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ArribaAbajo[Las harpías en Madrid y coche de las estafas]

Sevilla, antigua ciudad de nuestra España, cabeza de la Andalucía, asilo de extranjeras naciones, depósito de los ricos partos de las Indias Occidentales, madre de claros ingenios y, finalmente, patria de claras y nobles familias, lo fue también de dos hermosos sujetos: éstas eran dos damas que, por faltarles su padre (que murió en la carrera de las Indias), quedaron huérfanas en la compañía de su madre que, viuda y pobre, perdió cerca de la Habana marido y hacienda a un tiempo.

Tenía algunas deudas en Sevilla de empréstidos que la habían hecho con la esperanza de la venida de su esposo, y viéndose que si las pagaba con el poco caudalejo que tenía, se quedaban sin qué comer, determinó mudar de tierra por mudar de ventura; esto antes que se dilatase por Sevilla la muerte de su malogrado esposo.

Dudosa estuvo si su mudanza sería a Granada o a Córdoba, y estando en esta confusión, entró una anciana amiga que tenía, a quien dio cuenta de su determinación y comunicó su duda. Era la vieja de agudo ingenio y de mayor experiencia, y viendo en su amiga tal perplejidad en elegir, le dijo estas razones:

-Amiga Teodora (que este era el nombre de la recién viuda), dos cosas me dan licencia para aconsejarte en tu nueva determinación: la una mi grande experiencia y la otra la amistad que contigo tengo. Siempre oí decir que en corto golfo hay poco que navegar, menos brazadas da el que nada en una breve laguna que quien se halla en un dilatado río. Granada y Córdoba no niego que no son muy buenas ciudades; aquélla, ilustrada con tantos moradores, Real Chancillería y concurso de negociantes; y ésta poblada de antiguas casas de nobles caballeros y ricos ciudadanos; mas en comparación de Madrid, corte del español monarca, cada una de estas ciudades es una aldea, ¿qué digo aldea?: un solitario cortijo.

Es Madrid un maremagno donde todo bajel navega, desde el más poderoso galeón hasta el más humilde y pequeño esquife; es el refugio de todo peregrino viviente, el amparo de todos los que la buscan; su grandeza anima a vivir en ella, su trato hechiza y su confusión alegra. ¿A qué humilde sujeto no engrandece y muda de condición para aspirar a mayor parte? ¿Qué linaje obscuro y bajo no se baptizó con nuevo apellido para pasar plaza de noble? Finalmente, Teodora, la corte es el lugar de los milagros y el centro de las transformaciones. Diote el cielo dos hijas que, a ser mías, con la hermosura de que las ha dotado, pensara llevar en cada una de ellas un Potosí de riquezas; poco he dicho, una India entera con plata, perlas, oro y piedras preciosas, que esto se alcanza con la belleza. Con una sobrina mía me hallé en Madrid, que no tenía más partes que un buen despejo y una razonable voz, y si siguiera mis consejos hoy día, manaran oro los cimientos de mi casa. ¿Qué galas no rompió?, ¿qué regalos no tuvo?, ¿qué fiesta se le escapó que no viese? En fin, Teodora, por ella y mi buena diligencia, siempre estaba en mi posada lo lucido y lo ilustre de la Corte, nada me faltó y todo lo hallé, y durara esta dicha, si este negro amor no la hechizara con el empleo de un capitán, que fue su total destruición y la mía, pues nos jugó cuanto adquirimos y al cabo fue la causa de su muerte. ¡Mal hayan estos amores particulares que tan caro cuestan a las que en general son damas de placer en la Corte! Pues si esta moza, con tan pocas partes, hizo la riza que ves, con dos portentos de hermosura, dos prodigios de beldad en que entres en Madrid, ¿qué no te puedes prometer, y más con las accidentales gracias que han adquirido? Desde aquí puedes poner por súbdita la juventud de Madrid, así noble como rica, porque lo demás ayuda al aplauso, mas no aumenta el provecho. ¿Qué justicia no tendrás de tu parte?, ¿qué galas no vestirán tus hijas? Las que no quisieren. Acabo mi discurso con que no dilates el ponerte en camino, que todo cuanto tardas en llegar a la Corte pierdes de tus aumentos. ¡Oh, cuán importante te fuera mi compañía y consejo allá para tomar la altura de las cosas y los fondos a todas ellas! Mas hállome en los últimos tercios de mi vida y he hecho mi retirada a echarme ya a morir; con todo, te daré una instrucción que te será importante para que te gobiernes y precisa para que adquieras hacienda.

Estimó en mucho Teodora los consejos de la anciana y con su persuasión mudó de intento y enderezó proas a Madrid, esperando con los advertidos documentos que le prometió verse de buena ventura, y así acomodando su ropa en un carro de los del ordinario de Sevilla, y asimismo sus personas, se pusieron en camino de Madrid, no olvidándose de llevar la instrucción de la taimada vieja amiga suya.

Ya que hemos puesto en camino a Teodora y sus hijas, siendo ellas el principal asunto de este libro, razón será que se digan sus partes, y así servirá la pluma de copiar sus perfecciones como de describir sus adquiridas gracias.

Era la mayor (llamada Feliciana) de dieciocho años, su rostro blanco, bien proporcionado, negro el cabello, hermosos ojos, perfecta nariz, breve boca, frescos labios, iguales, menudos y blancos dientes, sus mejillas (sin el artificio del resplandor) vertían rosa púrpura entre blanca nieve; su mirar agradable, su habla sonora y la más dulce voz que había en España, cultivada con la destreza de un gran maestro que la dio las licciones bastantes para saber cantar diestramento a una arpa y a una guitarra, dando admiración a quien la oía. Danzar y bailar lo hacía con grandísima gallardía y donaire, porque, fuera de que la disposición y gentileza del hábito le ayudaban a esto, ella lo había deprendido con tanto cuidado, que era la primera del orbe.

Su hermana Luisa, que este era su nombre y de un año menos que Feliciana, era morena de color, ojos negros rasgados muy vivos y alegres, nariz, boca, dientes y barba en más breve proporción que las facciones de su hermana, aunque no menos perfectas; algo menor de cuerpo, pero de airosa disposición y de más bullicio, imitábale en la buena voz y destreza de tocar los dos instrumentos referidos y del mismo modo en el danzar y bailar, pues como condicípulas de un buen maestro no malograron su enseñanza.

Eran con esto muy bien entendidas, que es el oro sobre tan vistosos matices. Bien podía, con estos dos hechizos prometerse Teodora cuanto la vieja la había asegurado; y al modo que cuando un cossario de los que cursan los marítimos golfos sale de su patria con dos bien artilladas galeras reforzadas, así de chusma como de gente de guerra, para con ellas surcar mares y conocer regiones donde saciar su demasiada codicia en los robos que piensa hacer, así Teodora, con las dos hermosas mozas que llevaba, adornadas de tantas perfecciones, compuestas de tantas gracias, sazonadas de tanto donaire, se prometía al salir de su patria inclinar voluntades, granjear aficiones y que sus efetos llenasen presto sus talegos de moneda, sus cofres de vestidos y su casa de lucidos adornos.

No se sabía de Feliciana más travesura que la que con su maestro de danzar había hecho, quizá por paga de la buena enseñanza. Sabidora su madre deste descuido después de hecho, sintiendo entrañablemente que en trueque de mudanzas hubiese dado lo que pudiera al de firmezas a quien con más pródiga mano supiera pagar primicias tan mal desperdiciadas, y así esperaba de la hermosa Luisa un grande donativo en llegando a la Corte; de suerte que éste restaurase las dos pérdidas, al modo del que vende un par de perdices, que las mejoras de la una suplen los defetos de la otra.

Faltábale a Teodora el dar apellido a sus hijas y aun el tomársele ella, que es una de las importantes circunstancias que le advirtió la vieja, y acordándose de las nobles casas de los señores de España, se puso a escoger como en peras; y así quiso que su mayor hija se llamase doña Feliciana de Toledo, apellido que quiso que le viniese por línea masculina traído arrastrando por los cabellos de la casa de Alba, sin que en ella le hiciese falta este robo. Restaba que del suyo se derivase el de su hija doña Luisa, y así se aplicó el de Cardona, con perdón de su duque.

Con este ajuar de dones y apellidos (que cuestan poco y ganan mucho) pisó los umbrales de la puerta de Toledo, si hemos de dar puertas a la Corte después que los contagiosos polvos de Milán la han cercado. Acudió el carro a su parador, donde se desembarazó de aquellas señoras y de su breve menaje de casa, porque lo más había reducido doña Teodora a dinero con pensamiento de comprarlo en Madrid.

Aquella noche durmieron allí, aunque incómodamente, y el siguiente día se mudaron a una posada de las buenas que tiene la calle de la Espada.

Posaba en ella un anciano caballero que estaba un año había pretendiendo un corregimiento, habiendo servido a Su Majestad en otros de importancia. Éste se les ofreció con mucha cortesía y afabilidad a todo cuanto le mandasen; estimaron la merced que les hacía y por entonces no le pusieron en más cuidado que pedirle prestado su coche para salir esotro día a ver Madrid, cosa que él ofreció con mucho gusto.

Deseaba Teodora asentar real en buena parte, digo, buscar casa en buenos barrios, y así, esotro día, aprovechándose de la merced del caballero de su posada, fueron en su coche por Madrid. Llevólas el cochero por la calle de la Merced atada en la de Toledo; de allí a la Plaza Mayor, donde admiraron su grandeza y exageraron su igualdad de casas y balcones. Salieron de allí a la Puerta de Guadalajara y Platería, y del fin de ella volvieron a subir a la calle Mayor, tan nombrada en todas partes.

Ésta reconoció la anciana Teodora por el curso donde habían de andar sus dos galeras, de que esperaba ser astuta pirata sin dejar bolsa segura de piante ni mamante.

Traía aviso de la astuta vieja de Sevilla que los barrios cerca de San Sebastián eran los más frecuentados de todo Madrid de la gente moza, así por estar cerca los dos corrales de las comedias, como por vivir en ellos muchas damas de la profesión, que pensaban ser las que Teodora introducía en la Corte; y así quiso hacer su habitación en ellos, para lo cual mandó al cochero que guiase allá. Siguió la calle que ruaba hasta salir a la Carrera de San Jerónimo, admirándoles a las dos hermanas la riqueza de las tiendas, las muestras que de lo que había manifestaban. Pues como llegasen a la calle del Príncipe entróse por ella el cochero. Bien estarían a la mitad de ella, cuando en una buena casa vieron que un papel fijo en su puerta daba razón de cómo en ella se alquilaba el cuarto mas principal. Acercando el coche doña Feliciana lo leyó desde el estribo; con esto se apearon, y pidiendo las llaves de él, en un cuarto bajo que a la entrada había, subió a él una criada a mostrársele. No era la casa grande y así el cuarto era acomodado para lo que doña Teodora había menester. Bajaron con esto a tratar del precio adonde les dieron las llaves, y entrando en la primera sala hallaron en un estrado una señora viuda rezando en unas horas. Tenía autorizada presencia y dábanle más autoridad unos antojos que suplían cortedades de vista. Esta señora se levantó a recibir las forasteras con mucha afabilidad, y viendo las dos hermanas tan hermosas, las abrazó diciendo:

-¿Tales serafines han venido a querer vivir a esta casa? No se irán sin quedarse en ella, pues tanta dicha es para mí. ¡Hola, Costancia, Dorotea, salid y veréis dos portentos de belleza, dos milagros de hermosura! ¡Jesús, Jesús!; vuesas mercedes, mis señoras, no deben ser de Madrid, que nunca en él he visto tal beldad.

Díjola Teodora cómo eran de la ciudad de Méjico, de la Nueva España.

-Tal creo yo (replicó la anciana) que del otro mundo habían de ser estos ángeles. Siéntense aquí, mis reinas, en tanto que mis hijas salen, que como gente moza y sin el cuidado de gobernar casa duermen a sueño suelto, como dicen.

Obedeciéronla las tres sevillanas baptizadas por de Méjico y comenzaron a tratar de lo que se les había de dar por el cuarto. La anciana dijo que la casa no era suya más que por cinco meses; tenía facultad para poder alquilar lo que estaba vacío, por haberlo dejado una amiga suya que se había ido de la Corte, pero que satisfaciéndoles la vivienda de él, sería fácil concertarse con el dueño de la casa, que era un apacible hidalgo rico y no era nada tirano. Díjoles cuánto daban por él y que habían de dar ellas menos, y así se efetuó el concierto y se le dio señal, como es costumbre.

Al acabar el concierto salieron de una cuadra dos damas de la edad misma que las recién venidas y poco menos hermosas; salieron medio vestidas, con solas enaguas y pretinillas de lana verde con mucha guarnición de oro, los cabellos sueltos y la mayor parte dellos esparcidos por las espaldas. Como eran muchachas y de gentil parecer, hacíales el traje sobremanera hermosas. Saludaron a las de Sevilla, no poco admiradas de su hermosura, si bien en el adorno del pelo y vestidos vieron que no tenían mucha práctica del uso de la Corte. Fueron correspondidas en la cortesía de las forasteras, y sabiendo las de Madrid que se quedaban en su casa a vivir, fue notable el gusto que mostraron desto.

Fue suerte que Teodora, sin cuidado alguno, acertase a encontrar con personas que asistían en Madrid con el mismo modo de vivir que ellas determinaban tener. No se supo esto luego, porque cada una se recató de la otra hasta tomar el fondo a las calidades.

Miró bien Teodora el adorno del cuarto de doña Estefanía (que así se llamaba la anciana) y del mismo modo trató luego de adornar el suyo.

Ya tenemos a nuestras sevillanas puestas en Madrid, alquilado cuarto y adornado (por ser con menos costa) con aderezos de casa de viuda, colgaduras honestas, estrado negro, sillas, bufetes y lo demás al tono desto, muy a imitación de la vecina del cuarto bajo. Sólo faltaba comenzar con buen pie a buscar quién había de ser el que sustentase esta máquina, aficionado a una de las mozas.

Ofrecióse una fiesta en el convento de la Santísima Trinidad, cuyo templo es frecuentado de lo más grave y lucido de la Corte. Para ella les convidó a la fiesta doña Estefanía, que por ser la primera salida que hacían de aquella casa quiso ella llevarlas, para lo cual pidió coche a uno de los muchos conocidos que tenían sus hijas. Ya Feliciana y Luisa habían hecho dos hábitos al uso y tomado el modo de tocarse de las amigas vecinas; y como caía así el prendarse como el aderezarse sobre sujetos más hermosos que ellas, hacíanlas muchas ventajas.

Fueron a la fiesta y habiendo procesión por el claustro del convento, tomaron en él un buen lugar, cerca de uno de los curiosos altares que había en los cuatro ángulos; estaban al paso de todos, dando tal vez rostro entero a los que con más gala y lucimiento vían.

Entre los muchos caballeros que pasaban venían cuatro, naturales de Córdoba, que pudieron ver la hermosura de las dos hermanas por haberse descubierto al pasar. Entre ellos iba don Fernando Antonio, mozo de veinte y cinco años, galán y recién heredado de dos mayorazgos, con que tenía de renta más de 14.000 ducados. Éste, pues, estaba en la Corte holgándose y haciendo la costa a los tres que le iban acompañando. Pues como viese a las sevillanas comenzaron él y sus compañeros a trabar pláticas con ellas y las amigas. Cayóle en suerte a don Fernando la hermosa doña Luisa, de cuya hermosura y discreción se pagó tanto, que desde allí adelante quedó sin libertad, perdido por ella; supo su casa, y dando lugar a que pasase la fiesta y ellas le viesen, se despidió muy contra su voluntad, porque dejaba ya su alma en poder de aquel ángel andaluz.

Bien conoció Teodora la afición del cordobés, y como ida de la presencia de su hija, informóse luego de quién era, y hallando las nuevas dél como las podía pedir, procuró que este pez no se le fuese de la red, pues tan a propósito era, si no para sustento de su comida, para que las sustentase.

Acabada la fiesta, volvieron las damas a su coche y en él fueron al Prado, donde tuvieron muy buena tarde, viendo en él todo lo más ilustre de la Corte. Reconoció el enamorado don Fernando el coche de su nuevo martelo, que andaba a caballo con sus tres amigos, y quiso al estribo galantear un rato, acabando de rematarse con la vista de su doña Luisa.

Llegó la noche y no quiso que se le pasase sin hacerles la visita, y escogiendo un amigo de los tres se fue a la posada de las damas, que no erró por las señas que de ella le habían dado. Fueron recibidos con afabilidad así de la madre como de las hijas, y de la conversación resultó aplazar otra para el siguiente día.

Continuaba estas visitas el galán cordobés a menudo, hallando afabilidad en su dama, pero resistencia a sus súplicas. Determinóse declarar con su anciana madre, pareciéndole que della podría salir el más eficaz decreto para su empleo; y habiéndola ponderado su afición y con ella ofrecido su hacienda, le dijo la resistencia que hallaba en su hija y cuán huraña se le mostraba a sus deseos.

Atenta estuvo a su plática la astuta Teodora, no perdiendo la más mínima acción del amartelado galán, y considerando de todas ellas estar la afición en su punto, le dijo estas razones:

-Señor don Fernando, la encendida afición que gobierna ya vuestro pecho, llevada a sólo el apetito, no consideráis en el objeto a quien se ha inclinado más que una mujer hermosa, bizarra y a propósito para conseguir vuestros deseos; esto con la ocasión de haber hallado fácil el beneplácito mío para visitarnos, con que habéis ignorado el conocimiento de nuestra calidad. Luisa y Feliciana son hijas de un calificado caballero de Méjico que dejó su vida y hacienda en los profundos senos del mar y a mí en Sevilla, viuda, con cortos alimentos y grandes obligaciones. A pretender que por sus muchos servicios se nos dé una ayuda de costa vine a Madrid; esto se va entablando en el Real Consejo de Indias, y creo tendrá efeto. La llaneza de la Corte tiene en uso dejarse visitar; con esto se ha permitido el venir aquí, no dudando de que como quien sois procederéis. Haberos declarado conmigo debe ser con el intento que es justo de fin de matrimonio; si así es, deseo que más abiertamente me lo digáis, porque yo os he dicho mi calidad y hacienda.

Con las últimas razones de la vieja se mesuró don Fernando, que un envite de matrimonio, donde admite dudas la opinión, pone raya al mayor incentivo de amor. Más fácil se juzgó dueño de aquella hermosa prenda que después que oyó esta tremenda palabra de consorcio. Con todo, no desmayando en la empresa, como alentado caballero la dijo:

-Señora doña Teodora, no he hecho apretada información de vuestra calidad, con la que me da vuestra venerable presencia y las hermosas de vuestras hijas, que de todo infiero que apoyan cuanto de ella me habéis dicho; esto, porque mi designio sólo se enderezó a servir a mi señora doña Luisa, de modo que por firme y generoso mereciese llegar al fin de mis deseos con los vínculos del amor, no del matrimonio, porque aunque fuera para mí de suma dicha, hállome tan lejos de ese lazo, que si continúo con este propósito, le admitiré algo tarde; y esto por dar sucesores a mi casa, para que hereden lo que tengo, que es alguna hacienda. Supuesto lo dicho, ya echaréis de ver por el camino que galanteo; soy caballero secreto, que por mí no se perderá la reputación desta casa, antes calladamente sabré ser el apoyo della y aun el que aliente con generoso ánimo (andando el tiempo) que estas señoras tomen estado a costa de mi hacienda, si desde hoy os queréis servir de ella. Mi voluntad es ésta, con seguridad que mi palabra no podrá faltar.

Halló Teodora cerrada la puerta del matrimonio a su primer envite y abierta la de la amistad en la réplica de don Fernando, con tan grandes promesas, con las cuales menos inexorable y más humana le procuró dar a entender la entereza con que estaba Luisica, las obligaciones que le corrían caso que hubiese de ser el Colón della, y, sobre todo, le encargó el secreto.

Como don Fernando viese mudado el timón a seguir el rumbo que él deseaba, el más alegre hombre del mundo tomó las manos a Teodora, y besándoselas muchas veces, comenzó a estimar la merced que le hacía.

Para principio de entrada de yerno a media rienda, la dio una cadena de docientos escudos que llevaba al cuello. Ésta se la puso a la vieja al suyo, y a las dos hermanas les dio dos sortijas que valdrían otro tanto; y sin querer más que tomar una mano a doña Luisa y besársela, se despidió por entonces dellas y se fue a su posada, de donde hizo traer fuego una rica colgadura y cama de lo mismo para que se pusiese en el aposento de su dama. Esto envió con su mayordomo y quinientos escudos en oro para que la señora Teodora gastase.

Con buena runfla de gasto entró este amor; buen día se metió en casa Teodora; ya iba conociendo con experiencia lo que la anciana de Sevilla le había pronosticado.

Con esta generosa demonstración don Fernando fue dueño de la beldad de Luisa, muy enamorada la dama de lo generoso de su amante cuanto envidiosa su hermana de no ser ella el empleo de tal caballero, el cual anduvo tan galante desde aquel día, que con mucha brevedad se vieron todas tres de buena dicha, porque demás de hacerles el plato espléndidamente, no hubo invención de gala que las dos hermanas no fuesen de las primeras que la trujesen. Llegó la fineza del amor a tanto, que de dos coches que tenía, el menos conocido (con el tiro de cuatro caballos) le tenían como por suyo, pues todos los días paseaban por Madrid en él.

No poca envidia había en las dos damas del cuarto bajo, viendo que sus empleos eran muy inferiores a éste, en cuanto a la posibilidad; mas como hasta ellas participaban de las dádivas del generoso don Fernando y gozaban continuamente de la comodidad del coche, siempre tenían amistad estrecha con las vecinas.

Bien se pasarían ocho meses que don Fernando gozaba deste empleo, en los cuales gastó más de doce mil escudos con su dama, en joyas, vestidos y dineros que les dio, y aunque sus amigos le iban a la mano en esto, estaba tan enamorado de su dama que no reparaba en gastos. En todo este tiempo nunca Feliciana pudo hallar quien la festease, porque al lado del cordobés, todos rehusaban el cuñadazgo, encogiéndose de hombros, por no ser sus caudales ni ánimos tan grandes.

Desearon un día Teodora y su familia y la de las vecinas irse a holgar al Pardo, casa real de campo, de grande recreación así de jardines como de caza, que hizo la majestad de Filipe Segundo. Dieron cuenta desto a don Fernando y él, con mucho gusto, les dijo que se divirtiesen. No se ofreció a ir con ellas por tener una precisa ocupación; mas encargó a su mayordomo que todo lo que fuese menester de comida y dulces se les diese en abundancia.

Llegóse el día de la holgura, y puesto el coche partieron de Madrid al Pardo, donde las dejaremos por volver a decir de don Fernando.

Habíanse los tres amigos de don Fernando ido a ver unos toros a Alcalá y no les pudo acompañar él, por la misma causa que dejó de ir al Pardo con las damas, que era el acudir a un negocio forzoso y de consideración. Pues como se quedase sólo, levantóse aquel día algo melancólico, y habiendo por la mañana oído misa y acudido a los patios de Palacio, volvió a mediodía a comer, no con buenas ganas, procedidas de aquella tristeza. Acabó de comer y echóse un poco en la cama a reposar, dando lugar a que los criados se fuesen a comer, dejando para lo que se ofreciese un pajecillo en guarda por si llamase.

Había más de dos años que en una casa de juego, sobre el juzgar una suerte, tuvo en Córdoba don Fernando ciertas palabras con un hidalgo de allí; de suerte que la cólera y el verse poderoso y con amigos al lado le dieron osadía para darle un bofetón; quiso acudir el agraviado a la venganza desta afrenta y con la mucha gente que había, abrazándose unos dél y apartando otros a don Fernando, quedóse esto así sin tener efeto el vengarse enfragante. No lo dejó olvidar el ofendido que, aunque no pareció más en público, en secreto buscó todos los medios que pudo para verse con su ofensor; pero él andaba con tal cuidado que nunca halló ocasión para lograr su deseo, y así, viéndose imposibilitado de vengarse, dejó su patria y anduvo por las ajenas.

Estuvo en Portugal algunos días y allí, sabiendo que su enemigo estaba en Madrid holgándose, quiso allí cogerle con descuido, y habiéndose dejado crecer la barba de suerte que le hiciese desconocido, en hábito de peregrino se vino a la Corte, donde buscó a don Fernando algunas noches, las cuales iba acompañado de sus amigos a la casa de su dama, por lo cual nunca se atrevió a arriscarse a matarle ni quiso jamás con armas de fuego; mas habiendo sido expiado dél este día con ocasión de pedir con el hábito de peregrino limosna, se entró disimulado en su posada.

Vivía don Fernando en unos barrios solos detrás de los Carmelitas Descalzos y en casa sola; su familia estaba comiendo y él reposando. Era la ocasión como el agraviado la podía desear y así no la quiso perder. Entró, pues, por la casa, y habiendo llegado hasta el aposento del ofensor, fue en coyuntura que el pajecillo de guarda se había ido de allí, con que tuvo por hecha su venganza. Con todo, entró con lentos pasos donde descuidadamente dormía don Fernando, y como aquel día estaba melancólico, era el sueño más pesado, tanto lo fue que dio lugar a que su enemigo con un puñal le quitase la vida con seis heridas que le dio. Salióse disimuladamente, dejándose allí el puñal por no detenerse a limpiarle y púsose en cobro.

Acabaron de comer los criados, y después de haber reposado la comida sobremesa con varios discursos que movió la conversación, fueron a ver si despertaba su dueño; no hallaron allí al pajecillo, y habiéndole reñido después el mayordomo el faltar de la guarda, se entró a despertar a don Fernando abriendo las ventanas del aposento, con cuya luz vio el sangriento espectáculo del mal logrado caballero, quedándose él y los demás que se hallaron presentes hechos unos mármoles, sin saber hablarse unos a otros ni poder imaginar quién hubiese tenido atrevimiento de haber entrado a hacer aquella alevosía.

Entraron en consejo de estado, y viendo que de aquella muerte se había de hacer apretada averiguación y que ésta había de redundar en su daño, ninguno quiso esperarle, y así unánimes y conformes en ausentarse, no lo quisieron hacer sin pagarse de sus salarios por su mano, y así, abriendo un escritorio, sacaron dél todo el dinero y joyas que guardaba, y hecha breve e igual partición a buen juicio, cada uno tomó la derrota que le estuvo mejor para no ser hallado.

Sucedió venir a buscar a don Fernando un amigo suyo, y éste se entró a la su cuadra donde pudo ver el desdichado suceso; dio voces, acudió gente y con ella la justicia. Comenzó a hacer averiguación del caso; no halló criados sino sola la casa; buscó en las vecinas a ella los que juzgaba por delincuentes; no le aprovechó la diligencia, con lo cual se prendieron a los que estaban sin culpa, que hasta a los vecinos de los desgraciados tienen participación de su mala fortuna. Súpose que tenía los caballos en otra casa, fueron allá y hallaron con mucho descuido cuatro lacayos y un cochero durmiendo. Éstos pagaron por los demás, llevándoles a la cárcel, donde luego con rigurosos tormentos procuraron averiguar la verdad; más ninguno la supo decir, que no fue poco no culparse a sí, con el dolor, en lo que no habían hecho. Volvamos a las damas, que descuidadas de lo que pasaba volvían del Pardo. Llegaron a Madrid, y queriendo que el cochero guiase el coche a la casa de don Fernando, en el camino les cogió la trágica nueva, a que no pudieron dar crédito; pero pasando adelante y sabiéndola con más certeza, el cochero, que era esclavo, no quiso aguardar a que por bienes de don Fernando le vendiesen, y así en la parte que la segunda certeza de que era muerto les halló, dejó a las damas plantadas en la calle y cobró la libertad de su mano. Buscaron un hombre que llevase el coche hasta su posada, donde se apearon, mandando Teodora un escudero suyo que le hiciese llevar a una cochera algo distante de aquellos barrios y que los caballos los pusiese a recaudo con mucho secreto.

Lloraron a dos coros lo que fue bueno, la muerte del malogrado, no por haber muerto, sino por el pie de altar que perdían; mas presto tuvieron el consuelo. Aquella noche Teodora durmió poco, que como se halló señora de un buen coche con un tiro de cuatro caballos rucios, quiso que no se le sacasen de las uñas, y así otro día los hizo llevar de Madrid a Vallecas, a donde los tuvieran ocultos.

No se descuidó la justicia en dejar de visitar la casa de las sevillanas que en ella tomaron sus declaraciones a las damas, pero como no hallasen indicio alguno, no fue mucho que no peligrasen. Ya que Teodora se vio libre deste trago, un día que ella, sus hijas y las vecinas de abajo estaban juntas, les habló desta manera:

-Ninguna cosa para la profesión que seguimos (señoras mías) se sabe que le dé más aumento que el portarse con autoridad, porque al paso del porte viene la de la estimación tras el empleo; ¿de qué le sirve a una mujer la buena cara, ser discreta y tener otras gracias si en traje humilde las ostenta?; que aunque sean de estimación, se ajustan los que la tratan a no salir de los límites que les parece vale el porte de la persona. La autoridad pone respeto, sube de punto y encarece los donativos a los que buscan cosas de superior jerarquía. No hay negar que en el astillero que nos vemos es el de mayor estimación que hay en Madrid, y que como tal nos respetan, nos aplauden y nos celebran; pero si más se subiera de punto, se llevara mayores aplausos de todos. El cielo ha permitido la muerte del malogrado don Fernando; harto ha perdido mi casa con ella, pues al paso que iba enriqueciéndola, no dudara en tres años tener casi lo que vale uno de los dos mayorazgos que tenía. Al fin pagó la deuda que todos hemos de pagar. Un coche se dejó ahí de que no han hecho caso los que tratan del beneficio de su hacienda; yo he procurado tenerle oculto para lo que oiréis. Toda nuestra felicidad y descanso consiste en conservar este coche y que la Corte nos juzgue poderosas y con hacienda para poder sustentarlo; ésta nos falta, del mismo coche ha de salir su conservación y muchos más provechos; la diligencia es madre de la buena ventura; en piélago estamos donde hay bien que bracear todas las que aquí estamos, despabilen los ingenios y sepan que este coche, disfrazado con dos cubiertas y conducido por dos tiros de caballos, diferentes de los que ha tenido, podrá servir de cubierta de nuestras casas y de dar autoridad a nuestros embelecos. A cada una aviso que se ha de prevenir puesta en la estacada, deste coche ha de hacer con su cara y luego con su astucia un rendimiento tal, que dél redunde una provechosa estafa; esto, sin que la cueste enamorarse más que en lo fingido, ni cosa que toque en liviandad de su cuerpo, que a ser esto, salíase comido por servido, como dicen.

Pues para que tenga principio lo propuesto, yo quiero que Feliciana sea la primera que muestre a lo que se alarga su ingenio, ayudada de nuestros documentos, dijo volviéndose a doña Estefanía.

A todas pareció bien lo propuesto por doña Teodora, y acordando que doña Feliciana fuese la que primero diese autoridad al disfrazado coche, fueron pensando la primera estafa; y para emprenderla fue necesario dividir casa las dos familias en distintos barrios de Madrid, con lo cual comenzó Feliciana su estafa desta suerte.


ArribaAbajoEstafa primera

Con alentado ánimo y animoso aliento se dispuso la bella Feliciana a emprender la primera estafa, para conservación del adquirido coche.

No pudo dudar del buen suceso quien consigo llevaba tanta hermosura; y así, aunque dio dos filos a su ingenio, podémosle agradecer más al hechizo de su beldad que a lo agudo de su astucia el conseguir su deseo.

Había prevenido Feliciana antes de ponerse en astillero de estafante la persona a quien había de hacer la burla, y así hecha elección della tal, que aunque estafado, no quedase con tan vivo sentimiento que fulminase venganza. Puso, pues, los ojos en un rico milanés que había poco que estaba en la Corte; su venida a ella había sido a heredar más de cincuenta mil ducados de un tío suyo que había muerto sin hijos. Éste era hombre de negocios y no fue poco sacar en limpio esta cantidad, cuando de los tales suelen quedar rezagos en que se les consumen la mayor parte de su hacienda.

Era un mozo el señor Horacio (que este nombre tenía) de veinte y dos años, gentil disposición, buen rostro, de afable condición, muy cortés, aunque no muy versado en la lengua castellana, si bien la entendía. Preciábase de tocar diestra y limpiamente un laúd y una tiorba y era sumamente aficionado a la música, y no menos a servir damas, pero atajábale esto el hallarse tan falto de hablar nuestra lengua.

Tenía su posada en el fin de la anchurosa calle de Alcalá, viviendo en una casa sola que tenía su poco de jardín. Su familia eran dos criados de espada que trajo de su tierra, un pajecillo, que lo había sido de su difunto tío, y una ama, también milanesa, que les guisaba de comer, un cochero que cuidaba de dos frisones rucios y de una haca de portante. Con esto pasaba en Madrid, aunque ya estaba para volverse a su patria, donde tenía padres muy ricos. A este sujeto hizo la hermosa Feliciana blanco de su tiro, y fue desta manera.

En una de las calurosas noches del mes de julio, que hacía la luna clara, hizo Feliciana poner el coche, y vistiéndose de gala con el mejor vestido que tenía, quiso llevar consigo una criada vieja a la cual vistió de dueña. Con las dos iba un escudero viejo que servía en casa; las dos personas acomodadas para llevar adelante cualquier bien maquinado embeleco. Pues con esta gente, industriada y advertida en lo que había de hacer, pasaron a cosa de las nueve de la noche por la casa del milanés, en tan buena ocasión, que mientras le prevenían la cena, estaba gozando el fresco a una reja de una ventana baja en calzas y jubón, entreteniéndose en una tiorba. Pasó el coche, casi arrimado con las paredes de la casa, y al llegar enfrente de la puerta, pudo oír a voces:

-Para, cochero, para.

Paró el coche y dejó nuestro milanés de tocar su tiorba por oír que decía doña Feliciana:

-No tienen que cansarse mi madre y primos, que antes me daré la muerte con un cuchillo de mi estuche que dar un paso adelante. ¿Este engaño se me prevenía?

Luego oyó otra voz que era de la recién intrusa dueña, que decía:

-Mi señora, no dé V. M. este disgusto a su madre; obedézcala y no quiera darla mala vejez, que muchas estimaran el empleo que V. M. desecha.

-Ha sido traición -repetía la dama- traerme contra mi voluntad a efetuar lo que no quiero; sobre mi libre albedrío nadie tiene jurisdicción.

Esto decía con lacrimoso tono, no perdiendo una sílaba el atento milanés. Llegóse el anciano escudero a este tiempo al estribo del coche y díjola:

-Mi señora, baje V. M. el tono si se sirve, que se juntará gente y parecerá que es algo lo que no es nada.

-¿Quién os mete a vos en eso, Mogrobejo? -dijo Feliciana- mucho es usar conmigo de violencias; pero porque no las haya con quien no las merece. Yo me valdré de la fuga, veamos quién me lo podrá estorbar.

Parecióle al milanés que en el coche la resistían su determinación con fuerzas y asimismo el escudero por su parte, mas venciendo esta dificultad la astuta Feliciana se arrojó por el estribo sin chapines y algo descompuesta del manto y comenzó entrarse por la casa del milanés diciendo:

-Esta casa, sea de quien fuese, será mi amparo, donde me libraré del peligro que me aguarda, y no digo yo en ella (que debe ser de gente principal), pero en una leonera me arrojara pareciéndome hallara más piedad en las fieras que donde me llevan.

Oyendo esto el señor Horacio, dejó el instrumento y tomando su espada bajó al zaguán, donde halló a la dama cercada del escudero y dueña, que porfiaban con ella que se volviese al coche. Así como Feliciana vio a quien dirigía su engaño, fingiendo un lastimoso llanto se abrazó con él diciéndole:

-Generoso caballero, si hay piedad y cortesía en vos (que dudo falte de esa presencia) valedme, amparadme de dos criados que intentan llevarme a que por fuerza pierda mi libertad con un casamiento a disgusto.

Llamó Horacio a sus criados bajar luz y hizo que las puertas de la calle se cerrasen porque no se juntase gente, y atendiendo a la hermosura de Feliciana, quedó suspenso de verla. Fingía llanto la astuta moza y con eso daba mayor realce a su beldad, lo cual era mayor incendio para el milanés, que ya se rendía a tanta belleza, y así, en mal aliñado español, dijo a la dueña y escudero que se fuesen al coche y dejasen allí aquella señora, que no había de consentir llevarla donde no tenía gusto, aunque perdiese la vida en ello. Esto dijo con mucha cólera, puesta la mano derecha en la guarnición de la espada; fingieron miedo el escudero y dueña, y él dijo:

-Señor, ¿qué cuenta daremos desta señora a su madre, si cuando la llevábamos a su presencia se queda aquí?

-Eso vos los sabréis -dijo el ya enamorado Horacio- que a mí no me toca más que servirla con estorbar que no se le haga violencia alguna.

-¡Triste de mí! -replicó Mogrobejo-; no me conviene parecer más en Madrid si de lo que a mi fidelidad se encarga doy tan mala cuenta, y más de una doncella, hija de tan principales caballeros.

La dueña dijo que ella no desampararía a su señora y que lo que por ella pasase, eso pasaría por ella; que bien vía que tenía razón de rehusar el empleo que la daban, y así la disculpaba en lo que hacía.

Con todo, instaba el escudero en no irse; mas Feliciana le dijo:

-Viejo ruín, no os canséis, que así pueden hacerme pedazos como yo no salga de aquí un paso. Mañana podrá ser que sea a un monasterio, donde con el hábito de religiosa acabe allí mi vida.

Volvió las espaldas el escudero y entrándose en el coche partió de la calle. El milanés tomó de la mano a Feliciana y entró en un cuarto bajo que tenía curiosamente aderezado con ella, no poco ufano de verse tocar del animado marfil de la dama. Sentáronse en dos sillas, mostrando la astuta Feliciana en lo aparente grande tristeza, si bien con ella notaba con disimulo las acciones de su huésped, que cada instante más enamorado no apartaba sus ojos de los hermosos de Feliciana. Pasóse un rato en esta contemplación, y al cabo dél rompió el enamorado galán el silencio, diciendo en castellano adulterado con milanés:

-Pensión de la hermosura es, bizarra señora, el no emplearse en igualdad de méritos; a los que en vos veo, dudo que igualen ningunos en todo el orbe y así no me espanto que hayáis rehusado tanto ir donde era cierto el empleo con tanta desigualdad. Desgracia ha sido para el que pierde tal bien, como ventura mía haber acertado a quereros valer de mi corta choza para huir de este lance. Quisiera ser un poderoso monarca y tener la suma de riquezas que hay en el orbe para que hallárades el agasajo conforme a quien sois; no iguala a esto mi corta posibilidad, si bien la voluntad lo excede; della debéis hacer alguna estimación, con seguridad que no faltará en serviros mientras la vida me durare, oponiéndome a cuantos inconvenientes hubiere que quieran contravenir a vuestro gusto. Aquí estaréis oculta el tiempo que fuéredes servida que convenga sin que os falte nada de lo que tuviéredes gusto, y así os suplico que no rehuséis de manifestármelo para que puntualmente seáis servida.

Mientras este entreverado razonamiento (con las dos lenguas) le hacía el milanés a Feliciana, ella no apartó los ojos de una rica sortija que tenía en el dedo menor de la mano izquierda. Era de un hermoso diamante de gran fondo, cercado de otros muchos, el cual con las luces brillaba mucho y atraía la vista de la dama, que se prometió (codiciosa de su riqueza) hacer lo posible por ser dueña dél.

Volviendo, pues, a lo de la encarecida oferta de su huésped, le agradeció mucho la dama el favor que la hacía, y confiada en su promesa acetaba su posada por el tiempo que se ofreciese estar allí para su seguridad, lo cual hacía con la confianza que le daba su persona de que se le guardaría el decoro y respeto que a su calidad le era debido y así se lo prometió el milanés, y más que, si gustaba, él se iría en casa de un deudo suyo a posar en el ínterin que ella se componía con su madre. A esto no salió Feliciana, diciendo que más que pensaba fiaba dél y que así no tenía que moverse, que antes ella gustaba de su compañía, para que hallasen defensa los que la quisiesen sacar de allí, caso que su fuga llegase a ocasionar esto en dos primos que tenía. Esto de los primos no le sonó bien al señor Horacio, que se quisiera él a la dama con sola una madre viuda y no más embarazo de parentela.

Había mandado prevenir más cena de la que tenía, y avisáronle los criados que ya estaba hecha; hízola entrar y a muchos ruegos e importunaciones Feliciana se sentó a la mesa, que de la aflicción que tenía no quería cenar.

No se puede exagerar con razones cuán ufano estaba Horacio con la huéspeda hermosa que tenía. Estaba loco de contento y ya juzgándose dueño de aquel serafín, por lo mucho que pensaba obligarla con dádivas y regalos. Toda la cena se le fue en mirarla, de suerte que no comía bocado. Feliciana bien conocía esto y no la pesaba de verle ya enredado en su afición. Comió poco, que fue dicha para Bañuelos (que éste era el nombre de la dueña), que fue regalada de la mesa de todos los platos que en ella se sirvieron.

Bien quisiera el milanés que la dama le dijera su nombre, calidad y asimismo la causa de no querer ir con su madre más por extenso; pero consideróla afligida y no quiso que aquella noche se afligiese más. Así habiéndole hecho aderezar cama en aquel cuarto donde él la tenía, la dejó en el aposento donde había de dormir acompañada de la dueña y él subió al cuarto alto.

Esa noche la pasaron Horacio y Feliciana con bien diferentes pensamientos; él, enamorado de la dama, pensaba obligarla de modo que la pudiese merecer por esposa suya; claro está que él se la juzgó tan principal y de tantas calidades que no se bajaría a otro pensamiento que a éste. La dama, deseosa de salir con su empresa, maquinó toda la noche cómo saldría de ella a su salvo y con provecho. Algunas cosas comunicó con la dueña, que no era menos harpía que su ama, las cuales se ejecutaron adelante como veremos.

Llegó el día bien deseado de Horacio para gozar de la vista de su dama; vistióse y fue luego a saber cómo había pasado la noche, y al pasar por el zaguán para entrar en el cuarto bajo, vio a Bañuelos, la dueña, andar por el suelo buscando cuidadosa y suspirando de cuando en cuando. Preguntóla que qué era lo que buscaba allí; ella le dijo que nada y volvió a suspirar con más pesar, cosa que poniendo en cuidado al milanés, porfió en que le dijese lo que la preguntaba, a lo cual dijo la astuta vieja:

-Mi señor, lo que busco es una sortija que anoche perdió mi señora por aquí, que dice que con la porfía de hacerla volver al coche se le salió del dedo y no la sintió más. Era de diamantes y de valor, y lo peor es que no era suya sino de una amiga, que se la había dado para hacer otra por ella, que era de extraordinaria hechura.

Con esto arrojó la taimada dueña otro suspiro y algunas lágrimas, que en lo fácil de salir parecía traerlas en la manga del monjil. Mandó el milanés a un criado suyo que buscase la sortija y a la dueña la dijo que no se afligiese, que cuando no pareciese que no le faltaría a su señora otra y otras de más valor, que en casa estaba donde sólo su dueño deseaba ocasiones semejantes para dar muestras de su amor y liberalidad. Estimó por su señora y aun casi acetó la buena Bañuelos el ofrecimiento del señor Horacio, con lo cual subieron los dos arriba.

Ya Feliciana estaba levantada y medio vestida; no quiso entrar Horacio, sino que la dueña le diese los buenos días de su parte; diole el recaudo, más Feliciana, por hacerle mayor favor, dijo de adentro en alta voz:

-¡Jesús, señor Horacio! ¿A vos se os ha de negar entrada en vuestra casa? De quien yo recibo tantos favores y mercedes ¿tengo de recelarme? Yo estoy ya vestida; y cuando no lo estuviera fuera lo mesmo. Entrad y daréos los buenos días.

Entró con esto Horacio, estimando el favor, y estuvo allí un rato con Feliciana, preguntándole cómo había pasado la noche de parte de la posada.

-Buena me la podía prometer -dijo ella-; mas de la de mi sentimiento me ha tenido desvelada la mayor parte della.

-No lo he estado yo menos -dijo él- que no tuviera buen conocimiento del bien que tengo en mi casa si reposara sin dar a la memoria recreos, con tener en la idea vuestras perfecciones.

No quisiera Feliciana que su batería se publicara tan presto, y así, no dándose por entendida de la razón, preguntó a Bañuelos si había parecido la sortija; ella dijo que no, pero que aun todavía la buscaban los criados de casa. Corríale entonces obligación a Horacio el cumplir la oferta hecha a la dueña, que eso era la fina gentileza; advirtió en ello y no quiso dejar pasar la ocasión, y así la dijo:

-Mucho me pesa del disgusto que habéis tenido con la falta de la sortija; aunque esa no sea del valor de la perdida, os la ofrezco por ella, para que en mi nombre la traigáis, y os suplico sepa de la hechura que era la otra, para que yo la mande hacer y cumpláis con la amiga.

Con esto le dio la sortija a Feliciana, la cual, tomándola, la miró con mucha atención y le dijo:

-Señor mío, este es grande exceso para quien no os ha servido en nada. Esta sortija, según veo, excede en mucho valor a la perdida, y así en su lugar no la pienso dar, porque sería mejorársela a quien me prestó la otra con el cuatro tanto; la perdida era una sortija de trecientos escudos no más, y ésta veo que es de mucha cantidad.

-Ochocientos costó el diamante principal della dentro en Milán -dijo él- y fue del Duque de Saboya. Mi padre le tuvo en su poder y hacía mucha estimación desta piedra, que quiso cercarla de otras de un mismo género, aunque no tan costosas como ella, por no ser de su grandeza estimadas y de valor:

-Así se ve -dijo Feliciana-. Mil años viváis que tan bien sabéis honrar y agasajar vuestra huéspeda en cosas de más consideración.

-Quiero yo que conozcáis mi voluntad -dijo él.

En éstas y otras pláticas estuvieron hasta que Feliciana le pidió licencia para tocarse, con que la dejó sola y señora de una joya de mil escudos y más.

Salió Horacio fuera en su coche, viose con sus amigos en Palacio, pero no dio a ninguno parte de la huéspeda que tenía, y así les encargó a los criados que no diesen cuenta desto a nadie. Volvió a casa cerca de medio día, hallando en ella al anciano escudero de Feliciana, el cual dijo que por volver a los ojos de su señora se había valido de una mentira, que fue decir cómo su tía quería llevarla dentro de tres o cuatro días, y que a su tía había dicho haber dejado su señora en casa de su madre con ocasión de ver a la anciana señora enferma.

Agradecióle Feliciana el buen despidiente que había tomado y Horacio por esto le dio un doblón, que él estimó mucho, acudiendo al dársele la dueña con decir:

-Si a ese precio me pagasen a mí las mentiras, diría muchas.

Vio Horacio en ella ganas de verse señora de otro doblón y diósele de a cuatro, porque se le quitase la envidia que tenía al escudero. Mostró Feliciana sentir esto mucho y porfiaba que no lo había de tomar, más la vieja dijo:

-Señora mía, quién ha de rehusar la merced del señor Horacio hecha con tanta voluntad y amor; guarde Dios tal persona, que cierto que es un ángel de los cielos.

Con esto se envanecía el enamorado milanés y pensaba que cada dádiva destas era añadir una cadena a la hermosa Feliciana. Comieron aquel día con más gusto, mostrándose contenta Feliciana con lo que el escudero dijo; y después de haber alzado los manteles, se quedaron Horacio y ella a solas; él la suplicó le diese parte de su disgusto y así mismo cuenta de quién era, a lo cual Feliciana dijo desta suerte:

-Don Lope Zapata y Meneses, del hábito de Calatrava, fue mi padre, hijo segundo de don Bernardo Zapata y Meneses, del mismo hábito. Siguió la carrera en Flandes, donde llegó a ser capitán de caballos y después cabo de cuatro compañías. Viniendo a pretender a la Corte acrecentamiento de sueldo o una encomienda en Bilbao, se enamoró de mi madre, que es de la casa de Arancívica, noble y calificada en Vizcaya. En los pocos días que allí asistió pudo obligar a sus padres que se la diesen por esposa y, en dote, una herrería, que es hacienda de calidad en aquella tierra, por ser la saca del hierro della para toda España. Vínose a Madrid con su casa, donde tuvo efeto lo de la encomienda que pretendía, dándosela de cuatro mil escudos de renta; aquí tuvo dos hijas: a mí, que me llaman doña Blanca y a mi hermana doña Lucrecia, que es menor que yo. Vivió algunos años mi padre ocupado en corregimientos por su Majestad y en uno dellos murió, que fue con el de Córdoba. Allí dio un caballero en festejarme, con tal afeto que su mucha puntualidad me cansó de manera que, en vez de obligarme, le di en aborrecer de tal suerte que no podía oírle nombrar.

Con la muerte de mi padre hubo mi madre de venirse a esta Corte, donde ha que asiste dos años. Tiene una hermana viuda con dos hijas, en cuya casa estamos los más días aunque en separados barrios, porque ella vive a las Tabernillas de San Francisco y mi madre a Buenavista. El caballero de Córdoba vino aquí, no con la misma intención de servirme, porque propuso casarse con una hija de un consejero y no le admitieron. Visto esto, le pareció proseguir con el servirme como antes y al fin se determinó enviar, por un tercero, a pedirme en casamiento. Es el galán pequeño de cuerpo, de ruin persona, feo de rostro y no de muy apacible condición, según afirman sus mismos criados. Tras esto, su mayorazgo es corto: mirad si estas eran partes para admitirle en consorcio. Con todo, mi madre no desestimó la plática, antes la abrazó y se comenzó a tratar de intereses; el novio reparaba en pocos, aunque un tío suyo pedía dote, mi madre podía dar poco por no deshacerse de su hacienda hasta el fin de sus días. Al fin, con todo esto vino el novio en que me quería con lo que mi madre quisiera darme. Yo estaba en casa de una tía mía, descuidada desto que se trataba; y para el día que el novio había de firmar las capitulaciones, hízome mi tía vestir de gala y que me llevasen a casa de mi madre. No se hacían allí las capitulaciones, sino en casa de mis primos y ellos asistían a ellas por parte de mi madre y después había de venir el novio a verme; yo estaba descuidada del pensar que me había de venir. Vino el coche de casa (que gracias a Dios hay con que sustentarle) y entréme en él; supe en el camino, de la dueña, a lo que iba y desesperada de pesar me valí del auxilio de vuestra casa, donde estaré hasta que sepa que mi madre deshace este concierto, que no quiero vivir con disgusto toda mi vida, casada con un hombre que desde el primero día que le vi le aborrezco. Esto es, señor Horacio, lo que queréis saber. Mi calidad es esta y os aseguro que después que estoy en Madrid he desechado otros mayores empleos, porque soy un poco mal contentadiza.

-Según eso -dijo Horacio- yo presumo que no habréis tenido amor en vuestra vida.

-Así lo podéis tener por entendido -dijo ella; inclinación sí, y esa os aseguro que ha pocas horas que la tengo, que esto granjea un buen término y una afable condición, y no me habéis de preguntar más por ahora.

Mudó el color la hermosa Feliciana, volviéndose más encendidas sus mejillas, con que confirmó Horacio que por él se dijo aquello, quedando rendido del todo y no poco ufano; y por no contravenir a lo que le pidió Feliciana, no le hizo la pregunta, si bien se dio por entendido. Rogóle Feliciana que tocase un poco en la tiorba, cosa que él estimó en mucho, porque deseaba esta ocasión para manifestar aquella gracia a su dama. Trajo el instrumento y entretúvola un rato con varias fantasías y diferencias, que los extranjeros nos la ganan en esto. Quiso también Feliciana acabar de rematar a su amante y así dijo si había en casa arpa o guitarra y que ella era algo aficionada a la música y se quería entretener.

-Arpa -dijo Horacio- no la tengo, guitarra hay y uno de los mejores instrumentos que se han hecho en Madrid.

Hizo traer una guitarra de lucida apariencia y mayores obras, ésta tomó en sus manos Feliciana, y habiéndola templado diestramente, siguiendo un término de un sonoro pasacalle, cantó así:


   Con cadenas de cristal
aprisionaba un arroyo
a los álamos y alisos,
verdes murallas de un soto,
   donde la bella Fenisa
(por dar al mundo reposo)
les permite dulce sueño
a la beldad de sus ojos.
   Blandas lisonjas le hace
con sus combates Favonio,
y las aves en las ramas
le asisten cantando a coros.
   Con eclipse de sus luces,
Lauro halló a su dueño hermoso,
y por imitar las aves,
esto cantó en grave tono:
   Gasta flechas doradas, niño de Venus,
mientras a Fenisa la vence el sueño;
más si ves que despiertan sus ojos bellos,
      huye, huye,
tiende las alas y rompe los vientos
      niño amor,
que su poder es mayor;
   pues sabes con experiencia
que tiene mayor poder
su descuido en el vencer,
que tu mucha diligencia,
el venir a competencia
con su beldad es error.
Huye, huye, tiende las alas, etc.



Acabó con tan sonoros pasos de garganta y tanta destreza que Horacio (que era aficionadísimo de la música) quedó suspenso, absorto y elevado, contemplando en la hermosura de la dama. Dejó ella la guitarra diciendo:

-No ha sido poco, señor Horacio, haber acertado a cantar algo, que estos disgustos no son a propósito para este gustoso entretenimiento.

Ponderó, exageró y aplaudió el milanés la dulce voz de Feliciana en su mezclada lengua, de modo que ella hizo harto en no manifestar la risa. Estimó en mucho los favores que la hacía, y porque entró Mogrobejo, el escudero, no pasó la plática adelante. Traía el viejo un envoltorio cubierto con un tafetán, el cual era de curiosa ropa blanca, manifestólo allí delante de los dos, y Feliciana dijo:

-Y el vestido que le dije, ¿cómo no le trae?

-Eso, mi señora -dijo él-, es imposible, porque él y los demás se han llevado en casa de mi señora, madre de vuestra merced.

-¡Buena estoy! -replicó la dama. ¿Cómo se podrán sacar ahora de allí? ¿A eso yo soy condenada, a quedarme con solo el que traigo vestido hasta que se haga pedazos?

Mostró afligirse con esto, mirando a Horacio, el cual, viendo que le tocaba responder en aquella ocasión, por acrecentar obligaciones a la dama, la dijo:

-Vuestra merced, mi señora doña Blanca, no muestre afligirse de nada, que donde yo estoy no le han de faltar galas que traer. Esta tarde haré que se saquen dos vestidos de lo que vuestra merced gustare y todo lo necesario para ello.

Agradeció Feliciana la merced que le hacía mostrándole unos ojos amorosos, con que se dio el amartelado joven por pagado con sólo aquello. Pidióle los colores y telas de que gustaba que fuesen los vestidos y salió a hacerlos sacar luego. Antes desto le rogó Feliciana que procurase verse con su tía en esta forma. En su casa se alquilaba un cuarto bajo, y con aquella ocasión podía verse con ella y ver el semblante que tenía, que ella presumía que el escudero la había mentido en cuanto a lo que dijo de que en una parte y en otra se había disculpado su fuga y estaban con este engaño.

Gustó el milanés de hacer esta visita por informarse de quién era Feliciana y de todo. Ya la astuta dama había escrito un papel con Mogrobejo, avisando a su madre (que era la que había de pasar plaza de tía) lo que había de tratar con Horacio.

Salió, pues, el milanés a la puerta de Guadalajara, y en una de aquellas tiendas donde tenía crédito sacó lo necesario para dos vestidos, uno de damasco negro y otro de color, con mucha guarnición de oro, y de allí, con las señas que llevaba de la casa de la tía de Feliciana, paró el coche a su puerta y subió un criado a pedir las llaves del cuarto que se alquilaba. Bajó una criada a mostrársele, y después de haberle visto quiso verse con la persona con quien se había de concertar, que por el nombre que la criada le dijo conoció que era la tía. Subió arriba y halló a doña Teodora, con nombre de doña Laura, en su estrado, con el semblante muy triste. Tratóse del concierto del cuarto y remitió Horacio el efetuarlo a que viniese a contentarse dél la persona para quien le alquilaba; preguntóle Teodora que quién era; dijo Horacio que una señora viuda prima suya.

-¡Ay señor mío! -dijo Teodora-, tráigamela luego V. M., que deseo tanto tener compañía, que no se lo podré encarecer, porque vivo con muy grande desconsuelo de unos días a esta parte.

-Su rostro de V. M. -dijo Horacio- lo manifiesta; pues será a propósito mi prima para divertir a V. M., que es muy agradable en su trato y conversación.

-Dios la guarde -dijo Teodora-; yo la deseo por vecina que la juzgo por muy gran parte de mi consuelo, que todo no podía ser por pedirlo así la causa.

-¿No podría yo saberlo? -dijo Horacio.

-¡Ay señor mío, que lo peor que tiene es no poder ser comunicada, que todavía es descanso del dolor en quien le padece cuando le comunica!

-Yo me desmandé -dijo Horacio- a preguntarlo, pensando que era cosa que se me podía decir, y si pedía remedio, ofrezco para ello mi persona y cuanto valgo, que me precio de servir a las personas de la calidad que juzgo en vuestra merced tan bien como cualquier caballero español.

-¿No es V. M. de España?, dijo Teodora.

-La mala expresión de la lengua se lo podía a V. M. haber dicho -dijo él.

-Cierto, que estoy tal -dijo ella- que no había reparado en eso. ¿De dónde es V. M.?

-De Milán soy para serviros -dijo Horacio-; y si por ser forastero merezco que se me diga vuestra pena y a estar algo en mi mano remediarla, creed de mí que lo haré con mucho gusto.

-¡Ay señor, Dios os guarde mil años -dijo ella-, que parece que recibo consuelo con esas palabras salidas de ese hidalgo pecho y nobles entrañas! Cierto que eso y veros que no sois desta tierra me ha obligado a deciros mi pasión. Entrad la silla en el estrado, que no querría aun echar el aliento de la boca, porque temo que me han de oír. Llegóse el milanés, y ella (recatándose primero con mirar a una y otra parte) le dijo:

-El veros extranjero y mozo y que ya sabréis las cosas de Madrid me obliga a deciros que ha pasado por esta casa una de las mayores desdichas del mundo, y es que yo tenía en mi compañía una sobrina, hija de una hermana mía y de un caballero calificadísimo, y tratándosele un casamiento a disgusto suyo, por huir de verse empleada contra su voluntad, una noche que la enviaba con un escudero y una dueña sin saber a lo que iba (que era a efetuar las capitulaciones), se han escapado de los ojos del escudero, sin saberme dar razón el buen viejo dónde se fuesen. He hecho diligencias en secreto por casas de amigas de su madre y mías y por todos los conventos desta Corte si está en alguno, y no se halla rastro de las dos. Su madre está indispuesta y juzga que está en mi casa, las capitulaciones se han dilatado con el mal de mi hermana, y yo me hallo la más afligida del orbe por no saber dónde puede estar. Vos sois mozo, galán y que todo lo andáis en Madrid, querría encomendaros que con secreto cuidado me supiésedes alguna nueva desto, que vivo en grande aflicción haciendo mil consideraciones de si ha salido de Madrid o quién se la ha llevado; que todo se puede temer de una mujer determinada, aunque me anima que no ha de degenerar de su noble sangre haciendo alguna liviandad con algún hombre desigual de sus partes. Si fuera tal su dicha que ella encontrara con un caballero de vuestras prendas y gallardía, aún diera por bien empleada su fuga; pues dellas infiero que supiérades hacer estimación de lo que merece mi sobrina, que os aseguro que hay pocas damas que la igualen en belleza.

Esto último que dijo Teodora, animó al milanés a decirla:

-Mi señora, en mucho estimo que me hayáis hecho este favor de declararme la causa de vuestra pena. Pagaré la obligación en que me dejáis con deciros que sé de una dama que habrá tres o cuatro días que falta de casa de sus padres por un disgusto, ésta se llama doña Blanca.

-¡Ay, pobre de mí -dijo Teodora- que ésta es mi querida sobrina!

Comenzó la astuta Teodora a abrazar a Horacio y darle besos en un carrillo diciéndole:

-¡Ángel mío, que no debéis de ser hombre, decidme dónde está mi querida Blanca, que ya muero por saberlo, de vos me había de venir este consuelo, que no en balde el cielo me inspiró que os dijese mi pasión!

Con estas cosas no dejaba de abrazar a Horacio persuadiéndole que la dijese dónde estaba su sobrina. Él la hizo volver a su asiento y la dijo cómo la señora doña Blanca estaba en su posada, haciéndola relación de cómo había venido a ella, y asimismo la dijo cómo por orden suya había venido allí con achaque de alquilar aquel cuarto. Con mayor afeto volvió a hacer fiestas la vieja al milanés, agradeciéndole el favor que a su sobrina se le había hecho, y para que con más solenidad se hiciese el agradecimiento, comenzó a decir:

-¡Luisica, Luisica, hija, sal acá fuera como estuvieres, que tengo unas nuevas que darte de gusto!

Salió doña Luisa, hermana de Feliciana, con cuya presencia se alegró mucho Horacio, pareciéndole bizarra moza, aunque como estaba apasionado por Feliciana no le dio el primer lugar en la hermosura, sino el segundo. Habló doña Luisa al milanés con mucha mesura y cortesía, él la besó las manos y preguntó por su salud, tomó asiento en el estrado, cerca de su madre, y ella le dijo:

-Hija, este señor (que le juzgo más ángel que hombre) es quien me ha dado nuevas de tu querida prima doña Blanca: tiénela en su casa.

-¡Ay, qué alegre nueva -dijo la Luisa- para mí que nos tenía muertas de pena el no saber della!

Preguntóle la madre a Horacio si era casado, él la dijo que no, y porque presumió que no sin alguna intención se le hacía aquella pregunta, acudió con decirla:

-Aunque el no ser casado arguye poca seguridad para huésped, préciome de cortés y fiel con quien se vale de mí; esto os puedo asegurar, que mi señora doña Blanca está en mi posada, si no con el regalo que debía tener, con el respeto y decoro que su calidad y partes merecen.

-Así lo creo yo, señor mío -dijo ella; fuera de que la seguridad que de mi sobrina tengo me quitan esos recelos que pudiera tener. En estas pláticas cerró la noche, encendieron luces y entró una criada a decir que estaba allí don Diego de Orozco. Quiso el milanés dar lugar a la visita, mas Teodora le rogó que no se moviese, que importaba. Esto hizo porque este caballero era nuevo pretendiente de Luisa y habíale penetrado el caudal la madre y hallado corto fondo para la gran sonda de su codicia. Hacía hueco entre otros pretensores, pero ni él ni ellos no estaban en el catálogo de su gusto, por faltos de dineros y sobrados de razones y finezas. Entró, pues, el tal don Diego, que era muy galán y mucho más presumido de serlo; diéronle asiento, y después de haberles preguntado por sus saludes y hablado un rato en diferentes cosas, aunque no halló muy gustosos semblantes en madre y hija, les dijo:

-Habiendo visto ayer a mi señora doña Luisa algo melancólica, me atreví a quererla divertir hoy con un músico que traigo conmigo, que es de las buenas voces de la Corte.

No pudieron dejar de admitir la oferta, que no se holgó poco Horacio por ser tan amigo de música. Subió el músico y habiéndole hecho sentar sacó su instrumento, y habiéndole templado, en sonora voz cantó un tono grave que dio gusto a los oyentes con la buena letra, voz y destreza. Mudó término y con pasacalle más corrido cantó esta sátira:



   Boca de Lisarda bella,
todos me dicen que estáis
más abajo del conducto
del diluvio catarral.

   No es poco que os conservéis
en ese antiguo lugar,
cuando en el tiempo que corre
todo se nos sube ya.

   Naturaleza, gran sastre
(aunque no en mentir ni hurtar),
os pespuntó dos ribetes
que descosió a un cardenal;

    purpúreos alcaides son
de ese orificio locuaz,
si acaso no se despeja
a demanda universal.

   Agria sois al castellano,
al aragonés, voraz,
pedigüeña al portugués
y estafante al catalán.

   ¡Cuántos hay que se atrevieran
a tan bello portapaz,
si el mal olor del pedir
no les llegase a infestar!

   Que ese epicúreo postigo
(bella adüana del pan)
si llama con su hermosura,
despide con su crueldad.

    El mendicante clavel
(si en lo grave monacal)
es para el ósculo, encuentro,
para socaliña, azar.

   Muy antojadiza veo
en dos carreras igual
la devorante caterva,
la herramienta del mascar.

    Los antojos en la vista
los pide la cortedad,
mas vos en ojos y boca
es cierto que los gastáis.

    Para animar voluntades
un embrión animad,
que así se repara menos
cuando las causas son más.

   Más fruto saca a la gente
ese hechizo circular
que una boca de un mendigo
en una pierna jayán.

   Diaquilón contra durezas
fuistes boca en lo eficaz,
no con el gremio del don,
sino con el tribu de dan.

   Valentía en el pedir
y donaire en estafar,
¿quién como vos le ha tenido?
¿Quién como vos le tendrá?



Mientras la sátira se cantaba, estaba don Diego muy falso con la mano puesta delante de la boca, disimulando la risa. No la mostraron madre y hija, antes muy mesuradas oyeron hasta el fin las coplas hechas por el mismo caballero a la señora doña Luisa, que conociendo de su condición ser amiga de pedir y esto ejecutado en todas ocasiones, confiriendo sucesos pasados con ella entre caballeros mozos, éste quiso tomar la voz por todos y cara a cara darle a entender por esta sátira que se le notaba a la dama este defeto.

A ser más baquiano en la Corte el milanés, bien entendiera por los semblantes de Teodora y su hija haberles hecho a ellas el tiro; mas sólo juzgó que los mostraban por abreviar con la visita del caballero. Lo que Teodora le dijo fue:

-Señor don Diego, ya está visto vuestro buen deseo y entendida la intención. Dios os guarde muchos años, que así consoláis melancólicos. El señor Horacio tiene cosas que tratar conmigo de consideración, suplícoos que deis lugar a que no le tengamos aquí más tarde, que tiene lejos la posa.

Bien conoció don Diego el disgusto de Teodora y su hija que habían recibido con la sátira que se les había cantado; parecióle que bastaba aquello por venganza y así se despidió de ellas, y fue suerte no preguntar por Feliciana, que obligara a su madre a maquinar una mentira con que satisfacer a Horacio. Quedóse el milanés con ellas y dijo Teodora:

-Este caballero es amigo de dos sobrinos míos, y así es conocido desta casa. En esta ocasión me ha pesado que viniese y más con el músico, que a no cogerme con la alegría de las nuevas que de Blanca me habéis dado, no le admitiera; por esto y porque os divirtiésedes un rato di lugar a que cantase.

Estimólo en mucho Horacio, y queriéndose despedir le dijo Teodora que quería escribir un papel a su sobrina, que se entretuviese con su hija en tanto que le escribía. Dejólos solos en buena conversación y con mucha brevedad escribió dos papeles; el uno dio a su escudero, encomendándole que con diligencia le llevase a Feliciana, de modo que antes que llegase Horacio le hubiese recibido. Partió Mogrobejo con más presteza que de su edad se podía esperar, y con esto salió Teodora con el otro papel en las manos, que dio a Horacio diciéndole:

-Señor Horacio (que ya les había dicho su nombre), pasado mañana enviaré a pedir el coche a mi hermana e iré por mi sobrina, que aunque en vuestra casa está muy honrada y respetada, el no ser vos casado da sospecha y piérdese reputación, y más una mujer de las calidades de Blanca.

Ya quisiera Horacio haber estado mudo y no decir que estaba en su posada doña Blanca, porque sintió grandemente que su tía tomase aquella resolución. Detúvose allí otro rato y al cabo despidiéndose de madre y hija se fue a su posada.

Ya Feliciana había recibido el papel de su madre en que le daba instrucción de lo que había de hacer. Recibióle la dama alegremente, y tomando asientos le preguntó cómo le había ido con su tía.

-Bien y mal -dijo el milanés. Bien, en haber conocido una señora de tantas partes como vuestra tía; y mal en que por darla consuelo me vengo yo sin él; yo la hallé con grandísima tristeza porque cuanto dijo el escudero fue falso, que ella sabía vuestra fuga y no donde estábades. Después que pasó el concierto del cuarto, supliquéle me dijese su pena, y así me la dijo; yo por darla consuelo la dije cómo estábades en mi posada, y me parece está con determinación de venir por vos pasado mañana.

Aquí dio un terrible suspiro Feliciana y con él fingió luego un desmayo, quedándose arrimada a la silla. Acudieron la dueña y Horacio a apretarle las manos, diciendo la vieja:

-¡Ay, Señor mío! ¿Qué ha dicho a este ángel que le ha dado este desmayo? Siempre nos han de cercar desdichas cuando entendíamos estar libres dellas.

-Nunca yo hubiera hoy salido de mi posada, dijo Horacio, pues he sido causa deste daño y he perdido todo mi contento. ¡Bien merecido está en mí el castigo que espero, pues pudiera conocer a su tía, mas no declararme con ella!

-¿Luego con su tía de mi señora doña Blanca habéis estado? -díjola Bañuelos.

-Sí, dijo Horacio.

-¿Y la habéis dicho que está aquí su sobrina? -replicó la dueña.

-También, dijo él.

-¡Ay, desventurada de la pobre Bañuelos; qué mala dicha podemos esperar de tal desacierto, que es mucho peor que su madre en el rigor! Ella está aquí esta noche sin duda alguna. ¡Ay señor! ¿Qué habéis hecho? ¿Quién os mandó ir a su casa?

-Mi señora doña Blanca -dijo él; pero excedí de su orden en declararla dónde estaba; yo lo pago en pesares.

Volvió de su desmayo Feliciana, y dijo a Horacio:

-Señor mío, si el embarazo de mi hospedaje os cansaba, avisáradesme, que yo procurara vuestro descanso y me fuera en casa de una amiga de muchas que tengo. Desdichada ha sido mi suerte en que mi tía sepa donde estoy; ya la temo, y lo peor es que no sólo della puedo tener temor, sino de que dé aviso a mis primos, que es cierto que lo hará, para que yo me vea en algún trabajo. ¡Oh, quién no hubiera nacido!, ¡en desdichada estrella nací!

Fingía tan bien su pena, con la solenidad del llanto, y respondíale a las cláusulas dél el monacillo fúnebre de la dueña, que el pobre milanés se halló desesperado, confuso y cercado de cuidados, pareciéndole tener a su tía en casa acompañada de los dos primos supuestos. Paseábase por la sala haciendo varios discursos sobre el remedio que se podía dar a esto; vía el edificio que comenzaba a levantar amor postrado y arruinado por el suelo, con pocas esperanzas de volver a su primero ser. Finalmente, después de largo rato que batalló consigo mismo, lo que propuso a la dama fue: que él había pensado resistir a todo el mundo que de su casa la sacasen contra su gusto, aunque en ello perdiese la vida; pero que por obviar esto, le parecía dar otro corte, y era que el jardín de su casa confinaba con otro de otra, vecina a ella, la cual al presente estaba vacía, que ésta la alquilaba por su cuenta, y en una pared de yedra que dividía los dos jardines abriría una pequeña puerta que cubría la misma yedra, por donde se podría pasar (caso que viniesen por ella); y que pues él solo había dado parte a su tía y prima de que estaba allí, que él determinaba negárselo a pesar suyo. Admitió Feliciana este arbitrio y recibió algún consuelo, con que el afligido Horacio volvió en sí y cobraron nuevo vigor sus espíritus. Púsose por obra lo propuesto: tomósele la casa y abrióse la puerta y todos tuvieron aviso para lo que sucediese.

Esotro día se cortaron los vestidos de Feliciana tomándose la medida por el que traía, y con mucha brevedad fueron hechos. Por aviso de Feliciana, la tía no trató de ir esotro día a casa de Horacio, enviándola a decir que se hallaba indispuesta en la cama, con que Horacio fue alentado. Una noche que los dos habían acabado de cenar, dando un suspiro Feliciana dijo:

-Cierto, señor Horacio, que me veo tan aborrecida de mi misma con la persecución de mi madre y deudos con este propuesto casamiento, que me determinara a salir de España con mucho gusto.

Vio Horacio los cielos abiertos, y díjola:

-Si vos, hermosa señora, estáis fija en esa determinación, yo os cumpliré ese deseo con más honrosas circunstancias de las que pensáis. Si la voluntad que me debéis halla verdadera paga, yo os embarcaré a Milán, y no digo con el título de esposa, porque he enviado poderes para desposarme allá, mas con el amor de hermana, procuraré que lo seáis mía, siendo mujer de un hermano segundo que tengo; esto si allá no han dispuesto el efetuar mi casamiento, que por haber enviado poderes para ello, y a no estar hecho, nadie será dueño de mi alma sino vos.

Sólo a esto aguardaba la astuta Feliciana, que se declarase de todo Horacio, al cual dijo:

-Obligáisme por tantos caminos, señor mío, que fuera mal correspondiente a tan grande amor y voluntad, si no acetara cualquiera de los dos partidos que me hacéis, rogando a Dios no hayan tenido efeto los poderes que habéis enviado, para que yo tenga el dueño y esposo que me está tan bien; y así, disponed del viaje cuando más gustárades, que yo no tengo más voluntad que la vuestra. Aquí se atrevió el milanés a tomarla una blanca mano y besársela en señal del favor que le hacía, cosa que consintió con mucho gusto Feliciana, por llevar mejor su negocio adelante. Allí la dijo Horacio que esotro día, que partía un correo del rey por la posta a Milán, pensaba revocar los poderes que había dado, que entendía llegaría a tiempo la revocación que no se hubiese efetuado nada, porque la dama era de Florencia.

Tratóse de la jornada y Horacio la aseguró que en seis días podían partir de Madrid, porque él tenía despachado todos sus negocios y la hacienda puesta en letras, que sólo el gozar de la Corte le detenía en ella aquellos días. Mostró gusto desto Feliciana y la dueña también, con que se fueron a dormir.

Aquella noche no durmió casi nada el enamorado Horacio, disponiendo su jornada y deseando gozar de Feliciana en estando embarcados, ora tuviese su casamiento efeto o no. El día siguiente sacó galas de camino el milanés y ni más ni menos a su dama. Cada uno se hizo dos bizarros vestidos con mucho oro, conformes en las colores; y previno en fin cuanto había de llevar.

De allí a dos días, estando Horacio para salir de casa, llegó el coche de Teodora a su puerta y queriéndose apear, Horacio la dijo muy en sí que su sobrina estaba en Atocha, que había salido de mañana en el coche a confesarse, que si no tenía que hacer allá la hallaría. Fingió la astuta Teodora creerlo, y habiendo estado con él muy apacible, se despidió diciendo que iba allá a buscarla.

Muy ufano quedó Horacio con pensar que la había engañado, más era que no entendía el caso. De todo lo que se trataba tenía aviso la madre, y así esta venida fue para prevención de lo que adelante se dirá. Subió arriba y dijo a Feliciana lo que con su madre había pasado, y ella aprobó la buena ficción. Aquel día se pasó en prevenir varias cosas para la partida, y sólo aguardaban que los vestidos se acabasen. Cerca de la hora de las Ave Marías, he aquí vuelve el coche de Teodora a la casa de Horacio; supo de uno de sus criados como estaba en casa, y mandóle llamar; no quisiera el milanés que hubieran dicho que estaba allí, hubo de bajar, dejando a Feliciana con una fingida turbación de que supo hacer el papel razonablemente. Ya Teodora estaba apeada en el zaguán cuando Horacio bajó. Díjole que dónde estaba el cuarto de su sobrina.

-Mi señora -dijo él- su merced no ha vuelto desde esta mañana a casa, enviándome a decir que se quedaba en casa de una amiga suya y que en su coche vendría.

-¡Bueno es eso!, dijo Teodora; que queráis negármela, sabiendo yo que está en casa. Yo la tengo de ver y llevármela conmigo, que las doncellas tan principales como mi sobrina no han de tener voluntad para hacer su gusto. Basta la que ha tenido hasta aquí, tan en daño de su reputación.

Comenzó Horacio a porfiar con Teodora que no estaba doña Blanca en casa, y esto a voces, porque arriba lo oyesen y se escondiesen. Fue entendido y al punto Feliciana y la dueña, guiadas de un criado de Horacio, se pasaron por el jardín a la otra casa; subió Teodora y no dejó rincón en la de Horacio que no buscase, certificándole con esto que le había dicho verdad, con que mostraba gran sentimiento de que a aquella hora su sobrina no hubiese venido. Persuadióla Horacio que la aguardase, hízolo cosa de una hora, pero como vio que aguardaba en balde, quiso saber en casa de qué amiga había ido. Llamaron al cochero de Horacio, pero estaba avisado que no pareciese. Con esto Teodora se volvió al coche, diciendo al milanés:

-Señor Horacio, mi sobrina vendrá a pesar suyo a mi poder y sabrá cómo ha de proceder de aquí adelante; sus primos sabrán esto, y pienso que son hombres que no la consentirán estas liviandades.

Mostró grande enojo y fuese, dejando a Horacio con un poco de cuidado temiendo la venida de los fingidos primos. No pasaron dos horas que, por orden de Teodora, no viniesen dos conocidos suyos a casa de Horacio preguntando por él. Había el tal avisado que le negasen diciendo que cenaba fuera. Así se les dijo, mas ellos dijeron que habían de aguardarle allí hasta la media noche si fuese necesario; estuvieron en la calle paseándose a la vista de Horacio y Feliciana, que se afligía mucho diciendo ser aquellos sus dos primos. Túvose cuidado por aquella noche con las puertas, y esotro día Horacio salió por la casa que había tomado y hizo pasar a ella a Feliciana. En aquel día negoció todo cuanto había que hacer para su despacho; despidióse de sus amigos y para esotro día en la tarde previno coche y mulas para Barcelona.

Ya había llegado el medio día y comido con mucho gusto, aguardando la ocasión del salto Feliciana. Esta fue que Horacio se le había olvidado despedirse de un religioso algo deudo suyo del Carmen Descalzo y quiso llegarse al convento de un salto, que estaba muy cerca. En tanto, había dejado a Feliciana un cofrecillo de joyas y dineros que valía más de dos mil escudos lo que tenía: éste era el lance que la moza aguardaba, no más porque Horacio no se le había fiado hasta aquel punto. Pues como se viese señora de lo que pretendía, sin aguardar a más, ella, su dueña y el escudero que le apareció en aquella ocasión, cargaron con el cofrecillo y con una maleta de vestidos de Feliciana y por la puerta de la otra casa se pusieron con brevedad en casa de doña Estefanía, su amiga, que vivía cerca de allí. Volvió Horacio de su visita y previniendo al cochero le mandó que pasase el coche a la puerta de la otra casa, donde se pensaba que estaría Feliciana. Llegó el coche a ella y, entrándose por el jardín allá, la buscó en toda la casa y no la halló; llamó a su ama y preguntándole por la dama, le dijo que ella la había enviado a ver desde la ventana cuándo volvía del convento y que de camino servía de espía por si sus primos viniesen.

Comenzóse a afligir el milanés, buscóla de nuevo otra vez, y visto que no parecía, resolvióse a preguntar a los vecinos si la habían visto salir. Fue en ocasión tan buena su salida que nadie reparó en ella, con que no pudo informarse Horacio. Él que estaba en esto, fuele un criado a decir que preguntaban por él dos caballeros con dos o tres criados que les acompañan. Pensóse Horacio que eran los primos de la dama, y temiendo una desdicha si venían por ella, no quiso aguardar a verse en tal lance y así, tomando una mula de las que eran para sus criados, se partió a Alcalá mandando que le siguiese el coche. Llegó a aquella antigua villa muerto de pena, no sabiendo qué se presumir de Feliciana, si se había ido por robarle o de miedo de sus primos. Como quiera que ello fue, él se quedó sin más de dos mil escudos y lo gastado en vestidos, obligándole el robo a detenerse en Alcalá cuatro días y enviar a Madrid por dineros y hacer de nuevo diligencia si parecía la dama. No halló rastro della, y teniendo creído que los primos le siguirían hasta Alcalá, se partió a Barcelona y allí se embarcó a su tierra, quitándosele el amor de la fingida doña Blanca, la cual se quedó con lindas joyas y monedas, saliendo bien con su empresa.


Aprovechamiento deste discurso

Porque no se arguya de los libros de entretenimiento que no tienen aprovechamiento para que se saque dellos fruto, quiero deste discurso pasado decir lo que acerca dél se me ofrece.

En el dañoso consejo que ofreció la anciana a la viuda Teodora, nos amonesta cuánto debemos guardarnos de los que fueren deste género, conociendo el peligro que dellos se puede seguir. En la resolución de Teodora para seguirle, avisa de que con más cordura se miren las que tienen en su fin conocido peligro, exponiendo dos mujeres mozas a él, pudiendo inclinarlas a la virtud, pues viéndolas con ella no les faltara más honesto empleo y más provechoso remedio. En haberse en Madrid conformado en la amistad con las que vivían en su casa, se advierte la elección que se debe hacer de las amistades para que no sean menoscabo de las honras. El ir a manifestarse a la Corte en la primera fiesta que se hacía en aquel monasterio, avisa cuánto se ofende a Dios con hacer sus templos lonjas de amorosos empleos, pues dice Él mismo que su casa lo es de oración, dando a entender que no ha de servir para otro efeto. En la muerte de don Fernando, da escarmiento a los arrojados para que se abstengan en sus cóleras, porque no les vengan los castigos como él le tuvo con muerte tan desgraciada. En el quedarse con sus bienes, se amonesta cuánto nos debemos guardar de usurpar lo ajeno con poco temor de Dios. En el amor de Horacio, que nos debemos guardar de la ocasión para que, olvidados de nuestras obligaciones, no demos al traste con la hacienda y la reputación y lo peor es con el alma.





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