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Poesías

Juan Eugenio Hartzenbusch

(Madrid, 1806 - 1880)

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D. Juan Eugenio Hartzenbusch

     Abatido y enfermo desde que perdió a su excelente y segunda esposa, y más acabado por la sorda lima y vida sedentaria del estudio que por su edad de setenta y tres años, el Excmo. Sr. D. Juan Eugenio Hartzenbusch falleció el día 2 de agosto de 1880, en su habitación de la calle de Leganitos de esta corte, casa núm. 13.

     El tiempo, que tanto es su poder, más o menos tarde borrará de la memoria de cuantos le conocieron aquel porte sencillo, aquel rostro de expresión franca, viva y afable; pero no de mi alma el cariño que profesé durante muchos años al antiguo amigo y al ilustre compañero de la Academia Española. Por fortuna, en sus obras está retratado el espíritu del hombre, y ya las bellas artes han perpetuado su imagen, robando la verdad a la naturaleza.

     De su vida y de sus obras se ha dicho bastante, desperdigado por lo común en periódicos; pero como la existencia de éstos suele ser tan efímera, que las más veces no pasa de veinticuatro horas, nada que se escriba de Hartzenbusch dejará de tener aprecio en los siglos futuros, y al publicar hoy nueva colección de sus obras, necesario parece volver los ojos al autor y a sus excelentes producciones.

     Nació en Madrid el 6 de septiembre de 18o6, hijo de un ebanista alemán y de madre española, y como le enseñasen aquel oficio, ayudó a su padre; pero habiendo quedado huérfano y sin otro caudal que la heredada profesión, tuvo que trabajar en ajenos talleres. De esto hizo gala toda su vida; y en verdad que mucho le honraba el haberse elevado por sí propio hasta el extremo de conquistar imperecedero renombre en las letras españolas.

     Sirviole de firme punto de apoyo para tomar vuelo y arrojarse a dominar espacios de luz inextinguible, el profundo y sólido conocimiento de las lenguas latina, castellana y francesa y de las humanidades, que adquirió desde 1818 a 1822 en los Estudios Reales de San Isidro, con los padres de la Compañía de Jesús recién venidos de Italia.

     Bien lograron tan sabios y generosos maestros aprovechar las naturales disposiciones de aquel muchacho que, ávido de enriquecer el entendimiento, empleaba sus ahorrillos en comprar comedias y libros que se suelen vender en puestos callejeros, y se desvivía por asistir a representaciones escénicas, públicas o particulares. Para ganar tiempo y facilitar el estudio aprendió taquigrafía, lo cual le valió en 1838 una plaza de taquígrafo temporero del Diario de sesiones del Congreso. Es de advertir que desde 1823 había comenzado a ejercitar sus fuerzas en la traducción de obras del teatro francés, con acierto y utilidad, y desde 1827, en la refundición de nuestras más célebres comedias antiguas. Por lo que, animándole sin duda alguna los cómicos, resolviose en 1831 a escribir dos dramas, fundados en la historia: el uno de ellos ni se representó ni imprimió, y el otro fue mal recibido del público y peor de la crítica. Pero todos estos trabajos deben considerarse como tímidos ensayos hechos por el novel poeta, sin conocimiento de su propio valer, sobre asunto forzado, y bajo la tutela de ajena inspiración: fueron como la carrera que se toma para dar un gran salto. Y en efecto, enardecido Hartzenbusch con el acicate de la derrota pasada, lejos de amilanarse, la tuvo por lección para no caer en nuevos errores. Desecha la desconfianza, busca asunto de interés universal y eterno, lo halla, estudia, escribe, y el 19 de enero de 1837 se estrena en el teatro del Príncipe su drama Los amantes de Teruel, que le valió ruidosos aplausos, grandes alabanzas y un puesto entre los famosos autores dramáticos de su época. Y �cómo no? Aquel verdadero hijo primogénito nació enriquecido con todo el tesoro de entusiasmo, invención, lozanía, atrevimiento y saber del joven poeta.

     En 1838 confirmó y hasta levantó más su bien ganado crédito el drama Doña Mencía o La boda en la Inquisición, que obtuvo casi mayor triunfo que el primero, a causa de la naturaleza del asunto y de los principios políticos que se debatían entonces en los campos de batalla; pero de la anterior desmerece mucho esta obra, aunque dotada seguramente de interés y belleza, por lo complicado y confuso del argumento, por la inconsecuencia o vaguedad de los caracteres y por ciertas lastimosas pinceladas que habrían desaparecido a refundir el autor su poema.

     Vítores y coronas le valieron también en 1841, 1844 y 1845, Alfonso el Casto, Juan de las Viñas y La Jura en Santa Gadea, estrenadas las dos últimas producciones cuando ya el autor, con tan honrosos títulos, servía plaza de Oficial primero en la Biblioteca Nacional, desde 9 de enero de 1844. Ciertamente que no debió extrañar la oficina, ni la ocupación de revolver libros y catálogos, quien allí había pasado gran parte de su juventud buscando noticias para trabajos literarios, y examinando papeles, raros y curiosos.

     Dio al teatro en 1846 La madre de Pelayo, poema dramático digno del héroe cuyo sublime y patriótico ejemplo, transmitido de generación en generación, prestó aliento y constancia a los españoles para batallar durante ocho siglos hasta sacudir el yugo sarraceno; y un año después abría sus puertas al poeta insigne la Real Academia Española.

     Aficionado a los estudios filológicos y a todos los que pudieran contribuir a la instrucción de la juventud, para cuya enseñanza había escrito fábulas y cuentos ingeniosísimos, le fue agradable el cargo de Director de la Escuela Normal que se le confirió en noviembre de 1854, y que le traía la ventaja de tener casa con jardín en la del establecimiento. Y aquí se me viene a la memoria un rasgo que retrata el carácter de nuestro excelente dramaturgo. Mi posición oficial me había proporcionado en 1856 el gusto y la honra de influir para aventajarle con el puesto de Bibliotecario primero y preparar su futura dirección en la Biblioteca Nacional, destino de mayor sueldo e importancia y más propio del esclarecido literato; procura verme en seguida, y me dice: �Señor D. Aureliano, aunque reconozco su buena intención de favorecerme, estoy muy lejos de agradecerla. �No sabe V. qué daño me ha hecho privándome de aquel jardincito!�

     Obtuvo al fin en 11 de diciembre de 1862 el puesto de Director de la Biblioteca Nacional; pero debilitándose de día en día sus fuerzas físicas y morales, fue jubilado, a instancia suya, en 22 de octubre de 1875.

     Poco después dejó de concurrir a la Academia Española, la cual, en premio de lo mucho que los trabajos de su instituto debían al talento, instrucción y laboriosidad del ilustre inválido, acordó que en todas las juntas se le contase como presente.

     Honda pena consumía el ánimo de nuestro Hartzenbusch al verse inútil para el trabajo, casi paralítico y privado del placentero trato que constantemente había tenido con escritores y artistas. Así vivió algunos años, sin encontrar alivio; pero con el inefable consuelo de que su buen hijo D. Eugenio le cuidara y asistiera de día y de noche con la mayor piedad hasta cerrarle para siempre los ojos.

     Extinguiose la luz de aquella noble existencia cuando por el rigor del estío se encontraban ausentes de Madrid muchos literatos y actores y no pocos de los compañeros y amigos del poeta; por lo que en la conducción del cadáver al cementerio de la Sacramental de San Ginés y San Luis, donde reposa, no pudo menos de faltar algo de la pompa y solemnidades acostumbradas; y así había de suceder, para que en todo lo de Hartzenbusch triunfase la modestia desde la cuna hasta la sepultura. La Real Academia Española, no enviando una comisión de tres individuos, como es costumbre, sino en cuerpo, asistió a la conducción del cadáver, presidida por el Sr. Cañete, individuo más antiguo de los que, a la sazón, se hallaban en Madrid.

     No fue Hartzenbusch de los escritores que adelgazan el ingenio para imponer sus obras al público; jamás concurrió al teatro en el estreno de ellas, y nunca las apadrinó con oficiosos mosqueteros. No se le confunda con los que trabajan irás por aparentar suficiencia que por adquirirla; con los que cubren su ignorancia y desidia, proclamando la libertad del genio y el desprecio de toda regla de lógica y buen gusto; con los que no buscan sino hinchados elogios, y que, lejos de aprovecharse de las censuras y advertencias ajenas, se aferran a su parecer y se endurecen en los errores; con los que, finalmente, se disparan como cohetes, ambicionando escalar el cielo, esparcen en la altura fugitivas luces, que el vulgo imagina estrellas, y se deshacen y caen al punto, con humo y obscuridad, en el olvido.

     Bien aprendido tenía que la sabiduría no reside en la bondad de las alabanzas del vulgo, sino en el propio mérito verdadero; por eso, además de estudiar sin descanso, oía a grandes y pequeños, a amigos y adversarios, a doctos e indoctos; puesta la mira siempre en que para nosotros vivieron los pasados, en que nosotros vivimos para los por venir, y en que para sí ninguno vive. Todo esto, que influyó en su carácter, define también la índole de sus escritos.

     Si me preguntasen cuál, a juicio mío, es el principio capital que los vivifica, no vacilaría en señalar aquél que puso Montalbán por hermoso título de una comedia, Cumplir con su obligación. Esta idea civilizadora y santa anima las composiciones de D. Juan Eugenio, siendo los personajes de sus poemas antes propensos a cumplir deberes que a reclamar derechos. Por el deber de salvar el honor de una madre, ahoga Isabel de Segura el amor purísimo que había consagrado a Marsilla; impónese un destierro de cuatro años el Cid, por imaginar que el deber se lo manda; invocando interesadamente el nombre del deber, Doña Mencía halla siempre dispuesta a su hermana para los mayores sacrificios; en aras del deber ofrece Heriberta su vida por la de todo un pueblo; y �qué más? por el deber de librar a un hijo de muerte inevitable, ríndese al hierro homicida la madre de Pelayo.

     De esta generosa idea nace siempre otra dulce y poética: la de la virtud paciente y resignada; y cuando el vate la representa con toca y sayal, envuelta en monjiles arreos, como vestido que indica la proximidad a Dios, el apartamiento del fango mundano, la perfección de la vida contemplativa y el ejercicio de la caridad y humildad, gloria del mundo y corona de los seres inmortales, nadie podrá censurar esto como lunar, por más que fuese entonces vulgar recurso desenlazar muchos dramas encerrando en una celda a la víctima que pierde el amor de la persona querida, o hace el sacrificio de cederla a un tercero. Hoy la víctima se suicidaría. En las obras de esta índole, Hartzenbusch se dirige a un fin más noble que el de huir de los casamientos forzosos del teatro antiguo, para caer en conventos, infortunios, desastres, forzosos también en las obras de la escuela romántica, y vaciados en una misma turquesa.

     Tal vez merecería reproche nuestro escritor por ser no pocos de los tristes casos que pinta, obra más bien de inflexible y sañuda fatalidad, que no palpables castigos, enseñanzas y escarmientos decretados por la Providencia, si debiera vedársele al poeta doctrinar y deleitar al auditorio con lo que llamaron los gentiles querer de los hados, malas fadas los españoles de la Edad Media, influjo de las estrellas la Europa del renacimiento, fortuna los hombres de todos los siglos, y el filósofo cristiano juicios inescrutables de Dios, que sirven para avisar al divertido y aprovechan para escarmentar confiado.

     Pudiera también ofrecer reparo el haber desenlazado nuestro autor dos de sus dramas con el suicidio de los protagonistas. Creía el poeta ser de todo punto necesaria la catástrofe si había de resultar la terrible lección moral que se propuso, castigando con pena eterna en Doña Mencía la intolerancia llevada al último extremo de inflexibilidad, y en Luciano el brutal egoísmo que no se detiene ante ningún humano respeto. Ya en los albores del teatro español se apeló al recurso del suicidio en dos de las piezas más notables de Juan del Encina.

     Cuéntase Hartzenbusch de los primeros que en estos tiempos y con deliberada resolución han cultivado entre nosotros el drama simbólico, personificando un vicio o una virtud, con todas sus grandezas o feos colores, y deduciendo lógica y poéticamente de cada una de sus fases legítima consecuencia y bienhechora enseñanza.

     También ha hecho ensayos en el drama filosófico para esclarecer en la escena con ingeniosa fábula una tesis moral, más propia de aulas al parecer, que de coliseos, y desbaratar así en tan ancha arena errores y engaños comunes que arrastran al hombre a un precipicio. Pero ha llevado a cabo el propósito, no apelando a caprichosas imaginaciones, sino buscando ejemplos en lo real, y penetrando en las entrañas de la naturaleza humana.

     Sus conocimientos en historia, y el cariño a todo aquello en que se refleja la índole del pueblo español o constituye las glorias de nuestra patria, le impulsaron a escribir el drama histórico, procurando siempre retratar fiel y esmeradamente los rasgos característicos de los personajes verdaderos. Aderezan sus cuadros mil curiosidades, primores y noticias, olvidados entre el polvo de archivos y bibliotecas; y no pocas veces el dramático toma oficio de crítico, o de hábil arqueólogo que reúne y compagina fragmentos despedazados de bajos relieves griegos o de vasos etruscos, para conocer y reproducir con exactitud trajes, muebles y objetos antiquísimos.

     Afanoso de ensayarse en todos los géneros, cultivó también el drama anecdótico y la comedia anecdótica, procurando enlazar con verosimilitud una anécdota verdadera a otra fingida. Y bien que otorgue el drama, por su índole, mayores libertades y licencias que la comedia (la cual, por ser un hecho de la vida común, puede fácilmente reducirse a las reglas llamadas clásicas), supo Hartzenbusch que el poeta no ha de mentir, sino fingir; y que las galas poéticas divinizan lo humano y suben de punto la ternura o la grandeza de los sentimientos.

     Siempre diferente y siempre el mismo, el verdadero ingenio jamás escribe por patrón, ni aliña un solo manjar desfigurado con distintos condimentos. En cuanto deja espigado un campo, vuela a otro para resplandecer en todos.

     Este mérito hay forzosamente que reconocer en Hartzenbusch, entendimiento grande, tal vez superior a su corazón, y tan grande como su actividad maravillosa.

     Quien registre sus escritos, le hallará traductor infatigable desde 1823; cinco años adelante, refundidor de comedias antiguas; autor original en 1831; crítico en 1840, y con mayor asiduidad y empeño en 1846 y 1847, aunque pagando tributo alguna vez a la flaqueza humana; docto y esmerado ilustrador de los mayores dramáticos del siglo XVII, desde 1839; y siempre dando muestras de su aplicación e ingenio en multitud de composiciones literarias de diversa índole, y que, por reducidas que sean, todas encierran un pensamiento, ya sentencioso y doctrinal, ya tierno, expresivo o delicado: de las cuales, muchas forman parte de las colecciones de sus cuentos y fábulas. �Lástima que alguna vez la pasión y ataduras políticas tuerzan el vuelo de quien tenía empuje para dominar siempre en espacios de purísima y vivificadora luz!

     A fuerza de estudio, observación y sabia advertencia, logró adquirir aquel estilo expresivo, serio y elegante, verdaderamente español, que enamora en el Romancero; sentencioso a semejanza de Alarcón; epigramático a la manera de Tirso; elevado y conceptuoso a veces recordando a Calderón, y a veces apropiándose el candor y la frescura de Lope. (1)



    Fuera de los Amantes de Teruel, que salió perfecto y hermoso del entendimiento de Hartzenbusch, cual Minerva de la cabeza de Júpiter, dos épocas se distinguen en los dramas de nuestro académico: una que finaliza en 1843, otra que comienza desde el año siguiente. Son más obscuros y complicados los de la primera en su argumento, más largos, más recargados en sucesos y lances embarazosos e inútiles, más ricos en sutilezas y pormenores, más inciertos y erráticos en su desarrollo. Las censuras de personas advertidas y competentes llamáronle a cuentas consigo mismo, y uniendo a esta consideración los reparos y hablillas del público en las representaciones de Primero yo, El Bachiller Mendarias y Honoria, decidiose a recoger velas y a refundir alguna de sus anteriores composiciones, formando el propósito de tomar en las nuevas diferente rumbo. Quiso darles mayor claridad, evitar la confusión economizando lances y refrenando el natural ingenio, y hacer más sencillos y regulares los poemas: ejemplo de docilidad y modestia inusitado entre el genus irritabile, en el cual decía Cervantes que no hay poeta que no se tenga por el mayor del mundo.

     Eligió asuntos pequeños para probar sus fuerzas; y como saliese con su intento en Juan de las Viñas, puso la mira en obra de otra importancia. Pero La Jura en Santa Gadea, que se recomienda por escenas de extraordinario vigor, colorido y efectos dramáticos, sacó aún muchos versos, demasiada historia, excesivas descripciones de que hoy gusta poco el teatro, el cual pide ante todo acción e interés; y se convenció el autor de que todavía necesitaba más enmienda. Entonces, a manera de quien para enderezar un árbol torcido le dobla con extremo hacia la parte contraria, huyendo de un vicio cayó en otro en La madre de Pelayo en que siguió de cerca la Mérope, de Alfieri, que ya anteriormente había vertido al castellano; y no por falta de arte, sino por exceso de buen deseo. La exagerada economía en la explicación de algunos antecedentes, fue parte (por tratarse de costumbres sólo conocidas de gente docta) para que el vulgo dejase de entender bien La ley de raza, y de apreciar todo el interés de su magnífico argumento. Los antiguos pintaron sanos y enteros a sus dioses, exceptuando a uno que entre ellos era artífice, al cual fingieron cojo. Las obras de arte han de cojear siempre de algún lado. Sin embargo, llevan las que desde entonces trazó la experimentada pluma de Hartzenbusch, el sello de un profundo conocimiento de las verdaderas reglas clásicas y de las peculiares inclinaciones y gustos del público español, por más que la libertad, exuberancia y opulenta fantasía de algunos trabajos anteriores ofrezcan singular atractivo, como todo lo que participa de la lozanía propia de la juventud. La luz de la aurora es más brillante que la del crepúsculo vespertino.

     Poco supera y poco puede igualarse a las producciones literarias de diverso género, correspondientes al segundo período, en lo correcto, elegante, sencillo y castizo de la forma. Sobre este punto llegó a ser tan escrupuloso el poeta, que las corregía repetidas veces aun después de publicadas: tarea que le trajo afanoso hasta pocos años antes de su muerte. Nada más natural: si el entendimiento, como dice Cervantes, suele mejorarse con los años, y este beneficio se alcanza sin otra ayuda que la experiencia, �qué no se mejoraría el privilegiado del Sr. D. Juan Eugenio, que nunca dejó de estudiar y aprender? Cada día encontraba algo que enmendar en sus obras; y corrigiendo con preferencia y mayor empeño aquéllas que más estimaba y que han de vivir eternamente, no hay duda que logró perfeccionarlas. Opinan algunos que no lo consiguió siempre, y oponen: que la lima desgasta el relieve en los rasgos hermosos y característicos de la primera mano o primera intención; que el excesivo afán de razonar y justificar las cosas, encadena la fantasía; que no se retoca con el calor y el entusiasmo con que se crea; y por último, que no debe sacrificarse nunca el pensamiento a la forma, ni el efecto a la verosimilitud, porque a veces un grito inarticulado expresa tanto como el más elocuente y correcto discurso, y porque en la vida real se ven cosas tan extrañas y fuera de razón, que parecen imposibles.

     Materia es ésta larga de tratar y difícil de resolver. Para mí, sin embargo, resulta incuestionable: que no caben en el teatro todas las verdades, y que no debe sacrificarse nunca en él la verosimilitud moral; que todo pensamiento puede decirse galana y correctamente; y que no hay defectos incorregibles en las obras del ingenio, fuera de los constitutivos, o que están encarnados en el asunto. A ellos pertenece la obscuridad del nebuloso drama trágico Primero yo, que jamás, e hizo muy bien, intentó reformar Hartzenbusch. Aplaudamos que retocara sus obras, y que se conserven los textos primitivos, a fin de comparar las variantes y obtener muy provechoso estudio.

     Movió su pluma al producir tantos y tan diferentes trabajos, casi siempre la voluntad libre y enamorada del asunto; y no pocas veces, la exigencia de amigos y de empresas teatrales o periodísticas.

     Entre sus bien intencionadas producciones, a más del preciosísimo cuento Mariquita la Pelona, destinado a consolar el quebranto de una hermosa dama, a quien, con motivo de grave enfermedad, fue necesario cortar el cabello, debe mencionarse La Archiduquesita, comedia escrita expresamente para que la malograda, admirable niña Rafaela Tirado, que apenas contaba entonces (1854) doce años de edad, pudiera lucir su precoz talento y prodigiosas dotes para la escena. El ingenio de Hartzenbusch, diestro en vencer mayores dificultades, hizo un cuadro que parece fotografiado de la humana vida, clásico en la traza y en las formas, artificioso y bien ordenado, verosímil en los sucesos, natural en los afectos, animado en las tintas, discreto en las razones, y tan decente y regocijado en las burlas, como provechoso en las veras, donde su protegida recogió gran cosecha de aplausos y ganó reputación de actriz maravillosa. Todo el mundo pronosticaba glorioso porvenir a la interesante criatura; pero el 13 de marzo de 1859, el soplo de la muerte deshizo tanta juventud y tan halagüeñas esperanzas.

     Pertenecen a los trabajos forzados de Don Juan Eugenio las tres famosas comedias de magia que llevan por título La Redoma encantada, Los Polvos de la madre Celestina, y Las Batuecas, y el drama religioso El Mal apóstol y el Buen ladrón. La primera, originalísima; la segunda, trazada sobre la francesa Las Píldoras del diablo, pero tan bien acomodada a nuestro teatro, que merece carta de naturaleza española; y la última, simbólica y doctrinal, admirablemente imaginada y escrita. Decía con mucha gracia nuestro poeta, haber compuesto las tres primeras a medias con el pintor Lucini. Imposible parece que se pueda trazar nada tan literario en el género de tales producciones, el cual (más inocente e ingenioso que el llamado bufo, cuyo fin es ridiculizar y desautorizar cuanto hay de respetable y sagrado en la tierra) hoy ya, por lo común, sólo aspira a divertir el ánimo con payasadas y con la variedad de decoraciones, juegos de transformación, bailes, disfraces y comparsas. Pero las comedias de magia de Hartzenbusch enseñan algo y nos regocijan mucho, por la intervención de figuras históricas o tradicionales, por las oportunas alegorías, cultura de la sátira; y discreción de los chistes.

     Después que durante algunos años se estuvo representando en varios teatros de España con grandes productos y con afición y respeto de auditorio el drama sacro-bíblico titulado La Pasión, escrito por D. Antonio Altadill, sobre el auto de Fr. Jerónimo de la Merced, se dictó, precedido de un monumental preámbulo, el Real decreto de 30 de abril de 1856, que prohibió �la representación de los dramas sacros o bíblicos, cuyo asunto pertenezca a los misterios de la religión cristiana, o entre cuyos personajes figuren los de la Santísima Trinidad o la Sacra Familia.� Desde entonces los empresarios veían sucederse unas cuaresmas a otras, recordando tristemente las antiguas ganancias, y en vano solicitaban de los poetas un drama de la Pasión de Nuestro Señor Jesucristo en que no apareciese el Divino Redentor ni su Madre Santísima. No faltó algún autor que les contestase con esta poco reverente pregunta: �Creen ustedes que se puede hacer chocolate sin cacao, azúcar ni canela? Pero Hartzenbusch resolvió el problema escribiendo con estro soberano El Mal apóstol y el Buen ladrón, donde, si bien no salen las figuras de Jesús y María, constantemente se las ve sin verlas y se las oye sin oírlas, y el espectador las sigue anhelante y conmovido desde Belén hasta la cumbre del Calvario. �Qué mayor prueba de habilidad y de ingenio?

     También pertenece al grupo de las producciones obligadas el libro de la zarzuela Heliodora o El Amor enamorado, o sea la fábula de Psiquis y Cupido, más literario que teatral, y que, por parecer muy costosa su representación y que el éxito no correspondería a los gastos, o por otras causas, estuvo muchos años sin ver la luz pública, hasta que el vate lo dio a la estampa en la colección que lleva por título Obras de encargo. Pero al fin, muerto ya el insigne autor, se estrenó en el teatro de Apolo, con brillante aparato y hermosa música del señor D. Emilio Arrieta, a 28 de septiembre de 1880.

     Cúmpleme ahora volver atrás, si he de satisfacer a noble e irresistible impulso. Ya tengo dicho que la hégira literaria de nuestro poeta debe contarse desde que escribió Los Amantes de Teruel; que este poema fue uno de sus mayores y mejores triunfos escénicos; que si tiene obras más ajustadas a los preceptos clásicos del arte, ninguna revela tanto la espontaneidad, entusiasmo y lozanía de la juventud, y que no pudo elegir su autor un asunto de mayor interés para toda clase de personas y para todos los tiempos.

     Nuevo Prometeo, logró reanimar dos estatuas, casi enterradas en olvido completo: dos modelos que ofrecen el más hermoso testimonio del fuerte imperio de la pasión divina, alma del universo, móvil a que debe su reproducción cuanto vive en la tierra, fuerza misteriosa que enlaza dos corazones, entrambos nacidos el uno para el otro, de tal manera que sólo existan para amarse y únicamente gocen una felicidad: la de estar unidos; y sólo padezcan un quebranto: el temor de poderse ver separados; y sólo alcancen un género de muerte: su separación. Si a estas dos almas de finísimo temple las pone a prueba en su bárbaro crisol el infortunio, las lágrimas y la compasión de los pechos sensibles están de su parte; y cuando aquellos dos corazones extreman su pasión hasta el sacrificio de la existencia, siglos y siglos durará en la tierra su memoria. Y entonces �dejará de ser envidiable su muerte? No consiste muchas veces en los prósperos sucesos la dicha, sino en la grandeza y ternura que rodea a la adversidad. �Qué tiene ya que desear quien puede morir de amor? �Quién no daría, por amar como dos finas almas se amaron, el morir como murieron? Los mismos que de ellas se burlar motejándolas de necias, carcómense de envidia y son pregoneros incansables de su heroísmo.

     Ufánase todo pueblo con la historia de dos amantes desdichados; cada civilización muestra los suyos en competencia de los antiguos; cantando sus desventuras, inmortalízanse los grandes poetas. �Qué asunto más bello en su lira, que Píramo y Tisbe espirando junto a los ríos de Babilonia; Leandro, arrebatado por las furiosas olas del Helesponto, y Ero no sobreviviéndole; Carites, dando la vida por Lemolemo; Filis, por Demofonte; Laodamia, por su marido; Safo, por un ingrato? �Cuándo se olvidarán los atrevidos temblorosos besos que sellaron los labios de la infeliz Francisca de Rímini; las quejas del enamorado Macías; el estrecho abrazo de Tagzona y Hamet, que en la muerte confundió dos almas y dos cuerpos, arrojándolos desde la peña de Archidona; la fe inquebrantable y trágico fin de Julieta y Romeo, y de Lucía y Edgardo, cuyas ansias sólo hallaron término en el reposo de la tumba; y cuándo, por último, el intenso fuego de Isabel de Segura y Diego Marsilla, lauro del Turia y hermoso honor de España?

     Estudiar este afecto en su mayor pureza, penetrar en sus misterios, identificarse con él por medio de la inspiración, y encontrar su fórmula poética más perfecta, después que infructuosamente la han estado buscando seis siglos, es fortuna que lograron muy pocos, es corona que ostenta D. Juan Eugenio Hartzenbusch en el drama de Los Amantes de Teruel. Y a la manera que no habría sido completa la gloria de quien descubrió un nuevo mundo, a no haber éste surgido de las olas más lozano, floreciente y maravilloso que el antiguo, de más salutíferos y corpulentos árboles, de montes más cargados de plata y oro, de mares y ríos más extraordinarios, de peces y aves, partículas vivas del arco iris, -no habría nuestro dramático elevado a la mayor altura su poema, a no darle nueva luz, recuerdos peregrinos y preciosas noticias la historia, tesoros mil la filosofía, y las musas y la naturaleza entera su mayor pompa y atavío.

     Pero así como la belleza de cualquier asunto, en su perfección literaria extremada, no tiene más que una sola fórmula, así tampoco la útil, completa y acertada crítica; y ha de repetir sus mismas razones quien viene después, o ha de quedar muy por debajo de ellas. La crítica que del drama de Los Amantes de Teruel hizo Larra (último rasgo literario, si recuerdo bien, de aquella pluma cuyo puesto había de ocupar muy pronto un arma homicida), es de lo más notable que en su género posee la literatura española. No cause extrañeza si traigo a colación más adelante alguna especie de las de aquella crisis tan justa y con tanta unanimidad aplaudida por el público.

     Únicamente en las épocas a que es dado el triste y estéril privilegio de negarlo y destruirlo todo, pudo ponerse en duda una tradición constantísima, apoyada por eficaces testimonios y fundamentos de su verdad. Mas la fuerza de la verdad es tan grande, que derriba y oprime al fin el orgullo y soberbia de los entendimientos mediocres y raheces, quedando a cargo del tiempo y de los desvelos de espíritus generosos disipar las tinieblas y el caos en que se apacientan la vanidad y la ignorancia.

     A principios del siglo XIII vivían en la calle de los Ricoshombres, de Teruel, amándose desde el abril de su vida, Juan Diego Martínez Garcés de Marsilla e Isabel de Segura, cuya unión dificultaban la falta de bienes del galán y querer el padre de la dama hacerla esposa de Azagra, hermano del señor de Albarracín. Recabó el infeliz mancebo que esto se aplazase para dentro de cinco años, si antes el cielo no le ofrecía la gloria de pedir y alcanzar la mano de Isabel, rico y poderoso en la guerra a que toda la cristiandad se aprestaba contra los innumerables ejércitos africanos, que, ambicionando oprimir a España entera, asordaban el daban el confín de Andalucía. Hallose en la batalla de las Navas de Tolosa, y en las empresas y triunfos que de allí se siguieron, una vez roto el valladar de Sierra-Morena. Pero como invirtiese los cinco años del plazo en ganar despojos y riquezas en buena lid, pisó la tierra natal lleno de las más dulces esperanzas en el propio día y a la misma hora que daba Isabel de Segura (estrechada muy apretadamente por sus padres) su fe y su mano de esposa al rico Azagra en la parroquial de San Pedro. Corrió al templo, y alborotándose con tan inopinada vista los espíritus de ambos amantes, acongojose de tal manera el corazón de ambos, que viniendo a tierra con un desmayo, exhalaron casi a un tiempo la vida. Del dolor y lástima pasaron los circunstantes a la ira, volviendo a recrudecerse los bandos y parcialidades que dividían la población, y hubieran acudido a las armas a no mediar el clero y los venerables mártires Fr. Juan y Fr. Pedro de Pisa, que satisficieron y calmaron los ánimos con disponer que una misma sepultura juntase los cuerpos que había separado fieramente el destino, y que ésta se abriese en la capilla de San Cosme y San Damián, lindante con el cementerio de aquella misma iglesia. Honor hasta entonces a nadie concedido, que facilitaron el valor de las familias de los Azagras, Marsillas y Seguras, lo extraño del caso y la singular grandeza de aquella pasión amorosa, limpia de crimen y por su pureza y vehemencia santificada. Esto aconteció después de la primavera de 1217, siendo juez de Teruel D. Domingo Celladas.

     Hasta aquí la tradición conservada de padres a hijos en la familia de Marsilla. Pero de otra manera, aunque todos uniformes, vulgo y poetas, refieren el suceso con novelescas circunstancias. Cuentan que al volver Diego halló a la doncella desposada, consiguió esconderse en la misma cámara de los novios, y mientras dormía su dichoso rival, habló a Isabel, diole amargas quejas y oído a sus disculpas, demandando ardientemente de ella un beso, por última señal de aquel malogrado cariño. Isabel, como honrada, se lo negó y le constriñó a que se fuera; mas interpretando Marsilla esto por desamor y olvido, espiró de pesadumbre en el acto. Espantada aquella mujer hubo de despertar a su marido, refiriole su cuita y sacaron el cadáver de casa. A los funerales asistieron los desposados por mayor disimulo; pero anhelando la desventurada Isabel de Segura besar muerto a quien vivo no le era lícito, al clavar sus labios en el helado rostro de su amante, rindió el postrimer suspiro.

     Los aragoneses que dominaban en Sicilia y traficaban por toda Italia, debieron de llevar allí la fama de estos desgraciados amores, en alguna trova, de que el Bocacio por los años de 1350 pudo aprovecharse para su novela florentina de Girolanio y Salvestra, aderezándolos a su gusto y atribuyéndolos a italianos, como hizo con anécdotas de otros países, no nada escrupuloso. Canciones lemosinas y tal cual nota, que podríamos llamar doméstica, conservaron en Teruel la memoria de tan amarga desventura: con cuyos datos se extendió en forma de cuento una relación a principios del siglo XV, que ha llegado testimoniada a nosotros. Labrando, el año de 1555, nueva de antigua, una capilla de la iglesia de San Pedro, halláronse enteros los cuerpos de los amantes, en sendos cajones o ataúdes, novedad que reverdeció su nombradía, inflamó a los poetas e instigó tal vez a Pedro de Alventosa, vecino de aquella ciudad, a que escribiese en redondillas y publicase por entonces su Historia lastimosa y sentida de los tiernos amantes Marsilla y Segura, ahora nuevamente copilada y dada a luz; rarísima impresión en letra gótica, de la cual un solo ejemplar se conoce en la rica biblioteca del palacio de Blenhein (Inglaterra), propia de los duques de Malborough. (2)

     Una obrilla harto ingeniosa hubo de componer por los años de 1577, Bartolomé de Villalba y Estaña Doncel, vecino de Jérica, intitulada Los veinte libros del pelegrino curioso, y grandezas de España, dedicados al duque de Saboya, príncipe del Piamonte, donde se introduce la verísima historia de los Amantes de Teruel. Dio a la estampa en 1581 micer Andrés Rey de Artieda, valenciano e infanzón de Aragón, su tragedia de Los Amantes, librillo que es hoy de peregrina rareza, y primera obra dramática donde figuran estos célebres personajes. No mucho después se imprimió en Alcalá de Henares, año de 1588, el Florando de Castilla, lauro de caballeros, compuesto en octava rima por el licenciado Hierónimo de Güerta, natural de Escalona: y al canto noveno, entra por modo de episodio la celebrada historia de los amantes. Cuya fama llegó a ser tal en estos reinos, que, por ello, visitó Felipe III la iglesia de San Pedro en los días 3 y 4 de septiembre de 1599, cuando estuvo en Teruel, de paso para Valencia, al tiempo de su matrimonio con la Reina Doña Margarita: así parece de la relación impresa de aquella jornada. Juan Yagüe de Salas, secretario de la ciudad, compuso e imprimió en Valencia, año de 1616, su epopeya trágica de Los Amantes de Teruel, en veintiséis cantos, que continuó su hijo Agustín, bien que este segundo trabajo aún permanece inédito.

     Nadie se había atrevido hasta aquí a dudar acerca de un hecho incontestable, cuando en 1618 vino a calificarlo de fabuloso la Historia eclesiástica y secular de Aragón, publicada por Blasco de Lanuza, fundándose en que no hacían mención de él ciertos anales de la villa, ni escritores clásicos y de autoridad, ni letreros de mármol, como si por los historiadores graves que erizan sus discursos de tratados, negociaciones y batallas, se escribiese renglón de tantos infortunios domésticos, de tantas muertes de pena y de dolor que diariamente ocurren, y se dan al olvido a la hora de sucedidas. Pero el pueblo, que tiene su gusto particular histórico, hace más caso de estas aventuras tristes, que de los escarceos y zapatetas de los historiógrafos; y tanto como el dicho ligero, desabrido y solemne de éstos, vale la tradición constante, fija y respetuosa de aquél. Sintiéronse de ello el clero y las personas instruidas, que nunca imaginaron se atreviese nadie a negar un suceso como el de los amantes, y trataron de buscar documentos que lo comprobaran. Dieron efectivamente en el archivo del ayuntamiento con la relación y rota del siglo XV, inclusa en unos curiosos anales de Teruel; exhumaron a 13 de abril de 1619 los restos de Isabel y Marsilla, que estaban en sus dos féretros, y vieron en el del varón un escrito que decía así: �Este es Diego Juan Martínez de Marsilla, que murió de enamorado.� Extendiose acta de todo y se protocolizó testimonio, instrumento que por fortuna pareció en 1822, para desvanecer nuevas dudas, suscitadas a principios del siglo actual con motivo de una relación falsa que existía en la parroquial de San Pedro.

     De aquí tomó vuelo nuevamente la tradición; y una vez llevada al teatro, hiciéronla en repetidas ocasiones asunto de sus dramas los poetas, y con esto popular y famosa por dilatados siglos. Ensayó en ella su numen Tirso de Molina, cuyos pensamientos y palabras reprodujo el Dr. Juan Pérez de Montalbán. Pero todos los dramáticos han traído equivocadamente el suceso al año de 1535, el mismo de la gloriosa jornada de Carlos V sobre Túnez.

     El primer libro de geografía en que se recuerda la historia de los enamorados, es el Atlas de Bleu, impreso en Amsterdam, año de 1672.

     Desde 1619 permanecieron los ilustres esqueletos, con abandono a merced de los curiosos, en la iglesia parroquial; pero en 1708, por la obra nueva que allí se hizo, fueron trasladados al claustro inmediato, y colocados de pie en un armario poco digno dentro de la pared, donde permanecieron recibiendo visitas, favores y disfavores de cuantos pisaban aquella población, hasta que en 1854 se les labró digno y honroso monumento a manera de templete, en un salón que da al claustro, y cuya antigua bóveda bizantina le realza. Ocupa el centro del monumento muy rica urna de cristal, y continúan allí de pie, como antes, los dos esqueletos: el de Isabel a mano derecha, cubiertos con delicados cendales desde la cintura a la rodilla.

     Concluyamos formando catálogos de las posteriores noticias bibliográficas relativas a tan famoso acontecimiento. -1780. D. José Tomás Garcés presentó a S. M. una Memoria genealógica, justificada, de la familia que trae el sobrenombre de Garcés de Marsilla; y cinco años después vulgarizó un extracto de ella el Memorial literario de Madrid. -1789. En Murcia se imprimió un Diario de la marcha del regimiento de Dragones de Numancia, desde Navarra a Murcia, en 1788, por D. Manuel Fernández de Salazar, donde se canta el mayor lauro de Teruel. -En 1808, y en Madrid, D. Isidoro de Antillón dio a la estampa sus Noticias históricas sobre los Amantes de Teruel; pero falto de documentos útiles, no apreció atinadamente la verdad. Antes habían visto la luz en el papel periódico intitulado Variedades de Ciencias, Literatura y Artes, que dirigía Quintana. -A 19 de enero de 1837 estrenose con desusado aplauso en el teatro del Príncipe, el drama Los Amantes de Teruel, en cinco actos, en prosa y verso, de D. Juan Eugenio Hartzenbusch. -En 1838, las prensas de Valencia publicaron la novela de Marsilla y Segura o Los Amantes de Teruel, historia del siglo XIII, por D. Isidoro Villarroya. -En el mismo año, la Noticia histórica de la conquista de Valencia, por D. Luis Lamarca, que toca este particular. -Cuatro años después, en la propia ciudad, sacó a luz D. Esteban Gabarda su Historia de los Amantes de Teruel, escrita con claridad y acierto, acompañada de curiosos documentos y de excelentes observaciones críticas. -En 1843 insertó notable artículo de Hartzenbusch sobre el mismo asunto, el periódico intitulado El Laberinto, correspondiente al 16 de diciembre. -Y lo último que ha salido de molde en el particular, son cuatro pliegos impresos en Valladolid, año de 1852 (extracto de la novela valenciana de 1838), que venden los ciegos por las calles.

     Contra el silencio de las crónicas españolas, contra la novela del Boccacio, contra las dudas de Lanuza y Antillón acerca del suceso prodigioso de los amantes, existen sus cadáveres en Teruel, una tradición no interrumpida de seis siglos, y un muy antiguo escrito: con lo cual basta para tener el hecho por verdadero. Razón es ya volver al drama que ha puesto en mis manos la pluma.

     Ufanábase, hacia los primeros días de febrero de 1837, el que todos apellidaban mordaz, maldiciente y satírico, el desenfadado Larra, tributando elogios con sinceridad y entusiasmo al hombre modesto que, sin pandilla literaria ni alta posición que le abonase, en veinticuatro horas supo convocar a un pueblo, conmover su corazón y esclavizar su juicio, arrancarle vivos aplausos y aclamaciones legítimas, conquistándose nombre imperecedero. Ponderaba la dificultad que ofrecía el asunto por su publicidad misma, por lo intenso del amor de los héroes, que la tradición y la imaginación abultan a lo infinito; y sobre todo, por los obstáculos que debían removerse para persuadir al auditorio que la amante podía dar su mano a quien no fuese dueño de su corazón. �Era preciso (dice) poner a Isabel en posición tal, que sin menoscabarse en nada lo sublime, lo ideal de su pasión, pudiese aparecer casada, y casada voluntariamente; pues sólo voluntariamente puede casarse quien puede morir. El autor, con raro tino, ha encontrado el secreto de ese resorte dramático en la misma virtud, en la perfección misma de su protagonista, inventando un episodio bellísimo en la pasión criminal de la madre de Isabel; preparada con tal discreción, que cuando el espectador la sabe, como llega a su noticia acompañada del castigo y de las angustias de delito, hace más sublime a esa misma madre. Rodeada la doncella por todas partes, creyendo que su amante le ha faltado, cumplido el plazo, estrechada por el honor y la felicidad de su madre y por los inmensos beneficios de Azagra, cede, no a la seducción ni a la inconstancia, sino al deber. Pero Azagra no es un monstruo: es un hombre locamente enamorado, con quien el espectador llega hasta a reconciliarse. De esta suerte preside al drama, no la maldad, sino la fatalidad, la infausta hermosura de Isabel, causa y origen de propias y ajenas desventuras.

     �Marsilla, luchando a brazo partido contra la fatalidad, es una creación llena de valor y entereza. Pobre, se enriquece; el amor de una mujer se atraviesa como un obstáculo insuperable a su felicidad; torna a su patria, y en el momento más crítico es sorprendido por unos bandoleros que no pueden comprender, cuando le roban su tesoro, que le roban, con el tiempo, la vida. Las campanas le anuncian que Isabel está casada; el crimen es el único recurso que le queda; un vínculo sagrado le priva de su bien. Es sacrílego, es injusto.

                              -En presencia de Dios formado ha sido.
-Con mi presencia queda destruido.

Respuesta, por lo menos, tan sublime como el famoso Qu'il mourut de Corneille.

     �Está escrito el drama con pasión, con fuego, con verdad: excelentes la versificación y estilo; castizo y puro el lenguaje; bien guardados los usos y las costumbres de la época. Animemos al poeta a proseguir su brillante carrera, no ya como jueces de su obra, sino como émulos de su mérito, como necesitados de sus producciones. Y si oyese el cargo vulgar de que el amor no mata a nadie, responda que las pasiones y las penas han llenado más cementerios que los médicos y necios; y aun será mejor que a ese cargo no responda, porque el que no lleve en su corazón la respuesta, no comprenderá ninguna.�

     Medio siglo de no interrumpidos aplausos y la admiración de toda España y de los extranjeros, han confirmado los elogios del excelente crítico; y cuantos pueden adivinar la suerte de la literatura moderna española, saben que a las edades venideras pasarán Los Amantes de Teruel, de Hartzenbusch, como joya preciosísima. Túvole justamente su autor mayor cariño que a otra ninguna de sus obras, contemplándola con la ternura que un padre a un hijo sabio y virtuoso, afanándose en retocarla y atildarla constantemente. Larra, con su exquisito gusto y buen juicio, tachó de recargado el papel de la madre, advirtiendo que �no es lo que se dice a veces lo que hace más efecto, sino lo que se calla o se deja entender, y que existe un pudor en el mismo corazón del culpable, que le hace evitar el nombre de su falta.� Esta observación, otras de personas doctas y bien intencionadas y el veneno de los maldicientes, que el sabio convierte en medicina, inspiraron la refundición que se halla inserta en el tomo XLIX de la Colección autores españoles, publicada por Baudry (París, 1350), y otra posterior que el público saboreó no mucho después en el teatro Español. En ambas redujéronse a cuatro los actos, algunas escenas de prosa vinieron a transformarse en otras de verso, la traza y disposición de la fábula ganó en regularidad y sencillez, desaparecieron los lunares en que se puso lengua, el cuadro quedó más harmonioso y correcto, y subió de punto la perfección de una obra que rayaba donde más alto puede rayar el ingenio humano.

     El público, sin embargo, echó de menos ciertas frases que guardaba en la memoria, tal fue borrada que no debía ceder su puesto a otra ninguna. Parecíale mejor que lo nuevo lo antiguo, en aquellas delicadísimas estrofas:

                              Desde los años más tiernos
fuimos rendidos amantes;
desde que nos vimos... antes
nos amábamos de vernos.
Y parecía un querer
tan firme en almas de niño,
recuerdo de otro cariño
tenido antes de nacer.

     Y no podía llevar en paciencia que se hubiesen alterado los gallardos versos

                              Mi nombre es Diego Marsilla,
y cuna Teruel me dio:
ciudad que ayer se fundó
del Turia a la fresca orilla.

     �Qué importa que la que hoy decimos ciudad sólo fuese villa en aquel siglo? �Pues qué, no había sido ciudad en remotísimas edades, llamada Turúlicum, nombre derivado quizá de el del río Turia o Guadalaviar y de donde provino el de Teruel? Paséanse muy orondos por esas benditas calles de Dios muchos hombres de entendimiento acompasado y estrecho en que sólo caben media docena de especies, frases y palabras, los cuales, si no las hallan en la obra ajena que se les pone a tiro, o las ven algo diversas de las que se les metieron en el caletre, cierran el libro al punto y menosprecian al autor por gigante que sea, o a buen componer, le acribillan a inclementes alfilerazos. Decía Isabel la Católica deberse oír a todos, pero hacer cada cual de por sí lo que entienda buenamente que le cumple hacer. �Locura grande prestar oídos a la vulgar, falsa y engañadora crítica, semejante a las moscas sucísimas que empuercan de negro lo blanco y de blanco lo negro!

     En cambio, los hombres de buena voluntad, de bien cimentado saber, de gusto fecundo y exquisito, cuantos en el arte contemplan un sacerdocio, un reflejo de la luz divina, �qué no gozaron y gozan con la refundición última de Los Amantes de Teruel! Aquella madre, egoísta, dura, terca, inflexible en el drama primitivo; aquella madre, que al bien y a la felicidad de su hija antepone la propia conservación del crédito de honrada; aquella madre, que pide a su hija, con sequedad de fiera, sacrificios que ella no había sabido hacer para conservar in inmaculada su honra; aquella madre, de sentimientos por dicha impropios de la naturaleza humana, adquiere en la refundición cuanta verdad y cuanta belleza son imaginables. Ya nada vale tanto para ella como la ventura de su hija; opónese ya resueltamente al sacrificio de Isabel; la esposa que una vez cayó y supo levantarse para no volver a caer más, ostenta la aureola del arrepentimiento y la vivísima del santo y dulce amor de madre. �Triunfo admirable del estudio bien encaminado, de la observación fructuosa, de prócer ingenio! �Qué diferencia entre el primer bosquejo de la madre y la estatua esbelta, correctísima, noble, humana, llena de grandeza y hermosura, que el bizarro artífice, el soberano Hartzenbusch ha sabido legar al aplauso de los siglos venideros! En 1836, desquiciado el orden social, hechas ludibrio de los revolucionarios la santidad del matrimonio y la dignidad de la madre, vida, sostén y esplendor glorioso de la familia, y envenenado el aire que respiraba el poeta, su mucho entendimiento se ofuscó y vino a crear un monstruo inverosímil en lugar de una figura humana. Serenados los ánimos, vuelta a su cauce la sensata opinión sobre los hombres y las cosas, al fin hubo de hacer su oficio la saludable reacción del buen gusto, en quien literariamente le tenía muy bueno, y, a la mujer que tuvo en sus entrañas a la infortunada Isabel de Segura devolvió los sentimientos inherentes al amor de madre, solícito siempre, desinteresado y puro.

     Quien no vaciló en llevar a cabo esta buena obra, recibió en el instante mismo la recompensa, acudiendo a realzar a maravilla su drama nuevos aciertos y envidiables primores. �Dónde nada tan bello, dónde sentimiento más delicado, pintura más viva, interés igual, tantos rasgos sublimes como en la escena 4.� del acto 4.� entre el moro Adel y la amada de Marsilla? Allí están frente a frente dos civilizaciones: la mahomética ciega, fatalista, bárbara por su esencia; y la cristiana, todo abnegación, caridad y heroísmo. Quizá sea es escena la mejor de la obra. Por este moro llega a noticia de Isabel, casada ya, que Marsilla vive, que le es fiel, y ha llegado al pueblo y la va llamando a voces por las calles:

                               �Eterno Dios! �Qué felices
Nacimos!... �Cuándo ha llegado?
�Cómo es que me lo han callado?...
Y tú �por qué me lo dices?

     Del mismo Adel oye la triste que en su propia casa ha buscado refugio la Sultana de Valencia, origen y móvil de su terrible infortunio. �Qué fiera lucha se traba en su corazón de cristiana y amante entre los encendidos instintos de nuestra viciada sangre, que le arrastra a ser cruel, y la fe del Crucificado, que le manda vencerse y perdonar!

                              Sean de mi furia jueces
Cuantas pierdan lo que pierdo.
�Jesús! Cuando yo recuerdo
Que hoy pude... �Jesús mil veces!
Ella con feroz encono
Mi corazón desgarró...
Me asesina el alma... Yo
La defiendo, la perdono.

     Y al contemplar tanta variedad de encontrados afectos, dramática, bella, admirable, es imposible dejar de rendir, en tributo de justa y merecida alabanza, un entusiasta recuerdo a la Sra. Doña Teodora Lamadrid, actriz de entendimiento prodigioso y de maestría, singular en el difícil arte de Máiquez y Talma, que volvió a la vida en el teatro Español a Isabel de Segura, con la poesía en el rostro, en el ademán, en el acento, en la pasión tan verdadera como ideal de aquella desdichada amante.

     En esta admirable producción halló la fórmula perfecta, que durante seis siglos anhelaba hallar, la sublime desventura de Isabel y Marsilla. Pero muy puro ciertamente debió de ser el afecto de ambos, cuando sin mancha ha llegado a nosotros su memoria; y casi imposible debe parecer a las gentes la fuerza de tanto amor, cuando extrañándola y resistiéndose a darle crédito la generación presente, fue preciso que a nuestra sociedad sin fe ni virtudes apostrofase desdeñoso un suicida.

     Me he detenido tal vez demasiado en hablar del insigne dramático, porque aventajándose a sus otras hermanas las Musas del Teatro, fueron con él pródigas de los más lozanos e inmarchitables laureles. Quien supo emular con Esquilo y Shakespeare, y competir en ingenuidad y sazonadas gracias con Tirso, y en galanura y donaire con Lope de Vega, nunca se llegó a sentar en el Parnaso junto a Píndaro, Herrera y Fr. Luis de León. No tiene arrebato lírico Hartzenbusch; mas, en cambio, le realzan ingenio y agudeza, y natural soltura y aptitud para el verso corto. La concisión es rasgo distintivo de su numen, y éste, español a toda ley. Cuanto le inspira está vaciado en la misma turquesa de lo bello, castizo, gallardo y elegante de nuestro Cancionero y Romancero.

     Quizá en ocasiones adolece de la vaguedad poética y del espíritu un tanto soñador de los alemanes; pero en nuestro vate júzguese esto accidente, y el pensar y escribir a lo español, naturaleza. Por la forma es siempre original, y en sus obras todo es grano. Muy lejos de ellas lo palabrero, hinchado y ampuloso, lo baladí con que suelen disfrazarse la ignorancia y el mal gusto.

     Sabe Hartzenbusch ser tierno y delicado y ostentar sensibilidad verdadera en las composiciones líricas Al busto de mi esposa y en la despedida a las insignes actrices Doña Bárbara y Doña Teodora Lamadrid. �Qué modelo de feliz interpretación, de grandeza y majestad, de variedad de tonos, al españolizar La Campana, de Schiller! �Qué novedad e intención en las fábulas!

                    A un peral una piedra
   tiró un muchachuelo,
y una pera exquisita
   soltole el árbol.
   Las almas nobles
por el mal que reciben
   vuelven favores.

�Qué bello, qué tierno, qué delicado, qué bien sentido el romance La cama de matrimonio! En su género, por ventura no tenga nada mejor el Pindo castellano.

     El oído exquisito de Hartzenbusch y su mucho conocimiento de nuestra lengua acertaron a dar el ritmo propio y característico, ya al verso, ya a la prosa, con lo cual ocupa lugar digno y aventajado entre nuestros primeros poetas y prosistas. En los cuentos seduce por su gracejo y soltura maravillosos, les da vivo interés dramático y no olvida introducir en alguno, para maleante risa del vulgo, a tal cual de esos hombres pobres de magín y cortos de alma que historió el diestro pincel del sabio maestro Ferruz en su corónica de los varones famosos non conoscidos.

     Con llave de oro cierre este desaliñado estudio mío el retrato magistral de Hartzenbusch, que en junta pública de la Real Academia Española, hubo de ofrecer a muy selecto auditorio el Sr. D. Manuel Tamayo y Baus, gloria de tan preclara Corporación literaria y gloria envidiable de nuestro moderno teatro español. He aquí sus palabras:

     �El último en abandonarnos fue el excelentísimo Sr. D. Juan Eugenio Hartzenbusch, muerto para lo terreno el 2 de agosto del año pasado, a los setenta y tres años de edad. Algunos antes había empezado a decaer velozmente, y en muy largos días no fue sino débil pavesa que infundía lástima y espanto a los que tuvieron el triste gozo de verle mientras iba acabándose aquella vida tan preciosa y tan bien empleada.

     �Se distinguió como escritor correctísimo y elegante, como erudito y como poeta lírico y dramático. En nuestra primera junta, después de su muerte, fue proclamado autoridad de la lengua española. Entre las más apreciables cualidades de su estilo, descuella la concisión. Ningún autor, antiguo ni moderno, le aventaja en el difícil arte de decir las cosas pronto y bien. De su mucho saber y singular perseverancia dan testimonio trabajos de varia índole y las ediciones de los teatros de Lope, Tirso, Alarcón y Calderón, que avaloran la Biblioteca de Rivadeneyra. Su discurso de recepción en esta Academia, es joya de elevada crítica y acendrado gusto. Cualquiera de sus composiciones poéticas o prosaicas, puede servir de modelo para aprender a escribir en castellano. En sus poesías líricas, en sus apólogos, en sus comedias, brillan galas y primores inestimables, y en Los Amantes de Teruel, uno de los mayores triunfos del ingenio dramático en la patria de Calderón. Si este drama no supera en belleza a todos los que en las dos últimas centurias se han escrito, no se le posponga, por lo menos, a otro ninguno.

     �También Hartzenbusch sintió el azote de la crítica, y aunque tuvo ardientes defensores (como alguien que me escucha, (3) y cuya buena acción recuerdo, porque las buenas acciones no deben olvidarse), tal vez las injustas censuras fueron motivo de que no favoreciese al teatro nacional con mayor número de obras. Ciertas diatribas han de ocasionar, al que es objeto de ellas, profunda amargura o profundo desprecio. No honra el desprecio a quien le siente; pero no hay coraza mejor contra los tiros de la envidia. Al regocijar la escena con su deliciosa comedia Un Sí y un No, estimó necesario ocultar su nombre, como Bretón había ocultado el suyo cuando se estrenó �Quién es ella? �Tierra singular esta amadísima patria nuestra, en que da miedo llevar un nombre glorioso!

     �Fue Hartzenbusch de pequeño cuerpo y de semblante muy expresivo; humilde en su porte; de costumbres sencillas; nada aficionado a los placeres tumultuosos del mundo; grave y formal, aunque no adusto ni severo; propenso a manifestar con risa momentánea, que a menudo parecía fenómeno meramente físico, muy diversos movimientos del ánimo; prudente y comedido; parco en el hablar; siempre igual en su manera de producirse; ordenado y metódico; dócil y sosegado, más por hábito que por temperamento; alguna vez en la disputa o controversia, tenaz y vehementísimo, tan memorioso, que era índice vivo de todos nuestros clásicos; tan ingenioso, que no tuvo contrario mayor que la excesiva sutileza; amigo de disculpar y defender errores gramaticales o lingüísticos en que él no incurría jamás; pródigo de su erudición en bien de los menesterosos; héroe de paciencia con los aprendices de literato; caritativo encomiador de lo mediano o baladí; mudo para la propia alabanza; exacto cumplidor de todas sus obligaciones.

     �A diferencia de Escosura, Oliván y Ayala, nunca tomó parte en la política; pero constantemente profesó ideas liberales, que le hicieron llevar sin pena sobre sus no robustos hombros el fusil de miliciano nacional; y aunque enemigo por naturaleza y por reflexión, del ruido y el desorden, si eran ocasionados en nombre de la libertad, los soportaba con paciencia. Gozábase en recordar su origen.

                                 La tercia rima con trabajo acoplo:
Más fácil instrumento necesita
diestra que manejó mazo y escoplo.

     �Encomio, que no sólo disculpa, merece tal linaje de vanidad. Las grandes cruces de Isabel la Católica y de Carlos III mostraron todo su fulgor en el pecho de este hijo de honrados padres y feliz artesano, a quien desde el taller en que manejaba el mazo y el escoplo, fue dado levantarse al inmortal seguro de la fama bien adquirida.

     �Ufanábase también de haber pretendido en sus mocedades la plaza de conserje de esta Corporación. Llegué tarde -decía,- la plaza estaba dada. Para entrar en la Academia tuvo, pues, que aguardar a que en 1847 se le diese, no precisamente la plaza de conserje, pero sí una de Académico de número; y nunca fue nadie más digno de tan preciado galardón. Necesita la Academia hombres afamados que, con su gloria, la hagan brillar, y hombres laboriosos que con su trabajo la hagan vivir. Hartzenbusch la sirvió de uno y otro modo. Contribuyó a mejorar el Diccionario en sus ediciones de 1852 y 1869, y en la duodécima habrá muchas definiciones suyas de vocablos de artes y oficios. En la Gramática, y particularmente en la Ortografía, queda abundante muestra de su estudio y aplicación. Asistió a mil trescientas veintisiete juntas, y por acuerdo tomado a una voz, se le consideró presente a otras doscientas veintisiete sesiones. Cuando le preguntamos si tenía condiciones para ser elegido Senador por la Academia, contestó negativamente. La ley pedía a los Cuerpos científicos y literarios hombres cargados de laureles, pero no enteramente desprovistos de dinero. La sabiduría y la pobreza andan en el pueblo de Cervantes muy bien avenidas. Hartzenbusch no tenía treinta mil reales de renta anual. Este gran literato, en quien el profundo saber y el gallardo ingenio vivieron en paz prestándose mutuamente ayuda como buenos hermanos, pudo, sin embargo, enriquecerá su patria. La enriqueció de gloria. Su nombre será siempre acatado en esta Academia y donde quiera que se hable la lengua española o se rinda culto a la belleza literaria.�

AURELIANO FERNÁNDEZ-GUERRA Y ORBE.



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La rosa amarilla

                                  Amarilla volviose
            la rosa blanca,
por envidia que tuvo
           de la encarnada.
 
         Teman las niñas
convertirse de blancas
           en amarillas.


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Los mandamientos de España

                                 Dicen que locos y niños
hablan siempre la verdad:
la lengua de un niño loco
debe ser la más veraz.
    Un niño demente había,
que en medio de achaque tal,
iba, sin embargo, dócil
a la escuela del lugar.
    El maestro, que observó
que era el loco algo capaz,
quiso que de la doctrina
supiese lo principal.
    -�Cuáles son, le preguntaba
un día para probar,
los mandamientos de Dios
que rigen la cristiandad?
    -A los hombres, dijo el chico,
diez impuso en general,
y después a las naciones
otros en particular.
    Dios manda que España tenga
trono firme y libertad,
montes, caminos, marina...
y el peñón de Gibraltar.


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El uso de la libertad

                                     ��Viva la libertad!� Así gritaban
juntos con recia voz por largo rato,
al verse libres de su duro encierro,
una marmota, un gato,
un colorín y un perro,
que antes en un cortijo suspiraban,
víctimas del poder y los caprichos
de un labrador aficionado a bichos.
-�Qué se hace, compañeros?,
preguntó el colorín, pues es costumbre
de bestias a la vez y caballeros
que el promotor de las cuestiones sea
la cabeza más ruin de la asamblea.
Yo, prosiguió diciendo muy ufano,
puesto que terminó la servidumbre,
y en ella me enseñaban vanos sones,
quiero desde hoy con ellos al tirano
silbar, y confundirle a maldiciones.
-Yo, dijo la marmota,
buscaré un agujero
para dormir en él un año entero.
-Aquí, el gato exclamó, según se nota,
por los collados hay y los ejidos
multitud de conejos y de nidos:
ya que se me presenta buena traza,
contrabandista me hago de la caza.
-Yo, prorrumpió sagaz el perdiguero,
como que libre y suelto bien me lamo,
voy libremente a ver si encuentro un amo.
 
    �De tan indigno modo
Empleó la cuadrilla emancipada
la libertad dulcísima anhelada!
Para las almas nobles ella es todo;
para egoístas, nada.


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La vuelta del emigrado

Elegía

                                   Yo os vi desarraigar, olmos lozanos,
Del nativo plantel; yo vi los fosos
Abrir en larga hilera, donde vida
Nueva os dio la común próvida madre;
Yo os vi las ramas extender nacientes,
Y de tierno follaje revestiros.
Niño yo entonces, vuestro liso tronco
Ceñía con la mano; ya ni os puedo
Con ambas abarcar. Ruda corteza
Los caracteres deformó, que un día
En vosotros grabé, cual en mi rostro
La mano de la edad y la desgracia
Trocaron �ay! en repugnante ceño
Los dulces rasgos de la infancia hermosa.
 
   En otro tiempo para mí de dicha
Me visteis de la cítara sonante
Pulsar las cuerdas por la vez primera,
Y ufano celebrar el fausto día
En que la patria respiró. Sobre este
Duro peñasco destrocé furioso
La libre lira, cuando hueste inmensa
Descendió de la cumbre de Pirene,
Para arrasar el venerando templo
Que a la alma libertad alzara España.
�Cuál es el árbol de vosotros, donde
Di reclinado lágrimas ardientes
De la patria infeliz a la ruina
Al deciros adiós? �Cielos! �qué miro!
�No era aquél? Sí. �De la segur despojo
Fuiste al fin!... �Como tantos inocentes
Que bárbara inmoló la tiranía!
Pero tú, más feliz, árbol querido,
Vuelves a renacer en ese bello
Vástago que a tu pie brota pujante,
Y las vidas �ay, Dios! que en el sepulcro
La mano sumergió del despotismo,
Para siempre jamás en él se hundieron.
 
   Pero estas melancólicas memorias
Abandonemos ya. La patria vuelve
De nuevo a respirar el aura pura
De libertad; y a saludaros torno,
Árboles, otra vez. No ya, cual antes,
Mancebo, de venturas coronado,
No. Huérfano me veis, sin bienes, seca
Del padecer la fuente de mi vida.
corta será su duración; mas si oye
La Parca ruegos de quien no la teme,
Cuando tendido a vuestra sombra entone
Con falleciente voz, en llanto ahogada
Los números que en días más serenos
Vosotros me inspirasteis, vibre el golpe
Crüel entonces; y la vida mía,
Donde canté la libertad, acabe.

29 de Mayo de 1834



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El amante desdeñado

                          Desierta observo la feliz ventana
Descanso de los brazos de mi esquiva;
Ni su mágica voz se oye lejana,
Ni suena su laúd, ni fugitiva
Su sombra vaga en el opuesto muro,
En cuyo lienzo con la noche obscuro
Vierte la luz que arroja
La estancia refulgente
Su claridad amarillenta y roja,
Mírola yo impaciente;
Y haciéndome traición la fantasía
Se me figura percibir abierta
De un mundo de placer y de alegría
La esplendorosa puerta;
Y espera el corazón a cada instante
Que del hermoso Edén que ve delante
Mensajero aparezca de ventura
Un ángel de bondad y de hermosura.
 
   �Ay del amante que suspira en vano,
�Ay del que busca amor y halla desvío!
Naufraga y a un bajel tiende la mano,
Y se la hiere marinero impío;
Y en ciego desvarío,
Mientras vigor alcanza
Sigue la senda cándida espumosa
(Fiel símbolo de frágil esperanza)
Que en la rizada superficie undosa
Tras sí bullendo deja
La quilla envuelta en cobre
De la nave que rápida se aleja.
Lucha el mísero y vence la pujanza
Del piélago salobre,
Que brama de que el hombre le resista;
Lucha hasta que se esconden a su vista
Sobre el hirviente azul la espuma blanca,
Tras el hirviente azul la obscura punta
Del mástil elevado.
Exhala el nadador desesperado
Un ay entonces que el dolor le arranca,
Cierra los ojos y los brazos junta,
Y entrega al mar con despechado arrojo
Su cárdeno cadáver por despojo,
Que se sepulta como piedra inerte;
Porque la acción robándole a la muerte,
Con la esperanza, en su veloz huída,
De aquel hombre que fue salió la vida.
 
   Heme al pie de la reja sabedora
Del congojoso afán del pecho mío,
Que una sierpe abrigó que le devora.
Heme aquí, donde pierdo
Los ayes que en liviano desacuerdo
Del triste corazón al aire envío.
Sedientos de gozar mis ojos vagan
Por la región fantástica risueña
Donde ilusiones pérfidas me halagan,
Donde feliz el ánima se sueña;
Y la espalda entre tanto
Vuelvo a la realidad, embebecido
En el goce ideal del bien fingido:
Porque es en este mar de acerbo llanto
Privilegio el mayor de los mortales
Poder entre el delirio y el olvido
Soñar placeres padeciendo males.
 
   Y males son los que la noche anuncia
Lóbrega y temerosa;
Males la voz del huracán pronuncia
Tronando estrepitosa;
Y el rayo serpeando por la esfera,
Escribe en letras de color sangriento
La sentencia fatídica severa.
Fuego despiden que requema el viento
El macizo sillar y la ancha losa,
Cual si volcán sepulto
De Madrid bajo el sólido cimiento
Tenaz abriese con empuje oculto
Paso a la llama que su seno encierra,
Taladrando las capas de la tierra.
De la nube que vela el firmamento
Desprendiéndose rara, el suelo azota
Gruesa, pesada gota,
Cuyo golpe levanta
Del polvo humedecido
Repugnante vapor, hálito ardiente;
Con voz lúgubre canta
El agorero pájaro en su nido;
Del benéfico sueño abandonado,
Con el cuchillo de la fiebre herido,
Lanza infeliz doliente
Sobre potro de pluma
Penetrante gemido prolongado;
Vil pesadilla abruma
La mente de la púdica doncella,
Germen fatal desenvolviendo en ella;
Y de su labio, del coral envidia,
Voz que huye, con afán articulada,
Descubre las quimeras con que lidia,
Y amedrenta a su madre desvelada.
Gime cada morada,
Que bajo cada techo
Sufre en sueños fantástica tortura
Quien no se agita en doloroso lecho:
Y al gemir allegándose el zumbido
Del aire que murmura,
Y la voz del cuidoso centinela,
De las nocturnas aves el graznido,
Y al ronco trueno que la sangre hiela
El son de religiosa campanilla
Y el susurro de rezo misterioso,
Que se oyen y se dobla la rodilla,
Por sí temblando el corazón piadoso,
Naturaleza en confusión tan fuerte
Manda al hombre temer próximo daño;
Y yo en delirio extraño,
Provocando a la suerte
A que con brazo de rigor me oprima,
Quieto en la orilla estoy de la honda sima
Que socava a mis pies el desengaño.
* * *
   Sobrado conozco, bellísima ingrata,
Que no hay en tu pecho amor para mí;
Si empero piadosa te hallara mi pena,
Tornárase gozo mi triste gemir.
 
   No aspiro a que empañe tus claros luceros
De llanto amoroso rocío feliz,
Ni pido a tu labio que trémulo se abra,
Y lánguido diga dulcísimo sí.
 
   De insecto pequeño, que es átomo vivo,
La estrecha pupila no alcanza a medir
La curva gigante que ciñe los orbes,
Y caben en ella mil mundos y mil.
 
   Tú numen de amores, tú sol de hermosura
Si quiero a tu esfera la vista subir,
Hundido en el polvo del suelo me miro,
Y tú te me escondes detrás del cenit.
 
   Mas si es tu belleza de estirpe divina,
�Por qué sus blasones desmientes así?
Con rostro de cielo, con alma de fiera,
Mirarte es amarte, y amarte sufrir.
 
   Al ídolo salta la sangre que arroja
De víctima herida la humilde cerviz;
Y al ídolo en vano su turbia mirada
La res inocente levanta al morir.
 
   Así cada día con frente serena
Los ayes escuchas, que vuelan a ti,
De aquél que postrado te muestra la llaga
Que hicieron tus ojos con dardo sutil.
 
   La queja del triste regala tu oído,
Porque es de tu triunfo bastardo clarín:
También el balido de inerme cordero
Deleita a la tigre que asalta un redil.
 
   De lloro y suspiros al alma impusiste
Acerbo tributo que ya te rendí:
�No habrá una sonrisa, no habrá una mirada
Que a tantos rigores dé plácido fin?
 
   �Ah, sí! yo confío; mi amor me asegura.
Perdóname �oh bella! si no conocí
Qué máscara adusta de fiero desvío
Sagaz ocultaba legítimo ardid.
 
     Quisiste que en rudo crisol de desdenes,
Mi fe sus quilates hiciera lucir:
Vencida la prueba, la harás de tu seno
Joyel con que adornes su puro marfil.
 
   Quizá de mi gloria ya toco el instante.-
Su voz se ha escuchado, sus pasos oí.
Balsámica el aura me avisa que llega,
Y el alma a los ojos se quiere salir.
 
   �Oh! ven a esa reja; ven ya, mi señora,
Y dulce tu labio de fino carmín,
Vertiendo en mi pecho raudales de gozo,
Le dé la esperanza de un plácido sí.
* * *
   Cortó la voz al desdeñado amante
Otra voz de suavísimo sonido,
Lisonja sospechosa del oído,
Caricia de enemigo mofador.
 
   Palabras de pasión brotando ardientes
Oyó el tímido siervo a su tirana,
Y creyó que al dintel de la ventana
Llegar no la dejaba su rubor.
 
   �Tú eres mi único bien,� ella decía;
�Tuyo es mi pecho que leal te adora;
Cesa de darme nombre de señora,
Que ya de tu querer esclava soy.�
   �Premio debido a la constancia firme,
Sabré en halagos desquitar desdenes;
Contigo ya mi pensamiento tienes,
Y en esta mano el corazón te doy.�
 
   Y viéronse dos sombras en el muro,
Frente de la ventana luminosa;
Y asido de la mano de su hermosa,
Un doncel a la reja se asomó.
   Un amargo gemido a los amantes
Pudo turbar en tan feliz momento;
Mas le apagó con su zumbido el viento,
Y la noche ocultaba al que gimió.


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La muerte

                                    Miradle: sobre púrpura sentado,
La copa del placer bebiendo está.
Oid: -en su cantar regocijado
Ay de dolor discorde sonará.
* * *
   �El hombre, del mundo rey,
Siervo de la muerte vive,
Dicta a la tierra la ley,
De la nada la recibe.�
 
   �Gloria y oprobio eslabona,
pero en desigual razón:
Seguros sus hierros son,
Disputada su corona.�
 
   �No halla el hombre criatura
Que a su cetro no resista:
Dios le da la investidura,
Y él el poder se conquista.�
 
   �Osado en su frente a herir
Insecto mísero viene,
Que armas para herirle tiene,
Y alas también para huir;�
 
   �Y ante las aras se ve
De la muerte sin defensa
El ínclito ser que piensa
Con una cadena al pie.�
 
   �Y la segur del destino
Le postra al golpe fatal,
Cual troncha cañas de lino
Granizada o vendaval.�
 
   �Es resistir a la parca
Es huirla insensatez:
Con sola una mano abarca
Del Orbe la redondez.�
 
   �El hombre en tal situación,
Para encubrir su flaqueza,
Con risible sutileza
Forjó la resignación.�
 
   �Y quiso hacerse creer,
Sofista consigo mismo,
Que era virtud y heroísmo
Lo que es falta de poder.�
 
   ��Por qué ese título falso
De rey, hombre, se te da,
Si eres un reo que va
De la cárcel al cadalso,�
 
   �Cuya muerte a proporción
Se retarda o se acelera
Según dura la carrera,
Según aguija el sayón?�
 
   ��Ay! para haber de arrastrar
Tan efímera existencia,
Esclavo de una sentencia
Que no se puede evitar,�
 
   �Yo, en el caso de elegir,
Hubiera dicho: �Primero
Quedarme en la nada quiero,
Que nacer para morir.�
* * *
   Así el hombre delira y se atormenta
Luchando con idea tan cruel:
Insecto que de flores se alimenta,
Y labra acíbar en lugar de miel.
 
   Tímido caminante en noche obscura,
Se asusta del benéfico pilar
Que próximo descanso le asegura
Tras largo y afanoso caminar.
 
   Cáliz la vida con el fondo abierto
Que al licor deja sin cesar huir,
Y único punto al hombre descubierto
La muerte en el nublado porvenir,
 
   �Por qué dar a esa copa y a esa meta
Furtivas ojeadas de terror?
Mirarlas sí; mas con la vista quieta,
Y naciera del hábito el valor.
 
   Despavorido huyó la vez primera
Que vio el salvaje el bélico corcel,
Y osado luego a la temida fiera
Clavó el arpón, y se vistió su piel.
 
   Si al término de todos los caminos
Hay un despeñadero que rodar,
�Por qué en la hondura amontonar espinos?
Plumas donde caer conviene echar.
 
   �Y qué es morir? �Qué es eso que desvela
Tanto al hombre que eterno quiere ser?
Hallar al fin la eternidad que anhela,
y un vestido prestado devolver.
 
   No es el hombre la caja quebradiza,
Forma perecedera si gentil,
Que la mano del tiempo pulveriza
Y restituye a su principio vil;
 
   Allí dentro un espíritu se encierra
Noble, puro, de origen celestial:
Aquello es hombre, lo demás es tierra,
Y aquello no perece, es inmortal.
 
   Sediento el hombre de ventura vive,
Y apenas en la vida la entrevé:
�Será posible que la mano esquive
Que de los cielos posesión le dé?
 
   Breve es la vida. -�Brevedad dichosa,
Que los días acorta de ilusión,
Y nos lleva en carrera presurosa
De la verdad a la feliz región!
 
   �Qué pide la virtud en la bonanza?
�Qué anhela en la desgracia la virtud?
El piélago cruzar de la esperanza,
Sirviéndole de barca el ataúd.
 
   El malvado que gima y se amedrente
De rendir a la muerte la cerviz,
Huélguese en la miseria de viviente,
Temeroso de ser más infeliz;
 
   Pero es al cabo por decreto eterno
Desastroso el vivir del criminal;
Y si en la muerte asústale el infierno,
Su vida es otro infierno temporal.
 
   Mezcla el hombre de espíritu y de lodo,
Ya excepcionado de la ley común,
�Por qué, si el alma sobrevive a todo,
Más privilegios pretender aún?
 
   Esos orbes vivíficos de lumbre
Que al mundo animan y le dan color,
Florones de la diáfana techumbre
O joyas del vestido del Señor,
 
   Esta del hombre equívoca morada,
Cementerio con galas de jardín,
Todo al voraz abismo de la nada
Corre, y en él encontrará su fin.
 
   Y en medio del magnífico vacío
Que llenará la eterna majestad,
El hombre girará con señorío,
Satélite de un sol divinidad.
 
   Plazo es la vida que emplear debemos
En adquirir felicidad mayor,
Felicidad que adivinar podemos
En los goces que dan virtud y amor;
 
   Y consumir en quejas vanamente
Los días de este plazo de merced,
Es, en vez de limpiar escasa fuente,
Cegar su vena y perecer de sed.
 
   Muerte, centro de todo, ley temida
Mucho rigiendo, al abolirse más,
Porque el día fatal de tu caída
Contigo al universo arrastrarás;
 
   Ángel eres que al alma aprisionada
Libertas de prolija esclavitud,
Y ya del roce con el cuerpo ajada
La vuelves a su hermosa juventud.
 
   �Muerte! si tú me guías a los brazos
De los seres que amé, de aquellos dos,
que de mí se llevaron dos pedazos
En el amargo postrimer adiós;
 
   Si al padre caro, si a la esposa amante,
Ya para siempre me uniré por ti;
Si a la madre he de ver que tierno infante
Primero la lloré que conocí;
 
   Ven, que tú eres la dicha, errado el nombre,
Tú haces la vida dulce de dejar,
Y tú puerto seguro das al hombre
Que errante boga por inquieto mar.

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