a chuparle ni la uña a la señora de Giner, y que lo que hizo Félix fue tomar y acercarse la mano y calentarle con su aliento el dedo herido; y todavía añade que entonces Alonso recomendó a la dama una medicina compuesta de vilezas, que el historiador no quiere decir, y que Félix lo castigó con indignadas y furiosas palabras.




ArribaAbajo- XII -

De lo que le aconteció a Félix en su primera salida por los campos de Posuna


La primera semana de su llegada la pasó Félix sin salir del agreste estado de «La Olmeda». Todo lo caminó: hondones frondosos y obscuros y eminencias bravías y yermas, comiendo algunas veces con labriegos y pastores. Las mulas, las vacas, las ovejas, los perros y hasta las gallinas y los gorriones de la heredad, amaron a este Valdivia que les daba con mucha solicitud zoquetitos de pan y azúcar y les hablaba como un san Francisco, aunque de otra manera más profana. Singularmente los cabritillos y recentales le hacían halagos muy lindos, brincando y amagando toparle graciosamente. Y un mastín corpulento, siempre jadeante, tenía celos, y no bien se recostaba Félix sobre la hierba, iba y le colocaba encima su cabezota hirsuta, feroz y triste.

Vino otro sábado, día de la visita de Silvio; pero éste avisó que le era necesario marcharse a Valencia con su madre para esclarecer un pago del fisco. A la otra mañana, tía Lutgarda pidió a Félix que le asentase las notas de cargas y moliendas de la aceituna. De una arquilla de ciprés sacó la señora los cuadernos de cuentas; pero después de los fajos de documentos, descubrió el sobrino los vislumbres de joyas antiguas; y los abalorios de ámbar, miniaturas, anillos, sartales de filigranas, abanicos, bujetas y aderezos divirtieron a Félix de su trabajo. Todo lo iba mostrando tía Lutgarda, y exhalaba un hondo suspiro al abrir los estuches. Dejó para el postrero uno grande, de concha, y al tomarlo murmuró:

-Es joya sagrada y de mucha hermosura. La trajo un Valdivia que estuvo de oidor en la Chancillería de Cartagena de Indias, para un deudo suyo, obispo de Murcia.

Y vio Félix un fastuoso pectoral de las más ricas y claras esmeraldas de Colombia.

-Esa cruz parece que esté cuajada de miradas de unos ojos verdes...

-¡Oh, Félix, qué dijiste!... ¡Y parecen tus ojos!...

Tía Lutgarda había enrojecido, y apresuradamente ocultó el pectoral.



...Por la tarde, cuando Félix pasó frente al Retiro, la casa de placer de Koeveld, lo halló cerrado y silencioso. Un perro viejo y desorejado quedose ladrándole desde su hondo cubil de adobes.

Dejada la fragosa hoz de «La Olmeda» apareció el ancho y jubiloso valle de Posuna. Las cumbres de las montañas estaban inflamadas de sol, y en sus sombrías laderas comenzaba la frescura de los crespos herbazales y sembrados que invadían el llano. Los senderos, las hazas, el río, todo estaba en quietud; y bajo las arboledas se presentía un recogimiento muy íntimo, como de recinto histórico o santo.

«¿Dónde iba él?», se preguntaba Félix, cuidando de no sepultar los hormigueros abiertos hasta en la peña y desbordantes de hormigas trajineras, enloquecidas porque llegaba la gustosa madurez de las cebadas.

Y Félix no sabía ni apetecía ningún camino. «¡Señor, yo, ahora, no pienso, no siento nada; pues ¿qué tengo, qué soy? ¿Me ocurrirá lo mismo que a cualquier lugareño de esa aldea, que no le sucede nada; lo mismo que a un buen hombre de Posuna, que luego de estarse a la sombra de la iglesia, conversando o jugando a los herrones, sale por el ejido y los huertos del contorno, solo, desmañado y baldíamente, y acaba por confesarse que se aburre en la ansiada tarde del domingo?... ¿Estaré yo aburriéndome sin saberlo, y a punto de secárseme el alma, yo, tan enamorado de soledades campesinas; yo, tan encendido de vida íntima, mía, como esas cimas de sol?...». Prosiguió diciéndose Félix que sólo lo de acabada perfección era dichoso en la soledad, como el paisaje. Entre las criaturas, la que más podía recrearse apartadamente, imaginaba que era la mujer bella. La leyenda de Narciso mirándose en el espejo de las aguas y complaciéndose en sí mismo, la diputaba de demasiado inmoral o mentirosa, y si acaso, era cierta por la afeminación de la figura. La mujer, mirándose, sintiendo su hermosura, se conmueve, traspasada de un dardo de amor que de sí misma brota; ella es para sí la deseada y superior al que la poseyere, porque se sabe enteramente. ¡Oh, la beldad desnuda es como la creación solitaria!... Los siglos han pasado encima del mundo. Las ciudades resplandecen de acero, de magnificencia, de electricidad; las lenguas de fuego de la sabiduría descienden en un Pentecostés maravilloso y terrible... ¡Transcurrirán siglos, más siglos, y ciencia nueva florecerá en las ruinas de la vieja, y las magnas soledades del mar y de las sierras se dorarán de alegría de sol, recibirán la nevada pureza de la luna, como en el primer instante de la vida, como el primer momento de desnudez de la Eva bíblica!

...Y esa impresión de la serenidad, de la inocencia de lo primitivo, que da el paisaje, se apoderaba dulcemente de Félix; y un raro enlace con la belleza del eterno femenino le abrasaba; y le hacía incompleto y necesitado, aun en la soledad campesina de que tanto placía.

La torre cuadrada y ruda de Posuna subía al cielo, prorrumpiendo de la viciosa pompa de los cerezos, y parecía más vetusta entre los verdes árboles, y llena de la gracia de la tarde.

Félix quiso llegar a Posuna. En seguida pensó que si fuese no vería lo que ahora deseaba por remoto.

Hallábase en medio del valle; y a la izquierda, en tierras de infiesto, descubrió una casa grande de labranza, donde había alborozo de gentes. Eran las únicas en toda la tarde; y le atrajeron. Danzaban mozas muy mudadas, vistosas de basquiñas y pañuelos; en el portal, los ancianos rodeaban a un grupo de señores. Ya cerca de la heredad, todos se aquietaron y le miraron calladamente. En la era retozaba bravío, como una res, un hombre astroso y viejo, un dios Pan de antes, hogaño un mendigo de los campos, los más andariegos y miserables; de esos que se cubren con sacos, con zaleas y comen lagartos y langostas de los roijales, como Juan el Bautista. Y ese hombre, saltando y aullando, vino sobre Félix. Tenía un pie doblado y pisaba con una pasta encallecida de dedos; llevaba un brazo encogido junto al pecho y la mano le colgaba seca; y la otra, enorme y garruda, se tendía suplicante. Su boca se torcía con mueca de cadáver siniestro, pero sus ojos húmedos miraban implorando. Sus mejillas estaban exprimidas y angulosas de padecimiento, y una maleza gris, rala y áspera como el esparto, le ocultaba la desdentada boca; el cráneo era estrecho, rudo, intonso, con rodales de calva. Daba compasión y miedo. Más que gritar, ladraba, gañía. Y como su vestidura, de arrapiezos y piel de cabra, estaba desgarrada, se le veía la trabazón esquelética de las costillas inflándose, reduciéndose por el resuello de la danza y de su quejido de bestia.

Un labriego, gordo y risueño, le dijo a Félix:

-No tenga susto, que no hace nada. Es que es mudo y bobo. Yo me creo que le toma por otro de porte a lo caballero que lo socorría. Era de «La Olmeda» y le decían don Guillermo.

Félix puso algunas monedas en la mano lisiada del mísero.

Entonces el imbécil principió a corcovar frenético, al lado de las mozas. Y todos, con las pupilas relumbrando de codicia y envidia, le decían:

-¡Anda, galopo; el señor te dio de plata la limosna!

-Pues el cuñado y la hermana se la beberán en la venta, porque son como son.

Esto balbució una voz obscura y vacilante.

Volviose Félix, y halló a «Koeveld», a su esposa, siempre entristecida, y, en medio, la crasa y altiva «madre Giner».

El recuerdo de la mañana anacreóntica, y su ardiente prurito de alegría y amor, deshicieron la cortedad de Félix, y acercose al portal, ganoso de ser admitido en la confianza de estos pobres corazones.

La mujer de «Koeveld» hizo un movimiento de timidez y huida, y puso su mirada en el esposo, que devolvió torvamente el saludo del romántico. La madre le acogió con risica helada y perversa.

Contristado Félix, se apartó. Todos le miraban.

Internose por el oleaje de los trigos; los hendía suavemente, y a su espalda susurraban las espigas al cerrarse. Después, cruzó un eriazo seguido de bancales de viejo olivar; y estaban sus frondas tan calladas, tan quietas, y había tan grande calma, que le parecía hallarse en sitio cerrado y hondo. Apareció el suelo de peña, y luego mullido de pastura, y vio los chopos ribereños, joviales y trémulos, y encima el azul magnífico, un cielo de felicidad. Félix se recuperaba a sí mismo. Le enternecieron los chopos, árboles solitarios aunque los viera entre muchos. Llegado al río, se acostó en la margen y bañó su boca en la silenciosa corriente. Quedose tendido, sin enjugarse, dejando las manos que acariciasen la intimidad de la hierba. Se escuchaba el pulso de su carne, el latido cristalino de las aguas, los besos de las hojas; veía que el cielo subía leve y pálido, y a veces bajaba toda la azulada cúpula cerrándole los párpados dulcemente. El verde regazo de la ribera le llenaba de olor; y él imaginaba el de su madrina, el de la esposa de Giner, y las matas que se mezclaban con sus cabellos las cambiaba por las manos de su prima y de Julia. Amaba la soledad; la habitaría siempre, pero necesitaba, al menos, de la reciente impresión de la mujer.

No pudo seguir inquiriéndose. Había sentido en su mano izquierda una gota de frío intenso y gelatinoso, un ruedo de frío, un beso de fango espesado que se le adhería, que se le agarraba viscosamente, esparciéndose. Alzó la mano y vio una masilla blanda, reluciente, oleosa, el corpezuelo de un caracol, pero desnudo, quitada la corteza; era una humilde babosa engendrada en la humedad. Y esa gota de limo palpitante se le entregaba. Pues ¿qué resistencia, qué defensa tenía este delgadísimo ser contra un designio de crueldad o una alma distraída? Juntando y oprimiendo levemente los dedos lo fundiría, lo acabaría... Y Félix los puso encima del pobrecito molusco, y recogió el pulso, la sensación de su vida. Y se contuvo. No sentía piedad y no mataba. ¿Sería por mandamiento de una moral ya hecha carne, fisiológica, transmitida ciegamente y traducida en un pacto callado, y ya ingénito, de las voluntades fuertes para consentir la vida de lo débil? Esto de un pacto volitivo y eval agradó mucho a Félix. Y después que lo admitió, contempló enternecido la pegajosa y menuda limaza. ¡Oh, sin sangre, sin huesos, sin nervios, la mísera! ¡Si se le figuraba que volvía él a crearla! ¡Y aunque era nada más que un caracol desnudo y tiritante, Félix lo miró sonriendo, lo mismo que hizo Dios complaciéndose en Adán desnudo y todavía limpio de pecado!

Mucho se recreara en ese acto de amor y en su criatura, diciéndose que qué sería del hombre sin estos venturosos tránsitos de sencillez y pureza por los que parece que volvemos a la santidad de los primeros instantes de la vida o asistimos a la resurrección o florescencia de la semilla del bien y sentimos nuestro íntimo enlace con el alma universal; pero se distrajo de tan escondidas filosofías porque oyó un gemido. Volviose hacia toda la tarde, que estaba acabándose. Declinaba el crepúsculo. ¡Oh, Señor!, ¿por qué para sentir estas lástimas y ternezas necesitamos darnos enteramente a la tierra, a la melancolía de un río y techarnos de cielo y sentirnos amados? Cruzó por toda la vera otro canto quejumbroso. Llegaba de las montañas; y desde el olivar respondieron más gritos desoladores. Eran los autillos que se llamaban, y saludaban la noche.

Félix pasó las mieses; miró hacia el cielo. La primera estrella, muy pálida, muy hundida, apareció sobre su frente.

Pronto vislumbró de astros todo el espacio.

Detúvose para verse rodeado de la estrellada noche. Y fue tan penetradora su delectación, que sintió un estremecimiento dulce y frío en toda su espalda. ¡Es que estaba solo; se había perdido en el inmenso y obscuro valle, bajo los fantasmas de los olivos! Pensó en Ulises, en Dante, y luego se le apareció el hidalgo de la Mancha. Tuvo que reírse, porque ¡Señor, si no era verdad que se hubiese perdido! Caminando derechamente hallaría la masía de Giner, y rodeándola y subiendo hacia la izquierda, estaba la senda de «La Olmeda».

Y ya caminó con interior reposo y llaneza, como cualquier diputado Ripoll.

Repentinamente se detuvo empavorecido; el corazón, las sienes, los oídos le latían con tanto estruendo que sintió el vacío del silencio de la noche. Ladraba un perro, feroz, espantado; y una sombra negra de diablo o cabrón, corcovando sobre fondo de horizonte estrellado, echose a los hinojos de Félix, y tomándole las manos dejó en su piel un beso, un vaho cansado y húmedo. Después levantose y comenzó a saltar monstruosamente; bajo sus pies crujían quebrándose los rastrojos.

Félix gritó suplicante.

Gimieron las puertas de la masía, y una voz dijo:

-¡Ah, buen señor, no tenga susto, que es el bobo! Ahí lo tiene, que de agradecido y contento aún no se recogió por aguardarle.

El mendigo jadeaba que daba espanto, y sus quijadas convulsionaban con tan recio temblor como si fueran a desgajársele.

Félix le tomó del brazo, y subieron por el hosco y quebrado sendero de «La Olmeda». Su mano recibía el sudor y toda la frialdad y flaqueza del mendigo, que andaba retorcidamente, abajándose por la pierna encogida, y mirándole, mirándole; sus ojillos le relucían inquietos y húmedos.

Pasada la huerta de placer de «Koeveld», soltó aquel brazo que le había helado su mano; pareciole que empuñó un hueso, un resto descarnado, suelto, roto.

Aspiró con avidez la perfumada frescura de los nogales. En la paz de los barrancos y oteros se derramaba y ondulaba la canción de los ruiseñores de «La Olmeda».

Y de súbito, entre los negros montes resonó el grito de su nombre. Le llamaban; le buscaban. Y Alonso surgió de las tinieblas.

-¡Ay, don Félix, don Félix!

Le dijo que la señora estaba acongojada, que había encendido cirios como en las tormentas porque ya le creían perdido o despeñado.

Volviose y descubrió la figura del lisiado.

-¿Y éste fue su guía? ¡Largo!

Su risa también la repitieron las montañas. Y como Félix confesase que se lo llevaba al casal, Alonso dio un fuerte empellón al pordiosero, que gimió aullando.

Alonso inclinose al camino para coger piedras; y el miserable, que lo sabía como los perros de los campos lo adivinan, brincó espantosamente y huyó.

Félix quiso llamarle; le gritaba. Retrocedió para buscarle; y al verlo el mendigo, temió y corrió más.

...Esa noche, Félix tuvo un sueño de un hombre hirsuto y cojo aplastado de piedras, de un pollo desplumado y cornudo, y una paloma blanca degollada por un feroz cuchillo de cocina, y todo rodeado de la hermosura y alegría de la vida.




ArribaAbajo- XIII -

Al lado de Isabel


Don Eduardo no dejó que Félix reposase un momento. En seguida que vino se lo llevó para mostrarle todo el edificio, que era grande, encalado y alegre, con su reloj de sol de reluciente estilo en el hastial, encima de la placa del Sagrado Corazón de Jesús, que dice: «Reinaré».

Los lagares, la almazara y los trojes entusiasmaron a Félix.

Y su tío, sonriendo beatíficamente, repetía:

-¿Qué te parece? ¡No es posible negar que el Señor ha bendecido esta casa! ¡Yo creo que si sembrase trujillo saldría rubión o candeal! ¿Has visto el aceite? Dime si el de Andalucía tiene más transparencia; sabe a manteca fresca. Anda, haz el favor de probarlo; moja el dedo.

Félix tuvo que hundir su índice en una reluciente panilla, y lo chupó.

-¿Qué te parece?

-Que sí que sabe a manteca fresca de vaca.

-¡De vaca, no, hijo mío! ¡De cerdo, de cerdo!

Pero lo que alborozaba a Félix no era precisamente la abundancia, sino el olor de granja, de feracidad, y la amplitud; hasta los sarmientos y piñas que se secaban al sol de los corrales le aumentaban, mirándolos y oliéndolos, el deleite y sensación de lo rústico.

Estas tierras suaves, gruesas, que mostraban todo el regocijo de la luz recibida en su llanura, tenían la sencillez y mansedumbre de su dueño. Parecían nuevas, recién salidas de las manos de Dios, según diría doña Dulce Nombre. Es cierto que más le impresionaba el paisaje de «La Olmeda», cuja fragosidad y la vejez y umbría de sus muros le presentaban tiempos antiguos, y en su grave silencio remansaban sombras, voces, toda la vida de los suyos ya muertos.

Isabel les buscaba. Vestía de rosa, y estaba dorada del aire y sol campesinos; sencilla, fuerte y hermosa, apenas recordaba a la doncellita delgada y tímida de la vetusta casa de Almudeles.

Félix casi la desconoció; y, contemplándola, le dijo:

-Hay en ti rasgos de mujer oriental, de hebrea, de la Virgen María. Estás llena de gracia...

Turbose su prima como si también oyese al arcángel Gabriel.

-¡Sí, sí; tú podrás rezarme toda el Avemaría; pero, si yo no hubiese venido, caminito llevabais de dejarme sola toda la santa mañana! ¡Y cuánto habláis los hombres no estando a nuestro lado!

-Ahora -le contestó su primo- llévame al sitio predilecto de tu heredad, que yo hago promesa de decirte todos mis pensamientos.

Y don Eduardo vio pasmadamente que el demonio de Félix cogía las manos de Isabel, y salieron corriendo como dos criaturas. Doña Constanza no lo hubiera autorizado; pero él sí, porque... claro... vamos... no sabía por qué. Y enternecido, los miraba alejarse bajo el verde palio de los cerezos.

La carrera estremecía el gracioso busto de la doncella y le encendía bellamente la faz. Sus rizos, negros y espesos, aleteaban como golondrinas bulliciosas, que ella aquietaba soltando una mano de las de su primo.

-¡Pero Félix! ¿Dónde quieres ir?

-¡Es verdad! ¿Dónde íbamos? Tenía tu mano como si fuera la de una hermanita... En tu casa de Almudeles, delante de doña Constanza, no te hubiese mirado tanto, y nuestro parentesco no habría pasado de primos...

Y ella le repuso enojada y triste:

-¡Sí, muy hermanita; pero aquí estamos mi padre y yo solos más de diez días, y hoy es el primero que nos vemos! ¿Es eso de buen hermano?

Félix saltó una acequia de agua traviesa y clara, y luego la auxilió para que pasase. Eligió un mullido, espeso de hierbecita y rubio de alhumajo, de un pinar cercano y joven, y, mirándola en su mirada, dijo:

-Yo, Isabel, no te he olvidado... ¿No lo crees? ¿A que tú no recuerdas nuestras palabras cuando nos despedimos, y yo sí? Te dije: «¡Qué poco te he oído!». Y entonces tú contestaste: «¡Y yo, qué poco te he visto!».

Isabel, que parecía distraída jugando con pedrezuelas dentro del arroyo, removió el agua aplaudiendo gozosamente.

-Sí, es verdad, Félix... ¡Y yo también me acordaba!... Entonces, ¿por qué no has venido?

-¡Si no lo sé! Lo deseaba desde que supe que estabais aquí, y todavía más porque doña Constanza y Silvio no habían vuelto de Valencia. Y esta noche me he despertado muchas veces deseando el día para venir. Hoy creo que eres tú sola la única mujer en toda la tierra; y todo lo que veo está lleno de tu figura y de tu vida.

Ella había sacado sus manos de la corriente, y se las enjugaba muy despacio en la orilla de su delantal.

-¡No me hablas, ni siquiera me miras, Isabel! Te has mustiado repentinamente, como en presencia de doña Constanza.

Alzó Isabel sus ojos, y recogió dentro de su vida la imagen de Félix. Tomaba su mirada la sensación de aquella figura, guardándola en ese íntimo sagrario que está escondido para nosotros mismos. Aquel hombre tenía transfiguraciones que la asustaban. Rubio, encendido de sol, fuerte, audaz, resplandeciéndole los ojos como preciosas esmeraldas de una imagen de oro de ídolo; sonaba su palabra trémula y dulce, y sus labios eran de fuego, y prometían deleitosa frescura... ¡Oh, el hombre de belleza de Lucifer, el compadecido de su padre, y notado y temido de peligroso! Y la doncella se lastimaba de sí misma, sintiendo que él era el fuerte y ella la débil y amenazada. Pero luego Félix, hablando o contemplando en silencio lo remoto del paisaje, descaecía y se apagaba; los fastuosos ojos de dios parecían de santo mártir, de niño enfermo que presiente, que pregunta, que mira como si hubiese visto el paso de un aciago fantasma o de ángel siniestro; su boca estaba contraída y amarga, y su frente, muy pálida, muy triste... Y entonces Isabel recuperaba su fortaleza; era la poderosa y se apiadaba de la fragilidad de esa criatura, tan distinta en sus alegrías y en su languidez de infortunio, de Silvio, de su confesor, de su padre, del señor notario, de todos los hombres.

Les rodeaba la mañana campesina en su plenitud de sol, azul y silencio. Parecía escucharse y verse el pulso secreto de toda la vida en el agua del manantial que saltaba gozosa, en la tierna espesura de la vega, en los pinares, que al recibir la lumbre lozaneaban opulentos y jugosos, como después de la lluvia, en las montañas, sumergidas dentro de blancas y finas llamas del día.

Recogida humildemente encima de su otero, a la sombra del cerezal, dormía la aldea de Posuna, y desde el fondo de su silencio subía como una flecha sonora el bizarro cántico de un gallo, o iban brotando las horas de la torre y se derramaban por toda la llanada.

Desde el casal les gritaron que fuesen. Ellos se miraron hasta en la hondura de sus corazones.

Y de súbito la mirada de Félix llenose de júbilo, y quitándose su blanca americana y desnudándose los brazos hundió su cabeza de oro en el manantial. Riéndose, le gritaba a Isabel que le imitase. Ella consintió, y el agua se regocijó en espumas, y prendió de aljófares sus cabellos, lloviéndole por su frente y sus mejillas, que mojadas daban transparencias de nácar.

Los dos se secaron en la fina batista del delantal; Félix lo aspiró como si fuese un pomo de rosas, y con su aliento entibió el frío de la húmeda tela... ¿Por qué entonces se entristeció su alma y le desbordó el recuerdo de doña Beatriz llena de luna, blanca, llorando?

Cuando se volvieron estaba parado delante del portal un viejo carro cosario. Bajaban un cofre de piel reluciente de cabra barcina, y atadijos y cestos, y después aparecieron doña Constanza y Silvio.

Corrió Isabel a recibirles. Félix abrió el varasceto de la huerta y perdiose entre macizos de dalias. Sobre el intenso cielo surgían los tirsos de las malvas reales y los girasoles, que inclinaban sus enormes onzas como cabezas pensativas. Oía la hervorosa estridulación de las cigarras, el sonar de las colleras de las mulas, que le miraban y entornaban resignadamente los grandes ojos, esperando al amo.

Arriba, en la solana techada por una vid, pampanosa y vieja, conversaban y reían. Isabel le llamó, y él, violento, le dijo que se marchaba a «La Olmeda».

Tuvieron que bajar su prima y tío Eduardo. Se quejaron; le riñeron tiernamente, no comprendiendo ese antojo. Cuando subieron hízose doña Constanza muy pasmada y dijo:

-¡Por Dios, que este mozo se ha hecho fuerte y moreno como un labrador!

Y Félix casi no le pagó el saludo, porque se distrajo mirando una hormiga enredada en las sutiles mallas de la albanega de la señora.

La cual, terminada la comida, retirose a su dormitorio. Su hermano, Isabel, Silvio y Félix, después que tomaron un licor de hierbas hecho en la heredad, salieron por un camino orillado de cerezos muy copudos. Llegarían todos a Posuna, y aquí se separarían los dos postreros para volver a «La Olmeda».

Pasó una labradora seca, abrasada; las mejillas, sumidas; los ojos, sepultados; los labios, fruncidos; tenía fijo el visaje que da el mirar la cruda luz de los horizontes levantinos, y la crispación, la mueca que plasma el constante pensamiento en pesadumbres. Sus pechos eran lisos, su vientre hinchado por abandonos y trabajos de una maternidad insaciable; y bajo el ruin zagalejo asomaban desnudas las piernas, renegridas, leñosas. Llevaba un paraguas viejo, enorme, pardo, sin puño. Estos paraguas casi nunca tienen puño, y su mutilación dice grandes miserias. Han estado muchos años en las frías cámaras de una casona, entre cueros de aceite desgarrados y arcaces y cedazos rotos; una araña tendió sus nieblas por el varillaje; hasta que un día, una anciana señora, descolorida, enlutada, lo recuerda, y dispone que lo bajen. Ve el paraguas polvoriento, sin puño; nada más le queda la tuerca y dos agujeros como dos ojos vacíos. Lo aspira; huele a vejez, a vida marchita; y lo da a la familia labriega.

Todo lo imaginó Félix, y luego, mirando a la mujer, dijo:

-Estas mujeres campesinas no tienen edad, como su quitasol no tiene puño. Son todas lo mismo en estos contornos.

-Pues ésta sí que la tiene, y muy poca -le repuso Belita-. Yo la conozco; aún no llega a los treinta años, y es muy desdichada; su marido es tuerto, enfermo y feroz.

¡Joven aquella mujer tan dura, tostada, pomulosa, y cuyo recio esqueleto amenazaba agujerearle la piel grosera como de tierra de los barbechos!... ¡Y fue dotada de sensibilidad para las ternezas y el deleite de las mujeres blancas, fermosas y exquisitas!

Estas simples imaginaciones herían a Félix con agudo filo. Se pasmaba; decía que aquello era injusticia. Sus primos y tío Eduardo le contemplaban admirados de su admiración; le sonreían, pero se sobresaltaban de lo raro de ese humor.

-¿Comprendéis vosotros una estrella de figura de tubo y negruzca? ¿Habéis visto, ni aun en animales inferiores, que se deformen tan angustiosamente por el sufrimiento?... ¡Yo no lo he visto!

-Félix, hijo, ¡y qué le vamos a hacer! ¿Y eso te espanta siendo tan natural?

-¡Tío, por Dios, no blasfemes sin querer!

-¡No, hijo, si yo lo decía por... claro! Mira, mira esas alfalfas; ocho veces se siegan. Las de «La Olmeda» y todas las de este contorno no pasan de seis.

Félix no le atendía. Volviose a su prima; la vio vestida de blanco, sencilla y grácil como las flores; ¡así debieran de ser todas las mujeres: fragantes, delicadas y dichosas, sin arrugas en la seda de su frente por pensamientos de codicia o de agobios!

Quedose solo delante. Y los demás decían muy callando: «¡Es como él! ¡Tiene las mismas quimeras del muerto!».

El camino se retorcía y apareció el río, hondo, encendido, rápido que allí daba fragor de mar como si no fuese el mismo río somero y silencioso que azuleaba sosegadamente por el llano.

Cerca había un molino harinero, con sombra de blancos álamos que semejaban candelabros de plata movediza. Por enema volaba, rodeando, un bando de palomos.

Quedose el pueblo a la diestra, apretado, rojizo y hórrido.

Cruzaron un puente de arcos ojivales; entre sus piedras viejas, morenas de humedad, reventaban bravíamente las ortigas; todo se copiaba, dorado y trémulo, dentro de las aguas, en las que parecía emerger el pasado; y el río, la puente, las orillas espesas de cañar, de mimbres y carrizos, todo tenía una belleza arcaica y evocadora.

Por la otra vera subían en gradas los maizales, resaltando el enjalbiego de las masías, con sus frescos y gentiles chopos. Después se extendía el cerezal, envolviendo torrencialmente la aldea, coronada por los cipreses del Calvario.

Cuando se apagaba el trueno del río surgía un hervor de espumas y el antiguo, triste y pesado ruido de las viejas muelas de la aceña.

El campo y toda la tarde se abismaban pronto en un infinito silencio que se oía. Dentro de esa paz caminaron; juntos Isabel y Félix; ella mirándole y no sabiendo que lo miraba; su padre y Silvio conversando de saltos de agua y de sus empresas eléctricas. Pero don Eduardo había de callarse porque, con frecuencia, Silvio quedábase imaginativo y sin decirle palabra.

Se distanciaba, se esclarecía la arboleda, y viose un sendero y un rudo cercado con puertecita de maderas desclavadas y podridas, y encima una cruz. Seis cerezos grandes, centenarios, entraban su verdor descansando las ramas en los muros.

Destocose don Eduardo; Silvio, también. Isabel se persignó.

Era el cementerio de Posuna; la tierra estaba cubierta viciosamente de hinojal y malvas que ocultaban las cruces. Había olor de jugos de verdura. En un rincón florecían dos varas de azucenas y una llama de amapolas, rodeando la única losa: era la sepultura de una carmelita que pasando al convento de Almudeles murió en la aldea.

Las ramas de los cerezos, ensangrentadas de fruta, pasaban doblándose sobre la frente de Félix. Levantó las manos para acercarlas, y tío Eduardo le pidió que no lo hiciese, que no comiese cerezas.

-¿Que no las coma? ¡Pero si son gordas y muy maduras, y ya están frías, lo mismo que si amaneciera!

-¡No importa, Félix -añadió Isabel-; mira que son del cementerio!

Accedió su primo, y se apartaron por el camino del Calvario.

Entre los cipreses paseaba el párroco, gordo, velludo, con alpargatas, solideo y sombrilla, y un hacendado de Posuna, hombre seco y alto, antiguo amigo de don Eduardo y de todos los Valdivia; el cual apenas los vio llevoles a su casa para agasajarles; y de merienda les dio leche, manzanas y rebanadas de pan, moreno y tierno, con cundido de arrope. Era de condición pacífica y devota, y dueño de casa grande, de mucho olivar y viña. Para que Silvio y Félix llegasen antes y descansadamente a «La Olmeda», ofrecioles un jumento y un hermoso caballo blanco, de limpias crines y pomposa cola, lustroso y gallardo como el que pintan en la aparición de san Jaime. No lo quiso Silvio, prefiriendo el asno, y la briosa bestia quedó para su primo.

Acaso nadie vio la mirada de entristecimiento del hijo de doña Constanza al sorprender la rendida de Isabel ante la sencilla gentileza de Félix, que reía gozoso del ímpetu y fiereza de su cabalgadura.

Félix la regía y domeñaba sabiamente, aguijándola, conteniéndola. Y al fin la dejó libre; y caballo y caballero, blancos, luminosos del fausto y resplandor del ocaso, se perdieron gloriosamente entre el polvo, el sol y la arboleda del camino.

Sosegado como un prior de viaje, seguíale Silvio.

Lejos se reunieron, prosiguiendo juntos, muy despacio y callados.

Miró Félix a su primo, y lastimose de su apocamiento. La bestezuela y el hombre semejaban mustios por una misma meditación y pesadumbre. Y le dijo:

-¿Es posible, Silvio, que nunca los hombres, aunque caminen juntos, como nosotros vamos, hayan de pensar y sentir igualmente? Lo digo porque, cuando yo estoy desamorado, hosco, insufrible, tú andas solícito, tierno y cordial. Ahora que siento comezón de gritar, de reír, de expansionarme, acaso por los buenos dejos de este día, sin acordarme de los desabrimientos de tu madre, tú, ni levantas los ojos, postrado de no sé qué negras ideas.

-Mi madre no te aborrece; es que me quiere demasiado, y se piensa que tú me perjudicas. Y yo, yo no tengo ninguna negrura de ideas...

Otra vez siguieron la jornada silenciosos. Y al cabo de buen trecho fue Silvio quien habló murmurando como una moscarda:

-Viniendo de Benferro a Los Almudeles, subimos a un departamento donde había dos señoras que te nombraron mucho...

-¿A mí?

-A ti, a ti... Yo las miré; ellas, también se quedaron mirándome; entonces mi madre quiso que nos apartásemos a un rincón...

-Pero, ¿cómo eran?

-Como no son las de Almudeles ni las de Valencia; ya ves, Isabel, que te parece tan hermosa, pues... nada, no es nada en su comparanza... Y te nombraron; era a ti.

-Silvio, ¿quieres a Isabel, y por eso te enojó que yo hablase tanto con ella? Dímelo...

Silvio pretendió reírse, y sólo hizo una mueca desdeñosa.

-¿Que si quiero a Isabel?... ¡La quiere más mi madre!

Y volvieron al silencio. Silvio no lograba olvidar a las gentiles damas del tren que pronunciaron el nombre de su primo, ni la visión del blanco huracán del caballo y Félix, que emocionó a la doncella.

El despecho y rudeza de esa alma, siempre tan humildosa, afligía al romántico. Volviose a la dulce memoria de su prima, y pareciole que lejos, bajo el cielo constelado, se abría una flor llena de fragancia para recibir su pensamiento. Toda su vida y toda la noche estaban purificadas por la milagrosa presencia de esa virgen. Recordaba hasta las matas de los senderos que ella había pisado. Se imaginó viviendo con Isabel en estas soledades, amándolo todo en ella... Y el espectro de tío Guillermo se le apareció interiormente, conturbándole... ¿Y él era impetuoso, delirante como su padrino, y se regalaba trazándose un sosiego aldeano semejante al del «caballero del verde gabán»? ¡Nunca, nunca lo hubiera apetecido Guillermo, que pasó por la vida hendiéndola como un águila, como un arcángel trágico! El espectro se le apartaba, se desvanecía... Lo confesaba: él no era como ese hombre genial y desventurado... Y sintiéndose libre, solo, señor de sí mismo, gozaba de altivez..., y nublábase de tristeza, queriendo arrancar de sus entrañas la compañía del muerto. ¡Qué padecer, Señor!

Cerca ardían los zarzales y gramas de un ribazo. Las llamas enrojecían la noche, alumbrando siniestramente la casa de labranza de Giner. Por un muro danzaba y se rompía un horrendo fantasma de sombra; y surgió el mendigo lisiado, que se allegaba para pedir a los caminantes. De pronto huyó gesticulando, bauveando...

-Félix, ése te tiene miedo...

Salieron gentes; en las habitaciones altas se alumbraron las ventanas, y apareció el matrimonio «Koeveld».

Doblose de tristeza el corazón de Félix. ¡No sólo le huía el vagabundo; también se le alejaban esas dos pobres almas, hasta abandonar su recogido huerto de la hoz!

Volviose a mirar la masía. El humo de las hogueras, espeso y blanco, volaba anchamente, esparciendo el rubio maíz de las chispas...

Se hundieron en la quebrada de «La Olmeda»; y al pasar bajo la quinta, que Félix imaginaba en abandono, recibieron la inesperada luz de todos sus balcones. En el portal había dos acémilas bramadas de equipaje. Ladraba ferozmente el perro desorejado. Dentro, en la casa, resonaba un alegre vocerío...




ArribaAbajo- XIV -

Nuevo estrado de amor


En tanto que Félix acababa de vestirse, comentaba con mucho donaire la blandura de tío Eduardo y la rigidez de doña Constanza.

Tía Lutgarda, que le escuchaba con embelesamiento, le dijo:

-¡Llegarás a quererla tanto que no podrás separarte de esa señora!

Riéndose y ciñéndose el lazo de la chalina, acercose Félix a la ventana.

Llovía delgadamente. Sobre los cónicos almiares, recién dorados por la mollizna, cruzó el dardo de un halcón. En la fronda, remozada, tierna, olorosa, gritaban escondidos los pájaros.

Fueron al comedor; y Félix y Silvio desayunaron presididos por tía Lutgarda.

De repente, encendiose la mañana. La ancha mesa patrimonial tornose rubia, como si en los manteles se hubiese volcado un tesoro o un haz de mieses maduras. Era el gozoso sol de junio, que había traspasado nubes y boscajes y penetraba hasta en el alma de Félix.

Cuando los dos primos salieron, ya estaba el cielo limpio, joyante, de un azul nuevecito y húmedo, como el verdor de los árboles que goteaban la lluvia pasada y retenida.

Silvio se marchaba a Los Almudeles para entender de los negocios de tío Eduardo, a cuya heredad regresaría por las tardes. Félix sólo le acompañaba hasta las colmenas. Detrás, iba el hijo de Alonso, llevando de la jáquima una borrica, mansa y preñada.

Ya cerca de «El Retiro», vieron un rapaz que les preguntó por el señorito de «La Olmeda». Félix le indicó a Silvio; el cual, dudando, dijo:

-Pero, ¿es a mí o a él?

Repuso el muchacho que el recado lo traía para el de «La Olmeda». Y como Félix insistiese en su calidad de advenedizo o forastero, adelantose su primo hacia el huerto de «Koeveld».

Los otros quedaron aguardándole bajo los álamos del río.

A poco, oyó Félix que gritaban su nombre desde la finca. ¿Pues para qué le querrían?... No sería el hosco y celoso Giner, que estaba en su hacienda del llano; y recordó, entonces, que viniendo de la aldea hallaron «El Retiro» muy alumbrado y bullicioso.

De nuevo le llamaban.

Subió Félix. En la escalera, clara y diminuta, flotaba un tenue perfume que acabó de alejarle la imaginación de «Koeveld».

Hallose a Silvio, que bajaba.

-¡Era a ti, era a ti!

Y cuando pisó el último peldaño, Félix exhaló un grito de suprema felicidad.

-¡Madrina... madrina!

Doña Beatriz le abandonó sus manos, sonriéndole calladamente.

-¿Y Julia?

-Aquí la tienes, también...

Y se derramó, apasionada y dulce, la risa de la doncella.

Como el goce es siempre bueno y piadoso, Félix recordó enternecido la soledad del hijo de doña Constanza, y quiso que lo buscasen.

Salieron al balcón y le gritaron que viniese.

-¡No era a mí nada más, Silvio! Es fiesta para los dos; comeremos juntos... ¡Ven!

Y vino Silvio, aunque reacio y todavía fosco de los celos padecidos. Las bellas forasteras le acogieron con tan sencillo agrado, que la cohibida palabra del señorito lugareño se fue desatando, y su encogimiento y sofocación trocáronse en demasiada campechanía.

Beatriz y Félix se apartaron en el saledizo del balcón.

-¿Qué piensas, qué crees viéndonos aquí?

-¡Yo, ni siquiera creo que hayáis venido!

-¡Qué cortedad tiene la mirada de los hombres! Lo digo porque mi viaje estaba decidido antes que tú lo desearas. Nuestra ruta era Valencia, y luego estos campos. Yo temí que lo supieras por la llegada de la «madre Giner». Con ella hablé, y ella concertó con su hijo que nos alquilasen este huerto.

-Pero, ¿y Lambeth, lo sabe?

-Lambeth deseaba este veraneo, y casi fue él quien se lo propuso a Julia.

-¿Que él lo deseaba? -exclamó pasmadamente Félix.

Doña Beatriz desvió el diálogo, diciéndole:

-Más de un mes hace que nos separamos, y sola una carta me has escrito, nos has escrito, Félix. Prometías muchas, y nos llamabas...

-No; la llamaba a usted, nada más que a usted, «madrina mía».

Se miraron. Y Félix no vio en sus ojos ni en su boca a la mujer poseída, sino a la dama velada y codiciada.

-¡Después, Félix, no llegaron más súplicas!

-¡Si no sabía vuestro paradero!

-Yo no podía decírtelo, porque... estaba en Almina, preparándolo todo para nuestro encuentro... Mira, Félix, no sosegaba de alegría y temor. Tuve miedo de... morirme, sí, de morirme antes de llegar.

Se contemplaron; y ahora sí que vio él la boca besada y los ojos besados.

-¡Por Dios, basta de coloquio! -les gritó Julia.

-¡Pues qué! ¿Vosotros estabais mudos acaso? -le replicó Félix entre risas y enojos.

-¿Te supo mal que hablasen tanto? -le dijo Beatriz mirándole intensamente.

-¡Madrina!... -Y apresurose a llevarla de la mano a su asiento.

Fue el almuerzo de mucho primor y júbilo, aunque Félix comió algo callado y poco. En cambio, Silvio, que al principio sentíase violento de la presencia de su primo viendo en éste al antiguo y preferido, se animó luego por la alegría y llaneza de Julia.

Estaba inflamado, desbordante de regocijo y de manjares. Habló del campo y de sus gentes. Le preguntaron si había parajes de mucha altitud donde hacer agrestes expediciones. Silvio dijo que lo más hermoso era «Cumbrera de nieve»; él nunca había subido; desde la ventana podían mirarla. Y se levantó mondando un ala de gallina y con la servilleta atada al macizo cuello.

Detrás de las montañas orientales vieron la sierra famosa, lejana, fina y azul, escondiéndose, penetrando en el cielo.

Servían el dulce cuando vino Alonso, que traía recado de urgencia para Silvio.

Hiciéronle subir, y antes de hablar estuvo el labriego avizorándolo todo menudamente y se pasó por su labio, gordo y rasurado, una lengua pesada, ancha y brutal.

Doña Lutgarda preguntaba a Silvio si había olvidado el ir a Los Almudeles; y le advertía que al retorno se quedase aguardando en Posuna a la familia, pues anunciaron su visita a «La Olmeda».

Silvio se puso rojo; inclinó la mirada; todos sus rasgos, tan exaltados, se aquietaron. Parecía hallarse delante de la señora-madre. Tartajeando, despidiose, y en su frente, corta y morena, se hizo un recio oleaje de arrugas.

Y cuando, más tarde, pasaba, desmañado caballero en su borrica parda y preñada, conmoviose de envidia y de vergüenza, recibiendo el saludo de Félix y sus amigas, que estaban solazándose en la umbría de un parral.

Después de sabroso coloquio, recordando las tardes en el huerto de Almina, abrió Julia su sombrilla de seda, dorada como el heno maduro, y alejose por el sendero de la ribera.

Solos, Félix y su bella madrina, quedaron silenciosos, recogiendo todo el aliento del paisaje, contemplando juntos.

-¡Qué distinto eres de Silvio y de todos!

Félix la miró inmensamente, y le dijo cerca de sus sienes:

-¡Déjeme... no; déjame que sea egoísta; no hablemos sino de nosotros! Toda mi alegría, ¡más que alegría!, mi exaltación de sentir, de vivir, recibida por tu llegada, comienza ahora a comunicárseme por toda mi sangre... ¡Tenerte libremente, y aquí! ¡Qué nuevas hermosuras hay en los árboles, en las montañas, en el azul, y hasta en las hierbas humildes de ese camino, que se alborozan bajo la gracia de una gota de sol!

Y Félix le tomó las pálidas manos, y besó sus dedos y sus sortijas, y en una llana amatista puso un beso muy lento que empañó la joya.

-¡Eres mi prelada, madrina mía!

Silenciosa y trémula, Beatriz le sonreía con entristecimiento.

Félix sacó de su cartera el trocito de pan, tan olvidado, que mordiera en el tren.

-¿No lo recuerdas? Te lo quité la mañana que nos despedimos. Durante el viaje, ha sido mi viático de amor, y no lo comulgué del todo para no quedarme sin nada. Ahora, sí, porque te tengo; besa y come también de tu reliquia.

Ella quiso rechazarlo.

-Sí, sí; tú también. Es una rareza; es como ver que te besas a ti misma y es para mí como una tentación contenida, para luego colmarla, gozarla más; ¡tener tu boca y besar y morder este pan seco que pudo hacerse tu carne!

-¡Pero, si es una locura, mi vi...!

-¡Acaba! ¡Sí; tu vida!

-¿Quién te dijo que es tuya mi boca?

-¡Tu boca y su dulce humedad, y toda tú, madrina!

La ciñó con sus brazos. Ella le vio dos estrellas verdes dentro de los ojos. Quiso apartarle y resistirle. Estaba muy blanca y medrosa; y verdaderamente parecía más débil, más pequeñita que el amado.

-¡Por Dios, Félix; estamos encima del camino, y se me figura que hasta las piedras y las matujas nos miran!

-Pues ven al lado del río.

Y bajaron corriendo infantilmente.

En la arboleda resonó un aplauso gozoso de alas.

-¡Hasta hoy, madrina, he vivido incompletamente en estos campos! ¡Y yo que creía ver y sentir sus hermosuras! ¡Los pobres cabreros y los campesinos y los sabios que están solos en las soledades!

Había un tronco cortado, tendido, hundiendo la felpa viciosa de la hierba; y lo hicieron almohada, pasando cruzados sus brazos para reclinar sus cabezas. Y se acostaron, viendo el cielo entre el follaje blanco y estremecido de un álamo...

Félix murmuró:

-Nuestro amor siempre tiene un trono de blancura, de castidad. El primer estrado fue de luna, ¿te acuerdas? Mira, esta tarde, el amparo de este árbol grande y sencillo, árbol de portal de molino; y hay, también, fragancia de inocencia, de simplicidad; y tú eres dorada como el trigo; sencilla y patricia para amar, molinera y princesa.

La besó; y apartose para mirarla, porque todo el precioso cuerpo de la mujer temblaba. Parecía adelgazada de tan pálida. Y Félix la quiso con ternuras de compasión. La besaba en los ojos, en las sienes, dentro de la boca, diciéndole anhelosamente:

-¡Qué tienes, que pareces desventurada!

Y Beatriz, dichosa como nunca, lloró. En el árbol cantaba una avecita.

...Rendido Félix, descansó su cabeza en el regazo de la amada.

Las manos de la señora jugaban alisando los rubios cabellos del hombre; y la caricia descendió a los labios y se detuvo en la garganta; desciñeron el lazo azul de la chalina; y Beatriz se inclinó para contemplarle.

-¡Tu cuello es de estatua de mármol de un dios cruel! -Y lo besó suavemente.

Se separaron porque habían crujido las hojas y gramas del sendero. Entre los árboles llegaba, mirándoles, la hija.

Pero Julia desapareció en el boscaje. Subía hacia «El Retiro»; y al pisar el camino, tuvo que apartarse porque pasaba una familia viajera. Ellas, las mujeres, iban en jamugas de zaleas, sobre mulas, muy gordas, cuyo ronzal llevaban campesinos mudados y reverentes. Un caballero anciano hablaba con el hombre que estuvo en «El Retiro» para llamar a Silvio.

Todos la miraron mucho.




ArribaAbajo - XV -

Vino dulcísimo en amarga copa


¡Qué aliento, qué alas nos llevan y remontan gloriosamente a las más altas cumbres de la vida; y qué mano velluda, gorda y callosa, mano de Alonso, nos postra y sepulta en abismos donde asistimos a nuestro propio acabamiento! Casi con estas palabras se decía Félix su íntimo examen; y ellas parece que le hicieron acordarse de las de Stendhal: «Nada es tan doloroso como examinarse y dudar cuando se goza».

Porque Félix guardaba todavía en sus labios y hasta en sus entrañas la gustosa suavidad del último beso de doña Beatriz, recibido al tomar de la enyesada y florida cantarera la limpia jarra trasudada de frescura.

Salió de retorno a «La Olmeda». Toda la tarde, tan azul, tan infinita, estaba aromada de mujer, como su boca.

Pero Félix no saboreaba su delicia, sino que la inquiría, la anatomizaba.

¿Por qué quiso Lambeth que Beatriz y Julia viniesen? Al separarse le pidió a su «madrina» que se lo dijera. Y ella, entre aturdida y desconfiada y ruborosa, murmuró: «¡Quién sabe sus propósitos! Lambeth sospecha nuestro pecado; pero también me cree, y es cierto, Félix, ¡me cree demasiado vieja para ti! Y Lambeth sabe la firme riqueza de vuestra casa... Es un mercader que nunca se fatiga de serlo, ni aun en sus ternuras de padre; el tuyo habla por Almina de una Valdivia de mucha hacienda y hermosura como prometida tuya. ¿Es de veras, Félix, o lo dicen sólo para que yo lo sepa?... Y Lambeth... piensa en su hija».

Y la fragancia del beso de doña Beatriz se apagó en los labios de Félix mientras repetía: «¡Lambeth sospecha nuestro pecado! ¿Qué pecado? ¿Es que resultaba un truhan, un adúltero?... Lambeth es un mercader. ¡Mercader; pecado!».

Y entonces sintió que le traspasaba la mirada de Julia; aquella mirada de la hija, saliendo entre los árboles.

Llegó a «La Olmeda» y, o la sequedad y acritud de su ánimo las veía reflejadas en tía Lutgarda, y aun en la viuda Teresa, o es que verdaderamente le acogieron ellas con desabrimiento; y así, la cena, y luego la tertulia al amparo del soportal, fueron breves y muy calladas, con algunos suspiros de la fámula y miradas atisbadoras de la señora.

Félix subió temprano a su aposento. Y ni la santa belleza del cielo, ni los cantos de los ruiseñores, que quizá llegaban desde el álamo que endoseló su amor, le dulcificaron. Sentía un desconocido dolor y enojo de sí mismo, sin mezcla de generosidad, que suele tener el remordimiento. Isabel olvidada, y Julia mirándole tristemente, pasaban delante de la imagen de Beatriz, sobre el fondo de la noche, trémulo de estrellas. Mucho tiempo las vio... Y durmiose, pero no como los héroes primorosos de novela, que no duermen o duermen inquietados de quimeras románticas; Félix durmió hasta con pesadez.

Tuvo que despertarle tía Lutgarda, y ya el sol estaba alto, para entregarle, seria y compungida, una carta.

En seguida, salió y reuniose con Teresa. Las piadosas mujeres suspiraron juntas.

Después pronunció la señora:

-¡Si al menos fuese ese billete de la hija! ¡Pero mucho temo que cartas y amistad sean sólo de la madre!

-¿Y es casada?

-¿Y cómo si lo es? ¡Claro!

-¡Dulcísimo!

Y se fueron a la sala de las andas.

...Beatriz llamaba a Félix. Estaba sola en «El Retiro» porque la esposa de Giner llevose invitada a Julia.

Félix vistiose presurosamente y tomó su sombrero. Una hoguera de alegría se había encendido en su alma. ¡Qué aliento, qué alas nos suben a las más excelsas cumbres de la vida! Está nuestra pobre ánima seca, agrietada, terronosa, como un campo sediento, yermo y maldito, y, de súbito, viene un agua de milagro, que parece llevar todas las hermosuras copiadas en su corriente, y nos resucita y llena de flora virgen, fuerte y deliciosa del Paraíso. Y pues, ahora, le bañaba y lozaneaba su vida ese venturoso riego, Félix prestó oídos, también, y obediencia, al epicúreo aviso de Henri Beyle: «À la bonne heure, suivez la route la plus agréable, ayez du plaisir; mais alors ne dogmatisez pas».

Y exaltado de júbilo, acordándose de su abatimiento de la pasada noche lo que de las nubes de antaño, bajó a la estancia de la Cruz.

Teresa presentole el desayuno en la delgada macerina que tanto le agradaba. Mas sólo la miró Félix para rechazarla.

-Pues cómo, hijo... ¿No lo quieres?

-No, que he de comer muy pronto, con mi «madrina».

-¿Tu madrina, dices? ¿Es ésa, la forastera? ¡La del pañete de Nuestro Señor! ¡La de Guillermo!

Sentose Félix, contrito y avergonzado. ¿Quién hizo resbalar su lengua con óleo maldecido para decir tan grande deshonestidad? ¡Oh, que no supo lo que hablaba ni hacía! Y con mucha sumisión tomó el pocillo del oloroso soconusco.

Tía Lutgarda le contemplaba entristecidamente, y en sus ojos cristalizábase un recuerdo inefable.

Después algo quiso decirle al antojadizo sobrino, y no pudo atreverse.

Instábala con los ojos la viuda Teresa, y al cabo, viendo que Félix se alzaba, murmuró:

-Avisaron de la hacienda de tío Eduardo que comiésemos allí, porque esta tarde pasaba la familia al Calvario de la aldea, en cuya ermita sufraga doña Constanza rosario y sermón, en memoria de su esposo; que hoy se cumple aniversario de su muerte.

Hizo una pausa, esperando ofrecimientos de Félix. El cual cogió su cayada de acebo, que le mercó el hijo de Alonso en Almudeles, y se dispuso a salir.

Entonces la señora, dulce y solícita, le pidió:

-Dime, Félix, ¿no quieres ir a la heredad de Belita? Mira que yo no puedo porque me rinde el camino. ¡Siquiera tú...!

-Comer, no; pero te ofrezco ir al Calvario. ¿Estás contenta?

Tía Lutgarda sonrió resignadamente.



...«El Retiro», blanco, luminoso, parecía hecho y cuajado de la claridad de la mañana. ¡Cómo lo transformaba la presencia de doña Beatriz! «¡La de Guillermo!», había dicho tía Lutgarda... Y el recuerdo del muerto, que antes mucho le halagaba, pisó con frialdad el corazón de Félix.

...Doña Beatriz le abrió un postigo del portal; y se besaron libremente en la entrada, recién rociada y toda olorosa de matas de albahaca y murta nuevas, que había en el alizar de los cántaros.

-Estaremos solos. Las dos criadas se marcharon con Julia; y la familia labradora fue a Posuna; les di licencia y dineros para que feriasen a los muchachos... ¡Cuánto deseé este día!...

-...¿Nunca estuviste aquí con... mi padrino?

-¡Nunca pude!

-¿Pero es que le quisiste... como a mí?

La voz de Félix era incisiva, delgada y temblorosa.

-Guillermo se me acercaba y se desvanecía como una luz de magia. Fue el dulcísimo nuncio de tu amor.

Y sonriéndole serenamente cogió sus manos y subieron.

Estaban entornados todos los maderos de los balcones para mitigar el sol sin quitarle pureza y frescura al oreo campesino.

Juntos fueron a la cocina. Las támaras de enebros y de pino, hechas ascuas, conservadas en su ceniza, rodeaban las lucientes cacerolas, estremecidas por su íntimo hervor.

Beatriz, ciñéndose con una mano la blanca falda, alzaba con la otra las tapaderas de los cazos y ollas; y Félix alcanzaba de la leja la salvilla de la sal, los potecicos de las especias; y los dos guisaron creyéndose hermanos pequeños que juegan a comiditas.

Isabel y Julia huyeron vencidamente del corazón de Félix. Beatriz era la triunfadora; estaba adornada de todas las mieles y gracias de las doncellas, y para amar tenía misterio y abnegación, ternezas y sabiduría.

-¿Verdad que te gusta nuestro trabajo? Han podido dejarme un almuerzo de fiambres, o todo ya preparado; pero yo quería una comida rústica. ¿No me dijiste que olía mi cuerpo a tarde y a mañana de los huertos? Pues hoy he de darte olor de humo de leña... ¡Y mira cuán hacendosa y limpia: ni una mancha!...

Acercósele Félix y, aspirando la garganta de la mujer, le dijo:

-¡No hueles a leña quemada, sino a manzanas y a nardos; siempre a ti!...

De una honda alacena tomó Beatriz un amplio delantal de lienzo blanquísimo y recio, que trascendía a colada reciente, y se lo puso con mucho donaire.

-¡Eres una princesa vestida de cocinera para dar de comer a un pobrecito!

La abrazó delirante, y olvidaron la lumbre y los guisos, y la gran cocina quedó en soledad.

Todavía abrazados, entraron al dormitorio. Había dos camas recatadas con nieblas de gasas; y antes de separar los velos de la más ancha, dijo Beatriz:

-Aquélla es la de mi hija.

Y sin mirarse se desciñeron y dejaron la estancia. En medio de la contigua alzábase otro lecho grande y dorado.

-¿Y ésa? -deslizó Félix muy despacito.

-Es de Lambeth...

-¡De Lambeth... de tu marido!

Se contemplaron pasmadamente, porque él había pronunciado por primera vez, en todo su amor, una palabra que les manifestaba culpables...

Félix resignó su frente. Entristecido, pareciole a doña Beatriz más hermoso, muy niño y suyo; y de la brasa de su pasión sintió que brotaba una llama de un claro amor de mujer madre.

Y purificados, inocentes, volvieron a su trabajo y juego de guisadores infantiles.



...Pasaba ya la siesta cuando Félix salió de «El Retiro».

Desde la solana volvieron a prometerse el hallarse, después, en Posuna.

Félix era dichoso; creía deslizarse por el azul de la tarde; pero en el vaso de su alma resbalaba una gota de hiel.

¡Acatado sea divinamente el poeta, que supo cantar el amargor que nace del seno del placer, amargor escondido hasta en las mismas flores! Del sabio Lucrecio digo.