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Capítulo LXXIV

Ríndese la ciudad a discreción

     Animado con este celestial favor prosiguió el Rey en el sitio dando calor a su ejército, y apretando cada día más a los enemigos. Era la principal batería cerrarles los socorros, y esta la consiguió con tanto acierto, que sólo a nado cubierto con la obscuridad de la noche podía uno u otro pasar del castillo de Triana a la ciudad. En esta y aquel era inmensa la morisma, y ya faltaban las vituallas; y aunque en los reales no había exceso, había por lo menos aquella abundancia que da la esperanza de tener la puerta abierta para recibirlos siempre que se pusiese delante más viva la necesidad. Viendo esto los moros trataron de conciertos. Hicieron su llamada, y saliendo pidieron por pacto para entregar el alcázar, que la renta con que contribuían al Miramamolín se dividiese en dos partes, de las cuales la una darían al Rey, y la otra se quedase para Axataf, y los moros todos quedasen con sus haciendas. Este medio le soñaron por las especies que tenían de Granada; pero era a la verdad sueño alegre, pues ganaba Axataf en renta lo que daba en el castillo, respecto de que la contribución al Miramamolín siempre salía de Sevilla. Daba la mitad de lo que no era suyo, y tomaba para sí otro tanto de lo que quitaba. Oyó el Rey esta primera proposición por medio de don Rodrigo Álvarez, señalado para que pasase oficios. Mandole que no les respondiese, porque ni respuesta merecía el atrevimiento; y verdaderamente hay avilanteces a que sola puede responder la espada. Estaba muy sobre sí el Rey, y muy seguro ya de la conquista con las noticias que le habían venido del cielo en su maravilloso rapto, y sabía que los moros habían de venir a buenas aunque empezaban tan de recio, y así se explicó que no se tratase de capitulaciones si no dejaban libre la ciudad. Volvieron los moros no bien despachados, y aunque hallaron tan mala acogida, intentaron con repetidas instancias sacar algún partido. Mitigaban mucho cada vez las condiciones pasadas. Ofrecían una tercera parte de la ciudad, luego la mitad, luego dos partes de tres, que prometían dividir con muralla a su costa, creyendo siempre que cedería el Rey, en cuyo campo no abundaba ni el mantenimiento ni la salud; pero viendo que en el Rey había constancia para mantener lo dicho y en ellos no había resistencia para más tiempo, cedieron a Dios, y a la fuerza la ciudad y su cetro.

     Con esta última determinación volvieron al real ofreciendo la ciudad libre, y pidiendo sólo se les dejase derribar la mezquita mayor. Mostraron reverencia en su ceguedad, y no les sufría el corazón ver purificado su adoratorio. Oyó el Rey la propuesta, y recibiendo la ciudad, lo remitió por lo que tocaba al derribo de la mezquita al infante don Alonso a quien sin duda tenía prevenido, y quiso partir este acto de jurisdicción con quien le había de suceder en la conquista. El Infante oyó serio la representación, y respondió que su padre era el Rey a quien tocaba mandar; pero que remitido a su Alteza el expediente, respondía, que con sólo un ladrillo que quitasen de la mezquita, quitaría de su lugar todas las cabezas a todos los moros.

     Con este mal despacho se retiraron a la ciudad, y hallando que no se les concedía su primera idea, fingieron otra, cuyo fin no es fácil descubramos, pues habiendo muerto los que lo idearon, no se puede averiguar el motivo que les gobernó. Volvieron a salir, y pidieron que se les permitiese derribar la torre mayor, que ellos se obligaban a hacer otra igualmente costosa y magnífica. Esto a la verdad no se entiende, porque su memoria igualmente la conservaba una torre que otra. Si era porque no sirviese a los cristianos la torre que había servido a su falso culto, el mismo o mayor reparo debían tener en fabricar de nuevo otra para consagrarla al verdadero Dios, sacrificando para esto sus sudores. Si era por conseguir algún pacto, podían haber ideado alguna otra condición menos ruidosa para el vencedor, y de mayor facilidad para el vencido. Últimamente si el fin fue tomar aquel tiempo que forzosamente se había de gastar en derribo y fabrica, bien pudieron conocer sería, como fue fácil, a la piedad dar este consuelo al vencido, y que no era debido permitiese la honra condición tan extraña, y que ellos mismos en la representación que hacían de fabricar otra, daban a entender que conocían su aspereza. El Rey remitió esta nueva proposición al Infante, quien sin pararse les respondió mirasen bien lo que hacían, porque un solo ladrillo que reconociese removido de la torre, quedarían sepultados en los campos de Sevilla todos los moros y moras que la habitaban.

     Desesperados, pues, de todo partido, y sin esperanza de poder vivir más tiempo encerrados, se sacrificaron a la necesidad rindiéndose en todo, y entregando el dominio de la ciudad, que ofrecían, a los siete días, rogando a la conmiseración se les permitiese este corto tiempo para disponer su viaje y vender sus haciendas. Como aquí lo que al Rey se le pedía era que usase misericordia con quien ya estaba rendido; satisfecha ya la majestad, obró el corazón piadoso, y no quiso remitir el memorial, sino que al punto le despachó bien, enseñando a los moros, que en cuanto habían querido contratar como iguales, los había tratado como enemigos; pero luego que los vio como vasallos los miraba en cuanto podía como a hijos.

     Volvieron los comisarios a la ciudad confusos, tanto como de su rendimiento, de la piedad del Rey, cuyo manto cubría a los amigos, y a los enemigos, y quedó el campo vencedor con aquella abundancia y descanso que trae la alegría de haber vencido. En la ciudad donde ya temían sus vidas, fueron recibidos con consuelo de que no venían con decreto de salir esclavos. Fueron estos pactos día de san Clemente a 23 de Noviembre, felicísimo para España, glorioso para la religión, triunfante para el reino, y en que a costa de inmensas fatigas se segó el fundamento y esperanza que tenía la secta mahometana de triunfar segunda vez en toda España con universal dominio.

     Antes que se cumpliesen los siete días suplicaron los moros alguna prorrogación de término; y no es mucho la necesitasen para vender sus muebles, que por pocos que cada uno tuviese serían sin número en el todo. El Rey también necesitaba de más tiempo para que se dispusiese el triunfo. Este quiso fuese, como fue, de la religión y de María Santísima, y así se preparaba con real magnificencia. Concedióseles la prorrogación, en que era ninguno el inconveniente, porque cumplidas las capitulaciones y días en que se habían obligado a rendir la ciudad, y los lugares que de ella dependían, excepto Niebla, Texada y Aznalfarache, entregaron los moros a Sevilla, de cuyo presidio cuidaba el infante don Alonso de Molina, hermano del Rey, y el infante don Alonso el Sabio, y don Rodrigo González Girón. Dividiéronse entre sí la posesión, tomándola el infante don Alonso, hijo del Rey, y don Rodrigo en los palacios, que según autor que con singularidad indagó estas noticias, eran donde hoy es el convento de san Clemente de monjas de san Benito; y el infante don Alonso de Molina de la torre del Oro; y las puertas, que eran doce, se entregaron a ricos-hombres, de que con distinción no nos dejaron noticia alguna.

     Un mes se mantuvo esta suspensión de armas, y esta entrega de la ciudad, que siendo de los católicos la vivían los moros. Al fin ellos concluyeron sus ventas, y el Rey tenía ya preparado el triunfo, y de concierto de ambas partes se determinó la salida de los moros, y la triunfal entrada del Rey para el lunes 22 de Diciembre, día en que aquella iglesia celebra la traslación de las reliquias del glorioso san Isidoro su arzobispo, que por asegurarlas de la tiranía y vejación que podían padecer en el dominio mahometano, las llevó el respeto a la ciudad de León.



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Capítulo LXXV

Triunfo de María Santísima en su imagen con que entró el Rey magníficamente en Sevilla

     Amaneció sereno el mayor día del rey don Fernando por ser en el que consagraba a Dios el mayor de sus triunfos. Estaban preparadas todas las cosas, y salió del real el triunfo convertido en procesión. Iban delante todos los cabos del ejército, caminando ordenados al son de añafiles, cajas, y los demás instrumentos militares. Llevaban sus insignias, y sus armas desnudas: estas habían dado la victoria, y cuando se hacía ostentación del valor, no se debía ocultar el instrumento. Tremolábanse en el aire las banderas vencedoras, y llevaban arrastrando las vencidas todos aquellos a cuyo valor había dado la fortuna ocasión de que las ganasen. Seguían los ricos-hombres y principales del reino. No me atreveré a ponerlos en lista, he visto varias matrículas, y todas diminutas. No contarlos a todos es ofender a muchos, y ocupando hoy sus sucesores las primeras casas y sillas del reino, es buscar odios por un descuido, o una inculpable ignorancia. El repartimiento de Sevilla es el más claro instrumento que protocoliza los nombres de los conquistadores, y referirlos por menor aunque queramos estrechar el papel, ha de ser molesto a quien lea. Basta para pintura del triunfo el ponerlos como lo estilan en sus lienzos los pintores, muchas cabezas en donde se dibuja multitud, y ningún rostro donde se conozca retrato.

     A toda esta numerosa bizarría seguían las Ordenes con sus Comendadores, y a estos presidían los maestres don Pelayo Pérez Correa de Santiago, don Fernando Ordóñez de Calatrava, don Pedro Yáñez de Alcántara, don Fernando Ruiz prior de san Juan, don Gómez Ramírez maestre de los Templarios. Iba aquí también don Diego López de Haro, duodécimo señor de Vizcaya, y varios ricos-hombres que tenían ya en posesión oficios de distinción en la ciudad.

     A la testa de todos los seculares venía la clerecía, que se componía de los obispos de Jaén, Córdoba, Cuenca, Segovia, Ávila, Astorga, Cartagena, Palencia y Coria. Estos iban como de respeto delante del carro triunfal, que se había dispuesto sin perdonar nada al gasto, y dando cuanto pudo pedir la idea en lo magnífico. Estaba colocada en lo supremo, como triunfante, y cuyo era el día, la imagen de nuestra señora de los Reyes, según la mejor conjetura, como veremos. A esta Reina, de ángeles y reyes cedió su triunfo don Fernando, y a ésta iba sirviendo aquel día al lado del carro como su capitán con la espada desnuda. Acompañaban a la Reina del cielo la reina de Sevilla doña Juana, y a las dos majestad los infantes don Alonso el Sabio, don Fadrique, don Enrique, don Sancho, don Manuel, hijos del Rey: el infante don Alonso de Molina su hermano, el infante don Pedro hijo del rey de Portugal, el infante don Alonso, hijo del rey de Aragón don Jaime el Conquistador, Huberto sobrino del pontífice Inocencio cuarto, sin querer omitir aquí quien había nacido infante y heredero de reino, y se le debían todas las preeminencias por el feliz trueque que hizo de su sucesión en la verdadera fe don Fernando Abdelmon hijo del rey de Baeza. A todo este número de coronas, que se postraban a los pies y triunfo de la mayor Reina, seguía y cerraba la familia de sus nobles criados; y bien era menester empezar la comitiva en los reales, para que extendiéndose en la campana pudiese lograr que no confundiese el lucimiento su misma multitud.

     Caminó el triunfo pasando por el arenal. Por otra puerta habían salido los moros, cuya multitud parece increíble, si no lo atestiguaran la General de España escrita en tiempo del rey don Alonso el Sabio, y la crónica del santo Rey, que ambas aseguran pasaba de trescientos mil, sin muchísimas familias que tomaron el más sano consejo de quedarse en la ciudad vasallos de mejor rey. Encontráronse en el arenal el triunfo con sus despojos, y al emparejar Axataf con el Rey, le entregó en una bandeja las llaves de que después hablaremos. Esta ceremonia, que no pasaba de aquí, pues ya la ciudad estaba por don Fernando, fue dispuesta de concierta, sin duda porque el moro pensó dar a entender al mundo que él era quien daba la ciudad, y no la fuerza quien se la quitaba; y no reparó inadvertido que antes con esta acción manifestaba que no le quedaba esperanza de llegar a sus puertas, pues había entregado las llaves con que se abrían.

     Aquí tenemos dos procesiones que seguir, y como iban opuestas, no es posible acompañar la una sin alejarse de la otra. Seguiremos muy brevemente al moro, porque presto se nos han de perder de vista, y como el triunfo caminaba despacio podremos alcanzarle a tiempo. Prosiguió el moro su camino, y en un memorial antiguo se lee que subiendo al corro de Buena Vista, donde se pierde la de Sevilla, exclamó llorando tiernamente, volviéndose hacia la ciudad:�sólo un Rey santo pudiera vencer la resistencia que yo he hecho, y más si aun veo el corto número de su ejército comparándole con esta multitud que todavía me queda de soldados inútiles. Pero se han cumplido en mí por mi desgracia los decretos del grande Alá, que tenía en este tiempo determinada la pérdida de su ciudad, según los pronósticos con que nos ha avisado.� Esto dice el memorial citado, y este puede ser de corta autoridad, pero la exclamación es muy natural en un vencido.

     Para el socorro y buen despacho de los moros se dio providencia, y cien mil de ellos que se quisieron embarcar, hallaron naos, galeras, y otras embarcaciones que los condujeron a Ceuta; a los demás comboyó el maestre de Calatrava hasta Xerez, de donde se esparcieron por los lugares que todavía les quedaba en la Andalucía; y como ya divididos no los podemos seguir volvamos a observar al Rey, que prosiguiendo su triunfo entró en la ciudad, y se encaminó a la mezquita mayor. A esta la había purificado el día antes don Gutierre arzobispo de Toledo, según leemos en la crónica. Aguardaba este en la puerta, y en ella entró el carro triunfal, dispuesto con tal arte que dándole vuelta con breve artificio sirvió de altar portátil. En él se celebró misa por el mismo don Gutierre, tremolándose al mismo tiempo el estandarte del Rey, que se colocó postrado a los pies de María Santísima, y se guarda hasta hoy, como veremos: y por la parte exterior de la iglesia se enarboló en su alta torre el estandarte real de la santa Cruz, y dejando así por Señora de su casa a la efigie de la Virgen, conságranlo a su devoción el templo, y entregando a su patrocinio la ciudad, pasó el Rey a tomar posesión del alcázar, trono que como propio de la majestad no quiso ocupar el Infante, y quedó honrada Sevilla con el mayor triunfo y posesión de las majestades de cielo y tierra.



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Capítulo LXXVI

Discúrrese cuál fue la imagen de la Virgen que entró en Sevilla

     Cuál fue la efigie que entró triunfante en el carro, es bien difícil de resolver. Eran varias las que consigo traía siempre el Santo, que en distintas disposiciones excitaban continuamente su devoción. Los devotos de dos de las imágenes, que indispensablemente fueron de san Fernando, batallan a libros y conjeturas cada uno por su favorecedora. Los unos defienden que es la estatua de la Sede, que se conserva aún en el altar mayor de la santa iglesia, los otros no admiten partido sobre que fue nuestra señora de los Reyes, que con singularísimo culto se venera en su capilla. Los primeros tienen por evidente el argumento de que sin duda se colocaría el carro con la imagen triunfante en el lugar principal de la iglesia donde tocaba el altar que llamamos mayor, y siendo esto tan natural, lo es más que una vez colocada no mudase de sitio. No concluye esta razón a los devotos de nuestra señora de los Reyes, pues es muy común en las iglesias dar como casa a parte en una capilla suntuosa a la imagen de mayor veneración y respeto, así porque se suele ensanchar la devoción más ardiente en sitios más recogidos, como porque es una especie de singularidad tener trono a parte, y sitio todo el día desocupado para poder llegar con sus memoriales todos los dependientes, sin tener que hacer antesalas a los oficios del coro que ocupan la mayor parte del día la capilla mayor.

     Y sin estas conjeturas citan por su parte a la inmemorial tradición, que sin interrupción ni variedad nos dice que cuando quieta ya Sevilla se formó al modo cristiano la mezquita ya purificada, se colocó nuestra señora de los Reyes en una capilla de la nave de enmedio, en lo superior de la mezquita, cerrándola con balaustres de hierro, y haciéndola capilla real, y más abajo se dispuso la capilla mayor, y en ella nuestra señora de la Sede, a quien por estar sentada dieron este nombre, y luego más abajo el coro, y la demás disposición de la iglesia; y esta tradición es cierto la deben deshacer los autores contrarios, porque prueba mucho, y cuando nada hay escrito en testimonios irrefragables, suplen a los ojos los oídos. La efigie es hermosa y devota, rostro grave, afable y modesto: toda se compone de goznes, con los cuales se puede manejar para colocarla en la postura que dictase la devoción. No falta quien intente con firmeza ser obra de manos de ángeles, porque no hallando san Fernando, en varias que mandó ejecutar, quien imitase la idea de la que había visto en un éxtasis, solicitando artífices, se le ofrecieron dos jóvenes a llenarle en un todo la fantasía, y habiendo trabajado esta efigie, aunque solicitó verlos para satisfacerlos, nunca los pudieron hallar, como que estaban pagados con que quedase el Rey satisfecho; y a la verdad quedaban ellos contentos con haber obedecido a quien les mandó trabajar. Esta opinión, que sube del grado de vulgar, tiene a su favor lo admirable de la estatura que parece excede a lo que pueden, y de cierto pasa mas allá de lo que pueden ejecutar los artífices.

     Ni el cielo, si la hizo, deja de confirmar esta tradición con prodigios de singular providencia, porque siendo de las imágenes que se visten para este asunto, ha dispuesto el respeto, que en vez de camarera sirvan a esta Señora sus capellanes, que aunque hagan con menos pulidez el oficio, tienen la mayor decencia de sacerdotes, sin que se haya permitido entre a poner mano en su adorno quien no la tenga consagrada de orden sacro. Estos, pues, con el mayor respeto reconociendo muy antiguo, y con el deslustre que lleva consigo el tiempo, el interior vestido de la imagen, determinaron mudarle; pero, o fuese que no usaron de toda aquella decencia que podían haber prevenido, u otra singular providencia, ellos pagaron su atrevimiento con su vida, o con su salud; tradición que ha obligado a que se conserve aun la túnica interior misma que tenía vestida cuando entró en la iglesia.

     Todas estas circunstancias nos inclinan a persuadirnos, que la imagen que entró triunfante en Sevilla fue la de los Reyes, y a la verdad en el triunfo es muy de creer llevaría el Rey entre todas sus imágenes aquella que fuese más devota, y más plausible, como ha quedado para siempre este santo simulacro; y aun tenemos mayor fundamento con que corroborar este discurso con licencia de grave autor, bien informado de las glorias de Sevilla, que quizás por quedar bien con todos no se atrevió a resolver por ninguno. Duran hasta el día de hoy en la capilla nueva de los Reyes, trono de este venerable simulacro, ministros que con bien rara distinción no usan los nombres que generalmente tienen los oficiales de las iglesias, sino los propios de la casa real, habiendo sus mayordomos, sus reyes de armas, tesorero, monteros, vasallos y guardas, y estos oficios con sus nombres todos de palacio los señalan hasta el día de hoy los reyes, y a cada uno se le da su despacho en forma como a criado de casa real; y si bien esta singularidad no consta en instrumento jurídico hasta el año de 1304 en un privilegio del rey don Fernando el cuarto, este hace relación a tiempo más antiguo, y en cualquiera que sucediese es constante, que no expresándose causa de tan rara novedad, y hablando sólo de ponerla más en forma el ordenamiento referido, era porque así la halló este Monarca desde el tiempo de su santo abuelo.

     De esta singularidad arguyo, que como san Fernando dedicó por reina de Sevilla a la imagen que entró en el carro, para consagrar a los pies de María su triunfo, determinó tratarla como a Reina en su territorio, y de aquella devoción, que siendo mucha rebosa en todas las acciones, discurrió este nuevo método con que no sólo en lo interior del corazón se le venere como a Reina, pero aun en lo exterior de su culto se sirviese como tal, señalándola, quien no solo la respete como criado, sino con el nombre de vasallo; quien no sólo la defienda como católico, sino con la obligación de guarda; quien no sólo cuide de su culto como sustentado a este fin, sino como su montero de cámara: nombres de palacio, y que ellos mismos dicen son oficios de persona real. �Y quien puede dudar que si este privilegio se dedicó a una imagen, fue a la misma que tomó la posesión de su reino en el día de su triunfo? Perdone la devoción de algunos la fuerza del argumento, y no por eso muden de devoción, porque siendo uno el original, gusta de ser venerado en varios traslados. Y es sin duda que el Santo mandó en su testamento enterrarse en esta capilla; pues aunque el tiempo nos ha consumido el protocolo, gozamos de la cédula real con que el señor rey don Felipe segundo expresa esta voluntad del Santo, y de aquí no es difícil entender era a esta santa imagen su devoción; y siéndolo, es bien fácil de conjeturar no olvidaría su cariño el que fuese la triunfante el día de sus aplausos.



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Capítulo LXXVII

De la espada del Santo que se conserva hoy con reverencia; y quien la tenía antes de san Fernando

     Tres insignias de este triunfo se conservan aún con religiosa memoria en la santa iglesia de Sevilla: la espada que el Santo llevó desnuda, el pendón del ejército, y las llaves que entregó Axataf. La espada, que se guarda hoy en la capilla de nuestra señora de los Reyes, es de dos filos, algo menor que la de marca antigua; el largo cerca de cuatro palmos, ancho dos pulgadas; parece que está algo disminuida, porque con el miedo de que la gaste el moho, la acicala el cuidado frecuentemente. Desde el recato a la punta corre por ambos lados una canal; el puño es de cristal de roca, y la cruz de una piedra cornelina, que no se sabe si es la misma guarnición que usó el Santo, o joya con que se adornó después por reverencia. Dícese que esta hoja era del conde Fernán González, aquel gran capitán, que por serlo contra los árabes, mereció el título de Conde en Castilla; y fue temido de todos los enemigos de la fe, respetado por su defensor de todos los cristianos cuando vivo, y venerado como santo después de muerto. Guardábase con suma veneración en el monasterio de san Pedro de Cardeña, de donde la sacó el santo Rey queriendo usar de ella en esta conquista; a la cual acompañó también como por reliquia un hueso del Conde. El esfuerzo y el valor son el alma que mueven el acero; pero no se puede negar da fuerzas al valor descargar con un instrumento que tiene ya experimentada la fortuna. No quisiera olvidar tampoco que nuestro Rey buscaba con empeño medios de atribuir a otros sus victorias. En esta, que según lo dicho, estaba cierto por la embajada de san Isidoro, fue a desenterrar huesos de un varón santo y capitán dichoso, y desenvainó su espada con el fin de que muchos atribuyesen la gloria al instrumento, y a la reliquia, como si instrumento y reliquia obrasen más que el valor, y la fe.

     Esta acción de usar esta espada ya con más razón por ser reliquia que había consagrado la mano de san Fernando, la vio el infante don Fernando, tío y tutor de don Juan el segundo. Habíale tocado el gobierno y tutoría de la Andalucía, y deseando reprimir el orgullo con que vivían los pocos moros que habían quedado, ayuntado el ejército, no quiso ponerse a su testa sin llevar a su lado la fortuna. Fue a la iglesia de Sevilla, y allí tomó de mano de los veinticuatros y jurados la espada, haciendo pleito homenaje de restituirla. Salió a campaña, y era necesario que fuese dichosa. Ganose Zahara, los castillos de Ayamonte y Ohiejicax, y se talaron los campos de Ronda, y se redujeron a cenizas muchas alquerías de los moros. Concluida cuanta expedición cupo en el tiempo, y refrenado en cuanto se pudo el orgullo de la morisma, volvió el Infante a Sevilla, donde entró triunfante con real aparato, llevando desnuda y en triunfo la espada de san Fernando, y saliendo el cabildo eclesiástico a la puerta de la iglesia, le comboyó a la capilla, donde cumplió con la obligación del homenaje restituyendo la espada, y con la de nieto besando la mano y pie de su santo abuelo, a quien hacia con razón autor de su fortuna, que llevaba en sus filos.

     Como le había salido tan bien esta devoción y confianza, repitió la acción piadosa, y volvió a salir con la espada de su santo abuelo, y con el estandarte de san Isidoro de León el año de 1410 al sitio de Antequera. Fue lucida la función; esmerose el valor de los caballeros castellanos y andaluces; desencastilló a los moros de aquella fortaleza, en cuyas asperezas tenían bien cimentada su esperanza; y reducida la ciudad a política cristiana, después de purificada la mezquita, y dado providencia para su custodia y gobierno, volvió a Sevilla a restituir el estandarte y espada, aunque para hacer más celebrado el triunfo, hizo alto en Alcalá de Guadaira, dando órdenes para que la función, que era a honra de san Fernando, y con sus insignias, se formase con el mayor lucimiento, como se ejecutó a 15 de Octubre, precediendo al acompañamiento muchos moros cautivos por despojo. Seguían a estos los pendones de la Cruzada, y un Crucifijo en señas de ser triunfo de la fe. Detrás iba el adelantado Perafan con la espada de san Fernando desnuda en la mano; luego muchos ricos-hombres, que muy por menor señala la crónica. A toda esta comitiva cerraba el Infante, llevando delante los pendones propios; el pendón de san Isidoro de León, el de Santiago, y el de Sevilla. Con este lucido acompañamiento llegó el Infante a la iglesia, adonde tomó en su mano la espada, y encaminándose a la capilla real, adoró la cruz, puso la espada en la mano que besó del Rey santo, y se feneció en acción cristiana la que empezó por triunfo militar.

     No sabemos hayan los sucesores querido usar de estas armas en sus guerras, cuyo noble motivo debemos atribuir a respeto, pues han cambiado llevarlas a la campaña en devota procesión en que se saca para la veneración todos los años el día 22 de Noviembre, día de la fiesta de san Clemente en toda la iglesia, y en Sevilla la particular de la acción de gracias de su recuperación a la religión católica. Instituyó esta fiesta el rey don Alonso el Sabio, según consta de privilegio suyo, despachado en Burgos a 30 de Diciembre la era de 1292. En estos principios sólo nos consta se celebrase la fiesta de iglesia dotada por don Alonso: después aunque ignoramos el tiempo fijo en que se empezó a sacar en la procesión la espada y pendón, sabemos que el año 1508 estando en Sevilla el rey católico don Fernando, le suplicó el cabildo honrase la función llevando por sí mismo la espada, y respondió el católico Rey: Esa espada, y ese pendón merecen mayores pruebas que cuantas yo pueda hacer de estimación: haré mía la función, y cumpliré en cuanto pueda con la veneración que tengo a un Rey santo mi abuela, con cuyo nombre me honro. Con esta idea fue a la iglesia el día de sin Clemente, y tomando el pendón en la mano, se le dio al embajador de su nieto el príncipe don Carlos, y le dijo: Si el Príncipe estuviera aquí, a él tocaba llevar este estandarte; ya que no está presente, llevadle vos en su nombre. Y tomando la espada de mano de la efigie del Rey, la llevó toda la procesión, añadiendo aquel respeto que infunde a las reliquias el tratarlas con veneración.

     De esta ocasión creeré que ha nacido el que todos los años en esta fiesta lleva la espada del Santo en la procesión el señor Asistente de Sevilla, sin duda en nombre de su majestad, como su principal ministro en aquella ciudad. La formalidad que en su entrega se observa infunde respeto. Está confirmada con cédula real del señor don Felipe segundo, en la cual se dice; que lo que manda observar es por seguir la inmemorial costumbre; según la cual en siendo tiempo llega el Asistente a hincarse de rodillas en la inferior grada del altar donde se venera la efigie del Santo con la espada en la mano: el capellán mayor sube al altar, y haciendo la debida reverencia, y con el acatamiento que a tal santo y rey se debe, toma la espada de mano del simulacro, y la entrega al Asistente, pero con pleito homenaje, y juramento que solemnemente hace de restituir la misma en acabando la función. Asiste a este acto notario público que dé fe del juramento y de su restitución cuando se acaba la procesión y fiesta. De esta manera tiene en su iglesia su aplauso aquella espada tan dichosa, que nunca empleó sus filos sino en defensa de la religión, y siempre cortó con tanto acierto cabezas a la morisma.



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Capítulo LXXVIII

Del pendón del Rey, y de las llaves que entregó Axataf el día del triunfo

     El pendón no ha sido tan dichoso, y a la verdad como nunca fue tan propia alhaja del Santo, no es mucho que no le haya conservado el cuidado. Guárdase en la sacristía de la santa iglesia. Ambrosio de Morales se queja del poco cuidado con que se ha conservado, pues remendado en varias partes, se puede dudar cuál fue la primera, y la que merece más estimación. Esta es la insaciable voracidad del tiempo; no hay preciosidad que no envilezca: la espada es materia más sólida, y la vemos disminuida por el cuidado de que no se consuma: unos tafetanes, que según las mejores señas, son el fundamento del estandarte, no tienen vida tan larga que numeren siglos. Es tradición, según Sandóbal, que el santo Rey cuando tomó la espada del conde Fernán-González quiso que le acompañase el estandarte. En esta cuenta tiene de antigüedad nueve siglos, y es al juicio humano imposible permita el tiempo, por más cuidado que haya en las puntadas, quede reliquia de un tafetán que de suyo es estimable por lo feble, y cuando al tiempo de formarse se pretende pese poco aunque dure menos, es necesario que después de siglos no pese mucho ya que ha durado no poco.

     Mas lloro yo la permisión divina de que profanasen esta memoria, venerable por su antigüedad, los que el año de 1465 levantaron pendón por el infante don Alonso, hermano de Enrique cuarto, pues por hacer mas célebre su levantamiento abatieron de todos modos este estandarte, abusando de él en su rebelión, y desfigurándole con un nuevo bordado. Era multitud quien gobernaba esta acción, monstruo de muchas cabezas, y en tanta confusión estimaron más que saliese galano, que el que fuese respetable, o sería que como se profanaba, no permitió el cielo usasen de él sin desfigurarle. Esta bordadura, y otros extraños adornos que le pusieron, son borrones con que se ofusca el día de hoy su primera materia; pero queda siempre mucho que respetar en consideración de los ejércitos que ha gobernado, y de los capitanes, cuya insignia ha sido; y aunque se conozca poco su primera tela, basta para la veneración el reflexionar lo que ha sido, sin que se entrometa la curiosidad a examinar lo que es.

     Para la misma curiosidad pasto hay bastante en la noticia de las llaves que entregó Axataf al rey don Fernando en la solemnidad del triunfo. Eran estas dos, la una, que hoy se guarda como preciosa reliquia por haber tocado la mano del Santo, es de plata, de casi una tercia de largo, el mástil redondo y hueco, que acaba en punta, cerrado con un botón de otro metal. Hasta aquí no excede lo ordinario de llave: ahora diremos sus singularidades, que son tantas, que es debido pintarla como se hace para que la registren los ojos, pues aunque no suele tener tanta expresión, tiene más claridad el buril que la pluma. Sus guardas están artificiosamente grabadas, y en ellas se lee este mote en lengua castellana: Dios abrirá, y Rey entrará. El artificio era bien difícil le explicase la pluma; y aun después de visto el dibujo no es muy fácil que le imite la lima. El anillo es casi cerrado, y sólo tiene un pequeño agujero por donde podrá entrar un cordón: en lo grueso de la orla está grabado en caracteres latinos este mote: Rex Regum aperiet, Rex universæ terræ introibit: El Rey de los Reyes abrirá, el Rey de toda la tierra entrara. Al anillo sucede un dado, en cuyas frentes están esculpidos bajeles y galeras, y un bocelón en que se representan castillos y leones, como se ve en la estampa.

     Esta llave fuera misteriosísima si hubiera sido la que de suyo cerraba a Sevilla; pero no hay autor que imagine esta antigüedad, o esta preciosidad; y no debemos decir aquí sin alabanza a los ingenios sevillanos, que teniendo abierto el campo de cuatro siglos, en cuya distancia cabía mucha confusión, y el mezclar con el tiempo el polvo que cabe en su espacio dibujando misterios; no han querido confundir la verdad, y como tienen tantas glorias ciertas, no ha habido ninguno que sueñe añadirles una confusa. La multitud de circunstancias, todas apropiadas al rey don Fernando, los navíos que rompieron el puente, las armas de Castilla y León, los epígrafes que dictó la soberbia de Axataf, como para que quedase persuadida la posteridad, que sólo a la fuerza de Dios pudo rendirse la ciudad, dan a entender que esta llave se forjó para la solemnidad, no para la seguridad de la ciudad. Para esta había sus llaves de materia más tosca, de guardas menos eruditas, pero más fuertes. Estas mismas, muy a propósito para su uso, no lo eran para las manos de un rey, con que forjó la curiosidad otras, que como sólo servían de formalidad en la entrega, importaba poco fuesen seguras, y convenía mucho fuesen curiosas. Ni han faltado ingenios fecundos, que suponiendo su formación para este efecto, se hayan empleado felizmente en comentar sus significados y circunstancias, haciendo galantes discursos sobre la curiosidad, o cuidado con que entonces la forjó el aliño.

     La segunda llave es de hierro, parecida en mucho a la primera, aunque de menos primores. Los caracteres de las guardas, que es en lo que más imita a la de plata, son arábigos, y en ellos, según nos dice quien los entiende, explican lo que los latinos y castellanos; y esto es muy creíble, porque el natural soberbio de Axataf querría publicar en todas lenguas, que sólo el cielo le podía vencer. Guardan esta llave los herederos de don Antonio López de Mesa. En lo antiguo se entiende haberse guardado en el archivo de la ciudad. Si se conservara allí, o no constara de instrumento público de cuando se sacó, pudiéramos afirmar su identidad con más fundamento; ahora le tenemos grande para la duda; siguiendo en ella al célebre analista de Sevilla Zúñiga, ni podemos sin temeridad negar sea la original que entregaron al Santo, ni hay bastantes principios para corroborarlo. La estimación que siempre se ha hecho de la de plata, y el sagrario donde está depositada, son unos fundamentos que aquietan la aprehensión, y que se echan menos en la segunda, pues esas antigüedades, preciosas por lo que significan, rara vez se encuentran en poder de particulares, y casi siempre se apodera de ellas, y con justa razón, la comunidad que es interesada en su significado.



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Capítulo LXXIX

Gobierno eclesiástico que se dispuso en Sevilla

     Acabadas las funciones de celebridad de iglesia, y consagrada a Dios, no sólo la mezquita, sino uno de los palacios, que hoy es el convento de monjas bernardas, dedicado para memoria del día a san Clemente, y los conventos de san Benito, y santísima Trinidad, en cuyos sitios es tradición se celebró misa el mismo día que en la mezquita: adelantando el santo Rey las horas por dar culto a Dios en sus templos, se dedicó a establecer el gobierno eclesiástico y político de la ciudad, aunque sin olvidar la guerra. Para el eclesiástico lo primero eligió para nómina de su primer obispo a su hijo don Felipe, puesto caso que por estos tiempos no tenían los reyes el derecho de nominación que hoy gozan, y lo más que hallamos es algunos breves en que a nuestro Rey por honra de conquistador y fundador concedieron los papas privilegio para poder nombrar canónigos y dignidades en sus iglesias por sola la primera vez.

     Los canónigos que se nombraron debemos creer fueron tales, cuales pedía la asistencia y decencia del prelado: esto indica la General de España, cuando se explica así: é fue y ordenada calongia mucho honrada á honra de Santa María, cuyo nombre esta iglesia llevó. Estas voces indican lo que es muy creíble, que para asistir a un prelado Príncipe, eran muy señores los prebendados. Las lecciones del Rezo de la dedicación más claro dicen: fue instituido nobilísimo colegio de canónigos con prebendas y dignidades honestísimas. Este señor infante don Felipe fue uno de los alumnos que crió para la iglesia aquel gran espíritu de don Rodrigo el arzobispo, y ahora era abad de Valladolid y Covarrubias. Es verdad, que no estando aun ordenado, se diputó por su administrador a don Ramón de Lozana, obispo de Segovia, lo que ha causado en algunos historiadores la equivocación de omitir en los catálogos de obispos de Sevilla al Infante, y poner a don Ramón por propietario, aunque en la realidad para lustre perpetuo de su buena memoria, no es poco crédito, que fuese nombrado por administrador, y como tal le celebra la ciudad de Segovia en sus Anales; y pudo dar mucho motivo a la equivocación el uso de aquellos tiempos, en que estos obispados, que se tenían en encomienda, daban el título de obispo al administrador, y al propietario el título de procurador. Así vemos varios privilegios del rey don Fernando, en que confirma el infante don Sancho, procurador de la iglesia de Toledo, y el infante don Felipe, procurador de la de Sevilla.

     Y tiene aun mayor fundamento la equivocación, porque don Felipe nunca pasó a tomar posesión, renunciando el obispado, y dejando su silla a don Ramón: con que no es mucho defecto adelantase el tiempo en la posesión a quien veía con el uso, pero debían haber atendido a la honra con que se adorna la iglesia de Sevilla en haber ocupado el nombre de su primer prelado, después de la conquista un infante de Castilla, al concepto tan alto, que manifestó el Rey no pareciéndole cumplía bien si no depositaba su Sede en su real familia; y el no consagrarse don Felipe era preciso, pues aun tenía el impedimento canónico de la falta de edad. Era hijo tercero, como consta de infinitos privilegios de su padre, que confirmo, y se conservan hoy. El matrimonio de sus padres se celebró como vimos el año 1219, con que lo más que podemos adelantar su luz, será al año 1224, y desde aquel al de 1249 no alcanzan los 30 años, que siempre han pedido los cánones a los que se consagran obispos. Dicen algunos autores, que estudió en la Sorbona, y fue discípulo de Alberto Magno; pero esto lo oye con risa quien coteja años, y no se deja llevar de glorias fantásticas, con que por darle al Infante un tal maestro, hurtan a la universidad de Salamanca tal discípulo. El haber sido aplicado a las ciencias, y criado con gran ejemplo y trabajo, nos consta por los breves de Inocencio, que hablando del Infante lo aseguran, y da en ellos las gracias a su padre por el cuidado que en esto empleaba. Que estudiase en la universidad de Salamanca tiene poca duda, pues ya unida a ella la de Palencia, no quedaba otro estudio, si no es que queramos fingir fue su estudio de pasatiempo, de aquellos en que a los que no han cursado escuela les parece se aprovechan cuando se pierden los días, y hacen que se estudia en sus casas, sin haber concurso que los aliente; y teniendo como tenía el Rey empeño en adelantar el estudio general, que había unido en Salamanca, no es creíble no le honrase con la presencia de sus hijos. Ejemplo que él solo daba más lustre, y movía los ánimos más que muchos privilegios, como al contrario el desamparar su misma fundación, y enviar a su hijo a universidad extraña, era envilecer la propia, y dar a entender la desconfianza en el retiro.

     No tiene este discipulado de Alberto Magno en la Soborna otro fundamento, que el aplauso de quien escribe de prisa, pues el colegio de la Sorbona no halla en sus archivos fundación más antigua que la del año 1252, tres después que la elección de obispo en don Felipe con que aquellos autores que por la celebridad del estudio y del maestro llevan allá a don Felipe, han menester adelantar la fundación de la Sorbona, sino quieren padecer la nota de ligeros.

     Las dignidades que fundó el Rey por ahora sólo fueron seis, deán, arcediano de Sevilla, capiscol o chantre, tesorero prior, y maestre de escuela, los canónigos sesenta, racioneros y capellanes no encontrarnos el número, sólo se sabe que también se pusieron capellanes a nuestra señora de los Reyes y estos separados desde luego del cabildo para el culto de la santa Imagen y para que en su capilla cantasen las horas, circunstancias que corroboran con no pequeña fuerza la tradición de haber sido esta la santa Imagen que se condujo en triunfo. Esta orden de cabildo en número y dignidades continuó hasta el año 1261, en el cual el arzobispo don Raimundo con el cabildo dispuso más en forma las ordenanzas que había hecho el Rey junto con el infante don Felipe, como procurador. Aumentáronse en esta nueva plata las dignidades hasta doce; los canónigos se redujeron a treinta y nueve; las raciones, y medias raciones, que llamaron porcionistas, a treinta; para cada clase se situó renta, como para la fábrica; y al fin se pusieron más ordenados todos los estatutos, a quienes ni pudo dar entera forma la brevedad del tiempo en que se les dio vida, ni podía dar cuerpo la renta que aun no se sabía si bastaría.

     La que por ahora les señaló el Rey fueron algunos vasallos, entre los cuales se cuentan como principales los de la villa de Cantillana, y aldea de Chilon, y los diezmos de todo su territorio, excepto del olivar y figueral del Aljarafe, ribera de Sevilla. Consta esta situación del privilegio que se guarda original en el archivo de la santa iglesia catedral de Sevilla; pero no causa poca dificultad esta donación en que el Rey concede como dudoso, lo que no sabemos porque lo tenía como suyo, pues entre otras cláusulas tiene la adversativa de decir, y queremos que si la reina doña Juana, o el infante don Enrique mostrasen letras apostólicas que sean legítimas, y los liberten de la obligación de pagar diezmos, les valga su privilegio; y cuando el Rey, para libertarlos de la obligación, pedía por condición bula pontificia, parece claro que en toda la donación hablaba de diezmos eclesiásticos. Por este y otros argumentos escribió don Rodrigo Quintanilla, arcediano de Xerez, y canónigo de Sevilla, un tratado en que por varios casos de historias arguye tenían nuestros Reyes hasta el señor don Alonso X, llamado el sabio, privilegio de disponer de los diezmos. Escribió este tratado en Nápoles, y no ha sido fácil estudiarle como se ha deseado.



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Capítulo LXXX

Qué género de diezmos fueron los que el Rey concedió a la santa iglesia

     En punto tan difícil como es el presente de liquidar qué diezmos eran estos que concedía el Rey, es cierto que apurada la reflexión, se halla que el Pontífice no reprehendió al Rey por este dominio que decía y blasonaba tener sobre los diezmos, y no es creíble que siendo esta renta entonces tan sagrada como ahora es, dejase el Papa en silencio un atentado, como apropiarse el Rey todos los diezmos, unos que en sí reservaba, y otros que daba, y por libre donación enajenaba, usos todos que solo se permiten a la propiedad. Este silencio en los papas, poco acostumbrados a sufrir en aquellos tiempos, como lo vimos en el lance de Torafe, y lo comprueba el grave y notorio breve con que se quejó Gregorio noveno al mismo rey don Fernando, sólo porque unos ministros suyos tuvieron alguna negociación en la elección de un obispo de Segovia, dan clara sospecha de que estos diezmos no eran en nada eclesiásticos, y me debo temer alguna equivocación en el tratado de don Rodrigo, que procede arguyendo de hechos, sin entrar en la cuestión de derecho.

     En la cual siendo lícito a los autores impugnarse, pues así se aclara la verdad, sin que intente yo definir lo que es conjetura, aunque al parecer prudentemente fundada, me atrevo a decir que estos diezmos eran en nada eclesiásticos, y que sólo eran tributo real, y como tal le pudo ceder el Rey sin que el Papa entrase la mano a disputar el derecho. Este pensamiento se funda en que dos años antes de esta liberal donación, y de su privilegio, se halla el de los fueros de Sevilla. Este le otorgó el Rey en la era 1288 a 15 de junio, y la dotación en la de 1290 a 20 de Marzo: con que se hace evidencia que los diezmos que concede en la donación son los mismos que en los fueros. En estos guardando, y conservando para la corona el diezmo del Figueral, y del Aljarafe, es evidente que habla de derecho real, sin tocar en nada a el de la Iglesia, a quien estos sobreañadidos diezmos no pertenecían. Dice así el fuero: �E mandamos comunalmente a todos los que fueren vecinos, e moradores de Sevilla, también a caballeros, como a mercadores, como a los de la mar, como a todos los otros vecinos de la villa, que nos den diezmos del Aljarafe, e del Figueral, e que si alguno vos demandare, demás de este diezmo que a Nos habedes de dar del Aljarafe, e del Figueral, que nos seamos tenudos de defendervos, é de ampararvos contra cualquiera que voslo demandare; ca esto del Aljarafe e del Figueral, e del Almofarifazgo es de nuestro derecho, e mandamos que de pan, e de vino, e de ganado, e de todas las otras cosas, dedes vuestro derecho a la Iglesia, así como en Toledo; e de este fuero de Toledo, e de todas sus franquezas, vos damos aquí, e vos otorgamos por fuero de Sevilla.�

     En estas clausulas se manifiesta que el diezmo que el Rey reservó para la corona del Figueral y Aljarafe, el cual excluyó en la donación, dando todo lo demás del término del arzobispado, no era eclesiástico, pues manda pagar el derecho que deben a la Iglesia como muy distinto de estos, y si alguno preguntare qué diezmo podía ser este, o qué género de tributo, discurro era el tributo de señorío, y el censo que el Rey imponía como señor del terrazgo que había conquistado: de que aun duran en algunas casas de señores los mismos tributos, que llaman primeros diezmos, y de ellos paga el señor diezmos a la Iglesia, como los labradores de lo que les queda útil rebajado el primer diezmo. Esta idea se confirma en el fuero de Toledo, a que se remite el de Sevilla, pues en este sólo añade el Rey algunas exenciones para la gente de mar, y en lo demás toda su esencia consiste en la comunicación del fuero de Toledo, y en ordenar que se observe en un todo en Sevilla.

     Si consultamos el fuero de Toledo en punto de diezmos se encuentran dos cláusulas, la una en que dice el emperador don Alonso: �E otrosí, que todos los clérigos que de día e de noche rueguen a Dios poderoso de todas las cosas por sí, e por todos los cristianos, hayan libres todas sus heredades e non den diezmo.� Y bien se ve, que este diezmo de que liberta las heredades de los clérigos no era diezmo eclesiástico de que el Emperador no tenía libertad de dar franquicias. Todavía se hace esto más claro donde en el mismo fuero se dice: �E otrosí los labradores de las viñas, e los labradores de los trigos den del trigo, e del ordio, e del fruto de las viñas la décima parte al rey, e non más, e estos que la décima parte pagaren al rey, no sea sobre ellos servicio de facer, ni sobre las bestias de ellos, nin serna, nin velederas en la ciudad, ni en el castiello, mas sean honrados e libres de todas las lacerías, e amparados, e cualquier de aquellos que quiera cabalgar, en cualquier tiempo cabalgue, e entre en las costumbres de los caballeros.� Esta cláusula es a mi juicio decretoria para el asunto, y de ella se convence que el diezmo de que habla el fuero, y de que dejaba el respeto libres las heredades de los eclesiásticos, era el primer diezmo que pagaban los labradores por pecho y tributo real, y por el dominio directo que el Rey tenía como conquistador a todos los terrazgos, y porque hubiera quien labrase las tierras para el preciso sustento de los ciudadanos, obligando a solo este tributo, los libertó el fuero de todos los demás, y los dio el privilegio de poder entrar en las costumbres de caballeros, en las cuales si entraban quedaban por el mismo fuero libres de pagar el diezmo como consta en otra cláusula en que dice el fuero: �Fago carta de franqueza, et de soltamiento, e de establecimiento a vos todo el concejo de Toledo, al presente, e al que ha de venir pues os doy, e otorgo a todos los caballeros de todo su término, a los presentes, e a los que han de venir, de todas las heredades que han en Toledo, o en alguna parte de su término, tobieren desde hoy, non den jamás ningún diezmo al rey, nin a señor de tierra, nin a

ningún otro: e cualesquier que de sus manos sus heredades labraren, non den ningún diezmo de los frutos que ende obieren, mas los avant dichos caballeros con todas sus heredades finquen libres, e quitos de todo mal, e de todo agraviamiento, e de pechar por todos los siglos.�

     Y si se hace alguna reflexión aun en esta cláusula, se liberta de diezmo, como de pecho y tributo de que deben vivir libres los caballeros, y en ella con alguna claridad se nombra este diezmo como debido al señor de la tierra, pues dice que no den diezmo ni al rey, ni al señor de la tierra, que es la idea con que procedemos para establecer que esta dotación a la santa Iglesia fue de estos diezmos, tributos reales, y como tales, independientes de toda autoridad eclesiástica, y como feudo por la propiedad de las tierras. En este pensamiento lo corrobora el rey don Sancho, nieto de nuestro Santo, cuando en la era 1322, año 1284, en las cortes que celebró en Sevilla, confirmando a la Iglesia todos los privilegios que su abuelo y padre le habían concedido, explica este de que ahora tratamos diciendo: �Vimos privilegio del muy noble, y mucho honrado rey don Fernando nuestro abuelo, en que se contiene como da y otorga a la iglesia de Sevilla por siempre el diezmo del Almofarifazgo de Sevilla, de cuantas cosas y acaecieren por tierra, y mar, de que él debie haber sus derechos.� Donde claramente pone por derecho real estos diezmos, y pasados años, si fueran eclesiásticos, sin duda tuvieran otra expresión, que la simple relación que se enuncia para confirmarlos, y mucho más, que ya en tiempo de don Sancho no hay autor que cavile que fuesen de los reyes los diezmos eclesiásticos: con que su confirmación sólo fuera introducir una disputa con la Iglesia. Ni se opone a lo dicho el argumento que de suyo parece fuerte, de que en la donación pide el Rey por condición la bula pontificia, cuando dice: Y queremos que si la Reina , o el Infante, etc. porque es debido que sepamos que en aquel tiempo era estilo indefectible que los papas confirmaban los derechos que a las haciendas seculares tenían los príncipes: así lo vimos ejecutado con nuestro Rey en la herencia del reino de León, y en materias más ciertas el dote de doña Berenguela, el concierto con las Infantas, la herencia en Alemania de don Fadrique, los bienes dotales de doña Leonor reina de Aragón, y otras varias propiedades las hallamos confirmadas por los papas que recibían debajo de su protección las personas y los bienes a que conocían haber claro derecho. En este sentido, y no en otro entendemos las palabras de la donación, cuando para excluir a la Reina y al Infante de la obligación del diezmo pide bula pontificia, como que el Rey no quería declararlos excluidos; pero ni tampoco contravenir a su derecho, y así caso que tuviesen algún título le litigasen ante su Santidad quien si le concedía confirmación y los amparaba, no quería perjudicarlos manteniendo así entera su donación, y no quitando el derecho de la Reina e Infante, y excusándose de determinar cualquier duda que sobre esta materia se pudiera ofrecer, remitiéndola a tribunal independiente del cariño con que el Rey no podía desamparar a la Reina y a su hijo, ni a la fundación.

     Esta fue la primer base en que se fundó el restablecimiento del dignísimo cabildo que hoy veneramos. Sobre esta piedra se ha elevado a la alta cumbre de méritos, honra, aplauso, y veneración con que hoy se respeta. Tocaba aquí una larga digresión que nos interrumpe su religiosa modestia, y nuestro debido respeto. Este siempre debe quedar quejoso, y aquella no puede menos de ofenderse en las alabanzas; ni creo excusa de referir y no ponderar, por lo que habiendo tomado este medio hallé en la relación tanto aplauso, que era panegírico la historia, y tenía visos de adulación la verdad: por eso suspendí la pluma, y sólo diré lo que eternamente vocean los muros, cimientos, y chapiteles de su magnífica iglesia, torre, y adorno. Dejó san Fernando purificada la mezquita; ésta era la catedral cuando murió el Santo, y años después consideraron los individuos que componían el gravísimo cabildo ser muy digna por su memoria, pero que llenaba poco su corazón en que cabía la iglesia que hoy gozamos. El caudal de la fábrica no permitía se tirasen muy largas las líneas, el ánimo de los capitulares no tenía en Sevilla cordel bastante para señalar su devoción, y batallando entre sí el deseo con la imposibilidad, eligieron el año 1400 vivir todos pobres por enriquecer la fábrica. Uniéronse en comunidad retirándose a un claustro y contentos con lo preciso para un corto sustento, dieron a la fábrica todas sus rentas, con que se formó la mayor, la más suntuosa, la más magnífica catedral de España. Ejemplo que él sólo conserva en sus mármoles la acción más gloriosamente ejecutada que ha visto el orbe. Este es el dedo que insinúa la monstruosidad de este gigante, y esta acción por ser de todos en común, aunque en sí tan singular, disimula el sonrojo, y explica quien ha sido siempre este venerable y respetado señor heredero de san Fernando, no menos en sus rentas que en el real corazón con que magníficamente luce.



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Capítulo LXXXI

Político gobierno que dispuso el Rey en la ciudad, y fueros con que la honró

     No podía mantenerse el gobierno y monarquía eclesiástica si no se gobernaba con paz y justicia el brazo secular, y así cuidó de esto el santo Rey como quien sabía que en enriquecer la iglesia tenía tanta parte la devoción como en atender al buen gobierno obliga la justicia: fuera de que en Sevilla se entró sin más moradores que los que se trajesen, y las casas costaban poco dinero, pues las habían abandonado sus dueños. Los soldados y corte del Rey eran habitadores poco seguros, porque los primeros habían de vivir donde les mandasen acampar, y los segundos habían de seguir la corte, donde fuese el Rey. Para asegurar la población era debido convidar a los del reino, y heredar en Sevilla con sus tierras a los que las habían ya regado con su sudor y medido con sus espadas. Este heredamiento le empezó a hacer el Rey desde luego; pero como la tierra era mucha, y muchos entre quienes se había de repartir, y más que todo los méritos de estos, no le dio la vida tiempo para finalizar esta gran obra, en que se había de procurar estuviese siempre la balanza en el fiel, contrapesando la paga en cuanto pudiese al mérito. Acabó este repartimiento el rey don Alonso su hijo, y por estar impreso en varios libros, singularmente en los Anales de Sevilla de don Diego Ortiz de Zúñiga a la era de 1290, evitamos una leyenda poco divertida, y remitimos a su lugar el lustre y honor con que el día de hoy veneramos a los descendientes de aquellos que supieron a esfuerzo de su lealtad y valor conseguir por premio el uso de lo que habían ganado a cuchilladas.

     Por lo que toca al gobierno, así para los caballeros heredados, como para los demás que poblasen la ciudad, concedió fueros, y porque el más celebrado que en aquel siglo se conocía, y el más favorable a los ciudadanos, era el de Toledo, dio en su privilegio rodado hecho en la era 1288, año 1250, a los que poblasen a Sevilla todo el fuero de Toledo, añadiendo algunas cosas que no se habían podido conceder a Toledo, por estar dentro de tierra, y era debido prevenir en Sevilla por estar tan cerca de la mar. Este privilegio guarda original como precioso tesoro de la antigüedad, del respeto, y de su nobleza, la ciudad de Sevilla. Es reliquia en que su veneración a un Santo celebra sus primeros privilegios. Por esto es digna de toda memoria, y fuera defraudar en mucho a quien lee este libro, remitirle a que leyese el privilegio en otro por evitar el corto trabajo de un traslado: fuera de que es digno de perpetua memoria, por la que en sí encierra de la piedad del Rey que en el principio o narrativa de los motivos está redundante en piedad, rebosando devoción y fortaleciendo la fe, en que tan de lleno se afianzaba el Rey para sus conquistas. Dice pues así:

     �En el nombre de aquel que es Dios verdadero e perdurable, que es un Dios con el Fijo e con el Espíritu Santo, e un Señor trino en personas, e uno en sustancia, e aquello que a Nos él descubrió de la su gloria, e Nos creemos dél aqueso mismo creemos que nos fue descubierto de la su gloria, é del su Fijo, e del Espíritu Santo, y así los que creemos y otorgamos la deidad verdadera perdurable adoramos propiedad en personas, e unidad en esencia e igualdad en la divinidad: Et en nombre de esta Trinidad que no se departe en esencia, con el cual Nos comenzamos, e acabamos todos los buenos fechos que ficimos, aquese llamamos Nos, que sea al comienzo e acabamiento de esta nuestra obra. Amén. Arremiémbrese a todos los que este escripto vieren, de los grandes bienes, e grandes gracias, e grandes mercedes, é grandes honras, é grandes bienandanzas que fizo mostró aquel que es comienzo, é fuente de todo bien, e toda cristiandad, e señaladamente a los de Castiella, e de León en los días e en el tiempo de Nos don Fernando por la gracia de Dios rey de Castiella, de Toledo, de León, de Galicia, de Sevilla, de Córdoba, de Murcia, de Jaén: Entiendan e conozcan como aquestos bienes, e estas gracias, e estas mercedes nos fizo, e nos mostró contra cristianos, e contra moros, é esto non por los nuestros merecimientos, mas por la su gran bondad, e por la su gran misericordia, e por los ruegos, e por los merecimientos de santa María, cuyo siervo Nos somos, é por el ayuda que nos ella fizo con el su bendito Fijo, e por los ruegos, é por los merecimientos de Santiago, cuyo alférez nos somos, e cuya seña tenemos, é que nos ayudó siempre a vencer, é por facer bien, é mostrar su merced a nos, é a nuestros fijos, é a nuestros ricos-homes, é a nuestros vasallos, é a todos los pueblos de España, quiso e ordenó, e acabó que por nos que somos su caballero, é por el nuestro trabajo, con el ayuda, e con el consejo de don Alfonso nuestro fijo primero, e de don Alfonso nuestro hermano, e de los otros nuestros fijos, e con el ayuda, e con el consejo de los otros nuestros ricos-homes, é nuestros leales vasallos, castellanos, y leoneses, conquistésemos toda la Andalucía a servicio de Dios nuestro señor, e ensanchamiento de cristiandad, más lleneramente, é más acabadamente que nunca fue conquistada por otro Rey, nin por otro home, e maguer que mucho nos honró, e nos mostró grande merced en las otras conquistas de la Andalucía, más abundosamente, é más lleneramente tenemas que nos mostró la su gracia, é la su merced en la conquista de Sevilla que fecimos con la su ayuda, é con el su poder, cuanto mayor es, é mas noble Sevilla que las otras ciudades de España. É por esto Nos el rey don Fernando, servidor é caballero de Cristo, pues que tantos bienes, e tantas mercedes en tantas maneras recibimos de aquel que es todo bien, tenemos por derecho, é por razón de facer parte en los bienes que nos fizo, a los nuestros vasallos, é a los pueblos que nos poblaren Sevilla, e por esto Nos rey don Fernando, en uno con la reina doña Juana nuestra mujer, y con el infante don Alonso nuestro fijo, primero heredero, y con nuestros fijos don Fadric, e don Henrique, dámosles, e otorgámosles este fuero, e estas franquezas que esta carta dice:

     Damosvos a todos los vecinos de Sevilla comunalmente fuero de Toledo, e damos, e otorgamos demás a todos los caballeros las franquezas que han los caballeros de Toledo, fuera ende tanto que queremos, que allí o dice fuero de Toledo, que todo aquel que tenga caballo ocho meses del año que vala 30 maravedís, que sea excusado a fuero de Toledo, mandamos por fuero de Sevilla que el que toviere caballo, que vala 50 maravedís que sea excusado de las cosas en que es excusado en Toledo. Otrosí damos, e otorgamos a los del barrio de Francos, por merced que les facemos, que vendan y compren francamente e libremente en sus casas sus paños, e sus mercadurías, en gros, ó a dental, ó a varas, que todas cosas que quieran comprar e vender en sus casas que lo puedan facer, e que hayan hi pellegeros é alfayates, así como en Toledo, e que puedan tener camios en sus casas, é otrosí facémosles esta merced demás que no sean tenudos de guardar nuestro Alcázar, ni el Alcaicería de levato, nin de otra cosa, así como non son tenudos los del barrio de Francos en Toledo: Otrosí les otorgamos que non sean tenudos de darnos emprestido, ni pedido por fuerza, e damosles que hayan honra de caballeros, según fuero de Toledo; e ellos han a Nos de facer hueste, como los caballeros de Toledo: Otrosí damos, e otorgamos a los de la mar, por merced que les facemos, que hayan su Alcalde que les juzgue toda cosa de mar, fuera ende omecillos, é caloñas, e andamientos, é deudas, é empeñamientos, é todas las otras cosas que pertenecen a fuero de tierra, é estas cosas que pertenecen a fuero de tierra, é non son de mar, hanlas de juzgar los alcaldes de Sevilla, por fuero de Sevilla que les nos damos de Toledo é este Alcalde debémosle nos poner, ó los que reinaren después de nos, é si alguno non se pagare del juicio de este Alcalde, que el Alcalde cate seis homes bonos, que sean sabidores del fuero de la mar, que lo acuerden con ellos, e que muestren al querelloso lo que él, é aquellos seis homes bonos tienen por derecho; é si el querelloso non se paga del juicio que acordare el Alcalde con aquellos seis homes bonos, que se alce a Nos, é a los que reinaren después de nos: E damosvos, e otorgamosvos que podáis comprar e vender en vuestras casas paños, e otras mercaderías en gros, é á dental como quisiéredes, e damosvos veinte carpinteros que labren vuestros navíos en vuestro barrio, e damosvos tres ferreros, é tres alfajemes, é damosvos honra de caballeros, según fuero de Toledo, e vos habedes nos de facer hueste tres meses cada año por mar a nuestra costa, nuestra minción, con vuestros cuerpos, é con vuestras armas, e con vuestro conducho, dándovos navíos, e si de los tres meses adelante quisiéremos que nos sirvades, habemos vos a dar. Por esta hueste que nos habedes de facer por mar, excusamosvos nos de facer hueste por tierra con el otro concejo de la villa, fuera cuando ficiere el otro concejo hueste en cosas que fuesen en término de la villa, o de la pro de la villa, é en tal hueste como esta habedes de ayudar al concejo, é de ir con ellos: É otrosí damosvos carnicería en vuestro barrio, é quede á nos nuestro derecho, e mandamos comunalmente a todos los que fueren vecinos é moradores en Sevilla, también a caballeros, como a mercaderes, como a los de la mar, como á todos los otros vecinos de la villa, que non den diezmo del Aljarafe, é del Figueral, é si alguno vos demandare más de este diezmo que a nos habedes de dar del Aljarafe, e del Figueral, que nos seamos tenudos de defenderevos, é de ampararvos contra quien quiera que vos lo demande. Ca esto del Aljarafe, e del Figueral, e del Almojarifazgo es del nuestro derecho; é mandamos que de pan, é de vino, é de ganado, é de todas las otras cosas, que dedes vuestro derecho a la Iglesia, así como en Toledo. E este fuero de Toledo, e estas franquezas vos damos, é vos otorgamos por fuero de Sevilla, por mucho servicio que nos fecistes en la conquista de Sevilla, é faredes cabe adelante si Dios quisiere, é mandamos é defendemos firmemente que ninguno non sea osado de venir contra este nuestro privilegio, nin contra este fuero, ni contra estas franquezas que aquí son escritas en este privilegio, que son dadas por fuero de Sevilla, nin menguarlas en ninguna cosa. Ca aquel que lo ficiera avrie nuestra ira, é la de Dios, é pechar y ha en coto á nos, é á quien reinare después de nos cien marcos de oro.

     Facta carta apud Sivillam, Regijs expensis XV. Junij, era de 1288 annos. Et Nos prænominatus Rex Ferdinandus regnans in Castella, Legione, Gallecia, Sivilia, Corduba, Murcia, Jaeno, Baetia, hoc privilegium, quod fieri jussi approbo, & manu propria roboro & confirmo.

                                  Ecclesia Toletana vacat..... conf.
Ægidius, Oxomensis Episcop..... conf.
Infans Philippus, Procurator Ecclesiæ Hispal..... conf.
Matheus, Conchensis Episcop..... conf.
Benedictus, Abulensis Episcop..... conf.
Ægidius, Burgensis Episcop..... conf.
Aznarius Calaguritan, Episcop..... conf.
Nunnius, Legionensis Episcop..... conf.
Paschasius Gienensis Episcop..... conf.
Petrus, Zamorensis Episcop..... conf.
Adam, Placentinus Episcop..... conf.
Petrus, Salamantinus Episcop..... conf.
Ecclesia Cordubensis, vacat..... conf.
Rodericus, Palentinus Episcop..... conf.
Petrus, Astoricensis Episcop..... conf.
Raymundus, Segoviensis Episcop.... conf.
Leonardus, Civitatensis Episcop..... conf.
Michael, Lucensis Episcop..... conf.
Joannes, Mindoniensis Episcop..... conf.
Joannes, Auriensis Episcop..... conf.
Ægidius, Tudensis Episcop..... conf.
Sanctius, Cauriensis Episcop..... conf.
Alfonsus Lupi..... conf.
Joannes García..... conf.
Alfonsus Telli..... conf.
Gometius Roderici..... conf.
Munius Gonzalvi..... conf.
Rodericus Gemetij..... conf.
Rodericus Gómez.... conf.
Joannes Petri..... conf.
Rodericus Frolaz..... conf.
Ferdinandus Joannis..... conf.
Gometius Ramírez..... conf.
Rodericus Roderici..... conf.
Simon Roderici..... conf.
Alvarus Didaci..... conf.
Alvarus Petri..... conf.
Pelagius Petri..... conf.
                                        Didacus Lupi de Faro, Alférez Domini Regis..... conf.
                                       Rodericus Gonzalvi, Maiordomus Curæ Regis..... conf.
                                      Fernandus Gonzalvi, Maior Merinus in Castella..... conf.
                                           Petrus Guterij, Maior Merinus in Legione..... conf.
                                         Munio Fernandi, Maior Merinus in Galletia..... conf.

     Santius Segoviensis scripsit de mandatu Magistri Raymundi Segoviensis , Episcopi, & Domini Regis Notarij, anno tertio ab illo quo idem Gloriosissimus Rex Ferdinandus cæpit Hispalim novilissimam civitatem, & eam restituit cultui christiano.

     Que suena en castellano: �Sancho de Segovia lo escribió por mandado del maestro Raimundo, obispo de Segovia, y Notario del señor Rey, en el año tercero, desde aquel en que el mismo gloriosísimo Rey Fernando ganó a Sevilla, nobilísima ciudad, y la restituyó al culto cristiano.�

     Conforme a estos fueros, y privilegios se ordenó el gobierno de la ciudad. Señaláronse al principio diez nobles para sentenciar los juicios, de que en los archivos de la ciudad hay muchas señas. De aquí tanto en Sevilla, como en Toledo se formó el regimiento o cabildo que empezaron a llamar Ayuntamiento, nombre que aun hoy se conserva en Castilla. Compúsose este al principio de treinta y seis regidores, mitad del estado noble, y mitad del llano, y setenta y dos jurados, cuatro alcaldes mayores, un alguacil mayor, nombrándose en las provisiones y despachos que daban, concejo. En el ayuntamiento aunque entraban todos, sólo tenía voto el alguacil mayor, los alcaldes mayores, los regidores, y por razón de la dignidad el almirante mayor de la mar, y el alcaide de los reales Alcázares. Las provisiones de mas importancia empezaban: Nos los alcaldes, e el alguacil, e los caballeros, e homes buenos de Sevilla. Las menores: Nos el concejo de Sevilla. Su sello en unas, y otras era un trono desocupado, porque deseando la ciudad a imitación de la de Toledo ocupase su puesto el Rey, como en Toledo le ocupa aun el día de hoy el emperador don Alonso, no lo permitió la modestia de don Fernando: con que le dejaron vacío con el seguro de que no habría quien le pudiese llenar.

     De los juicios del concejo se apelaba al adelantado mayor, puesto que hacía las veces del Rey. Para estas apelaciones tenía ciertos jueces que llamaban de alzadas. Los jurados que no tenían voto en el concejo, aunque sí libre entrada para representar lo que convenía, y oír lo que se determinaba para ejecutarlo, eran los que llevaban el peso del gobierno; repartían, y cobraban los pechos; rondaban de noche la ciudad para el sosiego; cuidaban del bien público; tenían debajo de su dirección los Alamines, vocablo arábigo, que en aquella lengua significa persona de confianza, y eran los que ponían el precio a las cosas. Los Almotacenes cuidaban de la puntualidad en los pesos y medidas; y los Alarifes atendían a la seguridad de los edificios. Esta armonía era la del gobierno de la ciudad, que instauró en aquel principio el Rey, y hasta donde nos toca el referir, puesto que después con el mayor número en la población, y más política en el reino se ha ido mudando. En el pie en que hoy está la pusieron los Reyes Católicos; pero como estas mudanzas no las dispuso el héroe de quien tratamos, fuera salirnos del asunto en ocupar papel en referirlas, pudiéndolas leer quien gustase en su propio lugar de los Anales de Sevilla, donde no tendrá que desear el curioso, y a quien deben estar agradecidos todos los sevillanos, así por la puntualidad en las noticias, como por lo plausible de sus glorias: feliz trabajo, a quien todos deben agradecimiento, y de quien todos debemos tener envidia.

     La que fue elección de nuestro Rey, fueron los primeros alcaldes y alguacil. Los alcaldes fueron Rodrigo Esteban, de la ilustrísima familia de Esteban Illán de Toledo; Fernán Martos, de la gran casa de Luna en Aragón; Rui Fernández de Safagan, padre del almirante Gonzalo de Safagan, uno de los doscientos caballeros heredados; y Gonzalo Vicente, de quien, aunque no consta de su alcurnia, es célebre su memoria. Por alguacil mayor señaló al famoso adalid Domingo Muñoz. Este oficio era uno de los principales, y aun el más autorizado, o por lo menos de los de mayor confianza. A él solo estaba encomendada la guarda de la ciudad, y como a tal se le entregaban por las noches las llaves. Tenía debajo de sí veinte alguaciles de a caballo, oficio que se ejercitaba por nobles, y de otra estimación que la que hoy tiene; y también era otro el ejercicio, pues sólo atendían a la seguridad de la ciudad contra los moros, usando por vara la espada con que por sí mismo castigarían cualquiera insulto que intentase la vecindad de los atrevidos.

     Dispuesto el gobierno de la ciudad, juntó el Rey las cortes sin duda entre otras causas para confirmar lo dispuesto, y perpetuar el fuero. En ellas parece se instituyeron las hermandades viejas de Castilla, según la tradición de haberlas erigido san Fernando. Esta tradición, que de padres a hijos ha llegado a nuestros tiempos, padece la enfermedad que es inevitable a todas, pues no habiendo privilegio que la asegure, está expuesta a que niegue el hecho quien sólo quiera confesar evidencias; pero como estas son raras en el mundo, y sobre cualquiera cosa pueda excitarse cuestión, aunque quien la introduce sólo logre el gusto de perder el pleito, debemos confesar que no habiendo positivo argumento, como aquí no le hay, contra lo que todos dicen, sería temeridad el oponerse a lo que oímos a los mayores. Fuera de que si consideramos la proporción, la tienen grande con las circunstancias del tiempo las costumbres que religiosamente guardan las hermandades. El castigo de asaetear que observan, aunque ya por sola formalidad, está diciendo que su primera institución fue en tiempo de moros; el empleo de limpiar los despoblados de malhechores, no puede ser más proporcionado con lo que entonces necesitaba Sevilla, pues de tanta multitud de moros como salieron sin que todos pudiesen embarcarse, como nos consta por la historia, es precisa consecuencia que muchísimos de ellos sobrasen en los lugares en donde se refugiaron, y no teniendo de que vivir, ni aun como vivir en poblado, buscasen su vida a peligro de su muerte en los caminos. Contra los que segregados, y en corto número discurrían vagamundos, no era posible enviar ejército, o se había de dividir en tantos trozos que perdiese la fuerza como la forma; y no se puede hallar medio más proporcionado para extinguirlos que las hermandades, que verdaderamente si en esta ocasión no se hubiesen instaurado, hubieran perdido la mayor para llenar su instituto. Los privilegios que gozan hoy en día, lo absoluto de su potestad, lo pronto de sus castigos, lo breve de sus procesos, son instrumentos que al mismo tiempo que ostentan canas, están voceando se formaron en circunstancias que era menester excusar formalidades para aprontar remedio al daño, que sin duda padecía la Andalucía por la desesperación de la morisma. Todos estos argumentos logran aquella probabilidad que sin llegar a certidumbre aquietan el entendimiento, supliendo con peso grave de razón la falta de la evidencia.



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Capítulo LXXXII

Guerra y conquista de todo lo que restaba de la Andalucía, y disposición para la guerra de África

     Al mismo tiempo que atendía tanto el Rey al mayor culto divino, y se ocupaba en el gobierno político para la mayor población y mejor policía del reino, estaba todo empleado en la extensión de la fe y nuevas operaciones de guerra. Son las majestades el viviente sol de las monarquías, y este planeta igualmente influye en la producción de las plantas para la diversión y sustento humano, que en la digestión de los metales para el comercio y riqueza, sin dejar por esto de franquearnos su luz, y fomentarnos con su calor. Quien ve uno de sus efectos no suele acordarse de los otros, porque nos parece bastante ocupación cualquiera de ellas para un planeta. Si volvemos la consideración a los otros, admira el juicio ver a todo el sol ocupado en fomentar las semillas, y que queda todo él para producir los metales. Es monarca, y se ocupa todo en cada cosa, y queda todo él desembarazado para las demás. Esta solución halla mi idea cuando contemplo en Sevilla a san Fernando tan todo en las disposiciones eclesiásticas y políticas, y vuelvo los ojos a leer en la Crónica que en este tiempo se hizo dueño de todo, o casi todo el reino, que en la capitulación de Sevilla se les concedió a los moros para que se refugiasen, no para que le mantuviesen. Dióseles licencia para salir a los lugares y ciudades a salvar las vidas, pero sin treguas en las armas, y no permitió el Rey se rehiciesen cobrando fuerzas para la resistencia, antes les previno el golpe sin dejarlos sosegar del camino.

     Hasta aquí sabemos de cierto; pero cómo fue el curso de la guerra, qué lugares se entregaron al miedo, cuáles se sujetaron a las armas, y qué capitanes gobernaron las empresas, lo callaron las Crónicas, y no lo han escrito ni conjeturado los historiadores. Esto se miró siempre como resultas de la conquista de la capital, fue mucho el terreno, pero poca la resistencia, y en la guerra, por lo general se aplaude quien vence mucho, no quien gana más. Es ejercicio de honra y no de interés. Conquistada Sevilla, era necesaria la entrega de su distrito, y sólo podría defender algún puesto la desesperación con la esperanza de sacar algún partido. Este no le consiguieron, y lo primero parece que no lo intentaron, pues las palabras de la Crónica son: �Esto seyendo ya Sevilla aforada, é sosegada á honra é nobleza de su reino, é de la ciudad é a servicio de Dios, é pro, é guardamiento de los pobradores, el Rey vino contra Xerez, é la ganó: de sy fue contra Medina, é contra Alcalá, é contra Vejel, é contra el Puerto, que llamamos de Santa María, é Cádiz, que está dentro de la mar, é contra san Lucar de Alpechín, é á Arcos, é Lebrija, é todo lo que es faz de la mar acá en aquella comarca lo ganó por combatimientos é de ello por pleitesías, que le trajeron, salvo ende Niebla que sel tovo con Abenamarin, que fue rey de ella, empero que Aznalfarache le dieron luego de grado.�

     En virtud de estas palabras, que son las más claras que encontramos de estas consecuencias de la victoria, sabemos se ganó la Andalucía por armas, o por entrega. Si el Rey en persona salió de Sevilla a estas empresas no nos consta, porque aunque la Crónica lo indique cuando dice, el Rey ganó: de Xerez fue a Medina, y otras semejantes cláusulas, son bastantemente equívocas, porque en las Crónicas y las Historias nada hay más común que aplicar a los reyes las acciones de los ejércitos cuando son victoriosas. Es fácil de creer que repetidas veces salió de la ciudad al ejército, y que siempre que los negocios políticos no le obligaban al sosiego, esforzaba y animaba a sus soldados con su presencia; y como la distancia era poca, da lugar a la consideración de que estaba en todas partes, asistiendo en unas cuando no hacía falta en las otras. Lo que no cabe duda es que al ejército no le daba más descanso que el preciso para recobrar las fuerzas. Tres años y cinco meses sobrevivió triunfante en Sevilla, y en este tiempo corrió y sujetó toda la tierra, y como ya no había que disputar de esta parte del mar, dispuso pasar a la otra orilla para sujetar al yugo de Cristo el África.

     A este fin empezó las disposiciones, y publicó el asunto. Tocose al arma en todos los pechos católicos. Empezose a prevenir la máquina compuesta de armas, bajeles, soldados, bastimentos, y en fin de toda aquello que era menester para una empresa, en que si no se desembarcaba la gente, no se daba principio, y si se desembarcaba era menester asegurar la tierra con la espada antes de afirmar en ella el pie. Voló esta noticia a África, porque previno muchos golpes don Bonifaz. No estaba ocioso, ni le permitía el Rey que lo estuviese. Los navíos no eran menester para la conservación del reino de Sevilla, y el defender que los africanos viniesen al socorro de los suyos, mejor se prevenía infundiéndolos miedo con infestar sus casas. Así lo ejecutó, y como solo, y con poca gente buscó socorro en los enemigos para destruirlos a todos. Tenía el rey de Fez un poderoso partido contra sí, que llamaban de los Velamarines: publicó guerra contra ellos; hizo estragos; y el Rey se valió de la ocasión para destruirlos, no penetrando que el fondo de este socorro que le venía era entretenerle en su reino para que no inquietase la Europa, y gastarle las fuerzas en unas pequeñas victorias, que aseguraban su persona, al mismo tiempo que enflaquecían su poder para sufrir los mayores golpes que le amenazaban. Agradecido el Rey, quiso dar un refresco a los soldados. Supieron con la comunicación el asunto de la guerra, y no atreviéndose el de Fez con tan poderoso enemigo, determinó ligarse con todo aquel vínculo de amistad que fuerza el miedo, y permite la distinción de religiones.

     A este fin con el mismo Ramón Bonifaz, y su armada envió por embajador de paz a su sobrino Abenzufel. Acompañó con él grandes regalos de lo más estimable de su reino, y más raro en el nuestro, y el asunto no parece que fue en lo público más que enbuenhoras de las victorias. Era el bárbaro político, quería parecer cortés, y temía le tuviesen por medroso; no trató de paz desde luego por sacar mejor partido; trataba con don Fernando como con igual, y sabía muy bien que es gran medio para conseguir entrar a negociar sin dependencia de minoridad. Recibió don Fernando al embajador con benovolencia y cortesía, mandándole hospedar en el palacio del rey de Granada, así porque comunicase con los de su nación, como por ostentar que le recibía y admitía como de sangre real; y correspondió al rey de Fez con regalos de su nuevo reino, entre los cuales se cuentan por menor el haberle dado caballos de aquellos que por andaluces en todo tiempo se han hecho estimar en todo el mundo.

     Este fue el único fruto que tuvo el cristiano y católico celo de nuestro Rey. Expedición verdaderamente desgraciada la de África en este siglo; dos veces se malogró el sudor de san Luis, y la segunda le costó la vida, para que con ella se cortase la esperanza; una la intentó quien fue en todo dichoso, san Fernando; y como era infalible que se habían de guardar los irresistibles decretos del cielo, y estos eran igualmente inexcrutables de la fortuna de don Fernando, y desgracia en la fe de los africanos, dispuso Dios no tuviese tiempo de ser desgraciado don Fernando, quitándole las fuerzas con la enfermedad, que era el único medio para apagar su valor, y mitigar su celo a costa de la desgraciada ceguedad de los africanos.



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Capítulo LXXXIII

Felicísimo tránsito del santo héroe

     Tanta ocupación, tanto afán, el ningún descanso que en ocho años continuos que estuvo en Andalucía padeció el Rey, no podía menos de causarle grave alteración en la salud. En el sitio de Sevilla infestó al ejército una especie de contagio, porque el exceso de calor que abraza aquel clima hizo un gran movimiento en los castellanos, y como el Rey se guardaba poco y trabajaba mucho, era necesaria consecuencia, que en más delicado cuerpo hiciese más impresión la mudanza. A todo este trabajo visible del Rey añadía la penitencia secreta de los cilicios y ayunos, y el mitigar y sosegar las pasiones del alma, que son una lima, aunque sorda, muy penetrante a la salud. Todas estas fueron la causa de una hidropesía que le ocupó, y a que hallaron poco remedio los médicos. Hubiera sido la mayor curación el regalo y el descanso: al primero se oponía su virtud, y al segundo no daba tiempo la obligación. Los médicos agravaban la enfermedad, porque los medicamentos lenientes y paliativos daban algún alivio, y el alivio en el Rey era motivo para nuevo afán, con que el remedio mismo era causa de mayor dolencia. A la verdad en la relación de la historia, si con reflexión vuelve la vista a recorrerla, no conocerá ni la menor seña de indisposición en el Rey, antes se debe admirar la robustez, capaz de atender a tanto sin rendirse; pero estas son aquellas fuerzas que da el valor, que obran mientras duran, pero destruyen el cuerpo a quien sustentan. Así sucedió a nuestro héroe, que ocupado todo en el gobierno de lo conquistado, y deseoso de emplearse en la nueva empresa del África, se rindió destituido de fuerzas en tan corto tiempo, que ningún historiador le tiene para referir su enfermedad, y todos pasan desde sus conquistas a su muerte, desde sus felicidades a su dichoso tránsito, y desde sus glorias le colocan en la bienaventuranza. Dichoso rey, que empezó a reinar a los diez y siete años para proseguir reinando por toda una eternidad; felicísimo héroe, en cuyas glorias no tuvo imperio ni el más mínimo accidente para morir; glorioso soldado de Cristo, que falleció en la batalla, y hasta en el mismo punto de espirar tuvo fuerzas para vencer.

     Así nos escriben el glorioso tránsito de san Fernando todos sus historiadores contestes, pues agravándose la hidropesía cuando estaba tan engolfado en disposiciones militares, y en extender la fe más allá de los términos de España, conoció su peligro, y al punto mandó se le administrase el Santo Sacramento del Viático. Prevínose a él con el de la penitencia, que le administró el obispo de Segovia, y gobernador de Sevilla su confesor. Este mismo fue quien para la función de darle el Viático vino acompañado de toda la clerecía a palacio, entró en la pieza donde estaba el enfermo, y aquí acaba la vida de un grande héroe, y ahora empiezan a referirse las maravillas de un gran santo. Entró el Obispo en la alcoba, y viendo el Rey que venía a visitarle misericordioso el que es Rey de los reyes, y Señor de los señores, se arrojó de la cama, se postró en el suelo, se vistió un tosco dogal de esparto al cuello, y en traje de malhechor delante de aquel que había de ser su juez, pidió le pusiesen delante una cruz, que había mandado prevenir.

     Delante de aquella insignia de nuestra redención empezó un no breve razonamiento de la pasión del Hijo de Dios, hasta que en la cruz dio su vi la por nosotros. En cada paso volvía los ojos a Cristo sacramentado, pidiéndole perdón de sus pecados, y alegando en su favor por abogado a los mismos méritos y pasión de su juez y su Señor, haciendo, y con razón, suyos para la misericordia los méritos de quien había padecido por salvarle. Acabado este paso, prosiguió con otro muy propio de verdadero soldado de Cristo, y fue una larga protestación de la fe en que había vivido, y por quien tanto había batallado, y continuando con fervorosísimos actos de contrición, recibió en su cuerpo el de aquel que es fuente de toda gracia, y que se comunica por viático para el más difícil trance.

     Después de esta ternísima función, dio principio a otra que cabía muy bien en pecho tan héroe; pero no se alcanza como tuvo ánimo de ejecutarla en quien obedecía, sin que la ternura debilitase las fuerzas, y se bañase en lágrimas la imposible obediencia. Mandó al punto que le despojasen de toda insignia, ostentación o seña de majestad, y que le dejasen como a cualquiera del pueblo, repitiendo muchas veces: Desnudo salí del vientre de mi madre, y desnudo tengo de volver al de la tierra. Esta acción muestra que bien supo usar de la dignidad como santo, como héroe, y como discreto. Tornó de ella todo cuanto tenía de peso, cuanto era para cumplir con la obligación. Estimaba el respeto y adoración de rey, en cuanto servía para la obediencia que era precisa para el servicio de Dios, y no la apreciaba en nada que fuese para su decoro o su conveniencia. Así luego que conoció que era inútil para el primer fin todo el aparato real, se desnudó de él, y quedó más quieto en un pobre lecho sin criados, que había vivido con toda la majestad en los afanes.

     Ya desnudo de apariencia de rey, mandó llamar a sus hijos. Concurrieron a el último testamento o memorial de sus mandas el príncipe don Alonso su primogénito y sucesor del cetro, y sus hermanos don Fadrique, don Enrique, don Felipe y don Manuel. Don Sancho no estaba en Sevilla, porque era ya electo arzobispo de Toledo, y residía en esta ciudad. Doña Berenguela vivía ya profesa en las señoras Huelgas, y estos dos solos faltaron de los hijos de la reina doña Beatriz. De los hijos de la reinante doña Juana concurrieron don Fernando, doña Leonor y don Luis, juntos todos les echó su bendición, les hizo aquel razonamiento que debemos creer de tal rey, y tal santo; pero tuvo descontento de ver que algunos autores fingen las cláusulas, y formándolas con su pluma las escriban como traslado, sin advertir que es borrón la copia no teniendo el original delante. A lo menos sin que se crea soberbia o timidez, yo no me atrevo a desfigurar con malas voces el concepto que hago de este razonamiento, y como palabras de san Fernando en el último trance de su vida las miro con tal respeto, que me parece atrevido abuso referirlas por idea; y no teniendo presente original cierto de donde trasladarlas, sólo pondré las que hallo en la Crónica del Santo, que escrita en tiempo del rey don Alonso el Sabio, parece la de más antigua autoridad. En esta Crónica todo el coloquio que se refiere se dirigió al príncipe don Alonso. Encargole mucho el respeto y veneración a la Reina, a quien rogaba tuviese como a madre. Pidiole atendiese mucho a sus hermanos. y a su tío el infante don Alonso; pero porque el texto es breve, y no de poca enseñanza, me parece trasladarle aquí, que dice de esta manera:

     �Cuando el bienaventurado rey don Fernando vido allí a sus hijos juntos y a la reina doña Juana su mujer, la cual estaba muy triste y llorosa, llamó al infante don Alonso, que era el heredero, y mandole que se allegase a él, y alzó la mano, y diole su bendición, y después a todos los otros, y en presencia de todos los grandes, y ricos-homes que allí estaban, hizo un razonamiento al infante don Alonso, mostrándole, y dotrinándole cómo había de regir, y gobernar sus reinos, encargándole que criase, y encaminase en todo bien a sus hermanos y los amase, y honrase, y los adelantase en sus estados cuanto él más pudiese. Encargole asímismo mucho a la reina doña Juana su mujer, que la tuviese por madre, y honrase, y mantuviese siempre su honra como convenía a reina. Encargole asímismo a su hermano, don Alonso y los otros hermanos que tenía. Encargole mucho que honrase siempre a todos los grandes de sus reinos, y a los caballeros nobles, e hijos-dalgos que los tratase mucho bien, y los hiciese siempre mercedes, y se hubiese bien con todos ellos, y los guardase sus privilegios, y franquezas, y díjole que si todo esto que le encargaba y mandaba, cumpliese, é hiciese, que la su bendición cumplida oviese, y que si no, que la su maldición le alcanzase, y hízole que respondiese amén.� �O gran rey aun después de muerto! pues se sabe en la más tierna acción de su vida desprenderse del afecto de padre desconociendo y maldiciendo al hijo, si no tenía por tales a sus vasallos.

     Prosigue ahora la Crónica el razonamiento. Y díjole más: �Hijo mío, mirad como quedáis muy rico de muchas tierras y vasallos, más que ningún otro rey cristiano: haced como siempre hagáis bien, y seáis bueno, que bien tenéis con qué: ya quedáis señor de toda la tierra que los moros habían ganado del rey don Rodrigo. Si en este estado que yo vos las dejo, la supiéredes mantener seréis tan buen rey como yo; mas si de lo que os dejo perdiéredes algo, no seréis tan buen rey como yo.�

     Acabadas estas palabras, salieron de la pieza los hijos, por no perder en ella la vida de ternura, o por dar algún descanso a su pena; y quedándose solo el Rey, levantados los ojos al cielo, vio los coros de Ángeles y compañía de bienaventurados que le estaban aguardando. Pidió una candela, muestra de su fe, que lucía en el último trance, como había resplandecido en todas sus conquistas, y tomándola en la mano, mandó al Arzobispo y clerecía entonasen la letanía de los Santos, y acabada esta, el Te Deum laudamus: a cuyo tiempo consiguió la mayor de sus victorias, trasladando su espíritu del trono de Castilla al de la gloria. Rara circunstancia, y en que cabe poca duda por tener por testigos a cuantos escribieron en aquel tiempo. La primera vez que por acción de gracias en las victorias o grandes sucesos se entonó el cántico del Te Deum, fue en la coronación en Castilla del rey don Fernando. Este usó de esta ceremonia en cuantas ocasiones pudo siempre en señal de victoria, y en acción de gracias por sus triunfos; y que él mismo dispusiese se entonase al tiempo de su fallecimiento, acredita de cierto que el Santo sabía que era su mayor triunfo su muerte. Sucedió ésta en jueves 30 de Mayo, era 1290, y año del Señor 1252 a los treinta y cinco años y once meses de su reinado en Castilla, y a los veinte y dos de su reinado en León, y en los cincuenta y cuatro no cumplidos de su edad. Algunos la extienden a la decrépita, cual es de ochenta años cumplidos, pero sin fundamento, pues lo contrario se ha convencido en el cuerpo de la historia.



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Capítulo LXXXIV

Circunstancias de entierro y llantos

     El siguiente día de la muerte se ocupó tan del todo el llanto, que ahogo la libertad y las fuerzas. �Dónde hay lengua, dice la Crónica, que pueda contar los grandes llantos y tristezas que por todos los estados de todas las gentes fueron hechos por este Santo y bienaventurado rey don Fernando? �Quién nunca jamás vido tantas dueñas y doncellas de tan alta sangre y estado, mesar sus cabellos, rasgando sus caras bañadas en sangre, diciendo en altas voces palabras de gran dolor, y haciendo tantas lástimas? �Quién vido jamás tantos infaustos caballeros infanzones, tantos hidalgos y ricos-hombres mesando sus barbas, lastimando sus faces, haciendo en sí grandes cruezas con el gran dolor? �Quién sobre muerte de hombre vido tan grandes llantos? Nadie por cierto, &c. Ni son excesos estas acciones, ni se propasa la expresión a encarecimiento, que a pérdida de tanto héroe, y tal santo no corresponde menor luto. Alcanzó este, no sólo a los estados del rey, sino a reinos extraños. El rey de Granada mostró igualmente sentimiento que si fuera vasallo. O si tuviese el celo de católico. Dispuso ostentar en algo su corazón, remitiendo al punto gran cantidad de antorchas que se derritiesen en su túmulo, y dejó por voluntario tributo de su amistad, que todos los años fuesen a Sevilla cien moros granadinos, que con hachas blancas en las manos asistiesen a las honras del rey difunto: función que dejó tan añadida a las parias, que se rescató después de algunos años en una porción de cera que remitía puntual, no ya como voluntario, sino como preciso tributo, que duró siempre.

     El cuerpo se depositó en la capilla de nuestra señora de los Reyes, en el lugar que entonces estaba detrás del coro del Santísimo. Este entierro en este sitio es no pequeña confirmación de la opinión que seguimos de haber sido este simulacro el del triunfo de Sevilla, pues la devoción que eligió el sepulcro es la que había de elegir la imagen para el aplauso. En este lugar estuvo depositado hasta el año de 1579, que habiéndose trasladado ya la santa imagen de los Reyes a su nueva y suntuosa capilla, era debido no se separase de la efigie su santo enamorado Fernando, y con la mayor suntuosidad que cabe en un corazón real y gran cariño andaluz, se ejecutó esta translación del cuerpo de san Fernando, y esta fue la primera vez que vio el mundo su incorrupción. No especificamos la magnincencia de esta función por tenerla pintada con vivísimos colores los anales de Sevilla, en donde logran los caballeros sevillanos el mejor dibujo, de las anchuras de sus corazones, ilustrando los primores de la función la majestuosa asistencia de todos los tribunales y caballeros de Sevilla, y con la formalidad de no ejecutar acción a que no precediese decreto del rey nuestro señor don Felipe segundo, a cuya obediencia se sacrificaron para el común aplauso todas las dificultades que encuentra la competencia en junta de distintos tribunales, y varias jurisdicciones.

     Pusiéronse entonces en el nuevo depósito estas dos inscripciones:

I�

     �El regimiento de Sevilla, con la reverencia y piedad debida, levanta esta memoria al que más bien se lo merece, al divo Fernando, Emperador invictísimo, vencedor y triunfador felicísimo de Jaén, de Sevilla, de Córdoba, de Écija, de Murcia, de Valencia, de Granada, de la Andalucía y África.

II�

     �El senado y pueblo de Sevilla al divo Fernando, santísimo e invictísimo rey, puso esta inscripción devotísimo a su nombre y majestad, por haber restaurado a España, vencida la morisma, conseguida la paz, asegurada la religión, fundada la república, y porque es contado entre los habitadores del cielo, con no vana opinión de santidad, acrecentándose el crédito de ella con sus milagros.�

     No fue esta la primera vez que consiguió san Fernando el renombre de Santo, cuando le intituló así en sus jeroglíficos Sevilla: antes bien contuvo el respeto a la silla Apostólica, que aun no le había canonizado por tal, a que la discreción uniese en una voz la devoción y la templanza, usando aquella palabra divo, que los que blasonan de penetrar la lengua latina, explican más por feliz que por santo. El apellido de serlo era común, con que le llamaban todos desde el día de su muerte. Son más de ciento los autores de aquella clase, que por su juicio y buena elección son leídos por muy doctos, que desde el tiempo de su muerte hasta el de su canonización, siempre que en sus obras tiene lugar su nombre, le ponen por trono o por apellido Santo. Nuestros católicos Monarcas, sucesores de sus reinos y sus piedades, cuando se ofrecía nombrar el santo, y a su santo abuelo, decían: El señor rey don Fernando el tercero; el santo, y aun el sumo pontífice Gregorio trece en el oficio que concedió se rezase de la dedicación de su magnífico templo, permitió estas palabras: Fernando, rey de Castilla y León, que por sus grandes virtudes ha conseguido el renombre de Santo: y si bien quien llenaba la cátedra de san Pedro no podía prevenir la definición a los informes, prueban estas palabras cuan constante fue la tradición de llamar Santo al rey, cuando la hallamos certificada por tan supremo oráculo. No sólo el mundo, pero el cielo con evidente milagro calificó este renombre, si es cierto lo que certifica el pergamino antiguo de haberse oído celestiales voces el día de su tránsito, que en ecos del Te Deum que entonaban los hombres, repetían los Ángeles: �En moritur justus, et nemo considerat: reparad que aquí muere un justo, y no lo consideráis bien; en que con dos cláusulas unidas enseñó al mundo el nombre con que había de llamar a su Rey difunto, y reprehendió sus arrebatados lloros; pues si el dolor con que acongojaba el interés de la pérdida hubiera dado lugar a la consideración del tránsito, debían proseguir el Te Deum en júbilos, y no confundir los afectos con sollozos. Y a la verdad no venía bien para quien lo miraba con sosiego hacer día de fiesta el del tránsito, no permitiendo, como no se permitía en Sevilla por muchos años, trabajar a los artífices, y cantar en la iglesia el fúnebre nocturno de difuntos, siendo este el día de mayor triunfo, para cuya corona fueron batallas las demás victorias: y es cierto cegaban las lágrimas para no ver las glorias, y anegados los ojos en el dolor, no reparaban en su más vistoso asunto.

     Fue creciendo el nombre de Santo por tan propio de nuestro Rey, que al tiempo de despachar en Roma el rótulo o remisoriales para que se formase con autoridad apostólica el proceso para canonización, se puso en el sobreescrito: Informaciones de virtudes en general del santo rey don Fernando, previniendo aun en el mismo rótulo la decisión de la causa, y en corte de tan delicada formalidad, y en tribunal en donde se ha de decidir el negocio, sentenciar el pleito en el primer sobreescrito, sobre ser privilegio sin ejemplar, prueba con evidencia haberse elevado el Rey con el renombre de Santo, tan por antonomasia, que temieron los jueces de la sagrada Congregación no ser entendidos si le negaban el título por el cual le conocía todo el orbe.

     Y aun por eso sin duda concedieron a don Bernardo de Toro, agente en Roma de esta causa, al mismo tiempo que lo era de la piadosísima sentencia de la concepción sin culpa de María Santísima, que durante el proceso abriese lámina el retrato del Santo con rayos, esplendores, corona, y las demás insignias de santo, y al pie este epígrafe: Ferdinandus III cognomento sanctus, sarracenorum terror, ac relligionis catholicæ propugnator: repartiéndose la estampa por todo el orbe, y permitiendo una especie de culto, hasta que bien probado se concediese el que deseaba España.



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Canonización

     No podemos explicar el orden y adelantamiento de la causa de la canonización sin dar amorosísimas quejas, aunque muy sentidas, a nuestra propia patria. Doscientos años dejó pasar el olvido o el descuido antes que se emprendiese la primera petición, ni se escribiese medio pliego de papel en súplica a la silla Apostólica, a fin de que pusiese en los altares al Santo rey. Venerábale como a Santo el afecto particular de cada uno, y voceaban su santidad los historiadores naturales y extranjeros. Todos le tenían por Santo, y no había quien adelantase su declaración. Llegó últimamente el día, en que oprimidos los corazones con el sentimiento de no haber empezado antes, determinaron suplir el descuido con la eficacia, y el año de 1624 en las cortes que se celebraron en Madrid, el procurador mayor de Sevilla don Juan Ramírez de Guzmán, propuso como interés común de todo el reino, y obligación de reconocidos vasallos, gloria de su majestad católica, su descendiente, que se solicitase este negocio en Roma. Fue oída la proposición con universal aplauso, y pareció dignísimo negocio de que se representase al católico celo de su majestad.

     Habían desde el año antes promovido mucho este expediente en Sevilla don Félix Escudero de Espínola, jurado, y don Antonio Domingo de Bobadilla, veinticuatro de la misma ciudad. La causa era muy segura, y sólo faltaba quien la moviese. El extender la devoción, el hablar de las virtudes, el quejarse del descuido de los otros, no son diligencias forzosas ni inmediatas, pero que avivan tanto las más urgentes, que a ellas se les debe como a influjo el todo del feliz éxito. Es el fuego que enciende los ánimos, y encendidos éstos, le sobra el calor propio para abrasar.

     Debiose esta representación al celo y afecto de la ciudad, a los dos sujetos a quien nombramos con agradecimiento, y a el padre Juan de Pineda de la Compañía de Jesús, doctísimo sevillano. Este estaba formando un memorial para representar al Rey pidiendo le tomase a su real cargo, pretensión tan justa como debida. En este memorial se alegan por méritos las virtudes del santo Rey, probadas con aquellas escrituras que dan fe a la historia: el común aplauso de Santo que lograba en más de ciento de los mejores escritores del mundo, patricios y extranjeros, milagros, prodigios, incorrupción de su cuerpo, y lo demás que basta para una canonización, y a que sólo faltaba para prueba completa el conteste número de testigos, que aunque no podían decir más, eran por muchos plena probanza en el proceso.

     Las cortes, noticiosas de todo esto, hicieron súplica a su majestad, para lo cual nombraron por comisario al mismo caballero procurador; y aunque las oyó con la benignidad que pedía lo piadoso de la causa, no se pudo desde luego atender a su provisión, quizá porque teniendo el Rey intención de visitar el reino, quiso darles esta noticia más gustosa, oyéndola de su misma boca, y con el alma de su viva voz; pero las circunstancias de tiempo, la confusión de negocios, el casamiento tratado, y no efectuado del príncipe de Gales con la princesa doña María, la guerra que movieron los ingleses infestando las costas de la Andalucía, y la mudanza que hubo de prelados en Sevilla, difirieron la ejecución hasta el año de 1627, en que el nuevo señor arzobispo patriarca de las Indias don Diego de Guzmán instado, o por mejor decir, amparado con orden que a boca le dio su majestad antes de partir, y de repetidos e instantes decretos con que se hallaba, empezó a hacer, y ejecutó en breve la información sumaria para la canonización.

     Con ella, y su memorial, que había sido la dirección para toda la información, envió a Madrid al padre Juan de Pineda, eficacísimo promotor de toda esta causa en España. El Rey, en vista de lo ejecutado, mandó formar una junta que sólo entendiese de este negocio. Componíala el obispo presidente de Castilla, el comisario general de Cruzada, el confesor del Rey, los licenciados don Alonso de Cabrera, y don Juan de Chaves y Mendoza, fray Domingo Cano, dominico, y el padre Pineda. A consulta de esta junta se determinó enviar a Roma la sumaria, ejecutada en Sevilla por autoridad del ordinario, y encomendar este negocio al doctor don Bernardo de Toro, que como hemos dicho, estaba en aquella corte capellán de María, y defensor en nombre de toda España de su inmaculada Concepción.

     Presentó este a la sagrada congregación de Ritos la sumaria, y con ella la súplica de remisoriales, único efecto de estas sumarias. En Roma fue recibida la proposición con tanto aplauso, que hicieron cargo a su agente del descuido o menos eficacia con que habían fiado al tiempo, o al olvido la memoria de tan gran Santo, y con puntualidad nunca vista despacharon las remisoriales en el año de 1629, y llegaron a Madrid, y a la junta en enero de 1630.

     La junta determinó representar al Rey la eficacia con que se debía enmendar el descuido de los tiempos pasados, y así aun sin aguardar a que el señor Patriarca Arzobispo, que se hallaba en la corte, volviese a Sevilla, resolvió su majestad, a instancias de la ciudad, que el padre Juan de Pineda llevase el rótulo, mandando a dos de los otros seis jueces a quien venían dirigidas, procediesen en la causa, ganando horas, y valiéndose en todo de la dirección del padre Pineda, quien tan felizmente había trabajado hasta aquí, y ordenando al mismo tiempo se recibiese con públicas fiestas el rótulo, lo que ejecutó la nobleza y genio andaluz, compitiendo su devoción con su garbo.

     Lo primero por negociado eclesiástico, tocaba a la iglesia su fiesta; hízola solemnísimamente la catedral, predicando con universal aplauso, don Manuel Sarmiento de Mendoza, a quien de oficio por magistral tocaba la función, y cierto hizo bien de no ceder su lugar quien sabía elegir por tema las palabras de los Proverbios cap. 18. Justus prior est accusator sui: venit amicus ejus, et investigabit eum. Este tema dice en pocas palabras que tal fue el sermón, que injiriéramos de buena gana si no temiésemos a varios genios, en cuyas manos andará esta historia, y no supiésemos cuán pocos gustan de leer sermones, aun de aquellos mismos que no disgustan de oírlos.

     Las fiestas seculares las pinta tan a lo vivo don Diego Ortiz de Zúñiga en sus Anales Sevillanos, que temo mucho salga borrón la copia; y como esto sólo puede servir a la devoción, quien gustare de un buen rato le puede lograr en aquel libro. La mayor y más útil celebridad fue la que cada sevillano festejaba en su corazón. Vivían todos contentos; rebosaba el gozo en las palabras, todos deseaban tener parte en el proceso; todos querían canonizar por sí al santo Rey, y cada uno echaba menos no ser llamado de los jueces, y así se presentaban sin ser rogados con la mejor cualidad de venir voluntarios: con esta diligencia de todos pudieron los jueces ordenar en pocos meses el proceso, y sintieron harto los sevillanos se feneciese, porque batallaban aquí los afectos. Quisieran despachar aprisa por abreviar la causa, y descaran durase mucho el proceso para saciar su devoción; pero esta hubo de ceder al orden judicial, y así acabados los procesos, se remitieron sellados, como es de costumbre, a la sagrada Congregación para su vista y resolución.



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Progreso en Roma

     La santa iglesia de Sevilla, mostrando en todo su celo, quiso por su parte tener agente que sólo cuidase de esta causa, y para esto envió a Roma a don Diego López de Zúñiga, que teniendo sola esta obligación en que emplear el tiempo y desempeñar su obligación, acalorase las diligencias. Recibieron los agentes el proceso de Sevilla, y otro que se había formado en Nápoles, y se presentaron a la sagrada Congregación. Abriéronse con las acostumbradas ceremonias ante el promotor de la fe, a quien llama el vulgo el abogado del diablo, porque es su oficio acrisolar la verdad, reparando en los mínimos ápices, para que sean sus objeciones motivo de mayor peso en la resolución.

     Así sucedió en esta causa, porque no pudiendo dudar quien tenía obligación de reparar en todo, ni de la legitimidad de los procesos, ni de la plena probanza de virtudes, ni de la notoria permisión del culto, alegó con metafísica propia de su oficio, que los procesos eran nulos, porque según los nuevos decretos de la santidad de Urbano octavo, se debían probar en primer proceso las virtudes en general, y que saliendo estas con aprobación pontificia, se debían despachar compulsoriales para formar el segundo proceso de virtudes en especie. Con este reparo, sin proveer sobre él, se deshizo la Congregación.

     En la inmediata el eminentísimo señor Antonio Barberino puso la causa en la Congregación, y contestando la duda del fiscal o procurador, pidió no fuese atendida su petición por varias causas que refería, y lo primero, porque habiéndose despachado el rótulo de remisoriales antes de los decretos de su Santidad, que salieron en el tiempo que se estaba ejecutando la comisión, estos decretos no podían ni debían inmutar las causas comenzadas en el estilo antiguo, como era esta, y no era razón, ni que se perdiese más tiempo volviendo a empezarla de nuevo, ni se gastase papel y tinta en reproducir lo que ya constaba en el proceso, porque en él no sólo estaba probada la vida ejemplar en general, sino muy en particular actos heroicos de cada virtud, y en esto dilató su Eminencia las velas a su elocuencia para instruir con especificación los ánimos de los jueces.

     Lo segundo, porque en el proceso con gran número de testigos y autores, que pasan de sesenta, y entre ellos muchos franceses, italianos, alemanes, polacos, y de otras naciones, a quien faltaba la pasión de regnícolas, está sobradamente comprobado el nombre de Santo que ha adornado su memoria: y si en alguna ocasión se debe decir que la voz del pueblo es voz de Dios, con toda seguridad era en esta en que ha confirmado la voz del pueblo la más suprema autoridad de la iglesia, pues los sumos pontífices Sixto quinto y Gregorio trece en bulas concedidas para los indultos del rezo de Sevilla y Toledo dicen con expresión así: Fernando el tercero rey de Castilla y León, quien por la excelencia de sus virtudes alcanzó el renombre de Santo. Y si para colocar en los altares a san Jacinto y san Raimundo bastó semejante renombre, aun no estando afirmado sobre tan suprema base; �por que para san Fernando pedimos testigos, que siempre han de ser inferiores, y pruebas que no pueden ser más patentes?

     Lo tercero, porque para virtudes y sus pruebas en especial sobre lo dicho tenemos, dijo, quien vocee su fe en tantas victorias que con ella consiguió; su esperanza en tantas batallas como emprehendió, y muchas a que no podía animarle la confianza en los hombres; su caridad en las fervorosas oraciones que Dios tantas veces favoreció con revelaciones; su misericordia en tantos hospitales como se hallan aun fundados y dotados por su magnificencia; su religión en tantos templos edificados, y tantos ministros asalariados para el culto divino; su humildad en tantas cláusulas, cuantas subscriben sus privilegios; su liberalidad en tantas posesiones como gozan aun comunidades religiosas por privilegios y donaciones del Santo; su magnanimidad en las magníficas obras de Toledo que ideó, y Burgos que perfeccionó; su celo para la religión en tantos dominios como lucen católicos por su maravilloso ardor.

     �Pues que testigos necesitamos que acrediten sus virtudes, si los dominios, conquistados, los templos edificados, las batallas, las virtudes, sus firmas, sus escrituras son insensibles testigos que vocean su santa vida, y hacen a su nombre aquel oleo, que extendido por el orbe exhala tanta fragancia de olorosa santidad, que ha merecido le aclame por tal la veneración común, que se pinte en varias partes con diadema, e insignias de Santo, que se tolere por los obispos se le celebren misas, y se desahogue el afecto en cultos?

     Ahora, pues: si el reinante Pontífice por culto inmemorial ha colocado en los altares a san Pedro Nolasco; si León décimo permitió culto a san Guiberto por sólo el libro de su vida; si Alejandro tercero dio este nombre a san Eduardo rey de Inglaterra por sola la relación de sus milagros, �qué aguardamos nosotros aquí, donde concurre su vida santa, su inmemorial veneración, la incorrupción de su cuerpo, y una multitud de milagros que constan en los procesos?

     Este alegato, que como tal se adornó con citas muy en singular de cada testigo, y hoja del proceso, fue la única sesión con que se convencieron los jueces; y si bien debía convencer a todos, y no se duda quedaron todos convencidos, se difirió la publicación hasta el año de 1655, en el cual en la congregación que se tuvo ante el sumo pontífice Alejandro séptimo en 29 de mayo se declaró y aprobó por inmemorial y permitido, y que se debía permitir el culto en donde estaba tolerado, que era en la santa iglesia de Sevilla, y capilla de nuestra señora de los Reyes, sin extenderse por entonces más que a declarar por lícito y debido aquel culto, que hasta entonces era desahogo de la devoción particular.



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Extensión del culto en la forma en que hoy se halla

     No cesó, ni se quietó el afecto español para con su santo Rey con la permisión concedida por Alejandro séptimo, y como no todos podían el día de su glorioso tránsito asistir a la capilla de nuestra señora de los Reyes, vivían los corazones sobrequejosos de su distancia con celos a los más dichosos. Las súplicas de toda España eran continuas en el despacho del Rey para que encargase a sus embajadores la pronta expedición en Roma de tan deseado negocio; las instancias en Roma debemos creer fueron repetidas; pero en las cortes siempre sucede que el tropel de negocios que concurre ahoga a los que ya vadean el golfo, y sale a la orilla el expediente de mayor interés, dejando atropellados a los más avanzados en tiempo y méritos. Roma, para acallar en algo los inquietos rumores de los herejes, hace el día de hoy pacto de diferir tan despacio los decretos de canonización, que no pueda impugnarlos de ligeros la más astuta cavilación de la incredulidad. Estos motivos juntos fueron la causa de dilación que tuvo este expediente; hasta que en el día 7 de febrero de 1671, gobernando la Iglesia el sumo pontífice Clemente décimo, siendo rey de España Carlos segundo, y viviendo aquella gran reina doña Mariana de Austria, en quien resplandeció el celo religioso, y un ardiente deseo de promover esta tan digna causa, y todas las que fuesen de culto divino, se expidió breve, en el cual concedió su Santidad extensión del culto, dando licencia para que en todos los reinos y señoríos de su majestad, y en la iglesia de Santiago de Roma, que es de españoles, se celebrase el Santo con rito doble, y con rezo y misa de confesor no pontífice.

     Con este breve se despachó otro muy del gusto de los españoles, y singularmente de los sevillanos, porque reconociendo su Santidad que darles licencia para celebrar por santo a su san Fernando, y dilatar su celebridad al día 30 de mayo, era tener aprisionado su gozo, quiso, en obsequio de la devoción, permitir que por una vez se celebrase la fiesta del Santo en cualquier día del año para publicación de su culto. Llegó esta noticia a España, y singularmente a Sevilla cuando no se aguardaba; y fue tal el arrebatamiento entre devoción y cariño con que corrían todos por las calles al oír en Sevilla las campanas que dieron la primera noticia de la festividad, que se atropellaban en la capilla del Santo, gritando todos: san Fernando, san Fernando.

     Pasado este primer alegrísimo alboroto, sin más dilación empezaron los cabildos eclesiástico y secular a disponer las fiestas con que se había de celebrar la primer fiesta del Santo, y en los sevillanos corazones cabía tanto, y rebosaba la devoción en su generosidad tan ampliamente, que aun el terreno les faltó para llenar sus ideas. A la verdad lograron su asunto, pues el lucimiento fue tan grande, que ocupó un buen tomo, que con elegancia y puntual diligencia compuso don Fernando de la Torre, retratando con vivísimos colores para los siglos venideros lo que paso en Sevilla en estos días.

     Concluidas estas primeras fiestas, y celebrada la annua del día 30 de mayo de este año de 1671, prosiguieron en Roma las diligencias para mayor extensión de culto, porque estos santos que se declaran tales por la inmemorial, sólo tienen en aquella curia las formalidades de permitirse la extensión del culto poco a poco, según que se extiende la devoción, y así concedido aquel culto determinado que el pueblo daba al Santo en la capilla de nuestra señora de los Reyes, pasó en este año de 1671 el sumo Pontífice, en virtud de los procesos informativos, a extenderle a los dominios de su majestad, dándole el rezo y misa del común de confesores, no pontífices.

     Al siguiente de 1672 a 6 de septiembre el eminentísimo y reverendísimo señor cardenal Nidardo Everardo de la compañía de Jesús, embajador de su Majestad católica, y que había sido en Madrid confesor de la señora reina doña Mariana de Austria, entonces reina madre y gobernadora en la minoridad del señor don Carlos segundo, conociendo que adulaba el gusto de su ama en instar la deseada declaración y total extensión del culto, consiguió el segundo paso de que se mandase escribir el nombre de san Fernando en el Martirologio Romano el día 30 de mayo, proponiéndole a toda la Iglesia entre los demás santos que aquel día venera.

     Cobrose con esto nuevo aliento. y aquí ha de perdonar quien lea una santa vanagloria, y una satisfacción que es propia de todos los jesuitas, el que fuese uno de la Compañía quien tanto consiguiese en este expediente, y que en el tiempo en que estuvo en Roma el eminentísimo señor cardenal Everardo se lograse lo que en años antes se había deseado. Prosiguió su eminencia amante de nuestro suelo, y deseoso de servir a su ama, que le empeñaba cada correo en este asunto, y al fin logró por fruto de sus sudores que el año de 1673 a 26 de agosto se decretase por la sagrada Congregación en otro despacho semejante al pasado, para que en todos los reinos de España fuese el culto de precepto que llaman, esto es, no sólo permitido, sino mandado, y tal, que tienen obligación de rezarle todos los que tienen obligación al rezo, y los sacerdotes deben decir la misa del Santo, sin serles ya lícito, según las rúbricas de la Iglesia, decir misa, ni rezar de otro santo en este día. Últimamente el mismo eminentísimo señor el año de 1675 a 28 de mayo consiguió se aprobasen la oración y lecciones propias del Santo, que leemos en el segundo nocturno de los maitines: con que para los reinos de España logra toda aquella aclamación de Santo que logran los más privilegiados de la Iglesia.

     Quiera Dios consolarnos enteramente, y que veamos extendido este culto a toda la Iglesia universal: empeño que debe ser de toda nuestra nación, y muy propio de nuestros catolicísimos monarcas, herederos de sus reinos y sus piedades, y que si en todas ocasiones es natural propensión engrandecer a sus mayores, y hacer honrada vanidad de sus abuelos, en ninguna viene mejor esta vanagloria que en la de tal abuelo, tal héroe, y tal santo, cuya espada dio cuatro reinos a la corona, cuyos ejemplos dan mucho cebo a la imitación, cuyas virtudes deben ser aplaudidas en todo el orbe, y de cuyo patrocinio debe esperar su mayor ensalzamiento nuestra monarquía.

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