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Capítulo primero

El contraste



                                                                                            Contempla este cuadro y este otro,
Imágenes falsificadas de dos hermanos.
                                               Hamlet.


     La última parte del siglo XV preparó una serie de futuros hechos que terminó con la elevación de Francia a esa situación de poderío tan formidable, que desde entonces y periódicamente ha sido siempre el principal motivo de celos de las otras naciones europeas. Antes de ese período tuvo que luchar por su propia existencia contra los ingleses, que ya poseían sus más hermosas provincias, mientras los máximos esfuerzos de su rey y la bizarría del pueblo apenas bastaban para proteger las restantes de un yugo extranjero. No era este sólo su único peligro. Los príncipes que poseían los grandes feudos de la corona, y en particular los duques de Borgoña y de Bretaña, habían decidido aflojar tanto sus lazos feudales, que no sentían escrúpulos en levantar estandarte en contra de su señor soberano, el rey de Francia, con el más fútil motivo. En tiempos de paz reinaban como príncipes absolutos en sus propias provincias; y la casa de Borgoña, poseedora del distrito de ese nombre, además de la parte más hermosa y rica de Flandes, era de por sí tan poderosa y tan rica, que no cedía a la corona ni en esplendor ni en poder.

     A imitación de los grandes feudatarios, cada vasallo inferior de la corona se revestía de tanta independencia como su distancia del poder soberano, la extensión de su feudo o la fortaleza de su castillo le permitían adoptar; y estos tiranuelos, que se burlaban del imperio de la ley, perpetraban con impunidad los más salvajes excesos de opresión fantástica y crueldad. Sólo en Auvernia se hizo un cómputo de más de trescientos de estos nobles independientes, para los que el incesto, el asesinato y la rapiña eran las acciones más corrientes y familiares.

     Aparte de estos peligros, otro, que provenía de las guerras prolongadas entre Francia o Inglaterra, añadía no poca miseria al quebrantado reino. Numerosos conjuntos de soldados, agrupados en bandas, bajo el mando de oficiales escogidos por ellos mismos entre los más bravos y afortunados aventureros, se habían formado en varias partes de Francia con la repulsa de las demás regiones. Estos combatientes mercenarios vendían su espada durante cierto tiempo al mejor postor; y cuando no lograban ese servicio, hacían la guerra por su cuenta, apoderándose de castillos y torres, que utilizaban como sitios de su retirada; haciendo prisioneros y rescatándoles, imponiendo tributos en villas indefensas y en el país alrededor de las mismas, y logrando, con toda clase de rapiñas, los epítetos apropiados de Tondeurs y Ecorcheurs; esto es: Esquiladores y Desolladores.

     En medio de los horrores y miserias que producían un estado tan revuelto de los asuntos públicos, gastos profusos y sin cuento caracterizaban las cortes de los nobles de menor categoría, así como a las de los príncipes de superior alcurnia, y sus subordinados, imitándoles, gastaban con ostentación brutal, pero magnífica, los bienes que habían arrebatado al pueblo. Una galantería de tono romántico y caballeroso (que, sin embargo, resultaba a veces estropeada por un libertinaje sin freno) caracterizaba el trato entre hombres y mujeres; y el lenguaje de la caballería andante aun se empleaba, y sus leyes se practicaban, aunque el espíritu de amor honorable y de empresa benévola que inculcaba había dejado de caracterizar y de aminorar sus extravagancias. Las justas y torneos, los entretenimientos y festines, que cada corte minúscula celebraba, invitaban a venir a Francia a todo aventurero sin rumbo fijo; y rara vez sucedía que al llegar allí dejase de emplear su valor temerario y espíritu emprendedor en acciones para las que su país nativo, más feliz, no proporcionaba ocasión oportuna.

     En este período, y como para salvar su bello reino de los diversos enemigos que le amenazaban, ascendió al trono vacilante Luis XI, cuyo carácter depravado, como era de por sí, hizo frente, combatió, y en gran parte neutralizó, los males de la época: como los venenos de efectos contrarios, según dicen los libros antiguos de medicina, tienen la facultad de neutralizarse mutuamente.

     Bastante valiente para todo fin útil y político, no tenía Luis un adarme de valor romántico, ni del orgullo generalmente asociado a éste, que lucha por puntillo de honor cuando se ha logrado con creces utilidad. Calmoso, astuto y profundamente atento a su propio interés, hacía todo sacrificio, tanto de orgullo como de pasión, que pudiese perjudicar a éste. Cuidaba mucho de disfrazar sus sentimientos y propósitos verdaderos con todo el que se aproximaba, y empleaba frecuentemente las expresiones �que no era rey que supiese reinar aquel que no sabía disimular; y que en cuanto a él, pensaba que si su capote conociese sus secretos, lo echaría al fuego�. Nadie como él en su tiempo, ni en tiempo alguno, supo aprovecharse mejor de las flaquezas de los demás, ni le igualó en evitar dar ninguna ventaja con una condescendencia inesperada suya.

     Era por naturaleza cruel y vengativo, hasta el extremo de encontrar placer en las frecuentes ejecuciones que ordenaba. Pero así como ningún sentimiento de misericordia le inducía a perdonar, cuando podía impunemente condenar, tampoco ningún sentimiento de venganza le estimuló a una venganza prematura. Rara vez saltaba sobre su presa hasta que estaba bien dentro de su alcance y hasta que era ilusoria toda esperanza de rescate; y sus movimientos estaban tan mañosamente disimulados, que su triunfo era lo que generalmente anunciaba primero a la gente el fin que con sus maniobras había estado persiguiendo.

     De análoga manera, la avaricia de Luis se transformaba en prodigalidad excesiva cuando era necesario sobornar al favorito o al ministro de un príncipe rival para frustrar un ataque inminente o deshacer cualquier alianza combinada contra él. Era aficionado al placer y al libertinaje, pero ni las mujeres ni la caza, aunque eran ambas pasiones dominantes en él, le apartaban nunca de prestar atención metódica a los asuntos públicos y a los negocios del reino. Su conocimiento de las personas era profundo, y lo había alcanzado en sus andanzas privadas por la vida social, en la que a menudo se mezclaba personalmente, y aunque orgulloso y altanero por naturaleza, no dudaba, despreciando las divisiones arbitrarias de la sociedad que ya se consideraba como algo muy poco natural, en elevar de las categorías más inferiores a hombres que empleaba en los deberes de mayor importancia, y sabía tan bien escogerlos, que rara vez se engañaba respecto a sus cualidades.

     No obstante, había contradicciones en el carácter de este monarca hábil y cauteloso, pues la naturaleza humana rara vez es uniforme. A pesar de ser el más falso e insincero de los hombres, algunos de los mayores errores de su vida provinieron de confiarse demasiado en el honor e integridad de los otros. Cuando cometía estos errores, parecían ser debidos a un sistema de política refinado que inducía a Luis a asumir la apariencia de confianza absoluta en aquellos que deseaba engañar, pues en su conducta general era tan celoso y suspicaz como cualquier tirano.

     Otros dos extremos deben hacerse resaltar para completar la descripción de este formidable carácter, gracias al cual se elevó entre los monarcas rudos y caballerosos del período, al rango de un domador de fieras salvajes quien por su superior conocimiento y táctica, con la distribución de alimentos y la disciplina del látigo, acaba por dominar sobre aquellos que, de no estar sometidos a este trato, acabarían, por su mayor fuerza, en hacerle pedazos.

     Era el primero de estos atributos la excesiva superstición de Luis, plaga con que el cielo aflige a menudo a aquellos que se niegan a escuchar los dictados de la religión. Nunca trató Luis de aquietar el remordimiento que le producían sus malas acciones con el pretexto de sus estratagemas maquiavélicas, sino que se esforzaba, en vano, en calmar y callar ese doloroso sentimiento con prácticas supersticiosas, penitencias severas y dádivas abundantes a los eclesiásticos. La segunda cualidad, con la que la primera se encuentra a veces extrañamente unida, era una disposición a los bajos placeres y al libertinaje encubierto. No obstante ser el más sabio, o por lo menos el más listo de los soberanos de su época, era aficionado a la vida inferior, y como era un hombre de espíritu, gozaba con las bromas y agudezas de la conversación social más de lo que podía esperarse de otros rasgos de su carácter. Llegaba a mezclarse en las aventuras cómicas de la intriga obscura, con una despreocupación poco en consonancia con la desconfianza habitual y siempre en guardia de su carácter; y era tan aficionado a este género de baja galantería, que dió lugar a que sus anécdotas alegres y licenciosas se agrupasen en una colección bien conocida de los coleccionadores de libros, para los que (y la obra no está indicada para nadie más) la verdadera edición es muy apreciada (6).

     Por medio del carácter dominante y prudente, y poco amable de este monarca, se sirvió la Providencia, que actúa tanto por los métodos violentos como por los suaves, para restaurar en la gran nación francesa los beneficios del gobierno civil, que al tiempo de su ascenso al trono había casi perdido.

     Antes de ocupar éste, había dado más pruebas Luis de sus vicios que de sus talentos. Su primera mujer, Margarita de Escocia, fué la comidilla de la gente murmuradora, y esto ocurría en la corte de su marido, donde, si no hubiera sido por el consentimiento de éste, ni una palabra se hubiera dicho en contra de esa amable e inspirada princesa. Había sido un hijo ingrato y rebelde, conspirando en una ocasión para apoderarse de la persona de su padre, y en otra, declarándole guerra franca. Por la primera ofensa fué desterrado a su infantazgo del Delfinado, donde gobernó con mucha sagacidad; por la segunda, fué condenado a destierro absoluto y forzado a entregarse a la merced, y casi a la caridad, del duque de Borgoña y su hijo, donde gozó de hospitalidad -después pagada con indiferencia- hasta la muerte de su padre en 1461.

     Al comienzo de su reinado fué Luis casi dominado por una liga formada contra él por grandes vasallos de Francia, con el duque de Borgoña, o más bien su hijo, el conde de Charalois, a la cabeza.

     Levantaron un poderoso ejército, bloquearon París, dieron una batalla de resultado dudoso bajo sus murallas y colocaron la Monarquía francesa en peligro de desaparecer. Generalmente ocurre en esos casos que el más sagaz de los dos generales saca el mejor provecho de la contienda, aunque quizá no gane renombre militar. Luis, que había demostrado un gran valor personal durante la batalla de Montl'héry, fué capaz, con su prudencia, de aprovecharse del carácter dudoso del combate como si hubiese sido una victoria por su parte. Contemporizó hasta que el enemigo deshizo la coalición, y demostró tal destreza en sembrar rivalidades entre aquellos grandes poderes, que su alianza �por el bien público�, como ellos la llamaban, pero en realidad para la ruina de todo menos de la apariencia externa de la Monarquía francesa, se disolvió por sí sola, y nunca jamás se rehizo de una manera tan formidable. A partir de entonces, Luis, libre de todo peligro del lado de Inglaterra, con sus guerras civiles de York y Láncaster, se dedicó durante varios años, como médico cruel pero hábil, a curar las heridas del cuerpo político, o más bien a detener, ya con remedios suaves, ya a sangre y fuego, el progreso de esas gangrenas mortales, de las que estaba infectado; y a fuerza de atención constante, aumentó gradualmente su autoridad real o disminuyó la de aquellos que le hacían sombra.

     Sin embargo, el rey de Francia estaba cercado por la duda y el peligro. Los miembros de la liga �por el bien público�, aunque no muy unidos, existían, y como una culebra cortada, podían reunirse y ser peligrosos de nuevo. Pero un peligro peor era el aumento de poderío del duque de Borgoña, por entonces uno de los más grandes príncipes de Europa, y cuyo rango resultaba disminuído un poco por la dependencia -muy aligerada desde luego- de su ducado de la corona de Francia.

     Carlos, denominado el Temerario, o más bien el Audaz, pues su valor iba acompañado de audacia y coraje, ostentaba la corona ducal de Borgoña, que anhelaba convertir en una corona real independiente. El carácter del duque era en todos sentidos completamente opuesto al de Luis XI.

     Este último era calmoso, aficionado a deliberar y astuto, sin proseguir nunca una empresa desesperada ni abandonar jamás alguna que pudiera resultar, por muy alejado que estuviese el éxito. El genio del duque era enteramente contrario. Se precipitaba en el peligro porque le gustaba, y en las dificultades porque las despreciaba. Así como Luis nunca sacrificaba su interés a su pasión, Carlos, por el contrario, nunca sacrificaba su pasión, ni aun su capricho, a consideración alguna. A pesar del parentesco cercano que existía entre ambos y la ayuda que el duque y su padre habían proporcionado a Luis en su destierro cuando era delfín, sólo había entre ellos odio y mutuo desprecio. El duque de Borgoña despreciaba la política cautelosa del rey, y atribuía a falta de valor el que buscase con ligas, compras y otros medios indirectos, aquellas ventajas que, en su lugar, el duque hubiera arrebatado con la espada en la mano. Asimismo odiaba al rey no sólo por la ingratitud con que había correspondido a su anterior amabilidad y por injurias personales y acusaciones que los embajadores de Luis le habían hecho cuando aun vivía su padre, sino también, y muy especialmente, por la ayuda que en secreto había proporcionado a los ciudadanos descontentos de Gante, Lieja y otras grandes poblaciones de Flandes. Estas ciudades turbulentas, celosas de sus privilegios y orgullosas de sus riquezas, estaban en estado frecuente de insurrección contra sus señores soberanos los duques de Borgoña, y nunca dejaban de encontrar apoyo secreto en la corte de Luis, que aprovechaba toda oportunidad de fomentar disturbios dentro de los dominios de su vasallo, demasiado crecido.

     El desprecio y el odio del duque eran correspondidos por Luis con igual energía, aunque usaba un velo más espeso para ocultar sus sentimientos. Era imposible para un hombre de su profunda sagacidad el no despreciar la obstinación contumaz que nunca cejaba en su propósito, por muy fatal que esa perseverancia pudiera resultar a la postre, y la impetuosidad temeraria que desarrollaba, sin parar mientes en los obstáculos que pudieran encontrarse. Con todo, el rey odiaba más a Carlos que lo despreciaba, y su odio y desdén eran más intensos porque se mezclaban con miedo, pues sabía que la arremetida del toro furioso, con quien comparaba al duque de Borgoña, debía de ser formidable, aunque el animal embistiese con los ojos cerrados. No era sólo las riquezas de las provincias de Borgoña, la disciplina de sus habitantes belicosos y la masa de la densa población lo que el rey temía, pues las cualidades personales de su caudillo tenían mucho en sí de peligrosas. Carlos el Temerario, encarnación de la bravura, que llegaba a los límites de la temeridad, y por añadidura pródigo en sus gastos, espléndido en su corte, su persona y su séquito, en los que desplegaba la magnificencia hereditaria de la casa de Borgoña, enroló en su servicio a todos los espíritus fogosos de su época cuyos temperamentos congeniaban con el suyo; y Luis vió demasiado claro lo que podía intentarse y realizarse con semejante conjunto de aventureros decididos siguiendo a un caudillo de carácter tan ingobernable como el suyo.

     Había aún otra circunstancia que aumentaba la animosidad de Luis hacia su poderoso vasallo: le debía favores que nunca pensó en devolverle, y se veía frecuentemente en la necesidad de contemporizar con él y aun de soportar arrebatos de insolencia descarada, injuriosos para la dignidad real, sin ser capaz de tratarle de otro modo que como su �buen primo de Borgoña�.

     Era por el año 1468, cuando sus contiendas estaban en su apogeo, a pesar de que una tregua dudosa y sin consistencia, como a menudo ocurría, había sido establecida entre ellos, cuando comienza la presente historia. Se juzgará quizá que la persona que entra la primera en escena resulta de un rango y condición para el que no precisa una disertación como ésta sobre la posición relativa de los dos grandes príncipes; pero las pasiones de los grandes, sus luchas y sus reconciliaciones comprometen el sino de todos los que se les acercan; y se verá, al proseguir nuestra historia, que es necesario este capítulo preliminar para comprender la historia del individuo cuyas aventuras vamos a relatar.

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Capítulo II

El caminante



                                                                                               El mundo es mi ostra, que abro con
la espada.
                                        Ancient Pistol.


     En una deliciosa mañana de verano, y antes de que el sol recobrase su poder de abrasar, y mientras las gotas de rocío refrescaban y perfumaban el ambiente, un joven que procedía del Nordeste se aproximaba al vado de un pequeño río, o más bien arroyo grande, tributario del Cher, cerca del castillo real de Plessis-les-Tours, cuyas murallas obscuras y almenadas destacaban en el fondo del paisaje del extenso bosque que las rodeaba. Este arbolado constituía un parque real o terreno de caza, cercado por una tapia, denominada en el latín de la Edad Media Plexitium, que da el nombre de Plessis a tantas aldeas de Francia. El castillo y la aldea a los que ahora nos referimos se llamaban Plessis-les-Tours para distinguirlo de otros, y estaba construído a unas dos millas al sudoeste de la bella población de ese nombre, la capital de la antigua Turena, cuyo rico llano había sido denominado el Jardín de Francia.

     En la orilla del mencionado arroyo, opuesta a la que se acercaba el viajero, dos hombres, que sostenían animada conversación, parecían, de vez en cuando, vigilar sus movimientos, ya que por su situación, mucho más elevada, podían verle a considerable distancia.

     La edad del joven viajero oscilaría entre los diecinueve y veinte años, y su cara y su persona, que no eran vulgares, indicaban que no pertenecía al país en que ahora estaba. Su corta capa gris y calzones eran más bien de estilo flamenco que francés, mientras la elegante gorra azul, con una sola ramita de acebo y una pluma de águila, denunciaban el cubrecabezas escocés. Su traje estaba muy limpio y arreglado con la precisión de un joven consciente de poseer una figura fina. Llevaba a la espalda un morral que parecía contener algunos objetos indispensables, una manopla de cetrería en su mano izquierda, aunque no llevaba pájaro alguno, y en su mano derecha una buena vara de cazador. Sobre su hombro izquierdo colgaba una banda bordada que sostenía una bolsita de terciopelo escarlata, como las que entonces usaban los cazadores de aves distinguidos para llevar el alimento de su halcón, y otras cosas pertenecientes a ese sport tan admirado. Esta banda estaba cruzada por un tahalí, del que pendía un cuchillo de caza. En vez de las botas de la época llevaba borceguíes de piel de ciervo a medio curtir.

     Aunque su cuerpo aún no había adquirido su pleno desarrollo, era alto y activo, y la ligereza de su paso demostraba que la forma pedestre de viajar era más bien un placer para él que una mortificación. Era rubio, a pesar de su cutis ligeramente ennegrecido por el sol extranjero, o quizá por la constante exposición al aire en su propio país.

     Sus facciones, sin ser enteramente perfectas, eran francas, abiertas y agradables. Una media sonrisa, que parecía provenir de una feliz exuberancia de vida, mostraba, a intervalos, sus dientes bien colocados y tan blancos como el marfil, mientras sus brillantes ojos azules, con alegría manifiesta, tenían una mirada apropiada para cada objeto que encontraban, expresando buen humor, corazón animoso y firme resolución.

     Recibía y devolvía los saludos de los pocos viajeros que frecuentaban los caminos en esos peligrosos tiempos en que cada cual hacía lo que le convenía. El vagabundo lancero, medio soldado, medio bandido, medía al joven con la vista, como queriendo apreciar si la perspectiva de botín merecería la pena de encontrar una resistencia desesperada, y leía tan claras indicaciones de esta última en la mirada sin miedo del viajero, que trocaba su propósito rufián por un áspero �Buenos días, camarada�, que el joven escocés contestaba con un tono tan marcial, aunque menos desabrido. El caminante peregrino, o el fraile mendicante contestaban a su respetuoso saludo con una bendición paternal; y la joven campesina de ojos obscuros lo seguía con la vista un buen rato después de cruzarse y cambiar entre sí una salutación y una sonrisa. En una palabra, había una atracción en su porte que no dejaba de llamar la atención, y que provenía de la mezcla de franqueza intrépida y buen humor, con miradas alegres, y una cara y un cuerpo hermosos. Parecía también como si toda su manera de ser fuese el de uno que entra en la vida sin aprensión de los peligros de los que está llena y con pocos medios para luchar contra sus adversidades, excepto un espíritu despierto y un temperamento valeroso; y es con esos caracteres con los que más fácilmente simpatiza la juventud y por los que principalmente la edad y la experiencia sienten un interés apasionado y compasivo.

     El joven que hemos descrito hacía tiempo que era visible para las dos personas que pasaban el tiempo en el lado opuesto del riachuelo que le separaba del parque y del castillo; pero al verle descender la escabrosa orilla que conducía al borde del agua con la soltura de un corzo que acude a la fuente, el más joven de los dos dijo al otro:

     -�Es nuestro hombre, es el bohemio! Si intenta cruzar el vado es hombre perdido; hay mucha agua y el vado es impracticable.

     -Déjale que haga el descubrimiento por sí solo -dijo el personaje de más edad-; quizá salve el obstáculo.

     -Le conozco por la gorra azul -dijo el otro-, pues no distingo su cara. �Mire, señor! Nos grita para averiguar si el agua es profunda.

     -Nada vale lo que la experiencia en este mundo -contestó el otro-; déjale probar.

     Mientras tanto, el joven viajero, no recibiendo ninguna indicación en contrario e interpretando el silencio de aquellos a quienes se dirigía como un estímulo para proseguir, penetró en la corriente sin más dilación que la indispensable para quitarse sus borceguíes. La persona de más edad le gritó en ese momento que tuviese cuidado, diciendo en tono más bajo a su compañero:

     -Mortdieu, compadre, te has equivocado de nuevo; éste no es el charlatán bohemio.

     Pero la indicación al joven llegó demasiado tarde. O no la oyó o no pudo aprovecharse de ella, encontrándose ya en la corriente profunda. Para uno menos ducho en el ejercicio de natación la muerte hubiera sido segura, pues el arroyo era a un tiempo impetuoso y profundo.

     -�Por Santa Ana! Es un joven de una vez -dijo el de más edad-. Corre y sácale, si puedes, de su error, ayudándole. Pertenece a los tuyos; si el viejo refrán dice verdad, el agua no podrá ahogarle.

     Efectivamente, el joven caminante nadaba con tanto vigor y salvaba los remolinos tan bien, que, no obstante la fuerza de la corriente, sólo resultó un poco desviado del sitio ordinario de tomar tierra.

     En el ínterin, el más joven de los desconocidos se precipitaba a la orilla para prestarle auxilio, mientras el otro le seguía a un paso más mesurado, diciéndose a sí mismo mientras se aproximaba: �Sabía que el agua nunca podría ahogar a ese joven individuo. �Cáspita, ya está en tierra y empuña su vara! Si no me doy prisa pegará a mi compadre por la única acción caritativa que le vi realizar, o intentar realizar, en toda su vida.�

     Había alguna razón para augurar que tal sería la conclusión de la aventura, pues el gallardo escocés había ya saludado al joven samaritano, que se apresuraba a socorrerle, con estas coléricas palabras:

     -�Perro grosero! �Por qué no contestaste cuando llamé para saber si el paso podía intentarse en buenas condiciones? Aunque me condene, te he de enseñar el respeto debido a los forasteros para otra ocasión.

     Esto fué acompañado de ese significativo manejo de su vara que se llama le moulinet, porque el artista, cogiéndola por en medio, mueve los dos extremos en todas direcciones, como las aspas de un molino de viento en movimiento. Su contrario, viéndose así amenazado, echó mano a su espada, porque era uno de esos que en todas las ocasiones están más dispuestos para la acción que para el discurso; pero su compañero, más considerado, que acababa de llegar, le mandó que se contuviese, y volviéndose al joven viajero, le acusó de precipitación por sumergirse en el vado crecido y de violencia inmoderada por regañar con un hombre que se precipitaba en su auxilio.

     El joven, al verse reprendido de este modo por un hombre de edad avanzada y de apariencia respetable, bajó en el acto su arma y dijo que sentía el haber sido injusto; pero que, en realidad, le había parecido como si hubiesen consentido que su vida corriese peligro al no avisarle a tiempo, y esa acción no era digna de hombres honrados ni de buenos cristianos, y mucho menos de respetables burgueses, como parecían serlo.

     -Joven rubio -dijo la persona de más edad-, parece usted, por su acento y tipo, un extranjero, y debería recordar que su dialecto no es fácilmente comprendido por nosotros, como quizá lo es para usted el pronunciarlo.

     -Bien -contestó el joven-; no le doy gran importancia al zambullido que me he dado, y le perdonaré desde luego el haber tenido en parte la culpa, siempre que me encamine a algún sitio en que puedan secarse mis ropas, pues es mi único traje y deseo conservarlo decente.

     -�Por quién nos toma usted, joven rubio? -dijo el individuo mayor en respuesta a su proposición.

     -Por burgueses legítimos, sin duda alguna -dijo el joven-, o quién sabe si usted, señor, es un chamarilero o un mercader de granos y este hombre un carnicero o un ganadero.

     -Ha acertado nuestros oficios por casualidad -dijo el anciano sonriendo-. Mi oficio es, en verdad, comerciar con el dinero, y los menesteres de mi compadre tienen puntos de contacto con los de un carnicero. Intentaremos servirle en sus deseos; pero primero debo conocer quién es usted y adónde va, pues en estos tiempos que corren, los caminos están llenos de viajeros a pie y a caballo que tienen de todo en la cabeza menos honradez y temor de Dios.

     El joven lanzó otra mirada intensa y penetrante al que había hablado y a su silencioso compañero, como dudoso si ellos por su parte merecían la confianza que pedían, y el resultado de su observación fué el que sigue:

     El mayor y más digno de consideración de estos hombres, por su apariencia y traje, se asemejaba al mercader o tendero de la época. Su coleto sin mangas, calzones y capa eran de un color obscuro uniforme; pero tan raídos, que el astuto joven escocés se imaginó que el portador de esas prendas debía ser muy rico o muy pobre, probablemente esto último. El estilo del traje era cerrado y corto; género de vestimenta que no se tenía entonces por decoroso entre la nobleza o hasta en la clase superior de ciudadanos, los que generalmente gastaban vestiduras sueltas, que descendían más abajo de la mitad de la pierna.

     La expresión del rostro de este hombre era en parte atractiva y en parte aborrecible. Sus facciones acentuadas, carrillos y ojos hundidos tenían, sin embargo, una expresión de astucia en consonancia con el carácter del joven aventurero. Pero al mismo tiempo, esos mismos ojos hundidos, bajo la cubierta de espesas cejas negras, tenían algo en ellos que era a la vez siniestro y dominante. Quizá fuese aumentado este efecto por la gorra de piel, muy aplastada en la frente, y que aumentaba la sombra, desde la que miraban esos ojos de soslayo; pero lo cierto es que el joven extranjero encontraba alguna dificultad en reconciliar sus miradas con la humildad de su apariencia en otros detalles. Su gorra, en particular, en la que todos los hombres de alguna valía ostentaban bien un broche de plata o de oro, estaba adornada con una imagen mezquina de la Virgen, de plomo, semejante a la que los peregrinos más pobres traen de Loreto.

     Su camarada era un hombre fornido, de mediana edad y unos diez años más joven que su compañero, con un rostro despreciable y una sonrisa siniestra cuando, por casualidad, sonreía, lo que nunca sucedía, excepto para replicar a ciertos signos secretos que se cambiaban entre él y el hombre de más edad. Este individuo iba armado con una espada y una daga, y debajo de su traje sencillo observó el escocés que ocultaba un jazeran, o camisa flexible de cota de malla, la cual, usada ordinariamente por aquellos, aun de profesiones tranquilas, que precisaban en aquellos tiempos peligrosos estar con frecuencia de viaje, confirmó al joven en su conjetura que el que ahora la llevaba era carnicero, ganadero o algo por el estilo, que le obligaba a estar mucho fuera.

     El joven extranjero comprendió con una sola mirada el resultado de la observación que a nosotros nos ha exigido algún tiempo exponer, y después de un momento de silencio respondió:

     -Ignoro a quiénes tengo el honor de dirigirme -haciendo una reverencia al mismo tiempo-; pero no me es indiferente que se sepa que soy un joven escocés y que vengo a Francia a probar fortuna, o a cualquier otro país, según la costumbre de mis paisanos.

     -�Pasques-dieu!, bonita costumbre -dijo el mayor de los amigos-. Eres un joven simpático y en la edad conveniente para medrar entre los hombres o las mujeres. Soy mercader y necesito un muchacho para que me ayude en mi negocio. �Qué dices? Supongo que eres demasiado caballero para ayudarme en una faena tan vil.

     -Señor -contestó el joven-, si su ofrecimiento es en serio, de lo que tengo mis dudas, sólo me queda darle las gracias por él; pero me temo que no sirva para auxiliarle.

     -�Es natural! -dijo el señor-. Apuesto a que sabes manejar mejor el arco y la flecha que manejar a un acreedor; que sabes coger mejor una espada que una pluma.

     -Soy, señor -contestó el joven escocés-, un arquero. Pero a más de eso he estado en un convento, en donde los buenos padres me enseñaron a leer y a escribir y aun a contar.

     -�Pasques-dieu! Magnífico -dijo el comerciante-. �Por Nuestra Señora de Embrum, eres un prodigio!

     -Contenga su alegría, buen señor -dijo el joven, que no estaba muy satisfecho de la jocosidad de su nuevo conocido-. Debo antes secarme que continuar aquí de pie, chorreando y contestando a preguntas.

     El comerciante rió aún con más fuerza mientras aquél hablaba, y contestó:

     -�Pasques-dieu! Nunca falla el proverbio fier connue un ecossois; pero ven, joven, eres de un país que merece mi consideración, pues en un tiempo comercié en Escocia; son los escoceses gente honrada, y si quieres venir con nosotros a la población, te obsequiaré con una copa de vino y un almuerzo caliente, para compensarte de tu remojón. Pero, �tête-bleau!, �qué haces con un guante de cetrería en la mano? �No sabes que está prohibido la caza con halcón en una posesión real?

     -Me enteré de ello -contestó el joven- por un infame guardabosque del duque de Borgoña. Hice volar al halcón que traje conmigo de Escocia, sólo con el fin de hacerme algo notorio, contra una garza cerca de Peronne, y el desvergonzado mató mi pájaro de un flechazo.

     -�Qué hiciste entonces? -preguntó el mercader.

    -Apalearle -contestó el joven blandiendo su vara-, como todo hombre pundonoroso hubiera hecho en mi caso.

     -�Sabías -dijo el burgués- que de haber caído en manos del duque de Borgoña hubieras sido ahorcado?

     -Me enteré que está tan dispuesto a disponer que funcione la horca como el rey de Francia. Pero como esto sucedió cerca de Peronne, traspasé de un salto la frontera y me burlé de él. Si no hubiera sido tan impulsivo, quizá le hubiera propuesto prestar servicio con él.

     -Echará de menos a un paladín como tú si la tregua se quebranta -dijo el comerciante, lanzando una mirada a su compañero, que contestó con una de esas sonrisas forzadas que animaban su rostro como un meteoro que pasa e ilumina el cielo de invierno.

     El joven escocés se detuvo de pronto, se echó la gorra sobre su ceja derecha en actitud de uno que no consiente que se burlen de él, y dijo con firmeza:

     -Señores míos, y especialmente usted, señor, que por su edad debería ser el más prudente, supondrá que no puedo consentir ninguna burla a costa mía. No me gusta, desde luego, el tono de su conversación. Puedo aguantar una broma de cualquiera y una amonestación también de mis mayores, y dar las gracias si reconozco que es merecida; pero no me gusta ser traído al retortero como un chiquillo cuando, gracias a Dios, me siento con energías para entendérmelas con ambos si me provocan demasiado.

     El mayor de los hombres pareció ahogarse de risa con esta actitud del joven; su compañero, en cambio, deslizó la mano a la empuñadura de su espada, lo que visto por el joven, le propinó un golpe en la muñeca que le incapacitó para cogerla, mientras el júbilo de su compañero aumentaba con este incidente.

     -�Basta, basta -gritó-, bravo escocés, aunque no sea más que por consideración a tu querido país! Y tú, compadre, abandona esa mirada amenazadora. �Pasques-dieu!, seamos sólo comerciantes y saldemos la mojadura con el golpe en la muñeca, que fué dado con tanta gracia y rapidez. Y mira, joven amigo -dijo al escocés, con mirada seria, que a pesar de la influencia de sus pocos años le calmó y sobrecogió-, no más violencia. No soy materia adecuada a ello, y mi compadre, como puedes ver, ya tiene bastante de ella. Dime tu nombre.

     -Responderé con urbanidad a una pregunta hecha en debida forma -dijo el joven-, y guardaré a usted las consideraciones propias de su edad si no me busca las cosquillas con burlas. Desde que estoy en Francia y Flandes los hombres me han llamado, caprichosamente, el �mozo de la bolsa de terciopelo� a causa de esta bolsa para la caza con halcón que llevo a un costado; pero mi verdadero nombre, cuando estoy en mi país, es Quintín Durward.

     -�Durward! -dijo el que preguntaba-. �Es ése un apellido de caballero?

     -Que se lleva en nuestra familia hace quince generaciones -dijo el joven-, y eso me retrae de seguir oficio distinto al de las armas.

     -�Eres un verdadero escocés! Con abundancia de sangre azul, plétora de orgullo y una gran carencia de escudos. Bien, compadre -dijo a su compañero-, adelántate y diles que tengan preparado algo de comer allá en la alameda de Mulberry, pues este joven le hará tantos honores como un ratón hambriento a un queso. Y en cuanto al bohemio, escucha con atención.

     Su camarada contestó con una sonrisa triste, pero inteligente, y echó a andar a un buen paso, mientras el más anciano continuó, dirigiéndose al joven Durward:

     -Tú y yo seguiremos mesuradamente hacia adelante y oiremos una misa en la capilla de San Humberto, en nuestro camino por el bosque, pues no es bueno pensar en nuestras necesidades corporales antes que en las espirituales.

     Durward, como buen católico, no tuvo nada que objetar contra esta proposición, aunque probablemente hubiera deseado, en primer lugar, tener seca su ropa y reponer sus fuerzas. Pronto perdieron de vista a su compañero, aunque continuaron siguiendo la misma senda que él había tomado, que les condujo a un bosque de altos árboles, que alternaban con espesuras y matorrales, atravesado por largas avenidas, por las que se veían en lontananza a ciervos trotando en pequeños rebaños con una seguridad que indicaba su convencimiento de estar bien protegidos.

     -�Me preguntó usted si era un buen arquero? -dijo el joven escocés-. Deme un arco y un par de flechas y tendrá usted un venado en un momento.

     -�Pasques-dieu!, joven amigo -dijo su compañero-, ten cuidado con lo que dices; mi compadre tiene un ojo especial para los ciervos; están a su cuidado y sabe guardarlos bien.

     -Más tiene aire de un carnicero que el de un alegre guardabosque -contestó Durward-. No puedo creer que ese camastrón pueda guardar nada a nadie que conozca las reglas por las que se rige la guardería.

     -Mi joven amigo -contestó su compañero-, mi compadre tiene algo que no predispone al pronto a su favor; pero aquellos que le tratan nunca se quejan de él.

     Quintín Durward encontró algo desagradable y particular en el tono con que esto fué dicho, y, mirando de repente a su interlocutor, pensó que había algo en su rostro, en la ligera sonrisa que fruncía su labio superior y en el guiño simultáneo de su ojo obscuro, que justificaba su sorpresa desagradable. �He oído hablar de ladrones -pensó para su capote- y de astutos bribones y cortacuellos. �Qué de particular sería que ese individuo que se ha adelantado fuese un asesino y este viejo pillo su señuelo? Estaré prevenido; poco lograrán de mí, como no sea buenos puñetazos escoceses.�

     Mientras así reflexionaba llegaron a una cañada, en la que aparecían más separados entre sí los grandes árboles del bosque y en la que el terreno, limpio de arbustos y de monte bajo, estaba revestido de una alfombra de verde suave y agradable que, protegido de los rayos ardientes del sol, resultaba aquí más tierno que el que generalmente se ve en Francia. Los árboles, en este sitio apartado, eran en su mayoría hayas y olmos de grandes dimensiones, que se elevaban en el aire como grandes colinas de hojas. Entre estos magníficos hijos de la tierra asomaba, en el sitio más despejado de la cañada, una capilla baja de techo, cerca de la cual murmuraba un riachuelo. Su arquitectura era del género más rudimentario y sencillo, y había un alojamiento muy pequeño junto a ella para albergue de un ermitaño, que permanecía allí para desempeñar el servicio del altar con regularidad. En un pequeño nicho, sobre el arco de la puerta de entrada, había una imagen de piedra de San Humberto, con el cuerno de caza colgado a su cuello y una traílla de galgos a sus pies. La situación de la capilla en medio de un parque o cazadero tan repleto de caza justificaba el que estuviese bajo la advocación del santo cazador (7).

     Hacia esta capilla dirigió el anciano sus pasos, seguido por el joven Durward, y al aproximarse apareció el sacerdote revestido de los ornamentos sacerdotales que se disponía a marchar de su celda a la capilla para el desempeño, sin duda, de su sagrado oficio. Durward se inclinó reverentemente ante el sacerdote, como lo exigía el respeto debido a su sagrado ministerio, mientras su compañero, con apariencia de mayor devoción aún, se arrodilló, doblando una pierna, para recibir la bendición del sacerdote, y después le siguió a la capilla con paso y aire expresivos de contrición y humildad sincera.

     El interior de la capilla estaba adornado en un estilo adaptado a la ocupación del santo mientras fué seglar. Las más ricas pieles de los animales que son objeto de cacería en los diferentes países suplían el sitio de tapices y colgaduras alrededor del altar, y otros emblemas de cacería rodeaban las paredes y alternaban con cabezas de ciervo, lobos y otros animales considerados como bestias de sport. El conjunto de la decoración tenía un carácter silvestre y apropiado, y la misma misa, considerablemente acortada, resultó de ese género que se llama misa de cacería, que se reza ante los nobles y poderosos, que mientras asisten a la solemnidad desean, impacientes, comenzar su sport favorito.

     Durante la breve ceremonia el compañero de Durward parecía guardar la más estricta y escrupulosa atención, mientras Durward, no tan embebido en pensamientos religiosos, no podía por menos de reprocharse de haber tenido sospechas de un hombre tan bueno y humilde. Lejos de tenerle ya por un compañero y cómplice de ladrones, le faltaba poco para considerarle ahora como un santo.

     Al terminar la misa se retiraron juntos de la capilla y el mayor dijo al joven camarada:

     -Hay poco trecho desde aquí a la población; ahora puedes quebrantar tu ayuno con una conciencia tranquila; sígueme.

     Volviendo a la derecha y siguiendo a lo largo de una senda que parecía gradualmente subir recomendó a su compañero que no abandonase por nada el sendero, sino que, al contrario, se mantuviese lo mejor que pudiese en el eje de él. Durward no pudo por menos de preguntar qué razones había para esta precaución.

     -Estás cerca de la corte, joven -contestó su guía-, y, �Pasques-dieu!, hay alguna diferencia entre pasear por esta región o en sus montañas llenas de brezos. Cada yarda de este terreno, excepto el sendero que seguimos, es peligroso y casi impracticable por estar lleno de trampas y cepos, provistas de hojas de guadaña, que siegan las piernas del pasajero desprevenido en un abrir y cerrar de ojos, y abrojos de hierro que atraviesan los pies, y hoyas lo bastante profundas para quedar para siempre enterrado en ellas, pues ahora te encuentras dentro del recinto de la posesión real y pronto veremos el frente del castillo.

     -Si fuese yo rey de Francia -dijo el joven-, no me tomaría la molestia de instalar trampas y cepos, y en su lugar trataría de gobernar tan bien que ningún hombre se atreviese a acercarse a mi morada con mala intención; y para los que llegasen hasta ella en paz y buena voluntad, cuantos más fuesen más contento me pondría.

     Su compañero miró a su alrededor con mirada de zozobra y alarma, y dijo:

     -�Cállate, cállate, mozo de la bolsa de terciopelo! Pues me olvidé decirte que uno de los peligros de estos contornos es que las propias hojas de los árboles tienen oídos que llevan al propio gabinete del rey todo lo que se habla.

     -Me importa eso poco -contestó Quintín Durward- Llevo una lengua escocesa en mi boca lo bastante atrevida para decirle lo que pienso al rey Luis en su cara; Dios le bendiga; y en cuanto a los oídos de que me habla, si logro ver que crecen en una cabeza humana los cercenaré de ella con mi cuchillo de monte.

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Capítulo III

El castillo



                                                                                            Justo en el medio, se eleva un macizo edificio,
Con puertas enrejadas, que impiden el paso a todo invasor.
Fuertes y robustas surgen las murallas almenadas,
Y el foso se hunde en la profundidad. Lenta alrededor
De la fortaleza, corre el agua perezosa,
Y altas en el aire, lucen las torrecillas vigilantes.
                                                                       Anónimo.


     Mientras así hablaban Durward y su nuevo conocido dieron vista a todo el frente del castillo de Plessis-les-Tours, que aun en aquellos peligrosos tiempos en que los poderosos se veían obligados a residir en lugares de gran fortaleza se distinguía por el extremo y celoso cuidado con que se le vigilaba y defendía.

     Desde el lindero del bosque en que el joven Durward se detuvo con su compañero, con el fin de tornar una vista de esta residencia real, se extendía, o más bien se elevaba, aunque con pendiente muy suave, una explanada abierta desprovista de árboles y arbustos, excepto una gigantesca y medio seca encina muy vieja. Este espacio quedaba despejado, según las reglas de la fortificación en todas las épocas, con el fin de que el enemigo no pudiese aproximarse a las murallas bajo cubierto o sin ser visto desde las almenas, y detrás de él se elevaba el castillo.

     Había tres murallas exteriores, almenaradas y con torrecillas de trecho en trecho, y en cada esquina; el segundo recinto se elevaba más alto que el primero y estaba hecho de modo que dominase la defensa exterior en el caso de ser ganado aquél por el enemigo, y estando a su vez, de análoga manera, dominado por la barrera tercera y más interna.

     Alrededor de la muralla exterior, según le informó el francés a su joven compañero (pues como se encontraban más bajos que los cimientos de la muralla no podían verlo), corría un foso de unos veinte pies de profundidad, al que proveía de agua una presa situada en el río Cher, o más bien en uno de sus afluentes. Enfrente de la segunda muralla, dijo, había otro foso, y un tercero, ambos de las mismas desusadas dimensiones, abierto entre el segundo y tercer recinto. Al borde, tanto del circuito más interno como más externo, estaba fuertemente fortificado con empalizadas de hierro, que cumplían la finalidad de lo que en la fortificación moderna se llama chevauxde-frise, estando la parte superior de cada empalizada erizada de agudas púas que debían costarle la vida al que intentase saltar sobre ellas.

     En el interior del recinto tercero se elevaba el castillo, que se componía de edificios de diferentes períodos, dispuestos alrededor y unidos con la antigua e imponente torre del Homenaje, que era anterior a todos ellos, y se elevaba como gigantesco etíope negro, erguida en el aire, mientras la ausencia de ventanas, ya que las que había no eran mayores que agujeros de tirador dispuestos para la defensa irregularmente, comunicaban al espectador la misma desagradable impresión que experimentamos al contemplar un hombre ciego. Las otras construcciones no parecían mejor dispuestas para los fines del confort, pues las ventanas daban a un patio cerrado o interior, de suerte que el conjunto del frente exterior se asemejaba mucho más a una prisión que a un palacio. El actual rey había aumentado este efecto, pues deseoso de que las adiciones que él había dispuesto en las fortificaciones fuesen de un estilo que no se diferenciase fácilmente del edificio original (como muchas personas celosas, no le gustaba que se percatasen de sus temores), se utilizó el ladrillo y la piedra de sillería de tonos los más obscuros y se mezcló hollín con la cal para dar a todo el castillo el mismo tinte uniforme de antigüedad remota y tosca.

     Este lugar formidable sólo tenía una entrada, por lo menos Durward no distinguió ninguna otra a lo largo del frente espacioso, excepto en el centro del primer recinto más exterior, donde se erguían dos sólidas torres, que indicaban ser defensas de un paso al interior; y pudo observar su acompañamiento obligado, rastrillo y puente levadizo, de los que el primero estaba bajado y el segundo levantado. Torres de entrada similares se veían en la segunda y tercera muralla, pero no en línea con las del circuito exterior, a causa de que el paso no cortaba en línea recta los tres recintos, sino, por el contrario, aquellos que entraban tenían que recorrer unas treinta yardas entre la primera y la segunda muralla, expuestos, si sus propósitos eran hostiles, a ser blanco de las armas arrojadizas desde ambas, y de nuevo, al ser traspuesto el segundo recinto, tenían que hacer una desviación similar de la línea recta para poder llegar al pórtico del tercer recinto, más interior; de suerte que, antes de alcanzar el patio exterior que corría a lo largo del frente del edificio, había que atravesar dos estrechos y peligrosos desfiladeros bajo las descargas de flanco de la artillería, y tres puertas, defendidas con la mayor eficacia conocida en la época, tenían que ser forzadas sucesivamente.

     Viniendo de un país asolado a su vez por guerras exteriores y luchas internas, país también cuya superficie desigual y montañosa, que abunda en precipicios y torrentes, proporciona tantas posiciones ventajosas para el combate, el joven Durward estaba bastante familiarizado con los variados artificios con los que los hombres, en aquella edad ruda, procuraban asegurar sus moradas; pero francamente confesó a su compañero que no se imaginaba que el arte tuviese tales recursos de defensa donde la Naturaleza había hecho tan poco, ya que la fortaleza, como hemos indicado, estaba en la cima de una suave eminencia, a la que se ascendía desde el sitio donde se encontraban.

     Para aumentar su sorpresa, su compañero le contó que los alrededores del castillo, excepto la única senda en zigzag por la que se podía llegar con seguridad a la portada, estaban, como las espesuras que habían atravesado, llenos de toda clase de trampas ocultas y cepos para atrapar al desgraciado que se aventurase por allí sin un guía; que en las murallas había dispuestas ciertas cunas de hierro, llamadas nidos de golondrinas, desde las que los centinelas, que estaban allí apostados por lo general, podían, sin exponerse a riesgo ninguno, apuntar con seguridad a cualquiera que intentase entrar sin la señal, o santo y seña del día, y que los arqueros de la guardia real hacían ese servicio de día y de noche, por lo que recibían una buena paga, ricos trajes y mucho honor y beneficio de parte de Luis XI.

     -Y ahora di, joven -continuó-, �viste nunca una fortaleza tan fuerte y crees que hay hombres lo bastante valientes para asaltarla?

     El joven miró un rato con atención al lugar, cuya vista le atraía tanto que olvidó, en medio de su curiosidad juvenil, la humedad de su ropa. La expresión de su mirada y el color que le subió

a los carrillos le asemejaban a un hombre atrevido que medita una acción honrosa al contestar:

     -Es un castillo resistente y muy bien defendido; pero no hay imposibles para hombres valientes.

     -�Hay alguien en tu país capaz de semejante hazaña? -preguntó el anciano con algo de sorna.

     -No afirmaré tal cosa -contestó el joven-; pero hay miles que por una buena causa intentarían hazaña tan atrevida.

     -�Bah! -dijo el otro-. �Quizá seas tú el atrevido?

     -Faltaría a la verdad si me jactase que no existe peligro -contestó el joven Durward-; pero mi padre ha hecho un acto de valentía semejante, y estoy seguro de no ser bastardo.

     -Bien -dijo su compañero sonriendo-; puedes igualar a tu padre en el intento, pues los arqueros escoceses de la Guardia de Corps del rey Luis están de centinela en aquellas murallas; trescientos caballeros de la mejor alcurnia de tu país.

     -Y si yo fuese el rey Luis -respondió el joven- confiaría mi seguridad a la lealtad de los trescientos caballeros escoceses, demolería las murallas para llenar los fosos, llamaría a mis nobles pares y paladines y viviría como me correspondía, entre quiebras de lanzas en torneos lucidos, con festivales de día con los nobles y danzas de noche con las damas, y no tendría más miedo del enemigo que de una mosca.

     Su compañero sonrió de nuevo, y volviendo la espalda al castillo, al que observó se habían acercado demasiado, tornó otra vez al camino por una senda más ancha y más transitada que la que antes habían seguido.

     -Esta -dijo- nos conducirá a la población de Plessis, donde tú, como forastero, encontrarás acomodo razonable y decente. A unas dos millas más allá está la bonita ciudad de Tours, que da nombre a este condado rico y hermoso. Pero la población de Plessis, o Plessis del Parque, como a veces la llaman, por su vecindad a la residencia real y de la caza que está rodeada, te proporcionará hospitalidad más próxima y adecuada.

     -Le agradezco, amable señor, su información -dijo el escocés; pero mi estancia aquí será tan corta que si no necesitase un pedazo de carne y un trago de algo mejor que agua pasaría de largo por Plessis.

     -Creía -contestó su compañero- que tenías que ver a algún amigo en este sitio.

     -Y así es: a un hermano de mi madre -contestó Durward.

     -�Cómo se llama? -preguntó el anciano-. Lo averiguaremos, pues no es conveniente que subas al castillo, donde podían tomarte por un espía.

     -�Por la salud de mi padre! -dijo el joven-. �Yo tornado por un espía! �Que se condene quien me acuse de semejante falsedad! �No tengo por qué ocultar el apellido de mi tío! �Es Lesly; Lesly, apellido noble y honrado!

     -Así lo será, no lo dudo -dijo el anciano-; pero hay tres con ese apellido en la Guardia escocesa.

     -Mi tío se llama Ludovico Lesly -dijo el joven.

     -De los tres Leslys -contestó el comerciante-, dos se llaman Ludovico.

     -Llaman a mi pariente Ludovico el de la Cicatriz -dijo Quintín-. Nuestros nombres familiares son tan comunes en una casa escocesa, que cuando no se poseen tierras usamos siempre el apodo.

    -Un nom de guerre supongo querrá decir -contestó su compañero-; y al hombre de quien hablas nosotros le llamamos Le Balafré por la cicatriz que ostenta en su cara: un hombre como es debido y un buen soldado. Me gustaría poderte facilitar una entrevista con él, pues pertenece a una tanda de caballeros cuyas obligaciones son estrictas, y que no salen con frecuencia fuera de su guarnición a no ser en servicio inmediato de la persona del rey. Y ahora, joven, contéstame a una pregunta. Apostaría algo a que deseas entrar a servir con tu tío en la Guardia escocesa. Si ese es tu propósito, es una intención loable, pero algo extemporánea, pues eres demasiado joven y se necesitan algunos años de práctica para el alto cargo a que aspiras.

     -�Quién sabe si alguna vez pensé semejante cosa! -dijo Quintín descuidadamente-; pero si lo hice, deseché ya mi fantasía.

     -�Cómo es eso, joven? -dijo el francés algo sorprendido -�Hablas así de un cargo que tantos aspirantes tiene entre los más nobles de tus paisanos?

     -Que gocen con él es mi deseo -dijo Quintín con mesura-. Hablando sin rodeos, me hubiera gustado estar al servicio del rey de Francia; pero por muy bien vestido y alimentado que me encontrase, amo más el espacio libre que el estar confinado en una jaula o nido de golondrina, allá, como llama usted a esas cajas enrejadas. Además -añadió en voz más baja-, y para ser sincero, no me gusta el castillo cuando el covintree (8) tiene las bellotas de aquel de allá.

     -Adivino a lo que te refieres -dijo el francés-; pero habla con más claridad.

     -Para hablar con más claridad -respondió el joven-, le diré que allá crece una hermosa encina, a un tiro de ballesta aproximadamente del castillo, y en esa encina cuelga un hombre con un coleto gris parecido a éste que llevo.

     -�De verdad? -dijo el francés- �Pasques-dieu! �Mira lo que vale tener ojos jóvenes! Yo veo algo, pero lo tomé por un cuervo entre las ramas. Mas el espectáculo no es una novedad, joven; cuando el verano cede el paso al otoño, y las noches de luna son largas, y los caminos se hacen peligrosos, puede verse un manojo de diez y hasta de veinte de tales bellotas colgando en esa vieja encina. Son a modo de estandartes desplegados para espantar a los bribones, y por cada malvado que del árbol cuelgue, un hombre honrado puede calcular que habrá un ladrón, un traidor, un salteador de caminos, un pilleur y opresor del pueblo menos en Francia. Estos, joven, son muestra de nuestra soberana justicia.

     -Yo les hubiera colgado más lejos de mi palacio de haber sido el rey Luis -dijo el joven-. En mi país colgamos los cuervos muertos en donde rondan los cuervos vivos, pero no en nuestros jardines o palomares. La peste de la carne corrompida, �qué asco!, llega a mis narices a la distancia en que nos encontramos.

     -Si vives para servidor honrado y leal de tu príncipe, buen joven -contestó el francés-, aprenderás que no hay perfume que iguale al olor de un traidor muerto.

     -No me gustará vivir para perder el olfato de mi nariz o la vista de mis ojos -dijo el escocés-. Muéstreme un traidor vivo, y aquí están mi mano y mi arma; pero una vez muerto, no debe subsistir el odio. Pero me parece que llegamos a una población en donde espero demostrarle que ni la zambullida ni el disgusto me han quitado el apetito para almorzar. Así es que, mi buen amigo, vayamos a la hostería con toda la velocidad posible. Antes, sin embargo, de aceptar su hospitalidad déjeme saber por qué nombre atiende.

     -Los hombres me llaman maese Pedro -contestó su compañero-. No poseo títulos. Soy un hombre corriente que vivo por mi cuenta. Ese es mi destino.

     -Así sea, maese Pedro -contestó Quintín-, y me alegro de que mi buena suerte nos haya juntado, pues necesito consejos oportunos, que sabré agradecer.

      Mientras así hablaban, la torre de la iglesia y un alto crucifijo de madera, que se elevaba por encima de los árboles, les cercioraron que estaban a la entrada de la población.

     Pero maese Pedro, desviándose un poco del camino, que ahora se había unido a una calzada abierta y pública, dijo a su compañero que la posada donde pensaba llevarle estaba algo retirada y sólo se recibía en ella a los viajeros más distinguidos.

     -Si quiere usted dar a entender aquellos que viajan con la bolsa bien repleta -contestó el escocés-, yo no soy del número, �y prefiero que me despojen en la carretera que en una posada!

     -�Pasques-dieu! -dijo su guía-. �Qué cautos son los oriundos de Escocia! Un inglés entra decidido en una taberna, come y bebe de lo mejor y nunca piensa en la cuenta hasta que tiene la tripa llena. Pero te olvidas, señorito Quintín, que te debo un almuerzo por la mojadura que mi equivocación te proporcionó. Es el castigo por haberte ofendido.

     -En realidad -contestó el animoso muchacho- ya había olvidado mojadura, ofensa, castigo y todo. Mis ropas se han secado con el paseo, o poco les falta; pero no rehusaré su amable ofrecimiento, pues mi comida de ayer fué frugal, y no cené. Usted parece un viejo y respetable burgués y no veo razón para no aceptar su ofrecimiento.

     El francés se rió a escondidas, pues se percató plenamente que el joven, a pesar de estar medio muerto de hambre, encontraba alguna dificultad para reconciliarse con la idea de comer a costa de un extraño e intentaba someter su orgullo interior con la reflexión de que al aceptar cortesía tan ligera daba gusto al anciano.

     Mientras tanto, descendieron por una calle estrecha sombreada por altos olmos, al fondo de la cual un pórtico les dió entrada en el patio de una posada de dimensiones no corrientes, calculada para el alojamiento de los nobles y sus cortejos que tenían asuntos en el vecino castillo, donde raras veces y únicamente cuando semejante hospitalidad era inevitable, permitía Luis XI que estuviese albergado alguno en su corte. Un escudo de armas, que ostentaba la flor de lis, se veía sobre la puerta principal del irregular y vasto edificio; pero no había ni en el patio ni en los locales ese bullicio que en aquellos días, cuando se alojaba a huéspedes en establecimientos públicos y privados, indicaba que había negocios y movimiento de viajeros. Parecía como si el carácter hosco y poco sociable de la mansión real de la vecindad hubiese comunicado parte de su melancolía solemne y terrorífica a un sitio al que se consideraba, según la costumbre universal, por templo de la sociedad alegre y de buen humor.

     El maese Pedro, sin llamar a nadie y sin aproximarse siquiera a la entrada principal, levantó el picaporte de una puerta lateral y se dirigió a una amplia habitación en la que un haz de leña crepitaba en el hogar y se veían preparativos para un substancial almuerzo.

     -Mi compadre ha cuidado de todo -dijo el francés al escocés-. Debes de tener frío, y ha encargado un fuego; tienes que sentir hambre, y ahora almorzarás.

     Silbó, y entró el posadero; contestó al bon jour de maese Pedro con una reverencia, pero en modo alguno demostró aquella charlatanería característica de los posaderos franceses de todas edades.

     -Esperaba que un caballero -dijo maese Pedro- hubiese encargado un almuerzo. �Lo ha hecho?

     En respuesta, sólo se inclinó el posadero, y mientras continuaba trayendo y disponiendo sobre la mesa los distintos platos de un reconfortante almuerzo no se preocupó de ensalzar sus méritos con una sola palabra. Y, sin embargo, este almuerzo merecía los elogios que los mesoneros franceses acostumbran a otorgar a sus banquetes, como el lector verá en el siguiente capítulo.

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Capítulo IV

El almuerzo



                                                                                               �Santo Dios! �Qué masticadores!
�Qué pan!
                                                    Viajes de Yorick.


     Hemos dejado a nuestro joven forastero en Francia en una situación más confortable de la que hasta ahora había encontrado desde que penetró en los territorios de los antiguos galos. El almuerzo, según indicamos al final del último capítulo, fué admirable. Hubo una pâte de Perigord, con la que un gastrónomo hubiera deseado vivir y morir, como los comedores de lotus de Homero, olvidados de parientes, país natal y cualquiera especie de obligaciones sociales. Sus vastas murallas de magnífica costra parecían puestas, cual baluartes de rica ciudad, como demostración de la riqueza que tienen que proteger. Había un delicado ragout, con aquella petit point de l'ail que los gascones aman y los escoceses no odian. Había además un delicado pernil que no hacía mucho había pertenecido a un noble jabalí en los bosques vecinos de Mountrichart. Había el pan blanco más exquisito, hecho en forma de panecillos redondos llamados boules (de donde los panaderos toman en Francia el nombre de boulangers), cuya corteza era tan tentadora que aun sólo con agua sería un bocado exquisito. Pero no sólo había agua, pues también había un frasco de cuero llamado bottrine que contenía medio azumbre aproximado, de un exquisito vin de Beaulne. Tantas buenas cosas hubieran despertado el apetito a un muerto. �Qué efecto, pues, no había de producir en un joven de veinte años escasos, quien (debemos decir la verdad) apenas había comido en los dos últimos días, excepto la escasa fruta madura que por casualidad acertaba a coger y una ración muy exigua de pan de cebada? Se arrojó sobre el ragout y dió fin de la fuente; atacó al magnífico pastel, ahondó en las entrañas del mismo, y rociando su abundante comida con copas de vino, volvió una y otra vez a la carga, con el asombro del posadero y el regocijo de maese Pedro.

     El último, probablemente por ser el autor de una acción más amable de lo que había pensado, parecía encantado con el apetito del joven escocés; y cuando, por fin, observó que sus esfuerzos comenzaban a languidecer, trató de estimularlo a nuevos esfuerzos, ordenando confituras, darioles y otras golosinas menudas que pensaba podían incitarle a continuar su comida. Mientras se entretenía de este modo, el rostro de maese Pedro expresaba cierto género de buen humor, que casi reflejaba benevolencia, y que parecía muy distanciado de su carácter ordinario, severo, cáustico y astuto. Los ancianos casi siempre simpatizan con las alegrías de los jóvenes y con sus esfuerzos de toda clase cuando el espíritu del espectador permanece en su equilibrio natural y no está perturbado por la envidia o por la emulación.

     Quintín Durward, también, y mientras estaba tan agradablemente ocupado, no podía hacer otra cosa que descubrir que la cara del que le había convidado, que al principio encontró tan poco atrayente, mejoraba cuando era vista bajo la influencia del vin de Beaulne, y había amabilidad en el tono con que reprochaba a maese Pedro que se divirtiese con él burlándose de su apetito sin comer él nada.

     -Estoy haciendo penitencia -dijo maese Pedro- y no puedo comer nada antes del mediodía, excepto algún dulce y una copa de agua. Dígale a aquella señora -añadió volviéndose al posadero- que me lo traiga aquí.

     El posadero salió de la habitación, y maese Pedro prosiguió:

     -Bien; �he cumplido mi palabra respecto al almuerzo que te prometí?

     -La mejor comida que he comido -dijo el joven- desde que dejé Glen-Houlakin.

     -�Glen qué? -preguntó maese Pedro-. �Vas a invocar al demonio con el empleo de palabras tan largas?

     -Glen-Houlakin -replicó Quintín de buen humor-, que quiere decir Cañada del Midges, nombre de nuestro antiguo patrimonio, mi buen señor. Ha comprado el derecho de reírse con la palabra si gusta.

     -No tengo la menor intención de ofender -dijo el anciano-; mas iba a decir, ya que has gozado tanto con esta comida, que los arqueros escoceses de la guardia comen una tan buena como ésta, o aun mejor, todos los días.

     -No me sorprende -dijo Durward-, pues, si tienen que estar encerrados toda la noche en los nidos de golondrina deben de sentir gran apetito por la mañana.

     -Y lo suficiente para dejarles satisfechos, -dijo maese Pedro-. No necesitan, como los borgoñeses, montar a pelo para tener la tripa llena; visten como condes y comen como abates.

     -Que les aproveche -dijo Durward.

     -�Y por qué no quieres entrar aquí de servicio, joven? Tu tío podía, estoy seguro, procurarte una plaza en filas cuando ocurra una vacante. Y, presta atención, yo mismo tengo una poca de influencia y podía serte de alguna utilidad. �Puedes montar a caballo, presumo, que tan bien como manejar el arco?

     -Los de mi país son tan buenos jinetes como el que más y sé que podía aceptar su amable, ofrecimiento. Sin embargo, fíjese en que el alimento y el vestido son necesarios; pero en mi caso los hombres piensan en honores, progresos y hechos bravos de armas. Vuestro rey Luis, Dios le bendiga, pues es un amigo y aliado de Escocia, sólo vive aquí en el castillo o se dirige a caballo de una plaza fortificada a otra; y gana ciudades y provincias con embajadas políticas y no en lucha franca. En cuanto a mí, opino como Douglass, que siempre está en el campo porque prefiere oír cantar a la alondra que chillar al ratón.

     -Joven -dijo maese Pedro-, no juzgues tan atrevidamente las acciones de los soberanos. Luis trata de ahorrar la sangre de sus súbditos y no se preocupa por la suya. Se portó como un hombre valeroso en Montl'Hery.

     -Ya; pero eso fué hace doce años o más -contestó el joven-. Me gustaría seguir a un amo que mantuviese su honor tan brillante como su escudo y que se aventurase siempre en el tropel de la batalla.

     -�Por qué no te detuviste entonces en Bruselas con el duque de Borgoña? Te hubiera puesto en camino de romperte los huesos a diario, y antes de quedarse atrás, hubiera hecho la tarea por ti mismo, especialmente si llega a enterarse que habían pegado a su guardabosque.

     -Verdaderamente -dijo Quintín-, mi sino desgraciado me ha cerrado esa puerta.

     -Sin embargo, hay abundancia fuera de aquí de osados con los que los jóvenes alocados encontrarían servicio -dijo su consejero-. �Qué piensas, por ejemplo, de Guillermo de la Marck?

     -�Cómo! -exclamó Durward-. �Servir al de la Barba, servir al Jabalí de las Ardenas, a un capitán de pillos y asesinos, que mataría a un hombre por lo que vale su capa y que asesina a frailes y peregrinos como si fuesen caballeros armados y gente de guerra? Sería un borrón eterno en el escudo de mi padre.

     -Bien, joven ardoroso -replicó maese Pedro-; si juzgas al sanglier demasiado cruel, �por qué no sigues al joven duque de Gueldres? (9).

     -�Seguir a esa furia? -dijo Quintín-. No hay quien le aguante. �Le están esperando en el infierno! Dice la gente que puso prisionero a su propio padre y que llegó a pegarle. �Puede usted creerlo?

     Maese Pedro pareció algo desconcertado con el horror innato con que el joven escocés hablaba de ingratitud filial, y contestó:

     -No sabes, joven, qué poco subsisten los lazos de parentesco entre los de elevada alcurnia.

     Después cambió el tono en el que había comenzado a hablar, y añadió alegremente:

     -Además, si el duque ha pegado a su padre, te aseguro que su padre le había pegado antes; así es que sólo era un ajuste de cuentas.

     -Me maravilla oírle hablar de ese modo -dijo el escocés, rojo de indignación-; las canas como las suyas deberían buscar objetos más adecuados para bromear. Si el anciano duque pegó a su hijo en su niñez, no le pegó bastante, pues era preferible que hubiese muerto a estacazos que vivir para hacer que el mundo cristiano se avergonzase de que semejante monstruo haya sido bautizado.

     -A este tenor -dijo maese Pedro-, y dado cómo juzgas los caracteres de cada príncipe y jefe,

pienso que sería mejor que te erigieses a ti mismo en capitán, pues �dónde uno tan sabio encontraría jefe digno de que le mandase?

     -Se ríe usted de mí, maese Pedro -dijo el joven, de buen humor-, y quizá tiene usted razón; pero no ha nombrado a un hombre que es un jefe valiente y sostiene aquí una brava partida, en la que un hombre podría muy bien querer alistarse.

     -No acierto adivinar a quién te refieres.

     -�Cómo? Pues a aquel que cuelga como el ataúd de Mahoma (maldito sea Mahoma) entre dos imanes; a aquel a quien nadie llama francés o borgoñés, pero que sabe guardar el equilibrio entre ambos y les hace temerle y servirle por lo buen príncipe que es.

     -No puedo acertar a quién señalas -dijo, pensativo, maese Pedro.

     -�Pues a quién he de referirme sino al noble Luis de Luxemburgo, conde de Saint Paul, el gran condestable de Francia? Allá se sostiene, con su pequeño y esforzado ejército, con la cabeza tan erguida como el rey Luis o el duque Carlos, y en equilibrio entre ambos, como el niño que está de pie en el centro de un tablón mientras otros dos se balancean en los extremos opuestos (10).

     -Está en peligro de correr la peor suerte de los tres -dijo maese Pedro-. Y escucha, joven amigo, ya que juzgas el saqueo crimen tan grande, �sabes que tu político, el conde de Saint Paul fué el primero en dar el ejemplo de quemar el país durante el tiempo de guerra? �Y que antes de realizar su vergonzosa devastación, ciudades y aldeas abiertas, que no hicieron resistencia, fueron siempre perdonadas?

     -Entonces, si así ha sucedido -dijo Durward-, empezaré a creer que ninguno de esos grandes hombres es mucho mejor que los otros, y que el escoger entre ellos es como buscar un árbol de donde ahorcarse. Pero este conde de Saint Paul, este condestable, se apoderó con buenas artes de la población que lleva el nombre de mi santo y honorable patrón, San Quintín (11) (al nombrarle se santiguó), y me parece que si viviese allí, mi santo patrón hubiese cuidado de mí (no hay tantos que lleven su nombre, al contrario de lo que pasa con vuestros santos más populares), y sin embargo, debe haberme olvidado, pobre Quintín Durward, su hijo espiritual, ya que me ha dejado marchar un día sin alimento, y me deja a la mañana siguiente al amparo de San Julián y a la cortesía casual de un desconocido, lograda al azar por un chapuzón en el renombrado río Cher, o uno de sus afluentes.

     -No blasfemes de los santos, mi joven amigo -dijo maese Pedro-. San Julián es el fiel patrón de los viajeros, y quizá el bendito San Quintín ha hecho más por ti de lo que te imaginas.

     Mientras hablaba, se abrió la puerta, y una muchacha, que más bien tenía más que menos de quince años, entró con una fuente cubierta con un damasco, en la que había colocado un platillo con las ciruelas secas, que tanta fama habían dado siempre a Tours, y una copa de la curiosa vajilla que el orífice de aquella ciudad tenía desde antiguo fama de trabajar, con una delicadeza de detalles que las distinguía de las de otras ciudades de Francia, y aun excedía en habilidad de ejecución a las de la metrópoli. La forma de la copa era tan elegante, que Durward no pensó en observar de cerca si el material era de plata o, como la que tenía delante de él, de un metal inferior, pero tan bien bruñido que parecía de un metal más rico.

     Pero la presencia de la joven persona que realizó este servicio atrajo mucho más la atención de Durward que los pequeños detalles del menester que realizaba.

     Pronto descubrió que largas trenzas negras, las cuales, según la costumbre de las jóvenes de su país, no tenían adorno alguno, excepto una sola guirnalda, hecha con hojas de yedra, formaban un marco a un rostro que con sus facciones regulares, ojos obscuros y expresión pensativa, se asemejaba al de Melpómene, aunque había un débil color en los carrillos y una inteligencia en su mirada que hacían vislumbrar que la alegría no era extraña a una cara tan expresiva, aunque no fuese su expresión más habitual. Quintín llegó a pensar que había circunstancias deprimentes, causa de que un rostro tan joven y adorable estuviese más serio de lo que es natural en una belleza temprana; y como la imaginación romántica de la juventud es rápida para sacar conclusiones de premisas ligeras, le agradó inferir de lo que sigue que la suerte de esta hermosa visión estaba envuelta en silencio y misterio.

     -�Qué tal, Jacqueline? -dijo maese Pedro cuando ella entró en la habitación-. �Por qué esto? �No deseo que dame Perette traiga lo que necesito? �Pasques-dieu! �No está ella, o se cree demasiado buena para servirme?

     -Mi parienta está enferma y descansa -contestó Jacqueline en un tono precipitado pero humilde-; está enferma y no sale de su cuarto.

     -�Es eso cierto? -replicó maese Pedro con cierto énfasis-; soy perro viejo, y no soy de aquellos que creen en enfermedades fingidas.

     Jacqueline se puso pálida y aun tembló con la respuesta de maese Pedro; porque hay que reconocer que su voz y sus miradas, en todo tiempo ásperas, cáusticas y desagradables, tenían, cuando quería expresar cólera o sospecha, un efecto a la vez siniestro y alarmante.

     La caballerosidad montaraz de Quintín Durward se despertó en el momento y se precipitó a acercarse a Jacqueline y a librarla de la carga que llevaba, y que ella pasivamente le entregó, mientras con una mirada tímida y ansiosa vigilaba el rostro del enfadado burgués. No era natural resistir a la expresión penetrante y llena de compasión de sus miradas, y maese Pedro prosiguió no sólo con aire de enfado aminorado, sino con tanta gentileza como podía manifestar en su rostro y modales:

     -No te censuro, Jacqueline, y eres demasiado joven para ser (lo que es lástima pensar serás algún día) una cosa falsa y traicionera, como el resto de tu inconstante sexo. Nadie que frecuente el trato de gente pierde la oportunidad de conoceros a todas (12). Aquí está un caballero escocés que te dirá lo mismo.

     Jacqueline miró por un instante al joven extranjero como si obedeciese a maese Pedro; pero la mirada, con ser rápida, se le representó a Durward, como una llamada patética en busca de ayuda y simpatía, y con la rapidez dictada por los sentimientos de la juventud y la veneración romántica por el sexo bello, inspirada por su educación, contestó rápido: �Que retaba a cualquier adversario, de igual rango y edad, que se atreviese a decir que semejante rostro como el que ahora contemplaban podía dejar de estar inspirado por el espíritu más puro y sincero.�

     La muchacha se puso densamente pálida, y echó una mirada de temor a maese Pedro, a quien la bravata del joven gallardo sólo pareció incitar a risa más desdeñosa que aprobatoria. Quintín, cuyos segundos pensamientos generalmente corregían los primeros, aunque algún tiempo después de haberlos emitido, se ruborizó intensamente por haber proferido palabras que podían considerarse como una jactancia inoportuna en presencia de un anciano de profesión pacífica; y como penitencia justa y adecuada resolvió pacientemente someterse al ridículo en que había incurrido. Ofreció la copa y el plato de ciruelas a maese Pedro con sonrojo y rostro humillado, que trataba de disimular con una sonrisa forzada.

     -Eres un joven tonto -dijo maese Pedro-, y sabes tan poco de las mujeres como de príncipes, cuya vida -dijo, santiguándose con devoción- Dios guarde muchos años.

     -�Y quién guarda la de las mujeres? - dijo Quintín, resuelto, si podía evitarlo, a no ser vencido por la supuesta superioridad de este extraordinario anciano, cuya manera de ser, altiva y tranquila, tenían un ascendiente sobre él, del que se sentía avergonzado.

     -Me temo que esa pregunta te la tenga que responder otro -dijo maeso Pedro sin alterarse.

     Quintín fué otra vez vencido, pero no se sintió muy ofendido. �Seguramente -se dijo para su interior- no correspondo a este burgués de Tours con la deferencia debida, a cambio de la miserable deuda de un almuerzo, aunque haya sido bueno y substancioso. Los perros y los halcones están adictos a uno sólo por la comida; el hombre debe ser amable si se le quiere ligar con los lazos del afecto y la obligación. Pero es una persona extraordinaria; y esa preciosa aparición, una cosa tan bonita, no encaja en este sitio humilde, no debe pertenecer al comerciante acaparador de dinero, aunque parezca ejercer autoridad sobre ella, como indudablemente la ejerce sobre todo aquel que la suerte interpone en su camino. Es sorprendente qué importancia dan estos flamencos y franceses a la riqueza; mucha más de la que ésta merece, hasta el punto de que creo que este viejo comerciante cree que el respeto que debo a su edad es debido a su dinero; �yo, un caballero escocés de sangre y escudo de armas, y él, un artesano de Tours!�

     Tales eran las ideas que atravesaban raudas por la mente del joven Durward, mientras maese Pedro decía, con una sonrisa y golpeando suavemente al mismo tiempo la cabeza de Jacqueline, de la que colgaban las largas trenzas:

     -Este joven me servirá, Jacqueline; debes retirarte. Diré a la negligente parienta que hace mal en exponerte a que te vean sin necesidad.

     -Sólo fué para servirle -dijo la doncella-. Le aseguro que no tiene motivos para enfadarse con mi parienta, ya que...

     -�Pasques-dieu! -dijo el comerciante, interrumpiéndola, pero no abruptamente- �Malgastas palabras conmigo, rapaza, o sigues aquí para mirar a este joven? �Vete! Es noble y sus servicios me bastarán.

     Jacqueline desapareció; y tanto se interesó Quintín Durward en su repentina desaparición, que perdió el hilo de sus anteriores reflexiones, y actuó mecánicamente cuando maese Pedro le dijo en tono de uno acostumbrado a ser obedecido, mientras se recostaba en una cómoda butaca:

     -Coloca esa bandeja junto a mí.

     El comerciante entornó entonces sus perspicaces ojos, de modo que apenas eran visibles y sólo lanzaban de vez en cuando rápida y penetrante mirada, comparable a los rayos del sol poniente detrás de una nube obscura, a través de la cual son aquellos lanzados, pero sólo por un instante.

     -Esta es una criatura bonita -dijo por fin el viejo, levantando la cabeza y mirando con fijeza a Quintín, mientras añadía-: una joven adorable para ser criada de un auberge. Estaría mejor en el hogar de un honrado burgués; pero es de origen villano y carece de educación.

     A veces ocurre que un dicho oportuno mata una ilusión, y el que la poseía se indispone un poco con el que la echa abajo, aunque el daño inferido sea involuntario por parte del ofensor. Quintín se vió desilusionado, y estaba dispuesto a enfadarse, él mismo no sabía por qué, con este anciano por haberle participado que esta hermosa criatura no era ni más ni menos que lo que su ocupación anunciaba: la criada de un auberge, una criada de superior categoría, probablemente sobrina del dueño o algo parecido; pero siempre una doméstica, obligada a soportar los modales de los parroquianos, y particularmente a maese Pedro, que probablemente tenía muchos caprichos y bastante dinero para estar tan seguro de verlos satisfechos.

     El pensamiento, el obsesionante pensamiento, de nuevo volvió a él, de que debía hacer comprender al anciano caballero la diferencia entre sus condiciones, y hacerle notar que por muy rico que fuese, sus riquezas no le ponían a la altura de un Durward de Glen-Houlakin. Sin embargo, cuando miró al rostro de maese Pedro con tal intención, halló en él, no obstante la mirada baja, las facciones apretadas y traje humilde y pobre, algo que impidió al joven afirmar la superioridad que creía poseer sobre el comerciante. Por el contrario, cuanto más y con más fijeza le miraba Quintín, aumentaba su curiosidad para saber quién o qué era en la actualidad este hombre; y se le figuró ser un síndico o un alto magistrado de Tours, o uno que, de un modo o de otro, tenía la costumbre inveterada de exigir y ser tratado con deferencia.

     En el ínterin, el comerciante parecía de nuevo absorto en alguna idea fija, de la que se desprendió levantándose y santiguándose devotamente para comer alguna fruta seca con un pedazo de bizcocho. Hizo entonces señas a Quintín para que le diese la copa, añadiendo mientras éste se la daba:

     -�Dices que eres noble?

     -Seguramente lo soy -replicó el escocés-, si quince generaciones pueden hacerme noble, como antes le dije. Pero no se preocupe por esa cuestión, maese Pedro; siempre me enseñaron que es el deber de los jóvenes ayudar a los de más edad.

     -Excelente máxima -dijo el comerciante, aprovechándose de la ayuda del joven al presentarle la copa y llenándola del contenido de un jarro que parecía ser del mismo material que la copa, sin ninguno de esos escrúpulos por su manera de proceder que quizá Quintín había esperado despertar.

     �Que el diablo cargue con la confianza y familiaridad de este viejo artesano ciudadano�, se dijo una vez más para su capote Durward; �se aprovecha de la ayuda de un noble caballero escocés con tan poca ceremonia como si hubiese sido yo un cualquiera�.

     Habiendo concluído entretanto el comerciante su copa de agua, dijo a su compañero:

     -Por las ganas con que pareces haber saboreado el vin de Beaulne me imagino que no me harías la competencia con este licor natural. Pero poseo un elixir que convierte el agua de manantial en los más ricos vinos de Francia.

     Mientras hablaba, sacó una bolsa grande de su pecho, hecha de piel de foca, y volcó una lluvia de pequeñas monedas de plata en la copa, hasta que ésta, que era pequeña, quedó llena hasta más de la mitad.

     -Tienes motivos para mostrarte más agradecido, joven -dijo maese Pedro-, tanto a tu patrón San Quintín como a San Julián, de lo que hasta ahora has sido. Te aconsejo que des limosnas en su nombre. Permanece en esta posada hasta que veas a tu pariente, Le Balafré, que saldrá de guardia esta tarde. Procuraré que se entere que aquí le puedes encontrar, pues tengo asuntos en el castillo.

    Quintín Durward quiso decir algo para excusarse por aceptar los generosos ofrecimientos de su nuevo amigo; pero maese Pedro, arqueando las cejas e irguiendo su encorvada figura en una actitud de mayor dignidad de la que hasta ahora le había visto asumir, dijo en tono autoritario:

     -No repliques, joven, y haz lo que se te ordena.

     Con estas palabras salió de la habitación, haciendo una indicación al partir para que Quintín no le siguiese.

     El joven escocés quedóse atónito y no sabía qué pensar del particular. Su primer impulso, el más natural, aunque quizá no el más digno, le indujo a mirar en el interior de la copa que, con seguridad, estaba más que promediada de monedas de plata, que sumaban varias veintenas, de las que Quintín, con toda probabilidad, nunca había llegado a tener por suyas ni siquiera veinte en toda su vida. �Pero podía reconciliar con su dignidad como caballero el aceptar así el dinero de este rico plebeyo? Era ésta una ardua cuestión, pues aunque había logrado un buen almuerzo, no era una gran reserva para viajar, bien hacia Dijon, en el caso de querer arriesgar la cólera y entrar al servicio del duque de Borgoña, o a San Quintín, si prefería el del condestable de Saint Paul, pues a uno de estos potentados, ya que no al rey de Francia, estaba decidido a ofrecer sus servicios. Quizá tomó la resolución más prudente en estas circunstancias al resolverse a tomar el consejo de su tío, y mientras tanto colocó el dinero en su bolsa de cacería y llamó al dueño de la casa para devolver la copa de plata, resolviendo al mismo tiempo hacerle algunas preguntas sobre este comerciante liberal y autoritario.

     El posadero apareció a poco, y si no más comunicativo, estuvo al menos más locuaz que anteriormente. Positivamente rehusó hacerse cargo de la copa de plata. No era suya, dijo, sino de maese Pedro, que la había regalado a su convidado. Poseía cuatro hanaps de plata, que le había dejado su abuela, de feliz memoria; pero ninguna con el cincelado como la que su convidado tenía en la mano; era una de las famosas copas de Tours, trabajada por Martín Dominique, un artista que podía hombrearse con los de París.

     -Y dígame, por favor, �quién es este maese Pedro -dijo Durward interrumpiéndole- que hace a los forasteros regalos tan valiosos?

     -�Que quién es maese Pedro? -dijo el posadero, dejando caer las palabras lentamente de su boca, como si las hubiera estado destilando.

     -Sí -dijo Durward, rápida y perentoriamente-, �quién es este maese Pedro y por qué prodiga su bondad de este modo? �Y quién es ese individuo, con aspecto de carnicero, que envió por delante para ordenar el almuerzo?

     -Señor, usted mismo debía haberle preguntado a maese Pedro quién es; y en cuanto al caballero que encargó preparasen el almuerzo, �Dios nos libre de tratarle íntimamente!

     -Hay algo misterioso en todo esto -dijo el joven escocés-. Este maese Pedro me dijo que era un comerciante.

     -Si eso le dijo -dijo el posadero-, seguramente es un comerciante.

     -�En qué géneros trafica?

     -En cosas muy distintas -dijo el hostelero-, y especialmente ha montado aquí unas manufacturas de seda que compiten con esos fardos que los venecianos traen de la India y Cathay. Pudo usted ver la fila de moreras al venir aquí, todas plantadas por disposición de maese Pedro para alimentar los gusanos de seda.

     -Y esa joven que entró con las ciruelas, �quién es, mi buen amigo? -dijo Quintín.

     -Señor, mi huésped, con su haya, una especie de tía o parienta -contestó el posadero.

     -�Pero es que de ordinario utiliza a sus huéspedes para servirse unos a los otros? -dijo Durward-. Pues observé que maese Pedro no tomó nada de su mano de usted o de la de su sirviente.

     -Los hombres ricos tienen sus caprichos, pues pueden pagarlos -dijo el mesonero-; no es la primera vez que maese Pedro ha encontrado el procedimiento para que la gente bien nacida le sirva a una señal suya.

     El joven escocés se sintió algo ofendido con la insinuación; pero ocultando su resentimiento, preguntó si le podían proporcionar en la casa una habitación por un día y quizá más.

     -Ciertamente -replicó el posadero-, por todo el tiempo que desee estar.

     -�Podía entonces permitírseme -preguntó- presentar mis respetos a las damas de quien voy a ser compañero de hospedaje?

     El posadero dudó un momento.

     -No salen de casa -dijo-, y no reciben a nadie en ella.

     -�Con la excepción, supongo, de maese Pedro? -dijo Durward.

     -No me es permitido citar ninguna excepción -contestó el hombre, firme, pero respetuosamente.

     Quintín, que exageraba demasiado la noción de su propia importancia, si se considera lo huérfano que se encontraba de medios para sostenerla, algo mortificado con la respuesta del posadero, no dudó en valerse de una práctica bastante corriente en aquella época.

     -Lleve a las damas -dijo- un frasco de Auvernat, con mis respetos, y diga que Quintín Durward, de la casa de Glen-Houlakin, caballero escocés, y ahora su huésped, desea lograr permiso para presentarle su homenaje en una entrevista personal.

     El mensajero partió y volvió casi en el acto, haciendo constar el agradecimiento de las damas, que, por vivir en privado, no podían aceptar la visita del caballero escocés.

     Quintín se mordió el labio y tomó una copa del rechazado Auvernat, que el patrón había colocado en la mesa.

     ��Vive el cielo, que ésta es una extraña comarca - se dijo a sí mismo-, en la que comerciantes y artesanos practican los modales y munificencia de los nobles, y damiselas viajeras, que hacen de una posada su corte y mantienen un rango cual princesas disfrazadas! Veré de nuevo a la doncella de rostro moreno o muy difícil la cosa será.�

     Y después de tomar esta resolución pidió ser conducido a la habitación que le destinaban.

     El posadero le condujo por una escalera de una torrecilla y después por una galería con muchas puertas que daban a ella, como las de las celdas de un convento, semejanza que nuestro joven héroe, que recordaba con gran fastidio una prueba temprana de vida monástica, estaba lejos de admirar.

     El patrón se detuvo en el extremo de la galería, escogió una llave del gran manojo que pendía de su cinturón, abrió la puerta y mostró a su huésped el interior de una habitación en una torrecilla pequeña, limpia y aislada, y que, aunque provista de cama y otros muebles muy bien dispuestos, podía considerarse como una habitación de un palacete.

     -Espero encontrará agradable esta habitación, señor -dijo el mesonero-. Tengo deber de complacer a todo amigo de maese Pedro.

     -�Oh, bendito chapuzón! -exclamó Quintín Durward, haciendo cabriolas tan pronto como su patrón se hubo retirado-. Nunca la buena suerte se presentó de mejor manera. Estoy satisfecho con mi buena estrella.

     Mientras así hablaba se adelantó a la ventanita, la cual, como la torrecilla, sobresalía bastante de la fachada del edificio; no sólo dominaba su precioso jardín, algo extenso, que pertenecía a la posada, sino que permitía ver más allá de su límite un atrayente bosquecillo de esas moreras que había plantado maese Pedro para fomentar la cría del gusano de seda. Además, apartando la vista de estos objetos más remotos y mirando de costado a lo largo de la pared, resultaba opuesta la torre de Quintín a otra torre, y la pequeña ventana en que estaba permitía ver otra ventanita similar en un saliente correspondiente del edificio. Hubiera sido difícil para un hombre veinte años mayor que Quintín saber por qué esta torrecilla le interesaba más que el agradable jardín o el bosquecillo de moreras, pues ojos que cuentan con más de cuarenta años de uso miran con indiferencia a las ventanas de una torrecilla, aunque la celosía esté medio abierta para dejar paso al aire, mientras el postigo está medio cerrado para impedir el sol o quizá una mirada demasiado curiosa, y aunque en un costado de la ventana cuelgue un laúd en parte cubierto por un ligero velo de seda verde mar. Pero a la feliz edad de Durward tales accidentes, como un pintor los llamaría, son base suficiente para múltiples visiones y conjeturas misteriosas, a cuyo recuerdo el hombre maduro sonríe mientras suspira, y suspira mientras sonríe.

     Como habrá de suponerse que nuestro amigo Quintín deseaba saber algo más de su bella vecina, la propietaria del laúd y del velo; como puede imaginarse que, por lo menos, estaba interesado en cerciorarse si no resultaría ser la misma persona a quien había visto servir humildemente a maese Pedro, se sobrentiende que no mostró un rostro curioso ni su persona de lleno en el marco de su ventana. Durward conocía bien el arte de cazar pájaros, y debió al hecho de mantenerse a un lado de su ventana, mientras miraba a través de la celosía, el placer de ver un brazo blanco, redondo y bello que descolgaba el instrumento, y el que sus oídos participasen, regocijados, con su diestro manejo.

     La doncella de la torrecilla, del velo y del laúd cantaba precisamente la misma tonada que suponemos acostumbraba a fluir de los labios de las damas de linaje cuando caballeros y trovadores escuchaban y languidecían.

     La letra no tenía tanto sentido, ingenio o fantasía como para distraer la atención de la música, ni la música tanto arte como para ahogar todo significado de las palabras. La una parecía amoldarse a la otra, y si el canto se hubiese recitado sin notas o la música interpretada sin palabras, no se hubiera notado el hecho. Por eso, apenas puede justificarse el repetir versos no compuestos para ser dichos o leídos y sólo para cantarlos. Pero tales restos de antigua poesía siempre han ejercido en nosotros una especie de fascinación, y como la música se ha perdido para siempre, a no ser que Bishop logre encontrar la notas o alguna alondra enseñe a Esteban a cantar la tonada, arriesgaremos nuestro crédito y el gusto de la doncella del laúd, conservando los versos, simples y rudos como son:



                                                 �Ah! Conde Guy, la hora se acerca;
El sol ha dejado la llanura;
La flor del naranjo perfuma el jardín;
La brisa sopla hacia el mar.
La alondra, que se pasó el día cantando,
Aguarda silenciosa la llegada de su pareja;
Brisa, pájaro y flor confiesan la hora;
Pero �dónde está el conde Guy?
La doncella de la aldea se desliza en la sombra
Para escuchar los cortejos de su zagal;
A una belleza tímida, tras alta reja,
Canta el caballero de alcurnia.
La estrella del amor, dominando a las estrellas,
Reina ya sobre cielos y tierra,
Y altos y bajos están bajo su influencia;
Pero �dónde está el conde Guy?


     Cualquiera que sea la idea que el lector se forme de esta letra sencilla, ejerció un gran efecto en Quintín, pues, unida a melodías celestiales, y cantada por una voz dulce y pastosa, llegando las notas mezcladas con las suaves brisas perfumadas del jardín, y permaneciendo oculta la casa de la cantante, aparecía todo ello envuelto en un velo de misteriosa fascinación.

     Al final de la tonada, el joven no pudo contenerse en mostrarse más arriesgado que hasta ahora e hizo un rápido movimiento para ver más de lo que hasta entonces había podido descubrir. La música cesó al momento, cerraron la ventana, y una cortina obscura, echada por dentro, puso fin a todo nuevo intento de observación por parte del vecino en la torrecilla próxima.

     Durward se molestó y quedó sorprendido de la consecuencia de su precipitación; pero se consoló con la esperanza de que la dama del laúd no podría tan fácilmente olvidar la práctica de un instrumento que tan familiar le parecía ni resolverse a renunciar al placer del aire puro y a una ventana abierta con el único fin egoísta de reservar para su propio oído los dulces sonidos que producía. Había quizá, y mezclado con estas consoladoras reflexiones, un ligero sentimiento de vanidad personal. Si, como astutamente sospechaba, había una doncella de hermosas trenzas negras en una de las torrecillas, no podía menos de percatarse que un galán hermoso, joven, atrayente e ingenioso, un caballero de suerte, era el que ocupaba la otra; y los romances, esos instructores prudentes, le habían enseñado de más joven que si las doncellas son tímidas, no carecen de curiosidad ni les falta interés para los asuntos de sus vecinos.

     Mientras Quintín estaba embebido en estas sabias reflexiones, una especie de servidor o camarero de la posada le informó que un caballero que estaba abajo deseaba hablar con él.

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Capítulo V

El guerrero



                                                                                                                       Con extraños juramentos, y armado como el leopardo,
Buscando la falsa reputación
Aun en la boca del cañón.
                    As you like (13) it. (Como tú quieras.)


     El caballero que esperaba la bajada de Quintín Durward a la habitación en que había almorzado era uno de los que Luis XI había dicho hacía tiempo que tenían en sus manos la suerte de Francia, ya que a ellos estaba encomendada la custodia y protección directa de la persona real.

     Carlos VI había fundado este célebre Cuerpo, los arqueros de la Guardia escocesa, como se llamaban, con mejor motivo del generalmente alegado para establecer junto al trono una guardia de tropas forasteras y mercenarias. Las divisiones, que le habían arrebatado más de la mitad de Francia, junto con la fidelidad inconstante e incierta de la nobleza, que aun reconocía su derecho, hacían poco político e inseguro el confiar su seguridad personal a la custodia de aquélla. La nación escocesa era el enemigo hereditario de los ingleses, antiguos y, al parecer, naturales aliados de Francia. Eran los escoceses pobres, valerosos y fieles; sus filas con seguridad estaban bien servidas con la población superabundante de su propio país, ya que ningún otro en Europa los enviaba más aventureros ni más valientes. Sus altas pretensiones de linaje les daba también mejor título para acercarse a la persona de un monarca que a otras tropas, mientras el número, relativamente restringido, de ellos prevenía la posibilidad de que se rebelasen y se hiciesen amos donde debían actuar de servidores.

     Por otro lado, los monarcas franceses seguían la política de lograr el afecto de este selecto cuerpo de extranjeros, concediéndoles honores y privilegios y buena paga, de la que la mayoría de ellos disponían con liberalidad militar en sostener su supuesto rango. Cada uno de ellos estaba considerado como un caballero en su profesión, y su proximidad a la persona del rey les dignificaba a sus propios ojos, así como les daba importancia ante la nación francesa. Estaban suntuosamente armados, equipados y montados, y todos tenían autorización para tener un escudero, un criado, un paje y dos ayudantes, uno de los cuales era llamado coutelier, por el gran cuchillo que llevaba para dar cuenta de aquellos que en la mêlée habían sido arrojados a tierra por su amo. Con este séquito y su correspondiente equipaje resultaba un arquero de la Guardia escocesa persona de calidad e importancia; y como las vacantes se proveían generalmente con aquellos que se habían impuesto en el servicio como pajes o criados, los jóvenes de las mejores familias escocesas eran enviados a menudo para servir con algún amigo y pariente en esos menesteres hasta que les tocase un turno de ingreso.

     El coutelier y su compañero, al no ser nobles ni susceptibles de ser ascendidos de ese modo, se reclutaban entre personas de inferior categoría; pero como su paga y gajes eran excelentes, sus amos podían fácilmente escoger entre sus compatriotas sin colocación los más fuertes y valerosos para que les sirvieran en esta profesión.

     Ludovico Lesly o, como más frecuentemente le llamaremos, Le Balafré, por cuyo nombre se le conocía de ordinario en Francia, rebasaba los seis pies de estatura y era robusto, de cuerpo macizo y de rostro feo, cuyo detalle resultaba más manifiesto por una espantosa cicatriz que, comenzando en la frente y dejando, por milagro, a salvo su ojo derecho, había dejado al descubierto el pómulo y descendía por allí casi al lóbulo de la oreja, produciendo un profundo costurón, que unas veces estaba escarlata, en ocasiones azul y otras casi negro, pero siempre repugnante, pues variaba a tono con la expresión del rostro en cualquier estado en que éste se encontrase, bien agitado o tranquilo.

     Su traje y armas eran espléndidos. Llevaba la gorra nacional, coronada con un penacho de plumas y con un broche de plata maciza con la Virgen María. Estos broches habían sido regalados a la Guardia escocesa por deseo del rey, en uno de sus accesos de piedad supersticiosa, que consagró las espadas de su guardia al servicio de la Santa Virgen, y según algunos dicen, llevó el asunto tan lejos, que nombró capitana generala a Nuestra Señora. La gola, armadura y manopla del arquero eran del acero más fino, con incrustaciones de plata, y su cota de malla era tan clara y brillante como la capa de escarcha de una mañana de invierno sobre los helechos. Llevaba una casaca o sobrevesta suelta, de rico terciopelo azul, abierto en los costados, como la de un heraldo, con una gran cruz blanca de San Andrés, de plata, bordada por delante y por detrás; sus rodillas y piernas estaban protegidas con calzones de malla y zapatos de acero; un ancho y fuerte puñal (llamado la Mercy of God) colgaba del costado derecho; la banda para la espada, de doble empuñadura, ricamente bordada, colgaba de su hombro izquierdo; pero por comodidad llevaba en aquella ocasión en la mano aquella pesada arma, que el reglamento le impedía poner aparte.

     Aunque Quintín Durward, como los jóvenes escoceses de aquella época, estaba desde pequeño acostumbrado a las cosas militares, pensó que nunca había visto un militar de aspecto más marcial o mejor equipado que el que ahora le saludaba personificado en su tío y llamado Ludovico el de la Cicatriz o Le Balafré; no obstante, no pudo por menos de impresionarse un poco con la disforme expresión de su rostro, mientras con sus ásperos bigotes rozaba primero uno y luego el otro carrillo de su pariente, daba la bienvenida a Francia a su sobrino y preguntaba al mismo tiempo qué noticias tenía de Escocia.

     Pocas noticias buenas, querido tío -replicó el joven Durward-; pero me alegra ver que me reconoció en seguida.

     -Te hubiera conocido, muchacho, en las landes de Bordeaux si te hubiera encontrado marchando como una grulla sobre un par de zancos (14). Pero siéntate, siéntate; si hay penas que oír, encargaremos vino para ayudarnos a sobrellevarlas. �Eh, viejo tacaño, nuestro buen patrón, tráiganos del mejor y al instante!

     El acento bien perceptible del francés hablado por un escocés era tan familiar en las tabernas cerca de Plessis como el del francés de un suizo en las modernas guingettes de París; y pronto, con la rapidez, �ay!, del miedo y el azoramiento, fué oído y obedecido. Una botella de champagne fué puesta ante ellos, de la que el mayor tomó un trago, mientras el sobrino se ayudaba con un sorbo moderado, para corresponder a la cortesía de su tío, dando por excusa que ya había bebido vino por la mañana.

     -Eso hubiera sido una buena excusa en boca de tu hermana, querido sobrino -dijo Le Balafré-; temerías menos al vino si gastases barba y te alistases como soldado. Pero vamos, vamos, destapa tu saco de noticias escocesas; hábleme de Glen-Houlakin. �Cómo está mi hermana?

     -Muerta, querido tío -contestó con tristeza Quintín.

     -�Muerta! -repitió su tío con tono más de sorpresa que de simpatía-. Y era cinco años más joven que yo, y nunca en mi vida estuve mejor. �Muerta! La cosa parece imposible. Nunca padecí más allá de una jaqueca después de haber pillado borracheras en compañía de mis hermanos de carrera durante los dos o tres días de licencia. �Y mi pobre hermana está muerta! Y tu padre, querido sobrino, �se ha casado de nuevo?

     Y antes que el joven pudiese responder leyó la respuesta en su sorpresa a la pregunta, y dijo:

     -�Cómo! �No? Hubiera jurado que Allan Durward no era hombre para vivir sin una esposa. Le gustaba tener su casa en orden; amaba también cuidar de una bonita mujer, y al mismo tiempo era metódico para vivir; todo esto lo tenía en el matrimonio. Ahora bien; a mí me importan poco estas comodidades, y puedo mirar a una mujer bonita sin pensar en el sacramento del matrimonio; no soy lo bastante bueno para merecerlo.

     -�Ay, querido tío! Mi madre quedó viuda hace un año, cuando Glen-Houlakin fué robado por los Ogilvies. Mi padre, mis dos tíos, y mis dos hermanos mayores, siete de mis parientes, y el arpista, y el mayordomo, y seis más de los nuestros murieron defendiendo el castillo, y no hay hogar encendido ni piedra en pie en todo Glen-Houlakin.

     -�Cruz de San Andrés! -dijo Le Balafré- �Eso es una verdadera carnicería! �Ay, esos Ogilvies fueron siempre malos vecinos de Glen-Houlakin! Fué mala suerte; pero azares de la guerra, al cabo. �Cuándo ocurrió esta desgracia, querido sobrino?

     Diciendo esto tomó un buen trago de vino y movió su cabeza con mucha solemnidad cuando su pariente respondió que su familia había sido aniquilada en la fiesta última de San Judas celebrada.

     -Escucha -dijo el soldado-; dije que fué cuestión de suerte; en ese mismo día, yo y veinte de mis camaradas asaltamos el castillo de Rochenoir y lo conquistamos a Amaury Bras-de-fer, un capitán de lanceros voluntario, de quien habrás oído hablar. Yo le maté en la misma entrada y gané el suficiente oro para mandar hacer esta hermosa cadena, que antes era de doble longitud que ahora; y esto me recuerda que tengo que enviar parte de ella en un mensaje sagrado. �Venga, Andrés, Andrés!

     Andrés, su ayudante, entró, vestido como el mismo arquero en general, pero sin armadura para las extremidades; la del cuerpo era de manufactura más basta, la gorra no tenía pluma y la casaca estaba hecha de sarga o tela ordinaria en vez de rico terciopelo. Desenrollando de su cuello la cadena de oro, Balafré separó unas cuantas pulgadas de uno de sus extremos con sus firmes y bien dispuestos dientes, y dijo a su ayudante:

     -Andrés, lleva esto a mi compadre, el rollizo padre Bonifacio, el monje de San Martín. Salúdale en mi nombre y dile que mi hermano y hermana y otros cuantos de mi casa están todos muertos, y que le ruego diga misas por sus almas hasta donde permita el valor de estos eslabones, y que haga cuanto sea necesario para librarles del purgatorio. Y adviértele que, como era gente buena y libres de toda herejía, es probable que estén próximos a salir ya del purgatorio, de modo que con poco se verán libres de sus tormentos; y en ese caso le dices que deseo que lo que sobre del oro entregado se emplee en maldiciones sobre una generación llamada los Ogilvies, de Angusshire, en la forma en que mejor la Iglesia juzgue oportuno. �Comprendes todo lo que te digo?

     El coutelier afirmó que sí.

     -Entonces, procura que ninguno de los eslabones vayan a parar a la taberna antes de que el monje los toque, pues si eso sucediese probarás el gusto de unos correazos hasta que te veas despellejado como San Bartolomé. Detente, sin embargo; veo tus ojos fijos en la copa de vino, y no te marcharás sin probarlo.

     Al decir esto, llenó para él hasta el borde una copa, que el coutelier bebió, retirándose después para cumplimentar el encargo de su jefe.

     -Y ahora, querido sobrino, déjame escuchar cuál fué tu suerte en este asunto desgraciado.

     -Peleé junto a aquellos que eran más viejos y fuertes que yo, hasta que todos caímos -dijo Durward-, y recibí una cruel herida.

     -No sería peor que la que yo recibí hace diez años -dijo Le Balafré-. Mira ahora a esto, querido sobrino -señalando a la cicatriz rojo obscura impresa en su cara-. Una espada de los Ogilvies nunca trazó un surco tan profundo.

     -Trazaron bastantes -contestó Quintín tristemente-; pero se cansaron al final, y los ruegos de mi madre lograron clemencia para mí cuando me encontraron con señales de vida; pero aunque un monje erudito de Aberbrothick, que teníamos casualmente de huésped en la ocasión fatal, y por milagro se salvó de no ser muerto en la refriega, le fué permitido que vendase mis heridas y luego me trasladase a un sitio seguro, fué sólo bajo promesa, dada a la vez por mi madre y él, que me haría monje.

     -�Monje! -exclamó el tío- �Bendito San Andrés, eso nunca me sucedió! Nadie desde mi niñez soñó con hacerme monje. Y, sin embargo, me admiro con sólo la idea, pues estarás conforme en que, exceptuando la lectura y la escritura, que nunca pude aprender, y los salmos, que nunca pude soportar, y el traje, que es el de un mendigo loco, �la Virgen me perdone! -al decir esto se santiguó-, y sus ayunos, que no armonizan con mi apetito, hubiera hecho un monje tan bueno como mi pequeño compadre allá en San Martín. Pero no sé por qué nadie me propuso nunca semejante cosa. Bien; tenías que hacerte monje, �y por qué, me puedes decir?

     -Para que concluyese la casa de mi padre, bien en el claustro o en la tumba -contestó Quintín con profundo sentimiento.

     -Ya veo -contestó su tío-, comprendo. �Pillos redomados, muy pillos! Podían, sin embargo, resultar chasqueados, pues yo mismo recuerdo, querido sobrino, al canónigo Robersart, que había hecho los votos, y después salió del claustro y llegó a ser capitán de los compañeros voluntarios. Tuvo una querida, la moza más linda que recuerdo, y tres niños preciosos. No hay que fiarse de los monjes, querido sobrino; no fiarse de ellos; pueden hacerse soldados y padres cuando menos lo espera uno; pero sigue con tu historia.

     -Poco más tengo que decir -dijo Durward-, excepto que, considerando que mi pobre madre respondía en cierto modo por mí, me decidí a vestir el hábito de novicio y a resignarme a las reglas del claustro, y aun aprendí a leer y escribir.

     -�A leer y escribir! -exclamó Le Balafré, que pertenecía a esa clase de individuos que juzgan milagroso toda clase de conocimientos que excedan de los suyos- �A escribir, dices, y a leer! No puedo creerlo; nunca pudo un Durward escribir su nombre, que yo sepa, ni los Lesly tampoco. Puedo responder de uno de ellos: me es tan imposible escribir como volar. Ahora dime, �por San Luis!, �cómo te enseñaron?

     -Fué trabajoso al principio -dijo Durward-, pero con la costumbre se hizo más fácil; yo estaba débil de mis heridas y pérdida de sangre y deseoso de corresponder a mi salvador, el padre Pedro, y así me dediqué con más asiduidad a mi tarea. Pero después de varios meses de decaimiento mi buena madre murió, y como mi salud estaba ya recuperada de lleno, comuniqué a mi bienhechor, que era también subprior del convento, mi repugnancia a hacer los votos, y convinimos, ya que mi vocación no me llamaba al claustro, que retornase al mundo a buscar fortuna, y para evitar al subprior que incurriese en la cólera de los Ogilvies mi partida tendría la apariencia de una fuga, y para más propiedad llevé conmigo el halcón del abad. Pero fuí despedido con arreglo a los cánones, según lo comprueba la escritura y el sello del propio abad.

     -Eso está bien, eso está bien -dijo su tío-. Nuestro rey se preocupa poco de cualquier otro robo que hayas podido cometer; pero tiene horror a nada que se parezca a un quebrantamiento de clausura. Y aseguraría que no dispones de mucho dinero para subvenir a tus gastos.

     -Sólo unas cuantas piezas de plata -dijo el joven-, pues a vos, querido tío, debo hacer una confesión sincera.

     -�Ay! -replicó Le Balafré-, eso es triste. Ahora bien; aunque no atesoro mi paga, porque no resulta tener deudas contraídas en estos tiempos peligrosos, siempre dispongo, y te aconsejo sigas mi ejemplo, de alguna buena cadena de oro, o brazalete o collar de piedras preciosas, que sirve para el ornato de mi persona, y pueden, en caso necesario, suprimiendo uno o dos eslabones superfluos o una piedra sobrante, satisfacer con su venta a una necesidad perentoria. Pero puedes preguntar, querido pariente, qué has de hacer para lograr juguetes como éste -agitó su cadena con complacencia manifiesta-. No cuelgan en todos los arbustos; no crecen en los campos, como los narcisos, con cuyos tallos los niños hacen collares de caballeros. �Dónde entonces? Puedes lograrlo como yo lo logré, al servicio del buen rey de Francia, donde siempre se encuentra riqueza si un hombre tiene corazón para buscarla, arriesgando un poco su vida.

     -Tengo entendido -dijo Quintín, evadiendo una decisión para la que aún se sentía apenas competente- que el duque de Borgoña mantiene un Estado más noble que el rey de Francia, y que hay más honra que ganar bajo sus banderas, que allí se dan buenos golpes y se realizan hechos de armas, mientras el cristianísimo rey, según dicen, gana sus victorias con las palabras de sus embajadores.

     -Hablas como un niño tonto, querido sobrino -contestó el de la cicatriz-; y, sin embargo, pienso que cuando vine aquí era lo mismo de simple: no podía pensar nunca en un rey sin suponerle bien sentado bajo un alto dosel y festejándose entre encopetados vasallos y paladines, comiendo blackmanger, con una gran corona de oro sobre su cabeza, o bien cargando a la cabeza de las tropas, como Carlomagno en los romances, o como Roberto Bruce o Guillermo Wallace en nuestras propias leyendas, tales como Barbour y el Trovador. Escucha atento, hombre; todo son reflejos de la luna en el agua. Política, política para todo. �Pero qué es política?, dirás. Es un arte que este nuestro rey francés ha inventado para luchar con las espadas de otros hombres y para pagar sus soldados con el dinero de otros hombres. �Ah!, es el príncipe más sabio que gastó púrpura en su espalda, y, no obstante, no acostumbra a prodigarla; le veo a menudo ir más sencillo de lo que a mí mismo me hubiera parecido prudente aparentar.

     -Pero no se pone usted en mi caso, querido tío -contestó el joven Durward- Prestaría servicio, ya que tengo que servir en tierra extranjera, en algún sitio en el que tuviese ocasión de realizar una brava hazaña que me diese un nombre.

     -Te comprendo, querido sobrino -dijo el guerrero a las órdenes del rey-, comprendo tu deseo; pero no estás bien enterado de lo que ocurre. El duque de Borgoña es un hombre impetuoso, violento, testarudo e imprudente. Carga a la cabeza de sus nobles y caballeros, sus vasallos de Artois y Hainault. �Piensas que si estuvieses allí, o yo mismo estuviera, podríamos aventajar en el ataque al duque y a todos los bravos nobles de su país? Si no estuviésemos a su altura teníamos probabilidad de ser entregados en manos del capitán preboste, por negligencia; si les igualamos, se nos juzgaría bien y se pensaría que merecíamos nuestras pagas, y en el caso de distinguirme mucho en el frente, lo que es a la vez difícil y peligroso en tal mêlée, en la que todos hacen lo que puedan, mi lord el duque diría, en su lengua flamenca, cuando viese dar un buen golpe: ��Ah, gut getrofen!, buena lanzada, bravo escocés; denle un florín para que beba a nuestra salud�; pero ni rangos, ni tierras, ni tesoros logra el extranjero en tal servicio. Todo va a los hijos del país.

     -�Y adónde debería ir, querido tío? -preguntó el joven Durward.

     -Al que protege a los hijos del país -dijo Balafré estirando su gigantesca figura-. Así habla el rey Luis: �Mi buen aldeano francés, mi honrado Jacques Bonhomme, dedícate a tus herramientas, a tu arado, a tu rastrillo, a tu podadera y a tu azada; aquí está mi valiente escocés, que luchará por ti, y sólo tendrás la molestia de pagar por él. Y vosotros, mi serenísimo duque, mi ilustre conde y mi poderoso marqués, reserven su fiero valor hasta que haga falta, pues es posible que se desmande y vaya contra su dueño; aquí están mis compañías aguerridas, aquí mis guardias franceses, aquí, sobre todo, mis arqueros escoceses y mi honrado Ludovico el de la Cicatriz, que pelearán, tan bien o mejor que vosotros, con todo ese valor indisciplinado que en tiempo de vuestros padres malgastaron Cressy y Agincour.� Ahora, �no llegas a ver en cuál de estos Estados un caballero de suerte alcanza el más alto rango y percibe el máximo honor?

     -Me parece entenderle, querido tío -contestó el sobrino-; pero, a mi modo de ver, el honor no se puede ganar donde no hay riesgo. Seguramente resulta -le ruego me perdone- una vida fácil y casi perezosa montar una guardia junto a un hombre de edad a quien nadie juzga capaz de hacer daño; pasar los días de verano y las noches de invierno en aquellas murallas, y encerrado todo el tiempo en cobijos de hierro por temor de que uno deserte su puesto, tío, tío, eso es comparable al halcón sobre su percha, que nunca vuela libre sobre los campos.

     -�Por San Martín de Tours, el niño tiene coraje! Síntoma legítimo de ser un Lesly; se parece mucho a mí, aunque siempre con algo más de bobería. Escucha, joven -viva largos años el rey de Francia-: apenas pasa día sin que haya que desempeñar una comisión, en la que alguno de sus partidarios ganen a una crédito y dinero. No pienses que las hazañas más bravas y peligrosas son hechas a la luz del día. Podría enumerarte algunas, tales como escalo de castillos, captura de prisioneros y hechos parecidos, en las que un innominado corre mayor peligro y alcanza mayor favor que cualquier desesperado en el séquito del alocado Carlos de Borgoña. Y si a Su Majestad le agrada quedarse atrás, a retaguardia, mientras se realizan tales acciones, dispone de más tranquilidad de espíritu para admirar, y de mayor liberalidad para recompensar a los aventureros, cuyos peligros, quizá, y cuyos hechos de armas puede mejor juzgar que si él mismo hubiese participado personalmente en ellos. �Oh, es un monarca sagaz y eminentemente político!

     Su sobrino calló unos momentos, y luego dijo en tono bajo pero impresionante:

     -El buen padre Pedro acostumbraba a decirme que podía haber mucho peligro en hazañas con las que se lograba poca gloria. No necesito decirle, querido tío, que no quiero dudar que estas comisiones secretas deben de ser honrosas.

     -�Por quién o por qué me tomas, querido sobrino? -dijo Balafré algo en serio-; no he sido educado en el claustro ni sé leer ni escribir. Pero soy el hermano de tu madre; soy un Lesly leal. �Crees que sería capaz de recomendarte nada indigno? El primer caballero de Francia, el propio Du Gueselin, si viviese, estaría orgulloso de clasificar mis hazañas entre sus hechos de armas.

     -No puedo dudar de su buena fe, querido tío -dijo el joven-; es usted el único consejero que la adversidad me ha dejado. �Pero es verdad, como se dice, que este rey tiene aquí en este castillo de Plessis una corte reducida? Sin nobles ni cortesanos, sin que le acompañe ninguno de sus grandes feudatarios, ninguno de los altos oficiales de la corona; con sports medio solitarios, compartidos sólo con los sirvientes de su servidumbre; con Consejos secretos, a los que sólo son invitados hombres obscuros y de baja categoría; en la que la nobleza y el rango son despreciados, y los hombres elevados desde los orígenes más modestos al favor real; todo esto parece irregular, no se asemeja a las costumbres de su padre, el noble Carlos, que arrancó de las garras del león inglés este reino de Francia ya casi conquistado.

     -Hablas como un niño veleidoso -dijo Le Balafré-, y aun como niño, insistes en los mismos temas desde puntos de vista diferentes. Mira: si el rey emplea a Oliver Dain, su barbero, para hacer lo que Oliver puede hacer mejor que ninguno de los pares, �no es el rey el ganancioso? Si pide a su fornido capitán-preboste, Tristán, que arreste a tal o cual vecino sedicioso, que se apodere de tal o cual noble turbulento, el hecho se realiza, y se acabó; mientras que si la comisión fuese dada a un duque o par de Francia, quizá correspondiese éste desafiando al rey. Si, de nuevo, al rey le agrada dar al sencillo Ludovico Le Balafré una comisión que éste ejecuta, en lugar de emplear al gran condestable, que quizá la traicione, �no demuestra en ello sabiduría? Sobre todo, �no conviene mejor un monarca de estas condiciones a caballeros de fortuna, que pueden acudir adonde mejor sean apreciados sus servicios y en donde con más frecuencia sean requeridos? No, no, niño; te digo que Luis sabe cómo escoger sus confidentes y qué encargarles, sabiendo adjudicar a cada uno lo suyo. No es como el rey de Castilla, que se ahogaba de sed porque el gran despensero no estaba junto a él para alargarle su copa. Pero oigo la campana de San Martín. Debo volver de prisa al castillo. Adiós, que te cuides, y mañana a las ocho de la mañana preséntate delante del puente levadizo y pregunta al centinela por mí. �Ten cuidado de no desviarte de la senda frecuentada al aproximarte al pórtico! Hay tales trampas y atrapapiernas, que podía costarte una, que perderías lastimosamente. Verás al rey y aprenderás a juzgarle por ti mismo; adiós.

     Diciendo esto, partió deprisa Balafré, olvidando en su precipitación pagar el vino que había encargado, falta de memoria inherente a personas de su calidad, y a la cual el posadero, sobrecogido quizá por la gorra oscilante y la pesada espada de doble empuñadura, no hizo el menor intento de subsanar.

     Podía esperarse que cuando Durward se quedase solo se volvería de nuevo a su torrecilla para vigilar la repetición de aquellos deliciosos sonidos que le habían hecho soñar por la mañana. Pero eso fué un capítulo romántico, y la conversación de su tío le había puesto delante de un episodio real de la vida. No era agradable, y por el momento los recuerdos y reflexiones que suscitó dominaron a los otros pensamientos, y especialmente a todos los de índole ligera y romántica.

     Quintín se decidió a dar un paseo solitario por las orillas del rápido Cher, habiéndose antes informado por el posadero por qué camino podía pasar sin miedo a una interrupción desagradable de los cepos y trampas, y allí trató de ajustar sus pensamientos alborotados y de reflexionar en sus futuros movimientos, en los que el encuentro con su tío había arrojado alguna duda.

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