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Manuel Gálvez: La Argentina del Centenario y la «nueva raza latina»1

Franco Quinziano





El solar de la raza de Manuel Gálvez, obra publicada en 1913, remite tanto al ensayo de reflexión ideológico-cultural como a las narraciones y crónicas de viajes, tan en boga en los primeros años del siglo XX. El texto, que constituye una reivindicación global de la raza y la cultura hispánicas en clave nacionalista y católica, es el fruto de los viajes que el escritor argentino efectuó a España en 1905 y 1910, confirmando la recíproca «contaminación» que se ha determinado entre el viaje, concebido como búsqueda y experiencia personal, y el ensayo como modelo y estrategia de la escritura.

La obra de Gálvez se inscribe en una tradición que se encuentra ya sólidamente asentada en la literatura del género ensayístico de aquellos años y que descansa en la definición de un espacio en cuanto depositario de determinados valores culturales y espirituales -en el caso del escritor argentino, la Castilla castiza- y en el tema del viaje como paradigma de una búsqueda personal o colectiva. Sin embargo, el texto galveciano excede el marco del tópico del viaje para adentrarse en el campo de las ideas y del pensamiento, abriendo un espacio de reflexión sobre la tan debatida cuestión de la identidad nacional y cultural. Es el reconocimiento de una carencia y a partir de ella la iniciación de una búsqueda. Carencia y búsqueda, pues, constituyen los motores que promueven el itinerario hispánico que transitará el escritor argentino. El viaje en esta perspectiva se convierte en una «misión», en una «obra de evangelización» a través de la cual los jóvenes escritores del nacionalismo del Centenario encuentran e instauran una propia legitimidad, asimilando su función regeneracionista a la del grupo de escritores hispanos del 98.

El nuevo itinerario trazado por el escritor rioplatense, de claros propósitos didácticos («recogí en las viejas ciudades de Castilla múltiples enseñanzas espiritualistas», subraya el escritor rioplatense; Gálvez 18)2, se aleja del viaje eminentemente estético y evasivo que había caracterizado los últimos decenios del siglo XIX (ver Viñas 52-69). Si en la segunda mitad del Ochocientos el viajero argentino se dirige, como en peregrinación, al corazón de Europa -París- Gálvez se desplaza ahora hacia el corazón de España -Castilla- sancionando un nuevo descubrimiento y reconocimiento que deben ser confirmados empíricamente. De ahí el viaje a España, que en el escritor argentino actúa como búsqueda, hallazgo, verificación y confirmación de una identidad. Simultáneamente, el texto instala la escritura del viaje como espacio de reflexión y de redefinición de una conciencia y de una identidad nacional3.

El autor de El solar de la raza contempla el paisaje, el arte y la cultura de España y en esta mirada descubre su propia imagen y su propia identidad, sancionando con ello la operación que encierra la clave de lectura de toda la obra. Es el viaje como reencuentro de sí mismo y autorreconocimiento. Gálvez, viajero y soñador impaciente, se apropia del paisaje español con el claro propósito de redescubrir el carácter de su gente, en busca de modelos y valores para su propuesta de regeneración nacional, trazando una nítida identificación hombre/paisaje que es tributaria de los poetas noventayochistas4. El paisaje, fundamentalmente el castizo castellano5, deviene así ocasión a través de la cual se llega a individuar un espacio en condiciones de suministrar un núcleo caracterizador de cualidades y valores que deben ser recuperados para completar el arduo itinerario que lleva a la formación de una nueva nacionalidad6.

Gálvez enhebra su reflexión a través de una serie de nuevas parejas de oposición, entre las que en modo indiscutible se impone el dualismo latinismo/sajonismo. En este recorrido, siguiendo las huellas del neoidealismo rodoniano que puso de relieve la voluntad de afirmar el ser latinoamericano apoyándose en la tradición clásica griega y romana, en oposición al materialismo anglosajón, el escritor santafesino formula un nuevo proyecto panlatinista, centrado en los atributos hispánicos como aspecto relevante para la definición de su modelo regeneracionista (ver Quijada 21-30). La conocida oposición latinismo/sajonismo, como es noto, comenzó a delinearse ya en la segunda mitad del siglo XIX, al calor de la política hegemónica de Napoleón III. Bajo dicha fase fue acuñada la expresión «América Latina», pudiendo reconocerse en los escritos de Michel Chevalier y en los planteos esbozados en la Revue des Races (1857-1861) (ver Funes 6-8) los antecedentes mayormente determinantes de esta nueva dualidad a la que aludimos. Ahora bien, la nueva relación de amistad y solidaridad que se ha establecido entre España y la América ibérica a finales del siglo XIX fue modificando y cargando de nuevos significados dicho dualismo. En efecto, mientras el panlatinismo en clave francesa, sancionado por la política expansionista del Segundo Imperio, suponía la pertenencia a lo «latino», no sólo en función antisajona, sino también con el declarado propósito de diluir la herencia española en el continente americano; la nueva visión panlatinista, si bien prosigue en la reivindicación de una comunidad cuyos orígenes descansan en la tradición cultural occidental del Imperio Romano, se basa fundamentalmente en la valorización de los atributos hispánicos como representantes y continuadores genuinos de la «latinidad».

El Desastre de 1898 y los primeros síntomas de la crisis del «optimismo liberal» comportaron en el ámbito de la América hispana una global reivindicación de la raza latina e hispánica en oposición al materialismo anglosajón. Si el positivismo liberal decimonónico había explicado la «debilidad» e «inferioridad» de las jóvenes naciones hispanoamericanas, herederas de la raza latina e hispánica, a partir de su origen racial, José E. Rodó declara en cambio que «los americanos latinos [tenemos] una herencia de raza, una gran tradición étnica que mantener» (ver Abellán 1972, 95). Al igual que el escritor uruguayo, en Gálvez puede reconocerse una común valorización de la cultura latina y de la Europa cristiana, Sin embargo, mientras en el autor de Ariel se percibe una decidida defensa de las grandes culturas y civilizaciones mediterráneas de la Antigüedad, en la que descuella la Grecia clásica como modelo a imitar, en el escritor argentino la noción de latinidad parece identificarse casi exclusivamente con lo hispanolatino. En Gálvez no encontramos la reivindicación del arte clásico: en efecto, si para Rodó el arte de los griegos constituye el más alto ideal de belleza, en El solar de la raza la escultura clásica griega se revela un arte superficial, objetivo y materialista (30). Asimismo la cultura del renacimiento es vista como una fase histórica que ha comportado la «descaracterización» de la latinidad. A la belleza exterior que emana del arte renacentista, concebido por nuestro autor como expresión restauradora de los valores del paganismo grecolatino, Gálvez opone la belleza interior, profundamente espiritual y de naturaleza mística, del arte hispánico que reconoce en El Greco a uno de sus mayores exponentes (34-37)7.

Enrique Zuleta en modo acertado precisa que «la España de Gálvez era el modelo de un ideal, la forma poética que revestía su sueño de una regeneración espiritual de la Argentina» (1996, 190). Bajo esta perspectiva el escritor santafesino se propone reelaborar los atributos que configuran la latinidad, manipulándolos en función de su modelo regeneracionista. Gálvez despoja lo latino de sus elementos «paganos» y, al mismo tiempo, le asigna un fuerte contenido espiritualista y místico que encuentra sus fuentes en la noción de «hispanidad». La idea de latinidad en el autor rioplatense, pues, se asienta fundamentalmente en el concepto de «comunidad de raza hispana»: «[...] latino es nuestro espíritu y nuestra cultura. Pero dentro de la latinidad somos y seremos eternamente de la casta española» (62).

«Latinidad» e «hispanidad» constituyen, por tanto, en la escritura galveciana dos conceptos convergentes e inseparables: «España [es] el más personal y original de los países latinos» (165), señala el autor con evidente acento laudatorio. Ahora bien, según el escritor argentino, el corazón de la España latina reside fundamentalmente en la cultura catalana. Si el ámbito castellano, núcleo de la nacionalidad hispánica, «al acentuar hasta la exacerbación su carácter [...] personalísimo, al agravarse de casticismo, [...] se ha deslatinizado» (163-64), Barcelona, contrariamente, «poco sujeta a la influencia de Castilla» (166) y en función de los intensos contactos que a lo largo de su historia ha instaurado con las culturas del mediterráneo «debe ser considerada como la ciudad latina por excelencia» (167). La gran ciudad catalana evoca en Gálvez «ciertas ciudades italianas y francesas» (166). Tales semejanzas, nos dice el escritor argentino, de ningún modo «implican ausencia de carácter propio»; por el contrario, ellas «sólo prueban la existencia de influencias admirables que no han hecho sino conservar y afirmar el espíritu latino de esta ciudad» (167).

Barcelona, pues, en Gálvez se erige en símbolo de un latinismo moderno, «esencialmente mediterráneo» (164), en el que «músicas melodiosas, elegancia, discreto paganismo, efusividad, gracia, generosidad [y] optimismo» (164) revelan algunas de las notas distintivas que definen su latinidad8. En este recorrido el autor subraya la peculiaridad catalana dentro de la cultura hispánica, trazando nuevas oposiciones entre las que resaltan las parejas alegría/tristeza, optimismo/pesimismo, auge/decadencia y que aluden, respectivamente, a la «latina» Barcelona ya Castilla «castiza». Se instala de este modo en el texto galveciano el contraste Castilla/Barcelona. Oposición que Gálvez no deja de trasladar al campo de la literatura, subrayando las desemejanzas que denuncian la escritura vitalista y optimista del catalán Maragall, «el más latino entre los actuales poetas latinos» (169), y el pesimismo y la conciencia agónica que al contrario acompañan los versos de Unamuno, quien a pesar de su origen vasco, declara Gálvez, se afirma como «el más representativo entre los actuales escritores castellanos» (170).

La noción de latinidad en El solar de la raza remite a los componentes hispánicos, entre los que la lengua y la religión católica se confirman como elementos constitutivos primordiales, siguiendo un itinerario de continuidades en el que lo latino se halla reelaborado y «mediatizado» por la cultura hispánica9. En Gálvez, en efecto, el componente hispánico «interfiere» en modo constante sobre la noción de latinidad. El texto establece en este sentido una sucesión de intercambios y alternancias que revelan la declarada ambición del autor por integrar lo latino en una nueva síntesis superadora. Es por ello que, sostiene el escritor, «sólo la influencia española puede no sernos perjudicial, pues ésta [...] nos ayuda a afirmar nuestra índole americana y argentina» (18). Los argentinos -asevera Gálvez- «somos en el fondo españoles» (16). En esta nueva identidad España/Argentina que el autor establece en el texto, sobresale la noción de «raza»10, concebida como comunidad cultural homogénea, estructurada alrededor de la lengua como patrimonio colectivo y cuyas raíces se encuentran en los valores que dieron forma a la latinidad:

«Dentro de la vasta alma española cabe el alma argentina con tanta razón como el alma castellana o el alma andaluza. Somos españoles porque hablamos el idioma español, como los españoles eran latinos sólo porque hablaban el latín».


(16-17)                


Como puede colegirse de estas consideraciones, los conceptos de lengua y de tradición católica vertebran, su noción de raza latina. En Gálvez, sin duda, el aspecto lingüístico se revela un factor primordial en la definición del concepto de raza, «quizás el único elemento caracterizador» (17), sugiere el autor argentino. En este sentido, Gálvez subraya que «la comunidad o el parentesco del idioma infunde iguales o semejantes modos de sentir, de pensar y hasta de proceder» (17). El idioma es percibido como elemento formativo y distintivo de una comunidad cultural. La lengua modela las bases de una colectividad que encuentra así su propia identidad y una serie de elementos homogéneos a partir de los cuales logra definirse y marcar su diversidad frente a las demás culturas: «[...] la comunidad lingüística -señala Funes- fue una cualidad relevante en el camino hacia la definición identitaria. El idioma español fue -quizás- uno de los pocos aspectos, (junto con la religión), apropiados como herencia legítima y valiosa de la colonización ibérica» (4).

Todo el texto de Gálvez constituye un homenaje a la estirpe hispanolatina; una veneración a la eterna España, declara el autor en su dedicatoria, «que es, para nosotros, argentinos, la casa solariega y blasonada que debemos amar» (8). Lo hispanolatino, cuyos valores estructurarán el futuro de la «nueva raza» argentina, instituye el «solar de la raza», delimitando un componente esencial hacia la definición de su propuesta regeneracionista. En este nuevo itinerario Gálvez efectúa una transposición de su viaje español al paisaje argentino de las provincias del interior «donde, al contrario de Buenos Aires, [...] aún perdura el antiguo espíritu nacional, el sentimiento de la patria [y] la profundidad espiritual de la raza» (15). Dicha transposición, que junto a la voluntad de apropiación constituyen dos actos inseparables, incluye la transmisión y asimilación de valores y contenidos culturales y espirituales de la raza latina a la Argentina de principios de siglo: «Aprovechemos, pues, los dones espirituales que nos hacen nuestros hermanos de Europa. Recojamos los viejos ideales latinos que ellos van perdiendo y adaptémoslos a nuestra vida» (64; subrayado nuestro).

Si durante el siglo XIX, Argentina «empieza a ser para Europa y a significarse en sus hombres desde Europa» (Viñas 18-19)11, en el escritor argentino, la idea de patria-nación empieza a ser y a significarse desde España12. Bajo este mirador, Gálvez, viajero espiritual, sanciona un nuevo nacimiento, un nuevo ser en el que las propiedades hispanolatinas, readaptadas, hallarán en la Argentina de inicios de siglo un fértil terreno. Las virtudes de la estirpe latina, concebida como raza idealista que sacrifica la realidad a los sueños, se desplazan, pues, de la «decadente» Europa hacia la «próspera» y «opulenta» Argentina: «Vamos recogiendo las virtudes de la estirpe que nuestros hermanos de Europa comienzan a olvidar [...], va naciendo en nuestro suelo argentino, una raza predestinada en tiempos próximos a destinos magníficos» (62; subrayado nuestro).

Es indudable que esta operación en clave hegemónica que traza el autor argentino no puede concebirse separada del engañoso optimismo que habían despertado las celebraciones del Centenario en el país rioplatense, promoviendo un verdadero «culto a la argentinidad» (ver Arias Saravia, Erausquin 181-187 y Altamirano-B. Sarlo) y que coincidió con el nacimiento «[...] de una nueva pasión [...] pública: el patriotismo» (Terán 7), en una fase en la que la Argentina, como en ningún otro período de su historia, había creído en sí mismo y en sus propias posibilidades y potencialidades. En estos mismos años, José Ingenieros, fuertemente influenciado por el pensamiento positivista liberal, anunciaba el advenimiento de una «raza blanca euro-argentina»13, cuya superioridad, a partir del incesante aluvión inmigratorio europeo que precisamente en esos primeros años del siglo XX registraba vastas dimensiones, confirmaría la diversidad de la nación rioplatense respecto a los demás países de la América ibérica. Por el contrario, en Gálvez, el inmigrante europeo encarna el triunfo del materialismo utilitarista. A pesar de ello, a los inmigrantes, en busca fundamentalmente de lucro y de riqueza material, y por lo tanto, según Gálvez, portadores de caracteres y valores que minan las bases sobre las que descansa la nacionalidad, el escritor argentino les asigna un rol no secundario: ser transmisores y garantes de la «latinidad» en Hispanoamérica. Los inmigrantes, observa el autor, «traen la misión, [...] de conservar las excelencias latinas en la mezcla de pueblos, de afianzar el predominio, en la amalgama de tantos metales, del oro puro de la latinidad» (61; subrayado nuestro).

El viaje en Gálvez descubre, verifica, confirma y restaura las virtudes de la raza hispanolatina. En el cuadro de un proyecto regeneracionista de sólida raigambre hispánica y de fuerte contenido espiritualista14, Gálvez instala la Argentina como «nueva raza latina», reservándole, con una buena dosis de optimismo, un venturoso porvenir: «La Europa latina, envenenada de decadencia, empieza a ver en nuestra Argentina la salvación de la raza» (60). El escritor argentino sanciona la joven nación hispanoamericana como espacio privilegiado en el que las virtudes del pueblo español, núcleo de la raza latina, cobrarán nuevo vigor. En esta perspectiva, el optimismo, la vitalidad y laboriosidad que cualifican la Barcelona parecen anticipar en el texto la prosperidad y grandeza argentinas. La nación rioplatense, convertida en símbolo de una nueva vitalidad, es percibida como garante de continuidad y de perfección de los atributos que han configurado el mundo latino, entendido este último como comunidad lingüística, cultura y espiritual. La Argentina soñada, subraya el escritor, no deja de apoyar sus raíces en la tierra y el paisaje hispánicos, ya que es en «las ruinas suntuosas y tristes de la España vieja [que podrán ser hallados...] los raros bienes que faltan a nuestra riqueza ascendente» (65). Gálvez establece, pues, un itinerario de continuidades que vertebra su modelo regeneracionista y que encuentra en la España tradicional, católica y castiza su primordial fuente de legitimación.

El escritor rioplatense se apropia del paisaje hispánico y lo reactualiza para proyectarlo al presente de la Argentina del Centenario, estableciendo nuevas inclusiones y exclusiones. En el cuadro de un proyecto hegemónico que no esconde su matriz autoritaria y barresiana (ver Viñas 353-55), alimentado por las ilusorias expectativas que habían promovido aquellos primeros años del Novecientos, el autor argentino delinea la joven nación rioplatense como modelo perfectivo y espacio de «salvación» y «regeneración» de la raza latina. Bajo este mirador, Gálvez instauraba la Argentina del Centenario como nueva tierra prometida y nueva patria predestinada, llamada, según sus propias palabras, a «hacer imperar en el mundo, como un sol entre los astros, las virtudes de la raza» (63).






Obras citadas

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  • ALTAMIRANO, Carlos y Beatriz SARLO. «La Argentina del Centenario: campo intelectual, vida literaria y temas ideológicos». Ensayos argentinos. De Sarmiento a la vanguardia. Buenos Aires: Centro de Estudios de América Latina, 1983.
  • ARIAS SARAVIA, Leonor. «Los ensayistas oficiantes del culto a la argentinidad». Río de la Plata 20-21 (1999-2000): 167-76.
  • ERAUSQUIN, Estela, «Gálvez y los intelectuales del Centenario». Río de la Plata 20-21 (1999-2000): 177-89.
  • FUNES, Patricia. «Del "Mundus Novus" al "Novomundismo". Algunas reflexiones sobre el nombre de América Latina». Dos miradas sobre la identidad de América Latina. Ed. Waldo Ansaldi y Patricia Funes. Buenos Aires: Universidad de Buenos Aires, CINAP, 1992. 1-17.
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