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Apéndices

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Número 1

De la Arquitectura llamada Bizantina

     La religión católica, que en el asilo de las catacumbas y de las criptas conservó los restos de la pintura y escultura, y con el ardor de la fe hizo brotar de ellos gérmenes de vida y belleza nuevas, también salvó la arquitectura y la vivificó después; lo cual fue el más claro de cuántos testimonios han confirmado a través de los siglos que del altar nacen como de su mejor y primera fuente, toda civilización y todo Arte. Al sentarse Constantino en el trono de los Césares, tomó de la decadente y corrompida arquitectura romana lo que la verdad evangélica y la liturgia consentían; y si bien en algunos casos entró fuerte y sublime a echar los falsos dioses de sus templos y a santificar a éstos con la cruz, más frecuentemente escogió para casa del Señor las fábricas que la capital del mundo había destinado a la administración de justicia. La basílica romana, que asimismo servía de lonja de mercaderes, sencilla o poco menos que desnuda en su exterior, extendíase sobre una planta rectangular, ya prolongada, ya cuadrada, dividida en su longitud por dos hileras de columnas en tres galerías, de la cuales la central, más ancha y alta, remataba hacia oriente en un recinto semicircular, que sobresalía de aquel lado recto y donde el tribunal residía.

     Luego, pues, que la comunión cristiana estuvo públicamente organizada en sus tres clases de sacerdotes, fieles y catecúmenos, las basílicas fueron cobrando una disposición arreglada a las ceremonias de la religión, y de esa época, mediados del siglo IV, data la existencia verdadera del arte católico. Un pórtico llamado pronaos o narthex, y a menudo precedido del atrio que también iba rodeado de columnas a manera de claustro, recibía a los catecúmenos durante los divinos oficios: de allí una o más puertas daban entrada en la nave, lugar reservado a los fieles todos, que hecha en las laterales la separación de los dos sexos prescrita por las constituciones apostólicas, recogían la palabra de Dios pronunciada desde el ambón o púlpito; y en el recinto semicircular, que al oriente trazaba el santuario o ábside, el coro de los sacerdotes rodeaba el altar erigido en el centro.

     Ya los romanos habían en algunas de sus basílicas roto el plan del paralelógramo, pues sin duda para desembarazar el ábside y dejar espacio a los oficiales del tribunal, construyeron en el remate y junto al recinto semicircular dos cuerpos, que afuera resaltaban de las paredes de las naves, y dentro constituían otra nave transversal interpuesta entre ellas y el ábside. Los cristianos, aprovechando en tiempos posteriores esta disposición que venía a trazar un leve crucero, la desarrollaron en la forma mística que materializó en el edificio el sacrosanto Signo de la Redención humana. Dada la planta, las ruinas de las fábricas gentílicas aprestaron los materiales para erigir iglesias, y los troncos de columnas antiguas de mármoles los más preciados, ya mutilados, ya enteros, hubieron de sostener los degradados capiteles a que se las ajustó.

     Entre tanto Bizancio crecía y se había transformado en Constantinopla, y la nueva capital de Oriente también se decoraba con multiplicadas fábricas religiosas, en su mayor parte, sino todas, fiel copia de las basílicas romanas. Así destrozado por los Bárbaros el ya vacilante imperio de Occidente, la ciudad de Constantino vino a ser durante larga temporada el asilo del Arte. La codicia imperial hacinó en ella los fragmentos más celebrados que arrebataba a las provincias, y la muerta idolatría de todas las naciones más famosas hubo de entrar como tributaria y vil destrozo en la edificación de la casa de Jesucristo. Mas �cosa extraña! allí donde las obras maestras de la Grecia convidaban a una imitación, las reglas del arte profano y sus modelos sufrieron la infracción que había de sepultarlas en el olvido hasta que, perdido en tiempos todavía muy lejanos el espíritu de fe, fuese celebrado su pretendido hallazgo como un renacimiento. El genio oriental acabó de desarrollar la forma cristiana entre tan contrarios elementos; y amalgamándolos con las tradiciones romanas, bien como en un pueblo nuevo cuyo principal núcleo era el cristianismo, dio otro carácter al templo y completó las diferencias que de la gentilidad para siempre habían de separarlo.

     Si el panteón de Roma ostentaba la cúpula que coronaba su recinto circular o cilíndrico, el género bizantino enseñó por primera vez al mundo en Santa Sofía cómo se la podía lanzar al aire sobre cuatro arcadas gigantescas; que es decir, cómo era dable construir un cuerpo esférico sobre un plano cuadrado. El techo de ensambladura hizo lugar a la bóveda; galerías superiores formaron un segundo piso reservado a las mujeres; y al fin la cruz, antes apenas indicada por los calcídicos o cuerpos resaltados de junto al ábside, se dibujó clara, entera y limpia, y enviando desde un centro común coronado por la cúpula sus cuatro brazos iguales, engendró la denominación de griega con que en lo sucesivo habían de designarse las a ella parecidas.

     Mas no tan sólo en la planta y en las partes constitutivas espiraba el arte antiguo, sino que en oriente y occidente iban alterándose más y más las secundarias, y los detalles y los ornatos se apartaban de los órdenes establecidos. Los orientales rompieron el arquitrabe que unía las columnas; y conservando el trozo que a cada una correspondía, inventaron esa bella coronación que a manera de un segundo capitel colocó entre éste y el arco una grande imposta y favoreció a la ligereza. Sobre los fustes de pórfido, de verde antiguo, rojo y jaspe, el arte bizantino asentó capiteles cúbicos, casi tales como los debieron de dejar los artífices de la Grecia y Roma al desbastarlos; y una vez agradado de esta forma, no labró en ellos las entalladuras profundas y difíciles de la antigüedad, sino que sembró en sus cuatro caras follajes caprichosos, líneas entrecruzadas, una explanación en fin de los elementos que aquella había mostrado únicamente en sus bajo-relieves.

     De esta manera los mismos gérmenes que del Occidente había recibido en el siglo IV, se los devolvió en el VI ya desenvueltos, convertidos en modelo, y encerrando los principios de la idea a cuyo desarrollo pronto habían de lanzarse las naciones.

     Dos centros, pues, o mejor dos puntos de partida hay que señalar a la arquitectura cristiana o bizantina: Roma y Constantinopla. Mas si ésta transforma y funde los elementos que debió a aquella, al cabo viene a corromperse y desviarse cada día de la primitiva sencillez; y la otra, al recibirlos modificados, toma los que se adaptan al gusto, a la tradición y al rito, y los regulariza con la severidad grandiosa de sus lineamientos. Nunca se ven en esa la prodigalidad de cúpulas tan común a la segunda: las diferencias de entrambas liturgias griega y latina aumentan más y más las de entrambos estilos en lo general de las trazas; el romano vence, dura e influye en toda la cristiandad, y el bizantino se estanca o no trasciende sino a otra arquitectura, que en las naciones orientales celebra el culto prescrito por el falso profeta. No es empero nuestro ánimo seguir la marcha y las alteraciones de aquel género, que después había de llenar de asombro a los cruzados, y que indudablemente, hecha Constantinopla uno de los mayores depósitos del comercio levantino, se introdujo en parte en Venecia, como ya en Rávena en el siglo VI, y envió artífices a otros países. Sólo intentamos presentar reunidos en estos breves apuntes los caracteres que a entrambos centros debieron las fábricas sagradas, especialmente de Cataluña, los cuales en casi todas las gentes europeas señalaron un género que para manifestar su doble origen debiera apellidarse con el nombre de ROMANO-BIZANTINO.

     Convertidas por los bárbaros en reinos las que fueran provincias del Imperio, la religión de Jesucristo, que fue amansando su fiereza, les hizo volver los ojos a los edificios con que la mano del pueblo latino había querido perpetuar su dominación en la tierra. A medida que las hordas se civilizaban, copiaban con los despedazados escombros del Imperio aquella mezcla de los dos elementos de Roma y de Bizancio; y el genio del cristianismo, reuniendo las piedras desparcidas, y favoreciéndose del vigor de esas generaciones fuertes y sencillas, poco a poco fue abriendo una senda progresiva hasta revelar en otros siglos un nuevo arte. Godos, Lombardos, Francos y Germanos, todos copiaron las construcciones que en los países conquistados les eran motivos de asombro; e imprimiendo en sus obras el sello de su nacionalidad, de su clima, y aun de los recuerdos de las distintas regiones, los unos perseveraron fieles a la tradición romana, cuyos ejemplos herían su imaginación y sus ojos en las antiguas provincias, al paso que los otros en su suelo, apenas dominado por Roma, más adelante levantaron fábricas ya apartadas de aquella tradición y modificadas por su carácter y costumbres. Por esto también, bien que asimismo más tarde cuando las nacionalidades comenzaron a deslindarse, mientras esa arquitectura se apropiaba en la Lombardía la denominación de lombarda, en el norte de Francia carlovingia, teutónica en las riberas del Rhin, anglo-sajona en la Inglaterra, y en Normandía normanda; todo el medio día de la Francia la llamó con el nombre de romana o románica (374), como si quisiera denotar que allí había echado hondas raíces la civilización latina, y que así como el idioma era otro de los que conservaban el germen de la lengua madre, de la misma manera los templos, los foros, los circos, los anfiteatros y los palacios medio destrozados todavía suministraban materiales y modelos a sus nuevos edificios. Mas, fuerza es decirlo, aunque hayamos de anticiparnos al orden cronológico de los hechos: al genio virgen y robusto de las razas del norte les cupo la gloria de fecundar aquellos elementos; y cual si en su seno sintieran el impulso divino que las llamaba a dominar, a regenerar y a producir otra faz en la tierra, fueronlos trabajando, si al principio toscos, informes y mezquinos, después cada día más proporcionados y ricos en detalles y molduras, más resplandecientes de esa originalidad que casi había de borrar las huellas de su antigua procedencia.

     También en España la gente goda construyó con los despojos magníficos de las colonias y municipios, que o su propia invasión o la de los Suevos, Vándalos y Alanos, habían desolado; mas desgraciadamente la de los Árabes no dejó sino levísimas reliquias de aquellas obras, y empezando el largo período de resistencia, ataques y triunfos de que había de brotar como de cien raíces la monarquía, interrumpió de repente los progresos que en el arte de construir sin duda hubieran hecho los sucesores de Wamba, ya que en otras regiones su estilo mereció ser particularizado con el nombre de la raza. Con todo, los estragos del tiempo y de las guerras han respetado en nuestra Cataluña uno de los pocos monumentos que en la Península lo atestiguan.

     En estos principios de la dominación arábiga subió al trono de la Francia Carlo Magno; sus armas triunfadoras llevaron la civilización a todas partes, resucitó la memoria del Imperio; y mientras a su impulso benéfico y enérgico la sociedad se rehacía, las hordas germanas fueron sojuzgadas, contenido y vencido el ímpetu sarraceno, y la Italia dominada. Ésta le enseñó las riquezas monumentales atesoradas desde el siglo IV, sus largas y profundas basílicas, sus duomos atrevidos, y sus rotundas; el trato amigo y no interrumpido jamás con Bizancio le trajo artistas y principios de aquella escuela; las obras de sus mayores y las ruinas romanas llenaba una porción del suelo francés; así, cual otro Justiniano, pobló de fábricas su imperio, e inauguró otra época del Arte, pues si bajo el reinado de aquel emperador de Oriente la arquitectura bizantina se había elevado a modelo en el siglo VI, ahora en el VIII Carlomagno, reuniendo con nuevo vigor los elementos primitivos a las modificaciones introducidas por las razas del norte, fijaba definitivamente la que había de difundirse por toda la Europa. La historia ya ha consignado un gran número de los edificios por él levantados; y la tradición, fiel testimonio del sentimiento y de la gratitud populares, convirtiéndole en tipo de la civilización le ha atribuido la fundación inmediata de catedrales, monasterios y aun poblaciones en que jamás puso la planta, a la manera con que en los tiempos fabulosos diz que la mano heroica de Hércules, esotro tipo o mito de los primeros esfuerzos de la humanidad, echó los cimientos de los reinos y ciudades hoy en día más famosos. �Por ventura no se ha pretendido ver su imagen imperial venerada en los altares? (375) Séanos sin embargo lícito indicar una de las partes de sus construcciones sagradas: aunque procuró cuánto pudo transportar a sus estados de Francia fragmentos de la Italia, la escasez de fustes antiguos de mármol hubo de sugerir el medio de reemplazarlos a veces con pilares cuadrados, a cuyas cuatro caras se arrimaron o empotraron columnas de piedra; con esto se preparó el tránsito de los agrupamientos y combinaciones de ellas en torno de los machones, de que más tarde había de engendrarse el más rico, esbelto y armonioso de todos los pilares.

     Extinguido este astro y su reflejo, que fue Ludovico Pío, nuevas invasiones y guerra interrumpieron los progresos del arte durante el siglo IX; mas el impulso había sido comunicado por un brazo sobrado fuerte para que tan pronto dejara de sentirse; y luego que los emperadores de la casa sajona en el último tercio del siglo X trabaron parentesco con los de Constantinopla y recibieron de allí obras y artífices, y así que con aquel siglo espiraron los temores del fin del mundo, el XI vino a señalar una tercera época de actividad y adelantamiento, y a porfía engrandeció el número de los edificios, reparando los antiguos, construyéndolos nuevos, y sobre todo perfeccionando y desarrollando más y más la idea y tendiendo con una constancia y energía siempre mayores a la más clara expresión del sentimiento, a la independencia de los elementos primitivos y a la originalidad.

     Las razas germánicas establecidas en los países del norte, como ya indicamos, fueron quienes mayormente beneficiaron la impulsión de Carlo Magno y añadieron originalidad a las imitaciones de los monumentos itálico-bizantinos; mas esa influencia también ejerció su poder en Cataluña, que amén de hermana del Languedoc debía a los emperadores carlovingios la mayor parte de su restauración y luego su completa independencia.

     No creemos que esto aconteciese en el antiguo reino de Asturias ni en los principios del de León: la tradición goda allí no fue interrumpida, y perseveró con los varones generosos que desde aquellas montañas dieron comienzo a la restauración de la España. Encerrados en tan corto recinto, escasos o totalmente privados del trato extranjero, enemigas casi todas las fronteras, así como no se desasieron de las costumbres de sus antepasados, tampoco debieron de olvidar su manera de construir, mitad romana, mitad bárbara, bien que la miseria y la turbación de los tiempos hubieron de forzarles a acortar de nuevo sus dimensiones. Al menos no se nota en las venerables fábricas ni en la historia de aquellos gloriosos reinos cambio alguno trascendental (376) hasta que en el postrer tercio del siglo XI el rey D. Alfonso VI, casando en sus tres nupcias con mujer francesa, introdujo nuevas personas de allende el Pirineo y aun de Italia, nuevas ideas y nuevos usos. Desde entonces en ellos como en la Marca catalana fueron comunes los adelantos que la arquitectura hacía en las demás naciones; y a la par del engrandecimiento de los estados españoles, los monumentos crecieron en número y en belleza.

     El Arte caminaba hacia el último período de su perfección cada día con más rapidez, y los sucesos secundaban su desarrollo, si ya no eran su principal fundamento. La Iglesia católica, que templaba la rudeza del feudalismo, avivaba el celo de los poderosos, y a favor de las comunidades monacales endulzaba la suerte del pueblo, suavizaba las costumbres, poblaba y beneficiaba las tierras, difundía los conocimientos, y profesaba las Artes de que era el mejor depósito. Ya poseyesen los monjes los secretos de la construcción y del ornato, ya empleasen artífices legos, sus prelados dieron el ejemplo de actividad, las cúpulas y los campanarios despuntaron en las florestas y trajeron vida a los despoblados, y las ciencias y la noticia de la antigüedad fueron enseñadas en el retiro del claustro. En este mismo siglo XI los monjes difundieron el conocimiento de las matemáticas, que si abrieron al juicio humano nuevas sendas, no trajeron menos ventaja al Arte; y cuando estos gérmenes de cultura habían producido una animación y una fermentación no vista en la baja edad, con las Cruzadas la Iglesia despertó a la Europa de su letargo, abrió comunicación entre diversos países, creó nuevos centros de negociación y riqueza, dio impulso a la navegación y al tráfico, hizo conocidos los usos y los edificios de los principales pueblos de Oriente y de Occidente, acabó de poner de manifiesto las varias nacionalidades, hirió al feudalismo, y favoreciendo la emancipación de ciudadanos y burgueses, robusteció el poder benéfico del trono.

     Así ya a principios del XII la arquitectura hizo alarde de mejor belleza y limpieza en el plan y en los detalles; sus proporciones se fueron ajustando más y más a las leyes de la armonía; y su ornamentación, en que trasciende no poco del gusto oriental, ya bizantino, ya arábigo, desplegó un lujo de riqueza y variedad que después no fue jamás vencido. Adelgazándose toda la fábrica y subiendo a mayor altura, ya no estaba lejano el completo desarrollo de la forma a que con tanta fatiga y lentitud tendía: la elaboración aumentaba en rapidez a medida que su fin se aproximaba; y si antes sólo las tradiciones del claustro o escasos artífices profanos habían intervenido en ella, ahora ya todas las inteligencias, que el nuevo orden de cosas hacía brotar de todas partes, trabajaban en su total perfeccionamiento, y con un vigor admirable, dote de la raza germánica, marcaban los progresos. En las ciudades y en las villas, ensanchadas y libres, las catedrales y las parroquias comenzaban a rivalizar con las espléndidas abadías; y recogiendo cuántos modelos éstas atesoraban, les imprimían un sello de vida, originalidad y atrevimiento hasta entonces desconocidos, el cual era un claro indicio de que el Arte como la civilización, fuertes por sí mismos, abandonaba su asilo tradicional, y en vez de símbolo de la clase sagrada, o por mejor decir, monástica, iba a ser la expresión del sentimiento religioso y de la poesía de todo el pueblo.

     �Valiérale más al Arte no crear el tipo ojival que romper la cadena de la tradición, que lo enlazaba con el origen del Cristianismo, y aun con el imperio y con la Grecia? Cuestión es ésta muy para tratada con el espacio y pulso que no consienten estas apuntaciones generales; mas si el lector recuerda nuestro respeto y amor vehemente a la tradición, que en todo lo humano es el más fuerte vínculo, bien podrá adivinar de qué manera la resolveríamos. El ingenio, cuando ha sacudido el yugo saludable de la fe, de unos principios consagrados y de un tipo sancionado por los siglos, o por mejor decir, por la religión; pronto, demasiado pronto recorre toda la carrera señalada a los inventos del hombre: no hablamos de la época actual destituida de fe y de un tipo, o más claro de arquitectura. Ley funesta del progreso en las artes de la imaginación parece ser que la decadencia ande pegada, si así puede decirse, a la mayor perfección; mas siempre que el espíritu de independencia se introdujo en alguna de ellas, y haciéndola dominio común la arrebató a la raza sagrada o monástica que bajo una inmovilidad aparente la iba haciendo más monumental de cada día, aquella ley aparece más cierta, la época de la perfección entonces pasa velocísima, y más que nunca junto a ella suelen asomar la corrupción y la muerte. La arquitectura inda persevera durante los siglos de la antigüedad y pasa a engendrar las de otras gentes: �cuánto tardó en decaer la griega, llevada al apogeo de su belleza por el espíritu libre y fecundo de las repúblicas, y ya destinada a obedecer el lujo y la comodidad privada? La flor gótica, apenas abierto su seno delicado y purísimo, exhala todo su perfume, y abriéndose más y más sus hojas, convidando a todas las manos, pierde poco a poco su primitiva unidad y robustez, y al fin se aja y encorva, labrando la separación de la escultura que a favor de aquella independencia la ahoga y la esclaviza. Pero muy bien sabemos que las más leves de sus hojas, aun después de marchitas, bastan a traer a todo monumento animación y hermosura, como delicia y entusiasmo a todo ánimo generoso.

     Como quiera que sea, así elegante y acabado el género romano-bizantino comenzó a principios del siglo XII a admitir la ojiva, que plana y gruesa, ya desnuda, ya acompañada de un cordón, siempre tímida e incierta, primero rebajada y luego un tanto aguda, vino a señalar una época de tránsito, y sobre cuya introducción nada diremos, como a nuestro propósito no cumple. Éste fue su postrer período. Durante una temporada, el nuevo elemento angular se confundió y anduvo revuelto con el semicírculo y asentado sobre los robustos machones; mas en el último tercio del siglo XII, cuando el género romano-bizantino derramaba el tesoro de sus bellezas y aun forcejaba por acomodarse a ese elemento creando un estilo de transición, el nuevo tipo ojival o gótico lo desterró para siempre, alcanzando en casi todas partes y con una rapidez asombrosa aquel grado de desarrollo, sublimidad y elegancia, de que ya no pasó en cuanto a la esencia, y el cual probablemente continuará siendo un misterio en la historia y dando margen a las explicaciones más encontradas.

     Veamos, pues, cuáles sean los caracteres que a este género distingan, y aunque en el discurso de estas apuntaciones se indicaron los principales, hagamos por presentarlos reunidos bajo de una ojeada.

     Como derivada de la basílica, la planta de sus iglesias se tiende en una, tres y de vez en cuando cinco naves, que o no llevan crucero, o si se cierran con otra transversal jamás se prolongan a dar la vuelta al presbiterio (377); a la manera con que el cuerpo de aquella fábrica romana remataba en línea recta delante del tribunal o ábside. En occidente pocas veces nace de aquella intersección la cruz griega, casi siempre la latina. No escasea tampoco la planta circular coronada de cúpula. La bóveda, corrida al principio, partida luego por fajas que de ella resaltan a manera de arcadas, dividida por último en bovedillas o comparticiones formadas de arcos cruzados y unidos por una clave, reemplaza al plafondo y al techo de ensambladura. En el centro del crucero suele elevarse una cúpula, o una linterna poligonal, que en muchas iglesias hacía oficio de campanario. Un ábside semicircular o poligonal, menos elevada que la nave, termina el templo por oriente, y a veces otra ábside más pequeña cierra cada uno de los brazos del crucero, si ya en ellos no se abren las puertas laterales. El interior del ábside es el presbiterio, antiguamente coro y todavía sitio del altar; y para marcar su diferencia del resto, su recinto se levanta sobre algunas gradas. No importan las dimensiones de la fábrica para la ejecución de este plan que jamás falta; y hasta en las más diminutas ermitas y parroquias rurales, que la yedra envuelve y la sombra de los árboles protege, el ábside oriental siempre es visible; frecuentemente desde un pequeño mas no incompleto cimborio la campana llama a la oración a los labradores, y también de cuando en cuando dos ábsides, asomando a entrambos lados de la navecilla, delinean el crucero. Ni es raro encontrarlas entre éstas tan perfectas y acabadas a pesar de su pequeñez, que pueden ser modelo de todo el género del cual dan una idea tan completa como las más suntuosas abadías. Debajo del presbiterio hay a menudo una capilla, llamada antiguamente confessio, vivo recuerdo de la cripta o lugar subterráneo, donde en los siglos de la persecución celebró la Iglesia sus ritos. Tampoco deja de encontrarse delante de la fachada de poniente o principal una memoria del pronaos o narthex en el atrio y en el pórtico de tres o de cinco arcadas.

     No así abundan los mosaicos imponentes que en las basílicas italianas ofrecen las imágenes gigantescas y severamente místicas de Dios, de María y de los Ángeles; sino que la escultura en la mayor parte de los países suele llenar el lugar de esos elementos del diseño y de la pintura. Aun aquella campea muy poco en las iglesias del siglo IX a fines del X: en los escasos monumentos de este período, pequeños los más, el semicírculo todavía no se levanta de la pesadez y estrechez con que aplasta la obra entera; los capiteles aman con preferencia las imitaciones bárbaras y degradadas del corintio; y las portadas, no siempre ricas, conténtanse muy a menudo con impostas, que ofrecen profundas y salientes molduras opuestas entre sí y siguen y marcan los resaltos de los alferizares, con el arco semicircular de gruesas cuñas, y con el arquivolto, ya saliente, ya cilíndrico, que lo orla.

     La columna de la antigua basílica se ve arrimada o empotrada en las paredes de la nave, con base o sin ella, apeando las fajas que fingen dividir la bóveda; o bien la suple el pilar cuadrado, desnudo y robusto al principio, poco a poco guarnecido de columnas empotradas, de las cuales las que miran a las naves laterales y a las arcadas de comunicación terminan en una misma arquitrabe, mientras las que corresponden a la central suben a mayor altura a recibir el arranque de la bóveda. A veces el pilar no lleva más adorno que un grueso filete o una columnita en cada ángulo. En algunos templos de una sola nave los arcos se apean en pequeñas columnas, que a su vez descansan sobre grandes ménsulas; a la manera con que en construcciones arábigas sobre el capitel principal que recibe las grandes arcadas se levanta una columnita de la cual arranca un arco secundario. En los claustros la columna se ve reducida a un fuste primeramente delgado, bajo y mezquino, que la base y el capitel parece están comprimiendo, y en la postrera época ya esbelto y armónico; y en entrambos casos raras veces deja de presentarse pareada a sostener una imposta común y el arco macizo.

     Según los tiempos y lugares en que se construyeron y la calidad de sus autores, las fábricas romano-bizantinas, así como varían en sus dimensiones, se componen de materiales toscos e hiladas de piedras desiguales, o de una sillería perfecta y pulida, que salvo su pequeñez compite con la romana. También por esto, mientras unas no contradicen en ninguno de sus rasgos su destino sagrado, otras aparecen cual construcciones guerreras, cuyas ladroneras y almenaje parecen espiar el enemigo.

     Tal vez la fortificación romana sugirió la idea de las torres para la colocación de las campanas, bien que este uso no se generalizó sino después de Carlo Magno: ello es cierto que donde el Imperio latino dejó monumentos de su larga dominación, los campanarios más suelen ser cuadrados y divididos en comparticiones por fajas, que poligonales y compuestos de varios pisos que van disminuyendo. Sus ventanas en la primera época no son sino aberturas estrechas y robustas con un pequeño arco semicircular de apariencia completamente romana, y sólo muy tarde admiten alguna decoración. La de sus lados consiste en gruesos cordones que dividen los pisos, o en un ligero plafondo, alguna faja vertical y una cornisa compuesta de arquitos resaltados en sus cuatro caras, cuando son cuadrados.

     Esta misma cornisa reina en la mayor parte del resto del edificio, y aun se emplea en las fachadas como medio de ornamentación y no de remate: �será ella un remedo de las ladroneras arqueadas, que estribando en grandes ménsulas formaban un antepecho avanzado para defender el foso o el talús del muro? Sencillos y solos en unas fábricas, en otras esos arquitos, ricos o no de molduras, fingen apearse en modillones, que ya figuran caras monstruosas y fantásticas, o cabezas de animales, ya son estriados o contienen ornatos de follaje y de líneas. Esta cornisa asoma con preferencia en el ábside; mas tanto en ésta como en las demás partes del edificio es a veces reemplazada por una línea de grandes modillones, sostenidos o no por aquellas mismas caras monstruosas y por los mismos ornatos, y coronados por dos hileras salientes de ladrillos y por las tejas dispuestas artísticamente para completar esa coronación. También suelen formar el remate una hilada de sillares más pequeños y algunas molduras cuadradas o líneas de ladrillos sobrepuestas que se van rebasando a recibir las tejas.

     Un basamento alto y desnudo, levemente resaltado, y fajas horizontales o cornisas estrechas son la restante decoración general de las paredes; mas si los contrafuertes no sirven como en el género ojival de comunicar al conjunto ligereza, osadía y tendencia a la pirámide, aquellas cornisas severas, que vienen a constar ya del cuarto-bocel convexo, ya del mismo cóncavo o cimacio dórico, respiran una nobleza y una proporción no ciertamente indignas de esas mismas molduras simples que tanta parte son a la belleza de los monumentos de la Grecia antigua.

      Las ventanas y las claraboyas redondas o tragaluces son profundamente alfeizadas, si ya no se abren sobre un muro de poco espesor, a guisa de aspilleras elegantemente recortadas en sus lados. Las claraboyas o tragaluces se ven cuajadas de gruesas molduras cilíndricas, con algún ornato en la circunferencia, el cual se repite dentro de su alféizar redondo; pero el de las ventanas forma recortes angulares, que así sencillos con una imposta más o menos decorada sostienen las arcadas también de igual manera compartidas, o llevan arrimada a cada ángulo de sus recortes una columnita de trabajado capitel, sobre la cual carga un cilindro igual a su fuste que guarnece cada recodo del arco. Estas son comunes a todas las fábricas religiosas de Occidente; en España empero y en los edificios civiles abunda una especie de ventanas tan nobles, elegantes y bellas, que por sí solas dan interés a la pared más tosca y más desnuda. Los árabes solieron labrar muchas de las suyas partidas por una o por dos columnitas que recibían dos o tres pequeños arcos de herradura; y los cristianos, al aposentarse en los castillos conquistados y en los alcázares y en las casas de las ciudades y de las villas, conservaron esa porción de la arquitectura de los invasores, y en las provincias donde mayormente el imperio de éstos se había arraigado, no olvidaron su nombre arábigo de ajimeces. Mas la religión no vino en adoptarla sino tarde y únicamente en los cimborios y campanarios. Copiando, pues, los cristianos los ajimeces morunos, dieron a los suyos arquitos semicirculares con entrambos lados prolongados en línea recta y sostenidos por columnas de fustes cilíndricos y bastante gruesos; y sólo cuando el género ojival o gótico hubo purificado y transformado este precioso elemento, sus columnas se adelgazaron en cuatro endebles medias cañas, sus arcos se perfeccionaron y, abriéndose en su parte superior, trazaron otro arquito sobrepuesto, elíptico o en forma de herradura, si ya rematando en punta no figuró una hoja de naranjo (378).

     Al cimborio o linterna poligonal, que se cierra con una cúpula más o menos aguda y a veces lleva además cupulina, flanquéanlo en el exterior molduras o aristas, que como nervios suyos suben a reunirse sobre aquella, o bien columnitas que apean la cornisa; y en todos o en sus cuatro lados mayores, según es su figura, está perforado de ventanas doblemente alfeizadas y decoradas por dentro y fuera, las cuales en los tiempos de transición, comienzan a encerrar los gruesos filetes a que sucedieron los delicados boceles y calados góticos. Las pechinas muy frecuentemente se forman de un pequeño y fuerte arco proyectado ante el ángulo en que se reúnen cada dos torales, y cerrado y labrado a manera de bóveda en el hueco que entre él y la pared queda; y aun se ve que una columna trepa arrimada a recibir aparentemente una de las aristas de aquella. Entre los ornatos que corren la parte inferior del arranque de la linterna o cúpula, o solamente encima de los cuatro arcos torales, sobresale la línea de arquitos resaltados que ya mencionamos al hablar de las cornisas; y durante la transición, lo mismo que las ventanas, ceden ellos el lugar a líneas que componen en relieve arcos ojivales o curvos entrelazados, o más bien grecas.

     Nunca las capillas, con que la riqueza del arte gótico trazó una doble corona alrededor del santuario, rodean el ábside romano-bizantina; sino que su forma se destaca pura y limpia en el interior y en el exterior, así en la ermita más ignorada como en la catedral más soberbia, si ya la transición no la adulteró. Ora lisa y en una desnudez completa, formándose una leve cornisa con la disposición de los ladrillos y de las tejas, corona las cumbres en las ermitas y en los destrozados castillos; ora maciza y alta, ceñida de antepecho y fortalecida con ladroneras a modo de torreón, recuerda las guerras pasadas, cuando las espadas cristianas iban aquí reconquistando el territorio que cada día mudaba de frontera. Unas llevan por único adorno el friso de arquitos mencionado; otras solamente modillones debajo de la faja de los ladrillos, o a un tiempo los modillones y los arquitos; de la cornisa de muchas descienden fajas hasta el basamento, las cuales dividen cada tres de esos arcos; y en los espacios que entre ellas quedan, suelen encerrar una ventana decorada en los grandes templos, o una tronera en las iglesias menores; o ricas y espléndidas, en vez de fajas ostentan grandes columnas empotradas, enriquecidas con buenos capiteles, armonizadas con la cornisa de los arquitos que entonces tienen mayor resalto y doble y triple moldura en su curva, apoyadas en un zócalo más majestuoso, y en sus intercolumnios se abren ventanas también guarnecidas de dobles o triples arcos cilíndricos y labradas columnitas; mientras las hay que místicas y severas no se engalanan sino con tres ventanas, o aun con una sola en su centro, la cual grande, lujosa, profusamente y cual ninguna decorada, ilumina el santuario. Esta variedad reina asimismo en su interior; pues si en unas su cuarto de cúpula es sencillo y sin friso o imposta que marque su arranque, otras lo llevan o se encorvan en aquella concavidad trabajada a manera de concha, al paso que en algunas las columnas y las ventanas no ceden al lujo que realza la parte externa. Cuando las naves laterales rematan en ábside, sus recintos semicirculares se agrupan a uno y otro lado de la mayor central; y junto con el cimborio y los brazos del crucero forman uno de los más vistosos conjuntos de que ninguna arquitectura pueda hacer alarde.

     Al extremo opuesto al ábside, esto es, a poniente, raras veces en uno de los lados de la nave, la portada dice el poder creador de los pueblos modernos, y más que ninguna otra parte del edificio se manifiesta progresiva y establece una separación cada día mayor entre el arte antiguo y el cristiano. Es verdad que allí donde sobraban memorias de Roma aparece alguna puerta severamente rectangular con grandes sillares encima de su dintel; mas, a excepción de este caso, todas las demás cargan sobre el dintel un arco robusto, que es decir, construyen un nuevo modelo por medio del amalgama del rectángulo con el semicírculo. Fácil es seguir los pasos del arte en esa noble porción de las fábricas, porque sus proporciones, sus detalles y su decoración bastante anuncian los siglos que cuentan. Si bajas y pequeñas al principio, sin otro adorno que los arcos concéntricos con sus recodos angulares, la imposta de molduras contrapuestas o del cuarto-bocel cóncavo y convexo, y una ventana o claraboya redonda; luego arriman a los recodos de sus alfeizares columnas cortas y raquíticas, mal ajustadas a capiteles desproporcionados, las cuales parecen continuar en los robustos cilindros que voltean como otros tantos arcos. Esta forma sencilla y severa adquiere grandiosidad y proporciones a medida que dura; y si lo característico puede jamás equivaler a la riqueza, ella, cuando perfecta, es la que preferiríamos siempre para los monasterios solitarios y para las iglesias rústicas que coronan las colinas. Después ya avanzan un tanto del muro, levemente resaltadas en un cuerpo cuadrado, cuya parte superior se atavía con una de las mencionadas cornisas. Las inscripciones bíblicas llenan el ancho dintel o sulcan las paredes; los símbolos de los santos evangelistas vense combinados con el resto de la decoración, o aislados cual medallones misteriosos; abundan los monogramas sagrados; y las caras tristes y fantásticas que suelen apear los adornos de arquitos, los cuales también resaltan en medio de la pared dividiéndola en pequeños cuerpos, acrecientan el efecto místico e imponente de aquellas esculturas. En el espacio que queda entre el arco y el dintel, que bien podemos llamar tímpano, hieren los ojos figuras severas, largas, toscas, llenas de sequedad, inmovilidad y dureza, pero casi siempre muy dotadas de carácter, y rivales en lo misteriosas de los mismos símbolos. Ya se ve entre ángeles a Dios Padre, vestido con rica y ancha túnica talar salpicada de piedras preciosas en sus guarniciones, con sobrevestas y una como tiara; ya a Jesucristo con los santos apóstoles, si es que el tímpano no se divide en partes separadas por gruesos cordones que encierran cada figura o cada bajo-relieve. Los arcos, así como suben a mayor altura, muestran más trabajo, y también los lados de la puerta: los fustes y los cilindros arqueados se retuercen en bellas y variadas espirales, se vacían en profundas estrías, se cuajan de arabescos, o se llenan de relieves fantásticos; pasajes del Antiguo Testamento prestan asunto a las esculturas de los recortes angulares y de las jambas; el Nuevo y las leyendas de los santos más tarde imprimen su sello en el profundo íntrados y en los alfeizares, y las escenas de la siembra, de la siega y de la vendimia vienen al fin a representar las estaciones, y junto con los signos del zodíaco atestiguan la influencia de las matemáticas, que también en los siglos XI y XII hallaron asilo y escuela en el santuario. Entonces los follajes más espléndidos guarnecen los arquivoltos; las imágenes de los santos guardan entrambos lados de la entrada; las paredes de la portada o cuadrado de resalto, dividiéndose en comparticiones horizontales o en nichos desembarazados, admiten líneas de figuras de gran relieve, y la cornisa avanza riquísima, sostenida por bien trabajados modillones y cubierta de esculturas.

     Entonces también, reanimada la escultura, suben de punto la perfección y la limpieza de los detalles de la ornamentación, que varios a mencionar ligeramente.

     Las formas redondeadas, bien como nacidas del semicírculo que es el generador de esta arquitectura, dominan en sus ornatos, entre los cuales los capiteles son donde resplandece con mayor viveza la fecunda fantasía de la raza germánica. Al principio reina en ellos un recuerdo del romano: el corintio, mutilado y corrompido, aparece con volutas caprichosas e informes; y combinándose luego con los detalles bizantinos y con las invenciones de los cristianos de Occidente, recobra su ligereza ya que no su primitiva forma, y da origen a formas nuevas y originales. El capitel cúbico y el cónico inverso y truncado le disputan el dominio en los monumentos; y ya derivando puramente del estilo neo-griego, ya fundiéndolo con el latino, se llenan de arabescos, ornatos y combinaciones, que salvo en la arquitectura árabe no han tenido rival alguno. Cestos de los cuales las hojas rebosan y se desparraman, líneas cruzadas, fruta en vez de volutas, animales u hombres que luchan y gestean grotescamente por entre los troncos y el follaje, plantas exóticas de hojas gruesas y carnosas, enredaderas primorosas y sutiles, serpientes entrelazadas, en fin, todo el reino vegetal armonizado, transformado y modificado con variedad infinita: tales son sus asuntos, dispuestos con un sentimiento estético tan delicado, que nadie al contemplarlos puede no calificarlos de ideas perfectas y bellísimas.

     Es muy probable que esas plantas gruesas y esos cruzamientos de líneas dimanan del Oriente: �habrá que atribuir el mismo origen a la multitud de seres fantásticos, monstruos, dragones y vestiglos que con aquellos alternan? En este caso, �puede suponerse que las prohibiciones de los emperadores iconoclastas, así corno retrajeron a los artífices de sus dominios de entallar santos ni figuras humanas, también vinieron en cierta manera a forzarles a desenvolver todos los recursos de una ornamentación distinta, a que su fantasía y el lujo de Oriente ya les convidaban? Sea de esto lo que fuere, los artistas occidentales no vieron en ese producto de la necesidad más que un nuevo elemento en que ejercitar su ingenio; y el número de sus caprichosas creaciones ciertamente rayaría en increíble, si en un solo cuerpo se coleccionaran y reunieran. Mas no se abstuvieron de esculpir la figura del hombre, y en sus capiteles es dable estudiar a la vez el traje de los reyes, pontífices, condes caballeros y damas de aquellos tiempos, y la manera tosca y simple con que exponían el Antiguo y el Nuevo Testamento.

     Lo que más distingue de la antigüedad a la mayor parte de los capiteles romano-bizantinos es el quebrantamiento de la unidad rigorosa que griegos y romanos habían dado a sus órdenes; pero si es muy común verlos divididos en dos partes, que llevan cada cual follaje distinto, y aun realmente dobles o triples y con escaso adorno envainados el uno dentro del otro, si así podemos decirlo, casi siempre, y particularmente en los primeros, la combinación es tan delicada y perfecta, que el ánimo debe todo su deleite a esa misma falta de unidad, a esa división que al parecer echaría muy a menos.

     No es tampoco raro encontrar vestigios de la influencia árabe allí donde ellos arraigaron su imperio, o se comenzó a edificar apenas hecha la reconquista. Esto también se nota en los arcos subdivididos en tres, cinco y siete menores, y en las cornisas de arquitos que asimismo van repartidos en pequeñas curvas.

     Igual variedad reina en las bases; y bien que una reminiscencia de la ática prueba el poder de las ideas arraigadas, las cuadradas con doble y triple plinto, con escrecencias en los ángulos y aun con esculturas y declive que las enlazan al fuste y las asemejan a un capitel puesto al revés, dicen con cuánto ardor el genio de los artífices cristianos buscaba la mejor manifestación de la belleza o la forma original verdadera. Las impostas vienen a ser las más de las veces un segundo capitel, y ensanchándose gradualmente en sus bellas molduras preparan con mucho efecto el arranque de los arcos. Las molduras, como ya indicamos, son cilíndricas o cóncavas, y combinándose entrambas figuras engendran las ondulaciones más vistosas y agradables y los contrastes más enérgicos; y en los frisos, cornisas, fajas, arquivoltos, impostas y portadas, los ornatos que no son follajes casi siempre consisten en estrellas, cuadrilongos, dientes de sierra, muescas, tableros de ajedrez, molduras retorcidas y prismáticas, trenzados o esteras más o menos angulosos, cables, escamas, cabezas de clavo, losanges sueltos o encadenados, redes, piedras preciosas engastadas, hileras de ángulos que en los vocabularios extranjeros se apellidan con el expresivo nombre de zigzags, triángulos o cabrios rotos o enteros, en fin todos los enlaces, tejidos, cruzamientos e intersecciones de líneas, que se conocen con el dictado de grecas o griegas, y que componiéndose de elementos tan simples, se hallan en tanta variedad y son siempre una de las decoraciones más nobles y más gentiles.

     El carácter general del género romano-bizantino es la robustez y la duración, una pesadez grande al principio, disminuida gradualmente del siglo XI al XII: mas �qué hay en estas cualidades materiales que así sobrecoge el alma con un misterio bien distinto de las impresiones que el ojival inspira? El poder primitivo de la Iglesia, los rasgos característicos de las razas nuevas, los orígenes de la sociedad que sucedió a la romana, las ciencias y las artes partiendo otra vez desde el santuario; los estanques, las lagunas y los pantanos desecados por los monjes; las selvas seculares disminuidas a favor de la agricultura; la libertad, la mansedumbre y las treguas contrapuestas desde las ábsides capitulares y abaciales a la opresión y a las venganzas crueles del feudalismo; siempre la cruz destellando luz vivísima como un faro culminante sobre todos los elementos de la civilización y en el centro de ellos he aquí algunos de los recuerdos y de las imágenes que delante de los monumentos de esa arquitectura asaltan a todo el que goza la poesía de lo pasado, a cualquiera que con fe haya hojeado siquiera las crónicas de los pueblos de quienes descendemos.

     No tan sólo, empero, a su edad, sino aun más a su misma forma esa arquitectura es deudora de efecto tan poderoso. Un sello jerárquico, profundamente estampado en todas sus partes, publica la mano de la clase sagrada que la erigió; si ya no está diciendo sobre cuán firmes cimientos se levantaba la sociedad, cuya escala así nacía de la Iglesia, bien cual del verdadero origen de toda organización social y de todo orden. La unidad estrecha de todos sus planes refleja la unidad católica, y el aspecto de fuerza que presentan sus triples arcos y sus columnas arrimadas junto con las ábsides y macizas paredes, parece simbolizar la fuerza de que la unidad es madre, o por mejor decir, aquella fuerza milagrosa con que el báculo de San Pedro detuvo el total desquiciamiento del orbe civilizado, y concentró y benefició todos los gérmenes de vida.

     Nada en ella indica la participación de los ciudadanos: enteramente sacerdotal, expresa el dogma y pertenece toda al sacerdote; y sólo en su postrer período se resiente del ensanche del clero secular y de la relajación del claustro. Imponente y severa, es una representación elocuente y viva de aquella época remota de predicación y trabajo, en que los mismos varones evangélicos, cuyas manos desmontaban los hiermos y cavaban los campos, habían de suavizar las costumbres fieras y educar a los pueblos, o valiéndonos de la expresión de un grande escritor, conquistaban a los mismos conquistadores del imperio. La vida monástica transpira en su conjunto y en sus detalles; y pocos edificios ofrece, salvo del siglo XI al XII, que no requieran cual animación propia y característica el ancho hábito talar y la cogulla del monje. Sombría en la mayor parte de sus interiores, sus fachadas y paredes exteriores son místicas y simbólicas; y sus claustros, en general bajos y con arcadas que abren difícil paso a la luz, sostenidos por hileras de columnitas pareadas, llenos sus capiteles de representaciones fantásticas o religiosas, infunden cierto respeto melancólico, que mucho revela aquella vida de retiro y de obediencia, a la cual al parecer convidan. A este efecto agréganse las caras de los modillones que apean la cornisa de arquitos, cuya tristeza y fría inmovilidad tiene un siniestro atractivo que embarga la atención, e impone como todo lo que es enigmático, lo que expresa una indiferencia y una quietud eterna. La línea horizontal cierra la obra por encima, y al paso que conserva fielmente la tradición antigua, aparenta tender una barrera impenetrable al espíritu que quiera remontarse con sólo sus propias fuerzas, y es la materialización más significativa de la fe profunda y completa que ha de constituir al cristiano y entonces más que nunca se exigía, de la abnegación sublime y venturosa de los que debajo de aquella regla vivían y pensaban, de la autoridad del Vicario de Jesucristo, único depositario de las llaves que abrían la barrera. Ese sello tradicional, ese apego a las formas consagradas jamás se borra en ella a pesar de su perfeccionamiento progresivo; y cuando ya admitida la ojiva, adelgazados sus pilares y más rica, otro género ha de corresponder al espíritu de otros tiempos; después de vacilar un tanto durante la transición, sucumbe casi íntegra y desaparece de un golpe con las mismas formas que recordaban su antiguo origen. Es verdad que en su postrer período, y aun en ciertos monumentos durante los siglos anteriores, une la riqueza a la gracia, la solidez a la ligereza; mas nunca se despoja de su gravedad, antes siempre la severidad católica caracteriza y hermana todas sus partes o se desprende del todo, siempre se muestra esencialmente religiosa.

     Bella y majestuosa es cuando levanta sus cimborios, sus campanarios y sus ábsides torreadas en las grandes poblaciones, ora sus mármoles y sus mosaicos traigan a la memoria el mando de los Pontífices y Exarcas, ora sus naves altivas y extensas digan el poder de los Emperadores de Occidente o el engrandecimiento de los Obispos y de las Catedrales. Pero más bella es cuando puebla las soledades, cuando sus cúpulas señorean las copas de las encinas o se destacan sobre las cumbres de las montañas. Ella ama el susurrar de las florestas, el mugir de los torrentes y de los ríos, la sombra de los peñascos rajados que hacinó la mano del tiempo, las asperezas ante las cuales se han estrellado todas las invasiones, las comarcas salvajes célebres por la tradición, las cuencas en que diz habitaron genios impuros cuando eran vastos juncales, todos los sitios poéticos en que puede libremente unir sus armonías a las de la naturaleza. �Quién al tramontar el collado, del cual se divisa en el valle un monasterio bizantino, no se siente poseído de entusiasmo, y no guía apresurado sus pasos hacia aquel rojo y cuadrado campanario, desde cuyo ventanaje semirromano la voz sublime de la campana reina sobre el concierto de las brisas, de las aves y de los murmurios del bosque? Desventurado el hombre, cuyo corazón no late con fuerza, cuando a la sombra de los robles ancianos y delante de las sepulturas de las generaciones pasadas mira los robustos arcos cilíndricos de la portada, o se cierra a un santo y poético temor al inclinarse él ante los símbolos de los Evangelistas para descender a la nave.

     Este carácter monacal está fuertemente marcado en el género romano-bizantino; y en nuestro sentir tanto, que sí para una catedral tal vez no lo escogeríamos, nunca para una abadía emplearíamos el ojival o gótico.

     Si toda arquitectura para ser monumental necesitó en todas épocas la dominación de la clase sagrada o de los monarcas, o al menos la organización independencia y la influencia poderosa de la primera; también este carácter conviene principalmente a la romano-bizantina, cuyo origen y modelos han de buscarse en la basílica y en el palacio. Ni aun al último despliega sus encantos y recursos en servicio de los mismos reyes; al paso que jamás cede a las mansiones feudales más de lo que la defensa requiere, ni como la gótica se populariza y sirve para casas particulares y los menesteres y comodidades de la vida. Guardándose todo para el templo, así como la Iglesia es el centro de la nueva civilización, ella es la única y general manifestación de la belleza, la expresión de la común inteligencia, la reunión de todos los esfuerzos humanos sujetos a una sola, infalible e igual autoridad y conformes en un mismo objeto.

     Demos ya, empero, cabo a estas consideraciones, lo cual no de otra manera podemos ejecutarlo sino presentando juntos por vía de resumen los principales datos de la historia de ese género de Arte:

     -En el siglo IV nace en Roma su primer germen, y se difunde; se desarrolla y erige en modelo en Constantinopla en el VI, pasando a manos de los bárbaros, lo llevan a diferentes países, donde se resiente de los recuerdos y de las costumbres; en los pueblos que estuvieron sujetos a Roma, siempre se le nota una apariencia romana, y los que en el litoral o también en parte del interior mantienen comercio con Constantinopla no son extraños a la influencia oriental; los del norte o germánicos modifican a su antojo y desarrollan su carácter; -en el siglo VIII Carlo Magno contribuye eficazmente al desenvolvimiento del tipo y a su propagación; las órdenes monásticas lo cultivan; -sus proporciones se perfeccionan en el siglo XI; y de todo punto elegante y acabada en el XII, rica y bella, rompe levemente en ojiva sus gruesos arcos semicirculares, adelgaza sus columnas, y en cierto modo pronostica, si no prepara, la introducción del nuevo género, exclusivamente propio de los pueblos modernos de Europa, a los cuales él caracterizará para siempre.

     Así por un fenómeno y por una aparente contradicción nada raros de la historia de los inventos y de los sucesos humanos, el género más fiel a la tradición en el Arte cristiano es al mismo tiempo casi constantemente progresivo. Todas las épocas, en que puede dividírsele en Europa, son una fusión: la línea horizontal reina sobre todo, fija a todo un límite cierto, y todo lo aplasta; la planta y los detalles son los mismos; mas debajo de esa inmovilidad se entrevé la lucha por alcanzar la forma verdaderamente nueva y original, forma que no encuentra sino cuando de todo punto se desase el Arte de la tradición y se desarrolla en el género gótico. El progreso de éste, tan armonioso, tan espontáneo y abierto a todos los corazones como estuvo franqueado a todas las manos, es una lenta decadencia; pues sus millares de combinaciones no sirven sino de emancipar la escultura, y de dividir las fuerzas que constituían el monumento, ni son más que desarrollo y poco a poco corrupción de un tipo que ya de un golpe amaneció original, perfecto, sublime y eternamente característico; al paso que el romano-bizantino, sometido al yugo saludable, vigoroso y constante de la tradición, de la mayor barbarie se había ido elevando al mayor perfeccionamiento.

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