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María Asunción Flórez, «Música teatral en el Madrid de los Austrias durante el Siglo de Oro». Madrid: ICCMU, 2006. [Reseña]

Mariano Lambea Castro


CSIC. Institución Milá y Fontanals

Dolores Josa Fernández


Universidad de Barcelona



El noveno volumen de la colección Música Hispana (Textos) que edita el Instituto Complutense de Ciencias Musicales viene a colmar unas necesidades científicas que el ámbito de la musicología y la filología demandaban desde hacía bastante tiempo. Gracias a María Asunción Flórez, autora, asimismo, de una tesis doctoral sobre el Teatro musical cortesano en Madrid durante el siglo XVII: espacios, intérpretes y obras, y de un artículo igualmente fundamental1, podemos comprender con mayor hondura y rigor los diferentes aspectos que vamos a comentar al dictado de esta recensión.

Cuando hablamos de música (concretamente de música vocal) y de teatro en el siglo XVII hemos de tener presente una clara diferencia a nivel funcional que, aunque obvia, es preciso recordar; y es que una cosa es la música en el teatro (es decir, en las comedias, pongamos por caso, donde la música subraya la acción dramática siendo una suerte de música incidental que se añade a la obra) y otra muy distinta el teatro específicamente musical (es decir, las zarzuelas, las fiestas cantadas, las semi-óperas, las comedias mitológicas y denominaciones afines, en las que la música se compone específicamente para ellas, aunque fragmentos más o menos extensos de texto declamado tengan también un papel destacado). Flórez lo dice así: «Siendo la música elemento esencial en una zarzuela o en un baile, por mencionar dos formas teatrales musicales, no deja por ello de tener significación, función y características específicas en otros no musicales como la comedia o el entremés» (p. 15). En este sentido la autora dedica el tercer capítulo de su libro a los «Géneros teatrales esencialmente musicales» y el cuarto a los «Géneros parcialmente musicales».

Puestas así las cosas no está por demás aclarar, para quien se inicie en este tema y aún no lo sepa, que, en la época, muchas obras de teatro se denominaban y se conocían como comedias, algunas «famosas», pero en realidad eran fiestas cantadas, zarzuelas, etc. Para muestra baste un botón: Los Juegos Olímpicos (1673), «Comedia famosa» de Agustín de Salazar y Torres que todos consideramos zarzuela por las numerosas intervenciones musicales que tiene, además de su argumento mitológico y de su desarrollo escénico2. Tampoco será superfluo recordar otro punto importante: la música que se cantaba en nuestro teatro clásico no se nos ha conservado de manera específica, concreta o elocuente. Dos estudiosos, especializados en la música secular o profana del siglo XVII, así lo afirman en base a su experiencia y a sus investigaciones realizadas durante los últimos años. De esta manera, Luis Robledo opina que el hecho «de que no se haya conservado ninguna composición escrita expresamente para el teatro dentro del repertorio vocal profano del primer tercio del siglo XVII supone un serio obstáculo para la inteligencia completa de un fenómeno que sabemos importante»3. Y Judith Etzion mantiene que «todavía no se ha establecido que alguna obra de los cancioneros polifónicos del primer cuarto del siglo XVII haya sido compuesta de manera explícita para el teatro»4.

Flórez no pierde nunca de vista esta realidad, ni otras, ya que su libro es muy completo, como tendremos ocasión de comprobar, y deja constancia de ello en el primer capítulo dedicado a los «Géneros musicales» (música vocal, música danzada y bailada, y música instrumental). Por otra parte, ya encontramos aquí sistematizada de modo claro una de las cuestiones capitales del libro, como es la diferencia estilística que se da en la música de las dos mitades del siglo XVII: «Durante la primera mitad del siglo predominará el estilo polifónico formado por canciones a dos, tres y cuatro voces con acompañamiento instrumental; en la segunda mitad será la canción a sólo, también con acompañamiento instrumental, la que domine la música teatral hispana» (p. 18).

De manera más o menos generalizada, todos los que nos dedicamos al estudio de la música vocal profana del siglo XVII, en su doble vertiente cortesana y teatral (nos referimos al teatro clásico), estamos de acuerdo en el trasvase que se da entre ambos espacios, si bien nos guardamos de confundir el repertorio de música vocal de cámara, que es el que consta mayoritariamente en los cancioneros polifónicos, con el repertorio de música incidental para el teatro, lamentablemente no conservado. Por otra parte, reconocemos que la propia configuración de la música sufre algún cambio según sea su espacio de actuación e intuimos que ese cambio es debido a condicionantes externos a la propia sustancia musical, que, en el caso del teatro, serían el nivel de preparación musical de los cantantes (actores o actrices), las alusiones o referencias sobre los músicos que dramaturgos y poetas dejaron escritas en sus obras -y que demostraban tanto la admiración de los escritores hacia los compositores como dejaban entrever la posible colaboración entre ambos- o, más concretamente, el índice de tradicionalidad de algunas coplas, estribillos o cantarcillos que, por pura lógica, serían cantados con su propia música, también tradicional, y ésta sí que, en ocasiones, conservada en los cancioneros poético-musicales o en la pervivencia folklórica reciente. Ejemplos de estos cantarcillos los hallamos con relativa abundancia, como es el caso de las comedias de Lope, donde se cantaban piezas tan celebérrimas como «¡Deja las avellanicas, moro!», «Al villano se lo dan» o «Amor loco, amor loco». Esta última, transmitida en los manuscritos poético-musicales de la Biblioteca Nacional (Madrid) denominados Romances y letras de a tres voces, ofrece detalles musicales muy importantes para la inteligencia completa de la utilización, reutilización y modificación de los tonos en el teatro5. El caso de «Amor loco, amor loco», debidamente rastreado por Margit Frenk en su imprescindible Corpus de la antigua lírica popular hispánica, viene a demostrar cuán acertadas son las palabras de Flórez que reafirman opiniones ya consensuadas de Etzion, Robledo o Stein, y que subscribimos plenamente: «En la primera mitad del siglo predominan los tonos polifónicos con acompañamiento instrumental, que en muchas ocasiones son reelaborados a partir de canciones populares bien conocidas. Es una época en la que los músicos al servicio del rey componen muchos de estos tonos, que se interpretan no sólo en palacio sino también en las casas particulares y en el teatro, sin que esté muy claro si se trata de música popularizada por el teatro que pasa al repertorio camerístico o al revés» (p. 36).

Permítasenos comentar otro ejemplo de trasvase entre ambos repertorios, pero sin índice de tradicionalidad. Es el caso de la pieza «Olas sean de zafir», posiblemente obra del compositor Manuel Correa, conservada en el Libro de Tonos Humanos (compilado entre 1655 y 1656)6 y que Agustín Moreto incluyó en su comedia El desdén con el desdén (1654) con la pertinente didascalia sobre su interpretación musical. En el Libro de Tonos Humanos la composición consta de cinco cuartetas y un estribillo, mientras que Moreto en su obra hace cantar exclusivamente la primera de ellas y otras dos que nada tienen que ver con el tono de Correa. Ante esta situación caben varias hipótesis, pero haremos referencia a las dos que consideramos más importantes. La primera es que el texto de Moreto suscitó el interés de Correa quien lo puso en música y lo incluyó en el Libro de Tonos Humanos, obviando las otras dos cuartetas y sustituyéndolas por otras cuatro y un estribillo, que habría escrito él mismo o un poeta que trabajaría con o para él. Y la segunda es que la composición musical ya circulaba manuscrita con texto poético de autor anónimo, y Moreto consideró oportuno incluirla en su comedia como una pieza incidental, ya fuera para reforzar la acción o para ilustrar musicalmente determinado pasaje, utilizando sólo la primera cuarteta y escribiendo, quizá él, las otras dos. Nunca podremos saber lo que sucedió exactamente puesto que, en el Siglo de Oro, el intercambio de textos era una práctica común, por no hablar de las deturpaciones y las variantes que a veces nos desesperan y a veces nos llenan de júbilo, porque, cual hilo de Ariadna, nos ponen sobre la pista, ya correcta ya errada, del autor de tal o cual romance. Pero no olvidemos la música, porque la pregunta acecha: ¿qué se cantaría exactamente en la representación de El desdén con el desdén? ¿La primera sección del tono, es decir, la música de la cuarteta tal y como consta en el Libro de Tonos Humanos?7 Posiblemente sí, puesto que esta sección a cuatro voces (SSAT) tiene sólo diecinueve compases, está compuesta en estilo homofónico y no resulta de difícil memorización para cantarla en escena; «las tonadas polifónicas de la primera mitad de siglo -apunta Flórez- se caracterizan por ser canciones que no exigen al intérprete grandes alardes vocales sino más bien buen gusto, una buena articulación que facilite la comprensión del texto al espectador-oyente, y sobre todo una gran expresividad, lo que se adapta perfectamente a las necesidades de la música teatral» (p. 25). Otra cuestión es el estribillo, compuesto en estilo imitativo, con fragmentos a solo que dialogan con el resto de la plantilla vocal y con una extensión de ochenta y dos compases, condiciones o características que, sin duda, lo harían idóneo para el repertorio camerístico habitual en la corte, pero no para el corral de comedias. A todas estas cuestiones que mucho conviene plantearnos, y a las preguntas que subyacen, responde perfectamente el libro de Flórez que arroja luz sobre todos estos aspectos, tanto literarios como musicales e interpretativos.

Trata la autora en más de una ocasión sobre la reutilización de melodías, populares o no, o la creación de melodías nuevas y lo hace conociendo a fondo el tema y hablando con sentido común. Abundando en ello, y tras observar la música (que es lo más importante), podemos plantear hipótesis bien fundamentadas. Por ejemplo: que la versión musicada a cuatro voces por Juan Pablo Pujol de la canción «Es verdad que yo la vi» (con la variante «oí» por «vi»), conservada en el Cancionero Musical de Olot (ff. 67v.-69), y que Flórez nos facilita glosada en La fiera, el rayo y la piedra de Calderón, refiriendo también las aportaciones de Wilson, Sage y Stein que nos dicen que la canción fue citada, además de por Calderón, por Suárez de Deza, Vélez de Guevara, José de Valdivielso y Agustín Moreto, pues sabido todo esto, planteamos que esta versión podría muy bien haberse cantado en escena. El texto es antiguo y viene recogido en El cancionero manuscrito de 1615, como refiere Rodríguez-Moñino, y es muy posible que la música de Pujol sea una recreación polifónica de una melodía tradicional.

En este sentido, suponemos que Flórez, al igual que nosotros, también echará en falta un repertorio de melodías que aclararía muchas dudas en el tema que nos ocupa y en muchos otros temas de nuestra historia musical. Lo decía Jacinto Torres hace casi treinta años: «[...] lo dramático que resulta carecer de cosas tan elementales como un repertorio solvente y unificado de fuentes, un catálogo de primeros versos, un índice de melodías»8. Sin embargo, las cosas siguen igual, a pesar de que la tecnología informática actual facilitaría en gran medida la realización de trabajos de esa índole. Pero no es hora de lamentarse; ya sabemos que este tipo de tareas no las sufre la «cólera española» (permítasenos su adscripción o derivación hacia la ciencia), entre otras razones porque se necesitan equipos humanos bien cohesionados que, siendo sinceros, no abundan en una disciplina como la nuestra, parte de la cual, siendo más sinceros aún, ha cosechado escasa fortuna en la academia y ha mostrado una manifiesta inclinación por grandes utopías y prolongados delirios. Sigamos con las apuestas personales y construyamos nuestra historia musical poco a poco, como podamos, conociendo y gustando continuamente de más y mejores obras.

El segundo capítulo «Condición y funciones de la música en las obras» se inicia estableciendo una distinción entre «música incidental», es decir, la que se incluye en la obra teatral pero que no afecta al argumento ni al desarrollo de la acción, siendo prescindible por ser meramente ornamental, y la denominada por la autora «música integrada», la cual no se debe suprimir de la obra puesto que está imbricada en ella y puede considerarse «como auténtica música teatral», ya que puede afectar «a la trama, a los personajes o al lenguaje» (p. 109). En este sentido comenta Flórez algunos aspectos de El persiano fingido (1674), entremés cantado de Gil López de Armesto que incluye en su trama la primera cuarteta de una de las barquillas que Lope de Vega inserta en La Dorotea (1632), aquella que dice: «Para que no te vayas, / pobre barquilla a pique, / lastremos de desdichas / tu fundamento triste». Nos informa la autora de que dicha cuarteta la cantan, en el entremés citado, «Sebastiana y Luisa Fernández», célebres actrices-cantantes de la época, de la misma manera que «Luisa Romero y Mariana» cantan unos versos que empiezan así: «Ahora que la noche / con el horror y el sueño» (p. 111). En la línea de Stein, Flórez aporta más datos y nos informa detenidamente de aspectos interesantísimos. Por nuestra parte, no queremos dejar pasar la oportunidad de comentar lo siguiente: la cuarteta de Lope, y varias más que obviamos en aras de la brevedad, se hallan puestas en música por Bernardo Murillo en el Libro de Tonos Humanos9, para cuatro voces (SSAT), en un estilo imitativo que alterna las parejas de las voces en terceras paralelas (bicinia) y que, a tenor de lo que nos dice Flórez, no sería de difícil interpretación para las actrices-cantantes que ella refiere. Para los otros dos versos no conocemos testimonio musical polifónico ni tampoco a dúo, a pesar de que sería un tono famoso en aquel tiempo; sólo se nos ha conservado una brevísima versión para voz sola en «una ensalada burlesca» que resulta ser una Jácara con variedad de tonos10, en la que se citan los dos primeros versos de diversos tonos poético-musicales que nos resultan familiares, pues los conocemos por otras fuentes (por ejemplo, «Bellísimo Narciso», «Gigante cristalino», «Don Pedro, a quien los crueles», etc.). Todos esos versos vienen entrelazados en un popurrí que forma un argumento coherente en relación al Nacimiento. Es posible que en el entremés que cita Flórez se cantara una versión a dos o más voces, que presentaría una cita intertextual de la frase musical de la jácara que se nos ha conservado, pero esto no lo sabemos. Lo que sí sabemos es que la estrofa que incluyó López de Armesto y que empieza con el verso «Ahora que la noche» es la primera de unas endechas reales escritas por Antonio de Solís y Ribadeneyra11 que, tras la lectura que hemos hecho de ellas, nos permiten llegar a la conclusión de que el yo poético opta por morir de amor ante la imposibilidad de tener a Filis. En definitiva, y ya para no extendernos más, recapitulamos: en un entremés «representado y cantado» de López de Armesto hallamos versos de un romancillo piscatorio que Lope escribe e inserta en una acción dramática en prosa con tintes de novela autobiográfica como es La Dorotea; versos de Antonio de Solís, secretario privado de Felipe IV y comediógrafo de éxito en su tiempo, que él mismo define como «sentimientos de un amante que se hallaba empeñado en perder a su dama»; la interpretación de dos cantantes-actrices que, muy probablemente, cantarían la música que Bernardo Murillo destinó a la barquilla lopesca y que se nos ha conservado en un códice copiado por el capón Diego Pizarro para el Convento del Carmen de Madrid; otra interpretación musical que, quizá, estuviera basada en la melodía que nos ha transmitido esa Jácara con variedad de tonos, anónima y enigmática, que se conserva en la Biblioteca de Catalunya (M 753/24) y que algún día estudiaremos detenidamente. Ante esta situación, ¿quién puede negar que los poemas y las músicas de nuestro Siglo de Oro son una auténtica maraña de referencias, citas intertextuales, préstamos, remisiones, etc., con un sinfín, además, de autores conocidos y anónimos? Y todo ello bien mezclado y dispuesto, para que nosotros, musicólogos y filólogos, intentemos poner orden en este entramado poético-musical. Por todas estas razones el libro de María Asunción Flórez resulta interesante, imprescindible e importante.

En este segundo capítulo, nos resulta particularmente atrayente el apartado dedicado al lenguaje musical (pp. 126-134), tan próximo a nuestra línea de investigación. Flórez destaca que para el correcto análisis de la música teatral, tanto la incidental como la integrada, sería de mucha utilidad realizar un estudio detenido de los procedimientos seguidos por los compositores a la hora de musicar textos para la escena. La autora no puede hacerlo en el margen de esta obra pero este tema es una asignatura que tiene pendiente la musicología española. De momento, resulta fundamental realizar una primera aproximación al tema desde la ladera ecdótica que nos ofrece la crítica textual, en lo referente a la transmisión de estas obras cuando se dispone de dos o más testimonios. Las variantes que se producen entre ellos, tanto musicales como literarias, siempre son interesantes y de hecho arrojan luz sobre aspectos pragmáticos y funcionales de la composición, y de las complejas relaciones entre la música y el texto. Tal es el caso de «Crédito es de mi decoro», pieza de Hidalgo con características de «lamento», cuya configuración y discurso recoge con detalle Flórez (pp. 133-134), y que ofrece la particularidad, sin duda, interesante, de habérsenos transmitido en tres testimonios: en la Biblioteca Nacional (M. 3880/32, «Solo de Juan Hidalgo, de la muerte de Canente»), en el Manuscrito Guerra (ff. 99v.-100r., sin ninguna indicación) y en el Archivo de Música de la Catedral de Segovia (51/26, «Humano recitativo»).

El libro de Stein ha marcado una línea de investigación fructífera, no cabe ninguna duda al respecto, pero también es verdad que Flórez la amplía en determinados aspectos, por ejemplo, aportando nuevos datos en el caso concreto de la célebre canción de Góngora «Aprended, flores, en mí / lo que va de ayer a hoy, / que ayer maravilla fui / y sombra mía aún no soy» que, por Flórez, sabemos que Quiñones de Benavente la parodió en su entremés Lo que pasa en una venta, de la siguiente manera: «Aprended, asnos, de mí / lo que va de ayer a hoy, / que ayer desdichado fui / y hoy apetecido soy» (p. 148). He aquí una prueba más del continuo juego intertextual que podemos apreciar en nuestro repertorio, tanto poético como musical, porque habría que estudiar la versión musicada anónima a cuatro voces que se nos ha transmitido en el Cancionero Poético-Musical de Coimbra (MM. 227, f. 10), y que también ofrece otra variante de la canción gongorina, «Aprended, flores, de mí / pues que en espacio de un día / breves nacéis y morís». ¿Se cantaría esta música en el entremés de Quiñones?

Un aspecto que queremos destacar y que Flórez recoge en este segundo capítulo (pp. 156-157; después vuelve a él en el capítulo siguiente, p. 336) es el referente a las teorías del ethos, que Tomás Vicente Tosca refiere con detalle y buen criterio, aunque llegue a comentar «que bien miradas parecen increíbles»12. Por su parte, Cerone se mostraba respetuoso con la tradición antigua pero en el fondo consideraba que «es más que verdad que un buen compositor ordenará que todos los tonos sean melancólicos, o alegres, como él quisiere, y esto por acompañar las consonancias cuando de una y cuando de otra manera, usando a veces muchas terceras y sextas menores, con muchas disonancias y ligaduras; y a veces usando muchas sextas y terceras mayores, y muchas decenas»13. Permítasenos traer a colación también las palabras del rey João IV de Portugal en su Defensa de la música moderna: «El compositor debe escoger tono, o modo a propósito de lo que dice la letra, porque esto ayuda al efecto de mover, mas esto sólo no basta como refieren los antiguos; el pasar de unas consonancias a las otras, el salir fuera del tono, y el tornar a él, mudar de género, poner notas apresadas o vagarosas, el aprovechar de los signos graves, o agudos, esto es lo que mueve, y el decir la letra con el natural del compositor»14. Decimos todo esto porque coincidimos con la autora en la intención que tenemos de superar la dificultad de establecer unas categorías analíticas que nos permitan penetrar en los mecanismos compositivos de los tonos humanos. La teoría del ethos no sirve a nuestro propósito y, por ejemplo, una pretendida diferenciación entre música teatral y música no teatral, tampoco, puesto que la uniformidad entre ellas es manifiesta, tal y como reconoce Stein y la propia Flórez quien con estas palabras lo expresa perfectamente: «[...] aunque en el teatro musical español ya se empleaban distintos tonos para personajes de niveles diferentes, y también se utilizaban los recursos enfáticos de la música, la música teatral española del siglo XVII no se adaptaba a las necesidades de la ópera ya que apenas se diferenciaba de la música no teatral, y además estaba muy influida por la música popular, pues como ya hemos visto, desde sus orígenes el teatro español se caracterizará por la presencia de la lírica tradicional en letras para cantar y el uso de canciones populares» (p. 291, ya en el tercer capítulo). Recordemos, por otra parte, la opinión de Luis Robledo: «Otros rasgos estereotipados los encontramos en ciertos diseños melódicos, en giros armónicos o en fórmulas cadenciales que ostentan una tal semejanza entre sí [...] que en nuestro caso serían muchos los autores escribiendo repetidas veces "el mismo" tono»15. Es cierto, y Flórez lo ratifica cuando nos dice «que algunos de los procedimientos armónicos y de retórica musical empleados por Hidalgo eran utilizados habitualmente por otros compositores de tonos humanos polifónicos ya en la primera mitad del siglo» (p. 193, n. 96, también en el tercer capítulo). En efecto, puede observarse buena parte de esa música fragmentada en incisos melódicos, peregrinos de romance en romance, contrahechos de tono humano a tono divino, en frases musicales, incluso, de parecido extraordinario que viajan por tal o cual villancico, seguidilla, letrilla, canción, en préstamos rítmicos, melódicos y armónicos que los compositores se hacen mutuamente, en trueques entre estrofa y estribillo, desafiantes a la individualización y, en definitiva, inmersos de pleno en ese juego intertextual propio del gesto creativo de la imitación compuesta, en el que todo es de todos, bien entendido sea este totum revolutum para darle a cada cual lo suyo.

En este tercer capítulo, dedicado a los «Géneros teatrales esencialmente musicales», y al hilo de lo que estamos comentando, Flórez, compartiendo la opinión de Stein, no duda en otorgar autoría a la tonada «¡Alerta, que de los montes!» -que es la canción de Mercurio de la zarzuela Los celos hacen estrellas de Juan Vélez de Guevara- a Juan Hidalgo, a pesar de que en el manuscrito consta claramente el apellido de Francisco Guerau, guitarrista de la Real Capilla, en base a los «madrigalismos [...] que constituyen uno de los rasgos característicos del estilo de Hidalgo con los que reforzaba la expresividad» y también «por la relación semántica que se establece entre el texto y la música» (p. 277). Tenemos, pues, aquí una manera de individualizar algún rasgo estilístico concreto para adscribírselo a un compositor.

Este tercer capítulo, que es bastante extenso e importante, nos ofrece, entre otras consideraciones, interesantes comentarios sobre la loa, el baile, la jácara y la mojiganga, y análisis bien detallados y documentados, incluyendo ejemplos musicales transcritos por Robledo, sobre las fiestas reales que tan transcendentales son para nuestra historia lírica y teatral, como los Triunfos de Amor y Fortuna de Antonio de Solís -en la que Flórez subraya la influencia de Calderón-, zarzuelas como la citada Los celos hacen estrellas y óperas como La púrpura de la rosa y Celos aun del aire matan, ambas de Calderón e Hidalgo, que tratan sobre sendas fábulas narradas por Ovidio en sus Metamorfosis: Venus y Adonis para La púrpura, y Céfalo y Procris para Celos, obras, dicho sea de paso, «que ocupaban un lugar prominente entre las pinturas mitológicas de tema amoroso que decoraban el Alcázar» (pp. 295-296). Por Flórez nos enteramos, además, de muchas cuestiones desatendidas en las ediciones modernas de estas obras. La autora contempla todos los aspectos de la representación y de la composición literaria y musical: el argumento, los personajes y los actores, la música (partes corales y partes solistas), la instrumentación, la importancia del texto con su simbolismo y con las innovaciones introducidas por los dramaturgos, etc. Precisamente todos estos aspectos los sintetiza Flórez en seis características definitorias y representativas, que le permiten diferenciar un estilo teatral musical español. Son las siguientes (pp. 314-342): importancia del texto, a cuyo servicio se pone la música; inclusión de formas típicamente hispanas; uso «hispano» de los recursos musicales; expresividad reforzada por la armonía; caracterización musical de escenas y personajes; protagonismo de las voces femeninas.

En el capítulo cuarto trata Flórez de los «Géneros parcialmente musicales», esas obras breves, pero no por ello menos interesantes para su estudio, como el entremés, «género a partir del cual parecen haberse originado todos los demás [en opinión de Huerta Calvo, y en el que paradójicamente] la música tiene menor importancia, aunque en ningún caso esté ausente» (p. 351), y esas obras complejas, como la comedia -no olvida Flórez la referencia obligada al Arte nuevo de Lope- y el auto sacramental, importantísima aquí la figura de Calderón para los autos del Corpus en Madrid.

Hemos señalado anteriormente que este libro significa una aportación importante al tema objeto de su estudio y que, como es lógico por el paso del tiempo y por los nuevos documentos que se van conociendo, añade otros conocimientos al libro de referencia de Stein. Por otra parte, y gracias a su formación como cantante, Flórez está perfectamente capacitada para estudiar, reflexionar y analizar determinados aspectos de su especialidad en el capítulo quinto, en el que trata, entre otros temas, de los parámetros fónicos, técnico-modulantes y expresivos, todo ello referente a la formación profesional del actor, y de la educación musical, aspecto interesantísimo que nos permite a los investigadores tener información precisa sobre las capacidades reales del actor-músico en la escena. Señalaba Flórez, al tratar de las loas, la habilidad de los músicos de cara a una interpretación improvisada o perentoria: «El dato es importante porque refleja la rapidez -apenas cuatro días- con la que los actores profesionales, cuyos conocimientos musicales suelen ser puestos en duda por los investigadores, aprendían (no sólo debían memorizar sino que además había que ensayar) texto y música» (p. 187).

Sobre el tema de la educación musical en España, tiene en cuenta la autora los testimonios literarios, la educación musical cortesana, la habilidad musical de las damas, la educación musical de los actores españoles, con los precedentes italianos, las escuelas públicas y los maestros particulares, la formación dentro de la familia, los aspectos sobre la técnica vocal, como la respiración, la emisión, sin olvidar la especialización musical femenina y los músicos de las compañías.

El libro se cierra con unas conclusiones y unos imprescindibles índices de obras y onomástico. No hubiera estado por demás facilitar la bibliografía pertinente, ya que no siempre es cómodo tener que acudir a los índices y después a la página correspondiente para hallar la referencia bibliográfica buscada. Además, un libro de esta envergadura, con el volumen tan considerable de fuentes que maneja la autora, la presencia de una bibliografía es requisito prácticamente indispensable. Puestos a pedir, hubiéramos deseado, también, una mayor coherencia en las citas al pie, una mayor presencia de ejemplos musicales y un papel de mayor gramaje que no transparentara tanto. Pero estos son aspectos puramente formales. Hemos de señalar dos imprecisiones que hemos observado: Álvaro de los Ríos fue «si no el primero, tampoco el segundo», y no también (p. 20, última línea); y el Cancionero de Lisboa (p. 20) y el Cancionero de Ajuda (p. 84, n. 307) es el mismo; y es preferible llamarlo Cancionero de Lisboa16 para no confundirlo con el famoso Cancioneiro da Ajuda, uno de los códices más representativos de la lírica galaico-portuguesa medieval (s. XIII).

En relación al contenido, planteamiento y exposición del libro sólo tenemos que elogios. Era un libro necesario; se lee facilísimamente por su amenidad, a medio camino entre el ensayo y la monografía, y, sin duda, vendrá a sumarse al resto de trabajos de quienes nos esforzamos por acortar «la distancia que hoy en día separa los estudios literarios de los musicales» (p. 157).





 
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