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¡4032!

Don Evaristo López, español, madrileño, después de haber gozado, en su tierra, de respetable fortuna, malograda en los pasatiempos que, por todas partes, proporcionan a la gente, en diversas formas, los juegos de azar, había venido a caer, arrollado por la mala suerte, como hoja seca por el viento, en el pueblo de General Álvarez, recién fundado sobre una estación de la línea de Buenos Aires al Pacífico, estableciendo allí una modesta agencia de venta de billetes de lotería, en combinación con una casa de la capital.

Soltero, hombre ya de pocas necesidades y de menos ambiciones, incapaz de comprender que la lotería más segura es el trabajo asiduo y prudente, invertía en billetes casi todo el importe de su comisión sobre las tres decenas que alcanzaba a vender, reservándose siempre, entre otros, un quinto del mismo número, el 4032, al cual guardaba, desde cierto sueño que había tenido, una fe ciega.

Ese día, estaba don Evaristo esperando, después de un día de calor tórrido, durante el cual, a fuerza de andar, había logrado colocar el saldo de sus billetes, que la sirvienta pusiera en la mesa la modesta cena.

Cómodamente sentado en un sillón de hamaca, en mangas de camisa, fumando su eterno cigarrillo, descansaba de las fatigas del día, y, por supuesto, pensaba. Pensaba en su precaria situación, en su vida derrumbada y triste de desterrado; en lo lindo que sería poder volver, algún día, a España, si no rico, con algo, siquiera, que le asegurase la vida; y pensaba también en la imposibilidad probable de poder jamás realizar este sueño.

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-Sólo ganando la grande; pero, ¿cuándo? nunca sería para él semejante ganga.

Y con todo, en un rinconcito de su cabeza, no dejaba de revolver el montón relumbroso de los sueños dorados y de las risueñas ilusiones, que todo hombre cultiva, con razón, ya que hacen la vida más llevadera.

¡Ganar un quinto, no más, de la de cien mil! ¡veinte mil pesos! ¡la resurrección! Y brotaban primero, en su mente de viejo jugador, ideas de munificencia: daría mil pesos para el hospital español; quinientos a la sirvienta que, desde que estaba en este pueblo, cuidaba de él; a otros cien, haría regalos; y hasta se daría el orgulloso lujo de pagar cierta deuda vieja que, aunque nadie la reclamase, le hacía en la conciencia cosquillas. Al pensar así, bosquejó el ademán -siempre tan noble- de pagar.

Inconscientemente, hacía de esa generosidad, algo exagerada, como una ofrenda propiciatoria a la suerte titubeante, para que se decidiese, de una vez, a favorecerle.

Y sólo entonces empezó a pensar en sí, y en lo que haría para su propia satisfacción; y compraba tantas cosas y gastaba tanto dinero que, aunque no apuntase las sumas, pronto vio que se pasaba, y tuvo que restringir algo sus liberalidades.

Se enredó en sus cálculos; unas veces, mermaban hasta la parsimonia, creciendo, en otras, hasta la prodigalidad; pero afirmándose cada vez más en su cerebro, la ilusión -¡qué! ilusión-, la certidumbre de que era el dichoso poseedor de bienes reales que necesitaban administración prolija, y no de castillos en el aire.

Y había acabado por dar, lápiz en mano, con una combinación definitiva, en la cual, por haberse acordado con tiempo del descuento de cinco por ciento que sufre el premio mayor, lo que le pareció una mera injusticia, quedaban reducidos a cien, los mil del hospital español, a cinquenta, los quinientos de la sirvienta y borrados, por intempestivos, los demás rasgos de generosidad impetuosa, dádivas a futuros ingratos y pagos a gente más rica que él.

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En este momento, la sirvienta trajo la sopera e introdujo al mensajero de la estación, portador de un telegrama.

Digan lo que digan, hay presentimientos en esta vida: don Evaristo se sintió temblar de emoción al romper el sello, y si se supo dominar, al leerlo, fue porque su estado mental inmediatamente anterior, en algún modo, lo había preparado a pasar, sin sacudida demasiado fuerte, de la ilusión a la realidad. Leyó:

«Salió con la grande el número 4032. Lo felicito.»

Firmaba el dueño de la agencia de Buenos Aires.

Don Evaristo sintió detenerse, durante un momento, la circulación en sus arterias; lo invadió una oleada tal de felicidad aguda que fue casi un dolor; palideció, se ruborizó; estuvo a punto de cantar y de reírse, y de decírselo todo a la sirvienta que, de curiosa, lo estaba mirando, para saber; pero se contuvo, cobrando en el acto, con la fortuna, el suspicaz instinto de recelosa defensa que, casi siempre, trae ésta consigo.

Asimismo, no pudo reprimir un movimiento revelador de su contento, y alargó al mensajero un billete de un peso, en vez de los diez centavos acostumbrados, lo que hizo que la sirvienta cambiase con el muchacho una ojeada llena de suposiciones.

Don Evaristo trató de comer, pero no pudo. La alegría le llenaba el cuerpo y el alma, y poniéndose otra vez el saco, se largó a la calle, después de comprobar que había vendido los otros cuatro quintos a Gregorio Lucena, el carnicero.

Tomó una volanta, hecho extraordinario que pareció llamar la atención de los cinco o seis personajes más copetudos de la localidad: el intendente, el comisario, el médico y otros, reunidos, como siempre, antes de irse a comer, en la casa de negocio de Irrazueta y compañía. Y como todos lo miraban con algo de burlón en la sonrisa, hizo parar el coche, se bajó, y entrando en la casa, le dijo a uno de ellos:

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-¿Qué le parece, amigo, el 4032? No me lo quiso tomar el otro día; pues, ¡embromarse! -y le enseñó triunfante el telegrama.

El interpelado manifestó ruidosamente su pesar, otros se mostraron asombrados, y hubo muecas de duda, felicitaciones unánimes y bulliciosas, por fin, al oír que don Evaristo tenía un quinto y Lucena los otros cuatro. Don Evaristo no estaba en situación de percibir lo que podía haber de ironía disimulada en las sonrisas, y, glorioso, se fue.

El carnicero, que por las necesidades de su oficio, se tenía que levantar siempre a las tres de la mañana, ya estaba en cama, lo mismo que toda la familia. Al oír la noticia, al ver el telegrama, casi echó a bailar, pero pronto tuvo sus dudas, Irrazueta sabía que tenía él ese número, y ¿quién sabe si no era algún cuento, lo del telegrama? Se le hizo frío el sudor a don Evaristo; y para salir de duda, se fueron juntos a la estación; pero allí el jefe galoneado les enseñó, con su flema británica, madre de la confianza, el original del despacho, les confirmó su autenticidad, y los dejó convencidos de que su suerte era cierta.

Lucena sacudió a gritos a su gente toda dormida, hizo levantar a la familia entera, mandó a la mujer que hiciera pasteles, y se fue a la casa de negocio a buscar golosinas. Allí se encontró con la pandilla de los copetudos y, en cambio de sus felicitaciones, los convidó a tomar una copa de champagne. Una vez empezada la farra, duró toda la noche; fueron todos a comer los pasteles a casa del carnicero, llevándose más botellas de lo que de convidados había. Lucena, por cierto, insistió para pagarlo todo, y gastó doscientos pesos, en la noche, lo que para él era cantidad importante; pero, ¿qué le importaba, ya que iba a tener una punta de miles de pesos?

Aprovechó la ocasión para aproximársele despacio, un estanciero que, hasta entonces, nunca le había querido fiar un novillo, y le propuso todos los que tenía, a precio alto, por   -71-   supuesto; pero, ¡bah! cuando hay plata, ¿qué importa? y Lucena, para florearse, los compró. Hubiera comprado todo, aquella noche...

A la madrugada, llegó el tren, y, con él, el extracto y el desengaño. Lo del telegrama había sido mentira, no más; un amable chasco, una liviana chanza de campesinos aburridos, ingeniosos bastante para forjar en alma ajena, sobre la efímera ilusión, una realidad casi palpable de dicha, para poder, en seguida, darse el sabroso placer de pisotearla a sus anchas, y de exprimir brutalmente de ella, con el pesado zapateo de sus risas sin piedad, algunas lágrimas de rabiosa decepción.



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Campeada

El temporal fue terrible; durante tres días y tres noches, el viento, sur neto, cosa rara, castigó sin cesar, con los millones de agujas de una lluvia helada, las haciendas desparramadas sin reparo en la campaña pampeana.

Antes de dejar la querencia, el animal lucha, sufre, mientras puede, los cintarazos de la lluvia con viento, y si, en el primer momento, ha disparado, pronto se paró en el límite del campo donde ha nacido y se ha criado. Se encoge, tirita, resiste, las ancas al viento; pero si éste sigue penetrando las carnes, como látigo mojado, cortando el cutis, helando los huesos, ya, paso a paso, el animal, con pesar, franquea despacio la línea y entra en campo ajeno.

Camina, sin dar vuelta la cabeza, como dirigida por el huracán; desviando si desvía éste, parándose, si deja de soplar y de arrearlo con su incansable rebenque.

Aquella vez, el viento no paró ni un rato, durante setenta horas; arreando sin descanso las haciendas enloquecidas y rendidas, de todo el sur de la Provincia, desviando sólo un poco al sur este, en la última noche del temporal.

Los arroyos crecidos vieron formarse en su cauce tajamares de carne, con manadas enteras de yeguas caídas unas encima de otras, enceguecidas; hecatombes como nunca las vieron iguales los dioses más temidos de la antigüedad.

Desgraciado del animal que no ha llegado para cruzar el arroyo, antes que éste haya crecido; la fuerza de la corriente, la lluvia helada, la extenuación producida por el frío y la marcha lo paralizan, y ahí no más, se ahoga, sin remedio. En la ribera, las lecheras recién paridas recorren balando la barranca, con sus terneritos endebles, buscando paso para salvar   -73-   su prole, y no encontrándolo, allí mueren con ella. Lo mismo pasa en cualquier recoveco de alambrado que no alcancen a evitar los animales en marcha; y, amontonándose para tratar de calentarse, pronto encuentran, en fúnebre promiscuidad, el frío que no se quita.

Al acabarse la tercera noche, dejó por fin de llover; cuando el pampero limpió el cielo, y el sol, arrepentido de tan larga deserción, hizo resplandecer su luz alegre en los campos inundados y en las lomas sembradas de cadáveres, los estancieros vieron con desconsuelo que lo que no había muerto había huido; que de los animales muertos en sus campos, pocos llevaban las marcas de sus establecimientos, sino las de estancias situadas a diez leguas más al sur, y pudieron así calcular que sus propios animales tenían que estar también a diez leguas más al norte, desparramados o muertos.

No hubo más que hacer que empezar a cuerear los ajenos, para cobrar de sus dueños, cuando viniesen a reclamar los cueros, la comisión correspondiente; ¡y ojalá! que allá también, a diez leguas, prestaran los vecinos el mismo servicio.

¡Changa linda para el pobrerío! y si el viento sur ha soplado feo para el hacendado, lo bendice el gauchaje. ¡A cuerear, muchachos, que todo sirve para un caso de esos, los niños y los viejos; y por tal que tengan un cuchillo en la cintura, no les han de faltar chairas!

-¡Las vainas, son las que no faltan, digo yo, en ese mundo bendito! -rezongaba don Juan Valverde, al contemplar el tendal de sus mejores vacas, las tamberas, muertas allí todas, en el mismo corral donde las habían encerrado, creyendo salvarlas así, mientras las otras se habían mandado mudar y andaban quién sabe dónde.

Y mientras la cuereada hacía por todas partes colorear y relucir al sol las osamentas, festín opíparo para los chimangos gritones, empezaban a volver, en pequeños grupos, caballos, yeguas y vacunos, en busca de la querencia abandonada. Mixturados como, después de una derrota, soldados de varias armas, se venían, punteando por entre los cañadones, vacunos   -74-   y yeguarizos, juntos y de todas marcas: y salían los estancieros al encuentro, a revisar y apartar los que conocían ser de ellos.

Don Juan Valverde, desesperado, al ver que sólo dos vacas le habían vuelto, creyó ya sin remedio su desgracia; pero, siquiera, quiso saber si era cierto que hubieran muerto todas y dónde estaban los cueros. Casi todos sus caballos habían desaparecido; y sólo, uno por uno, iban volviendo los más viejos. Una yegua chúcara acababa de tener cría; la mandó agarrar, le metió el cencerro, la maneó, encerró con ella en el corral, durante toda la noche, todos los mancarrones y potros que venían cayendo a la querencia, y a la madrugada del día siguiente, arreando con dos peones su tropilla improvisada, heteróclita, de caballos de todos pelos, de todas edades, de bichocos y de redomones, con madrina chúcara y potrillo recién nacido, emprendió la campaña.

En el cañadón, nada; ni rastro. ¿Se habían ahogado las vacas en el arroyo? Parece que no: en la ribera son de otras marcas las que se están cuereando. Se cruza el arroyo; el potrillo guapea; a los relinchos de la madre, entró en el agua, y salió bien al otro lado: a duras penas, pero salió; ya es gente.

Después de descansar un rato, haciendo mil suposiciones sobre la suerte final de la hacienda, se sigue viaje. Pronto se va a llegar a un alambrado grande, y se divisan desde lejos los montones de osamentas frescas que están desollando numerosos peones; late el corazón al pensar que quizá sean justamente las vacas de la estancia. Por la dirección del viento, cuando el temporal, allí han de haber pasado; habrán cruzado el arroyo antes que creciera, para venir a embolsarse en el alambrado y morir.

Peones conocidos de don Juan Valverde están ocupados, alegres ellos, en la triste tarea. Y mientras él se acerca, sin atreverse a formular la pregunta que le quema los labios, por temor a la respuesta:

-Buenos días, don Juan -le grita uno de ellos-; ¿qué le parece el rodeíto? Mansitas ¡eh! las boconas de la Rosalía; parece que todas han venido a espichar aquí. ¡Mire qué montones!   -75-   -y sin esperar la pregunta de don Juan, agregó-: ¿Está campeando las suyas, don Juan? Sabe que no he visto ninguna de su marca. Han de haber pasado rozando el alambrado, y andarán por allá, no más. Lo que sí, debe de ser una mixtura regular y deben de estar algo lejos.

Valverde cobró ánimo, al saber que sus animales no estaban allí, en el tendal, y dándole al hombre las gracias por la noticia, siguió costeando el alambrado, destacando, de vez en cuando, a uno de sus peones para dar una batida y revisar de cerca todas las haciendas que se veían.

Solamente a cuatro leguas de la estancia, encontraron dos vacas viejas, de la culata del rodeo, comiendo con toda tranquilidad; la deducción era fácil. Cansadas de tanto andar, se habían echado, al reparo de unas pajas que ahí estaban, y así, bien protegidas contra los furores del viento, se lo habían estado pasando, mal que mal, hasta que cesó el temporal.

El hallazgo fue como una sonrisa de la suerte: las otras, más guapas o menos baqueanas, habían seguido caminando, pero era imposible que estuvieran muy lejos; y si estas dos, viejas y deshechas, habían resistido, con más razón aún, tenían las otras que estar vivas.

Y casi alegres, ya, sin abrigar dudas sobre el resultado pronto y favorable de la campeada, siguieron camino, con los ojos más abiertos que nunca. Pero en vano, y galoparon leguas, recorriendo el campo por todos lados, preguntando a los transeúntes que encontraban -campeadores, también, muchos de ellos-, si habían visto animales de la marca de la tropilla que llevaban, dando las señas que podían haber llamado la atención: el toro colorado tapado, de la contramarca Fernández, dos vacas huevo de pato que siempre andaban juntas, y un novillo descornado, y las señales de las orejas.

Nada. ¿Entonces, qué? ya empezaban los alambrados intrincados de las chacras del pueblo. Si hasta aquí han llegado y se han metido en los callejones, hechos pantanos, han perecido todas, y los cueros habrán servido para surtir de huascas a los chacareros, como parecía contarlo la presencia de tantas   -76-   osamentas despojadas, yacentes en el fangal. Imposible que ninguna haya salido con vida de semejante dédalo, poblado de labradores tan hambrientos de carne ajena como los mismos indios.

Y fue cosa de ir de rancho en rancho, de chacra en chacra, durante tres días, recogiendo sólo datos vagos, contradictorios, que no tenían más utilidad que de conservar medio encendido el fuego de la esperanza.

Hasta que hilando todos estos datos, se acabó por convencer don Juan Valverde que, por la misma bendita casualidad que le había hecho cruzar el arroyo antes de la creciente, y rozar el alambrado sin embolsarse en él, su hacienda había pasado por la extremidad de las chacras, desviándose con el viento, cuando pasó del sur al sur-este, sin pararse, y en momentos que, ni a palos, hubieran salido los habitantes de sus casas, por el frío, el agua y la noche; y que así, debía de haberse parado del otro lado del pueblo. Y siguiendo más al norte-oeste, empezó a encontrar desparramados en puntas, por las estanzuelas linderas del pueblo, los animales de su marca, y muchos de sus vecinos.

Volvió a los siete días, arreando, como en triunfo, toda su hacienda recuperada, y trayendo a los conocidos noticias ciertas de sus animales, en peligro de perderse, a diez leguas de la querencia, mientras que los amos y los capataces, con pretexto de campear, se quedaban tomando mate y bobeando en todos los ranchos de la vecindad.



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La manada

-Pero, ¡miren este loco! si no hay forma de hacerle tomar esa yegua. ¡Y tan linda que es!... Eso; ¡corré, no más, corréla!... Dejá, dejá, que ahorita te voy a atajar el pasmo.

Y don Hortensio, dejando el mate, llamó a sus hijos, Floro y Luciano, para que trajeran la manada al corral, yéndose él a arreglar la tranca que estaba medio descompuesta y aprontarlo todo para lo que pensaba hacer.

Don Hortensio era santiagueño; había venido a poblar, como tantos otros de sus comprovincianos, en la provincia de Buenos Aires, donde arrendaba barata una legua de campo, en los confines de la zona habitada. Ahí, cuidaba, con sus hijos, una majada de ovejas bastante ordinarias, un rodeo de vacas criollas y una yeguada grande, como cuatrocientos animales, repartidos en varias manadas.

Como buen gaucho, poco entendía de mejoras zootécnicas y se contentaba con seguir aplicando los métodos criollos que le habían enseñado desde chico. Para él no había animal de más valor que el caballo. Cuidar «sus pies» era la primera regla, casi la única, para el hacendado. Un gaucho a pie, amigo, ¿qué vale? ¿de qué le servirá tener hacienda si no la puede cuidar? y para cuidarla bien, en todo tiempo, invierno y verano, se necesitan caballos, muchos caballos. Por esto, tenía, para cuidar mil vacas, cuatrocientas yeguas; así, estaba seguro de poder renovar siempre la caballada y tener siempre a mano, en caso de apuro, potros para domar y redomones para formar tropillas.

Es que la yegua no pare todos los años; a la mitad de potrancas que para nada sirven y, para que un potrillo llegue   -78-   a ser caballo, se necesitan cuatro años y tener la suerte de que le salga bueno, de que no se estropee, mil cosas.

Don Hortensio no se daba cuenta de que, nada más que para cuidar cuatrocientas yeguas, necesitaba tres veces más caballos que para cuidar las mil vacas; de que las yeguas no le producían casi nada, pues la cerda, aunque se vendiera bien, era el único fruto bienal, que de ellas se podía sacar, sin contar que, para tuzar, tenía que conchabar peones, estropear caballos, trabajar una punta de días, destrozar el corral, ¡la mar!, pues es el trabajo quizá más rudo de todas las faenas pampeanas... ¡Cierto que también, y como ninguno, es trabajo de lucirse el que sabe enlazar!

Vender yeguas gordas, a veces, le sucedía, pero por casualidad y pocas, porque las tenía tanto amor que, por un motivo o por otro, nunca dejaba que el resero sacase las que más le hubiesen gustado: ésa, porque era hija de la yegua madrina de la tropilla de su finado padre, o por haber sido la madre de su crédito; ésta, porque era muy alta; aquélla, porque era de un pelo singular; esa otra, porque todavía le mamaba el potrillo, un grandulón de año y meses pero ¡tan guapito el animal! Sería un crimen mandar al matadero aquella lobuna que le había dado dos parejeros, o la rosilla, tan preñada... ¡Qué dolores de cabeza y casi de corazón le causaba el aparte a don Hortensio!

El resero le decía:

-Pero, don Hortensio, ¿qué va a hacer con esos animales viejos? Aproveche que están gordas y déjemelas apartar, ¡hombre! Así, alivia el campo y se hace de pesos.

Acababa por ceder el santiagueño, porque posee el dinero gran poderío convencedor; pero, con todo, quedaba inquieto, con el temor siempre de que no le alcanzaran los caballos.

Se reía el resero. Pues el único argumento serio de don Hortensio era justamente que, nada más que para cuidar la yeguada, necesitaba muchos caballos.

Por lo que era de vender algunos de éstos, era cosa de pasar años sin que se presentara la ocasión; pues a los agricultores   -79-   extranjeros, les daba por comprar puras yeguas para arar, en vez de caballos, y los mismos estancieros de nueva ley empezaban a cuidar sus vacas mansas, en potreros alambrados, con cuatro mancarrones mantenidos a maíz, para toda la estancia.

*
* *

Llegaba ya la manada al corral. Al frente de ella, como altanero jefe, venía trotando, en sonora cadencia, la cabeza erguida y alzando las manos, el padrillo que tanto le hiciera renegar a don Hortensio. Era un precioso animal, zaino de pelo, elegante, alto, magníficamente clinudo, con la cola tupida y larga, y que parecía nacido, de veras, para fundador de dinastía.

Desde su nacimiento, lo había destinado don Hortensio para padrillo; no por esto lo había cuidado más que a los compañeros, pero siempre lo había envuelto con una mirada especial de amo cariñoso.

-Buen padrillo va a ser -decía, cada vez que, al cruzar el campo, se encontraba con la manada de que formaba parte; y cuando vio, en la primavera, que ya empezaba a repuntar, es decir, a fastidiar ciertas yeguas de su preferencia, a cortarlas de la manada para llevárselas, a pelear con los otros padrillos para conservarlas, lo dejó hacer, y hasta a veces le facilitó la tarea.

Era lindo verlo trabajar: bravo como él solo, sin vacilar, buscaba camorra a los padrillos más antiguos de la estancia, metiendo por todo el campo un continuo retumbar de correrías locas, con relinchos y ruidos de combates homéricos, todo por apoderarse, muchas veces, de alguna yegua medio deshecha, con la cual, desde lejos y quién sabe cómo, se había relinchado, sin ver que los caballerescos ademanes del contrario, prodigados como para detenerla, eran de pura forma y para disimular su perfecta conformidad con que ella se fuera.

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Atento, galante, asiduo con las compañeras así conquistadas, las rondaba el zaino cuidadosamente, para que no se las volvieran a arrebatar, y buscaba para ellas los mejores retazos de campo, la mejor aguada, los cañadores más pastosos.

Más de una vez, don Hortensio, para favorecerle contra algún padrillo de más edad que él, que le disputara alguna esposa, iba, de un galopito, con los perros, hasta por allá, como a repuntar la hacienda, y lo hacía correr al viejo hasta sus yeguas para que se dejase de embromar. Así se formó el potrillo una familia a su gusto y pronto se pudo dar por entablada del todo la «manada del zaino».

*
* *

Pero mirándolo bien, le parecía a don Hortensio que el zaino había elegido a las compañeras como potrillo, no más, que era, sin experiencia. La verdad que casi todas eran, si no viejas, por lo menos maduras; como si ellas lo hubiesen elegido a él y no él a ellas; ni tampoco había repuntado las de más lindo pelo, ni las de mejor parecer. Meneaba la cabeza don Hortensio, algo disgustado por esa falta de tino, sin poderse explicar por qué será que los animales no tienen, para apoderarse, los mismos pareceres que sus amos... ni, muchas veces, los hijos que los padres. Es que, fuera de que, a menudo, pueden más, para conquistar a los más viriles corazones, en sus primeros arranques, astutas coqueterías de otoño que primaverales encantos, también hay, en los gustos, a veces heteróclitos, de la juventud, rarezas, al parecer inexplicables, que han de tener su buen fin, y ya que así lo quieren los interesados, es que la naturaleza lo habrá mandado así.

Con todo, don Hortensio quiso imponerle al zaino una yegua elegida por él; y trató de incorporar a la manada recién formada una potranca, zaina también, de hermosas formas y buena alzada. Fue en vano; el joven padrillo, enfurecido, la   -81-   echó a coces y mordiscones, la persiguió a todo correr por el campo, como si hubiera sido, la pobre, alguna apestada.

Y fue por esto que don Hortensio resolvió ponerle al zaino zapatillas. Lo voltearon en el corral, le ataron de cada mano una huasca de vara y media de largo, y así lo soltó al campo don Hortensio, con la manada, gritándole, burlón:

-Andá ahora, bribón; andá, corré.

El zaino salió despacio del corral, como buen guardián, después de haber dejado pasar por delante toda la manada; pero apenas en el campo, vio la potranca zaina; ya le entró el furor y la quiso correr; pero, a cada rato, se pisaba la huasca; casi se venía de hocico al suelo, y pronto tuvo que renunciar. A la fuerza, se tuvo que acostumbrar a la presencia de la yegua, tan sumisa, por lo demás, y tan cariñosa con él, que poco a, poco se le fue el odio que le había criado... quién sabe por qué motivo.

Tampoco podía sufrir el zaino, en los primeros días, que se vinieran a juntar con su manada, potros, redomones y caballos, y por sus malos modos para con esa gente trabajadora y discreta, tuvo que penar con zapatillas toda una semana más.

Pero con ese castigo, ya se compuso del todo y se volvió un padrillo modelo. Llevaba sus yeguas a las cañadas donde más abundaba la gramilla tierna: conocía las lagunas más claras y de agua dulce y los reparos más abrigados entre las cortaderas, para cuando soplaba algún viento áspero. No dejaba de prestar al mismo campo los servicios que de las yeguadas esperan los dueños de la tierra, recorriendo con su familia, a todo correr y al parecer sin motivo, todo el campo, pisoteando y emparejando los socotrocos muy duros de las lomas y los bajos demasiado blandos.

Cuando le empezaron a nacer hijos, algo se sosegó por un tiempo, contentándose con gozar en quietud de la vida de familia. Vigilaba la manada con más atención que nunca, para alejar de ella los intrusos y de los recién nacidos los peligros que siempre los rodean. Enseñó a los potrillos a correr al pie de la madre, a huir contra el viento para evitar   -82-   los mosquitos, a volver a la querencia; a rodearse en algún desplayado con la cola levantada y meneándola, para rechazar el ataque de los tábanos. Los consoló cuando la yerra, haciéndoles ver que, por esa pequeña quemadura, se habían hecho gente. Los hizo disparar con tiempo ante una quemazón, peleando y arreando a las madres, tan curiosas que se quedaban como atontadas, mirando el fuego que se les venía encima.

¿Cómo no va a creer don Hortensio que sus cuatrocientas yeguas que tanto corren, tanto dan que hacer, tanto bullicio meten en el campo, con sus galopes repentinos y furiosos, no representan un capital importante? Ilusión, sin embargo, cada día, valen menos; todos quieren vender yeguas, cansados de ver que no dan producto. ¿Para qué tantos caballos, todos demasiado gordos en verano, y tan flacos en invierno que, por muchos que se tengan, es a menudo imposible moverse?

Todavía se podía comprender que los indios diesen valor a las yeguas, ya que las comían, pero, ¿un cristiano? Y poco a poco el mismo don Hortensio, criollo viejo y empedernido criador de yeguarizos, va conociendo que los que tienen pocas yeguas y pocos caballos, pero bien cuidados y gordos siempre, son los más juiciosos.

Un día, se deja tentar. Y vende, él también, al resero, trescientas yeguas de un golpe, para comprar cincuenta vacas: toda una evolución incipiente; el derrumbamiento de todo un pasado de atraso y de ignorancia, el cimiento de todo un porvenir de civilización y de riqueza.



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El rodeo

El sol está todavía desperezándose; los vapores matutinos todo lo cubren de uniforme capa de rocío frío, haciendo llorar perlas a las plantas inmóviles y al pelo erizado de los animales. Echados aún, en su mayor parte, y rumiando, los pesados vacunos esperan, para levantarse, la tibia caricia del primer rayo de sol.

De repente, estallan en una extremidad del campo ladridos agudos, pronto acompañados de los balidos apurados y retumbantes de la hacienda súbitamente despertada.

De punta a punta se raja de golpe el pesado velo de sueño y de silencio, y como obedeciendo a conocida señal, se levantan los animales por todos lados, entre las pajas; se sacuden, se estiran y se ponen en lenta procesión hacia el rodeo, por las mil senditas acostumbradas del traqueo cotidiano.

Ya surgen de todas partes grupos de jinetes y de perros; envueltas en vaporosa neblina, se destacan en las lomas sus siluetas arrogantes, echando por delante a gritos la hacienda remolona.

Está parado el rodeo; cada animal busca el sitio habitual donde se suele juntar con los compañeros preferidos, y durante largo rato, es un bullicioso vaivén de vacas que balan, llamando los terneros, de toros que mugen y escarban, en son de desafío, de terneros extraviados que andan buscando las madres.

Los jinetes y los perros rodean la hacienda, esperando que se sosiegue para empezar el trabajo, y aprovechan esos momentos de descanso para componer el recado, armar un cigarro, cambiar algunas chanzas.

Don Hortensio ha vendido doscientos novillos y se trata de apartarlos. Floro, el mayor de sus hijos, que le sirve de   -84-   capataz, fue a buscar el señuelo, diez novillos hoscos con un madrino blanco, a cuyo cencerro han aprendido a obedecer, a fuerza de chuzazos. Al grito: «¡fuera buey!» los trae Floro, galopando, hasta el sitio propicio, colocándolos de tal modo que, al disparar al viento, vengan derechito, aunque sin querer, a dar con ellos, los animales que se aparten. También ha traído una pala para abrir brecha siquiera a este mismo lado, en el abrojal espeso que con abusiva lozanía se ha criado todo alrededor del rodeo.

-Lindo día para el aparte, don Horacio -dice el resero, al entrar entre las vacas.

-Así es -aprueba don Hortensio, con cierta melancolía, contento a la vez y descontento, por haber vendido novillos y hecho plata con ellos... y por tener que entregarlos.

El resero mira, observa, calcula, hace apartar algunos novillos, los mejores, los de más cuerpo, los más gordos; pero no está distante de pensar que se ha clavado en grande con fijar número de doscientos, y cree que, a pesar del precio bastante bajo que aceptó el santiagueño, va a tener que sacar, para cumplir, animalitos como gatos.

Es que son criollas las vacas de don Hortensio, criollas como el amo; esas sí, que son descendientes de las introducidas por Goës y criadas en plena libertad, de generación en generación; sus madres han de haber andado, dos siglos por lo menos, alzadas por la pampa, entregando sólo, de vez en cuando, como tributo, el cuero, desjarretadas en «cuereadas» que parecían malones.

Aspudas y bravas, por el mismo color de su pelo hacen pensar en fieras: barcinas o chorreadas como los gatos monteses, barrosas o bayas como el puma, hoscas y yaguanés, pelos raros que las permiten disimularse con más facilidad en el fachinal. Y esto es lo que a don Hortensio le gusta; ¡con qué fruición arrollo el lazo para venir en ayuda de los peones, cuando no pueden con alguna vaca enojada!

-Esa es hija de la barrosa vieja -dice, y, al trotecito, se acerca, aprontando la armada.

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Para cualquier faena dan un trabajo del demonio; son malas como la hiel, traidoras, ligeras, arremetedoras como tigres cebados y sus astas son temibles. Por otra parte, su producto es escaso; tienen más hueso que carne; aun cuando están gordas, no lo demuestran, y poco les dura la gordura en el campo de pasto duro donde las cuida don Hortensio; pero las tiene él más que cariño, las tiene amor, justamente porque son así.

Las mira con compasión, quizá no del todo altruista, cuando, al fin del invierno, las ve flacas y endebles, con las patas que se les cruzan.

No puede hacer nada por ellas, pero les tiene lástima, casi tanta como a sí mismo. Mire qué tristeza verlas con el pelo todo esponjado y sin lustre, con los huesos castañeteando cuando quieren correr: preñadas, también, las pobres, y tan adelantadas que, muchas veces, se caen y no se pueden levantar, y allí quedan para los chimangos.

¡Con qué ansia se espera la primavera que hace brotar el pastito tierno! Cierto es que es otro peligro, pues, con él se debilita más la hacienda, por algún tiempo; pero siquiera indica la proximidad del anhelado renacimiento; y también entonces viene la parición, tan regocijadora, en los años buenos, cuando habiendo sido lluviosa la primavera anterior y clemente el invierno, se desgrana la hacienda y que, detrás de cada paja, se encuentra un ternero echado, quietito, esperando que lo venga a amamantar la madre.

Por lo demás, y todo bien mirado, su rodeo de vacas criollas le da a don Hortensio lo que más apetece: los largos reposos contemplativos, entrecortados de paseos descansados, como son los repuntes diarios y la fácil vigilancia de animales aquerenciados que, lo mismo que el amo, no piden otra cosa que comer en paz y dormir tranquilos; y de trabajos violentos que, para él y sus hijos, son fiestas, donde lucen su habilidad de jinetes y de enlazadores: la hierra, la capa de toros, algunos apartes en la vecindad o en el propio rodeo; y también lo que más necesita: una vez al año, fuera de bien pocas excepciones,   -86-   los pesos de la novillada, tan necesarios siempre para equilibrar el presupuesto anual, saldar la libreta del almacén o pagar el arrendamiento.

También algo contribuye la hacienda criolla de don Hortensio en mejorar el suelo; el provecho no será para él, ni para sus hijos; apenas será para los hijos del dueño del campo, pues necesitarán treparse en los médanos muchas generaciones de hacienda para desmoronarles la punta, emparejar el terreno y endurecerlo; millares de animales dejarán allí la osamenta para que se desparramen en el suelo los elementos de fecundidad que siempre contienen los despojos de lo que tuvo vida; amontonarán sus esqueletos, en tiempo de sequía, al borde de las lagunas exhaustas, para que cuando se vuelvan a llenar de agua, reverdezcan y florezcan con exuberancia sus riberas así fertilizadas.

Don Hortensio poco se acuerda de todo esto; vive al día como su hacienda, sin más ambición que vivir. Ha oído hablar de las mil mejoras que adentro van realizando los estancieros. Los reseros que le compran novillos, cada año demuestran por ellos menos interés. «Son muy criollos», dicen, y se ríen de sus astas y de su facha. Siempre van ofreciendo menos precio por ellos; dicen que son puro hueso y que no los quieren los frigoríficos; que vale más un mestizo de tres años que un criollo de cinco; que esta hacienda arisca atropella por el camino los alambrados; que por cualquier cosa se espanta y que ya pronto ni de balde los comprarán.

Y don Hortensio no les encuentra razón, pues a él le parece mansísima su hacienda; sostiene que el cuero del animal criollo es inmejorable y su carne sabrosa como ninguna; sin contar que es tan fija esa hacienda en el campo, una vez aquerenciada, que ni los mosquitos, ni los temporales se la llevan; y que a los tábanos les resiste sin atrasarse.

Los frigoríficos no los quieren, dicen; ¡linda clase de gente será! Y al fin y al cabo, ¡que los dejen! Siempre habrá saladeros que no los despreciarán y pagarán por ellos su buen precio.

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-¿Quién sabe? -contesta el resero, lleno de dudas-; ni los negros pronto querrán carne salada.

No parece nada convencido don Hortensio, y por poco aseguraría que antes de mucho, tendrán todos que volver a echar toros criollos en sus haciendas mestizas para devolverles la resistencia perdida. Pero más bien será que no quiere dar su brazo a torcer pues no desperdicia ocasión de mixturar con su hacienda algún toro mestizo de los del vecino, que son muy calaveras y siempre se vienen para festejar a sus criollas.

Hasta que, un día, nació de una de sus barrosas más fieras una ternerita rosilla, cuyo pelo de terciopelo cantaba que había sido robo. Don Hortensio, cuando se lo avisó Floro, la fue a ver y quedó muy contento por haber empezado, él también, a mejorar su hacienda; ya casi calculaba qué cantidad de novillos iba a poder vender para esos frigoríficos, tan delicados, y llevado de súbita inspiración, exclamó:

-¡Ché, Luciano, agarra la madre y atala al palenque, que ya también nosotros hemos de tener tamberas!

Así cunde el progreso, echando paulatinamente sus raíces tenaces hasta entre las rocas más duras de la rutina y de la ignorancia seculares.



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La majada

Cuidar ovejas no es obra de gaucho; consentirá, por supuesto, cualquier paisano en tomar un puesto y una majada a interés, porque siempre es un alivio para la familia, ya que las ovejas son animales que hasta las mujeres pueden, en caso de estar solas, atender con facilidad, pudiendo ellas mismas hasta carnear un capón, en un caso; pero se figura que sólo repuntar la majada, cuando se retira demasiado, basta para cumplir con sus deberes de pastor y llenar de pesos el bolsillo del patrón y el propio; y en esto se equivoca. El oficio de pastor es lo más pacífico, pero requiere mucha asiduidad y constancia; si no, se pierden puntas de animales que se extravían y se mezclan, sin que uno lo sepa, con otras majadas; se aguachan los corderos, dormidos entre las pajas, y se mueren; se ponen sarnosas las ovejas y dan poca lana, y los capones quedan flacos.

Don Hortensio, cansado de andar detrás de esas «rabonas», que no servían más, decía, que para gastarle la paciencia, acabó por vender su majada a Juan Jáuregui, un vasco de adentro, que a pesar de poseer ya una cantidad de majadas, siempre seguía comprando, porque a él le daban mucha plata. Es que también las sabía cuidar.

A él poco le gustaban las yeguas y no tenía más que una manadita para proveerse de los pocos caballos que necesitaba; lo mismo tenía algunas vacas, pero todas tamberas, que daban, para la familia, leche de sobra, a pesar de que para ella fueran los muchachos como gauchos; con esto se economizaba la carne y aumentaba la venta de capones.

Dicen, con desprecio, que la oveja es zonza, sin pensar que es su principal cualidad, pues de los zonzos viven los vivos, y   -89-   la oveja es para el hombre el ideal del animal productor. No sólo todo se lo da: carne, cuero, lana, huesos, tripas y leña, sino que todo lo da la pobre sin rebelarse jamás, sin rezongar siquiera.

La oveja, al nacer, hasta su personalidad abdica en la «majada», y sólo (en la pampa por lo menos) es entidad «la majada».

Podrá el artista europeo pintar ovejas, dos, tres, diez; el artista argentino no verá, ni podrá ver más que la majada», es decir, una multitud de animales, chicos y grandes, viejos y nuevos, madres y capones, confundidos en una sola persona: «la majada».

«La majada» está en el corral; han largado «la majada»; «la majada» se extiende, come, se echa, está rodeda; se ha mezclado, disparó, remoliena. «Las majadas» están arribando, están parejas; «la majada» está flaca, sarnosa, gorda.

¿Quién se va a acordar de una oveja entre miles y miles de ellas?

En campos despoblados, algo mejoradas ya por el pisoteo del yeguarizo y del vacuno, con tal que contengan algunas extensiones de pasto tierno, siquiera en las partes bajas, prosperan las ovejas a las mil maravillas.

En todo campo nuevo de estas condiciones, algo entrecortado de cañadas fértiles, las majadas han dado fortunas, durante un tiempo: tres, cuatro años. Antes, en Olavarría, al sur; en Villegas, al oeste; en la Pampa, actualmente, los ovejeros han aumentado, duplicado, triplicado su capital. Pero es una prosperidad efímera, pues por su mismo aumento natural, las ovejas recargan el campo y se enferman, o por lo menos se hacen muy propensas a sufrir pestes aniquiladoras, cuando justamente, por otro lado, empiezan a crecer los arrendamientos, en proporción directa del aumento rápido de los rebaños.

*
* *

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Jáuregui no se preocupaba de todo esto: no tenía más anhelo que aumentar, y aumentar sin cesar, el número de sus ovejas. No pensaba todavía en comprar tierra, sino majadas, buscando más campo que arrendar cuando ya no cabían éstas en el que ocupaba.

Es que las tenía el mismo amor que tenía don Hortensio para sus vacas criollas.

El gusto supremo era, para él, asistir, por la mañana, a la largada de la majada que en la misma estancia cuidaba: majada numerosa, como de dos mil cabezas, formada de ovejas elegidas, atendida con esmero por él y sus hijos. De ella sacaba padres para las demás, las de los puestos.

Siguiendo la moda, había cruzado con Lincoln sus ovejas Rambouillet, echando así a perder en parte la finura de la lana para conseguir animales de más cuerpo, para los frigoríficos que empezaban a trabajar.

A la salida del corral o del rodeo, donde casi siempre dormía la majada, su ojo certero pronto contaba los cencerros y dumbas, y los animales conocidos, negros u overos, cuya presencia daba a conocer que no se debían de haber cortado ovejas.

Veía si algún animal, a pesar de los dos o tres baños que, cada verano, les daba, tenía manchas de sarna o se apartaba para rascarse. Calculaba con poca diferencia lo que podía haber de ovejas de vientre, de borregas y de capones, y si ya veía que pronto iba a empezar la parición, apartaba las más preñadas para que no caminaran tanto y parieran cerca del puesto, con toda tranquilidad.

A Juan Jáuregui no se le perdían muchos corderos; estaban siempre con las madres, como copos de nieve en la pradera, alegres, retozones y gordos. Con las paridas quedaba de pie firme, rodándolas continuamente, uno de los muchachos, y las cuidaba bien, orgulloso de la confianza que le demostraba el padre al darle esa responsabilidad, pues no ignoraba que los   -91-   corderos son la esperanza, el porvenir de la majada, como lo son los mismos niños, de la patria.

Don Juan, en recompensa, tampoco mezquinaba las tortas el día de la señalada, cuando, mientras se amontonaban las colitas cortadas, se iban los corderitos balando, ensangrentados, hacia las madres inquietas.

Se reía Jáuregui cuando don Hortensio, con quien se encontraba, de vez en cuando, le repetía que para él las ovejas no servían más que para dar trabajo; pues a él le daban pesos, y más pesos. En noviembre, esquilaba, trabajo molesto y costoso como todo trabajo de cosecha, pero de las pilas enormes de lana, que pronto despachaba para la más próxima estación del ferrocarril, sacaba una buena cantidad con la cual ya pensaba en aumentar el número de sus majadas.

Y después de esquilar las madres, esquilaba los corderos ya borregos, para evitarles la flechilla que traidoramente se desliza en la lana y se atornilla en el cutis, bastando esto, a veces, para hacerlos perecer. Llegado el otoño, don Juan no vacilaba en mandar a plaza vagones de los mismos corderos gordos ya, y prematuramente sazonados para paladares delicados.

Y poco después, solía aliviar el campo y llenar la caja con despachar trenes enteros de capones gordos y grandes que, con abnegación sin par, se habían apresurado a comer todo lo que podían, para hacerlo más rico.

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* *

¡Las majadas del Plata!, ¡qué fortunas se han hecho con ellas, en medio siglo! y ¡qué salto!, ¡desde las ovejas criollas, hijas degeneradas de las famosas merinas españolas, andarines como cabras y casi sin lana, cuyos rebaños recorrían la pampa desierta, sin más obstáculo que algún repunte indolente y   -92-   tardío, más o menos como si hubiesen sido vacas; que sólo se esquilaban cuando algún acopiador improvisador se atrevía a hacerlo por su propia cuenta, tomando en pago la mitad de la lana y pagando por el resto un precio irrisorio, hasta las Rambouillet y las Lincoln de hoy!

Era preciso ser extranjero, aseguraba don Hortensio, con mal disimulado desdén, para poder creer que las ovejas iban a dar más que la hacienda vacuna; a él por lo menos nunca se le hubiera ocurrido semejante cosa.

Y por esto también fueron irlandeses los primeros reyes de la cría ovejuna en el Plata.

Patricio Kennedy, desterrado por el hambre de la verde Erin, con los ojos aun llenos del reflejo de sus praderas de esmeralda, encontró su nueva patria, su patria de elección, en las riberas del Paraná, en los hermosos campos de «la costa» y los conquistó lenta y pacíficamente, cubriéndolos de sus majadas merinas, bien cuidadas y mejoradas.

Menos aventurero que el vasco Jáuregui y menos amante de la soledad, dejó a éste el sur inmenso y despoblado, donde dos mil ovejas necesitan una legua, y se mantuvo en el norte fértil, donde llegó a amontonar hasta treinta mil en igual extensión.

No todos los Jáuregui que se fueron al sur tuvieron el tino de hacerse dueños de veinte leguas de campo, ni de una o dos, como los Patricios que poblaron el norte; pero muchas son las familias de ambas razas que han quedado dueñas de tierras extensas adquiridas con la lana de las ovejas y la grasa de los capones criados por sus laboriosos y pacientes antepasados.

Hoy las arriendan a Giuseppe o a Giovanni, que lo mismo hunde el arado en la rica tierra negra y espesa del norte, como en los suelos arenosos del sur y del oeste, para sembrar trigo donde pacieron los rebaños.

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* *

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Las grandes majadas, después de las manadas y de los rodeos, han cumplido su misión y se retiran cada día más lejos, yendo a poblar ahora los ventajosos y nevosos desiertos patagónicos, prosperando asimismo en ellos, creciendo y multiplicándose, creando incansablemente nuevas fuentes de riqueza, donde sólo vagaban el guanaco errante y el avestruz, para manutención del gaucho malevo y del puma sanguinario.

Volverán, repartidas en pequeños rebaños, a pacer en los alfalfares y en los rastrojos, porque no sólo de pan vive el hombre, y que, a la par del trigo, necesitará siempre carne para comer y lana para vestirse.



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Vida sencilla

Don Sebastián Ibarrieta, en 1878, se hizo dueño, por poca plata, de seis leguas cuadradas de campo, en una de las partes más despobladas entonces de la provincia de Buenos Aires, entre Guaminí y Trenque Lauquen. Aunque de los indios ya no quedara más que el recuerdo, era éste bien vivaz aún, y era preciso tener audacia para aventurarse a poblar tan lejos. La tuvo don Sebastián, como buen vasco que era de valor sereno, como inconsciente del peligro.

Eligió, en la misma línea del campo, el sitio que le pareció más a propósito para establecer la estancia, y con sus peones, hizo cavar, en círculo, dos zanjas concéntricas, hondas y anchas, en el suelo arenoso, amontonando entre ambas la tierra sacada: y esto fue el corral para la hacienda.

Hizo cavar también una especie de cueva, cercada de pequeñas paredes de adobe crudo, de un metro de alto sobre el suelo, techada con algunas chapas de hierro galvanizado: y esto fue la casa.

Trajo de adentro dos mil vacas y seis mil ovejas; estableció alrededor del campo, y también sobre la línea, algunos puestos edificados en la misma forma lujosa de la estancia, dotados cada cual de una majada, y pasó así cinco años de vida ruda, casi solitaria, cuidando sus intereses a lo antiguo, de acuerdo a veces con la naturaleza, más a menudo en riña con ella.

Poco a poco se le había venido acercando el progreso. La casa de negocio más cercana estaba a veinte leguas de la estancia; se estableció una a tres leguas. Por el camino chileno pasaron cada día más tropillas y más arreos; acabó por pasar por él, primero, cada mes, y después, cada semana, una galera. Los campos vecinos se fueron poblando uno por uno y en el   -95-   horizonte asomaron algunos ranchos. El pueblo, cabeza de partido, también adelantaba; ya era núcleo importante de población, cuando se instalaron definitivamente en él las autoridades reglamentarias.

Don Sebastián, de vez en cuando, pudo comer pan en lugar de galleta. En el pueblo pudo también, por fin, comprar materiales e hizo edificar un rancho confortable y un gran galpón; y como ya tenía casa, pensó en casarse, y se casó con la hija del comerciante de quien era el mejor cliente.

Los puestos tuvieron corrales para las majadas; y ranchos modestos, pero habitables, reemplazaron las cuevas provisionales. Estableció en la estancia un bañadero para las ovejas y plantó gajos de sauce alrededor del corral con unas cuantas hileras de álamos para reparo de la casa.

A ruego de la señora, alambró una quinta grande, donde se cultivaron verduras, y sembró dos cuadras de maíz.

Así, cada año traía consigo algún progreso. En los campos vecinos, todos hacían lo mismo; los ranchos, por todas partes, se habían multiplicado, y los montes, cada día más crecidos, ya dejaban ver, de trecho en trecho, sus sombrías masas imponentes.

En los rastrojos, varias veces removidos, vino la alfalfa como bendición del Cielo; y los pechos amarillos, chacotones y bulliciosos, ayudaban a destruir en ella la isoca, en recompensa de la hospitalidad que se les diera en los sauces, ya frondosos, del primitivo corral, que llenaron de nidos y de la alegre algarabía matutina y vespertina de sus contiendas amorosas.

Se hizo otro galpón, se alambraron dos potreros, y don Sebastián trajo de la ciudad, aprovechando el ferrocarril que ya llegaba a veinte leguas de la estancia, carneros finos y un toro bastante bueno.

¡Tiempo al tiempo!, van pasando los años, pero cada uno de ellos se señala con algún adelanto; y, despertada por el trabajo humano, su fecundidad transforma, poco a poco, en emporio de riquezas el desierto pampeano. Crece la familia;   -96-   crecen los haberes; se multiplican las haciendas; toma valor la tierra.

Y llegó el día en que don Sebastián Ibarrieta pudo realizar el sueño dorado de todo estanciero: alambrar el campo.

Diez años hacía que, cada día, vigilaba el repunte de su hacienda de la línea al centro, con el ojo siempre alerta sobre la invasión de los vecinos, sobre las quemazones que prenden, al pasar, los que cruzan, sobre los robos, siempre fáciles en campo abierto. Hoy, ya se sentía, realmente, dueño de su tierra y podría consagrar a mejorar su hacienda todos sus empeños, todas sus fuerzas, únicamente dedicados, hasta entonces, a vigilarla.

No solamente se habían acrecentado rodeos y majadas, sino que también se habían hecho bastante mestizos. Todo rendía más: más lana, más capones, más novillos, y todo el producto se venía a acumular en adelantos, en la misma estancia. Se edificaban más galpones para depósitos y para pesebres; se multiplicaban los potreros y las divisiones para clasificar y separar los animales. Las aguadas ya no eran los miserables jagüeles criollos de antes, de mezquino rendimiento, de labor ingrata. Numerosos e incansables molinos de viento llenaban, sin cesar, amplios estanques australianos, insuperable valla contra la sed.

Los alfalfares se extendían. Se juntaban unas con otras las grandes áreas que tenía sembradas cada puesto. Había montes en todas partes, frutales y otros, para reparo de la hacienda, para provecho inmediato y consumo del establecimiento, sin contar sus mil promesas de variada riqueza para el porvenir.

Corrales perfeccionados para encerrar, apartar y trabajar la hacienda habían reemplazado el primitivo corral de zanjas y los que habían seguido, de palos a pique y de alambre. Ya los ranchos parecían algo más que mezquinos y don Sebastián   -97-   contrató con un hornero la fabricación de ladrillos. No faltaba tierra, ni tampoco leña, y pronto se van los centenares de miles de ladrillos en seis leguas cuadradas.

Sobre todo, que un ramal del ferrocarril ya se estaba construyendo, que iba a cruzar el campo, parándose casi en el mismo medio, en una estación, cuya habilitación venía a abrir, para don Sebastián, horizontes nuevos de incalculable provecho: formación de un pueblo, con su afluencia de comerciantes, grandes y pequeños, dispuestos a disputarse los solares; división en quintas y chacras, que se venderían a precios inesperados, y todo el campo de la estancia entregado al arado de colonos afanosos que reemplazarán por un océano de espigas doradas los últimos penachos plateados de las cortaderas. Y ya está todo esto; el progreso vuela; las parvas de trigo y de alfalfa alzan por todas partes sus opulentos lomos; las trilladoras se apuran. La población se tupe cada vez más y los agricultores ofrecen, de arrendamiento anual, más de diez veces lo que costó el campo. ¡Qué metamorfosis en treinta años! ¡Esta sí que ha sido revolución!

Don Sebastián Ibarrieta nunca ha dejado de vivir en su estancia y sigue viviendo en ella, lleno de legítimo orgullo, por el camino recorrido y los progresos realizados. La estancia, por lo demás, se ha vuelto casi un pueblo. Una casa señorial ofrece a sus moradores, miembros, sin cuento ya, de la familia patriarcal y visitas numerosas, todas las comodidades deseables en el campo. Las viviendas para el personal, las cocinas, la lechería, los galpones, los pesebres y cocheras, todo rodeado de parques y montes, forman un conjunto importante que, agrandado aún por los reflejos del espejismo, llama la atención del viajero que pasa, allá, lejos, en el tren...

Pero don Sebastián, paulatinamente y sin sentir, como hombre feliz que ha sido y sin historia, gastó en su larga obra sus   -98-   fuerzas vitales; con ellas la cimentó; y los treinta años de trabajo continuo en que formó la estancia que es su gloria, han agotado su vida.

-¡Qué lástima -dice, de vez en cuando- tener que abandonar todo aquello!

¡Paciencia!, gozarán otros; y sólo le consuela, al irse, pensar que serán sus hijos; aunque bien sabe que no gozarán ellos tanto como él, porque encontrarán creado todo lo que él halló por crear. Y crear es lo único interesante en la vida.



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Mixturas

Había mucha sequía; ni una gota de agua quedaba ya en las lagunas, y Florencio, que vivía solo con la madre y le cuidaba la majada, estaba tirando agua en el jahuel. Había llenado las bebederas, y todas las ovejas, apiñadas alrededor, tomaban con avidez. Florencio las contemplaba, haciendo, de vez en cuando, ir y venir el caballo para que bajase el balde al pozo y volviese lleno, a derramar su estrepitosa cascada en la represa de pino.

De repente, oyó un tropel de balidos apurados y de dumbas retumbantes y, antes que, volcado el balde, hubiera desprendido del recado la soga, para lanzarse a galope y desviar el torrente, la majada del puestero vecino, surgiendo del duraznillal, se había venido, a todo correr, a mixturar con la suya. Por lo demás, ¿quién la ataja? Sedienta -pues don Santiago no se había acordado todavía de componer su jahuel-, había venido, cual avalancha, disparando, al chillido de la roldana.

-¡Está bueno! -pensó el muchacho-, con don Santiago. Mientras está él bebiendo en la esquina, sus ovejas se mueren de sed. ¿Y ahora? Tengo yo que tirar agua para sus ovejas y las mías.

Y así fue, no más, pues era tal la mixtura, que no había forma de cortar, antes que todas hubiesen tomado.

Florencio era buen muchacho y muy amigo con don Santiago; dejó que de por sí, una vez llenas, se retirasen las ovejas; dejó rumbear, más o menos, cada trozo para su querencia y acabó de cortar solo y como pudo. Por supuesto, a pesar de todo, la mixtura era grande; pero como no era tiempo de parición, no pasaba el perjuicio del trabajo fastidioso y cansador de apartar.

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Se fue, después, de un galope, a casa de don Santiago, para darle noticia del suceso. Éste no había vuelto todavía de la esquina y estaba sola en el puesto su mujer, Toribia, una buena moza, muy joven, mucho más joven que el marido, que ya tenía sus cuarenta y pico. Florencio la saludó y, sin apearse, pues, aunque de confianza, no se hubiera bajado, así no más, en ausencia del dueño de casa, anunció la mixtura. Pero Toribia, que, sin hijos todavía, se aburría, siempre sola en el puesto, quiso tener detalles y lo hizo entrar en la cocina y tomar unos mates, hasta que viniera don Santiago; y cuando, por fin, llegó éste, bastante divertido, lo retó ella por no haber dado agua a las ovejas y por descuidar sus intereses, y dejar que otros se los atendiesen.

A pesar de haber concurrido algunos vecinos, el día siguiente, fue todo un trabajo el aparte, pues cada uno tuvo que sacar de la pata, de la majada del otro, como cuatrocientas ovejas.

Toribia ayudaba a encerrar y guardaba el portillo, y, sin querer, hacía la comparación entre su marido, deshecho por la bebida, envejecido ya por el vicio, descuidado e inútil, y ese mozo tan bueno, que tan bien cuidaba los intereses de la madre, tan discreto, tan fuerte, tan trabajador, tan comedido... Un manantial de cualidades le venía descubriendo Toribia a Florencio.

Poco tiempo después, un día de mucho calor, Florencio, que había, como siempre, madrugado bastante, rodeó, para la siesta, su majada, no muy lejos del rancho, y se echó a dormir. Él dormía la siesta; pero don Santiago, en su puesto, dormía la mona, lo que es muy diferente; y paulatinamente, remolineando despacio, una por una, pero sin cesar, para evitar los jejenes y aprovechar la sombra del cuerpo de la vecina, sus ovejas llegaron hasta la majada de Florencio y se le mixturaron toditas y sin remedio.

Florencio despertó pronto, y su primera mirada fue para la majada; la vio tan grande que comprendió, al momento, lo que había ocurrido; y después de cortar al tanteo, lo mejor   -101-   posible, el amasijo de ovejas, fue a avisar a don Santiago. Dormía éste todavía, de modo que Toribia fue quien, otra vez, recibió la noticia; y también, el día siguiente, ayudó a encerrar las chiqueradas y cuidó el portillo, no pudiendo dejar de seguir comparando a Santiago, su esposo, con su joven vecino.

Entre tantos balidos, un suspiro no se siente; pero Florencio, sin oírlo, atareado en la revisión de las señales, lo adivinó, y hasta le pareció a Toribia que se lo había contestado.

A pesar de haberle amenazado, medio en broma, medio en serio, Florencio a don Santiago, con llevarle -otra vez que se llegase a mixturar en su propio campo-, toda la majada a su corral, no tardó mucho en venírsele encima, un día de esquila. Desconociéndose unas a otras, por la peladura, buscando a las compañeras, por creerlas perdidas, agarraron al viento las ovejas de don Santiago, y como nadie las sujetaba, se fueron con furia a entreverarse con las de Florencio.

Y Florencio se fue al puesto, a avisar; lo recibió Toribia, en ausencia de don Santiago. Conversaron mucho rato a solas, en el rancho, y antes que viniera el marido creyó más propio, esta vez, Florencio, ir a esperarlo cerca de las dos majadas hechas una sola.

Desde ese día menudearon las mixturas de tal modo que Florencio le insinuó a don Santiago que, cuando se ausentara, lo avisase; pues así, cuidaría las dos majadas. Lo encontró don Santiago muy bien pensado; y siempre, desde entonces, Florencio cuidaba juntos sus intereses y los de su vecino, generalmente desde el mismo rancho de don Santiago, ayudado por la perspicaz mirada de Toribia que no dejaba de echar, de vez en cuando, una vistita al campo, por lo que pudiera suceder.

Y las mixturas cesaron o, por lo menos, los entreveros generales; pues es casi imposible evitar que, en tiempo de parición, una que otra oveja se pase -buscando el cordero extraviado- a la majada vecina. Tampoco es posible, en tiempo de los amores, impedir que algún carnero alborotado se deslice en rebaño ajeno, haciendo que, después, algunas de las crías salgan desparejas.



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Bodas campestres

Hacía dos meses que Honorio Quiroga, capataz de campo en una estancia de la vecindad, cediendo a las traviesas solicitaciones de la primavera, se había dejado seducir por los juveniles encantos de Salvadora Palacios. Moza de diez y ocho años, había venido ésta a la estancia, a esquilar, flanqueada, en previsión de posibles peligros, de su madre, doña Gregoria, y de su tía Ignacia.

Por supuesto que a la muchacha no le hubieran faltado festejantes, sin esta guardia incorruptible; pero los más atrevidos tuvieron que darse cuenta de que la fortaleza era inexpugnable, y que si, por el costado vigilado por la madre, accesible ella misma, aun por su cuenta, a ciertas sorpresas de amorosa traición, se hubiese podido tentar el asalto, era del todo imposible apoderarse de la posición sin parlamentar con doña Ignacia, la tía, y acatar sus condiciones de capitulación. Y doña Ignacia era inflexible: sólo por el portón de la iglesia se entraba al fortín.

En sus tiempos -hacía cerca de medio siglo- no había más iglesias que en las ciudades, y las ciudades eran pocas; por esto, ella misma, unas cuantas veces, se había tenido que casar sin más formalidades que las que, discretamente, hacen sonreírse las estrellas indulgentes. Pero habían cambiado las cosas, y un viaje de dos horas no era, por fin, tanta aventura.

Honorio, como otros, había hecho con Salvadora sus tentativas; pero en vano. Era del todo imposible acabar, no una conversación, sino una frase, sin que tía Ignacia se la cortara con algún responso; cualquier inocente guiñada topaba, a la fija, con los ojos, medio zarcos por la vejez, pero relucientes todavía y siempre furibundos, de la tía.

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-No hay como las arrugas y los bigotes -refunfuñaba el capataz enamorado- para hacer una santa de cualquier loca. ¿En qué se mete esa vieja, con lo ajeno?

Pero, con rabia y todo, tuvo que aflojar; y, acabada la esquila, el amigo Honorio Quiroga, capataz de la estancia Santa Rosalía, despachó a su señora madre, doña Baldomera, vestida de percal nuevo, engomado y rechinador, montada en su bien tuzado y rasqueteado flete, al puesto de doña Gregoria Palacios, madre de la callada conquistadora de su corazón.

La entrevista fue solemne. Tía Ignacia había tomado sus aires más dignos, cuya buscada frialdad apenas llegaba a templar la risueña y amable benevolencia de doña Gregoria. Cambiadas las cortesías del protocolo, después de muchos mates y mucho intercambio de insulseces vagamente preparadoras, se entabló la conversación esperada. Doña Baldomera, con circunloquios enredados, pero de austera gravedad y enternecida emoción, reveló, en términos discretos, lo que ya muy bien conocían las otras dos: el amor de Honorio para Salvadora. Siguió con el elogio de su propio hijo -un mozo muy sujeto, formal y sin vicio-, y con la expresión de su entera confianza en que a pareja tan cumplida le tenía que ser departida por la suerte dicha sin igual.

Doña Gregoria no disimuló su satisfacción, pero tía Ignacia, formulista siempre, dijo que había que consultar a la muchacha, lo que, en seguida, se hizo.

Salvadora, al ver amarillear, a lo lejos, el bayo de doña Baldomera, había corrido a la batea y se había puesto, a lavar, con un ardor hasta entonces desconocido en ella; le gritaron que viniera, que dejara la ropa, por un rato, y mientras se acercaba, secándose las manos en el delantal, dijo tía Ignacia, como suspirando, pero de modo que lo oyera doña Baldomera:

-Es una monada, esa chica, por lo trabajadora que es.

Ruborizada, tanto como se lo permitiera lo moreno de su tez asoleada, se presentó Salvadora. La virginal pantalla de sus párpados, modestamente bajados, sujetaba la radiante luz de sus hermosos ojos de criolla, y cuando su madre la hizo   -104-   conocer lo que de ella querían y le preguntó su parecer, tartamudeó su conformidad, balanceando el talle y retorciendo, turbada, la punta de la espesa trenza de su renegrido pelo.

Y siguieron las visitas, autorizadas ya, de Honorio al puesto de doña Baldomera. Un poco por el bochorno de haber tenido que ceder a las exigencias matrimoniales de tía Ignacia, algo por su natural reserva de campesino, le hubiera gustado disimular su caída en la trampa, hasta el día fijado para las bodas. Pero, ¿cómo no se iba a saber que, todos los días, compraba caramelos en la esquina? Un capataz soltero que compra caramelos, todos los días, y repunta la hacienda siempre del mismo lado, como si el campo no tuviera más que un costado, tiene forzosamente que llamar la atención de cuanto bicho viviente haya en veinte leguas alrededor, y, bien pronto, se supo dónde se perdía Honorio, todas las tardes, por dos y tres horas seguidas.

Llovieron las alusiones, delicadísimas, algunas, como pisadas de potro, pero Honorio era de genio sufrido y por tal que no se pasaran los compañeros, se reía él, primero, de las ocurrencias.

-De envidiosos, no más -decía.

En casa de la novia, sentado en un banquito, tomaba, con aire de respetuosa compunción, el mate que le ofrecía Salvadora, buscando, sin encontrarlas, las palabras de cumplimiento con que hubiera querido celebrar su amor presente y su dicha futura, elogiar las prendas de su prometida, ofrecerle su corazón; pero estorbaba su elocuencia, a más de la poca costumbre que tenía de usarla, la presencia molesta de tía Ignacia, demasiado sabedora de lo débiles que son las mujeres, para no tener siempre algún pretexto de ir y venir y hasta de quedarse con la pareja.

Por fin, llegó el gran día. Había que tomar el tren en la estación más próxima, ir al pueblo, cabeza de partido, para la inscripción en el Registro civil y el casamiento por la Iglesia. Allá también se haría la boda, en la fonda piamontesa   -105-   «La Nueva América»; se dormiría en la misma y, por el tren de las ocho de la mañana, se volvería al pago.

Temprano, entre los cuchicheos curioseadores de los vecinos, se juntó en la estación la comitiva: los novios, las madres, la tía, algunos hermanos, hermanas y amigos, todos endomingados, con pocas prendas de abrigo, porque hacía un calor bárbaro, pero con muchas provisiones, en pañuelos grandes de algodón, en canastos y maletas. El novio llevaba, con mil precauciones, una gran damajuana, desprovista de su envoltorio de mimbre, pero bien llena de vino carlón. Y caminando con trabajo, los hombres, por las botas nuevas; sofocadas las mujeres, por el calor que les daban los corsés sin quebrantar, se apiñaron en un vagón de segunda, casi completo ya.

Poco alegre fue el viaje: dos horas en el tren; mal sentados, en bancos duros, en una atmósfera espesa de calor y de sudor, de humo y de tierra. Al llegar, subieron en dos breques y se fueron a la fonda, a almorzar, ligero, para no perder la hora del Registro civil. Allí, el amigo Honorio Quiroga, medio abatatado por la emoción, había declarado y firmado que tomaba por legítima esposa a Salvadora Palacios, y ésta había confirmado con un «Sí, señor», inoportuno y sonoro, que muy bien entendía lo que les acababan de leer sobre la fidelidad y protección que le debía Honorio, cuando, al momento de devolver la fe de bautismo, el jefe del Registro, cotejando las firmas, vio con asombro que Honorio Quiroga se llamaba ¡Quinteros!

-¿Y cómo es esto? -exclamó-. ¿Por qué no firma Quinteros?

-Es que antes -contestó el gaucho- me llamaba Quinteros, señor, por mi padre. Pero hace mucho que todos me dicen Quiroga, por mi madre, y no me acordé.

-¿Y quién me lo atestigua?

Buscaron quién podría, en este pueblo, donde no conocían a nadie, sacarlos del mal paso; pues era cosa seria, según el funcionario; y tenía que quedar detenido Honorio hasta que se averiguara la cosa. Por suerte, se acordaron que don Juan   -106-   Antonio, negociante fuerte de donde vivían, había venido al pueblo, y lo mandaron llamar. Aseguró el comerciante que, efectivamente, todos conocían al novio por Quiroga, a pesar de ser verdad lo que rezaba la fe de bautismo, y como, en el campo, no puede tener semejante cosa mayor importancia, pues, a menudo, hay circunstancias en que es algo trabajoso para uno saber cómo se llama de veras, todo quedó pronto arreglado, con una raspadurita. ¡Pero, qué susto!, amigo.

Volvió la comitiva a los coches y todos se fueron a la iglesia, a hacer confirmar ante Dios, por el cura, lo que ya habían apuntado los hombres. Pero el cura tenía que atender dos pueblos y justamente estaba en el otro, por dos o tres días. Hubo un momento de vacilación, promovida especialmente por los escrúpulos de la rígida tía Ignacia, hasta que acabaron por decidir que se pondría en regla el matrimonio, en otra oportunidad.

El calor era rajante, y quedaban sumidos en el anhelante sueño de la siesta todos los habitantes del pueblo, cuando, en la fonda «La Nueva América», empezaron a sonar los acordes de dos guitarras y de un acordeón, incitando a bailar a los convidados y también a los que quisieran. Y las botas nuevas, los corsés tiesos y los percales engomados empezaron, crujiendo, a girar suavemente, al compás de la habanera, con elegantes requiebros de grupas provocativas y con refocilamientos de pañuelos rojos sobre las blusas negras.

Ni los mozos de la fonda pudieron resistir a las ganas de entreverar con las caras trigueñas de las campesinas sus mejillas rosadas, ni las dos camareras piamontesas a las de mezclar con los chiripás negros la nota clara de sus delantales; y, juntas con los sombreros en la nuca de los gauchos graves y sin sonrisa, giraron, alegres, sus cabelleras rubias.

Toda la tarde se bailó con afán y sin descanso, renovando, con cerveza y refrescos, los manantiales de sudor y cumpliendo con el deber de divertirse, en día de bodas, sin quejarse por el calor más que si hubiera sido un día de siega.

  -107-  

Con una comida opípara, compuesta de todos los burdos platos de la lista de la fonda, reforzados con el resto de las provisiones traídas del puesto y que por allí andaban, revueltos en sus rústicos envoltorios, se terminó el día. La damajuana desnuda sufrió, sin perecer, violentos atropellos, hasta que se fueron a dormir, todos, pesados de sueño, entorpecidos por la bebida y por el cansancio.

*
* *

En el andén de la estación están ya todos los de la comitiva. Hay que volver al trabajo; las bodas se acabaron. Honorio tiene que ir a tomar los boletos, pues no es de suponer que, como a la ida, va a dejar que su suegra saque los de su mujer y de su nueva tía Ignacia; está bien: conoce sus deberes, pero no puede ir a la ventanilla, con una canasta en una mano y la damajuana en la otra. A ésta la sigue acarreando con cuidado, pues, aunque le hayan pegado fuerte, no han podido acabar con ella y queda todavía vino carlón para todo el camino; y está ahí todo impedido por el incómodo traste, marchito, después de tamaña fiesta, los ojos entristecidos y llenos de sueño, esperando ingenuamente, embobado y sin saberlo pedir y menos exigir, que su esposa, Salvadora, cumpla con su nueva obligación, de prestarle ayuda.

Poco dispuesta parece ella a venir en su auxilio. Peinada de prisa, con una flor de azahar todavía pegada en los cabellos, el velo medio desprendido, el vestido todo ajado, con unas ojeras que la desfiguran, mira al marido -ahí plantado como estorbo- con una cara de despecho que hace pensar en la coz que nunca deja de recibir el padrillo, en pago de sus más ardientes caricias.



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Los clientes del comisario

Don Samuel Álvarez, comisario del naciente pueblo «La Colmena», era un criollo neto, nacido y criado en el campo. Hacendado, en otros tiempos, hoy arruinado por la política, había sido reducido, para vivir, a aceptar el puesto que sus mismos contrarios le ofrecieran, convencidos de que una vez convertido y contenido por la necesidad, sería para ellos, como la había sido antes para el otro partido, un precioso elemento electoral.

Mientras «La Colmena» sólo constaba de algunos ranchos, edificados en las orillas del pueblo en formación, como nidos de caranchos, y habitados por cuatreros que de allí daban sus malones a las estancias vecinas, Álvarez había tenido poco que hacer. El ejido del pueblo lindaba con dos provincias, de modo que si bien pertenecían a su jurisdicción los gauchos del malón, los estancieros robados tenían que elevar sus quejas a otro comisario, sin que él pudiera hacer otra cosa que darles buenas palabras de consuelo y promesas de ayuda.

Pero su ayuda era y tenía que ser limitadísima, pues si bien conocía a los culpables, no podía dejar de tenerles consideración, porque gracias a ellos nunca faltaba en su casa algún rico matambre o un costillar gordo de ternera, y para cortar huascas, un pedazo de cuero lonjeado con esa prudente prolijidad que no deja traslucir ninguna señal de anterior identidad.

¡Cuántas veces había ido a pedir en alguno de los mismos ranchos de la orilla, justamente, un caballo de confianza para acompañar en sus pesquisas a algún oficial de la policía vecina! ¿Cómo hubiera podido, él, sorprender a esos hombres?

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Además, eran sus mejores electores; con ellos, hacía lo que quería; no había votación popular u otra que valiera ante su falange sacra. Como él era leal y fiel a su palabra, siempre les hacía votar según las órdenes recibidas; pero si, en su distrito, se le hubiera antojado hacer nombrar a otro diputado o senador que el indicado, sin la menor dificultad lo hubiese conseguido.

Lo que no permitía, era que de la otra provincia se atrevieran a venir a su pueblo, a guarecerse, ni menos a los campos de su provincia, a robar, los gauchos de al lado, que para las elecciones no le podían servir, ya que tenían por allá sus compromisos; y más de una vez sirvió de trampa la propia madriguera de sus protegidos, a los que, engañados por su fama de benévolo, trataban de buscar refugio en ella para evitar las consecuencias de alguna fechoría. De modo que en ambas provincias no había comisario más celebrado que don Samuel Álvarez, celoso perseguidor del crimen, según unos y para los otros, inmejorable caudillo electoral.

Y ¡qué bien les conocía las mañas a los más vivos! Difícil era engañar su ojo certero. Bien se acordaba que, en otros tiempos, en su juventud, bastaba que hubiese en un pueblo un compadrito para que se hiciera amigo del comisario; lo que se comprende, ya que los comisarios, entonces, eran también, en general, puros compadritos; pero a él se le había pasado la edad de fraternizar con esa gente. Al verlos, no más, ya les entendía las vivezas, paraba la oreja y erizaba el pelo. Es que si, con los progresos de la civilización, se hacen más diablos los pícaros, lo propio sucede con los comisarios.

Un día llega todo apurado al pueblo un forastero, joven, buen mozo, pero a medio vestir y montado en un parejero ensillado de prisa con dos matras; se baja en una casa de negocio y allí cuenta que le han robado una tropilla de la misma marca del parejero; que él es hijo de un estanciero de la otra provincia, y que, sin haberse dado tiempo para nada, salió siguiendo a los ladrones. Pide licencia para descansar y pasto para el caballo. Se lo dan.

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Pero, mientras almuerza, solicita del comerciante algún dinero para seguir viaje, en cambio de un giro contra su señor padre. El otro, con un pie ya en la trampa, se lo iba a dar, cuando el comisario, que allí estaba, calladito y sin que nadie le hiciera caso, se acercó y dio repentinamente al joven la voz de preso. Tanto se sobresaltó el hombre, que ya no hubo duda; se indignó, casi más de lo que se admirara el comerciante; pero no por esto desmayó el comisario; su olfato lo guiaba, y llamando a un milico, hizo encerrar al forastero en el calabozo, a pesar de sus protestas.

Dos horas después recibía de la policía de la provincia un telegrama pidiendo la prisión de un criminal cuya filiación no era otra que la del preso.

Otro vino de resero, de lazo en el anca, de tirador con monedas, habiendo dejado, decía, la tropa que conducía, a dos leguas del pueblo por tener que esperar un dinero que le debía mandar su patrón y que no le había llegado todavía. Y para no demorar la tropa, ya que los vagones debían estar listos, pidió dinero a un comerciante para pagar el flete y la peonada.

Necesitaba dos mil pesos que, a la vuelta del correo, se devolverían. Ofrecía pagar buena comisión, y el habilitado del comerciante, joven y poco perspicaz, aconsejaba a su patrón que se los diera, cuando, por suerte, pasó por allí don Samuel, «Prométanselos para mañana», contestó; y se fue.

El resero quedó, a la fuerza, conforme con la promesa, y se fue a la fonda; y como allí, vigilado sin que lo supiera, empezase a gastar fuerte, a jugar y a tomar, el comisario mandó avisar al fondero que no se descuidara con el clavo. Pero el hombre no se atrevió a insistir en su pedido al comerciante, y sólo tuvo el comisario el consuelo de hacerle arrestar en la estación, cuando ya, sin haber pagado, se mandaba mudar, este resero sin tropa ni plata, que no era más, como pronto se supo, que un ladrón profesional.

A veces, era más trágica la cosa, y se las tuvo que ver, en más de una ocasión, nuestro comisario, con bandidos   -111-   que eran verdaderos tigres cebados, pues no sólo mataban para robar sino también de puro gusto, violando, saqueando, sembrando el terror entre la gente pacífica del campo. Entre otros, tuvo que hacer con una gavilla de media docena de gauchos engreídos por larga impunidad, que se habían hecho, con sus robos, de toda una estancia, bien poblada de haciendas. Toda la gente del pueblito y de sus alrededores les temblaba, y con razón, pues era notorio que ciertos puesteros, desaparecidos con majada y todo, habían sido muertos por ellos; pero nadie se atrevía ni siquiera a denunciarlos, tal era el miedo que les tenían.

A Álvarez se la habían jurado, pues bien sabían qué clase de órdenes tenía él a su respecto y que no era hombre de aflojarles. Se juntaron una vez, para probarlo, tres de ellos, en el pueblo, y, de noche, saquearon una fonda, dejando por muerto al fondero y maltratada a su mujer; y llevándose bastantes pesos se volvieron a su estancia.

Apenas avisado e impuesto del crimen, el comisario, considerándose personalmente ultrajado, salió, bien armado y con dos hombres valientes, en su persecución. Sólo los alcanzó cuando ya estaban en la puerta del rancho, juntos con otros dos.

La situación era difícil, pues esperar que se rindieran hubiera sido ingenuo, y sin intimárselo siquiera, les hizo con los milicos una descarga cerrada. Uno de los caudillos cayó muerto y otro mal herido antes de haber podido tirar ellos como, por lo demás, se aprontaban a hacerlo; y cuando después de la descarga, vino, por pura forma, la intimación de rendirse, apoyada por dos carabinas y un revólver apuntados, los otros tres, sin pedir más, tiraron al suelo las armas y se entregaron.

Hay casos delicados en esta vida. Entre ellos venía el más temible, y cavilaba Álvarez: tener encerrada esa fiera no era mal; pero, ¿si se llega a escapar?; llevarla muerta sería más prudente; pero los otros van a poner el grito en el cielo. Al llegar a un paraje de donde no se veía una sola habitación, el comisario dejó que se adelantaran algo los dos milicos con   -112-   los otros dos presos, quedándose él un poco atrás con el caudillo, y cuando se hubieron alejado bastante aquéllos, sacó el revólver y, con toda calma, le hizo saltar la tapa de los sesos.

No era seguramente un acto de refinada civilización, pero las felicitaciones tan espontáneas que recibió de toda la población bastaron para aliviar su conciencia. Por lo demás, ¿no habían podido ver los dos milicos y los dos presos, llamados por él, las manos del cadáver desligadas, crispadas y un cuchillo en una de ellas? El preso se había podido desatar y le había querido hacer armas; se había tenido que defender... Y después de todo, ¿qué? un bandido menos; ¡mejor!

*
* *

Pero han cambiado los tiempos, y los clientes del comisario son ya muy diferentes. Por un gaucho que todavía queda por ahí, como por casualidad, socarrón y peleador, en su melancólica «alegría» de bebida blanca, peligroso y callado, hay veinte extranjeros, gritones, cantores, más camorreros en apariencia que en realidad y sin más armas que los puños. Son los colonos que han venido a trabajar los campos de «La Colmena», italianos en su mayor parte, buena gente, pero tosca y brutal; de borrachera de puro vino, más risueña que provocadora, pero tan bulliciosa que a veces sobreexcita los nervios y degenera en pugilato.

Y tiene entonces que intervenir don Samuel; le gusta poco, porque desconoce el modo de resistir de esa gente; es el mismo del gaucho. Este saca el cuchillo y es bravo, pero los sables de los milicos hacen desigual la lucha para él, y una vez desarmado, ya no es hombre; mientras que con esos gringos, cuando hay que dominarlos por la fuerza, es todo un trabajo.

-¡Metamelo en el vagón! -gritó al sargento don Samuel, al ver que el chacarero Juan Linarotti, un piamontés grandote, a pesar de repetidas reprensiones, seguía amenazando a otro con romperle una botella en la cabeza.

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-Sí, vení nu más -dijo Linarotti, blandiendo la botella; esperó que se acercara el sargento y se la tiró; pero el otro, vivo como gato montés, le tenía clavada la vista y, más ligero que el proyectil, se agachó; la botella se fue a estrellar en la pared, por suerte sin herir a nadie; el sargento se abalanzó, y ayudado por dos milicos que agarraban al piamontés uno por las piernas, otro por los brazos, lo volteó. Pero cuando se trató de alzarlo al vagón que servía de cárcel provisional fue una lluvia de patadas y de puñetazos homérica. Asimismo, no soltaron la presa los criollos y lo izaron a duras penas hasta la puerta; pero allí el hombre se agarró de los parantes con las dos manos, y apuntalándose con las piernas, presentó a sus contrarios una resistencia tal, que sin la ayuda de media docena de los presentes, ansiosos de evitar al pobre colono la paliza por desacato, que ya en los ojos del comisario se veía muy cercana, no la habrían podido vencer.

No hay que hacer; de semejante lucha se puede inferir que si los numerosos hijos de este piamontés guapo no se dedican como él por demás a la bebida, serán aún más guapos y harán honor a la patria donde han nacido.

Por lo demás, parece que se desarrollan con rabia, sobre este suelo virgen de la Argentina, en los hijos de extranjeros, todas las aptitudes naturales, buenas y malas, de sus padres, agregándoseles siempre cierta tendencia a hacerlas prácticas para la solución del problema de vivir lo mejor posible con el mínimo esfuerzo. Cada cual se americaniza a su modo, pero todos se americanizan.

Bien lo sabe don Samuel Álvarez, y que también, según el bicho, tiene que ser el modo de lidiar. Las mentiras descaradas del napolitano, las presuntuosas torpezas del gallego, las vivezas del andaluz, las paradas del francés, las brutalidades gritonas del piamontés y las calladas del inglés, se acriollan al roce de los argentinos, y se modifican de diferentes suertes hasta dar a cada delito su hechura peculiar.

Por esto, según el santo la veía: panza, a la rija, si es criollo, aunque a obscuras y discreta siempre; pero más discreta   -114-   aún si es algún extranjero, porque se le podría ocurrir quejarse y meter una bulla internacional por cuatro moquetones: multa, si hace cuenta, es decir, si es de fácil cobro y que se olviden de recoger el recibo; algunos días de trabajo en las calles, más humillante que cansador, para los pobres de solemnidad que no pueden pagar.

Si, por otro lado, ya pocos gauchos tiene el comisario entre su clientela, no por esto faltan los cuatreros; pues los colonos no tienen hacienda, pero les gusta comer carne; y en las estancias linderas abunda: ¡irresistible tentación! Tampoco pierden ocasión de robarse entre sí caballos, gallinas u otras cosas, y son pleitos eternos entre vecinos, con griterías de mujeres, llanto de niños y juramentos viriles. El comisario ya los va conociendo y los trata con cachazuda filosofía, estudiando y comparando sus diferentes modos de hacer, para su instrucción y regocijo.

El gaucho arrea o enlaza un animal a campo y se lo lleva o lo carnea; ellos no son capaces de hacerlo así y tienen que acudir a medios de más fácil ejecución; como aquel catalán a quien, de lástima de verlo tan desprovisto de animales para arar, había prestado, una vez, tres yeguas mansas el mismo comisario.

Al año, le avisa muy fresco el catalán que una se le perdió; como si Álvarez se hubiera podido descuidar al punto de no saber en qué fecha se la había comido.

-Sí, señor; comido, ¡como indio!

Y lo más lindo es que marcó con su marca los dos potrillos de las otras dos.

-Así, señor; y con toda desfachatez.

Pero, ¿qué va a hacer el comisario?, ¿meterle pleito?, ¿para qué?, si es hombre pobre, cargado de familia. Déjelo, hombre, que se coma las otras dos.

Pero, con todo, se vuelven muy diablos en América esos gringos.



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Las embrollas de gusanillo

El pueblito «Los Médanos» adelantaba con rapidez. Las chacras y las quintas que lo rodeaban se habían vendido todas y poblado, en seguida, de gente pacífica, honesta y trabajadora. Las estancias, de áreas moderadas, pertenecían todas a gente progresista, y, con tantos elementos juntos, no era extraño que el pueblo marchara, viento en popa.

Y así era, cuando, atraído por esa misma prosperidad, vino a dar con él, después de haber vagado por muchos otros, sin cuajar en ninguno, el procurador Gusanillo.

Se instaló, muy poco tiempo después de haberse creado el juzgado de paz de la localidad. Hasta entonces, no había habido, en dicho juzgado, más que cuestiones insignificantes, entre peones o gente pobre, cuestiones todas que en un momento se arreglaban por la patriarcal buena voluntad del juez y de los mismos interesados. Por esto, cuando abrió Gusanillo lo que, pomposamente, llamó su estudio, todos decían y creían que pronto se iba a tener que ir, por falta de trabajo.

¡Ingenuidad de gente honrada! El procurador hábil siembra los asuntos donde no los hay: los cuida, los ayuda a crecer, a florecer y a dar su fruta venenosa de pleitos y de ruinas. Donde hay intereses, hay terreno para obrar y los pretextos nunca faltan al que los sabe hacer brotar de cualquier nimiedad.

Doña Simeona, una pobre viuda que vivía en su quintita, pagaba pensión a un chacarero para que le tuviera en la alfalfa cuatro lecheras, durante el invierno. Las lecheras de doña Simeona eran vacas mansas, pero criollas hasta más no poder, y por treinta pesos con cría, se hubiesen podido encontrar iguales, en la vecindad, las que se hubiera querido.

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El carnicero también siempre tenía, en la misma chacra, algunas gordas, de las cuales mataba, cada día dos o tres para el consumo del pueblo. Un día, teniendo que ir a recibir animales que había comprado, encargó a su peón que fuera a carnear. El chacarero, por supuesto, ocupado en sus quehaceres, lo dejó, como siempre hacía, que llevara las vacas que quería, y, por error o de pillo, el otro zonzo se llevó y carneó una de las lecheras de la viuda, rezongando, todavía, que el patrón comprase vacas tan flacas.

Al conocer, el carnicero, la barbaridad cometida por su peón, se fue derechito a lo de doña Simeona y le ofreció pagarle la vaca; pero para ella, por supuesto, valía mucho más que para el carnicero:

-¡Miren!, ¡mi rosilla!

Y no se pudieron arreglar. La viuda conto el caso a medio mundo, ¿qué mejor tema de abundante conversación?, y poco tardó en ver llegar a su casa al señor Gusanillo. Este, fácilmente, la hizo comprender que era para ella una ocasión única de aumentar su hacienda. La aconsejó de dirigir su reclamo, no contra el carnicero, que era un criollo pobretón, muy vivo y muy metido en la política, sino contra el chacarero, un italiano bonachón, miedoso y rico.

La viuda no era mala mujer, pero, pobre como era, se relamió, al oír los consejos tentadores de Gusanillo. Le firmó un poder y se presentó el procurador al juzgado en son de guerra y con tanto cascabeleo, y metió tanta bulla, citó a tantos testigos, presentó tantos escritos, solicitó tantos oficios, pidió tantos embargos que, no por un rodeo de diez mil vacas, se hubiera movido tanto el abogado de más copete de la capital.

Duró seis meses la función, acabando todo por una transacción, por la cual recibió la viuda cuarenta y cinco pesos, después de haber perdido, mientras tanto, la parición y la leche de la vaca que, desde un principio, la ofrecía el carnicero. Éste y el chacarero habían perdido muchas horas en el juzgado, habían sufrido muchos dolores de cabeza y, para   -117-   lograr la paz y la tranquilidad, habían aflojado, además de los cuarenta y cinco pesos para la viuda, doscientos pesos de indemnización para Gusanillo, sin contar lo que, por su lado, habían tenido que gastar para defenderse.

¡Hombre vivo, el Gusanillo ese, y útil a la sociedad!

Disgustado con la forma que, por él, tomaba, en el juzgado, cualquier asunto, renunció el juez de paz, y consiguió Gusanillo que se nombrara en su reemplazo a un medio pariente, o cómplice de él, y desde ya se volvió un infierno el pueblito.

¡Con qué habilidad suscitaba cuestiones entre los habitantes más pacíficos! ¡Cómo las enredaba, y cuán enojosas las volvía!

-Señor, don Nicolás ha tratado a mi señora de ladrona; y vengo a saber lo que debo hacer.

No vaciló Gusanillo:

-Una demanda por calumnia, pidiendo daños y perjuicios.

El acusador era un fondero fundido, de turbia fama; el acusado, uno de los comerciantes más importantes de la localidad. Al ver, éste, una mañana, que le faltaban del patio dos pavos que estaba engordando para el día del santo de su señora, y al divisarlos en el patio del fondero, por la reja del portón, no pudo menos, en su ira, de dirigir a la mujer del fondero, que pasaba por la calle, estas palabras hirientes.

-Estos pavos me los han robado.

La mujer no dijo nada, pero, informado por ella, el marido dio el paso decisivo. Y fue otro pleito épico, con recusaciones y viajes a la ciudad, cabeza del distrito, sellos desparramados y plata tirada, y como no cediera don Nicolás y amenazaba el asunto de dar mala vuelta para su cliente, lo dio de repente por terminado Gusanillo, en seguida de haber podido conseguir de él, no se sabe cómo, un centenar de pesos.

Pero quedaba trazada la senda, abierto el camino: todo mal pagador acusaba de cualquier cosa al acreedor y llegaba de algún modo, por lo menos, a cancelar su cuenta.

El miedo a los tribunales, a su justicia dudosa y tardía, a los trámites que roen el tiempo y la paciencia, a los viajes   -118-   que cuestan un platal y obligan a dejar abandonados los intereses, y a las maniobras de los leguleyos que se lo comen vivo a uno, con plata, hacienda, campos y todo, hacía que, a pesar de lo inconsistente que fuera la base de una cuestión, cualquier transacción parecía ventajosa, y Gusanillo algo siempre sacaba.

Claro es que un potrillo marcado por error, o un toro de mala muerte hecho buey porque embroma la hacienda del vecino, o la reclamación, más o menos fundada, de un puestero en una cuenta del patrón, o mil otros casos por el estilo, no parecen, a primera vista, poder contener ni el embrión de un pleito, pero, de cualquier huevo, empollado por un ave negra, sale cada víbora que asusta.

Y hasta de fabricar los mismos huevos, en ciertas ocasiones, era capaz Gusanillo. Con hacer echar, de noche, en el corral de algún infeliz dos ovejas contraseñaladas, podía, el día siguiente, armar al pobre una de las buenas, y con testigos a sueldo y dos policianos ebrios, tenía para entablarle un pleito como para reventarlo.

¿Quién resiste a un embargo, tan fácil, a veces, de conseguir, y que, si se lleva a cabo de veras, lo puede arruinar sin remedio? La espada de la justicia, manejada por esas manos, es temible; ella suele dar palos de ciega, por la vincha que tiene en los ojos, pero los gusanillos tienen buena vista y, a sabiendas, pegan, y fuerte, y siempre del lado que les conviene.



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Abuelita

Desde que murió «el viejo», como, en su cariño más familiar que respetuoso, solían los hijos llamar al autor de sus días, la familia había pasado por momentos harto difíciles. El campo, comprado al Gobierno a plazos largos, no estaba pago todavía, sino en parte, y si cada año traía consigo su vencimiento inexorable, no siempre traía los medios de aguantar el golpe.

Mientras dura el jefe de la familia, la tarea es relativamente fácil: por tal que los muchachos obedezcan al padre y trabajen, todo va bien. La experiencia del viejo, los amigos que lo protegen, y, en un caso, lo ayudan; una firma en el Banco, una prórroga oportuna, un préstamo, aunque sea, suavizan el paso, y mal que mal, se llega a la orilla.

Una vez desaparecido él, cambia de tono la cosa; no hay quien mande y menos quien obedezca; cada uno tira por su lado; la madre gasta sin saber y deja gastar sin contar; los amigos tienen poca fe y no ayudan; los protectores, si no se retiran, hacen algo peor y buscan cómo apoderarse despacio del bien codiciado; las aves negras lo pastorean; los muchachos no las saben espantar, y, a veces, la misma madre las da de comer.

Pero, no todas son así, y doña Carmen Linares, sin ser más que una madre vigilante, supo resistir los ataques de todo género, con una habilidad tanto mayor, cuanto menos vistosa.

Era ella una perfecta china. El finado la conoció, cuando, joven, vino con una haciendita del padre, a ocupar, en la frontera, campos del Estado. Nació un hijo, nacieron varios; el campo, despoblado y sin dueño, fue comprado y se volvió estancia;   -120-   las haciendas se multiplicaron y, con los años, alcanzó a correr parejo su aumento con el de la familia.

Y presentó ésta la imagen acabada de la vida feliz del pastor, no ya nómada, sino arraigado en inmensa tierra propia, con sus numerosos rebaños y rodeos, libre de los mil afanes propios de las regiones de población tupida; de pocos recursos, es cierto, pero de tan pocas necesidades, que casi todas las llenan ampliamente los productos de la hacienda; vida de que sólo, en nuestros días, puede todavía y podrá, por muy poco tiempo más, gozar el pastor argentino, en la fértil llanura pampeana.

Pues, cuando murió don Lorenzo, los hijos -fuera de dos o tres ya mozos-, eran todavía niños, y doña Carmen, aunque prematuramente envejecida por su exuberante producción de vástagos, a pesar de su tipo pampa acentuado, muy bien hubiera podido, ayudada por el aliciente del extenso campo de su propiedad, encender los deseos y sobre todo la codicia de más de un desocupado.

Pero, por suerte, no fue así, y si, por descuido, prendió algún fuego, se apresuró en apagarlo, antes que se volviera quemazón.

Mamita, como la llamaban entonces, se contentó con ser sencillamente el centro de la familia, lo mismo que lo había sido el finado; y, si no podía prestar a los suyos los mismos servicios que él, su experiencia de mujer de campo le permitía guiar con acierto a su hijo mayor, capataz y mayordomo de la estancia, al cual escuchaban y obedecían los otros, sin rezongar, porque así lo mandaba Mamita. Los trabajos se hacían bien, y en su tiempo, pagándose como se podía, los vencimientos al Gobierno. A veces cuando no alcanzaban para ello los recursos, hubo grandes inquietudes; no faltaron usureros para tratar de aprovechar la bolada, tendiendo la soga salvadora, cuyo nudo corredizo ahorca al auxiliado; pero todo se pudo evitar, y llegó el momento en que, vencidos todos los obstáculos, pagado el campo, poblada la estancia con numerosas y buenas haciendas, se encontró Mamita, rodeada de   -121-   su gente, como general victorioso, por su Estado Mayor, después de larga batalla.

Pocos años después, una boquita sonrosada de criatura le cambió, balbuceando, el nombre de Mamita por el de Abuelita; y con el pasar de los años, sus hijos, desdeñosos, a pesar de su fortuna asentada ya en cimientos sólidos, y siempre creciente de ir a la ciudad, «al chiquero grande», como decían, comer carne cansada, cuando, en su casa, podían mascar a su gusto la carne firme y jugosa de la res de su marca, recién carneada, fueron formando, sin cesar, alrededor de ella, como una aureola de florecientes retoños.

Abuelita no dejaba de contemplar con cierto asombro, entre las muchas cabelleras lacias y renegridas que la rodeaban, algunas cabecitas blancas, coronadas de pelo rubio, que sonreían con sus ojos de cielo, a su cara cobriza y siempre seria de hija legítima de la Pampa ruda.



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El pan y la sal

La invasión del crepúsculo parecía ahuyentar de la superficie de la tierra todo lo que, momentos antes, resaltaba, tan netamente recortado. Los animales, aunque siguiesen paciendo donde los había dejado el último rayo del sol, aparentaban haberse alejado una legua: y para alcanzar a divisar, en el horizonte, un rancho, achicado de repente, como si se hubiera hundido, era preciso agacharse casi hasta el suelo, y abrir tamaños ojos.

Una tristeza infinita se extendía, con la noche, sobre la llanura; el mismo viento callaba, y todo, sepultándose en un silencio color de tinieblas, parecía borrarse paulatinamente de la vida.

Don Martín había rodeado su majada, desensillado su caballo, y lo había atado con maneador largo, para que pudiera comer algo, durante la noche. Su rancho, habitación provisoria de pastor errante y sin familia, era de adobe crudo, angosto y bajo, cubierto con algunas chapas de hierro de canaleta, y le servía de cocina, de comedor y de dormitorio. Entró en él, prendió un candil de sebo, y empezó a arreglar, en el medio de la pieza, el fuego para cocinar su pobre puchero de solitario y hacer hervir el agua del mate.

Como no encerraba nunca la majada, le faltaba hasta la provisión de leña de oveja, y tenía que hacer fuego con unas anchas bostas de vaca, bien secas, que juntaba en el campo, y de las cuales acababa de traer una gran bolsa llena. Prendido el fuego, colocó en él la olla, provista ya de los elementos del puchero, que debía constituir su frugal cena, se sentó en una cabeza de potro, cargó el pito, rascó el mate, lo llenó de yerba,   -123-   y esperó que cantase la pava. Un gran perro se estiró a su lado, mirando también la llama.

Así, solo, perdido en la Pampa, pasaba semanas enteras, sin ver alma viviente, meses sin saber nada del resto del mundo, y sin que supiera nada de él, nadie.

De repente, el perro levantó la cabeza, paró la oreja, salió del rancho y empezó a ladrar con fuerza. Don Martín se levantó, y, agachándose en el umbral de la puerta, trató de penetrar la obscuridad, densa ya, de la noche.

Un jinete se venía acercando.

Al cabo de un rato, cerca ya del palenque, se paró y pronunció la frase sacramental: «Ave María», a la cual contestó don Martín, sin vacilar:

-Sin pecado concebida. Bájese, si gusta -haciendo, al mismo tiempo, callar el perro.

El jinete se apeó; ató el caballo al palenque, y entró con don Martín en la pieza.

El hombre, un gaucho pobremente vestido, con la cabeza envuelta en un pañuelo de algodón, que, con el sombrero gacho, disimulaba parte de sus facciones, dejando sólo brillar dos ojos pequeños y centelleantes, tenía, en conjunto, cara tan poco simpática, que don Martín, al momento, se acordó que, en los días pasados, había vendido quinientos capones, y que se los habían pagado en la puerta del corral, con un dinero que, justamente, tenía en el tirador.

Pero fue sólo cosa de un rato. Don Martín concedió al forastero licencia para desensillar, pensando que al fin, con cuidarse un poco, un hombre vale otro hombre. También puede ser que se resistiera su mente generosa de montañés piríneo a discutir, siquiera, la religión innata de la hospitalidad.

Le alcanzó el mate, y siguiendo él los preparativos de la cena, se fue a un rincón de la habitación, a sacar del cajón, la sal, sagrados emblemas de la hospitalidad antigua.

En ese momento, sonó el estridente grito de la lechuza, al cual don Martín no hizo caso, mientras pasaba un relámpago   -124-   en los ojos del gaucho. Otro grito igual se hizo oír, un rato después, y éste se estremeció.

Don Martín, incauto ya, seguía su trabajo de huésped atento, y, en el momento en que se inclinaba para agregar, para el forastero, una presa a la olla, rápido, se levantó éste -el huésped infame-, y, de un bolazo en la cabeza, volteó al pobre vasco. Este pudo todavía, aunque aturdido por el golpe, desnudar la cuchilla y acometer a su vil agresor; pero se encontró frente a dos más, emponchados, de cara tiznada, quienes, después de corta lucha, dieron con él en el suelo, acribillado a tajos.

Revolvieron el cajón, el catre; desataron el tirador de la cintura del cadáver, y apoderándose de su contenido, se lo repartieron, entre risas. Entre risas, se comieron el puchero, y arrastrando el cuerpo de su víctima hasta el pozo, entre risas, lo tiraron en él, de cabeza. Y burlándose de los aullidos del perro, que acostumbrado a cazar los pequeños bichos del campo, nunca había visto fieras, y no se atrevía a acercarse, montaron a caballo; y, cortando a tientas, en la obscuridad, todo lo que, de la majada, podía caminar ligero, se internaron, arreando su botín, en los espesos y desiertos fachinales de la Pampa.

*
* *

A los cinco días, pasó por allí un vecino -vecino de a cuatro leguas-, y bajándose, entró a saludar a su amigo, don Martín. Pronto se dio cuenta de lo ocurrido; las pocas ovejas que quedaban, desparramadas; el caballo atado a soga, que no habían querido llevarse los malhechores, para no ser vendidos   -125-   por la marca, quizás, y muerto de sed y de hambre; el perro, vagando, aullando tristemente y resistiéndose a acudir a su llamada; el tirador vacío, en el suelo; el revoltijo de cosas en el rancho, y, por fin, una alpargata que, desprendida, había quedado en la orilla del pozo y le sirvió de indicio para adivinar que ahí era la tumba del pobre.

No extrañes hora, viajero, si alguna vez, a las horas del crepúsculo, al acercarte a un palenque para pedir hospitalidad, oyes a la mujer temblorosa insinuar al marido:

-¡Por Dios! Dile que no se puede, que no tenemos comodidades.



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Día de reunión

Don Manuel Fulánez, dueño de «La Colorada», no sabía ya qué hacer para desviar hacia su casa de negocio la corriente poderosa de clientes de la acreditada pulpería la «Nueva Esperanza».

En vano, para tratar de amansarlos, había usado de todas las armas conocidas del oficio: les había comprado los frutos a precios disparatados, ofreciéndoles, en cambio, el azúcar a diez centavos menos de lo que le costaba en plaza.

Todo lo que había conseguido era de haber dado libreta a los que rechazaba el competidor, una punta de atorrantes, metedores de clavos; y, triste, comparaba su palenque desierto con el de don Juan Antonio Martínez, cuyos doce postes, en hilera, bastaban apenas para la mancarronada.

Salió un rato al patio, dando vueltas, juntando con el mingo, las ocho bochas desparramadas; alzó una botella vacía, tirada por algún mamado; de un puntapié hizo rodar a la zanja una caja vacía de sardinas, resto del almuerzo de algún pasajero, y recostado en el alambrado, aspirando con fuerza el aire vivificante de la Pampa, para limpiar sus pulmones del polvo de los estantes, hediondo a tejido engomado y a aguardiente adulterado, cavilaba en los medios de domar la Fortuna.

Cayó, al rato, su vista en la cancha de carreras, dos líneas paralelas, trazadas con la pala, entre el pasto, a tres o cuatro metros de distancia una de otra, y casi tapadas ya, por falta de uso; y una luz genial alumbró los repliegues de su cerebro mercantil, momentáneamente obscurecidos por la mala suerte.

Quince días después, un domingo, por la mañana, cuando don Manuel abrió las puertas del negocio, vio, con una sonrisa de victoria, los caballos ensillados, atados, en número crecido,   -127-   a pesar de la hora temprana, no sólo en el palenque, sino también a lo largo del alambrado. Una tienda de campaña, formada de un pedazo de arpillera tendido en las varas empinadas de un carrito, indicaba que hasta pasteleras habían venido de lejos, prueba evidente de que sería todo un éxito la reunión.

Y por las puertas apenas abiertas del boliche, se precipitó la gente, pidiendo copas, y galleta, y tarros de café, y cigarros, y tabaco, y fósforos, y esto, y el otro, en medio de alegre algazara.

Don Manuel y sus dependientes se movían, activos, y despachaban, atentos a recibir los pesos al entregar lo pedido, pues en día de reunión no hay fiado.

Nunca, todavía, se había visto tanta gente junta en la casa; y se oía el choque seco de las bolas del billar, y el rodar de las bochas en la cancha, y después de cada partido, era, en el despacho, una invasión de jugadores que venían a hacer pagar a los vencidos los gastos de la guerra.

No había tiempo de cerrar el cajón; los centavos y los pesos iban cayendo, que era una bendición; y cuando vino la hora en que los estómagos empiezan a reclamar la protección de sus amos, bajaron de los estantes las cajas de sardinas, de calamares en su tinta, de pimientos morrones, y otros productos europeos, conservados en latas para la exportación, mientras que, en papeles de estraza, se pesaban pasas de higo y pasas de uva, almendras y nueces, tajadas de queso, de dulce y de salame, a montones. Los dependientes corrían de la pipa del carlón a la cuarterola del vino seco, y de la damajuana de la caña al barril del coñac, sin tener tiempo siquiera para lavar los vasos.

La alegría iba subiendo de tono; las conversaciones se hacían más bulliciosas; las ponderaciones al picazo o al zaino se exageraban, y ya, sólo a gritos, se podía imponer al prójimo la convicción de que ese o el otro iba a ganar.

A las dos en punto empezaron las partidas de la carrera principal, objeto y pretexto de la reunión; el mostrador quedó   -128-   desierto, y toda la gente se fue a juntar en la cancha: las apuestas se cruzaron, y hubo un momento largo de gran bullicio, de gritos, de llamadas; hasta que de repente, corrió la voz: «¡Ya se vienen!» quedando todo en un silencio ansioso, por un instante, durante el cual no se oyó más que el estrépito de la carrera, seguido pronto de los gritos desaforados que siempre acompañan la llegada a la raya.

Los rayeros eran gente formal; no hubo discusiones; entregaron el dinero al dueño de la carrera, y la gente, cada vez más excitada, volvió a la pulpería, a vaciar copas, a charlar, a discutir, fumando, riéndose, comiendo pasas y gastando la plata con liberalidad criolla.

Discretamente, se inició el partido de taba; y, poco a poco, empezó la vorágine del juego a poner en movimiento pesos y más pesos.

Se principia entre dos risas, por apostar cincuenta centavos al que tira o al que no, y se sigue, un poco más fuerte, cada vez, por amor propio, por despecho de haber perdido, por ganas de recuperar, por ambición de ganar más, y el cocinero, hombre vivo, con apariencia muy seria, sabe atizar el fuego:

-¿Vamos a ver, don Servando, qué hace? ¡Qué había sido miedoso!

Y el gaucho que tiene en mano la taba, en postura de tirar, la mira, callado, la hace dar vueltas al aire, tentadora; extiende el brazo, lo retrae, listo ya, pero sin apuro, esperando que don Servando se decida, y, por fin, lo envuelve a éste, con una mirada suave como terciopelo, fascinadora, y don Servando, tomando su resolución, como la toma el pájaro, al dejarse caer en las fauces de la serpiente:

-¡Cinco al que tira! -dijo. Y ganó.

Y jugó diez, y jugó veinte, y jugó cien, y perdió, y ganó, y sin saber lo que hacía, jugó lo que tenía, sin contar; se empeñó, pidió prestado al pulpero, le dio sus vaquitas en garantía; volvió a jugar, a ganar, a perder, tomó muchas copas, él, hombre sobrio, hombre de familia, blanqueando en canas, ordenado, que había formado su haber a fuerza de trabajo; y,   -129-   después de la taba, hasta altas horas de la noche, quedó, febriciente, ciego, parado cerca del billar, al lado del coimero, jugando locamente al choclón; hasta que abombado, cansado, ebrio, arruinado como por un temporal repentino, fue a desatar del palenque su caballo, y se retiró.

La vorágine sigue dando vuelta. Los pesos de don Servando ruedan en ella, trayendo otros, y otros, y de todos los bolsillos van saliendo, cada vez más apurados, cada vez en mayor número.

Pero el dinero sacado del tirador para el juego, no vuelve al tirador; cambia ligero de manos, y al pasar de una a otra, siempre algo se resbala de la punta del torbellón, para el cajón de don Manuel Fulánez y de su coimero; hasta que, vacíos todos los tiradores y lleno el cajón, se acabe la reunión.



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