Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
Indice


Abajo

Latín y paleohispánicas, lenguas en contacto

Sebastián Mariner Bigorra






ArribaAbajoI. La latinidad hispánica y los contactos lingüísticos en Hispania romana1


ArribaAbajo I. Introducción

Las dos partes del contenido señaladas en el título están algo imbricadas entre sí: parte de las características de la latinidad hispánica se deben precisamente a los contactos que la lengua importada por los conquistadores romanos a la Península tuvo con otras ya presentes en ella. Pero son lo suficientemente distintas como para que sobre tal distinción pueda articularse una división fundamental de este trabajo.


1. Características

Los rasgos que -de una manera que ya cabe llamar tradicional- vienen señalándose como típicos del latín de Hispania son, principalmente: presencia de arcaísmos, tendencia al conservadurismo, coincidencias básicas dentro de la llamada Romania occidental, y ello pese a la variedad manifiesta entre los resultados de dicho latín; los romances hispánicos actuales presentan algunas diferencias que pueden hacerse remontar ya a la época de la latinidad. Estos cuatro rasgos son aceptados mayoritariamente.

En cambio, otro -no menos tradicional- viene siendo también tradicionalmente objeto de una enconada polémica que no presenta visos de apaciguarse: la consideración como dialectalismos de diferentes fenómenos que se dan a la vez en todo o parte del latín hispánico y en regiones itálicas de sustrato dialectal -sobre todo, osco-; su presencia en Hispania se debería a la procedencia suritálica de los colonizadores.

De entrada, conviene distinguir netamente entre los dos primeros rasgos, entendiendo por arcaísmos los que lo son desde el punto de vista de la clasicidad latina, es decir, que ya eran sentidos como obsoletos en la Roma de los siglos I a. C. o I d. C.; en tanto que el conservadurismo se refiere a la resistencia a las innovaciones que en el latín postclásico y tardío modificaron y hasta, en parte, desplazaron y sustituyeron elementos que se tenían por completamente normales en dichos siglos clásicos.




2. Lenguas en contacto

De entrada también, cabe establecer una notoria diferenciación entre las lenguas con que estuvo en relación el latín importado a Hispania: las de los habitantes y las de los meros colonizadores marítimos.

A juzgar por los resultados, ni fenicio ni griego rebasaron como lenguas usuales los términos de las colonias marítimas fundadas por sus navegantes y los hinterlands respectivos. (Esto supone una consideración especial para el griego respecto al latín hispánico: más que como sustrato, procede tomarlo como un superestrato cultural, del mismo modo que lo era en Roma).

Una posición intermedia entre estas lenguas de colonizadores y los auténticamente sustratos de los pobladores de Hispania colonizados y sometidos por los romanos puede haberla ocupado el púnico. En efecto, la extensión del poderío cartaginés en la Península en el momento en que contra él precisamente emprenden los romanos su conquista rebasaba, con mucho, una mera línea costera. De todas formas, estos dominios -con la excepción del litoral sureño, escalonado de antiguas colonias fenicias y nuevas cartaginesas, desde Cádiz a Cartagena- eran relativamente recientes: la expansión se había producido en su mayor parte con posterioridad a -y, según las fuentes clásicas, a consecuencia de- la primera guerra púnica. Durante este tiempo relativamente escaso de dominación no habría habido plazo suficiente para un arraigo de la lengua de los dominadores. De hecho, el contraste entre los restos lingüísticos -toponímicos más que antroponímicos2-, lo mismo que arqueológicos -epigráficos y numismáticos incluidos- entre aquella franja costera y, sobre todo las islas -especialmente, Ibiza- con el resto de la Península ocupado por los cartagineses es poco menos que total. Y es significativo incluso que a dicha franja -y, además, precisamente en lo fundamental a Cádiz- se refiere la persistencia del sustrato púnico que recientemente ha vindicado Michael Koch3, aprovechando y ampliando datos de Solà Solé, García y Bellido, Tarradell y Blázquez.






ArribaAbajoII. Rasgos típicos de la latinidad hispánica


1. Arcaísmo

Es, probablemente, el que, en los últimos años, ha recibido una corroboración más intensa, gracias a la extensa aportación de nuevos materiales tamizados por la acribía y originalidad de la innovación metodológica de don Antonio Tovar4. Como todo lo genial es, en principio, sencillo: reconocer que cuando un elemento propio del latín hispano -bien porque se le halle en escritores aquí nacidos, bien porque se le compruebe continuado sola o preferentemente en las lenguas neolatinas de la Península, bien por ambas causas a la vez- se encuentra solamente en autores latinos arcaicos, de entre los que escribieron en Roma o fuera de Hispania en general, puede y debe considerarse como un auténtico arcaísmo: por más que se le haya seguido usando por autores hispanolatinos de época clásica y aun tardía, y por más que haya persistido en los romances hispánicos incluso hasta hoy, su presencia en Hispania es debida al motivo que tradicionalmente había sido ya señalado como causa de los demás arcaísmos ya conocidos también tradicionalmente: la antigüedad de las primeras fases de la latinización de la Península, que determina que, para una gran parte de ella (Levante, Bélica y buena porción de Lusitania), el latín importado haya sido el del siglo II a. C., esto es, el que realmente emplearon Catón y Lucilio, el que conoció un anticuario como fue Varrón. (Esta, en efecto, parece que debe de ser la interpretación definitiva del pensamiento de Tovar al respecto, a juzgar cómo la fórmula en sus trabajos más recientes5, frente a la que asomaba en el primero de ellos en esta dirección, que hacía pensar más bien que la comunidad entre los elementos que citaba como característicamente hispánicos y su uso por parte de Catón, Lucilio o Varrón se debía a que éstos habían podido aprenderlos durante sus respectivas estancias en Hispania6. Pues tal interpretación vendría, además, autorizada -aun prescindiendo de lo que se diga en los trabajos aludidos en la nota 4- por el simple hecho de que en el inaugural indicado se benefician también las coincidencias hispanas con términos de Nevio, Plauto, Ennio, Titinio y del «arcaizante Lucrecio», de cuya cronología o gusto arcaico se está seguro, pero de los que no consta, al parecer, que hicieran acto de presencia en ninguna de las Hispanias.) De este latín, y pese a la nivelación que los siglos siguientes de historia común con el resto de la romanidad pudieron representar, cabe que se hayan conservado en Hispania rasgos que, por definición, en vano se buscarían en la latinidad de la Galia o de África, por ejemplo, aun en el caso de que se hubiese tratado de áreas muy conservadoras, por la sencilla razón de que tales rasgos habían quedado obliterados ya en el tipo de lengua que -dada la época del comienzo de su romanización- se les pudo transmitir desde la metrópoli.

Así, a los arcaísmos típicos del latín hispano que después de todas las debidas cribas podrían admitirse hace una veintena de años7, y que se aseguraban como tales gracias a que eran conocidas las formas que en el latín clásico habían acabado oponiéndoseles (coua, uocare cuius -a -um frente a caua, uacare y cuius para los tres géneros)8, cabe añadir, merced al nuevo método aplicado por Tovar, varias series que se acreditan, más que por una suplantación manifiesta, por otros elementos en latín clásico, por el enrarecimiento de su documentación total o, parcialmente, de alguna de sus acepciones9:

rusticismos -agrícolas y ganaderos-: productos y subproductos de elaboración casera, ajuar, callus callo(s), labrum «lebrillo», Lucanica «longaniza», mustaceum «mostachón», passus «paso = seco, arrigado», piscatus «pescado = pez», pocillum y trapetum;



términos expresivistas, generalmente en acepciones translaticias; su arcaísmo estriba sobre todo en haberse mantenido sin «pasar de moda»: ¿Bacchus «vago = uva»?, ¿campsare «cansar»?, capitia «cabeza», columellus «colmillo», comedo «comilón», demagis «demás», fabulari «hablar», gumia, mancinium «mancebo», pundere y pandus «curvarse y curvo», perna «pierna (incluso y sobre todo humana)», prapus «bravo» (refocilare, rostrum «rostro»);



en fin, elemento también del lenguaje común, pero en número bastante menor los hasta ahora detectados: aptare «atar», ¿baro «barón»?, salire «salir», sarrare (frente a serare; probablemente por cruce antiguo con serra).



Es cierto que no todos los elementos de estas listas pueden presentarse como arcaísmos con la misma seguridad: máxime cuando la documentación en autores no alcanza la época clásica y la difusión del término en la Romania se mantiene sólo en áreas de latinización antigua (caso de, por ejemplo, los catonianos labrum y mustaceum), es inferior cuando falta alguna de estas unicidades o las dos (así, por ejemplo, los también varronianos capitia y piscatus; o trapetum, que está representado también en el sur de Italia); y mínima cuando la relación se establece a base de documentación en autores hispanolatinos postclásicos o poco menos (tales los términos precedentes de Séneca y Columela; en rigor, aparte de arcaísmos conservados en el latín hispánico y, en consecuencia, conocidos y empleados por ellos, cabría que fuesen innovaciones propias del territorio peninsular, no compartidas -o abandonadas luego- en la parte central de la Romania10). Pero, aunque se descontaran sistemáticamente todos los vocablos en estas últimas condiciones, la importancia del resto de los detectados según la metodología indicada de don Antonio Tovar resulta extraordinaria para corroborar el arcaísmo como característica típica del latín importado y confirmar que es así el latín conservado en España.




2. Conservadurismo

En la Introducción ya quedó señalado este rasgo como uno de los que suelen admitirse entre las características de la latinidad hispana. Conviene ahora precisar que tal admisión, calificada allí de mayoritaria, es la que hace referencia al conservadurismo consecuencia del carácter lateral o marginal de la Península en el conjunto de la Romania. Fueron las ideas neolingüísticas de los trabajos sobre lingüística espacial de su propio fundador, Bartoli11, los que señalaron -y, a la vez, utilizaron ampliamente para la consolidación de sus teorías, dentro de las que constituyen uno de los casos más corroborativos- la importancia de las coincidencias en la conservación por parte del rumano y de todos o algunos romances hispánicos de diferentes elementos propios del latín clásico frente a las modificaciones o sustituciones de los mismos por innovaciones propagadas desde las áreas centrales, modificaciones que, por la misma naturaleza de las cosas, suelen tardar más en llegar a las marginales, con lo que, a veces, se quedan sin llegar. Ejemplificando con casos muy representativos, por cuanto la conservación del elemento clásico alcanza a los tres romances peninsulares12, cabe ponderar aquí la de los resultados de caecus, caput (o derivados), equa y magis, frente a los de las innovaciones orbus ab oculis, testa, caballa o iumentum y plus, que aparecen respectivamente sustituyéndoles (en el caso del primer ejemplo, una de las dos partes de la juntura, cf., p. ej., italiano septentrional orbo y francés aveugle también respectivamente) en amplias extensiones de la Romania central. Queda, al parecer, por ahora -pero, tal vez, para siempre- ignorado si la latinidad africana constituía en alguno de estos casos -y comportándose también como otra área lateral, según era en realidad- un puente que uniera entre sí las coincidencias entre dichas regiones extremas, occidental y oriental). Los estudios posteriores a la fecunda idea de Bartoli han corroborado, en general13, su aplicación respecto a esta característica del latín de la Península, incluso en casos: como el de Rohlfs14, en que se postule la mayor vinculación del romance levantino actual con el galorrománico meridional: siempre queda la posible discrepancia (del tipo de las señaladas en la nota II) como una innovación propagada desde el Norte frente al conservadurismo de los elementos clásicos que han resistido en el resto de la Península (innovación, por lo demás, pensada por el propio autor como correspondiente a una época claramente posterior a la que aquí nos ocupa).

Pero, además, de estos conservadurismos cuya motivación lingüístico-espacial viene confirmada con la citada correspondencia con el rumano, no cabe descartar que también otras causas hayan podido contribuir a esa característica de la latinidad hispánica. Así, mucho antes que Bartoli, Mohl había señalado la posibilidad de que rasgos conservadores que se encontraban en el latín de las provincias pudieran deberse al carácter oficializado de la lengua que les llegaba: lo que él llamó latín administrativo, oponiéndolo al latín estrictamente popular15.

Sin embargo, ha sido sobre todo W. von Wartburg16 quien ha prestigiado más ampliamente los motivos sociolingüísticos como determinantes de la índole especialmente conservadora de este latín. Para él, no sólo la Administración, sino con mayor razón todavía la escuela, pudo actuar en este sentido: los lugares del Imperio donde su lengua era considerada como de obligado aprendizaje ofrecen características propias de comunidades que se comportan frente a una tal lengua oficial y de cultura como quien no se siente capacitado para innovar libremente en ella, dada su conciencia de no casticidad. El saberse romanizado -o descendiente y heredero de romanizados, a lo largo de varias generaciones-, y, por tanto, falto de conciencia idiomática propia o heredada en que poder fiar, redundaba necesariamente en un superprestigio de la escuela, la «autoridad» que podía efectivamente discriminar lo que era de veras latín o no lo era. Y es bien sabido el carácter fuertemente conservador de la escuela en general, en materia lingüística; de la escuela romana consta históricamente que lo fue en grado sumo, una vez los autores de su época clásica (típicamente Cicerón para la prosa y Virgilio para la poesía) fueron erigidos no sólo en modelos literarios, sino en cánones de corrección lingüística poco menos que a perpetuidad. Justamente de uno de los rasgos más típicamente «escolares» en la consideración de Wartburg, la conservación de la -s, consta explícitamente que llegó a ser considerado politius por Cicerón y subrusticum el defecto de perderla17.

Una serie de coincidencias histórico-geográficas (la ya aludida pérdida de la latinidad norteafricana, la colonización del extremo oriental de la latinidad -Dacia- con veteranos itálicos, etc.) determinaron secundariamente que la acción conservadora de la escuela según acaba de resumirse tuviera efectiva virtualidad, comprobable en las lenguas derivadas, en el Occidente del Imperio. Con ello, la característica del conservadurismo se imbrica, por lo que hace al latín de Hispania, con la de su relativa, pero importante, vinculación al del resto de dicho Occidente observable con posterioridad.




3. «Occidentalidad»

En este sentido también cultural, pues, y no sólo en el meramente geográfico de la situación extrema de Hispania en el Occidente del Imperio y de su vecindad con otras partes que quedan también en la mitad occidental de la Romania, conviene entender esta tercera característica de su latinidad. Y ello de un modo muy significativo dentro del período imperial a que se refiere la situación descrita en este volumen: en efecto, la antigüedad del rasgo más fundamental entre los destacados por Wartburg para trazar la delimitación entre Romania oriental y occidental según la línea Spezia-Rímini, a saber, la recién citada pérdida de la -s, parece al abrigo de discusión, como que fundamentada en el testimonio ciceroniano asimismo mencionado, hasta el punto de suponer el primero, entre los rigurosamente observables, de los que fueron jalonando la fragmentación lingüística de la latinidad. No parece, en efecto, que puedan desvirtuarla las objeciones que se le han ido oponiendo, especialmente por parte de V. Väänänen en atención a la extrema rareza de la falta de -s en un material tan incorrecto como son las inscripciones pompeyanas, innegablemente «orientales»18. Sin negar en absoluto esa evidente rareza, chocante en relación con la abundancia de tantas otras faltas en esa epigrafía parietaria19, cabe combinar un par de suposiciones que la explicarían suficientemente. De un lado, es sabido que la pérdida de esta consonante en otros dominios lingüísticos (cf. la visarga del sánscrito, o la aspiración andaluza actual) suele comportar fases en que, sin ser ya s, no es todavía cero; nada se opone a que en el último tercio del siglo I d. C. -a que pertenece dicho material parietario- hubiera situaciones en que, aun en el habla más vulgar, apareciera una aspiración parecida en sustitución de la s correcta. Por otra parte, la importancia morfológica de -s («desinencia» de varios casos en la flexión nominal y de varias personas en la verbal -especialmente, la 2.ª sg. activa-) pudo determinar fácilmente que el escribiente, aun muy ignorante, no dejara de poder interpretar como tal el leve soplo a que la reducía habitualmente y, en consecuencia, la escribiera20.

Paradójicamente, en cambio, una tal occidentalidad se vería sujeta a descuento, pero sin que el motivo wartburgiano se desacreditara por ello, sino todo lo contrario, si llegara a verificarse la sospecha de M. Alvar de que la actual pérdida de -s andaluza estuviera entroncada con la relativa abundancia de su omisión en las inscripciones de la Bética21. En efecto, la circunstancia bien conocida de la superior cultura y consecuente rápida e intensa romanización de dicha provincia podría interpretarse como determinante de que el latín, en ella, no se sintiera tanto como una lengua de importación, como se sentía en las demás provincias hispánicas y occidentales en general, con el consiguiente efecto ya apuntado de superprestigio de la escuela. Descuento, pues, a este respecto, en el sentido de que la -s hubiese podido caer con la misma intensidad con que desaparecía en Italia y en la Dacia; pero por el mismo motivo: el sentimiento del latín como lengua «propia», que habría hecho estar menos pendiente de la enseñanza escolar. De llegar a adverarse esta sospecha, el carácter sociológico-cultural de la occidentalidad del latín de Hispania aludido al comienzo de este apartado subiría de punto aún más por encima del estrictamente geográfico en que su denominación hace automáticamente pensar22.

Por lo que se refiere al rasgo que, en la cronología wartburgiana de las diferenciaciones en la latinidad, sigue próximamente al determinado por la suerte de -s, a saber, la fuerte discriminación que los resultados de i y u abiertas, procedentes de las anteriores breves, determinan en la propia Romania occidental, aislando al latín de Cerdeña a partir del siglo III d. C., la opinión común puede seguir sosteniéndose. En efecto, D. Alonso, en La fragmentación fonética peninsular23, pp. 5-21, ha desvirtuado cumplidamente las reservas formuladas por H. Lüdtke24 en el sentido de que en el latín hispánico se hubiese dado una coincidencia con el sardo, donde dichas i y u llegan a unificarse con las correspondientes cerradas, en lugar de confundirse, respectivamente, con e y o cerradas. Por un lado, el que préstamos latinos al vascuence las presenten como i y u, en lugar de la e y o que ofrecen sus respectivos resultados en los romances peninsulares (p. ej., piper frente a pebre, muku frente a moco y cat. moc) no indica sino la antigüedad de la penetración de dichos latinismos en vascuence, anterior a la confusión de esas vocales con e y o, confusión en la que el vascuence no tenía por qué participar. Por otra parte, mantenimientos de u abierta como u en vocablos portugueses y castellanos de diferentes tipos se explican por razones particulares (cultismo o semicultismo, p. ej., curvo, ; contorno fonético, p. ej., el contacto con l velar, como en pulpa, port. sulco, o con nasal, como en cumbre, junto, junco; inseguridad en el timbre de la vocal latina, según se atestigua por resultados también u en otras áreas de la Romania no hispánicas ni sardas: tal la u del port. curto, pero cast. corto, que se documenta también -aparte de en cat. curt- en provenzal, rético y norte de Italia), que les confieren el típico carácter de las excepciones frente a la evolución mayoritaria. Y, en último lugar, oscilaciones en el vocalismo radical de algunos verbos (p. ej., port. surte) pueden deberse a cruces analógicos, especialmente en casos en que la misma etimología ofrece inseguridad (así, del verbo indicado se conocen en la propia lengua las variantes sortir, surtir y surdir).




4. Variedad

Es natural que el hecho mismo de la diversidad de resultados del latín hispánico haya constituido una invitación a suponer que algunos de los rasgos diferenciales de las lenguas peninsulares puedan remontar a divergencias existentes ya en su latinidad. Tanto más cuanto que el neolatín no se presenta en España como un «hispánico común», distinto ya del resto de los romances, y sólo fragmentado luego por efecto de las divisiones políticas originadas por los largos siglos de la Reconquista. Por muy cierta que sea la virtualidad disgregadora de la «cuña castellana» y por más que son también evidentes los parecidos entre modalidades lingüísticas de uno y otro lado de ella, como el leonés y el aragonés, y aun -en determinados detalles, alguno tan importante como la no diptongación25- el gallego y el catalán, es innegable que lo románico nace ya diferenciado en, por lo menos, tres variedades perfectamente distintas no sólo desde sus primeros monumentos literarios, sino desde su más antigua documentación alcanzable. Admitir, pues, que pudo haber diferencias internas en la latinidad hispánica es tan fácil como reconocer que pudieron existir entre ella y la de la Galia o de África.

Pero la comunidad de criterios termina ahí, en reconocer los opinantes que les ha llegado la invitación. Luego, al corresponder a ella, lo han hecho en grados muy desiguales, desde situar en estado de germen la futura variedad en diferencias en el latín importado, hasta admitir una gran nivelación de esas posibles diferencias, todo lo grande que permita el no chocar con datos documentalmente evidentes de diversidad. Entre una y otra posturas, una multitud de grados intermedios, entre los que destacan por su importancia los que llegan a reconocer en la latinización de la Península corrientes de romanización de procedencia, época y dirección diferentes: una de Este a Oeste, entrada prontamente por el litoral levantino, y otra de Sur a Norte, recibida a través del Estrecho y extendida sobre todo por el Oeste peninsular.

En principio, no se hace fácil terciar en la cuestión26: se han ido manejando datos de índole muy compleja, e incluso con metodología discrepante, lo que ha hecho más difícil un acuerdo con convencimiento mutuo. De todos modos, tal vez no sea excesivamente imprudente apuntar dos posibles direcciones hacia una convergencia mayor, ya que no una solución definitiva. De una parte, parece que una atención a los diferentes aspectos de la lengua en los que se señalan las diferencias y las nivelaciones podría ser productiva: según ya ha podido apreciarse aquí mismo, da la impresión de que las divergencias se han ido detectando más en los aspectos menos sistemáticos de la lengua: una escala decreciente «léxico, fonética, sintaxis, fonología, morfología» no parece fuera de lugar27. De otra parte, parece también que las diferencias se antojan más antiguas cuanto más especulativas son las hipótesis, en tanto que del examen de los materiales efectivamente controlables continúan sacándose impresiones más bien unitaristas: el sesgo de estos resultados poco ha cambiado desde comienzos de siglo, cuando la serie de estudios sobre el latín de las diferentes provincias «d après les inscriptions» produjo la gran desilusión de hallarse con un latín relativamente diferenciado del clásico, esto sí, pero muy poco característico de cada una de las áreas acotadas y escasamente predecesor de las lenguas romances que luego aparecieron en ellas.

Compruébese con los reconocimientos del autor aludido en la última nota en cuyo trabajo se aúnan -según lo anticipado en ella- los dos rasgos que se acaba de sugerir que suelen llevar a no retrotraer mucho las diferencias que habían de dar lugar a la diferenciación del latín en varias lenguas románicas. No sólo se cura en salud al advertir prudentemente ya en el párrafo 1.º: «Como se verá, el latín hispano no difiere gran cosa del latín hablado en otras partes del Imperio: los fenómenos a tratar no son regionales, sino panrománicos o poco menos. Es importante hacer hincapié en esta cuestión, pues se suele hablar con demasiada premura de hispanismos, italianismos, etc. En todas las provincias occidentales del Imperio, y dejando aparte los fenómenos de sustrato, están documentadas las mismas tendencias, a veces en pugna unas con otras, varias evoluciones fonéticas disponibles; pero esta evolución fue también conocida, si no compartida, por las demás zonas. El criterio para detectar regionalismos no puede ser otro, a mi juicio, que un criterio estadístico, hoy por hoy difícilmente aplicable»28. Sino que, al efectuar el balance en las conclusiones, no sólo insiste en que «los fenómenos documentados en el lat. hispano son, por regla general, de carácter panrománico», antes, en lo que afecta aquí más especialmente, a saber, desde el punto de vista intrínseco de la Península, destaca la importancia de que constituyen una «confirmación, una vez más, de la tesis de Menéndez Pidal, según la cual se puede reconstruir la fonética visigoda sobre la concordancia de los datos suministrados por el mozárabe, el gallego, el leonés, el aragonés y el catalán. Vemos ahora que ya en lat. visigodo existe un sonido s procedente de los grupos -sti y scei y, además, del grupo -x-, pronto asimilado en -ss- (se debe corregir, por tanto, Orígenes, p. 56), exactamente igual que en los dialectos anteriormente citados. Estas coincidencias revelan, además, una notable uniformidad lingüística peninsular durante la dominación visigoda, quizá rota ya en Cantabria y la Bardulia».

Dos de las causas que pudieron determinar diferencias en el latín hispánico han sido ya aludidas en exposiciones anteriores, a saber, la distinta época de la romanización y la diversidad de lenguas a que el latín se superponía, las cuales por ello era natural que actuaran diferentemente en cuanto sustratos29. A ellas pueden añadirse otras: la mayor o menor rapidez de la romanización, responsable de una mayor o menor uniformidad de los tipos mantenidos; el grado de cultura alcanzado por las distintas poblaciones antes de la impregnación de la civilización romana, determinante del carácter más o menos culto del latín aclimatado; las circunstancias históricas peculiares que permitieran a cada región un mayor o menor contacto con las corrientes culturales de la metrópoli en distintas épocas. La primera explica la relativa uniformidad de los rasgos generales mantenidos en el litoral levantino, la Bética, el valle del Ebro o el territorio lusitano en torno a su capital, Mérida, zonas de romanización rápida -por más que de época distinta- frente a la variedad de los que alcanzaron la región de los astures, de tan dilatada conquista: así, sólo en Asturias conviven los resultados de las tres denominaciones de la «ciruela», nisum, pruna y cereola30, en tanto que en el resto de la Península ha predominado mayoritariamente alguna de las dos últimas denominaciones. A la segunda puede atribuirse la notable diferencia entre regiones de romanización pronta y relativamente temprana, como buena parte del territorio histórico de Bética y Lusitania, y tan diferentes, sin embargo, en cuanto al mantenimiento de rasgos correspondientes al latín correcto: así, p. ej., los lusitanos entran ampliamente y pronto en los procesos de infección vocálica y sonorización consonántica, alteraciones, en cambio, ajenas o que no llegan sino tarde e imperfectamente a sus vecinos -pero «bien» romanizados- béticos, hasta el punto de haber podido llegar a discutirse si el mozárabe entraba o no en el área de la sonorización31. Y un buen ejemplo de la virtualidad de la tercera parece constituirlo la persistencia de epigrafía latina abundante y correcta, incluso métrica y de óptima calidad, en la región oscense32, la que se había beneficiado del intento sertoriano de implantar para los hijos de sus partidarios hispanos un centro de educación a la romana en Huesca33. Corrección y calidad tanto más significativas cuanto que la región no sólo se halla contigua a la de los no romanizados vascones, sino que consta que hubo asentamientos de éstos por parte de Pompeyo, vencedor de Sertorio, para neutralizar la influencia de los antiguos partidarios de éste34.

Si a estas causas cabe o no añadir todavía otra -un origen dialectal de los primeros romanizadores, que habría configurado con rasgos suditálicos (oscos, sobre todo) el latín de sus asentamientos hispánicos- constituye uno de los problemas más candentes de la caracterización de dicho latín.




5. ¿Dialectalismo?

Nuestra Península, en efecto, resulta ser el ejemplo típico de aplicación de una hipótesis todavía muy vigente: el latín aclimatado reflejaría, en su posterior evolución hasta las lenguas románicas actuales, los rasgos diferenciales que se habrían dado en él en la época o épocas de su importación según el distinto origen dialectal de los soldados conquistadores y de los colonos ocupantes. Idea que informó ya una obra capital para la Lingüística románica de comienzos de siglo (el Grundriss de Gröber35) y que, pese a los argumentos en contra más heterogéneos y surgidos en las partes más diversas, preside todavía hoy otros grandes estudios en dicho campo.

Puede señalarse todavía como su culminación el estudio de don Ramón Menéndez Pidal que sirvió de Introducción general a la Enciclopedia lingüística hispánica36. Una historia de la persistencia de sus ideas, así como de las adhesiones y objeciones que han ido suscitando, la constituyen las pp. 104-124 de la citada obra de Baldinger; pueden añadírseles todas las obras de fecha posterior en que don Antonio Tovar se ha ocupado del tema, desde luego, con interesantes matizaciones.

En efecto, no puede ocultarse que, pese a tal persistencia, el acervo de objeciones es ya grande y obliga a los mantenedores de la hipótesis a una actitud polémica, ya que no simplemente apologética, frente a otra concepción que -aun admitiendo la posibilidad de unas diferencias dialectales en los primeros colonizadores, especialmente en zonas de ocupación temprana, si se dieran de ello testimonios innegables- reconocería la importancia niveladora que habrían supuesto las sucesivas importaciones y relaciones con la metrópoli -máxime en el caso de nuestras provincias, militarizadas prácticamente durante más de dos siglos-, hasta culminar con una efectiva homologación que, incluso con posterioridad a la ruptura de la unidad del Imperio, hemos visto que confería carácter mayoritario a los fenómenos registrables no sólo como uniformes en el latín hispánico tardío, sino incluso «panrománicos», lo que habría permitido entenderse entre sí, pese a sus discrepancias respecto al latín clásico, a hablantes neolatinos desde Gallaecia a la Dacia37.

Cabe, efectivamente, formular toda una serie de reservas a los argumentos aducidos en pro de la colonización suritálica en cuanto tal. Así, por lo que toca a la sostenida presencia de toponimia itálica meridional en el noroeste de España, es de observar que sólo son probantes los topónimos que consten realmente como importados; las demás coincidencias pudieron deberse a una comunidad de origen o de aclimatación prelatina: sólo, por tanto, los de origen precisamente latino. Ahora bien, de todo el grupo habitualmente aducido, no hay sino dos que presenten este carácter: Bochorna y los muchos Benavent(e). Pero Bochorna es justamente todo lo contrario de una población del norte o centro de Hispania, pues se halla en la provincia de Albacete. E igualmente impreciso es su aprovechamiento como anemónimo: después de afirmar don Ramón que «es bien notable que este nombre de viento se conserva sólo en los romances de la Hispania citerior y la Aquitania», anota la observación de Bertoldi de que «Columela, nacido en Cádiz, nos indica el localismo del nombre del viento, cuando indica que al viento eurus los naturales de la Bética lo llaman vulturnus», esto es, el étimo exacto de bochorno. Y en cuanto a los distintos Benavente, mejor será dejar el comentario al propio autor: «Aparece muy repetido...; se propagó a Ciudad Real, Toledo, Zamora, Cáceres, Badajoz, Coruña y Portugal...; se halla en Galia Bénévent en la Dordogne... Yo hallo otro Bénévent...». Todo ello descuenta absolutamente el topónimo de entre los pretendidos en exclusiva; como el autor, al fin, reconoce: «Se había creado una costumbre de usar Beneventum como topónimo de buen agüero».

Del zarandeado paralelo Osca-Osci (a saber, Osca nombre de ciudad que habría sido dado por hablantes de latín para calificar a la localidad como «ciudad de oscos», sus supuestos colonos suritálicos), Menéndez Pidal, al encontrarse con que se ubica en ella la ceca emisora de monedas con la leyenda ibérica bolscan, dice que bolscan / Osca constituirían una dualidad toponímica, sin relación genética del segundo nombre respecto al primero, latino e ibérico, respectivamente. Contra ello parecen procedentes las siguientes objeciones:

1.ª Bolscan sería en esta hipótesis el único nombre, de entre las parejas citadas por el propio autor (Hispalis / Romula, Salduba / Caesaraugusta, Tyris / Valentia, Iliberris / Florentia, Segida / Augurina), completamente olvidado en textos literarios antiguos, hasta el punto de no haber llegado a ser conocido sino después del desciframiento del semisilabario ibérico monetal. Ahora bien, lo que sería normal si Osca fuese la adaptación latina de bolscan (cf. Ilerda frente a ildirda, etc.), es decir, que las fuentes romanas den el topónimo según la pronunciación que éste ha tomado en su lengua, constituye una auténtica rareza en el caso de la hipótesis dualista.

2.ª Afirmar que en ella el segundo término deba ser latino y no pueda sea también hispánico prelatino es olvidar otras dualidades bien conocidas, como Arse / Saguntum, Cese / Tarraco, Laie / Barcino, ninguno de cuyos términos parece explicable por el latín, ni siquiera el segundo de cada pareja, que es el que predominó en los textos.

3.ª El paralelo con los topónimos Oscos del territorio astur resulta contraproducente, dada la gran distancia cronológica de la conquista, ya que la de la cuenca del Ebro es una de las primeras y la de Asturias una de las últimas. Difícilmente se puede reconocer una relación entre la supuestamente temprana conquista de Osca y el hecho de que todavía en las guerras augusteas los colonos fuesen escogidos precisamente del sur de Italia.

Queda el realmente notable grupo de argumentos lingüísticos que se aducen: asimilaciones mb en mm y m, nd en nn y n, ld en ll y l, sonorización de t, p, k tras n, l, r (asimilación parcial, por tanto), palatalizaciones y refuerzos de l, n y r. Pero se trata, en conjunto, de cambios que pueden haberse originado en épocas y lugares distintos independientemente38. Ésta es la objeción capital, aun después de la réplica de que en ningún lugar románico se dan con tanta intensidad como en áreas hispanas norteñas e itálicas del Centro y Sur. (Y conste que más de una vez la meridionalidad itálica de los fenómenos cuestionados queda un tanto desleída, al hacer intervenir también coincidencias con el umbro, que difícilmente se podría dejar de referir a la mitad norte de la península itálica. Valga ello sobre todo con respecto a los rasgos concomitantes solamente con el umbro, como es el supletivismo del perfecto de ire mediante el de esse, aducido todavía por don A. Tovar39, si bien sin dejar de señalar que hay confusiones ya en el latín de Terencio, tan purista, por cierto.) Esa mayor intensidad, por tanto, sólo indica cuánto más fácil fue la extensión de fenómenos generalmente debidos al descuido y al menor esfuerzo en lenguas sin gran tradición literaria, como fueron el osco y el umbro, y en lugares de la Romania donde la penetración de la latinidad no fue tampoco de elevado nivel cultural: las distintas hablas que se agrupan en ambas vertientes de los Pirineos y de la costa cántabra, origen próximo del gascón y del catalán, así como de la «cuña castellana» y vecinas del vascuence.

Es lo que, en conjunto, viene a admitir y aun a recalcar uno de los más recientes replanteamientos del problema desde el punto de vista de una consideración global del latín exportado, el de don A. Pariente: la significación del latín vulgar en el conjunto de la Fonética latina40. He aquí algunos de los puntos más significativos de un tal recalco: «... se puede conceder que la colonización romana, en todas las épocas y regiones, se hizo sobre todo con gentes de las clases media y baja... y... que gran parte del pueblo bajo de Roma tuvo vínculos de parentesco más o menos próximos y estrechos con la población dialectal. Pero, históricamente, no hay la menor razón para pensar que los itálicos que vinieron con los ejércitos romanos llegaron hablando su dialecto y no el latín; y, menos aún, que la proporción de oscos en los ejércitos que pasaron por España en el s. II antes de J.C. fuese mayor que los que combatieron en otras regiones; y, todavía menos, que en España se establecieron colonias sólo de oscos...». «Para el caso importan poco los supuestos osquismos parciales... en regiones como Asturias y los valles pirenaicos.... regiones que, precisamente por su situación, hay que pensar que debieron de ser colonizadas en épocas relativamente tardías. Lo que indica que tales hechos no pueden ser más que desarrollos independientes de esas regiones, sin relación ninguna con la colonización más antigua...; cada uno de los cambios aparece en zonas muy distantes; aún menos pueden tomarse en cuenta las ideas de M. Pidal relacionadas con esa hipótesis. P. ej., que el topónimo Osca debiese su nombre a que fue una colonia de los Osci; y... que a la Academia de Osca, fundada según se dice por Sertorio, hubiese traído éste profesores oscos, que habrían enseñado el latín con pronunciación osca. Hechos todos hipotéticos, y además en absoluto inverosímiles... Y, aunque los hubiese llevado, habría sido una maravilla que unos cuantos profesores en unos pocos años hubiesen cambiado la pronunciación de una región. Por lo demás, es sabido que la fundación de una colonia fue en Roma una empresa oficial, que llevaba consigo unas formalidades legales y unas discusiones públicas. Y de ahí que de todas las otras colonias quedó constancia en la Historia. Y no se comprende que la de Osca no la mencione nadie. Y, en último término, resulta que el nombre que dan a Huesca las inscripciones monetales no es Osca, sino Bolscan. Se ve, pues, que la hipótesis de Pidal no es más que una clara e ingenua etimología popular». Por último, con respecto a los paralelos toponímicos: «... coincidencias de este tipo, no sólo con el Sur, sino con la toponimia de toda Italia, pudieran citarse a docenas. Y apenas significan nada. Pues no son más que huellas de un sustrato preindoeuropeo, común a ambas penínsulas, y que se extendió por amplias zonas fuera de ellas».

Obsérvese, para terminar, que aun alguno de esos recalcos puede ser, a su vez, intensificado. Así, la extrañeza de que una vigencia de los rasgos dialectales se dé como operante precisamente en áreas de romanización muy tardía puede doblarse con la de que no pocos de estos rasgos falten precisamente en territorios de romanización muy temprana: tal, por ejemplo, la Bética, en cuyo romance mozárabe llega incluso a faltar el más extendido de aquellos rasgos: la asimilación mb en m: qolonba, polonbina41.

Hasta aquí con respecto a los más probables dialectalismos fonéticos42. Pero tampoco soplan últimamente buenos aires para el aislado fenómeno morfológico en que D. Alonso43 había visto posibilidad de conectar con el sur de Italia, a saber, el llamado «neutro de materia» de parte del asturiano y cántabro actuales, tipo «la yerba ta (= está) seca» y variantes. En efecto, coincidiendo en parte con la postura de Blaylock, últimamente (1978) Neira Martínez, J.44, distinguiendo suficientemente entre el fenómeno -fonético- de la metafonía y el morfológico, queda lugar a dichas concordancias45; ha caracterizado a éste como una reorganización del sistema propia del bable, sin especial conexión con la existencia de una terminación para el neutro en el adjetivo latino de «tres terminaciones» y, en parte al menos, debida a la presión del castellano. Por ello, y después de haber podido sostener, a propósito del conjunto de estos fenómenos, una «originalidad de los bables asturianos» por partida «doble», ha podido precisar -en lo que aquí directamente interesa- que46 «las concordancias aisladas entre las hablas asturianas y las de Italia (citadas por D. Alonso), como el pichu / el fierro = lu piettu / lo fero, significan muy poco. Se puede llegar a idéntico o parecido significante por diversos caminos... Por otra parte..., la explicación dada por Lausberg y otros para el italiano no vale para el asturiano, que ha conservado la /s/ final».






ArribaAbajoIII. Los contactos lingüísticos en la Hispania romana


1. El griego

Quedó ya sugerida en la Introducción la escasa penetración tierra adentro de esta lengua, hablada sin duda en los asentamientos comerciales helénicos en el momento en que el latín empieza a difundirse por la Península. Por lo menos, ésta fue seguramente la situación en el caso más perfectamente conocido, el de Ampurias, precisamente el primero donde pusieron pie los romanos ocupantes. Frente a dos sucesivos núcleos de establecimiento de la población helénica colonizadora (los que hoy se llaman Paleápolis y Neápolis), la ciudad de habla ibérica atestigua haber conservado esta su lengua hasta época de extenso y pleno dominio romano. No sólo mediante su numismática -que llega hasta los casos extremos de coincidencia, en una misma serie de ases, de caracteres latinos y caracteres ibéricos en la escritura de la palabra municipi47-, sino también con epígrafes de índole probablemente no oficial, donde alcanza a leerse antroponimia latina con silabario ibérico48: no cabría, pues, pensar para el mantenimiento en las monedas en un conservadurismo puramente rutinario, que hubiese mantenido artificialmente la lengua hispánica en las acuñaciones, frente a una desaparición ante el griego en la vida privada.

También la persistencia del griego en contacto con el latín, en esta su faceta de lengua hablada prerromana, parece haber sido endeble. Lo mismo J. Hubschmid que M. Fernández Galiano49 hacen constar la escasa persistencia de la asimismo más bien escasa toponimia griega de Hispania. Aquél llega a escribir: «Sorprende extraordinariamente que todos estos nombres50 hayan desaparecido sin dejar rastro, si exceptuamos los dos primeros de la serie analizada», a saber, Rhode y Emporion, continuados hasta hoy en Roses y Empúries.

Frente a tan coincidentes escaseces, se alinea la abundancia de helenismos que los propios romanos fueron aclimatando en la Península, según los traían incorporados a su propia lengua desde Italia. Justamente el s. II a. C. es a la vez el de la ocupación de una gran parte de Hispania y el de la gran intensificación de la helenización de la lengua latina. Pero, claro está: en este caso el contacto lingüístico no ocurre -normalmente- en Hispania, razón por la que no debe ser tratado aquí.

Sí, en cambio, es pertinente examinar los testimonios de persistencia del griego en suelo hispánico, bien en los lugares en que se habló por ser la lengua de los colonizadores, bien en el resto, en cuanto su carácter de superestrato cultural llevó a los romanos a conocerlo y a practicarlo51 o en cuanto lo difundía la presencia de griegos de origen o de adopción pasados a Hispania o de creencias orientales, para las que el griego sirvió un tiempo de vehículo de expresión.

En ausencia de otros testimonios fehacientes de una tal presencia, los datos aprovechables son fundamentalmente los epigráficos. La obra de Almagro citada en la nota 47 puede ser aprovechada para el primer caso. Su núm. 1, en el que se combina el griego para el nombre del marido con el latín para el de la esposa en la lápida sepulcral de un matrimonio, atestigua suficientemente la persistencia del griego como lengua de uso ya junto al latín. La grafía Paulla en el nombre de la esposa, con -ll- sin reducir, aconseja no adelantar su fecha más acá del s. II d. C. como mucho. Ello cuadra con la práctica ausencia de epígrafes cristianos griegos en Ampurias52. Interesante, por métrica, la núm. 4.

En efecto, como ella, indican el carácter que el griego pudo tener de superestrato cultural otros epígrafes versificados hallados en diferentes puntos de Hispania ya no pertenecientes a colonias helénicas: Sagunto, Tarragona, Mérida y Córdoba. De los tres primeros me he ocupado en otro lugar53, señalando el carácter singular de la de Tarragona, única que «puede relacionarse con seguridad con un gusto de hispanos por la vena poética griega: rematan con una exclamación en esta lengua los elogios tributados a un as de las carreras del circo». El de Córdoba, de aparición posterior y muy controvertida interpretación54, no lo es a nuestro respecto, pues el ir firmada por «Arriano; procónsul» no ofrece dudas en cuanto a su pertenencia al bilingüismo cultural de la Hispania latina. Su ubicación en Córdoba, también capital de provincia, hace que pueda mantener aquí la observación que hacía en el trabajo citado en la nota 52: «... resultan ocurrir precisamente en dos capitales de provincia y en una ciudad portuaria...: el cosmopolitismo “demográfico”, por decirlo así, explica que se alcanzara la relativa adaptabilidad suficiente para que un texto versificado en griego estuviera en ambiente».

Situados en posición no tan opuesta como a primera vista podría parecer se hallan las inscripciones griegas del instrumentum domesticum, uno de los campos en que relativamente más abundan55. En efecto, es bien sabido que también la superioridad técnica del mundo griego sobre el romano es un capítulo paralelo al de la superioridad literaria: una y otra, en esta perspectiva, no son sino aspectos distintos de una superioridad cultural de conjunto. Por descontado que muchos de estos productos de marca o indicaciones en griego pueden ser «de importación» y no corresponder a un auténtico contacto lingüístico en Hispania.

De aquí que lo auténticamente opuesto -en cuanto a autenticidad y a procedencia de personas de pobre cultura- sean más bien las inscripciones grafíticas, también de relativa abundancia en el conjunto. Ellas revelan la presencia del griego en el uso de orientales desplazados. Menudean éstos sobre todo entre los esclavos y libertos, según atestiguan los datos onomásticos, especialmente los cognombres y los apodos, y se encuentran sobre todo en los grandes centros urbanos, en la Bética y en el litoral levantino56.

Cuadra bien esta consideración sociológica y geográfica con lo que se desprende del conjunto de Ferrúa mencionado en la nota 51: la propagación primera del cristianismo alcanzó mayoritariamente a estas clases humildes, según lo atestiguan especialmente las inscripciones sepulcrales cristianas en griego, no sólo mediante la onomástica de difuntos, parientes y dedicantes, sino con el estado mismo de la lengua: por la frecuencia de incorrecciones (monoptongación, itacismo, etc.), bien cabría llamarla griego «vulgar».

Dado el carácter oficial del latín, no ha de extrañar que no esté en griego la epigrafía del sureste dominado pasajeramente por bizantinos en época visigótica57. Contactos auténticamente directos, no por dominio, sino por comercio marítimo con el Imperio de Oriente, cuyas naves arribaban al litoral levantino y determinaron así la presencia en catalán de helenismos ausentes del resto de la Romania, corresponden mayoritariamente a época más tardía58.




2. Lenguas semíticas


A) Fenicio

Dada la fecha del comienzo de introducción del latín en Hispania, motivada precisamente por la creación de un «segundo frente» contra los cartagineses, es natural que no quepa hablar de un contacto directo. Aun en el caso de topónimos de etimología fenicia, instalados aquí mucho antes de la llegada de los cartagineses (caso conspicuo, Gadir), lo más probable es que los romanos entraran en relación con ellos con mediación cartaginesa.

Koch59 avisa, sin embargo, que los blastofenices siguieron en Hispania, aun después de la derrota cartaginesa, como buenos súbditos de Roma, según noticia de Apiano.




B) Cartaginés

El mismo investigador cree que más de la mitad de las 30 inscripciones conocidas -entre fenicias y cartaginesas- como procedentes de Hispania corresponden al período de los ss. IV-I a. C., lo que equivale a poder pensar en un contacto con el latín «hasta las primeras décadas del Imperio».

Concuerda con ello el mantenimiento, incluso posterior, de antroponimia y toponimia no sólo púnica, sino «a la púnica», esto es, en oposición a la forma helenizada predominante en latín general. Es el caso de Tarsis, en retroceso frente a Tartessos, pero que aparece para designar la patria de origen de una difunta en CIL V 6134 (de Milán). Cierto que, por tratarse de un epitafio métrico, la forma pudo ser preferida no ya sólo por metrismo60, sino porque su excepcionalidad y relativo «arcaísmo» podían servir bien para procurar un colorido poético al topónimo.




C) Hebreo

También Koch ha llamado la atención acerca de la coincidencia espacial entre el área de posible sustrato púnico y la de expansión de la primitiva diáspora judía en Hispania61.

Sin discutir la importancia de un tal reconocimiento en los terrenos ideológico y sociológico en general, la que pueda tener en lo lingüístico sería, si no menor, sí, al menos, decreciente, una vez esta primera oleada de la diáspora quedara incorporada a la población con que se veía obligada a convivir y su renovación dependiese de la llegada de oleadas sucesivas.

En efecto, la impresión que, a efectos lingüísticos, produce el conjunto de inscripciones judías en la citada colección de Ferrúa es de que el empleo del semita resulta excepcional: sólo en el caso del epitafio trilingüe de Tortosa62 aparece el hebreo. Y, de hecho, la admisión de una paulatina latinización de los descendientes de los inmigrados es lo que más fácilmente permite explicar, luego, la aparición de la modalidad sefardí del románico. Sin menoscabo, por supuesto, de un mantenimiento del hebreo para usos nobles, como el ritual y el literario (poético, sobre todo).






3. Lenguas hispánicas63


A) Vascuence

A primera vista, podría parecer que latín y vascuence no entraron en contacto sino muy tarde. La singularísima excepción que, dentro del occidente europeo continental, constituye todavía hoy su no romanización y la casi ausencia de inscripciones latinas en el territorio vasco actual64 parecerían abonarlo. Pero ya se ha sugerido en II 3 todo lo contrario: la relación es muy antigua. Al rasgo allí visto, de conservación en préstamos del timbre de i y u breves anterior a su confusión con e y o largas, pueden añadirse otros, testigos también de aquella señalada antigüedad: latinismos en que el vasco mantiene c y g oclusivas ante e o i (bake y ángeru, de pacem y angelum, respectivamente) vuelven a entroncarlo con un estado del latín sólo conservado en sardo. A mayor antigüedad parece remontar todavía la conservación del vocalismo que me atreví a llamar «precesariano»65 en dekuma y tekuma del salacenco y roncalés, dialectos marginales, frente al casi romanizado central detxema, con la consiguiente palatalización de la oclusiva ante vocal anterior, reveladora también de una penetración bastante más moderna.

La superioridad cultural de los usuarios del latín ha determinado que la influencia que, a lo largo de siglos, ejerció sobre el vascuence se refleje en un número crecido de latinismos, reunidos en la obra ya clásica de Caro Baroja Materiales para una historia de la lengua vasca en su relación con la latina, Salamanca, 1946, en tanto que Michelena ha proporcionado más recientemente una visión de conjunto66.

En este sentido de penetración de términos, la viceversa es, naturalmente, menor numéricamente. Pero debió de alcanzar también al latín hispánico en época de relativa unidad todavía, a juzgar porque hay vasquismos coincidentes en los tres romances peninsulares, p. ej., port. esquerda, piçarra, cast. izquierda, pizarra, cat. esquerra, pissarra.




B) Ibérico

Es fácil admitir que fue la primera lengua hispánica en contacto con el latín, porque la penetración romana empezó precisamente por el litoral levantino, área de lengua ibérica.

Desde fines del siglo III a. C., pues, este contacto debió de persistir con mayor o menor intensidad hasta el cambio de la era. En efecto, las cecas monetales ibéricas dejan de emitir durante el reinado de Augusto; coincidentemente, la antroponimia de la región se presenta romanizada casi completamente en esa época. El silencio de la lengua corre emparejado con el de la escritura; a diferencia de las otras lenguas hispánicas, no parece haberse llegado a emplear ampliamente el alfabeto latino para escribir en ibérico.

Pero sí se conocen muchos elementos ibéricos toponímicos y antroponímicos entrados en inscripciones latinas. Dado que la no interpretación de esta lengua hace difícil saber en qué pudo influirla su contacto con la latina en lo que se refiere a léxico y gramática, parece que no cabe, de momento, detectar otro tipo de influencia que el ejercido sobre su misma pronunciación o, al menos, sobre la grafía empleada para transliterar por parte de los latinos el sistema fonológico de éstos, bastante distinto del latino. He intentado en tres ocasiones67 sugerir que puedan deberse a acomodación de vocabulario ibérico en boca de latinos evoluciones como el paso de -ld- a ll y l, de -mb- a m, de -nd- a n, etc.

Del influjo ibérico sobre el latín se puede conocer bastante más. De todos modos, la evidencia del plurilingüismo hispánico obliga ahora a rebajar grandemente lo que se le había atribuido. Así, de la lista de iberismos establecida por Hübner68 apenas hay uno que en la actualidad pueda ser tenido indudablemente como tal. Y, paralelamente, el balance de la obra de Jungemann sobre influencias de sustrato en los romances hispánicos y el gascón no deja como atribuibles al del ibérico más que los que lo serían si se corroborara la hipótesis vascoiberista69.




C) Celtíbero

Bastante distinta en muchos aspectos es la condición de la otra lengua hispánica más importante en sus relaciones con el latín. Su condición de indo-europea -por tanto, mucho más similar a la de los conquistadores- permitió la duración del contacto por bastante más tiempo. Si bien las cecas monetales dejan de emitir por las mismas fechas que las ibéricas, la lengua parece haber quedado en uso bastante más tiempo, a juzgar por la continuidad de la antroponimia en inscripciones redactadas ya en latín, persistencia de nombres de gentes y gentilitates en tésseras de hospitalidad de entrada ya la 1.ª centuria d. C.70 , y detalles históricos como el tan citado del campesino termestino71 vociferando sermone patrio en medio de la tortura (25 d. C.). Testimonios tan concretos faltan ya para los siglos siguientes, de modo que cabe pensar en una extinción que debió de quedar cancelada definitivamente, por lo menos, entre los siglos IV y V, si no antes72.

Para una tal diferencia respecto a la desaparición del ibero pueden haber coadyuvado otros motivos con el que acaba de citarse como principal: mejor comunicación con la metrópoli por parte de los iberos, más cercanos a ella; mayor antigüedad de la cultura ibérica, que pudo ser así más permeable a la romana; prioridad de ocupación del territorio ibérico, que tuvo, con ello, más tiempo para impregnarse de la cultura latina.

Lo cierto es que la impregnación de su contacto con el latín llegó a influirle en muchos campos, desde el gráfico al gramatical. Inscripciones enteras están grabadas en alfabeto latino, como las rupestres de Peñalba de Villastar (Teruel) y varias de las tésseras hospitales citadas; y tipos morfológicos, como el Nom. pl. en -oi frente al en -os, pueden haberle llegado desde el latín o haberse visto apoyados por éste.

Análogamente ocurre en la viceversa. El celtíbero ha hecho penetrar, p. ej., su Gen. pl. en -um en lugar del latino en -orum en inscripciones redactadas en esta lengua73; bastantes de los hispanismos léxicos pueden pertenecerle (p. ej., arapennis, uiriae); y a su influencia como sustrato se suele atribuir -aparte otros más discutibles- un cambio tan importante como es la palatalización del grupo -ct-.




D) Lusitano

Aunque mucho menos conocido que el celtíbero, la «dependencia» en que aparece respecto al latín es, si cabe, mayor: en la actualidad no sería conocido si no hubiera tomado contacto con la lengua de los ocupantes: sólo en alfabeto latino han aparecido sus textos. En alguno de ellos (el de Lamas de Moledo) se da incluso un preámbulo oficinesco en latín: Rufus et Tiro scripserunt.

Esta serie de circunstancias pueden haber influido para que se piense que tales inscripciones son ya de época imperial -aunque los contactos entre las modalidades habladas de una y otra lengua pueden datar de mucho antes-; pero debió de necesitarse un tiempo y una conjunción de intereses para que o unos funcionarios latinos llegaran a interesarse por una lengua bárbara, o -tal vez más verosímilmente- hispanos de una región muy poco culta llegaran a manejar satisfactoriamente el alfabeto latino y adaptarlo a su lengua vernácula.

A su influencia como sustrato se viene atribuyendo, en seguimiento de don Antonio Tovar74, el desencadenamiento de los fenómenos de infección vocálica y de sonorización consonántica.




E) Bástulo-turdetano

El estado de desconocimiento de la lengua de las inscripciones del Suroeste es grande. Mucho es ya que la propuesta de lectura sugerida por don Manuel Gómez Moreno vaya ganando adeptos. Pero la interpretación de lo leído está todavía más lejos, al parecer, que la del ibérico. En tal situación se hace muy difícil conjeturar las relaciones que pudo tener con el latín o con otras lenguas hispánicas75.










Arriba II. Latín y paleohispánicas, lenguas en contacto

Doy las gracias a los organizadores de este brillante Simposio por su honrosa invitación para esta ponencia. Pocas veces tan lejos del tópico y de lo formulario. En la presente ocasión procede dárselas sobre todo mediante una fórmula que les exima de responsabilidad ante ustedes. Ellos podían creer que quien se ha atrevido a escribir sobre los contactos lingüísticos en la Península Ibérica76 podría ser indicado para el actual cometido: es casi una pura inferencia.

Por descontado que reiterar el atrevimiento no debe comportar una reiteración también en el contenido. La encomiable asiduidad de estos Simposios lo veda terminantemente. A lo sumo cabría actualizarlo. Pero más bien la coyuntura es propicia para ampliarlo y fundamentarlo, aplicándole -sin más rebozos que los que comporte la materia misma- la técnica de estudio que desde 1953 se ha ido acreditando y, a la vez, perfeccionando grandemente. En pocas palabras: añadir aquel enfoque de «Contactos lingüísticos» el de «Lenguas de contacto»77. Pasar del estudio de las circunstancias espaciales y temporales de los contactos al de su índole misma.

No será ponderar la importancia de la materia propia afirmar que precisamente estos contactos en nuestro suelo son grandemente ejemplares entre los conocidos. Existen razones objetivas para esta afirmación. Como hay cariños que matan, así hay contactos que acaban suplantando y extinguiendo. Con la sola excepción del vascuence, tal ha sido para las lenguas indígenas hispánicas el resultado final de su contacto con el latín. Hubo suplantación, y ella basta para calcular cuán intensa debió de ser la penetración latina.

Además, y como se ha ido documentando abundantemente, típica suplantación por contacto, frente a los modos más bien súbitos que se conocen también para otras circunstancias históricas: por deportación de poblaciones y sustitución por otras, por prohibición de utilizar una lengua e imposición de una ajena78, etc. Es ya una juntura acuñada hablar del «proceso de latinización» de Hispania, que no del «momento». Más: si ante alguien huelga una demostración de ello, este auditorio es, a buen seguro, el que menos la necesita, inmerso como está profesionalmente en el manejo de este aspecto entre tantos otros del también «proceso» de romanización.

Hasta tal punto, que de poco serviría también esforzarse en justificar el carácter múltiple del latín en sus relaciones con las lenguas hispánicas antiguas: superestrato político y cultural, adstrato en puertos, colonias, acantonamientos, etc., parastrato en una gran parte de las poblaciones, sobre todo, a partir de una época medianamente avanzada del proceso.

Seguramente este fundamental acuerdo unánime -o, al menos, mayoritario si alguna voz discrepante me es desconocida- justifica que se haya podido considerar satisfactorio el conocimiento de esta tercera dimensión del contacto (el cómo era) junto al de las otras dos (el dónde ocurría y cuándo -o desde cuándo y hasta cuándo). Todavía muy recientemente -como que el año pasado-, la envidiable bondad de Maite Echenique le permite poner en el mismo plano los tres aspectos, que tan satisfactoriamente percibe y enumera. Y, a mayor abundamiento, puesto que lo hace en dos pasajes79: «En ambos procesos, romanización y latinización, la articulación de los hechos se vio afectada por la incidencia del factor tiempo, el factor geográfico y el factor sociológico». «En el proceso de romanización de Hispania se entremezclan diatópicos, diastráticos y diacrónicos». Sin embargo, sobre la superficie tranquila de esta situación, aparentemente equilibrada, cabe deslizar el guijarro que altere la placidez de sus aguas: una parte no despreciable del aspecto sociológico, o diastrático, no parece hallarse al nivel de las demás. Lejos de este intento la pretensión de compensarla: se contenta con señalarla, de manera que otros, realmente competentes, puedan obtener la apetecible equiparación. Se trata, claro y crudo, de aplicar a la visión del proceso -típico del estudio de lenguas en contacto con resultado final de suplantación- la distinción entre bilingüismo y diglosia. ¿Cómo se comportaron los hispanos que iban adquiriendo el latín mientras se servían de sus lenguas prerromanas? ¿Como usuarios de uno u otras a voluntad, de acuerdo con la ocasión? -y, naturalmente, de acuerdo con el concepto trivial de bilingüismo como capacidad de uso de dos lenguas, que, según expresión también corriente, se «dominan» o «poseen»-. ¿O bien como conocedores de dos lenguas, pero en planos distintos, de modo que, independientemente de la coyuntura ocasional, una de ellas, al menos, sea instrumento usual para un(os) fin(es) concreto(s)? Recurriendo al ejemplo más corriente en diglósicos: capacidad de servirse de una de ellas o de ambas para hablar, pero sólo de una y siempre la misma para escribir.

El problema no ha escapado al penetrante análisis del doctor Michelena: sirve, pues, su autoridad, al hacer referencia a su planteamiento incluso con el empleo de ambos términos precisamente, bilingüismo y diglosia, al comienzo de sus «Lenguas indígenas y lengua clásica en España»80, para dos beneficios: en primer lugar, para sentar claramente que no hay aquí pretensión de inventar, sino solamente de aprovechar; en segundo, para salir al paso de quien pudiera encontrar hasta cierto punto anacrónica esta aplicación a lenguas tan primitivas de un concepto indudablemente sacado de la observación de lenguas actuales, que se dan en condiciones de civilización -y de contacto mismo- tan distintas. Bueno será tener en cuenta esta reserva y otras similares, por ejemplo, la gran limitación que supone el estado de desconocimiento de la mayor parte de los contenidos expresados en las lenguas hispánicas primitivas, según aquéllos han llegado y según se los ha interpretado hasta la actualidad. Pero no ha de parecer excesivo atrevimiento, siquiera sea sólo como ensayo de aplicación de un método, indagar qué puede saberse del modo como los hispanos, a lo largo de su latinización, se iban sirviendo de sus respectivas lenguas maternas y de la nueva. Desgraciadamente, a partir de aquí ya va a faltar el sólido apoyo del doctor Michelena: ni en el lugar aludido ni -de no mediar deficiencia de información- en otro alguno ha exteriorizado su opinión acerca de la doble situación que con su nítida dualidad de términos dejaba enunciada. Quede claro, pues, que de las osadías que van a seguir no le incumbe ninguna responsabilidad.


I

En el Aufstieg und Niedergang den Römischen Welt la latinización de Hispania se expone mediante la versión alemana81 del artículo que, con este título, había publicado don Antonio García Bellido unos años antes82. La actualización de la versión anterior estriba fundamentalmente -aparte de algunas notas- en la Bibliografía, debida ahora al amigo M. Koch83: el tiempo, en un período de hallazgos auténticamente interesantes para tantos, no había pasado en balde. Y en dos párrafos (especialmente el de la p. 472) en que se incorporan los datos magistralmente extraídos de escritores como Lucilio, Varrón y Columela por don Antonio Tovar en una serie de trabajos a partir de su discurso de ingreso en la Academia de la Lengua inclusive, o bien su interpretación de la inscripción lusitana de Cabeço das Fraguas.

El hecho es doblemente instructivo. Por un lado habla elocuentemente en favor de la calidad del enfoque del doctor García Bellido, sostenible a lo largo del aludido período. Pero, por otro, pone de relieve el mantenimiento de su opinión de que se trata de un tema difícil, por los motivos que él mismo explícita, entre los que destacan los que cabe agrupar en el denominador común de escasez y oscuridad de las fuentes, tanto historiográficas (por relativo desinterés de griegos y romanos por lenguas que tuvieron por «bárbaras» sin más) como documentales (por la inseguridad enorme de los intentos de versión de los hallazgos en las distintas lenguas indígenas).

Podría parecer que es un diplomático «cubrirse la retirada» afirmar ahora que, de los tres aspectos del proceso enumerados por Echenique, el sociológico o diastrático es el de tratamiento más difícil. Baste, pues, con verificar el hecho objetivo de que resulta ser el menos elaborado. Las dimensiones espacial y temporal del proceso son ampliamente atendidas. Sentada antes la conveniencia de considerar también una tercera dimensión, no se puede decir que no haya sido contemplada: el bilingüismo como camino hacia la adopción del latín se tiene en cuenta como recurso lógico. Como en el trabajo indicado, lo admiten o dan por supuesto otros autores: el propio don Antonio Tovar ya en una obra pronto veinteañera, programática sobre lenguas en contacto84; el doctor Oroz en «El ibérico, lengua en contacto»85, por no añadir sino quienes intencionadamente se han planteado el enfoque como de contacto lingüístico. (Una excepción, por lo reciente de la fecha y por el protagonismo que confiere al estado de bilingüismo a lo largo de todo el proceso de latinización hasta alcanzar la fragmentación románica, convendría hacer con el trabajo del amigo A. M. Badía86, incluso después de las precisiones ofrecidas, más recientemente aún, ante la discusión manifestada frente a su hipótesis por el propio don Antonio Tovar87). Ahora bien, lo que hace excepcional dicho caso no es tampoco que se haya propuesto dirimir entre los gradas de penetración que esta arriesgada intervención se ha fijado como objeto. La gran importancia atribuida por Badía a los substratos prelatinos en el dominio actual de nuestra lengua levantina no estriba fundamentalmente en el citado aspecto diastrático, sino en los otros dos; concretamente, en su más reciente versión, en un cruce de ambos: renunciando ya a la hipótesis de que el latín se hubiera superpuesto en nuestras tierras a paleohispánicas distintas -el ibérico y una(s) lengua(s) indoeuropea(s)-, y admitiendo que la única de ellas en contacto con la de Roma fue en el Levante hispánico precisamente el ibérico, propone reconocer que el arraigo de éste fue mayor en la parte que, con la fragmentación románica, iba a dar lugar a las variedades occidentales de nuestra lengua, mientras que las orientales se habrían originado en territorio menos profundamente iberizado, por la presencia en él del substrato indoeuropeo al que el ibérico se había superpuesto a su vez. Cuestión, por tanto, fundamentalmente, de localización y de cronología88.

Es cierto que «fundamentalmente» no puedo pretender que valga como «únicamente»: antes de las precisiones que acaban de verse en nota, el propio autor planteaba una vinculación de diferencias locales o temporales con otras de «intensidad» de la romanización misma de las diversas zonas de substrato ibérico con diferentes épocas89. Ahora bien, esta diferencia de intensidad, aunque sí puede referirse al modo de contacto del latín con dicho substrato hispánico, no llega a explicitarse -en lo que llevo leído y oído al autor- en la dualidad que me propongo examinar en esta contribución. Por supuesto que no sería lícito pretender aprovecharme de que -a diferencia de lo indicado en la nota 5 a propósito de la terminología del doctor Michelena- la del doctor Badía no ofrece más que el término de «bilingüismo»: en principio, podría no haberle interesado ahondar en esta cuestión, con lo que su silencio respecto a la diferencia aquí enunciada no testificaría a favor de nada. En cambio, sí me parece justa otra observación, que, a la vez, me releva a mí de profundizar en la por él sugerida -profundización que incluso podría parecer extemporánea por mi parte y en este momento-. Para legitimar el que ocupe yo la atención de ustedes en el sentido de que realmente lo que voy a proponerles no sea algo ya propuesto, creo que basta observar, con respecto a las diferencias de intensidad de la acción del substrato que hemos leído en los pasajes del doctor Badía citados, que justamente su opinión excluye -no ya terminológica, sino incluso conceptualmente- una consideración de posible diglosia en ambas áreas de substrato ibérico a que él se refiere. Pues, por un lado y por definición, no iba a haber tal en la franja que presenta como menos intensamente romanizada. La otra, por su parte, resulta cabalmente ser la que en la Cataluña estricta ha suministrado el conjunto más numeroso y variado de empleo de la lengua hispánica por los más diferentes estratos y para los fines más diversos hasta la época de intensa romanización que le reconoce el propio autor. Mal podría casar esta multiforme vitalidad hasta ya el período augústeo con una suposición de diglosia a lo largo de los precedentes tiempos de conquista y latinización.




II

El haber tenido que justificar la procedencia del presente intento precisamente a base de atender a una diferenciación de intensidad atribuida a la acción de áreas distintas de substrato ibérico ha puesto a esta lengua, sin necesidad de otras justificaciones, en primer lugar en el orden en que será oportuno ir examinando la calidad del contacto de cada una de las paleohispánicas con el latín. Valga empezar para ella con una consideración también aplicable a la confrontación de todas las demás: mis intentos no pueden pretender extenderse en el tiempo más acá de la extinción de los testimonios escritos de las lenguas hispánicas, únicos de los que me veo capaz de sacar testimonio probatorio. Naturalmente -y diré que casi por definición-, para cualquier lengua que deje de escribirse suplantada por otra en este menester -y más cuando la suplantadora es la de la administración y de una Literatura en auge, como es nuestro caso-, cabe suponer un período -incluso extenso- de extinción que conlleva diglosia90; la lengua en trance de desaparición puede estar manteniéndose como L1 íntima, familiar o hablada en general, frente a la superpuesta, L2 para los mismos usuarios de la L1 que se sirven de la L2 para la expresión oficial, culta, escrita en general, etc. Lo difícil, en mi caso, es probarlo documentalmente, por ignorar que exista material ad hoc91. No aspiro, pues, a una consideración maximalista de cada contacto a enjuiciar, que permitiese llegar a decir, por ejemplo, que es seguro (o, siquiera, probable) que la comunidad de hablantes de esta u otra lengua hispánica jamás fueron diglósicos: la misma generación que protagonizó el desuso de tal lengua como instrumento cultural dejó de emplearla a la vez coloquialmente; o, en sentido inverso, que la misma generación de otra etnia que empezó aculturándose directamente mediante el latín, lo adoptó también simultáneamente como lengua de uso. Me he de contentar, en una aspiración minimalista, a señalar qué núcleos hispánicos, aun después de generaciones de contacto con el latín, siguieron usando su propia lengua (aun siendo competentes en la de los conquistadores92) incluso para los fines culturales (administración o, al menos, escritura en general) en una cierta paridad de capacitación en ambas, cuyo uso podían discriminar por motivos ajenos a la diferente categoría que a una y otra atribuyeran, por ejemplo, utilizando el latín para hablar con (y escribir a o para) los romanos, y el hispánico, en cambio, para realizar lo mismo con sus paisanos.

Dentro de estos límites, pues, el caso concreto de los pueblos iberohablantes parece que puede dirimirse en nuestra clasificación alineándolos como característicamente bilingües durante largo tiempo, por lo que a su contacto con el latín que iban adquiriendo se refiere. La explicación, a su vez, es fácil: antes de la llegada de los romanos, elementos de la cultura ibérica habían servido precisamente pura la aculturación de otras etnias hispánicas: los celtíberos habían aprendido su escritura, lo que, a ojos de los conquistadores, había valido para que hasta el nombre de los iberos se aglutinara al suyo para designarles como pueblo. Era natural que este prestigio no se perdiese por un sometimiento -bélico o mediante alianzas-, sino que perdurase. De esta persistencia relativamente abundante y prestigiosa en el codo a codo con el latín hay documentación no sólo abundante, variada y extensa, sino -por decirlo así- especialmente cualificada por lo que atañe justamente al área catalana de máxima romanización antes aludida.

No ha de ser difícil aquí -después de haber visto incrementada el mismo martes pasado, en la complexiva Ponencia del profesor J. Untermann, la serie de plomos ibéricos (no sólo de escritura, sino de lengua) ya hasta más de medio centenar93-, contar con un reconocimiento general de la impregnación de la cultura ibérica entre los usuarios de dicha lengua. Súmenseles los grafitos rasgados a punzón en los cacharros de Ampurias, los «bocadillos» pintados junto a las escenas que decoran los vasos de San Miguel de Liria... Todo este conjunto de materiales, tan conocidos, nos tienen tácitamente convencidos de que el ibérico llegó a ser mucho más que una ocupación de funcionarios de los respectivos reyezuelos de los clanes, más que un oficio de los acuñadores de las cecas emisoras, más que un arte de «ordinatores» de los distintos talleres de fundidores y canteros-lapicidas de Sinarcas, Santa Perpetua de la Moguda o Ibiza94.

Es cierto que, tras la evidencia de este uso vario, generalizado y espontáneo del ibérico, subsisten oscuridades no pocas y profundas: ¿qué tipo de enseñanza permitía lograr un dominio tan extenso de la lengua de uso? La calificación de «sabio», otorgada ya hace tiempo por don A. Tovar95 al sistematizador del silabario primitivo, bien puede autorizamos también a considerar de gran categoría los procedimientos docentes que aseguraron una tan dilatada extensión y duradera persistencia a su invento. ¿Se llegaba así a un conocimiento reflexivo de la lengua? Maluquer, en el pasaje últimamente citado en nota, no vacila en designar como «gramático» al propulsor del sistema de escritura que proporcionó al ibérico un cierto nivel de «lengua de cultura» para la época.

¿Para qué época? Al presente intento le interesa menos aquella en que cabe pensar que el ibérico y su arte gramatical -por rudimentario que fuese- no sufrían la competencia del latín, sino a lo sumo -y al revés- más bien el apoyo del griego, en uno de cuyos alfabetos se había expresado también y de cuyas manifestaciones artísticas era sucursal lejana. Por ello, es muy posible que no quepa sacar aquí mucho partido de la categoría de que gozaba la vigencia de la lengua que «ilustraba» la cerámica decorada de Liria: si se la puede considerar como una proyección «provincial» de la gran pintura griega de vasos, no extrañará que la imitación incluyera también la costumbre de «iluminarlos» con «partes habladas» o con «pies de figuras»96. Ni de lo rasgado a punzón en los tiestos indudablemente helén(íst)icos de Ampurias.

En cambio, elocuente parece ser el testimonio del relativamente abundante material coetáneo de la presencia romana y del contacto con su lengua, contacto no pocas veces evidente por la coexistencia de partes en ambas lenguas en unos mismos textos. Las diferentes clases de ese testimonio podrían, a mi ver, disponerse en orden de importancia creciente según sigue.

1. La extrema rareza de inscripciones en lengua ibérica grabadas en abecedario latino que se hayan conservado. Importante en sí -sobre todo si se la compara con lo que hemos de ver en los capítulos siguientes, a propósito de otras lenguas paleohispánicas-, pero aminorada por no ser absoluta y por depender, en parte, de que haya habido mejor o peor suerte en los hallazgos de las que pudieron existir. Esta especie de tara por depender de una argumentación ex silentio es lo que más la rebaja y deja expuesta a que futuras apariciones lleguen a invalidarla hasta del todo. No obstante, y mientras no se altere significativamente, en el estado actual parece de verdad muy poderoso a favor de la consideración de que -durante los siglos II y I a. C., al menos, y tal vez hasta la mitad del I d. C.- el ibérico era lengua «para todo uso» entre sus adeptos, el hecho de que siguieran aprendiendo a escribirlo con su grafía prelatina tan mayoritariamente, incluso quienes -como veremos luego en 2-3 y 4- demuestran conocimiento probable o seguro, respectivamente, del abecedario latino. He llamado «extrema» la rareza del caso contrario (recurrir al abecedario para escribir en la lengua en que se hablaba): en el «corpus de urgencia» que, en los momentos presentes, ofrece con toda razón como el inventario actualizado de materiales el doctor J. Siles97, no figura más que una, si he sabido buscarlas bien, y en condiciones de singularidad e inseguridad tales que -si no me obceca la tendencia a la propia opinión- le merman, a su vez, la importancia que como excepción puede revestir98. De todas formas, excepción innegable, con su ineludible efecto lógico de desconfirmar parcialmente la regla, la cual, por otro lado, adolece de la debilidad aneja a las de índole negativa. Hasta el punto de que, si ella fuese argumento único, poco probaría. Pero alguna significación cobra al poder juntarse a los de carácter positivo que figuran a continuación. Todos ellos, en diferentes grados, prueban que esta persistencia «cultural» del ibérico no se daba meramente en posibles grupos independentistas, ni en ghettos aislados, ni en localidades rurales y poco o mal comunicad as: al contrario, su coexistencia con elementos de romanización es variadamente demostrable y sobremanera aleccionadora.

2. Siguen escribiendo en ibérico personas relacionadas con los conquistadores, a juzgar por las menciones que hacen de sus nombres, puramente latinos. No se pretende, naturalmente, que ellos mismos los llevaran (lo cual, desde luego, es en más de un caso la hipótesis más sensata): basta con que esté atestiguada su relación con quienes sí los tenían como propios; con ello, ya se excluye, prácticamente, la suposición de aislamiento recién aludida: ni desconocían, ni «no se trataban con» los dominadores.

Debemos también a la infatigable pericia del doctor Siles un relativamente reciente corpus de estas menciones99. Aun descontando -como es de esperar en materiales singulares- las inseguridades de lectura e interpretación, e incluso prescindiendo de los que figuren en monedas, donde cabría la objeción de que el ibérico podría persistir por razones más bien «políticas» que sociolingüísticas, el conjunto de los difícilmente impugnables (pp. 104-106) en textos de carácter no ya posiblemente «privado», sino incluso «espontáneo» (grafitos de «possessores» ca.i y l.u.ci en sendos recipientes cerámicos de Burriac y de Tona), sostienen el grado de «elocuentes» que he sugerido para sus testimonios. Y, de paso, por corresponder a localidades de actual modalidad oriental del catalán (provincia de Barcelona ambos; lo propio cabe aplicar, en este sentido, al co.rn.e.l.i de Ampurias, provincia de Gerona, lugar de desembarco de los primeros expedicionarios romanos), dan por cumplido el ofrecimiento que figura antes, en I, acerca de que el ibérico se documenta todavía como lengua para todo uso a más de un siglo del comienzo de la romanización incluso en la parte de Levante donde la opinión del doctor Badía es de que fue prácticamente más intensa.

3. También mayoritariamente a la actual área catalana centro-oriental corresponden los testimonios de contacto en el plano de bilingüismo efectivo. De las inscripciones que -aparte acomodaciones onomásticas a otra lengua, vistas en el párrafo anterior- cabe admitir que probablemente contengan partes en ibérico y partes en latín, dos corresponden a Tarragona100; a Sagunto otra101, no poco significativa. En efecto, la primera de Tarragona y esta saguntina contienen indudablemente onomástica en latín, respectivamente Fuluia Lintearia102 y (F)abius M. l(ibertus) Isidorus, sin ningún elemento de raigambre hispánica en ella. Puede suponerse, pues, que se daba en una misma familia (en el sentido todo lo amplio que su concepción romana comporta, incluyendo, si se quiere, a libertos, cognados, agnados, etc.) contacto de elementos lo suficientemente romanizados sociológicamente como para llamarse así, con otros (no hace falta suponer que eran ellos mismos, aunque tampoco queda en modo alguno excluido) que sabían escribir en ibérico y lo practicaban. Vienen a constituir el caso opuesto a tantos otros epígrafes103 donde se da la situación contraria: escritos en latín, contienen referencias antroponímicas ibéricas; pero -con la preceptiva precaución de no incurrir en parcialidad- con una importancia muy distinta respecto a la calidad del contacto lingüístico que atestiguan, dadas las condiciones históricas en que éste se dio: onomástica ibérica en un contexto latino no supone necesariamente ni diglosia ni bilingüismo; puede darse en casos de individuos ya latinizados lingüísticamente que mantienen antroponimia hispánica por herencia o tradición, cosa tan frecuente en el empleo del nombre propio, que, por serlo, puede sentirse como desvinculado de significación relacionada con el caudal común del vocabulario de una lengua, y sólo designador de la persona a que se aplica104. En cambio, la presencia de nombres latinos al lado de texto escrito en ibérico, al no poder tomarse como persistencia, sino necesariamente como innovación, hace inevitable admitirla como indicio de relación entre quienes se siguen sirviendo del ibérico y elementos que emplean la lengua nueva, o personas allegadas a ellos.

La valoración de la segunda de las bilingües de Tarragona choca con la dificultad fundamental de la interpretación de su parte en ibérico. Dado que en latín no contiene onomástica, sino la expresión sepulcral heic est sit, el papel que se asigne a esta parte depende fundamentalmente del que se suponga para el trozo precedente en ibérico105. De todos modos, el carácter formulario de lo escrito en latín parece que autoriza la hipótesis de que se trate de un contacto más bien «artesano-comercial»: el redactor del taller estaría acostumbrado a esta frase final de sus textos (no me atrevo a decir que tuviera ya, para mayor rapidez de su servicio, grabada la fórmula en lápidas que, así, no tenían sino «completarse» con los datos particulares del difunto -y familiares, si era el caso-), y debió de acomodarse a las sugerencias de un(os) cliente(s) nada diglósico(s) para esta parte personal en el caso contemplado.

4. La posesión del ibérico en plano de paridad con el latín viene atestiguada en grado, a mi parecer, sumo en el fenómeno singular de la moneda ampuritana reseñada con el núm. 1.149 en el Léxico citado en la nota anterior. Su carácter anecdótico puede explicar su excepcionalidad, evitando condenarlo con la aplicación de que «una golondrina no hace verano». En compensación, su celebridad me permite objetivar al máximo, tomando de pluma ajena la descripción de lo hipotéticamente ocurrido106: «... la ceca ibérica había fabricado bronces con letreros ibéricos y allí mismo fueron fabricados ases con leyendas latinas y arte muy decadente y sus cuños fueron abiertos por los mismos artífices indigentes que allí trabajaban. Tienen por un lado...: en el reverso, un Pegaso (tipo anterior en la localidad) tiene encima una corona y debajo la leyenda MVNICI, casi siempre mal escrita o degenerada. A la vista de estos ejemplos, los autores se dividieron en dos tendencias: unos, como Delgado y Boudard, los consideraron como inscripciones ibéricas; otros, entre los que figuran Heiss y Hübner, las creyeron malas lecturas de letras latinas, y así fueron supuestas hasta hace poco tiempo; no obstante, aparece el signo Signo en lugar de la i en munici. La aparición de un nuevo as en la colección de don Domingo Sastre, de Madrid, resuelve la cuestión, pues el abridor de cuños ibéricos escribió Signo (no se ve el final inferior del signo Signo por estar junto al borde redondeado de la moneda) como si hubiera comenzado a copiar un letrero latino y por costumbre hubiera continuado escribiéndolo con signos ibéricos, resultando la comparación siguiente:

Signo



El signo primero es latino en ambos letreros, quizá lo es también el segundo, menos claro, y los otros son netamente ibéricos, correspondiéndose Signo. Pequeña discrepancia: a juzgar por el dibujo del as publicado el año siguiente por don P. Beltrán107, la N más bien parece latina, de modo que no puedo resistirme a la sospecha de que el disparador del cambio de registro en la mente del operario fuese precisamente la evocación de su n ibérica por parte de la latina -tan parecida- que estaba copiando.

Como fuera, lo cierto es que en el nuevo código continuó, lo cual autoriza a pensar que le era habitual. Que todavía con posterioridad al 45 a. C. -según la datación de A. Beltrán, ibidem- un operario más o menos municipalizado pudiera, precisamente en Ampurias, lugar de arribo de los romanos, seguir con su hábito gráfico casi inconscientemente, sugiere una profunda penetración de su mente no sólo por las categorías gramaticales de una lengua coloquial o hablada en general, sino por las costumbres cuasi reflejas de poner por escrito según sus signos lo que pensaba sin más.




III

La condición del celtibérico durante un período histórico aproximado presenta, aparte de una amplia serie de analogías con la del ibérico, según ya quedó indicado al comienzo de II, algunos matices distintos:

1. El empleo del abecedario para esta lengua hispánica parece haber sido mucho más abundante, y no sólo en epigrafía más o menos oficializada -tesserae hospitales de Paredes de Nava (Palencia) y Sasamón (Burgos)-, sino en soportes de mucho más probable espontaneidad, como pueden ser las pateras de plata de Tiermes (Soria) y, sobre todo, las rocas de Peñalba de Villastar (Teruel). De todos estos tipos existen paralelos en semisilabario -bronces de Botorrita108 y de Luzaga109, téseras de Osma110 y del propio Sasamón, letreros rupestres menores de la misma Peñalba de Villastar-. La concurrencia en las dos últimas localidades sugiere sacar no poco partido desde el presente punto de vista: no procede pensar, pues, en diferenciaciones diatópicas, según menor o mayor extensión de lo romanizado, para la sustitución, sino, en todo caso, más bien diacrónicas -los textos escritos ya en letras latinas podrían ser, ceteris paribus, más modernos- o diastráticas -se deberían, en este supuesto, a círculos con menor contacto con la enseñanza de la escritura epicórica- o de destino.

2. A este último factor parece claramente deberse la diferencia que media entre otros dos documentos de capital importancia, encontrados también prácticamente en (y correspondientes a) un mismo asentamiento: el citado bronce de Botorrita y el latino de la propia localidad111, datado el 87 a. C.; probablemente, pues, no distanciado de aquél más de cincuenta años, según los datos mantenidos por A. Beltrán, l. ú. c.; por lo pronto, hay interesantes coincidencias entre la onomástica de los magistrados firmantes de la sentencia en el documento del ―87 y los listados en la cara B del bronce celtibérico: Ablo - abulos y abulu; Letondo - letondu y Lubbus - lubo.

La valoración apurada de esa dualidad, tan interesante desde el presente enfoque, depende del carácter que se asigne al bronce celtibérico. Según se trate de unas condiciones de explotación de predios agrícolas112, de una lex sacra113, de referencias a un sacrificio114 o de un convenio sobre cercados de tierras115, varía el papel que deba asignarse al hecho de que su redacción sea en la lengua paleolatina. Sin embargo, y en espera de que una de estas interpretaciones -o alguna nueva- consiga una relativa aquiescencia, algo de común denominador hay en ellas en cuanto se oponen a la índole del bronce latino del ―87. En efecto, la «revisión del bronce después de su lavado y restauración»116, al cambiar en rusimus una anterior propuesta de lectura iusimus, ha eliminado la última hipótesis de bilingüismo en aquél117; con ello, sea cual haya sido su objetivo preciso, cabe suponerlo ahora, a la vista de la nómina de su cara B, como cuestión que afecta cabalmente a hispanos. Frente a ello, el bronce latino implica la autoridad de nada menos que el propretor romano en la Citerior, C. Valerio Flaco. De momento, por tanto, la situación más sensatamente pensable para esa primera mitad del s. I a. C. en la cuenca del Huerva no es la de diglosia -el celtibérico sirve como lengua escrita, incluso para un epígrafe de cierta solemnidad-, sino de bilingüismo: se puede recurrir y se recurre al latín cuando el documento implica una relación -troncal en este caso concreto- con la autoridad romana.

Naturalmente, este uso de una lengua u otra según los posibles destinatarios puede atribuirse no sólo al caso de los bronces de Contrebia Belaisca, sino en general, dado que constituye algo perfectamente pensable, en una situación de bilingüismo social teóricamente evocada al comienzo de II y en la nota 15 que corresponde118. Naturalmente, también, a menos que se disponga de datos más concretos que aconsejen pensar que hay cambio a otra lengua según la índole de lo escrito, sean cuales sean quienes se piensa que lo han de leer o emplear: tal la presencia, en el propio santuario ruprestre de Villastar, de Virgilio: Eneida II 268 con una apostilla, también en latín, ¿sobre el autor? o ¿sobre lo que podía seguir?119 (ya era mucho recordar a Virgilio entre aquellas peñas; ¡no iba, encima, a traducírsele!; y, una vez en su lengua, ya se continuó en el registro empezado120). O que se pueda probar -o, al menos, sospechar- por algún indicio real que ha habido ya cambio diacrónico en el uso lingüístico correspondiente.

Sospecha difícilmente excluible cuando no se cuenta (como sí es el caso en Botorrita) con datos cronológicos acordes, o cuando se los tiene discordes explícitamente: tal la dualidad señalada aquí mismo, en III 1, entre el celtiberismo de una tessera de Sasamón -ya en letras latinas, pero todavía zoomórfica- y la tabula que contiene el patronato gremial en la propia localidad, en lengua latina, como corresponde a lo adelantado de su fecha (239 d. C.). Claro está que estas diferencias se encuadran en el proceso mismo de la latinización, paralelamente a otros ya señalados en la antroponimia, en la expresión de los parentescos, la sustitución de nombres de divinidades indígenas a través de una etapa intermedia de sincretismo, etc.121.

3. Al contrario de lo que ocurría entre ibérico y latín, lenguas muy distintas entre sí, entre el latín y el celtibérico podían quedar rasgos comunes por el mero hecho de su también común origen indoeuropeo. E incluso, aun dando por anticuada la hipótesis de una posterior unidad ítalo-céltica, el contacto mismo en Occidente pudo desarrollarlos. Tales posibilidades se han dado en la realidad, y hasta tal punto que -sin pretensión alguna de incrementarlas ni de establecerlas siquiera- en más de una ocasión, especialmente ante textos breves, más de un investigador ha sentido y consignado la duda de si se enfrentaba a un pasaje en celtibérico o en latín122.

Sin embargo, estos casos extremos no parecen autorizar la suposición de que en el contacto entre estas dos lenguas se hubiese alcanzado una interpenetración suficiente como para pensar en la posibilidad de una lengua mixta123. Es cierto que, por su misma índole de textos escritos (y, a buen seguro, no precisamente costumbristas, sino -mucho más probablemente- documentales), no es muy de esperar que un tal «pidgin» llegue a atestiguarse extensamente, y se me antoja muy lejano el día en que, a ejemplo del «spanglish», se discuta sobre si designarlo como «lático» o como «celtino».

Esta misma sensación de lejanía me obliga, en aras a la imparcialidad, a destacar la importancia de un rasgo de semimixtura, observado ya, a propósito de diferentes textos, por sus respectivos comentaristas, e incluso puesto de relieve como indicio de bilingüismo de modo explícito124. Dicha importancia se potencia por tres motivos: la extensión del fenómeno (comprende también el área del lusitano), su sistematicidad en muchos -y, a la vez, importantes- textos, su pertenencia a uno de los campos más reacios al préstamo, como es el de la flexión. De todas las maneras, esta ponderación baja necesariamente de tono por no tratarse de un préstamo total, puesto que el latín no lo tomaba del todo, dado que también lo conocía autóctonamente, sólo que en estado de caducidad desde bastante antes de que sus hablantes pusieran el pie en Hispania: por ello lo he llamado hace poco «semimixtura». Se trata del mantenimiento del genitivo plural en -um < celtíb. -om o um125 en los nombres étnicos de tema en -o en textos escritos en lengua latina, a veces frente a una total presencia de la forma en -orum en las restantes palabras del mismo tema. Por su extensión, «oficialidad» y ejemplar regularidad en tantos otros aspectos gramaticales, puede servir de dechado la sistematicidad a este respecto en la Sententia Contrebiensium, según ya señalé en su ocasión126: todos los gentilicios con sufijo céltico aparecen -en número de seis- con genitivo plural en -CVM; en cambio, lo acaban en -ORVM todos los vocablos comunes y el único étnico de sufijo no celtibérico, SOSINESTANORVM.

Viceversa, desde el latín pueden haberse también corroborado en celtibérico algunas terminaciones flexivas difícilmente remontables a la lengua originaria: la -i de los posibles genitivos singulares de temas en -o-, quizás -ei para nominativo plural de los mismos, frente a un mucho más abundante y sí directamente i.-e. en -os127.

Con todo, ni con estas correspondencias ni con las mucho más abundantes pero menos significativas de tipo léxico parece que pueda darse hoy por atestiguada una situación de lengua mixta celtíbero-latina, sino, como se vio para el ibérico, una de bilingüismo social, con una mayor propensión a la diglosia en unas últimas fases de la latinización total. Permítaseme objetivarlo con un balance ajeno, precisamente de un «contable» de los celtismos léxicos en las lenguas españolas actuales, tanto más valioso en su prudencia, cuanto que muy generoso a la hora de admitir las etimologías celtizantes128: «La parte más pequeña de las palabras prerromanas de las lenguas iberorrománicas proviene del celta. Ello muestra que, en la época de la romanización, el celta estaba poco extendido en Hispania o fuertemente influido por elementos preindoeuropeos, o bien que las lenguas preindoeuropeas predominaban, en las cuales, sin embargo, se había infiltrado, al menos parcialmente, el celta, como ocurría en el aquitano y en el vasco. El estudio de la toponimia nos lleva a conclusiones semejantes».




IV

Queda insinuado con ello -y se había advertido ya anteriormente, al comienzo de II y luego en III 2, nota 46- que tampoco van por ahí los tiros en lo que se refiere al tipo de contacto del latín con el lusitano. Mucho menos, cuando las peculiaridades que, frente al celtibérico, ofrecen los testimonios actuales de esta relación, deponen también en sentido más bien contrario a un estado de mixtura.

1. La más saliente de estas peculiaridades radica en la escritura en abecedario latino, en la que se presentan textos relativamente extensos, susceptibles de interpretaciones que -aparte de cuestiones de detalle- han obtenido ya un consenso envidiable: Lamas de Moledo, Arroyo de Malpartida, Cabeço das Fraguas. El ¿cambio? grafemático supone una indudable enseñanza del latín, y bilingüismo consiguiente. Pero parece no pasar de ahí. Puesto que justamente las nuevas figuras han servido para representar la lengua que puede suponerse tradicionalmente hablada, antes del contacto.

2. «No del todo», se objetará, y con razón. En efecto, los dos primeros epígrafes citados son bilingües: empiezan en latín con la referencia «administrativa» del documento respectivo: Rufus et Tiro scripserunt en Lamas; Ambatus scripsi en Arroyo, cual herencias simplificadas del estilo formulario de funcionario en el S. C. de Bacchanalibus129. Ahora bien, y dado que en el escrito de Cabeço falta la parte final por falla del soporte, queda en pie la duda de si en lo perdido se habría consignado también la onomástica del escribano o escribanos, y si precisamente en latín. Indudablemente, la uniformidad sería tentadora; pero hay que resignarse -seguramente, de manera irremediable- a argumentar con sólo las dos primeras inscripciones en lo que atañe a este párrafo 2.

Cabe que todos los escribientes fueran hispanos y conociesen su lengua; pero es cierto que Rufus y Tiro son conocidos antropónimos latinos. Con ello, una de tres: o siguieron grabando sólo como copistas-dibujantes, o eran lusitanos que llevaban nombres latinos, o eran latinos que habían aprendido (¡!) el lusitano. La verosimilitud y el ser «típicamente hispánico» el nombre del escribano de Arroyo130 aconsejan, probablemente, inclinarse por la segunda posibilidad. Pero, aun con ello, continúa siendo altamente significativo para el presente propósito el hecho de que, en Lamas, unos romanizados, hasta el punto de llevar antroponimia latina, dediquen sus conocimientos de escritura a poner en letras unas frases en lengua prelatina.

Cierto es que los tres textos pueden haber sido más o menos sacrales, y sobre suponerlos rituales o litúrgicos estriba el relativo consenso de interpretación aludido al comienzo del párrafo 1 de este cap. III. Con ello, no quedaría d el todo excluida una situación de hipotética diglosia, que supusiera destinada la lengua latina a la parte formal, la hispánica a un contenido de expresión lingüística típicamente conservadora entre las que más: el religioso. Pero tampoco esta solución se impone ineludiblemente frente a la contraria: lo conservador y rutinario pudo haber sido aquí la porción formularia de la «post»firma de cada uno de los textos que la llevan en latín. Lo más prudente, pues, parece dejar la pelota en el alero para el lusitano en la época correspondiente a estos epígrafes, por lo que a diglosia se refiere, en medio de un bilingüismo social evidente.




V

Bien al contrario, una decisión del todo positiva se ofrece casi palmaria respecto al contacto entre el vascuence y el latín: con los materiales de que se dispone en el estado actual de los conocimientos, la diglosia parece atestiguada para los posible bilingües, con sólo suponer que los hubo.

1. En efecto, con sólo tomar en cuenta la inexistencia de vascuence escrito hasta los albores del presente milenio, y de escritos en vascuence hasta los de su segunda mitad, queda sugerido -en el supuesto de que la comunidad usuaria de dicha lengua tomó contacto con la latina en época suficientemente antigua131- que el latín se conoció antes de que se practicara la escritura en lengua propia, con lo que cuanto se escribiera hubo de ser escrito en la lengua importada. Como poco, por tanto, un estado diglósico entre lengua hablada y lengua escrita.

Este razonamiento de aspecto perogrullesco queda, además, corroborado por la perfecta congruencia de su resultado con la oposición valorada por el doctor Michelena132 entre el hecho de que «leer» se diga en su lengua con un vocablo de raigambre propia, irakurri «desgranar» en sentido metafórico -él compara con el también metafórico LEGERE «elegir» (con la vista) > «leer»- y el de que «casi todos los términos que se relacionan con la escritura son de origen extraño y, además, por lo general, de cuño románico que delata su introducción reciente». Parece lógico inferir de aquí que la lectura fue actividad anterior a la escritura para los usuarios de un tal léxico. Ahora bien, ¿qué «desgranarían» aquellos lectores que no escribían la lengua propia? Nuevamente resulta perogrullesca la contestación «lo escrito en lengua ajena».

Esta carencia de escritura sentida como propia obliga a distinguir este caso del vascuence del de otras paleohispánicas de las que no podré hacer uso para la cuestión presente por dificultades de material: la tartésica y la «libiofenicia». Por un lado, la de sistema gráfico propio «del Algarve» o «sudlusitánica», cuyo desciframiento, pese a los grandes progresos obtenidos en y desde nuestro anterior Simposio, es todavía suficientemente problemático como para no poder ser aprovechado -según nos permitió corroborar aquí mismo la sesión de la mañana de ayer- en el intento de esta tarde. Por otro, algo parecido en el caso de las monedas de las ocho famosas localidades de la Bética sudoccidental, en el que a las dificultades de transcripción133 se suman las de su escasez y monotonía: que sean bilingües por cuanto los nombres de las cecas emisoras vienen consignados en letras latinas y corresponden a los que constan en las fuentes literarias, no permite llevar la cuestión más allá de un bilingüismo social, sin que quepa decir de momento si basado únicamente en la posibilidad de ser útil a destinatarios de ambas lenguas, o si realmente interpretable como indicio de subordinación o diferencia diastrática del uso de una respecto al de la otra.

2. En cambio, en el territorio de los vascones protohistóricos y en las tierras ocupadas por su lengua en la actualidad no se da esta posible duda, porque no se conoce -que yo sepa- el uso de algún sistema de escritura epicórico, distinto del latino, ni el abecedario latino aparece como soporte gráfico de la lengua autóctona, como sí aparecía, en cambio, para representar el lusitano en el anterior cap. IV.

Lo único vasco escrito en epigrafía latina son antropónimos. Nuevamente puede hallarse un repertorio cómodo en L. Albertos: Lenguas primitivas, p. 100. La propia autora los pone en relación con el grupo -mucho más numeroso- de antropónimos aquitanos en inscripciones latinas de aquel territorio: la situación parece haber sido la misma, lo que viene a apoyar la propuesta aquí formulada para la Vasconia antigua. Especialmente instructiva es la célebre estela de Lerga, donde toda la onomástica del difunto y del dedicante es puramente autóctona; aun en un medio, pues, tan poco latinizado, el carácter de diglosia es nítido: la lengua en que se escribió es latina, también en su totalidad.

* * *

Al otear el conjunto, puede recibirse la impresión de un abanico de estadios extendidos gradualmente entre dos extremos: siglos enteros sin diglosia apreciable en el bilingüismo social de los iberos; diglosia desde el comienzo del contacto vascón-latino. Y notar una sensación de que ya se esperaba que resultaría así; casi, de que ya se sabía. Pero había que decirlo. Gracias a ustedes por la amable paciencia con que lo han querido escuchar.







 
Indice