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Buenos Aires en «Amalia»: la ciudad desierto

María Cecilia Graña






Una imagen dividida

En las obras de los proscriptos Buenos Aires aparece en imágenes cuyo gesto referencial indica dos cosas: «esta realidad que rechazo» y «este paradigma al que aspiro». Es evidente que, si para constituir la imago del segundo se procede negando la del primero, se termina creando una contradicción que da lugar a una imagen urbana despedazada en una especie de patchwork estilístico, a un modo de representación dividido que responde al hecho de que dentro de una misma cultura existían campos semánticos contradictorios.

La estructura formal de Amalia1 que rige tanto la configuración de los personajes y las relaciones sociales de los mismos, como la función paradigmática de algunos elementos dentro del melodrama, es la antítesis. Todos los niveles del texto aparecen organizados coherentemente en función de una tesis interpretativa de la realidad urbana bajo la tiranía. Importa, pues, observar de qué manera diversos aspectos del tema ciudadano remiten a los dos referentes mencionados -el distópico y el utópico- para tratar de establecer el vínculo simbólico entre la realidad ciudadana de la primera mitad del siglo diecinueve y la imagen de Buenos Aires en la novela de Mármol2.




Oposiciones y alegorías

Una de las primeras imágenes de Amalia es el espectáculo de Buenos Aires desde el Río de la Plata («Pero [la luz] argenteaba con él [Río de la Plata] las torres y chapiteles de esa ciudad a quien los poetas han llamado "La emperatriz del Plata" o la "Atenas", o la "Roma del Nuevo Mundo"» (Am, I, 8, 61). El párrafo parece sugerir la presencia de un observador que ve la costa desde una ballenera; este ángulo de visión concuerda con toda la estructura de la novela.

El narrador, aunque muestra pocos elementos físicos de Buenos Aires («torres», «chapiteles»), vincula ésta con ciudades de histórica relevancia tal como lo hicieron los poetas neoclásicos porteños mientras vivían la llamada «feliz experiencia» de Buenos Aires bajo el ministerio de Rivadavia3. Pero las alabanzas del relator hacen también a una realidad: es la emperatriz del Plata porque gobierna y controla el río; es Atenas o Roma, porque centraliza, además, la cultura y la civilización. Esa nomenclatura remite a una tradición literaria argentina, pero se enlaza, asimismo, con la aspiración de Mármol -vuelto hacia Europa, ávido de modelos culturales- que veía en Buenos Aires el centro desde donde habría debido irradiarse el prestigio de una política unitaria.

En el capítulo VIII de la Primera parte, observamos cómo amanece. El narrador introduce un alba personificada que evidencia el horror de la vida bajo el gobierno federal.

La blanca luz de esa beldad pudorosa de los cielos que asoma tierna y sonrosada en ellos para anunciar la venida del poderoso rey de la Naturaleza, no podía secar, con el ternísimo rayo de sus ojos, la sangre inocente que manchaba la orilla esmaltada de ese río, de cuyas ondas se levantaba, cubierta con su velo de rosas, su bellísima frente de jazmines.


(Am, I, 8, 61)                


La ciudad, como una figura recostada sobre la pampa, se niega a despertar. «Dormida sobre esa planicie inmensa en que reposa, Buenos Aires, la ciudad de las propensiones aristocráticas por naturaleza, parecía que quisiese resistir las horas del movimiento y de la vigilia que le anunciaba el día, y conservar su noche y su molicie por largo tiempo todavía» (Am, I, 8, 61). Los elementos que configuran la imagen recuerdan la concepción volteriana de ciudad, en la que se aúnan la industria y el placer. Voltaire consideraba que la oposición entre pobres y ricos era fuente de progreso del burgo. La personificación de Mármol presenta el lado mundano de la ciudad: se niega a despertar como un sibarita que ha disfrutado hasta las últimas horas de la noche. Hay frases claramente ideologizadas: «de las propensiones aristocráticas por naturaleza», para expresar los rasgos que él considera predominantes en Buenos Aires. Y esto también evoca a Voltaire, quien pensaba que de la burguesía dependía el intercambio social pero que, sin duda, la aristocracia era la delegada para hacer progresar las costumbres4. No obstante estas semejanzas, el conservadurismo de Mármol posee una rigidez de visión que le hace rechazar, sobre todo, la movilidad social que Voltaire no impugnaba.

El contraste, con el que se abrió aquella imagen del amanecer sobre Buenos Aires, continúa como característica formal a lo largo de toda la novela. Las series de oposiciones, cuyos términos se entrelazan unos con otros, finalizan por constituir paradigmas que estilísticamente se resuelven, muchas veces, en alegorías. Por ejemplo, durante ese tiempo, Buenos Aires no podía ser imaginada sin Montevideo, refugio de tantos emigrados y base de operaciones de Inglaterra, Francia y de la guerrilla de Garibaldi. En el caso de Mármol, «Al evocar a Buenos Aires desde Montevideo, la nostalgia de la ciudad vecina y a la vez lejana confiere a las estampas ese matiz de lirismo grato a los románticos»5. Pero, además, la capital oriental no se configura si no es con la sombra (en ese período de terror) que Buenos Aires le hace. La relación dialéctica de estas dos ciudades, que será una constante en la literatura rioplatense6, aparece por primera vez en Amalia. En Montevideo se vive una atmósfera de progreso y de riqueza; 1840 fue la época de oro de la ciudad oriental que «estaba en sus quince años; bella, radiante, envanecida...» (Am, III, 4, 186). El narrador la personifica como una muchacha joven, frívola, solo atenta a los halagos de los poetas y de sus habitantes, incapaz de escuchar verdades severas sobre su vida futura (Am, III, 4, p. 186). Es la imagen opuesta de Buenos Aires que, en la visión del escritor está teñida de rojo, sometida a Rosas, invadida por la campaña y el horror. A su vez Buenos Aires es uno de los términos de la oposición ciudad-interior y como tal adquiere otro sentido. Se la introduce como una encarnación del Bien acorralada por oscuras amenazas. «Buenos Aires es en la lucha y durante ese tiempo, lo que Dios en el universo; aquella está y resplandece por todas partes. [...] Las provincias del Río de la Plata eran su ángel malo, cuyo influjo dañoso la perseguía como la sombra al cuerpo» (Am, IV, 8, 286). En esta imagen de trasfondo religioso -aceptado como la base común de toda alegoría-7 es aún más evidente la concepción dualista del pensamiento de Mármol.

La campaña significa para el narrador, territorio despoblado, porque «la soledad estaba allí como parte negativa o acción de la barbarie y el desierto y la tarea urgente de nuestros románticos fue la de poblar y educar»8. En Amalia, la naturaleza es un antagonista al que hay que dominar, y no aparece personificada o convertida en un concepto abstracto. Sólo una vez se la representa así en el texto «Pero la Naturaleza parece hacer alarde de su poder, rebelde a las insinuaciones humanas, cuanto más la humanidad busca en ella alguna afinidad con sus desgracias» (Am, I, 8, 62). En lugar de avenirse con la tristeza de los personajes, permanece «indiferente a las desgracias que se acumulaban sobre la cabeza de ese pueblo inocente...» (Am, I, 8, 62). Es que la pampa argentina es identificada poéticamente con los federales, con los gauchos de la Marzorca. No se la configura por medio de alegorías porque el narrador no la reconoce en «madre-natura», fuente de riqueza y abundancia, sino en el origen de la devastación. Las alegorías de Buenos Aires (Montevideo se constituye con el mismo procedimiento retórico) son de tipo situacional más que tipológico, porque el autor siente que sus lectores comparten su situación y la perciben como él9. La figura femenina en que se sintetiza Buenos Aires es, en resumidas cuentas, el proyecto de nación.




Los personajes y sus relaciones sociales

En Amalia la Buenos Aires ideal está representada en los unitarios, en sus lazos amorosos, en sus vínculos políticos, en el trato con sus criados; resulta difícil distinguir un retrato verosímil entre los unitarios extremadamente idealizados, pero es factible establecer su extracción de clase: tanto Eduardo como Amalia pertenecen a la pudiente, mientras que los personajes unitarios retratados humorísticamente -don Cándido y doña Marcelina- son de origen pequeño burgués.

En el ápice de la represión, buena parte de las familias unitarias se desintegran porque sus miembros emigran, son muertos o aprisionados por la Mazorca o bien pasan a constituir las filas de la Guardia de Luján. Para los unitarios la ciudad es una especie de cementerio de vivos: «Todo el mundo en su casa; la atención pendiente del menor ruido; las miradas cambiándose; el corazón latiendo» (Am, V, 1, 334). El clima de terror acorrala a los grupos que viven pendientes de escapar a Montevideo o de la llegada de Lavalle. Un personaje de interés, desde el punto de vista literario -ya por su función dentro de la misma novela, ya por el antecedente que constituye- es Daniel Bello. Como por ese entonces en Buenos Aires no se permite el diálogo, Bello se enmascara de federal. Este uso del «disfraz» -en este caso para sobrevivir en una ciudad reprimida- será la principal característica de los personajes urbanos del ochenta. El joven es hijo de una familia federal y tiene la posibilidad de codearse y ganar la confianza de los grupos rosistas; milita entre los unitarios. No es apasionado ni tiene las cualidades románticas que caracterizan a Belgrano. Es un personaje eminentemente político, astuto, capaz de adecuarse a las circunstancias y obtener el mejor partido para los unitarios. Literariamente cumple la función de moverse entre los dos bandos contrarios a fin de que podamos saber de cada uno. Es el personaje que más se desplaza por la ciudad, y, con sus itinerarios, nos permite conocerla mejor10.

La ciudad degradada, distópica es aquella en donde predominan los federales. Si los unitarios son refinados, cultos, bondadosos, diplomáticos, astutos, bellos, los rosistas son torpes, bárbaros, desagradables, irracionales, sensuales, ignorantes. Al narrador le resulta molesta la insolencia con que el pueblo se relaciona con la «gente decente»; en realidad, los grupos populares que provenían de la campaña no solían tener oficio, ya fuese por su condición de parias, ya por la facilidad de mínima supervivencia que había en el campo, lo que los volvía menos dependientes de los sectores en buena posición económica. Considera, además, que a causa del gobierno rosista se «ha perdido el equilibrio de las clases» (Am, IV, 5, 271). Buenos Aires ha cambiado su composición demográfica; ahora toda ella resulta un gran «matadero»: los nuevos habitantes forman «esa multitud oscura y prostituida que él [Rosas] había levantado del lodo de la sociedad para sofocar con su aliento pestífero la libertad, la justicia, la virtud y el talento» (Am, I, 5, 44).

No se escatiman adjetivos negativos para retratar la clase popular que apoya a Rosas, pero en ella, aparte de observar su variedad racial, Daniel Bello hace una distinción:

Sólo hay en la clase baja una excepción, y son los mulatos; los negros están ensoberbecidos, los blancos prostituidos, pero los mulatos, por esa propensión que hay en cada raza mezclada a elevarse y dignificarse, son casi todos enemigos de Rosas porque saben que los unitarios son la gente ilustrada y culta, a la que siempre toman ellos por modelo.


(Am, I, 2, 18).                


Los mulatos, pues, no presentan la hostilidad y el desprecio de otros sectores pauperizados de la aldea ante el ciudadano, desprecio que resulta del traslado de una visión del mundo campero al interior de la cultura urbana porque, como afirma el narrador:

El hombre de la ciudad monta mal a caballo; es incapaz de conducirse por sí solo en las llanuras desiertas; más incapaz aún de procurarse en éstas la satisfacción de sus necesidades y, por último, el hombre de la ciudad no sabe prender un toro al certero lazo de los gauchos, y tiene miedo de hundir un cuchillo hasta el puño en la garganta del animal, y no sabe ver sin agitación que su brazo está empapado en los borbotones de la sangre11.


(Am, IV, 8, 284-85)                


El relator pone de manifiesto, también, el menosprecio del hombre letrado de Buenos Aires frente al pueblo que logra participar en los festejos que ofrece el gobernador. Sin embargo, en esa visión degradada del ambiente popular, se plantean algunas generalizaciones para todos los habitantes de la ciudad de las que siempre se separa el yo hablante, cuando éste es el narrador o un personaje identificado con él:

Yo soy porteño; hijo de esta Buenos Aires, cuyo pueblo es, por carácter, el más inconstante y veleidoso de la América; donde los hombres son, desde que nacen hasta que se mueren, mitad niños y mitad hombres, condición por la cual buscaron el despotismo por el gusto de hacer una inconstancia a la libertad.


(Am, II, 9, 150)                


La marcada sensación de distanciamiento del punto de vista de la novela, frente a los grupos rosistas, predomina particularmente cuando se describe una situación en la que se exige un cierto ceremonial o un código de maneras para desenvolverse en ella. Del baile anual del 25 de mayo se dice que «Un no sé qué, [...] se encontraba allí de ajeno al lugar en que se daba la fiesta, y a la fiesta misma; es decir, se veían con excesiva abundancia esas caras nuevas, esos hombres duros, tiesos y callados que revelan francamente que no se hallan en su centro cuando se encuentran confundidos con la sociedad a que no pertenecen» (Am, II, 7, 131). Lo mismo sucede en «Escenas de la mesa», capítulo que rememora «Un castellano viejo» de Larra. Cuando se termina el baile, se pasa al comedor y allí, «Un silencio apenas interrumpido por el ruido de la porcelana y los cubiertos, inspiraba un no sé qué de ajeno al lugar [...], y ponía en conflicto a la parte más crecida de los asistentes, en medio de ese silencio de funerales» (Am, II, 11, 157). La escena desemboca en lo grotesco cuando se describe la comida mostrando la parte por el todo. Los cubiertos, abstraídos de los comensales son aún más reveladores de la rigidez y la falta de naturalidad de aquellos:

El tenedor se levantaba del plato con una delicadeza tal, que parecía entre los dedos el fiel de una celosa balanza, pronto a inclinarse al más ligero accidente. El pedacito de ave o de pastel era llevado a los labios con la misma delicadeza con que una persona de buen gusto lleva a la nariz una delicada «flor del aire», y los indecisos labios lo tomaban tiernamente, después que los ojos habían girado a derecha e izquierda para ver si alguien notaba el pecado capital de comer cuando se está para eso en la mesa.


(Am, II, 11, 157-158)                


Así, pues, Mármol admira la destreza y valentía de los jinetes de la pampa y reconoce la incapacidad del hombre de ciudad para defenderse en aquella, pero cada uno debe estar en su lugar. La ironía, la hipérbole y los toques grotescos ponen de manifiesto el desasosiego de Mármol frente al llamamiento popular del gobernador de Buenos Aires y la adhesión que las masas le ofrecían. Pero el cuadro del baile y de la mesa hiperboliza una situación cuya verdad -la de que los federales se manejaban con un código de maneras que no conocían- es relativa, ya que la oligarquía federal no era diversa de la unitaria, incluso dentro de la novela misma: pensemos en la familia Bello que, exceptuando Daniel, era rosista.

En otros personajes de la ciudad literaria el referente es la condensación de elementos culturales e ideológicos que estaban en juego en aquel tiempo y que, por lo tanto, constituye, pero también deforma la realidad histórica12. Son los personajes que podríamos llamar «híbridos», de origen campesino, y que por su asociación con la gente pudiente -y sobre todo unitaria- son vistos como «civilizados». Fermín era «un joven de dieciocho a veinte años, blanco, de cabellos y ojos negros, de una fisonomía inteligente y picaresca y que, a pesar de sus botas y corbata negra, estaba revelando cándidamente ser un hijo legítimo de nuestra campana: es decir, un perfecto gauchito, sin chiripá ni calzoncillos» (Am, I, 2, 22). A primera vista resalta la ambivalencia del retrato: de nada vale que el muchachito se vista «de ciudad», porque continúa siendo una figura trasplantada del campo, a la que se niega la posibilidad de asimilarse al medio urbano: será siempre visto -aunque se ponga corbata y botas- como un hombre de afuera, y la condición de su idosincrasia permanece ambigua dentro de la lógica del relato. En una palabra, Fermín, criado de Bello, o Pedro, al servicio de Amalia, no se identifican con ningún espacio real; no pertenecen a ningún grupo social, sólo a sus amos.




Las mansiones: su función en el melodrama

Los sitios en los que Mármol contrapone a los divididos habitantes de Buenos Aires son la casa de Rosas (Am, I, 4) y la habitación de Amalia (Am, I, 2), que funcionan alegóricamente dentro del relato. Por medio de los objetos, del decorado, la iluminación y la forma de comportarse de los ocupantes, representan otra cosa (allos): dos grupos del cuerpo social.

Las residencias establecen encontradas posibilidades de «ser» de la ciudad; por medio de ellas percibimos escalas de valores que resultan paradigmas de diferentes modos de vida ciudadana13, cuyo diseño metafórico abarca toda la novela. Hernán Vidal, ve este diseño dividido entre espacios públicos con grupos demoníacos y lugares privados con habitantes espirituales:

Conocida la contraposición conflictiva entre un espacio privado [el de Amalia] circundado por espacios públicos que amenazan [casa de Rosas, restaurantes, cafés, calles] se puede observar que el capítulo I de la Primera Parte sugiere al lector que la entrada a Buenos Aires en esa época crítica equivale a una peregrinación por un laberinto demoníaco y desorientador en el que pululan monstruos grotescos. Su portal está marcado por la obscuridad, la traición, la violencia y la muerte. Sin embargo, en este laberinto habitan seres cercanos a la divinidad que luchan porque la espiritualidad domine algún día sobre los cuerpos degradados por el demonio. Los seres superiores encuentran refugio y convivencia amorosa en los espacios de Amalia, ocultos en el vientre de una ciudad encanallada14.



Buenos Aires aparece pintada por Mármol con tonos sombríos y rojizos. Los colores extremos denotan la perspectiva partidaria de Mármol y el tratamiento folletinesco acompaña formalmente a su sistema rígido de representación. Las descripciones en el folletín procuran definir el mundo, más que representarlo; la descripción negativa de un lugar sirve para introducir acciones o personajes malos y un lugar espléndido es el indicador para una acción o personaje bueno15. En Amalia la ciudad cumple la función de proveer la ambientación subyacente de un clima de terror. Los lugares más adecuados para situar esa tensión político-social son los callejones oscuros y fangosos, las casas de los federales cuyos zaguanes presentan bultos humanos que en la oscuridad no se diferencian de los perros guardianes, las calles empedradas y vacías en las que por la noche resuenan los cascos de los caballos de la Mazorca. La casa de Rosas tiene la cualidad de sótano -según la fenomenología de Bachelard-: es la entidad oscura, movida por fuerzas subterráneas y en ella predomina una coloración entre el negro y el rojo, que acompaña a las figuras goyescas de la guardia del Restaurador. La vivienda se configura por medio de la inversión. Allí se duerme vestido, se establece la comisaría de campaña en lo que es una sala, se trabaja cuando es de noche, porque Rosas «como invertía los principios políticos y civiles de una sociedad, invertía el tiempo, haciendo de la noche día para su trabajo, su comida y sus placeres» (Am, I, 4, 37)16. Asimismo, indirectamente se señala que los custodios de la casa son guardianes del «desorden» porque tienen «cierta expresión en la fisonomía que da los primeros indicios a los agentes de la policía secreta de París o Londres, cuando andan a la caza de los que se escapan de galeras, o de forajidos que han de entrar en ellas» (Am, I, 4, 33). La frase denuncia lecturas europeas de aventuras o de incipiente trama detectivesca. Asimismo Mármol expresa aquí su visión del mundo: los centinelas de Rosas tienen una expresión contraria a la función que deberían cumplir si la experiencia rosista no fuese una «inversión» histórica. Sin embargo no existe ni en la realidad degradada que se narra, ni en la situación virtual a la que se aspira, una imagen concreta de los vigilantes del Orden. La que se ofrece proviene de los dos países europeos con mayor predominio político y económico en Latinoamérica por aquel entonces. Mármol se apoya en las dicotomías dejando vacío el lugar de la síntesis. Como señala Viñas, «Lo que apela a Europa se valida en detrimento de lo conectado con lo inmediato. El Bien y el Mal. Mármol apuesta al bien identificándose con lo europeo»17.

La claridad y la reclusión caracterizan las casas unitarias de Buenos Aires. Son ámbitos cerrados pero llenos de luz. Y en la de Amalia, lo primero que salta a la vista es la acumulación de comodidades provenientes de países europeos o asiáticos: el tapiz de Italia, la cama francesa, las tapafundas de Cambray, una colgadura de gasa de la India, algodones empapados en agua de Colonia, jarras de porcelana francesa, una bandeja del mismo material y un sillón de paja de la India. Solo provienen de Latinoamérica dos pebeteros de oro peruanos. El gusto del personaje por metales preciosos, como el oro y la plata, y por materiales valiosos como el marfil, la seda, el nácar, ébano, cristal, sándalo, alabastro, porcelana, mármol, damasco, nos sitúa en una atmósfera de una ciudad para unos pocos, aquellos capaces de comprar, disfrutar y adorar los objetos transformados en fetiches. Estos rasgos parecen predecir la actitud literaria que prevalecerá en el período modernista.

Nada hay en el hogar de Amalia que nos haga pensar en la discordancia. El ambiente tibio y perfumado concierta con el amor y la hermosura. Por eso se diría que la habitación de Amalia, «el solitario templo de una belleza», es el único sitio en donde perdura la condición religiosa de la antigua polis, porque en el Buenos Aires de 1840 no había «quién velase por la santidad del templo» (Am, IV, 5, 272).

Si la vivienda del gobernador es oscura y abierta, y la de la viuda llena de luz y cerrada, la contradicción intrínseca en cada par de términos revela su cualidad ideológica, lo cual entra en relación con el contexto social y la situación histórica, pues el «abierto» de la casa de Rosas corresponde a la relativa movilidad social que se había producido bajo su gobierno; en cambio, lo «cerrado» de la mansión de Amalia, no solo hace a la cualidad «privada» sino también a la actitud que los grupos unitarios hegemónicos tenían con la pequeña burguesía y las clases populares cuyos desplazamientos percibían como una amenaza concreta. El uso de «luz» y «oscuridad» forma parte de un esquema que resulta análogo al de «civilización y barbarie». También los espacios rosistas pueden estar iluminados pero siempre de manera distinta que el hogar de Amalia. Si en éste la luz del sol está mediatizada por cortinas de muselina y la luminosidad armoniza con la atmósfera de la casa, en el gran salón de baile presidido por Manuelita Rosas se destaca la «abundancia» de candiles y de brillos: «El oro de las casacas militares y los diamantes de las señoras resplandecían a la luz de centenares de bujías, malísimamente dispuestas pero que, al fin, despedían una abundante claridad» (Am, II, 7, 13). El exceso es, en la novela, una manera de «estar a tono» de los rosistas y aparece en la gran mayoría de las cadenas sintagmáticas que los caracterizan.




Vida cotidiana en la ciudad-desierto

La prevalente estructura binaria de toda la novela no deja de aparecer en las imágenes de la vida cotidiana pues, si por una parte hay una serie de descripciones que pueden ser consideradas «realistas», en el sentido de que se basan en datos físicos y geográficos y en una tipicidad que hace a las costumbres y a la vida de todos los días de los porteños, hay, por otra, una serie en la que eso se anula; desaparece el sentido mismo de ciudad ya que los vocablos predominantes son «silencio» y «desierto».

A través del primer grupo de descripciones podemos observar las actividades que se desarrollan en una jornada porteña: al comenzar el día, todavía persisten los claroscuros, como de crepúsculo, escondidos por calles «espaciosas y rectas» y limitados por edificios cuadrados. De la descripción se infiere la simplicidad del trazado y de la arquitectura18. Aunque la pintura del amanecer esté algo recargada por trazos rococó (el cielo tachonado de «nácares y oro»; la aurora «se remontaba sobre su carro de ópalo»), hay una serie de precisos detalles que permiten reconstruir sensorialmente la atmósfera de esa madrugada sobre la aldea bonaerense.

Las calles estaban inundadas por las intensas lluvias que cayeron durante el invierno de 1840. A pesar del lodo y de los espesos vapores húmedos que se habían acumulado durante la noche, con el alba se agita una brisa ligera que, cerca de la calle Tucumán, trae consigo un intenso perfume de azahares, proveniente del extenso bosque de naranjos del convento de las capuchinas (Am, IV, 6, 276-277).

A medida que el día avanza, Buenos Aires se despliega ante nuestros ojos; se escucha el galope de los caballos por las calles empedradas y «el silencio de la ciudad [...] apenas interrumpido por el rodar monótono de algunos carros que se dirigían al mercado» (Am, I, 8, 63); también se observa lo cambiante del clima porteño (Am, II, 2, 106), pues puede nublarse de súbito y -sorprender el recreo de las diez en una escuela primaria, mientras el maestro está almorzando un suculento puchero con huevos y café con leche (Am, IV, 7, 280), y Amalia suele salir de un baño perfumado en su casa en Barracas (Am, II, 1, 100). A la una de la tarde los niños abandonarán la escuela y los adultos irán a dormir una siesta que se extiende, en general, hasta las tres de la tarde, «hora, en invierno, en que los porteños no abandonan jamás su vieja costumbre de salir al sol, sean cualesquiera los sucesos políticos que sus rayos alumbren» (Am, IV, 7, 281).

Por la tarde, la gente gusta pasear por el Bajo a la sombra de los álamos que ornan la avenida, y allí los curiosos son atraídos por los ruidos de los cañonazos de la artillería de Rosas cuando alguna ballenera francesa, que de noche recibe emigrados, se acerca demasiado a la costa (Am, IV, 7, 281). Llegan las cuatro y los cafés son invadidos por grupos federales que acostumbran reunirse en esos lugares para tomar té o ponche. En los días de fiesta es común ver a los porteños sentarse en una especie de confitería ambulante instalada en la vereda de la catedral. En ciertas ocasiones, su plácida charla se transforma en algarabía cuando, por descuido de algún cochero, un carruaje pasa sus ruedas por la acera (Am, II, 6, 129). Algunos llevan lacayos que tienen «que habérselas con esos muchachos de Buenos Aires que parecen todos discípulos del diablo, y que se entretienen en asaltar a aquéllos y disputarles su lugar en lo más rápido del andar del coche» (Am, II, 6, 129). Los vehículos urbanos son tirados por caballos y, junto con las carretas suelen causar problemas de tráfico, a pesar de que Buenos Aires es todavía pequeña; por eso, personajes con apuro, como Daniel Bello, parten «a gran galope para Barracas, tomando las peores calles de la ciudad para no encontrar obstáculos de tránsito» (Am, III, 15, 234). Y al dirigirse hacia allá, el lugar de residencia de Amalia19, van observando cómo la ciudad se modifica al transformarse en el suburbio:

Daniel hacía marchar al paso su caballo. Llegó por fin a la calle de la Reconquista, y tomó la dirección a Barracas; atravesó la del Brasil y Patagones y tomó a la derecha por una calle encajonada, angosta y pantanosa, y en cuyos lados no había edificio alguno, sino los fondos de ladrillos, o de tunas, de aquellas casas con que termina la ciudad sobre las barrancas de Barracas.


(Am, I, 1, 12)                


La otra serie de descripciones anula los signos urbanos: el diálogo, la comunidad, los derechos y los deberes, en fin, todo principio de relación y organización social.

Toda la ciudad está cubierta por una atmósfera de tensión y silencio: «El monótono ruido de nuestras pesadas carretas, dirigiéndose a los mercados públicos, el paso del trabajador, el canto del lechero, la campanilla del aguador, el martilleo del pan entre las árganas; todos esos ruidos especiales y característicos de la ciudad de Buenos Aires al venir el día, hacía ya cuatro o cinco que no se escuchaban». La imagen se redondea al final del párrafo: «Era una ciudad desierta; un cementerio de vivos» (Am, IV, 1, 246).

Este cuadro de Buenos Aires se enlaza con la perspectiva del escritor expatriado; se sugiere así que la mayoría de la población está en contra de Rosas y por eso emigra o se oculta. Pero cuando Mármol describe a los sectores populares, la ciudad no ofrece el mismo aspecto deshabitado:

La comunidad de la Mazhorca, la gente del mercado y sobre todo las negras y mulatas que se habían dado ya carta de independencia absoluta para defender mejor su madre causa, comenzaban a pasear en grandes bandadas la ciudad, y la clausura de las familias empezó a hacerse un hecho. [...]. Los barrios céntricos de la ciudad eran los más atravesados en todas direcciones por aquellas bandadas, y las confiterías, especialmente, eran el punto tácito de reunión.


(Am, V, 1, 334)                


Es que la soberbia e ilustrada ciudad de la época rivadaviana ha sido ruralizada por grupos federales; desde el punto de vista de los unitarios más intransigentes, Buenos Aires está desierta por el terror, ha sido invadida por la pampa. Esta idea se repite una y otra vez: «No eran más que las doce de la noche, pero la ciudad estaba desierta, [...]. De aquel alegre y bullicioso pueblo de Buenos Aires, cuya juventud en otro tiempo esperaba con impaciencia la noche para dar expandimiento a su espíritu, ávido de aventura y de placeres, no quedaba ya un sólo vestigio» (Am, IV, 16, 324)20.

La ciudad desierta sugiere, asimismo, la idea de una ciudad-desierto. Esta imagen deriva, a mi parecer, de una aposición de las usuales antípodas del período: el campo21 y la ciudad. Aposición que no es síntesis, pues degrada en su fusión aparente la importancia y el carácter de cada uno de los términos de la antinomia. Vale esto para la visión negativa que Mármol ofrece de la dictadura rosista; sin embargo es, al mismo tiempo, la carencia resolutiva del escritor.




Conclusión

En Amalia, la pequeña ciudad sobre el Plata tiene ya lazos con el pasado y el futuro: algunas casas presentan «un respetable carácter de antigüedad» (Am, II, 3, 113), que recuerda a las que don Juan de Garay hizo construir en 1580; y los vientos del sur, que traen consigo un soplo fragante y sutil desde las praderas de Barracas, llenas de violetas y jazmines naturales (Am, I, 8, 61), comienzan a constituir esa futura atmósfera mítica, esos «buenos aires» que perdurarán en la memoria de los enfervorizados habitantes de Santa María de los Buenos Aires22.

Es evidente que ésta, en Amalia, aparece en una imagen más concreta y acabada que la de El matadero o Facundo; de hecho, hay detalles cotidianos en los que se enfocan ángulos de Buenos Aires de modo bastante realista; pero la motivación general del autor da lugar a una particular estructura novelística en la que cada motivo funciona críticamente respecto de la ciudad bajo el gobierno de Rosas. Toda Amalia es una gran alegoría del estado de la ciudad en 1840. Y ésta, o los personajes que la habitan, son descritos por una suerte de predicados invariables, que tienen que ver más con una intención ideológica que con un gesto mimético.

El cuadro urbano de la novela pone de manifiesto el conflicto existente entre las relaciones sociales de la ciudad y las del campo. Para los proscriptos, Rosas es el culpable de que Buenos Aires no sea ya la «Babilonia americana», olvidando o desconociendo que la sociedad urbana de Latinoamérica no podía alcanzar el modelo de las capitales europeas mientras siguiese siendo dependiente de ellas.

Las categorías utilizadas por ese período -«civilización» y «barbarie»- no tienen cualidad operativa porque son concebidas como contenidos que se limitan a registrar dos niveles culturales (como «ricos» o «pobres», en donde solo se constatan dos niveles económicos diversos). La capacidad funcional de, por ejemplo, «explotadores» y «explotados» reside en que estos conceptos se refieren a un sistema de reglamentación de las relaciones productivas, a la formación de plusvalía y a la valoración de tal código, es decir, al que sustenta la explotación. Para lograr la misma funcionalidad en la antinomia sarmientina habría que suplantar «civilización» por cultura hegemónica y «barbarie» por cultura subalterna, marginal o periférica y, de esa manera, estaría implícito el modo de relación entre una y otra. Sin embargo, durante el período cuyos conflictos se tratan en Amalia, no se podía hablar de «cultura hegemónica» adjudicándola a grupos y procesos de manera categórica, porque el poder económico era disputado no sólo entre la burguesía comercial y la ganadera -de un origen más reciente- sino también entre sectores de Buenos Aires y de las provincias. La lucha política agudizaba los conflictos entre el interior y la ciudad-puerto, entre liberales y conservadores y era observable, además, en las ligas provinciales. No se podía hablar de un definido dominio económico y político dentro del país; en cambio, efectivamente existían grupos poderosos y subordinados desde un punto de vista social: las masas rurales y la pequeña burguesía o sectores suburbanos, se encontraban en una posición marginal respecto al debate de intereses señalado más arriba.

En aquel momento, a mi parecer, estaba conformándose el concepto mismo de hegemonía, y se lo discutía contraponiendo, a un mismo nivel, dos formas distintas de enfrentar el proceso constitutivo de aquélla. J. L. Romero hace notar que el mayor problema de ese período histórico, fue el suponer que se estaba hablando de dos doctrinas, de dos formas de pensamiento político pero que, en realidad, lo que estaba en juego era, por un lado, la línea del pensamiento orgánico, democrático, doctrinario y liberal y, por el otro, la línea de la democracia inorgánica que se manifestaba por medio del sentimiento federal y autoritario23.

Creo que «civilización» y «barbarie» pueden llegar a ser operativos dentro del tema literario de la ciudad, si concebimos a la «civilización» como forma, o el código que le da significación -interpreta, selecciona-, al contenido, la «barbarie». Los escritores de la generación del treinta y siete utilizan una forma típica del romanticismo europeo: la antítesis -observable en la estructura folletinesca, en los héroes espirituales y demoníacos- para expresar contenidos americanos: el malón, el matadero, los caudillos, la anarquía, la naturaleza salvaje, la dictadura. Formas «civilizadas» y contenidos «bárbaros» se articularán de manera peculiar en cada autor, según su enfoque de la realidad. Dependerá del matiz ideológico de la tesis personal de cada uno el que la síntesis se logre o no.

Algunos intelectuales aúnan a una perspectiva empírica de la realidad argentina, elementos socialistas y liberales que recogieron de Europa; otros -como Mármol- tienden a vincularse mejor en una actitud conservadora. Ambos sectores intentan «el diagnóstico de las confusiones morales de la tiranía apoyándose en una etapa crítica -1840, crisis dentro de la crisis-, para condenar el aprovechamiento rosista de ciertas modalidades nacionales»24. Este análisis de la compleja situación del gobierno en un momento álgido de la vida del país, no pudo no dejar secuelas en la representación de la realidad social. Así es como se produce una suerte de reduccionismo: en vez de ser el contenido complejo de lo real el que sugiere la modalidad del discurso literario, es la forma del mismo la que se impone sobre los contenidos históricos y sociales.

Asimismo, a lo largo de las polémicas sobre la pertenencia o no al movimiento romántico, se percibe otra contraposición que se vincula con la tematología y, por ende, con el asunto de la ciudad. En 1839, Alberdí afirma: «No somos ni queremos ser románticos» y para demostrarlo contrapone a los motivos literarios del romanticismo (la perla, la lágrima, la muerte, la bruja, etc.) otros hacia los que expresa su adhesión (la patria, la humanidad, el progreso, la libertad, las pasiones, la esperanza nacional, etc.)25. En realidad, estos últimos asuntos no estaban excluidos del romanticismo, sino que su carácter más abstracto los relaciona con un ámbito que se extiende más allá de la literatura y que puede abarcar lo ideológico, lo filosófico, la historia. En suma, se puede afirmar que Alberdi opone a motivos románticos, temas románticos; es decir, contrasta asuntos cuyo referente es inmediato, con otros que hacen a una generalización de referentes. Sobre este antagonismo entre motivos y temas se basa la imagen literaria de Buenos Aires en Amalia.

Los motivos de la cotidianidad porteña localizan temporal y espacialmente el tema de la ciudad dentro de la novela. Sin embargo, Amalia pertenece al corpus de textos de los proscriptos en donde el asunto urbano se inscribe dentro de un esquema resultado de anteriores generalizaciones de un conjunto de referentes. El tema de la ciudad se apoya, como ya dijimos, sobre el esquema «civilización vs. barbarie» cuya elaboración se conecta con la discusión europea sobre el concepto de civilización en el siglo dieciocho, pero cuyo trasfondo histórico -la emergencia de las ciudades industrializadas en el Viejo Mundo- nada tenía que ver con la situación latinoamericana de mediados del diecinueve. El esquema, de carácter filosófico e ideológico, pretende englobar y dar coherencia a los motivos de índole empírica -costumbrista e histórica. La oposición sarmientina suministra un sentido a los motivos urbanos ordenándolos en dos polos.

Los motivos representativos de la vida urbana aparecen sintagmáticamente estereotipados: los connotados positivamente se refieren a la Buenos Aires del pasado o al contexto europeo de la atmósfera de las casas unitarias. Los asuntos que hacen a la ciudad del presente, en cambio, pasan a constituir el paradigma de signo inverso, el de un espacio no urbano, símbolo del «desierto» y la «barbarie».

De la contraposición de motivos y el tema/Idea de Ciudad surgen, particularmente en la obra de Sarmiento y Echeverría, imágenes que permiten establecer asociaciones utópicas. En cambio el sentido utópico no está presente en la novela de Mármol por la simple razón de que, en su imagen de Buenos Aires -en la aposición «ciudad-desierto»- no presenta una solución imaginaria de las contradicciones históricas.





 
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