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ArribaAbajoUna mirada sobre la «República» de las letras: notas sobre la novela española actual110

José Luis Fernández de la Torre


I.B. «Leopoldo Queipo». Melilla

Posiblemente tratar sobre la nueva novela española hoy es una experiencia de mirada en un espacio real pero que se quiere «imaginario» (imaginativo, pues la literatura -se dice- es imaginación, también otras cosas). Percibimos la imagen, mejor, lo icónico, por lo dicho, esto es, en un mundo de imágenes su realidad siempre se ordena en discurso, en lo enunciado, incluso cuando reconocemos la presencia de lo inefable.

Pero lo que la imagen proporciona es la verbalización cuasi infinita, la imagen sólo se ve por la lengua en que nos entendemos. De esto   —188→   se había ocupado ya la retórica clásica, los teóricos clásicos para formar la imaginación sostenían la necesidad de tapizar las cámaras de la memoria con imágenes mentales. De la lógica de la mirada a la lógica del sentido. R. Barthes (1986: 29-47) señala que un texto ancla la imagen, una imagen que revela el texto, y esta sacralización impone otra lógica, la del campo literario que, a su vez, impone los «intereses más desinteresados»: una obra literaria como un signo habitado.

Y el patriarca de Constantinopla, Nicéforo, en el seno de las disputas iconolátricas, escribía: «Si se suprime la imagen, no sólo desaparece con ella Cristo, sino el Universo entero» [cito por R. de la Flor (1995): 375]. Esto es, plantea el problema del focus imaginarius, el punto de fuga imaginario en el que la ciencia (o la explicación crítica) no puede establecerse, porque el conocimiento absoluto es una ilusión como el fin de la Historia.

¿Pero es posible hablar de un «campo literario», o de la Literatura como un campo autónomo, al margen de las demás realidades sociales? Ese campo es lo que algún ilustrado (Bayle, 1720: 812) llamó República de las letras, una noción que definía así:

La libertad es lo que reina en la República de las Letras. Esta República es un estado extremadamente libre. Sólo se reconoce el imperio de la verdad y de la razón; y bajo sus auspicios, se hace la guerra a quien sea. Los amigos tienen que estar en guardia contra sus amigos, los padres contra sus hijos, los suegros contra sus yernos: es como un mundo de hierro... Cada cual es a la vez soberano y justiciable de cada cual.


Además de la utilización de las nociones iluministas: libertad, verdad, razón, la contraposición monarquía/república, soberanía..., lo que caracteriza este ámbito es la guerra de todos contra todos, la cerrazón del campo sobre sí mismo. Pero esta evocación del ambiente o del espacio literario jamás ha servido de fundamento para un análisis riguroso del mundo literario ni para una explicación metódica de la producción y circulación de las obras. Pero, sobre todo, lo que esta noción no puede olvidar en el mundo moderno, hoy, es que en este mismo campo coinciden todos los rasgos definitorios del campo político y económico: relaciones de fuerza o poder, industria, capital, estrategias, intereses..., como se conoce bien al menos desde el Existencialismo. Esto es, cuando se rompe la vieja imagen del campo autónomo y aparte de la literatura o el arte en general al margen de las demás realidades, ya no vuelven a surgir más movimientos estéticos vanguardistas   —189→   como los que caracterizan el comienzo de este siglo. Sólo que estos fenómenos -importancia de la industria editorial, por ejemplo- adoptan una forma absolutamente específica. Lo que llamamos campo literario (Bourdieu (1995), por ejemplo, lo aplica al análisis de La educación sentimental111) no puede confundirse con una visión del «mundo del arte» porque aquél no es reductible a una población. Es decir, a una suma de agentes individuales o escritores vinculados por simples relaciones de interacción o de cooperación: lo que falta, entre otras cosas, en esta evocación de la noción de República de las Letras, meramente descriptiva y enumerativa (como la que se produce semanalmente en La papelera, la columna del apócrifo Juan Palomo de ABC Cultural), son las relaciones objetivas que constituyen la estructura de ese campo, aquéllas que orientan las luchas reales que tratan de conservar o transformar la estructura del campo.

Lo que estoy planteando es que lo que se llama Literatura Española actual va más allá de la pereza intelectual o el inmovilismo crítico y también de su contrario: la frivolidad en las valoraciones discrepantes o, sin más, la frivolidad de la simple ignorancia. No basta con desacreditar ese pretendido acercamiento crítico que supone el método generacional, para terminar aplicándolo más tarde pero sin el mínimo rigor. Es cierto que la dinámica generacional que nos puede interesar ahora: generación del 36 o de postguerra, del 50, del 60, del 70 o del 68, a veces, puede resultar útil para describir fenómenos culturales, pero también es cierto que la noción está desacreditada y no sin razón.

Es indudable, por ejemplo, que los acontecimientos políticos e ideológicos que se producen en Occidente son importantes: el denominado Mayo francés, la Primavera de Praga..., pero también, las revueltas (estudiantiles y raciales) de Estados Unidos. Estos fenómenos son analizados así por Buckley (1996: XI):

Occidente mismo estaba en plena y silenciosa transición, la transición hacia una nueva era posindustrial y por tanto posmoderna. Una transición que nos llegaba a nosotros a destiempo porque nosotros todavía no habíamos hecho nuestra transición, es decir, una transición hacia la democracia. Estábamos en el posfranquismo, pero Franco todavía no había muerto. Este desfase entre las dos transiciones -la que experimentaba Occidente y la que todavía no nos había llegado-, aquel óbito que todavía no se había [190] producido nos proporciona la clave misma de lo que ocurrió en España en aquellos años: la clave está en el «todavía», en una España que «todavía» no era democrática, que «todavía» no era europea... que «todavía» no lo era pero que «ya» lo era, porque «ya» ese pensamiento europeo había llegado a España, porque «ya» sus narradores manifestaban esa revolución radical, porque «ya» sus pensadores ponían el marxismo patas arriba (o al revés, «sobre sus pies», parodiando la frase del propio Marx). En el conflicto mismo entre ese «todavía» y ese «ya» hay que buscar la clave de nuestra propia transición.


Esto es, Buckley plantea como elemento definidor el ya, sí: pero todavía, no: el problema es que transición es también un sistema en sí mismo. Por tanto, la clave no puede estar en un «desliz», temporal e ideológico o político, en menor medida. Así, para evitar esta pereza, pereza intelectual hay quien habla de postmodernidad o postmodernismo en la novela de la Transición, aunque con rigor digamos que no existe una novela de la Transición, sino una novela en la Transición [así tituló, La novela en la transición, su trabajo el profesor Santos Alonso (1983), mientras que el profesor José Antonio Fortes (1987) prefiere Novelas para la transición política.] Precisamente, el postmodernismo se caracterizaría porque ha legitimado, en la novela, los discursos minoritarios o prohibidos (la novela erótica, la policiaca), pero que entran en crisis por la reiteración mecánica de procedimientos, la compartimentación estática del pensamiento, la indeterminación, la fragmentación, la combinación híbrida de elementos heterogéneos... (un buen ejemplo de la crisis: La mirada del otro, de Fernando G. Delgado). Las notas más definitorias serían éstas:

- La nostalgia o la memoria (Asesinato en el Comité Central, La rosa de Alejandría o El pianista, todas de Manuel Vázquez Montalbán; pero también La isla inaudita, de Eduardo Mendoza; o El invierno en Lisboa o Beltenebros, de Antonio Muñoz Molina).

- El desentendimiento extratextual o el desinterés por la motivación política (La paradoja del ave migratoria, de Luis Goytisolo, o las últimas obras de Javier Marías).

- Una nueva visión crítica del mundo o una defensa no de las utopías sino de la autonomía individual femenina (Luz de la memoria, de Lourdes Ortiz; El mismo mar de todos los veranos o Varada tras el último naufragio de Esther Tusquets; Crónica del desamor o La función delta, de Rosa Montero, además de obras de Marina Mayoral, Carme Riera, Cristina Fernández Cubas, etc.).

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- El derecho a la homosexualidad (En los reinos de Taifa, de Juan Goytisolo, o las novelas de Eduardo Mendicutti).

- Un marco ético o una defensa de la honestidad (Historia de un idiota contada por él mismo, de Félix de Azúa).

Gonzalo Navajas (1987) centra, así, su análisis en Retahílas, de Carmen Martín Gaite; Juan sin tierra, de Juan Goytisolo; En el estado, de Juan Benet; Extramuros, de Jesús Fernández Santos; La cólera de Aquiles, de Luis Goytisolo y La rosa de Alejandría, de Manuel Vázquez Montalbán. Por su parte, Walter (1994: 26) señala la dificultad del análisis para proporcionar «una clara visión del conjunto», especialmente, si se tiene en cuenta lo que llama «superávit caótico de publicaciones -aparecen unos 150 títulos de novela al año-» (19) y anota que 1975 anticipa la modernidad, que sólo define por el abandono del realismo y la «conquista de la topografía urbana», con las novelas publicadas ese año por Eduardo Mendoza, La verdad sobre el caso Savolta y Juan José Millás, Cerbero son las sombras. La primera utilizaba los registros literarios más populistas, desde el folletín a la novela policiaca, desde la crónica de sucesos a la novela rosa. La ironización de los recursos, la ubicación en un tiempo-espacio histórico(s) reconocible(s) aunque no cercano y su unidad, junto con una distribución comercial adecuada, posibilitaron su éxito. Sin embargo, la segunda pasó inadvertida prácticamente: ganó el Premio Sésamo, pero se publicó no en Seix Barral, como la anterior, sino en una editorial menor y su distribución fue inexistente hasta que, en 1989, la reedita Alfaguara. Se construye desde el yo y también con un modelo visible, Franz Kafka, pero esta otra carta al padre se españoliza, por decirlo así, y el largo monólogo del hijo, aunque remite a un pasado histórico concreto, la derrota en la Guerra Civil, construye su propia realidad desde la soledad y el abandono.

Si seguimos ceñidos a la prosa y a una fecha más o menos aceptable, 1975,112 o desde 1975 hasta hoy, tendríamos que señalar la convivencia,   —192→   la presencia viva y activa de tres grupos (también de los miembros supervivientes de la Generación del 27) [sigo muy libremente al profesor Sanz Villanueva (1992a: 3-16)]:

- En primer lugar, los escritores de la primera promoción de postguerra: Camilo José Cela, Miguel Delibes, Gonzalo Torrente Ballester... Todos ellos con una trayectoria personal perfilada y, en muchos casos, cerrada. También se ha producido la casi completa normalización en la recepción de los autores del exilio: Ramón J. Sender, Max Aub, Manuel Andújar, Francisco Ayala o Rosa Chacel.

- En segundo lugar, los llamados «niños de la guerra»: Rafael Sánchez Ferlosio, los hermanos Goytisolo (Juan y Luis), Juan García Hortelano, Juan Marsé... Desde la Transición política a la Democracia -con un hecho destacable: la desaparición de la censura que no supuso el súbito «florecimiento» o la expectativa de los sedicentes y magistrales manuscritos que dormían en los escritorios-, en la Democracia, digo, renuncian a los códigos de verismo, al realismo social o a la intencionalidad testimonial.

- Y en tercer lugar, los dos grupos más jóvenes. Por una parte, Manuel Vázquez Montalbán, Félix de Azúa, Eduardo Mendoza, Luis Mateo Díez, José María Merino, Juan Madrid, Juan José Millás..., que aparecen y se consolidan en estos años, que protagonizan el proceso modernizador de la narrativa que, paradójicamente, consiste -ante el doble fracaso del realismo social y el experimentalismo- en la recuperación del viejo arte de contar (incluso con la invención o adaptación de un discurso como la novela policiaca o el relato negro), en el que destacan, además de Manuel Vázquez Montalbán y Juan Madrid, citados, Andreu Martín, Jorge Martínez Reverte, Carlos Pérez Merinero, Julián Ibáñez...; la narrativa histórica (Cf. J. Romera Castillo et alii, eds. 1996), que se aleja del aquí y ahora español, posiblemente por el tributo al éxito comercial, en los años ochenta, de las traducciones de Robert Graves, televisión incluida, Margueritte Yourcenar, y sobre todo, Umberto Eco; o el relato metaliterario, es decir, novelas que hablan de literatura, de cultura, ficciones que cuentan el proceso y desarrollo de la propia ficción. Por otra parte, y en último lugar, bien avanzados los 80, o en algún caso ya en los 90, comienza a publicar un nuevo grupo: son los nacidos en los años 50, es decir, escritores postnovísimos en el sentido descriptivo del término: Jesús Ferrero, Javier García Sánchez, Luis Landero, Antonio Muñoz Molina, Julio Llamazares, Martín Casariego..., y entre las mujeres: Fanny Rubio, Almudena Grandes o Enriqueta Antolín.

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Estos últimos constituyen, en la terminología de Santos Sanz, los escritores nuevos de la literatura durante la Transición, lo que llama «generación del 68», caracterizada por la libertad y diversidad, escritores que comparten una educación sentimental, ética y literaria más o menos coincidente:

... no se sienten herederos de los sufrimientos ideológicos de sus padres (al contrario de lo que sucede en la generación del medio siglo). Su actitud política es de rechazo al Franquismo pero distinguen entre el compromiso cívico y la actitud literaria. Su primera madurez coincide con el auge de los postulados estructuralistas y con el prestigio de los teóricos franceses aglutinados en la revista Tel quel. Coincide, también, con el triunfo del llamado boom de las letras hispanoamericanas y es reconocible, sobre todo en una primera etapa de su producción, la huella muy señalada de Julio Cortázar. También en esa primera etapa -localizable a finales del decenio de los sesenta- muestran un interés preferente por la experimentación formal... La aparición pública de los escritores del 68 se produce en dos momentos distintos, pero no muy alejados. El primero hay que situarlo a finales de los años sesenta; el segundo, en los... alrededores de 1975. Aquél tiene marcado acento experimental; el segundo inicia el rescate de un gusto por contar... y una gran pluralidad de líneas narrativas.


(Sanz Villanueva, 1992b: 253 y 254)                


La nómina provisional está constituida por Mariano Antolín-Rato (1943), Juan Pedro Aparicio (1941), Félix de Azúa (1944), Juan Cruz (1952), Luis Mateo Díez (1942), José Antonio Gabriel y Galán (1940), José María Guelbenzu (1944), Manuel Longares (1943), Juan Madrid (1947), Javier Marías (1951), Jorge Martínez Reverte (1948), Marina Mayoral (1942), Eduardo Mendoza (1943), José María Merino (1940), Juan José Millás (1946), Vicente Molina Foix (1949), Lourdes Ortiz (1943), Álvaro Pombo (1939), Soledad Puértolas (1947), José María Vaz de Soto (1938), Manuel Vázquez Montalbán (1939). A ellos, y amparándonos en esa inevitable flexibilidad de la cronología [nacidos entre 1938 y 1952], se pueden añadir Raúl Guerra Garrido (1936), Ramón Hernández (1935) y Pedro Antonio Urbina (1935).113

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En definitiva, no me interesa tanto discutir la validez de la expresión generación del 68, que han cuestionado, entre otros, Miguel García Posada o Víctor Moreno (1994). El primero descalifica sin más cuando dice: «... eso de la Generación del 68 es un cuento para marcianos y profesores de literatura» [ABC, 14 de julio de 1990]. El segundo argumenta que no proporciona elementos para establecer la valoración política del antifranquismo de estos narradores y no precisa si se traduce en términos estéticos; que no define «primera madurez» ni «postulados estructuralistas» y el estructuralismo «no fue un compartimento estanco, uniforme y homogéneo»; que no aclara lo que entiende por «experimentación formal» ni si esa inclinación se da en todos estos escritores; que la «decisión» de publicar en el «unísono democrático» es una simple coincidencia y, por último, que la «diversidad», esto es, lo que los divide los une, carece de rigor conceptual (Moreno, 1994: 149-151).

Por eso, en algunas visiones de conjunto, Constantino Bértolo (1989: 29-60), se apuesta por la creencia en lo nuevo:

... exotismo en los escenarios [...]. Gusto por el intimismo [...] Estudio de una soledad que no se vive como problema, sino como atmósfera grata y adecuada para la lucidez [...]. Trabaja la alusión, la ambigüedad, el misterio vacuo [...]. La privacidad se vive como sabiduría, como único lugar posible frente a la crisis de cualquier otro tipo de valor [...]. Escriben novelas sin personajes, porque sólo existen narradores [...]. La trama, entendida como entramado, cuando no como tramoya, se privilegia [...] como un motor externo de la acción. [En otros casos, la trama] cumple el papel de aislamiento o extrañeza. Buscan un tipo de frase redonda, equilibrada y sin aristas, que se ajusta bien a un mundo plano, sin grietas, acogedor.


(Bértolo, 1989: 56-57)                


En definitiva, estos nuevos escritores son los pretendientes o novatos que han obtenido el reconocimiento y, por tanto, están comprometidos en las luchas de poder literarias o artísticas.

El problema es que el campo literario o la República de las letras tiene unos límites difusos, borrosos: desde luego posee un numerus clausus, pero no en tan alto grado de definición o codificación (como los que nos permiten participar en estas Jornadas a J. Romera Castillo o, en menor medida, a mí) como el universitario, sino que su codificación es débil. Una de sus características más significativas es la extrema permeabilidad de sus fronteras, es uno de esos lugares inciertos del espacio social que ofrecen puestos mal definidos: elásticos y poco exigentes, inciertos en el futuro y dispersos. En efecto, la profesión de   —195→   escritor o de artista es una de las menos codificadas que existen: posibilita, hoy, el acceso al periodismo remunerado, la televisión, la radio, el cine... o un puesto en las instituciones afines: la academia en sentido amplio. Por eso, también, las luchas por el monopolio de la definición de la illusio.

Producto de la propia estructura del campo, es decir, de las oposiciones sincrónicas entre las posiciones antagónicas del escritor: dominante/dominado, consagrado/novato, ortodoxo/hereje, viejo/joven, etc., los cambios que acontecen continuamente en el seno del campo de producción son, en gran medida, independientes de los cambios externos que pueden parecer determinándolos porque los acompañan cronológicamente.

Esto que señalamos es lo que explica la continuidad o la no ruptura cuando en 1975 muere Franco [el proceso político-ideológico de este hecho histórico está analizado, entre otros, por Sergio Vilar (1986 y 1988)]. Aunque también es cierto que son los nuevos nombres, es decir, los más jóvenes o no tanto, los que propugnan la iniciativa del cambio, los que no respetan La familia de Pascual Duarte o La colmena de Camilo José Cela, ni tampoco El Jarama de Rafael Sánchez Ferlosio; porque el núcleo está en Tiempo de silencio, de Luis Martín-Santos, que muere muy pronto, en el más que minoritario Juan Benet -en este sentido afortunadamente desaparecido-, en el Juan Goytisolo autodesterrado, y más tarde en Escuela de mandarines, de Miguel Espinosa, que también muere muy pronto. Posiblemente explicita mejor lo que quiero señalar esta cita de Miguel Sánchez-Ostiz (1989) cuando, recordando la educación sentimental de los jóvenes de provincias, recoge en su dietario Literatura, amigo Thompson que leer era entonces:

«Ulises y James Joyce en un desangelado cuartel de los alrededores de Valladolid, a lo largo de unas semanas del otoño de 1972. Un raro club de lectores, formado por gente que tenía más bien poco entusiasmo por aquello que nos había tocado vivir... El material del club de lectura: los primeros Camp de L'Arpa; la Reivindicación del conde don Julián, de Juan Goytisolo; Tiempo de silencio, de Luis Martín-Santos; el Ulises que todavía conservo zafiamente encuadernado; Octavio Paz en El laberinto de la soledad».


(Sánchez-Ostiz, 1989: 106, aunque también el cine, sobre todo, Visconti y la música clásica)                


Y si lo hacen, propugnar el cambio, es porque los recién llegados -los que carecen de capital específico u obra publicada- sólo existen en tanto que afirman su identidad y, por tanto, su diferencia. Esto es, hacerse un nombre es obtener el conocimiento y reconocimiento,   —196→   imponer unos modos de pensamiento y de expresión nuevos, rupturistas con los modos de pensamiento vigentes: de aquí, las anécdotas del rechazo de los viejos, de las declaraciones públicas rupturistas sobre la literatura anterior, y así, si Camilo José Cela muestra su desapego o desprecio por los nuevos, un nuevo, Julio Llamazares, replica con un descalificador artículo. O la diatriba de Francisco Umbral contra esos «150 novelistas de catequesis» pertenecientes, según él, a la nueva narrativa; también en este sentido su último arrebato llamado Diccionario de literatura. Y es que los viejos no pueden perdonar al mundo editorial ni a la crítica el olvido en que parecen haber caído, aunque estrictamente no es un olvido, continúan publicando, es una suplantación que algunos consideran intolerable.

La literatura se convierte en mercancía o juega en el mercado y el puesto del escritor, así como el de intelectual son instituciones de libertad que se construye, en principio, contra el mercado y las burocracias del Estado (la Academia, los Premios, etc.). Es una labor colectiva que conduce a la constitución de un campo de producción cultural que se pretende al margen de la economía y de la política. Pero todos sabemos que no es lo mismo publicar en Anagrama, Alfaguara, Lumen, Planeta, Plaza y Janés, Destino que en Pre-Textos o Lucina. Un crítico tan reputado como Rafael Conte en un Debate sobre literatura en el año 1993 que recogía la revista Ajoblanco (Conte, 1993: 37-47) decía:

La década de los 80 empieza muy mal. Yo fui uno de los culpables en poner de moda la expresión light. En el año 81 u 82, en aquella revistilla que se llamaba La Gaceta del Libro, se me ocurrió decir, ya en el colmo de la exasperación: Planeta publica lo seguro, Alfaguara lo duro, Plaza y Janés lo tonto, y Anagrama lo light...


[Una observación]: Darío Villanueva (1987) en un artículo de conjunto explica lo light o postmoderno como un fenómeno que afecta por igual a la narrativa francesa, italiana o española, de acuerdo con Umberto Eco en sus Postille a «Il nome della rosa», literalmente dice:

Para Eco, hay un momento en que la vanguardia -la modernidad- no puede ir más allá, «porque ya ha producido un metalenguaje que habla de sus imposibles textos (arte conceptual)», de forma que «la respuesta postmoderna a lo moderno consiste en reconocer que, puesto que el pasado no puede destruirse -su destrucción conduce al silencio-, lo que hay que hacer es volver a visitarlo; con ironía, sin ingenuidad»... Eco identifica lo posmoderno con la ironía y con lo ameno. Bien es cierto que circulan [197] interpretaciones del posmodernismo totalmente opuestas a la suya, coincidente en lo fundamental con la de teóricos norteamericanos como Leslie Fiedler o John Barth. Para este último, en concreto, el ideal de la novela posmoderna debería ser capaz de superar las contradicciones entre realismo e irrealismo, formalismo y contenidismo, literatura pura y literatura comprometida, narrativa de élite y narrativa de masas. Romper, en una palabra, las barreras entre arte y amenidad.


(Villanueva, 1987: 32-33)                


Y es que desde el punto de vista industrial supone una inversión más arriesgada apostar por Javier García Sánchez o Antonio Muñoz Molina, Fanny Rubio o Almudena Grandes que publicar a Cela o Delibes, Josefina Rodríguez Aldecoa o Carmen Martín Gaite que, a su vez, desplazaron a otros. Lo que algún crítico llamó la hora del lector es, sobre todo, la hora del comprador, la del consumo. Estamos en un juego de inversiones a plazos y desplazamientos, donde la orientación de algunas empresas hacia posiciones arriesgadas tiene que prescindir del beneficio económico a corto plazo y, así, Luis Landero recorre varias editoriales hasta que Lumen decide la publicación de Juegos de la edad tardía, porque una editorial tiene que realizar una acumulación inicial de capital simbólico (Bourdieu, 1995: 350 y 352). Y, a la vez, los nuevos escritores establecen solidaridades en su grupo o sus grupos, entre ellos, aunque sean muy diferentes por su procedencia y disposiciones, pero tienen intereses momentáneamente próximos.

Además, la agrupación de escritores y, accesoriamente, de textos que componen una revista literaria o un suplemento cultural de periódico tampoco son inocentes, todos están atravesados por estrategias sociales que contribuyen al cálculo económico, cínico o no, de un industrial que ha invertido no sólo en capital simbólico, sino también en un grupo y esta red de intereses así constituida presenta unos colaboradores más o menos regulares que determinan el prestigio literario, pero también político y sobre todo económico: no es sólo que se haya sustituido la novela por el comercio, esto es, por la producción de obras más o menos fáciles, es -sobre todo- que se ha entrado en el comercio del consumo en el que todo vale y en el que unos libros o escritores sustituyen a otros, incluso se escriben muchos libros de encargo, apresuradamente, pensando en las ventas; la propaganda o publicidad impone su dominio sobre la calidad, igual que sucede en la venta de cualquier otro producto. De aquí que para vender bien una novela, lo importante es aparecer en un programa popular de televisión. La aparición o no en esas revistas culturales [por ejemplo, Ínsula dedica cuatro monográficos a la novela: 464-465, «Diez años de novela en España (1976-1985), julio-agosto 1985; 512-513, «Novela y poesía   —198→   de dos mundos. La creación literaria en España e Hispanoamérica, hoy», agosto-septiembre 1989; 525, «Novela española 1989-1990», septiembre 1990 y 589-590, «El espejo fragmentado. Narrativa española al filo del milenio», enero-febrero 1996114] o suplementos culturales es siempre referente en las luchas de clasificación que se producen en todos los campos sociales: un acercamiento al mundo editorial de Madrid-Barcelona y de las revistas literarias en Ramón Acín (1990), que analiza también la proliferación de los servicios de publicaciones de las instituciones autonómicas que, sin duda, son otro fenómeno democrático. Para los entresijos de la «Organización de la cultura», puede verse José Carlos Mainer (1994: 134 y ss.). Y para los premios literarios véase, por ejemplo, Víctor Moreno (1994: 179-183).

Mas enunciar o denunciar los mecanismos literarios, los mecanismos constitutivos de los juegos sociales como los del arte, la literatura, la ciencia... los que más se envuelven en prestigios y misterios, las imposturas legítimas del mercado no bastan, porque siempre queda la illusio, la esperanza ilusoria de una garantía trascendente: la belleza, el goce y el placer de la ficción.

De esta manera, las múltiples respuestas que se han dado a la pregunta de la especificidad de lo literario o de la obra de arte en general y de la percepción propiamente estética que suscitan, suelen coincidir en destacar determinadas propiedades como la gratuidad, la falta de función o la importancia de la forma sobre la función, el desinterés, etc. La experiencia de la obra de arte como dotada de sentido y de valor es un efecto de la coincidencia entre el hábito culto y el campo artístico que se fundamentan mutuamente en una circularidad imprescindible: la obra de arte sólo existe como tal, esto es, como objeto simbólico dotado de sentido y de valor, si es aprehendida por espectadores-lectores dotados de la disposición y competencia estética que exige tácitamente: la mirada del esteta es lo que constituye la obra de arte como tal, pero con una condición: esa mirada es a su vez producto de   —199→   una larga historia colectiva, es decir, de la invención progresiva del experto o entendido, e individual, es decir, de una prolongada frecuentación de la obra de arte.

El juego construye la illusio, y nos llevaría a una serie de interrogantes: ¿Qué es lo que hace que una obra de arte sea una obra de arte y no un objeto o un simple utensilio? ¿Qué hace de la obra de arte un fetiche que puede ser expuesto en un museo? ¿El fetiche del nombre del maestro del que hablaba Walter Benjamin? Pero ¿quien crea al creador? Interrogantes que planteo o enumero y en los que no voy a entrar.

Sólo señalo que así como no existe la literatura pura, tampoco existe la lectura pura, que la lectura es también una institución social y, por supuesto, la mirada de la que hablaba al principio [L. Wittgenstein: «No interpreto, porque me siento cómodo en la imagen presente»]. Habrá que admitir que sólo el análisis histórico es lo que permite comprender las condiciones de la comprensión, esto es, la apropiación simbólica de un objeto simbólico que puede proporcionar el goce que llamamos estético. Pero esta lógica estética, la que cifra el sentido de todos, del mundo o de la nada, nos devuelve al comienzo: a la lógica de la mirada y a la lógica del sentido en eso que llamamos Novela Española Actual, también al destino de toda escritura en la República de las letras, es decir, el de tratar de imponerse sobre las otras escrituras, el de llegar a ejercer una cierta hegemonía social: entre leer la imagen y ver la palabra se mueve el campo del lector, en los signos traspuestos de ese horizonte de significación radicalmente histórica que es también la Literatura y así, en su inutilidad, mostrar fragilidad en su deseo.




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