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ArribaAbajoCapítulo VIII

El último romántico: Bécquer


Las escuelas literarias se distinguen por su temporalidad y sus caracteres. Todo movimiento estético de rasgos muy específicos tiene unos límites temporales dentro de los que nace, crece y muere o se trasforma. Sus modalidades distintivas cambian radicalmente, con absoluta abstracción de cuanto fue elemento típico y caracterizante de dicho credo literario, o evoluciona, que es lo más general, hacia otros estados de conciencia estética. Pero lo que no se puede evitar es que paralelamente a esa acción discontinua o trasformativa se desenvuelvan determinadas personalidades literarias, de fisonomía común respecto de la escuela desaparecida o variada. De fisonomía común en cuanto se refiere a lo medular y genuino de la doctrina, no en lo relativo a su exterioridad expresiva, que suele ser pura hojarasca retórica cuando no extravagante atavío o adorno. Los que ofrecen esta singularidad, no son retoños retrasados del frondoso árbol común del arte, sino verdaderas personalidades literarias, de caracteres propios y bien arraigados, que nada o poco deben a nadie, ya que obran bajo su íntimo y esencial modo de ser y no al dictado de un ajeno imperativo estético.

En este mismo periodo literario que venimos estudiando tenemos dos ejemplos de lo que decimos; Ventura de la Vega y Bretón de los Herreros. Fuertes personalidades, distanciadas del romanticismo por naturaleza y por los modos empleados en la elaboración estética. Lo ecléctico y templado del espíritu del uno, el ingenio chispeante y dicaz del otro, esa gracia nativa, ese optimista desenfado, que le rezuma el alma, como rezuma una vasija porosa cuando está llena de líquido, ¡qué lejos se encuentran de las exorbitancias, negrura y cargazón retórica de nuestros románticos!

Cuando nos enfrentamos con Bécquer, no como consecuencia del periodo literario que nos ocupa, sino por el recuerdo que motivó en nosotros la consanguinidad espiritual de este poeta con el romanticismo, tuvimos un momento de duda, de súbita indecisión. ¿Dejábamos al glorioso autor de las Rimas fuera de nuestro estudio, por haber aparecido sus versos en días muy lejanos del fenecido o decadente movimiento romántico? ¿Lo incluíriamos, por el contrario, en atención a su consubstancialidad con los rasgos hondos, soterrados, entrañables, como del hondón del alma, del romanticismo? Ceder a este juicioso requerimiento de la razón era contraer ya el compromiso de extender nuestro trabajo a otras figuras que por estar en circunstancias parecidas reclamarían también su inclusión en estas páginas. ¿No había habido en el teatro un neo-romanticismo -Echegaray- y no habían surgido con luz más o menos brillante, otros cultivadores del drama histórico, que echaban mano también de los mismos recursos y elementos, ya psicológicos, ora escénicos, de la escuela romántica? Pero por otra parte pensábamos que en estas nuevas actividades y realizaciones de nuestro genio creador, había ya elementos extraños al romanticismo, otra traza ideológica, bien de propensión filosofante, como en Florentino Sanz, el ingenioso autor de Don Francisco de Quevedo, obra en su tiempo por poco comprendida poco admirada, o de abierto sentido docente y moralizador, como en don Luis Eguilaz. Y si nos remontábamos a los días de Echegaray, advertíamos ya la exhumación, a destiempo, de un género dramático cuyos recursos intrínsecos habían dado de sí todo cuanto su elasticidad les permitía. Mas Bécquer era el romántico substancial por excelencia. El poeta romántico «de arriba a abajo», como ha dicho Ospina377; el que sin la faramalla retórica precedente, ni la necromanía, el pesimismo y la incredulidad que nutrieron las poesías de Zorrilla, Espronceda, Pastor Díaz, Santos Álvarez, Bermúdez de Castro, sobre todo don José, y otros de la misma hornada, más hondo, sutil e impresionante sentido romántico ha infundido a sus obras. Es decir, que lo que en sus predecesores era cosa quizá más postiza que verdadera, patética huella de la moda literaria imperante, más que compartido sentimiento y hermandad de sangre, en Adolfo Gustavo trascendía a puras esencias del corazón.

Imaginámonos el alma de nuestro poeta como primorosa alquitara en la que se hubiesen mezclado todos los jugos del sentimiento y de la mente. Cada rima será como una destilación del alambique. Y si tan hechizado recipiente contiene los mismos afectos e ideas que el estro de Byron, Heine, Shelley, Keast, Musset y Lamartine echó a volar, como a pájaros a los que se abre la puerta de su jaula y se enseñorean del éter, y se iluminan de resplandores de sol o de nácares de luna, ¿cómo dejar fuera de este estudio figura literaria de tal calidad, que tantos elementos y matices románticos podría proporcionarnos?

He aquí, pues, la razón que nos ha movido a traer a examen las poesías de Bécquer378.

No es fácil determinar exactamente la fecha en que se establecen en Sevilla los ascendientes de Bécquer. En las postrimerías del siglo XVI o en el primer cuarto del XVII, avecindóse en la bella ciudad del Guadalquivir la familia de Bécquer, oriunda de Flandes o de Alemania. Más de un testimonio acredita el linaje de los Bécquer, como por ejemplo, el haber desempeñado dos de ellos, que sepamos, el cargo de regidor, o lo que es lo mismo, de caballero veinticuatro, que así se llamaban entonces, en algunos pueblos de Andalucía, los regidores. Los padres del singularísimo poeta, don José Domínguez Insausti y Bécquer379 y doña Joaquina Bastida y Vargas no conocieron ya ni la abundancia, ni la alegría y bienestar del espíritu que nacen de una excelente posición social. El pincel de Bécquer padre, más modesto que genial, subvenía a las necesidades de la casa, que no debían de ser pocas, dados los hijos que en ella se reunían. Faltaban en aquel hogar, idealizado por el arte pictórico, la hartura, el optimismo y jocundidad, y no es extraño que en ambiente tan propicio a la melancolía, se desenvolviera más favorablemente la propensión huraña de Bécquer.

Cursó éste sus primeros estudios en el Colegio de San Antonio Abad y a los nueve años, ya muerto su padre, un pariente de la rama materna, don Juan de Vargas, le tomó a su cuidado, proporcionándole sustento, y educación en el Colegio de San Telmo -luego palacio de los duques de Mompensier- donde, de no haberse cerrado, hubiera seguido la carrera Náutica. Medio año hacía del óbito de su madre, desaparecida de este mundo, como el pintor Bécquer, en plena juventud. Bajo la protección de su madrina, doña Manuela Monahay, aprendió pintura en el taller de don Antonio Cabral y Bejarano. Ya veremos después cómo estos estudios tuvieron la culpa de que Bécquer abandonase, forzosamente, el empleo que un buen amigo le había deparado en la Dirección de Bienes Nacionales.

Inclinaciones naturales a la bella literatura, estimulada por la lectura de algunos clásicos y de afamados autores contemporáneos, le indujeron a trasladarse a Madrid, repitiéndose, pues, el caso de Zorrilla, García Gutiérrez, Alarcón y otros muchos ciudadanos de la república de las letras, desgajados del tronco familiar por el incentivo de la vida cortesana y de sus cenáculos literarios. Pero Madrid, a pesar de los dorados sueños del poeta, sólo le brindó privaciones, contrariedades y estrecheces. Tenía diecisiete o dieciocho años. Había arribado a la Corte, por consiguiente, en el 1854, al mismo tiempo casi del futuro autor de El Escándalo y La Pródiga, que, cediendo a idénticos impulsos de independencia, y a los deseos de conquistar prestamente fama literaria, encontrábase por entonces en Madrid, y hacía sus primeras armas en un periódico satírico, denominado El Látigo.

Siempre es difícil abrirse paso en una gran ciudad, cuya principal característica sea el no tener entrañas e importarle un comino de las tribulaciones de los demás. Pero más complicada e incluso pavorosa había de ser la vida cortesana para un carácter, como el de Bécquer, reconcentrado, tímido, propenso a la hurañía y el aislamiento. La vida es de los audaces, que, teniendo el espíritu cubierto de la piel del elefante, nada han de temer a las dentelladas de la ironía, del rencor, de la envidia o del menosprecio. Un alma como la de nuestro poeta, soñadora, ultrasensible, llena de ternura, no podía aguantar el forcejeo, la lucha desesperada con la vida, más hosca que cordial. Quiere decir todo esto, que el inspirado autor de las Rimas sufrió tremendos apuros, visiblemente manifestados en el miserable indumento y en la expresión del rostro, que denotaba, no sólo las íntimas tristezas del corazón dolorido, sino la vigilia y la sobriedad impuestas por la escasez de hoy y la probable carencia absoluta de mañana.

Terrible y penosa enfermedad empeoró, en grado sumo, la situación de Bécquer. En junio de 1858 cayó en cama, que le retuvo cerca de dos meses en desapoderada disputa con la muerte. Su hermano Valeriano, el pintor, que había venido a Madrid en 1855, y los fraternales amigos del poeta, Nombela, García Luna, Federico Alcega y Díaz Cendrera, no regateáronle ni sus auxilios pecuniarios, ni sus cuidados de enfermeros. Según refiere Nombela en sus Impresiones y recuerdos, en los momentos de febril delirio, desfogábase su fantasía con frondoso verbalismo, y cuantos proyectos literarios albergaba su mente, salían a relucir en aquellas horas de calenturienta inquietud.

Un modesto empleo de temporero, con el haber anual de tres mil reales, vino a remediar, en parte y transitoriamente, la triste situación de nuestro poeta380. Poco tiempo duró a Bécquer esta pequeña holgura económica. Instigada su imaginación por libros amenos y estimuladores de sus aficiones literarias, procuraba compaginar la austeridad y ramplonería de su ocupación oficinesca, con la recordación por medio del dibujo, de las escenas y personajes más famosos de Shakespeare. Pero no tardó mucho el jefe de la dependencia donde Bécquer prestaba sus servicios, en hacerle ver, en estilo breve y tajante, la incompatibilidad que había entre el balduque y el arte.

Gustavo Adolfo Bécquer

Gustavo Adolfo Bécquer

[Págs. 360-361]

He aquí cómo cuenta este desdichado episodio, un amigo inseparable del poeta:

«Tratóse de hacer un arreglo en la oficina, y el Director quiso por si mismo averiguar la idoneidad y el número de empleados, visitando para ello todos los departamentos.

»Gustavo, entre minuta y minuta que copiaba, o bien leía alguna escena de Shakespeare, o bien la dibujaba con la pluma, y en el momento en que el Director entró en su negociado, hallábase él entregado a sus lucubraciones. Como sus dibujos eran admirados, ya se habían hecho caso de atención para todos, que se disputaban el poseerlos, aguardando a que los concluyera, mientras seguían con la vista aquella mano segura y firme, que sabía con cuatro rasgos de pluma hacer figuras tan bien acabadas. El Director se unió al grupo, y, después de observar atentamente aquel tan raro expediente en una oficina de Bienes Nacionales, preguntó a Gustavo que seguía dibujando:

»-Y ¿qué es eso?

»Gustavo, sin volverse. y señalando sus muñecos, respondió:

»-¡Psch!... Esta es Ofelia que va deshojando su corona. Este tío es un sepulturero... Más allá...

»En esto observó Gustavo que todo el mundo se había puesto en pie y que el silencio era general. Volvió lentamente el rostro y...

»-¡Aquí tiene usted uno que sobra! -exclamó el Director.

»Efectivamente, Gustavo fue declarado cesante en el mismo día»381.

Cuentan también los biógrafos del malogrado vate, que nunca estuvo éste tan expansivo, jocundo y hablador como a raíz de su enfermedad. La muerte había perdido la partida, y es lógico que al verse Gustavo Adolfo reintegrado al mundo, que es atrayente y bello por turbia y transida de dolor que tengamos el alma, abriera cauce, con la palabra, a su desbordado corazón.

Atendiendo las juiciosas indicaciones del médico, y en la grata compañía de algún amigo, paseaba por las mañanas, bajo las sombras gustosas y apacibles del Retiro. Llegado el otoño, que con sus tristes crepúsculos tanto invita a meditar sobre el grave pensamiento de la muerte, nuestro sutil poeta prefería los paseos solitarios, llenos de penumbra y mortal sosiego, como la Montaña del Príncipe Pío. No tenía menos predilección por las callejuelas y encrucijadas de la Corte, donde una imaginativa como la suya, tan apegada a lo castizo y tradicional, había de encontrar, por fuerza, regalado y honesto gozo382.

En uno de estos peregrinajes por las calles de la justa, la Flor Alta, la Estrella y Callejón del Perro, tuvo Bécquer la suerte de descubrir a la mujer que, según Nombela, había de inspirarle todas sus rimas amatorias. Tratábase de una joven de diez y ocho años lo más, y que unía a su desusada hermosura, no se qué inefable expresión de espiritual hechizo. Julia se llamaba, como la gentil heroína de Byron. Su padre, don Joaquín Espín y Guillén, era profesor del Conservatorio. No faltaron a nuestro poeta ocasiones de entablar amistad con la bellísima muchacha, pero optó por rendirla oculto e íntimo homenaje, allá en las reconditeces de su alma. Prefería esta ideal camaradería en que por alto estilo de su numen y con el precedente sin par de la Beatriz del vate florentino, la humana Julia adoptaba a sus ojos -a los del espíritu naturalmente- la forma anhelada y suprema en que podía concretarse su ilusión.

La realidad tiene siempre un fondo sarcástico o de agria ironía, al menos. El caso de Bécquer es frecuentísimo en la literatura. Dante, Cervantes, Larra, Valera, fueron defraudados por el amor cuando el amor se unció al yugo del matrimonio. En el año 1861 se casó Gustavo Adolfo con una joven de Soria, llamada Casta383. ¿Qué unión podía ser ésta? Demos por inmejorables las aptitudes de aquella mujer para gobernar una casa. Todo podía haber sido: ahorrativa, ordenada, limpia, hacendosa, amante de sus hijos... Faltaríanle, sin embargo, esas centellicas de la mente que, prendiendo en el rico combustible ideal del alma del esposo, habríanle hartado de felicidad y de alegría... Porque Bécquer no era un poeta de dos caras, como tantos otros, que son ramplones y vulgares en su vida íntima, sin perjuicio de lucir las bizarrías de su inspiración y una originalidad de pensamiento nada común, cuando toman la lira en sus manos. Bécquer era el mismo siempre. En sus relaciones privadas, como en sus dulces coloquios con las musas, mostrábase en todo instante su sensibilidad, ultrafina y quintaesenciada. No falta algún crítico que atribuya la muerte de Gustavo Adolfo, a asco, a repugnancia de la vida. La generalidad de los mortales vamos ya prevenidos, si no contra los grandes acontecimientos adversos que nos depare el destino, respecto de los cuales es difícil estar preparados, contra la multitud de arañazos con que la sociedad atestigua la agudeza de sus tiñas. Pero Bécquer era demasiado sensible, y la propia bondad de sus sentimientos, la misma ternura en que se bañaba su alma, le había dejado inerme frente a la vida. Sólo un temor o desconfianza, más instintiva y ciega que racional, le apartaba un poco de la impetuosa corriente humana.

Que no debió ver ni colmadas, ni cumplidas siquiera, en Casta, sus ilusiones, parece declararlo el infranqueable secreto de que rodea su vida familiar. En ningún momento de expansión, a que tan aficionado era su espíritu soñador cuando se hallaba entre personas de su particular afecto, alude a las intimidades de su casa. Procura, por el contrario, sustraer de la conversación con compañeros y amigos, cualquier terna privado, íntimo, hogareño. Si hubo disconformidad entre ambos fue en el ápice de sus almas, por lo desemejantes, y como cosa substancial de ellas, de la misma raíz de cada una, allí quedó oculta y sellada. Bécquer era un hombre bueno, pulcro y honrado. No iba a pregonar, con liviana charlatanería, impropia de su carácter receloso, males que ya no tenían remedio.

Hay, sin embargo, entre sus rimas, una dedicada a Casta, a quien prodiga estos gentiles requiebros:


Tu aliento es el aliento de las flores;
Tu voz es de los cisnes la armonía;
Es tu mirada el esplendor del día,
Y el color de la rosa es tu color.



Casta, según los íntimos de Bécquer384, era una mujer vulgar, sin ningún rasgo saliente que sirviera a nuestro poeta de apoyo para espiritualizarla, Pero sabido es que Bécquer no necesitaba de grandes estímulos para idealizar, incluso, las cosas más prosaicas de la vida. Como los rayos del sol que hacen de la arena del desierto polvillo de oro o de un charco, descomunal brillante, así el autor de las Rimas envolvía en la luminosidad de su espíritu a personas y hechos, trocando su rudeza o tosquedad en primorosa hermosura.

Los últimos años de Bécquer fueron de menos penuria. Alvareda le había llevado a la redacción de El Contemporáneo, en cuyas páginas aparecieron las Cartas desde mi celda (1864), escritas en el monasterio de Veruela; González Bravo le nombró Fiscal de novelas, y Gasset, director de La Ilustración de Madrid. Pero el destino le tenía contados los días y poco tiempo pudo disfrutar de esta mediana holgura. Su muerte, ocurrida en 1870, sólo fue notada por los amigos del poeta. Los periódicos La Época, Gil Blas, La Opinión Nacional, La Ilustración española y americana, apenas si le dedican unos renglones385. No ha sido tan tacaña con él la posteridad. El tiempo, dirimente de los grandes valores literarios, ha ceñido, a la frente de nuestro poeta, la corona de la inmortalidad.

Si la vida y el carácter de un hombre tanto influyen en sus actividades, ya sean de rasgo estético, ya sólamente humanas o sociales, cuanto acabamos de decir de Bécquer habrá dejado en sus versos honda huella, algo así como la etérea pisada de su espíritu y de sus quebrantos. En él todo es verdad. Los sentimientos son brasas de una lumbre que está en el corazón perennemente encendida. Las ideas no han sido tomadas de aquí ni de allá, o impuestas por la tiranía del gusto, de las escuelas literarias. Se han formado en la mente del poeta al restregarse los sentidos con las cosas o como consecuencia de una fricción del espíritu con sus percepciones interiores. Las modas son incendios pasajeros, súbitos, que nos abrasan más o menos el alma, pero que no están dentro de nosotros. Su resplandor nos deslumbra; el calor que despiden nos enardece. Sin embargo, en cuanto las llamas de fuera se apagan, quedamos sin relumbre en los ojos, ni calentura en el corazón. Todas las cosas tornan a sus proporciones ordinarias, a su fisonomía natural. Entre nosotros y el mundo se había interpuesto una como luz o atmósfera brillante, a través de la cual los objetos, las ideas, los afectos tomaban dimensiones y colorido desacostumbrados. Pero si la hoguera está en el meollo o penetral del alma, inundándolo todo de su resplandecencia e infundiendo su propio calor a las cosas que nos rodean, ya no habrá que temer por la verdad y duración de los sentimientos y las ideas así nacidos. En todas nuestras actividades irá impreso el sello de nuestra auténtica personalidad. Nada habrá postizo, ni yuxtapuesto. Los sentimientos, que son los sentimientos propios, y las ideas, que también son nuestras propias ideas, estarán bien a la vista, como lo están todas las cosas verdaderas, naturales, espontáneas, sin la sombra de ficción o falsedad. Cuanto decimos lo sentimos, porque nuestros pensamientos y afectos son una prolongación de nuestro ser. No exportamos lo que hemos importado previamente, como hacen esos países pobres en materias primas y ricos en manufacturas. No devolvemos, como un espejo la imagen que tiene delante de su bruñida superficie, las impresiones recibidas. Cada palabra nuestra, cada acción nuestra es la resonancia de nuestra voz interior. Hemos ido elaborándolo todo con materiales propios, alzando el edificio de la obra estética de acuerdo con un plan personal, íntimo, inalienable. La frase, el verso, la pincelada, el acorde, son latidos del alma del artista, como el pulso es el latido del corazón. Los poetas románticos habían sabido apoderarse de ciertos conceptos y dolencias que formaban la atmósfera moral de su tiempo: el escepticismo, la impiedad, la misantropía, el tedio, la desesperación, el erotismo, en sus modalidades más agudas y estrepitosas; pero ellos, en el fondo, no eran escépticos, ni misántropos, ni iracundos, ni impíos; ni estaban hastiados de verdad, y desesperados; ni eran más ni menos sensuales que el resto de los hombres. Habían tenido la habilidad de apropiarse de estas faces, y cada cita aparecían con una de ellas, o con dos o tres, como Jano o Hécate, ante los ojos de los demás. Lloraban, pero por fuera. Hacían gestos y visajes; proferían dilacerantes gritos; blasfemaban como carreteros a quienes Dios hubiera dado por un momento el don de la dicción poética; agitaban la melena, como el león agita la suya cuando, en medio de la selva, va a lanzarse contra temible adversario. Todo era, sin embargo, representación, histrionismo puro. Desahogo calculado; irreprochable, si se quiere, simulación de sentimientos e ideas no compartidos entrañablemente. Ni Rousseau, ni Chateaubriand, ni Víctor Hugo -tan versátil en sus ideas políticas-, ni Zorrilla, ni el duque de Rivas -alegre siempre, cortesano, dicharachero y festivo, como cualquier prócer del Renacimiento-, sentían ni la mitad siquiera de cuantos afectos e ideas pusieron en circulación a lo largo de sus obras. Por eso hoy en que el decurso de los años los ha situado en una perspectiva histórica que nos permite identificarlos en la verdad o en la mentira de sus sentimientos, de sus inclinaciones y de su ideología, vemos cuánto había de imperativo de la moda, de fingimiento morboso, de espectacularidad, en sus actos y palabras. Si la vida va por un lacio y la índole de la obra literaria por otro, habrá que pensar por fuerza, que no nos comportamos con sinceridad. No podemos rasgarnos las vestiduras como elaboradores de un determinado psicologismo estético, si nuestras costumbres y rasgos más salientes están desmintiendo las afirmaciones de nuestra pluma. Por eso, si damos con un poeta en el que cada verso suyo sea como un pedazo de su corazón, y aliente en toda su obra su espíritu, de cambiantes tonalidades e irisaciones, nos sentiremos embargados por la más honda y dulce emoción. Verdad y poesía se ha dicho ya que son los dos hermosos pilares sobre los que descansa el arte.

Este es el caso de Bécquer. Un corazón del que en raudal, como fuente incontenible, manan los sentimientos; una emotividad exquisita, sutil, que circunda de lirismo todas las cosas, que las empapa, como la humedad de la atmósfera las hojas de los árboles y la hierba del suelo. Y como primoroso atavío de esta ternura o afectividad, y de este ardimiento lírico un lenguaje poético, sencillo, transparente, desnudo. Pocos poetas habrá que con menos recursos literarios dejen tan profunda huella en el ánimo del lector, como Gustavo Adolfo. Sin imágenes cegadoras, como Herrera; sin trasposiciones violentas, como Góngora: ni riqueza de léxico, como Enrique de Mesa; ni la música clara y sonorosa del consonante; ni la variedad métrica de Zorrilla o Espronceda, su forma literaria es como una túnica vaporosa, aérea, rompedora, de tan ahilada e inmaterial; que se ciñe al pensamiento, denotando su turgencia y morbidez, como la clámide griega el hechizo físico de Friné o de Aspasia. ¡Mérito insigne! Mientras otros vates se estrujaban el meollo para dar con nuevas formas expresivas, y enriquecían su vocabulario de voces poéticas y torturaban la mente con la búsqueda del consonante difícil, Gustavo Adolfo, en breves estrofas de rima asonantada, con un sobrio lenguaje tropológico y confiando todo el encanto de la composición a la delicadeza y hondura de los afectos, destilaba, gota a gota, su inefable lirismo. Huía intencionadamente de la hojarasca retórica, como huyen los espíritus contemplativos y reconcentrados, de la bambolla humana, y la persona elegante y señoril, de toda exageración indumentaria. La ternura de sus sentimientos, su lirismo ahilado y sutil, como soplo del alma, no admitía otro ropaje más que éste, lleno de blandura, tibio como la luz otoñal; en que la rima va como prendida con alfileres, y es eco o resonancia musical, en vez del agudo tableteo del consonante. Nunca se hermanaron más acabadamente el contenido y la forma. Vestid las mismas ideas y sentimientos de Bécquer de otro ropaje y veréis cómo desmerecen. Sería tanto como encerrar el champagne en una copa de grueso vidrio, cuando lo que está pidiendo es el fino cristal de baccarat. Un sentir hondo, íntimo, soterrado, que emerge de las entrañas del corazón en alumbramiento lírico inefable, no ha menester de más palabras que las precisas para exteriorizarse: ni de otras galas que las que suministre un gusto exquisito y refinadísimo. Todo el hechizo o seducción de las Rimas radica en la sobriedad de su atavío literario, en la desnudez de la dicción y en esa musicalidad de la rima imperfecta -ya dijo Lope que «la gracia de los asonantes es sonora y dulcísima»-, que más que música parece un barrunto de música. De este modo, la forma externa es como el agua limpia, que deja ver a su través la arenilla del cauce. Percibimos todo el calor del sentimiento y sus matices más recónditos, como notamos mejor el latido del corazón de una mujer, bajo un tul trasparente, que no bajo historiado corpiño de lana.

Hemos insistido, tozuda y machaconamente, sobre este extremo, porque constituye una modalidad típicamente becqueriana. Coged a un poeta romántico de 1835 y veréis cómo se le enreda la pluma en multitud de circunstancias más o menos coherentes entre sí y respecto del tema capital de la composición. Los adjetivos, las imágenes, las comparaciones, el hipérbaton, se irán acumulando procesionalmente a lo largo de las poesías. La rima, rotunda, sonora, llena de una musicalidad vigorosa, halagará el oído principalmente, como a los ojos los tonos y matices con que el poeta ha descompuesto la luz de su espíritu en torno de las ideas y de los afectos. De la lectura sacaremos la misma impresión que experimentamos en esas fiestas mundanas en las que la fastuosidad de los trajes, los fulgores de las joyas, la hermosura y distinción de las mujeres, la música de la orquesta, el rumor de las conversaciones y las lisonjas de los invitados, nos aturden y marean un poco, pero sin que todo esto traspase -valga la metáfora- las primeras capas del espíritu. Pero en cierto apartado paraje del jardín en donde se celebra la fiesta, hay una fuente que susurra con levedad, como si suspirase; y un vientecillo vagaroso que menea las hojas de los árboles, a través de las cuales se ve el cielo, hondo, misterioso, tachonado de luces. Frente al estrépito y la liviandad del mundo, el acento, casi mudo, pero íntimo, recóndito, entrañable, de las cosas. Siguiendo a la inversa nuestro razonamiento anterior ¿no veremos aquí, como diluida en todos estos elementos que, en su espléndida desnudez natural, rodean: el agua, el viento, las hojas, el cielo, el alma de Bécquer?

La radical transición de la forma barroca del romanticismo a esta desnudez y sobriedad becqueriana, desconcertó un poco a las gentes, acostumbradas a la pompa y opulencia del lenguaje poético. Se quiso buscar un antecedente literario a esta poesía de estilo tan rectilíneo y conciso, y se pensó en el lied, que con tanta fortuna cultivaran Heine y Goethe, sobre todo el primero, por su intención filosófica, trascendental, y el sabor irónico unas veces y sarcástico otras, que daba a sus desahogos líricos. Pero ¿por qué no atribuir el fenómeno literario, un poco inusitado, si se quiere, tras la superabundancia retórica de los poetas inmediatamente anteriores, a un imperativo de las mismas esencias líricas que empapaban el corazón y la mente de nuestro poeta? Así como las esculturas griegas repugnan toda vestidura o atavío, porque la armonía de sus líneas y contornos, y lo aéreo de la figura entera perderían su irresistible hechizo bajo cualquier clámide o peplo, por vaporosos que fueran, hay conceptos y sentimientos tan puros y adelgazados, de tan íntima y quebradiza forjadura, que sólo se hallan a gusto bajo formas etéreas. Cuando Bécquer nos dice lo que es la poesía386; cuando alude, en primorosas estrofas, al arpa olvidada «del salón en el ángulo oscuro», o canta «la pupila azul» de su amada ideal y porque ha visto a ésta, la ha visto y le ha mirado, exclama: «¡Hoy creo en Dios!», expresa estados de conciencia que se acomodan tan sólo a esta sobriedad verbal, y que confiados a otras maneras expresivas más dilatadas y copiosas, se desnaturalizarían por completo. Su alma estaba llena de concreciones, de síntesis líricas, de imágenes encendidas, brillantes, cegadoras, que se exteriorizaban en forma de verdaderos relámpagos. El secreto de su arte lírico estribaba en la exacta correspondencia entre la desnudez casi hierática del pensamiento y de los afectos y la parquedad horaciana del lenguaje. La levedad de las palabras, el colorido suave que las tiñe, la música de una rima que suena como pie sobre yerba, reducida, constreñida en su sonoridad por su hechura imperfecta y blanda, sin el eco un poco metálico, agudo, hiriente, del consonante, es el único ropaje que cuadra a todo sentimiento templado en el yunque de su propia verdad.

Hay poetas que tienen, dicho sea un poco hiperbólicamente para destacar mejor su mérito, la grandeza de las montañas, del mar, del espacio. Sus facultades creadoras suelen estar en perpetuo desequilibrio. Viven las unas a expensas de las otras. Cuando prepondera en ellos la imaginación, diríamos que sienten con ella. Si se distinguen por el poderío de su razón, que los eleva, sin el menor esfuerzo, a esferas trascendentales y metafísicas, les veremos imaginarlo y sentirlo todo a través del entendimiento. Si el discurso y la sensibilidad son más poderosos que la fantasía, no habrá grandes invenciones en sus obras, pero no faltará ni la proporción o armonía de las partes, ni la fuerza de las pasiones, que es como la resonancia vigorosa de todo contenido humano. A estos poetas se debe La leyenda de los siglos, el Fausto, Don Juan, Manfredo. Pero hay otros, cuya grandeza no puede medirse por su extensión, ni por su profundidad, sino por el sentimiento, que es cosa tan ultrafina e inaprehensible que se resiste a toda medida o ponderación. No se les ocurrirá ningún pensamiento sublime desde un punto de vista trascendental y filosófico. Ni acumularán en sus poemas los elementos de la creación, en la multitud y variedad de sus formas. Tampoco harán bailar una descomunal zarabanda a los seres reales, que están hechos de nuestra misma substancia y a los que pertenecen al mundo anchuroso, ilimitado, de la fantasía: hadas, gnomos, sílfides, brujas, peris, valkirias, ondinas, grifos y dragones. Les ha bastado mirarse el corazón: descubrir sus libras más íntimas, interpretar sus latidos y darles expresión en versos de prodigiosa sencillez. Sin rebuscamientos de palabras, ni lujo de imágenes, ni chaparrones de adjetivos, ni complicadas combinaciones métricas, sino con el lenguaje casto, desnudo, nítido, del sentimiento, confundiendo en un alarde maravilloso de consubstanciación el fondo y la forma; la idea, los afectos, de una parte, y el color y la música, de otra.

Estos poetas que nos muestran los recónditos senos de su alma; que prenden en cada verso un latido, una vibración interior; biógrafos maravillosos de quintaesencias; adorables pregoneros de cuanto hay de íntimo e inalienable en nuestro ser, no admiten comparación alguna con los demás, por grandes, ruidosos y espectaculares que sean. Todo cuanto digan, piensen, imaginen, sientan, como dicen, piensan, imaginan y sienten con el corazón, que es venero riquísimo de poesía, es lirismo puro, arrebato de las entrañas, luces de la mente encendidas en la brasa de nuestras pasiones. Y aun cuando no filosofen como Goethe, ni canten todo lo divino y lo humano, como Víctor Hugo, bastará que nos digan un día:


Los suspiros son aire, y van al aire.
Las lágrimas son agua, y van al mar.
Dime, mujer: cuando el amor se olvida,
¿Sabes tú adónde va?



o bien:



Al brillar un relámpago nacemos,
Y aún dura su fulgor cuando morimos:
¡Tan corto es el vivir!

La gloria y el amor tras que corremos
Sombras de un sueño son que perseguimos:
¡Despertar es morir!



para que nos estremezcamos por dentro, con calofrío del espíritu, y se apodere de todo nuestro ser una ansiedad acuciante, rígida como ahilado puñal; que nos espolea a cada paso, sin que nada llegue a saciarla del todo.


Primero es un albor trémulo y vago,
Raya de inquieta luz que corta el mar;
Luego chispea y crece y se dilata
En ardiente explosión de claridad.
La brilladora luz es la alegría;
La temerosa sombra es el pesar;
¡Ay!, en la oscura noche de mi alma,
¿Cuándo amanecerá?



El amor, la poesía, el dolor, la duda, una duda dulce y nostálgica, sin la mordedura de áspid que se descubre a través del escepticismo de Heine o de Leopardi, fueron los temas predilectos de Bécquer, ¡Claro! Los temas de todos los poetas líricos, porque el amor es la pasión que más hondamente nos devora, y la poesía, la meta ideal de nuestro pensamiento y de nuestro sentir, aunados, y el dolor, el tóxico más fuerte del alma, el más dañino, porque una vez que penetra en ella, rara vez lo elimina del todo, y la duda por lo que tiene de enervadora, respecto del anhelo de conquista y posesión de la verdad.

Pero no busquemos en la lira de Bécquer otras cuerdas que las enumeradas. Encastillado entre estos sutiles, pero poderosos baluartes, contra loa que se estrellaban las demás pasiones y disputas de los hombres, ni la patria, ni la libertad, ni las gloriosas figuras históricas que han cantado otros poetas, ni los monumentos artísticos, ni el paisaje en sí mismo o el espectáculo grandioso de la naturaleza, arrancaron una sola nota a su lira. La sencillez y hasta el candor, diríamos, de su alma, no se avenían con las complicaciones de los espíritus inquisitivos y filosóficos. La política le repugnaba y la nación atravesaba por un periodo de fermentación revolucionaria que por sus groseros caracteres, sin un atisbo siquiera de sana y alta doctrina, malamente podía despertar el entusiasmo de un poeta de tan aseñorado y casto numen.

Fue el amor, y el amor insatisfecho, desengañado, con las alas rotas, de tanto batirlas en el azul infinito de los sueños, su musa fecunda y desatada. Musa de carne y hueso, según algunos biógrafos y comentadores suyos, por otro nombre Julia Espín. A nuestro entender, musa ideal, vaporosa, etérea, sin encarnación humana, nacida de la mente del poeta y vestida por él de todas las galas de la belleza inmaterial y ultrasutil:


-Yo soy un sueño, un imposible
Vano fantasma de niebla y luz:
Soy incorpórea, soy intangible;
No puedo amarte. -¡Oh, ven; ven tú!



Las diversas alusiones femeninas de sus poesías amatorias, ya la niña que tiene los ojos verdes como el mar, y las náyades, y Minerva; ya la mujer cuya pupila azul recuerda por su claridad suave:


el trémulo fulgor de la mañana
que en el mar se refleja;



era aquella otra cuyas pupilas centellean, de rubias pestañas y de oro la ancha trenza; bien, por último, la de los rizos negros, que merced al más delicioso ardid de su amante, comprende que un poema cabe en un verso, vienen a probarnos, en la incoherencia de sus rasgos físicos respecto de una corporeidad determinada, que no fue absorbido nuestro vate por una mujer real, humana, con nombre y apellidos, como pretenden sus críticos y biógrafos. Es verdad que Dante cantó a Beatriz, Petrarca a Laura, Herrera a la condesa de Gelves, Miguel Ángel a Vitoria Colonna, y Taso a Leonor, y que todas ellas fueron mujeres de carne y hueso, idealizadas y sublimadas por el estro maravilloso de sus adoradores. Pero no es necesario que un alma de la estirpe soñadora de Bécquer, haya de tener, por fuerza, objeto sensible al que dirigirse. Quien en medio de la estrechez más angustiosa, quien llevando torcidos los tacones, deshilachada la corbata y raídas las mangas de la levita, sabe sustraerse al grosero dominio de las cosas exteriores y levantarle al corazón un pedestal para que no le lleguen las salpicaduras del mundo en que vivimos, puede también, sin el menor esfuerzo, forjarse un ideal femenino al que rendirle todo el ser o al que reprocharle su perfidia.

¿Puede sostenerse honradamente, con los admiradores de Bécquer387 que éste no tomó ni una tilde siquiera del autor del Intermezzo lírico y del Mar del Norte? ¿Debemos, por el contrario, inclinarnos del lado de los que creen388, que imitó a Heine, no sólo en la brevedad de las composiciones y lo nítido y cincelado del lenguaje, sino en la íntima estructura de sus poesías? Es innegable que Gustavo Adolfo conoció los lieder del gran poeta alemán389. Antes de 1860 a 1861, que es el tiempo en que compuso las Rimas, ya habían aparecido en las columnas del Museo Universal varias poesías de Heine390, traducidas primorosamente por don Eulogio Florentino Sanz391. Y hasta es posible que entre algunas de éstas y las rimas IV, XVI, XXIV y LIX pudiera determinarse cierta concomitancia formal, intrínseca y externa.

Para mí está fuera de toda duda -reitero- que Bécquer conocía las breves composiciones del poeta alemán, no sólo porque habían aparecido ya, como queda dicho, en el Museo Universal y La América, sino también porque recién llegado de Alemania, Augusto Ferrán, fundó en compañía de Julio Nombela, el periódico intitulado El Sábado392, en cuyas págs. dedicóse a divulgar la literatura alemana.

A Ferrán le había enviado su madre a Munich para aprender el alemán393. Durante su estancia en esta capital tuvo ocasión de conocer las letras germanas y por consiguiente a Heine, por el que sintió una grande predilección. De regreso a España, arribó a Madrid a principios de agosto de 1869394. Las Rimas, según he observado ya también, fueron escritas en su mayor parte en los años 1860 y 61, y publicadas en volumen por Rodríguez Correa, en 1870395.

Pero nada de cuanto queda dicho rebaja la gloria de nuestro poeta sevillano, como tampoco rebajó la de fray Luis de León el aire horaciano de su estilo. Además, si una crítica cominera llegase a señalar con todo lujo de pormenores, esa afinidad, más o menos vaga, entre las poesías de Heine y las de Bécquer, son tantas, en cambio, las desemejanzas que respecto de ambos cabría establecer, que siempre serán más los caracteres que los separan, que las particularidades que los unan o acerquen, al menos. El autor de Regreso y La nueva primavera era un escéptico, pero del peor escepticismo, del que se burla de las cosas en que no se cree. Hay incrédulos que tienen la elegancia espiritual de respetar las doctrinas que no comparten, y hay otros que sienten el prurito de mofarse de ellas. El sarcasmo, en un temperamento arrebatado, violento, irascible, puede ser una válvula de escape de su torrencial naturaleza, de su impetuosidad incontenible. Pero el sarcasmo en un hombre como Heine, profundamente reflexivo, inquiridor de las cosas, ávido de ellas, que obra al dictado de la razón, y de ningún modo bajo el imperio de las pasiones, es arma terrible, agudísima y mortal, esgrimida a sabiendas de todo el mal que puede hacerse con su filo y su punta. Heine que ha dicho de sí mismo, y por muy sabido debiéramos callarlo, que era un «ruiseñor alemán anidado en la peluca de Voltaire», tiñó las hermosas creaciones de su espíritu, de una melancolía desdeñosa, negadora de todo bien humano, como de quien vuelve de la vida sin altos anhelos ya que alcanzar, desasido de cuanto en torno suyo debiera atraerle y seducirle. Fue como esos arroyos que son claros y trasparentes en su origen, al nacer entre las rocas, pero que durante su curso arrastran el cieno del fondo y la tierra roja y movediza de sus márgenes, acabando por enturbiárseles el agua. Aquel riquísimo venero de poesía, de sensibilidad, de emoción, de ternura, que hay en el corazón de Heine, se ha ido manchando, a lo largo de la vida, de escepticismo, de impiedad, y cuando surge a la superficie, en la obra de arte, muestra su linfa corrompida y cenagosa.

¡Cuán diferente el alma de Gustavo Adolfo! Cierto que no es todo en ella albura de nieve y cristalina transparencia. El siglo XIX llevaba clavado en sus entrañas el escalpelo del racionalismo, que la anterior centuria había afilado con esmero y fruición. No podía Bécquer desentenderse fácilmente de esta influencia filosófica que, saliéndose del área de la especulación, fue invadiendo casi todas las esferas de la actividad social. Aquel inquirir elegíaco:


¿Vuelve el polvo al polvo?
¿Vuela el alma al cielo?
¿Todo es vil materia,
Podredumbre y cieno?



contestado por el propio poeta con un «¡No sé!»... más que una duda corroedora, que fuese minando su conciencia hasta destruirla, como la carcoma la madera, es un desfallecimiento de la voluntad, una renuncia del corazón, herido por el espectáculo de la soledad de los muertos, a buscar la luz resplandeciente de la verdad eterna. No es, pues, el escepticismo sistemático, ensoberbecido de su actitud negadora frente a los pavorosos interrogantes de la conciencia inquisitiva; ni mucho menos del que opta por formas de exteriorización, sarcásticas y chanceras, en vez de investirse de la severidad y adustez propias de todo tema trascendental.

Heine, a través de sus versos cincelados, primorosos, de una sensación fugitiva, huidiza, por lo alados y etéreos, muestra entre brumas y cendales seductores, su alma incrédula. Se ríe del dolor; se encara chistosamente contra todos los valores y fueros de la conciencia; exprime entre los dedos las cosas, hasta sacarles el jugo ácido que contienen o asciende en el éter, no para traernos en las manos un haz de rayos luminosos y mostrárnoslos como símbolo de la verdad trascendente, sino para hacernos ver su engañosa materialidad.

Ahondar en el corazón de Bécquer, alzarle el velo a sus reconditeces y hallaréis siempre la huella honda y reciente del dolor; de un dolor más afectivo que filosófico, conforme a su verdadera naturaleza; que se traduce en explosiones dilacerantes, alguna vez desdeñosas, como si se pretendiera bajo este atavío sentimental, pasar por más fuerte que el dolor; pero sin que en ningún caso aparezca el veneno corrosivo, disimulado o no, como elemento destructor de toda ilusión. Sus protestas, sus confesiones, sus desesperanzas, están saturadas de amargura. Sin embargo, no tienen el amargor de la hiel; no dejan seco y áspero el paladar, como una pócima astringente y cáustica. Hay tanta ternura y emoción en sus versos, que pronto encuentran su resonancia en nosotros, como una hermandad de sentimientos, de infortunios, de penas -¿quién no ha sentido en sus entrañas el aguijón del dolor, cualquiera que sea su causa?- que funde el destino del poeta y el nuestro en uno solo. Leed, en cambio, a Heine. Sus chanzas y sarcasmos, entreverados en sus quejas; su desdén y escepticismo respirando fortaleza de ánimo; su desengañadora actitud respecto de todo cuanto le rodea; ese hábil zafarse a la emoción verdadera para mostrársenos de retorno de todos las cosas, más fuertes que ellas, superiores a ellas, no invita ciertamente a la fusión de sentimientos, a la íntima complicidad de las almas en la realización o frustración de sus vehemencias, sino que nos coloca, más bien, en gustosa expectativa, en contemplación, desde fuera, del dolor ajeno.

Por otra parte, Heine, fue más hondo, más extenso, más variado. Su talento poético, mucho más ambicioso que el de Bécquer y mejor templado en el yunque de la cultura, va de un tema en otro, desde los más ricos en substancia moral, hasta los burlescos y cómicos. En una palabra; Heine, a pesar de la ternura y la delicadeza de sus sentimientos, sobre todo en sus composiciones breves, es el poeta varonil, que descubre en el fondo de sus versos la entereza agreste y batalladora de la raza germánica. Bécquer es más suave que viril, más dulce que imperioso. A través de su lirismo alienta el espíritu meridional, esa voluptuosidad de los afectos, esa mórbida blandura de nuestro pueblo.

La levedad, tanto intrínseca como externa, de tal género de poesía, en que cada composición es como una hoja arrancada al árbol frondoso del espíritu, produjo una verdadera revolución en nuestras letras. Al despilfarro lírico de los poetas románticos, a sus largas tiradas de versos, que denotaban una exuberancia interior difícil de domeñar y contener, sucedió este recogimiento íntimo, tan lleno de afectividad y de ternura, y un poco desaliñado en su atavío expresivo. Desaliño seductor, de una grande eficiencia poética y por eso mismo disculpable, como ese deshabillé de algunas mujeres, que en vez de hacer desmerecer sus hechizos, más bien los subrayan.

Una pléyade de poetas, como moscas a la miel, no como abejas elaboradoras de tan rica substancia, acudieron en torno de este flamante patrón literario. Pero no era cosa fácil, cortar por él las nuevas poesías. Toda composición breve, de no caer en una ñoña insubstancialidad, requiere un pensamiento hondo, trascendente, como un fulgor súbito del espíritu, o una llamarada del corazón que inflame nuestra sensibilidad, que nos haga arder en el mismo sentimiento, como si nuestra alma fuera una prolongación del alma del poeta. Tal empeño no está al alcance de todo el mundo. De aquí que un lírico apasionado y vibrante -Núñez de Arce- se revolviera, malhumorado y burlón, contra los imitadores de Bécquer y de Heine, y rotulase con el despectivo título de «suspirillos germánicos y vuelos de gallina» las insulsas creaciones de tales poetas396.

Las poesías de Bécquer son inimitables, porque todo lo que es muy personal y subjetivo está fuera del alma de los demás. Como no hay dos caras iguales, menos puede haber dos almas iguales, pues si en un semblante, que es cosa circunscrita a determinadas medidas y rasgos, cabe tanta variedad en el color del pelo, o en la hechura de la frente, de la nariz y de los ojos, o en el tamaño y conformación de la cabeza, ¿qué no ocurrirá respecto de nuestras potencias anímicas, que se salen de todo marco previsible? Así lo que es propio de un alma, no lo es de otra; y por mucho que nos empeñemos en dar por original lo que es un defectuoso calco, siempre se advertirá la procedencia y lo imperfecto de la imitación.

Para concluir, pues en la grata compañía de tan grande poeta lírico, nos hemos dilatado con exceso, resumiremos sus caracteres románticos más esenciales. Estos son: la fluidez con que le mana del corazón el sentimiento; la visión llena de tristeza, de una dulce melancolía otoñal, de cuantas cosas trae al área de sus creaciones poéticas; la mórbida turgencia sentimental de que se visten todos sus pensamientos, que parecen más elaborados en el pecho que en la cabeza, y la morosa complacencia con que hurga en su dolor para hacerlo más vivo y palpitante, y sobre todo, para que sea el obligado tema lírico de sus breves composiciones. Si de sus Rimas pasásemos al resto de sus obras -las Leyendas y Cartas desde mi celda- advertiríamos a lo largo de sus hermosas páginas, nuevos y salientes rasgos que coadyuvan a su filiación romántica. Vedle detenerse, bañado todo su espíritu de emoción inefable, en la contemplación de las ruinas, un poco desdibujadas entre las medias tintas del crepúsculo; del convento, como dormido en el regazo de su propio silencio; de las naves de los templos, cuyas frías losas sepulcrales reciben todos los días el beso tibio de la luz. Vedle también soñar despierto, cuando se traslada, ya mortalmente herido, desde Madrid al Monasterio de Veruela, «De cuando en cuando dejaba caer la cabeza sobre el pecho, rompía el hilo de las historias extraordinarias que iba fingiendo en la mente y entornaba los ojos»... 397. ¡Soñar, soñar siempre! Encaramarse en lo más alto del espíritu, como los pájaros en la eminencia de las rocas, en la cogolla de los árboles o en el cimborrio de los templos. Desprenderse de lo material y caedizo, de las formas groseras y viles en que la realidad suele hacerse tangible, para ganar más fácilmente la esfera ideal de los sueños. No sentir la carne; ahilarse y sutilizarse tanto, que el mundo en que vivimos nos parezca cosa extraña e inacomodable a nuestras percepciones interiores398.