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«Las dos cajas» de Clarín en la Biblioteca Mignon

Ángeles Quesada Novás





En las últimas décadas del siglo XIX entra la industria del libro en un período de crisis debido, en parte, a la proliferación de publicaciones periódicas que, al contenido literario, añadían la presencia de ilustraciones, provenientes de grabados o de fotografías concebidas para la pieza literaria a la que acompañaban, o, simplemente escogidas con la intención de adornar los textos y ofrecer así un producto más atractivo al lector que la mera presencia del «negro sobre blanco». Se abre con ello el camino al «decisivo giro de una cultura libresca a una cultura gráfica» (Ezama 2011) que alcanza hasta nuestros días.

Como una de las medidas para afrontar esta crisis, la industria editorial se inclina por el lanzamiento y desarrollo de las colecciones de libros, que tienen en común una esmerada presentación consistente en lujosas portadas, papel de mejor calidad, ornatos interiores a base de letras capitales, orlas decorativas a comienzo y final de capítulo y, lo más interesante, la presencia de ilustraciones en forma de viñetas que acompañan, complementan y/o enriquecen los textos. En España, buenas empresas representativas de este reto empresarial son las colecciones de libros ilustrados, sobre todo: Arte y Letras, la colección Klong, la Elzevir ilustrada, la de Carlos de Batlle y la Biblioteca Mignon.

En 1899 surge, impulsada por el editor Bernardo Rodríguez Serra1, la Biblioteca Mignon, una de las primeras empresas españolas dedicadas a la edición de colecciones de cuentos y de novelas cortas. Se caracteriza por su pequeño tamaño (octavo menor, 14x7 cm), su cuidadosa presentación y porque (salvo en dos de sus 56 volúmenes) el texto aparece siempre acompañado de ilustraciones, sean dibujos realizados por autores prestigiosos del momento, sean fotograbados obtenidos a partir de fotografías.

La colección consta de 56 volúmenes, de los cuales 41 son novelas cortas y cuentos, de donde se deduce el interés que prima en la línea editorial por la narrativa. Según Ángeles Ezama, «se convierte esta colección en el lugar de encuentro entre los escritores españoles de la Restauración (L. Alas, Ortega Munilla, J. Valera, J. O. Picón, Núñez de Arce, P. A. de Alarcón, etc.) y los de la generación fin de siglo (P. Baroja, R. del Valle-Inclán, P. de Répide, Colombine, A. Insúa, F. Acebal, G. Martínez Sierra)» (Ezama 1992, 38). Dentro de esta colección y con el número tres se publica, en 1899, el relato de Clarín, Las dos cajas, ilustrado por Francisco de Cidón2.

Antes de su edición con ilustraciones en esta Biblioteca, Las dos cajas aparece en el Almanaque de la Ilustración Española y Americana para 1884 (publicado a finales de 1883); posteriormente el propio Alas la selecciona para formar parte del volumen Pipá de 1886. En ambos casos la narración aparece fechada: «Madrid, junio 1883», dato que desaparece en la Mignon, mientras en la portada se le da la calificación de «Novela».

Por la fecha de que data la redacción del relato y sus posteriores publicaciones nos encontramos, en el año en que aparece en la Biblioteca Mignon con una narración escrita hacía más de tres lustros, que por alguna razón debía agradar al escritor, puesto que, de entre toda la obra publicada hasta ese momento, esa es la que entrega a Rodríguez Serra, para que forme parte de una colección sobre la que opina favorablemente en un «Palique» de 1899: «Llega a mis manos el primer volumen de la 'Biblioteca Mignon' [...] ¡Qué pequeño parece! Un tomo muy chiquitín, corto, estrecho, delgado... muy elegante, de muy buen gusto, pero muy chiquitín. Y dentro ¿qué hay? Muy poco también. Trece poesías, cortas...» (Alas 1899, 452).

Centra a continuación el «Palique» en una breve crítica de este primer tomo3, y retoma el comentario sobre la colección: «Todo me gusta en la nueva biblioteca menos el título... que es un galicismo. [...] Se trata del adjetivo francés mignon, lindo, cuco, bonito. Y más que el galicismo, sentiría que fuera todo un símbolo de la elección futura de obras...» (1899, 452). Afortunadamente el primer título es muy español -asegura-, así como el segundo, que sabe que se trata de una novela de Armando Palacio Valdés4 y, con cierto tono burlón (a manera de juego publicitario, puesto que su relato constituye el tomo tres, y a las alturas del mes de julio ya debería estar, si no en prensa, al menos apalabrada su publicación), remata con el siguiente comentario: «Ojalá, para los tomos sucesivos, B. Rodríguez mantenga ese criterio tan español... y que lo de Mignon no sea anuncio de ciertos falsos cosmopolitismos de gente boba, snobs literarios, que gracias a una actividad pasmosa de... piernas, está en todas partes y siempre son impertinentes, entrometidos... y bobalicones» (1899, 452).

Sabemos, por las cartas intercambiadas entre Clarín y sus editores, el cuidado que ponía a la hora de elegir los relatos que debían componer los volúmenes recopilatorios de cuentos aparecidos primero en prensa5; pero no contamos con ningún documento que nos permita vislumbrar la razón que le induce a dar de nuevo a las prensas este relato en particular. Quizá hayan sido las razones de índole estética expuestas en el «Palique» -ya que la colección se caracteriza por una cuidadosa presentación semejante a otras foráneas admiradas por él6- las que le indujeron a elegir, de entre otras, esta obra que, aunque alejada de lo que escribía por esa época, no dejaba por eso de mantener unas calidades literarias que la hacían digna de una reedición ilustrada, en un formato mignon.

Varios estudiosos de la obra de Leopoldo Alas (De los Ríos, Sotelo, Richmond, Lissorgues) señalan que su narrativa corta recoge en buena medida reflejos de vivencias autobiográficas, llegando incluso a hablar de que constituye una «autobiografía intelectual» (Sotelo) y que puede ser considerada una «proyección de una vida» (De los Ríos). Sin llegar a esas honduras, el relato Las dos cajas ofrece: por un lado, «un eco -ficcionalizado- de algunas circunstancias vitales» (Richmond 1984, 461) del año en que aparece datada la narración: 1883, si bien de una manera harto superficial; mientras por otro, uno de los motivos centrales del relato -el concepto de la música que mantiene el protagonista-, guarda una relación muy estrecha con el concepto que el propio autor tiene de ese arte y que se puede rastrear en su obra. Amén de un amor a la música suficientemente probado con la presencia de ésta en sus dos novelas y en muchos de sus cuentos7.

1883 fue un año que comienza para Leopoldo Alas y su mujer viajando por Andalucía8. Es el año, también en que surge la oportunidad de su traslado a Oviedo desde Zaragoza9 -donde dictó clases durante el curso 1882-83- y aquel en que forma parte del tribunal de oposiciones en el que Adolfo Posada gana la cátedra de Derecho Político y Administrativo de Oviedo. Las oposiciones comienzan el 6 de mayo y, según Yvan Lissorgues (2007), será durante esta estancia en Madrid cuando redacte esta novelita.

Reflejo de estas circunstancias biográficas en el discurso ficcional son: la alusión al viaje que emprenden el protagonista y su familia: «Dejó a su padre y a su madre en Madrid, y se fue a recorrer Andalucía y Castilla; Cataluña y Aragón, con su violín, su mujer y su angelito» (50). Y, aunque no se cita el nombre de la ciudad en que tiene lugar la segunda parte de la historia, sí se ofrecen datos suficientes como para suponer que esta sea Zaragoza: los parroquianos del café -«gente del campo»- se presentan «casi todos con su pañuelo de colores atado a la cabeza» (55), son gentes que «viven en la heroica ciudad» (57) y, a veces, cuando «algún trozo de música les llegaba al alma, como un solo hombre los baturros pedían: "¡La jota, la jota! ¡Venga la jota!"» (61).

De mayor calado e importancia es la presencia del concepto de música que recorre la historia y se convierte en el motivo central de la peripecia vital del protagonista, puesto que Las dos cajas cuenta la historia del fracaso familiar y profesional de un violinista, Ventura Rodríguez, derivado de la búsqueda de una manera nueva de interpretación musical.

Comenta Laureano Bonet en un estudio que -según él mismo- debiera subtitularse La música como huella metafórica (en Clarín)10, que Leopoldo Alas «sería, en cierto modo, reflejo miniaturizado de esa escisión cultural en que se debate el siglo XIX, por una parte, repito, un intelectualismo a ultranza -que cuaja en la estética realista- y, por otra, la lava emocional ardiente, oculta, que estallará en los sucesivos, y cada vez más depurados, romanticismos que jalonan dicha centuria» (Bonet 1985, 125). Y ello se puede observar, en este relato, en el concepto romántico de la música que mantiene el protagonista y en el tratamiento del propio discurso ficcional del relato, concebido, sin embargo, en «la etapa, sin duda, de mayor compromiso naturalista por parte de Leopoldo Alas» (Bonet 1985, 127).

La visión idealista de la música que plantea Ventura a lo largo de toda la historia se percibe cuando manifiesta que siente que ella es «expresión de las profundidades más bellas e inefables del alma» (13), y, un poco más adelante, añade: «Para él era el arte religión, pero no en el sentido pedantesco y trivialmente impío en que esto suele decirse, sino como formando parte la expresión artística de la religión misma, como una especie de oración perpetua del mundo» (15-16)11, para terminar proclamándola «sueño mío, visión benéfica, convicción santa; esperanza, consuelo, virtud, ¡orgullo mío!... ¿en dónde estás? ¿Qué eres ahora? ¿Idea de Dios?» (31).

No es sólo el concepto de la música que arrastra a Ventura y mediatiza su vida, suficientemente estudiado ya (Bonet 1984 y Rivkin), lo único interesante de este relato. Yo añadiría el tratamiento del motivo del amor, que sirve para subrayar el exaltado romanticismo del protagonista y, junto con ello, la utilización del humor, en forma de parodia, con la finalidad de relajar el tono melodramático que, a pesar de ello, termina por impregnar el relato. Amor y humor que, engranados en la historia del drama personal del músico, sirven, el uno para enfatizar el hondo idealismo del personaje, mientras el otro funciona a manera de anclaje en la realidad al situar la historia en un determinado ambiente pseudocientífico de fin de siglo, del que se ofrece una visión paródica.

La parodia tiene como objetivo principal las teorías lombrosianas encarnadas en la figura de un tío materno de Ventura, fiel creyente en ellas. Todo comienza cuando un buen día «un charlatán, que examinaba cráneos y levantaba horóscopos a la moderna, estudió la cabeza del músico y escribió en un papel, que cobró muy caro: -Será un portento o será un imbécil; o asombrará al mundo por su habilidad artística, o llegará a ser un gran criminal embrutecido» (10). Que, como se observará es como no decir nada, pero teniendo en cuenta que lo «escribió en un papel» que, además «cobró muy caro», naturalmente la familia se lo toma en serio, sobre todo ese tío «aficionado a estudiar chichones, que era la moda de entonces en muchos pueblos de poco vecindario» (11).

El indudable tono humorístico con que el narrador plantea esta incursión de la «ciencia» en las esperanzas puestas por la familia en la futura gloria del precoz músico, sobre todo por el padre, «que era el encargado de cobrar y tener vanidad» (13), se mantiene cada vez que padre y tío tratan el tema de la genialidad del muchacho, sobre todo cuando toma la palabra el «tío aficionado a la craneoscopia» (17) que termina por afirmar que ya pueden los críticos rebajar la valía de Ventura, porque «no pueden impedir que tu hijo tenga muy desarrollado el órgano de la filoarmonitangibilidad» (18).

Esta fe del tío, «el de los cráneos» (22), comienza a flaquear cuando observa que su sobrino hace caso omiso de las críticas de «los periódicos enemigos» (21), lo que le lleva a confiar en secreto al padre: «Tu hijo no es un artista; no le lastiman las censuras, no le hacen llorar lágrimas de sangre. ¡No es un artista!» (22). Opinión que se ve corroborada tras el matrimonio de Ventura, que le hace pensar que «la craneoscopia se había equivocado: No era un artista. Era un instrumentista; no era un artista, no lo era; triste, tristísima confesión... ¡Pero Ventura era un burgués (25), y tomar la decisión de no volver a aparecer por la casa de su sobrino, en vista de que la actuación del músico no responde a la imagen -idealizada por demás- que el pseudocientífico tiene del artista.

La desaparición de este personaje coincide con la aparición del motivo del amor de Ventura, primero por su mujer y luego por su hijo. Amores que en determinado momento provocan, consciente o inconscientemente, la consecución de esa «manera de ejecución que era necesaria para llegar al último cielo de la poesía que él columbraba en la música» (14).

Este juego paródico entre lo que la familia espera del artista en ciernes y la actitud que, ante ello, adopta el propio artista tiene lugar en la primera parte de las dos en que se divide el relato, distribuido en nueve capitulillos. La primera parte (capítulos I-IV), además de presentar la precocidad de Ventura, las expectativas de la familia -del padre sobre todo-, los primeros tropiezos con la envidia de otros intérpretes, así como su enamoramiento y boda con Carmen, plantea también las primeras y decisivas dudas del propio Ventura con respecto, no tanto de su capacidad como de la posibilidad de que los demás reconozcan esa «nueva manera». Lo que le conduce al aislamiento, provocado -según el narrador- «por culpa de su amor».

Me parece muy significativa esta relación del enamoramiento de Ventura con la pérdida definitiva -ya antes se había insinuado- de interés por los demás: «Le mareaban las disputas, no quería leer periódicos ni libros, y no sabía lo que pasaba en el mundo artístico. No hacía más que tocar, ganar dinero, y a sus solas querer, y trabajar en lo que él entendía que era la nueva manera» (23-24). Ese aislamiento, que los demás atribuyen al casamiento, a él le hace feliz, puesto que con ello decae la presión familiar y le permite saborear, a la par, la felicidad conyugal y el ensueño de su música, y fusionar ambos goces hasta sentirlos casi inseparables. Esta fusión, esta dependencia del uno con la otra explica el trágico final de la historia: desaparecido el amor, la música no debe sonar.

De hecho, mientras vive la pareja en soledad, disfrutará Ventura de los momentos de mayor felicidad, a la espera de la llegada de esa música junto con la del hijo ya anunciado: «¿Dónde está lo que no es todavía y ha de ser sin falta? ¿En dónde viven, en qué espacio flotan el alma del que ha de ser hijo mío, un ángel de cabeza rizosa, toda de oro, como la de su madre, y la impalpable idea música que yo sueño?» (30), llegando a establecer un parangón entre ambas esperas: «Como palpita ya en las entrañas de mi esposa el cuerpo del ángel que aguardo, ¿palpitas ya tú dentro de mi espíritu? [...] Ven, ven con el alba a caer sobre las cuerdas de mi violín como el rocío caerá sobre las flores» (31-32).

Pero, irónicamente, el narrador nos aclara que, mientras Ventura «hablaba así para su adentros [...] gran retórico de lo inefable, en su violín no sonaban más que unos dulcísimos quejidos, que eran como el murmurio que hay en los nidos de las golondrinas cuando los hijuelos aguardan el alimento» (32). Para, a continuación, subrayar la ironía de la situación mediante la llamada de atención de Carmen: «Ventura, que te vas a constipar» (32), que hace que él, «volviendo a la realidad, estornudaba cinco o seis veces, se metía en su cuarto, con el alma presa de un catarro crónico de desencantos» (32-33); dando así por terminado el momento de máxima idealización -y, posiblemente- de felicidad, creado en soledad, por el anuncio del nacimiento del hijo y por la supuesta cercanía del logro de sus anhelos musicales.

Todavía en esta primera -y enjundiosa- parte de la narración, habremos de asistir a un nuevo embate de la crítica, al frustrado intento de Ventura por igualar la técnica de sus colegas, a los primeros problemas económicos que provocan la instalación de los padres en su hogar y al arrebato que le conduce a renunciar a la música e intentar ganar dinero en diversos oficios: «Trabajaba en las ocupaciones que escogía como quien cumple una penitencia, gozándose casi en la repugnancia que causaba aquel género de trabajo tan contrario a sus gustos» (41). Hasta que el padre le hace ver la inutilidad de sus esfuerzos: «No seas tonto. Tú no sirves más que para tocar el violín» (42).

El retorno a la música como medio de subsistencia se convierte en un suplicio, dado el golpe mortal que recibe su amor propio al tener que soportar los «desaires, desdenes, desprecios» (43) de que es víctima, hasta el punto de que «el espíritu de Ventura se sintió como pierniquebrado, arrastrado, [...] sabía que estaba roto por dentro» (44). La decadencia avanza con gran rapidez, y él siente que «era un vivo enterrado» (46), al que lo único que ahora interesa es ganar dinero para mantener a su familia, de manera que dejará de buscar la «música sincera» para terminar convertido en una medianía. Acaba así esa primera parte de la historia, con Ventura emprendiendo el largo viaje al que los contratos de provincias le llevan, por «Andalucía y Castilla, Cataluña y Aragón, con su violín, su mujer y su angelito. Lo único que había salido como él había soñado» (51).

Con el capítulo V comienza la segunda parte, cuya localización espacial está situada en -posiblemente- Zaragoza, lejos, pues, de ese Madrid en el que ha vivido tantos sinsabores. Comienza el capítulo con la descripción del local en el que va a actuar, una presentación del ambiente conseguida mediante la inclusión de las voces de quienes allí trabajan: el mozo y la cerillera, además del gato, tan habitual en las narraciones clarinianas. Junto con ellos, el pianista, ejemplo señero de músico fracasado, compositor en otros tiempos y sometido ahora a los gustos del dueño del local.

La descripción de las sesiones musicales en el café nos sitúa en una realidad prosaica, fea, abyecta a veces; su solo consuelo es la presencia constante de Carmen, «su único público» (60), que comprende su sufrimiento cuando a Ventura ante la petición de que toque una jota «le sonaba como si dijeran: ¡Crucifícale; crucifícale!» (61)12. También está presente el hijo, «porque su padre quería tenerle cerca; le necesitaba allí para decidirse a ganar el pan de cada día» (62).

Llegamos así al capítulo VI en el que se produce el momento climácico de la historia. En el café, Carmen escucha «a su querido mártir» (64), mientras el violinista la mira «con amor inagotable». Y tiene lugar el momento de máxima consciencia del personaje, al notar la fusión de sus amores en una única expresión: la musical, cuando «de los ojos de Carmen una corriente eléctrica iba hasta los ojos de Ventura, y le llevaba consigo la inspiración, la habilidad artística, aquella manera sublime de interpretar» (64-65).

Pero tras este paréntesis, emerge la sombra de la tragedia que se anuncia de varias maneras: el niño se refugia en los brazos del padre «que le acariciaba como si fuera su violín» (66); hace su aparición un militar que se encandila con la interpretación del violinista: «¡Qué modo de tocar!» (68), a la vez que se fija en Carmen -«Y aquella señora debe ser la suya... es guapa. ¡Canario, ya lo creo, muy guapa!» (69)- y Carmen en él -«Carmen mirando a su esposo con fijeza y viendo al subteniente» (69)-. También en este capítulo se anuncia la enfermedad del hijo, acompañada de un, cuando menos inoportuno, comentario del pianista. «Mire usted, apostaría a que cabe [el niño] en la caja de violín de su padre. Se le podría enterrar en ella» (72).

El momento álgido del capítulo se produce cuando el narrador va dando cuenta del amor a tres bandas que se está fraguando en ese café: Ventura, consciente del entusiasmo del militar «hacía prodigios de habilidad, de gracia, de elegancia; el violín lloraba, gemía, blasfemaba, imprecaba, deprecaba... todo lo que quería el brazo» (75)13. Mientras el subteniente «se iba enamorando de aquella señora [...]. Él había empezado, y seguía, admirando al músico, como tal, pero no era cosa de enamorarse de él... y... naturalmente, se enamoraba de su mujer... por lo platónico» (74) y Carmen se confiesa a sí misma su interés por el militar, no sólo porque es un buen mozo, sino también porque comprende que él admira a su marido. Se produce, al fin ese momento en que los tres aman: «La casta esposa notó al cabo que las miradas del alférez se repartían entre ambos cónyuges... Pero no lo tomó a mala parte. Con no mirarle ella a él le bastaba, y precisamente para verle no necesitaba mirarle. Ventura volvió a tocar para su admirador; ya le quería, sin saber por qué» (75).

El estallido del drama se produce cuando en plena interpretación del Stabat Mater de Rossini, Ventura capta un cruce de miradas entre el militar y su esposa, que le hace abrir los ojos y desesperarse, ya que es su «música sencilla, sincera» la que «los arrastraba a regiones de luz, al mundo invisible de la poesía. ¡Era él quien les facilitaba aquel palacio encantado del sueño del amor!» (81). El narrador hace cómplice de esta desesperación al violín cuando añade que «se puso ronco de repente, desafinó de manera terrible» (83), para terminar «en el suelo, roto, bajo los pies del Sr. Rodríguez» (83).

A partir de aquí se precipitan los acontecimientos, narrados en el corto capítulo VIII: muerte del niño y separación de los esposos sin explicación alguna entre ellos. Comienza así el último capítulo que contiene ese final terrible en que Ventura entierra su violín en la misma sepultura que contiene el féretro de su hijo. Por primera vez, aquel que «demasiadas veces se había sometido a los caprichos de los demás [...] ahora iba a hacer su gusto» (86). Un último gesto de rebeldía: su renuncia al amor pleno, que implica su renuncia a la música, con lo que se confirma ese concepto idealizado de que la interpretación guarda estrecha relación con el sentimiento amoroso, que uno deriva del otro y ambos se complementan. Se cierra así el relato «con una fuerte nota de patetismo que subraya el dolor, la soledad, la muerte simbólica del protagonista» (Richmond 1984, 464).

Se caracteriza el relato por el gran contraste entre las dos partes en que está dividido. La primera (capítulos I-IV) está toda ella cruzada de elementos irónicos, cómicos a veces, que plantean una carrera musical sin definir, dado el entusiasmo de la familia basado en pruebas pseudocientíficas y la ensoñación escasamente práctica del protagonista. Una lucha, pues, entre el individuo y su ambiente, cuya única solución parece encontrarse en la huida. La segunda parte (capítulos V-IX) se carga de matices lúgubres que conducen al patético final, con la excepción de esos momentos de gloria amorosa, tácita, soterrada que se sostiene gracias a la música, o, mejor dicho, a la capacidad de la música para remover los sentimientos más hondos del ser humano.

En lo que respecta a la parte icónica de esta edición, a manera de primer acercamiento creo que se puede decir que el ilustrador, Francisco de Cidón, ha leído con atención y gusto el texto literario y que, como la mayoría de sus colegas, ejerce su labor de ilustrador influido por la «ilustración francesa [que] se propone como fin la más completa identificación entre el contenido literario y el dibujo» (Abad 352).

Desde la perspectiva del análisis de las ilustraciones, un ejercicio que debe partir siempre de la respuesta a las dos preguntas básicas que plantea Kibédi Varga (126-27): la primera sobre el momento de la acción que el ilustrador elige representar, y la segunda, sobre los elementos eliminados o añadidos que el icono contiene, se podría señalar que el resultado final indica una clara atención a los episodios cruciales de la historia amorosa de Ventura, entre otras razones, porque resultan más fácilmente ilustrables que aquellos que hacen referencia a la vida interior del músico que busca un ideal. Tanto la elección del momento de la acción como la eliminación o añadido de elementos componen «la interpretación, que no la yuxtaposición, entre texto e imagen: cómo el texto se hace cargo de la imagen, o ésta de él, y cómo integran ambos el proceso de su lectura por venir» (Ortega 88).

El reparto de viñetas a lo largo del relato es lo que quizá de manera más evidente declara qué parte de la historia fue la que más atrajo la atención del ilustrador. Así, la primera parte del relato, es decir, los cuatro primeros capítulos en los que se da cuenta de los primeros años de la vida del protagonista como precoz intérprete, tienen sólo cuatro viñetas, mientras que los capítulos restantes, es decir, el desarrollo del motivo amoroso -del V al IX- cuentan con siete. Esta misma desproporción se observa en el reparto de viñetas por capítulo, siendo lo más llamativo la ausencia de ellas en los dos primeros capítulos; hemos de esperar al III para que aparezca la primera: un retrato de Carmen. Por el contrario, en el capítulo IV se acumulan hasta tres viñetas. En la segunda parte -capítulos V a IX- el reparto es más equilibrado, ya que cada capítulo cuenta con una viñeta, salvo el VII y el IX que tienen dos.

En lo que respecta a la tipología, de las once viñetas, cuatro son retratos, seis son escenas y hay una única viñeta, la final, que se podría considerar alegórica, lo que avalaría la importancia dada al decurso de la trama.

Los retratos, de Carmen, de Ventura y del niño están situados en los capítulos III y IV, ocupando el de Ventura, que es de cuerpo entero, una lámina exenta, mientras los otros dos están insertados en la mitad de la página.

Retratos de Carmen, de Ventura y del niño

Así como en el caso de la mujer y del niño el ilustrador se ha limitado a un retrato centrado en el rostro con los rasgos tópicos de los personajes descritos, carentes de elementos individualizadores; en el caso de Ventura se preocupa por retratarle en una postura que busca reflejar a ese ser melancólico, introvertido y soñador que el narrador describe como «débil de carácter [...] pero en el fondo de su alma no se dejaba corromper» (12). El cuerpo que no llega a inclinarse, pero se mantiene encogido, muestra una actitud pasiva, que se prolonga en la manera de sujetar arco y violín en posición de descanso, dando la impresión de que le pesan. La cabeza permanece erguida, pero la mirada se oculta. Toda la figura produce la impresión de que se encuentra a la espera de recibir indicaciones, órdenes que resultan ajenas a sí mismo.

La última viñeta situada en la primera parte (en tercera posición, antes del retrato del niño) recoge una escena de una conversación entre Ventura y su padre.

Conversación entre Ventura y su padre

No está ubicada por analogía complementando al texto, sino que es una más de las conversaciones en las que Ventura escucha, más ensimismado que atento, y siempre ocultando la mirada, lo que su interlocutor le dice. La expresión del protagonista corrobora esa actitud -que a lo largo de este capítulo IV se viene subrayando- de abandonarse a lo que la suerte le depare, olvidados ya sus sueños, haciendo oídos sordos a las críticas, como si hubiese aceptado lo que sobre él dice el narrador al final del capítulo: «¡Pronto sería Rodríguez como un muerto olvidado; es decir, nada multiplicado por nada... ¡Buen viaje!» (51).

En la segunda parte aparece el cuarto retrato.

El militar

Es del militar que tan importante papel juega en la historia; situado en el capítulo VI, insertado en el texto, representado de manera muy sencilla y con una postura en la que la cabeza habla de atención prestada mientras el resto del cuerpo con ese brazo relajado por detrás del respaldo de la silla indica un momento de disfrute muy placentero.

De las seis viñetas restantes que ilustran los capítulos de V al IX, la última es la única alegórica del conjunto.

Viñeta alegórica

Muestra una cruz en segundo plano sobre la que se cruza un violín que aparece rodeado por una corona de espinas. Este último detalle manifiesta esa lectura atenta a que me he referido más arriba, esa aceptación por parte del ilustrador de la visión que Carmen tiene de su marido cuando se refiere a él como el «pobre mártir». La música, mejor dicho, la obsesión por determinado tipo de música constituye para Ventura un verdadero via crucis, que ha terminado con la muerte del amor, personificado en el hijo y materializado en el violín roto.

El resto de las viñetas son todas escenas y están exentas, salvo dos, la que aparece en el capítulo VIII

Momento de la ruptura de la pareja

en la que se plasma el momento de la ruptura de la pareja tras la muerte del niño y la grave enfermedad de ella. Por primera vez aparece Ventura de frente, sentado en una butaca con un gesto más de cansancio que de desolación, frente a él, dando la espalda al lector, Carmen, cuyo gesto proclama una petición de perdón tensa, pero sin alardes de desesperación melodramática. Contención por parte de ambas figuras sería lo que mejor describiría el efecto que produce la viñeta. No trasmite sensación alguna de situación dramática, y responde, desde luego, a la iconografía creada por Cidón: Ventura sigue apareciendo, al igual que en la imágenes 2 y 4, como un ser más ensimismado que activo, mientras Carmen presenta, una vez más, un cambio con respecto a las imágenes precedentes.

La otra escena insertada en el texto aparece en el capítulo IX,

Figura masculina, envuelta en una capa

una figura masculina, envuelta en una capa y cubierta por un sombrero, curiosamente echado hacia atrás de manera que se pueda percibir el ya conocido perfil del protagonista. La amplitud de la capa impide observar si porta algún objeto. Que camina con gesto decidido es lo que resulta más significativo de la imagen, rompiendo así con la apática visión que del protagonista se ha dado hasta este momento y que el texto especifica mediante el comentario del narrador acerca de que «y ahora iba a hacer su gusto» (86).

Las tres viñetas restantes representan escenas ubicadas dentro del café. La perteneciente al capítulo V

Ventura en el estrado junto al pianista

recoge lo descrito por el narrador de las posiciones que habitualmente tomaban los personajes de la historia: Ventura en el estrado junto al pianista mientras Carmen escucha sentada ante un velador y el niño juega delante del estrado, mirando a su padre. Madre e hijo aparecen de espaldas al lector, en tanto que los músicos aparecen de frente ocupados en su menester. Un cuadro de ambiente sin mayor importancia, salvo la postura de la mujer, cuyo rostro no vemos, que indica más un cierto cansancio, derivado de una situación habitual y repetida, que una especial atención a lo que sucede delante de ella.

Contrasta este gesto de Carmen con el de la siguiente viñeta, en la que Cidón decide situarla de frente al lector, con los músicos en segundo plano y casi difuminados, mientras ella aparece en todo el esplendor de su belleza y en ademán de dejarse mirar por alguien a quien no vemos, pero intuimos, dada la atención que ella presta a su pose. Si a eso se añade la intensa mirada que se intuye en la figura de Ventura, sentada en un segundo plano, asomando la cabeza junto al atril, apenas esbozado en contraste con el rotundo trazo de la figura de Carmen en primer plano, entendemos que está teniendo lugar el dramático momento que anuncia el final de la historia.

Carmen con los músicos en segundo plano

La ultima viñeta del capítulo VII plasma el momento de desesperación de Ventura tras descubrir la mirada cómplice intercambiada por su mujer y el militar. El violín caído ante sus pies, apoyado en la barandilla del estrado, la cabeza abatida y la mano izquierda cubriéndole los ojos. El pianista lo contempla con un gesto más cercano a la indiferencia que a la preocupación. Se limita aquí el ilustrador a representar -de manera más «visual»- lo que el narrador describe: «Betegón volvió la cabeza... y vio a Ventura con la suya hundida entre las manos y estas apoyadas en el antepecho de la plataforma. El violín estaba en el suelo, roto, bajo los pies del Sr. Rodríguez» (83).

Salvo la excepción de la última viñeta alegórica, el trabajo efectuado por Cidón para esta novela se mantiene dentro de los límites habituales en la ilustración de la época; es decir, una clara sumisión al texto con la introducción de algún elemento que amplíe la lectura, la enriquezca. En este caso creo que el ilustrador se ha dejado llevar por la parte más fácil de la historia (tal vez la más ilustrable también) y ha fijado en la figura femenina el centro de atención, mediante el procedimiento de dotarla de una expresividad concluyente.

Mientras la figura de Ventura termina por parecer repetitiva, con su perenne gesto ensimismado, Carmen despliega -en las cuatro viñetas en que aparece- un abanico de situaciones diversas, que contienen el devenir de su historia: de la muchachita recién casada a la mujer abandonada, pasando por el hastío de una situación penosa y sin posibilidades de cambio y el momento de ilusión que el enamoramiento del militar le provoca. Todo ello aparece reflejado en los diversos ademanes con que Cidón la ha plasmado en las ilustraciones.

Indudablemente es la figura de Carmen, con sus variaciones de gesto y postura, la que, desde la perspectiva de la lectura visual, adquiere una mayor importancia; la que de manera más sencilla está contando la historia del fracaso sentimental de la pareja. Y ello se debe, obviamente, a que es ese el motivo sobre el que Cidón ha hecho girar su intervención y, por ende, su interpretación del texto. Dejando de lado las elucubraciones musicales de Ventura, sus momentos de casi éxtasis -de difícil visualización, en efecto-, que constituyen los únicos en que, en el texto literario, abandona el protagonista su apático talante para convertirse en una figura viva, desliza sobre los hombros -la postura de sus hombros- de Carmen la responsabilidad de dotar a la narración de encarnadura, de vida.

Por lo demás, se trata de unas ilustraciones sencillas, sin rebuscamientos ni añadidos de corte decorativo que conjugan perfectamente con el tono del relato, carente de elementos melodramáticos. Echo en falta el que Cidón se hubiese fijado en aquellos personajes cuyas intervenciones de corte humorístico suavizan el exceso de patetismo de que se va cargando la historia, pero está claro que esa, la trágica, fue la impresión que la novelita le causó al dibujante y la que le condujo a seleccionar unos momentos y no otros de la historia, a desechar a unos personajes, a centrar la presencia de viñetas en la segunda parte, dejando la primera con la casi mera presentación física de los personajes centrales y a efectuar esa lectura visual que se concreta en el cambio físico del personaje femenino. Todo un acierto, en medio de un trabajo escasamente comprometido con una lectura interpretativa, pero absolutamente sometido al convencimiento propio de la época de que «la sujeción icónica a los contenidos [...] es, por encima de todo, lo que más debe cuidar un artista» (Abad 360)14.






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