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ArribaAbajo- IX -

Marco Denevi y la sin par Dulcinea


Es ya un lugar común decir que a Marco Denevi (1922) nadie lo conocía, salvo el personal de su dependencia y en tanto que jefe de la Asesoría Letrada de la Caja Nacional de Ahorro Postal, hasta que un premio, el de la Editorial Guillermo Kraft a su novela Rosaura a las diez, lo lanza al conocimiento e interés del gran público. Sabemos también que esa popularidad del recién descubierto novelista lo llevó al cine, donde obtuvo varias distinciones. No faltó tampoco que su novela corta, Ceremonia secreta, premiada en un concurso de la revista Life en español, rematara esta aureola de gran novelista argentino. De más está decir que la crítica empezó a preocuparse por el novel escritor. Así, no faltó quien afirmara que en el campo   —180→   narrativo y entre los escritores de su generación (1940), Denevi «ha demostrado una técnica novelística más original, y en el tono coloquial y, por momentos, hasta lunfardo de su prosa, un sentido estético más orgánico y equilibrado»100.

Suponemos que una de las opiniones más valiosas sobre la resonancia de Rosaura a las diez en las letras argentinas, se debe al inolvidable Eduardo González Lanuza, quien en una modular reseña sobre el libro, publicada en la revista Sur, llegó a afirmar que el lector

... siente un gozoso alivio al encontrar de pronto las páginas que irrefutablemente atestiguan un nombre nuevo que desde este momento será imprescindible recordar: creo que el de Marco Denevi es el más reciente entre ellos. En lo sucesivo, quien lo olvide al referirse a la novela argentina contemporánea estará en falta. Para aquellos que creen que el acceso a nuestras letras es cuestión de camarillas, recomendaciones o largas permanencias en supuestas salas de espera, el ejemplo de Marco Denevi pasa a ser un desmentido más. Nadie hace un año escaso hubiera podido saber de su existencia literaria por la muy poderosa razón de que tal existencia no existía101.



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No terminaríamos de recordar este elogio si no nombrásemos, como lo hizo González Lanuza, al jurado que premió la novela, porque «un jurado siempre se juzga a sí mismo al dictaminar sobre las obras sometidas a su consideración: Fryda Schultz de Mantovani, Rafael Alberto Arrieta, Roberto F. Giusti, Álvaro Melián Lafinur y Manuel Mujica Láinez».

No sabemos si será fruto de mera coincidencia o de extraña empatía que el poeta González Lanuza, cuando quiere resumir su opinión sobre Rosaura a las diez -a menos de un año de aparecida la novela- evoque a Dulcinea, la Dulcinea de Cervantes, de don Quijote, la Dulcinea que se intuye en la novela reseñada, la Dulcinea tantas veces evocada más tarde y en otras obras por el mismo Denevi:

Rosaura es un ser ideal que cuaja de pronto en dramática realidad. No es una Dulcinea abstraída de las crudezas de la certidumbre, sino una imagen de ensueño que inesperada y espantosamente adquiere corporeidad para atravesarse en el destino de su creador y aniquilarlo con su insoportable presencia. El artificio de que se ha valido Marco Denevi para la convincente realización de este propósito da prueba de una maestría nada común en un debutante, y la seguridad en su manejo y desarrollo constituyen una promisoria garantía de la futura labor de quien cabe esperar que llegue a ser uno de nuestros novelistas más ciertamente novelista102.



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El poeta reseñador no se equivocó; y aquí estamos tratando de averiguar sobre el posible eco cervantino en uno de nuestros grandes novelistas contemporáneos.


De la existencia de Dulcinea

Cualquier lector del Quijote tiene en su magín, con toda seguridad, un retrato de don Quijote, donde compiten la etopeya y sus singulares rasgos físicos. Este retrato se esfuma un tanto, no sin antes retorcerse en escorzos, cuando lee la brevísima: narración titulada por Denevi «El precursor de Cervantes», quien finge que Aldonza Lorenzo se hizo llamar Dulcinea del Toboso y creyéndose joven y hermosa se inventó un galán al que denominó don Quijote de la Mancha, que en reinos lejanos al igual que el Amadís y Tirante el Blanco busca lances, aventuras y peligros. Melancólica y asomada a su ventana aguardaba a su enamorado. Un hidalgo de poca monta se enamoró de ella y disfrazado de caballero pretendió reiterar las andanzas del caballero imaginario. «Cuando seguro del éxito del ardid volvió al Toboso, Dulcinea había muerto de tercianas103.

En Parque de diversiones Denevi dice lo siguiente:

«El amor a través de los amores»

Dulcinea existe

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La pretendida irrealidad de Dulcinea es un ardid de don Quijote: lo que ocurre es que él se siente incapaz de amar a una de carne y hueso.

Dulcinea no existe

Sancho repitió, palabra por palabra, la descripción que don Quijote le había hecho de Dulcinea.

Entonces Dulcinea, curvando los labios con envidia y desdén, masculló:

Yo conozco a todas las mujeres del Toboso. Y le puedo asegurar que no hay ninguna que se parezca a esa que usted dice104.



No es don Quijote sino el mismísimo Cervantes el que juega con el lector sobre la existencia o no existencia de Dulcinea. Pretender que merced a un ardid el protagonista quiera ocultar su incapacidad para amar a una mujer de carne y hueso o imaginar que Dulcinea no existe porque la misma doncella del Toboso le conteste a Sancho que no conoce mujer alguna del pueblo que se parezca a la descripta por Sancho son, creemos, un juego de Denevi, consciente de que ningún lector podrá explicar el límite entre una mujer de carne y hueso y la beldad y virtud imaginada por don Quijote como síntesis de su enamorada. Dulcinea sí existe por la simple razón de que don Quijote cree en ella y entonces pasa a ser secundario el tema de su realidad o irrealidad. Denevi conoce aunque no la cite la respuesta   —184→   de don Quijote a la Duquesa sobre la existencia de Dulcinea.

El lector del Quijote no puede tener reparos en admitir que Dulcinea existe, sobre todo porque

... don Quijote es un soñador y hasta un espíritu quimérico, vive para un ideal, con independencia de los intereses que hacen obrar al común de los hombres. Cuando en el libro se alude a la belleza de Dulcinea franqueamos la puerta de un idealismo estético que cree que el arte no consiste en reproducir la realidad, como pretenden el realismo y el naturalismo, sino en crear un mundo ideal105.



De todos modos, cuando Sancho repite la descripción de Dulcinea hecha por don Quijote no se equivoca. Él es un servidor fiel y lo que repite es también un texto taxativamente fiel de lo enunciado por su autor. Si por su belleza don Quijote la eleva a la categoría de princesa y reina, no es menos cierto que lo es también por ser símbolo de la virtud y

... todo lo que a ella se endereza es bueno. Don Quijote así lo entiende. Virtud significa fuerza. Por lo tanto el virtuoso ha de serlo triunfando sobre sus propias pasiones, victorioso tras la lucha. Dulcinea es amor, es virtud, es fuerza y motor106.



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No cabe duda de que la Dulcinea que enfrenta a Sancho en el cuadro de Denevi es una Dulcinea, como lo dice el autor, con labios de envidia y desdén, vale decir una Dulcinea que se aleja de la quijotesca y se acerca al mundo corriente de dimes y diretes en el que vivimos. Por eso, su respuesta a Sancho de que en el Toboso no hay ninguna mujer que se parezca a la descripta por el escudero que fielmente repite a su amo.




Dulcinea bella y virtuosa

En Breves lecturas de clásicos españoles dijimos no hace mucho que Dulcinea tiene, primero, un valor paródico, en especial si se consideran los libros de caballerías previos aunque no tan distantes del libro de Cervantes. Más tarde, tiene el valor que le puede dar un amor idealizado y platonizante. Por fin y en un tercer momento, Dulcinea se convierte en un símbolo. Se trata de una escala en ascenso que culmina en este valor simbólico del amor. Todo el mundo sabe quién es Dulcinea aunque no haya leído el Quijote, simplemente porque se trata de un símbolo universal. Así no nos puede extrañar cuando, en el desgraciado trance en que lo pone el Caballero de la Blanca Luna, en abierto desafío a la muerte dice el protagonista: «Dulcinea del Toboso es la más hermosa mujer del mundo... y no es bien que mi flaqueza defraude esta verdad».

La Dulcinea del Toboso imaginada por Denevi se acerca más a una mujer vanidosa o simplemente común que no puede a su vez imaginar tanta belleza y   —186→   virtud presentes en la dama de don Quijote. Denevi no lo ignora. Aunque nos hable con ironía, sabe que el solo enunciar el nombre de Dulcinea evoca en el lector la suma de la belleza y la perfección moral. Que evoca el amor puro más que el carnal, que, al igual que en otros tiempos, muy anteriores al de Cervantes, casi deifica a la dama y que, por momentos, tal dama se aleja tanto de la realidad que pensar hasta en el matrimonio con ella era casi un procacidad.

Después de esta prosa inspirada, graciosa e irónica poco podemos agregar sobre el capitulillo que el autor titula «Historia cómica»107. Ocurrente es situar la acción narrada en una sesión académica donde se supone que la seriedad, la formalidad y la falta de buen humor son sus características. Gerchunoff, recuerdo, lo dijo antes pero con el afán de ridiculizar a la recién fundada Academia Argentina de Letras, aunque luego debió cantar la palinodia cuando se dio cuenta de que por lo menos dos buenos amigos se incluían en la corporación.

Denevi nos dice que aquí se trata de la «Academia de Argamasilla del Alba» y de un académico humorista enfrentado con los cervantistas, que se animó a burlarse de ellos con una «Proposición sobre las verdaderas causas de la locura de don Quijote». El protagonista aparece «enamorado como un niño»; Dulcinea «mostró su ajuar al caballero, nada menos que las vísperas de la boda»; y por este hecho, por esta sola visión   —187→   de las prendas íntimas «perdió la razón». Aunque remanida, el estar enamorado como un niño es expresión decidora y aunque mostrar el ajuar de boda resulte chocarrero, no es menos cierto, que don Quijote «perdió la razón» por la sin par Dulcinea, lejanamente inspirada en una aldeana.

Esta preocupación, casi obsesión de Denevi por la Dulcinea del Quijote es especialmente patente en El emperador de la China y otros cuentos. Uno de estos cuentos se titula «El nacimiento de Dulcinea»108. Las dos primeras partes del cuento son, según el mismo autor, «una versión abreviada del Quijote», de donde descontamos que la parte tercera y última, más extensa, es del solo inspirado ingenio de Denevi. Se resume más o menos así: Teresa (Cascajo, Juana Gutiérrez, Mari Gutiérrez, Juana Panza o simplemente Teresa Panza) que hacía tiempo faltaba del Toboso, visita la casa de Lorenzo Corchuelo y Francisca Nogales. En esta visita, requerida por su comadre, Teresa dice de su matrimonio con Sancho pero le da mucha importancia -tanto que lo llama milagro- al hecho de que su marido servía al hidalgo Alonso Quijano, enamorado «hasta los hígados» de una «hidalga» del Toboso. Tan enamorado que «vino a quedar medio trastornado», y con el objeto de que su amada le correspondiera se había hecho caballero andante. El núcleo de la graciosa   —188→   narración de Teresa, que parece saberlo todo y explicarlo todo, es llegar a la promesa de don Quijote de hacer gobernador a Sancho y la confusión y excitación que esta promesa origina en sus interlocutores. Más sorprendente es aún el hecho de que Teresa haya venido al Toboso para convencer a la «hidalga» esquiva que cambie su actitud para con su enamorado. De alguna manera hay que cuidar a don Quijote para que no se muera de desdén y Sancho Panza se quede sin su gobernación. Sorpresivamente interrumpe la escena Aldonza con dos amigos y recuerda en voz alta el episodio de la declaración de amor de don Quijote cuando, montados jinetes en sus asnos, el caballero arrodillado la llamó Dulcinea... Finalmente, Francisca estupefacta; Lorenzo, redescubriendo a su hija, y lo increíble: Teresa Panza «se arrodilla y le besa el ruedo de la falda a Aldonza».

Denevi, fino narrador, inspirado por la lectura de este episodio entre sublime y grotesco de don Quijote enamorado, nos da una lección de crítica a través de un cuento. Como le sucede al lector del Quijote no atinamos a desglosar del todo la burla exagerada respecto de la admiración sincera por una Dulcinea bella y virtuosa, de un enamorado inocente como un niño. La gracia exultante, chispeante del diálogo entre los tres aldeanos, donde compiten la alegría de la interesada Teresa Panza y la desconfianza de los dos anfitriones, culmina, inopinadamente, en una referencia directa al amor de un héroe o de un bellaco que en su visión hace de Aldonza una princesa.

El interés de la mujer de Sancho por el poder y la riqueza, de acuerdo con lo que su marido le ha contado   —189→   y por lo que acaba de escuchar en la casa de su comadre del Toboso, se convierte en respeto y sumisión frente a Aldonza, a quien venía a convencer.

El lector desprevenido puede preguntarse el porqué de este interés de Denevi por la sin par Dulcinea del Toboso que rememora un gran libro de la literatura universal pero también y más limitadamente el amor y sus cuitas plasmados literaria y casi iconográficamente en el caballero enamorado que es don Quijote.




Primacía del espíritu

Denevi suele ser un agudo crítico de la sociedad en la que le ha tocado vivir y, en este aspecto, hace notar una y otra vez la deshumanización del hombre y la ponderación de la técnica y hasta de la actividad burocrática. En esta línea su pluma llega a la fábula, género tan antiguo y, a la vez, tan actual. Hallamos así -en sus fábulas- la moraleja y la parte narrativa propiamente dicha, donde priman el ingenio, el buen humor, la ironía y hasta la sátira. La naturaleza es bella, la libertad es valiosa. En nuestros tiempos, sin embargo, pareciera que la naturaleza y la libertad se someten a los avances de la sociedad, a tal punto industrializada que enceguece a los hombres.

El autor, con una visión permanentemente en vigilia para apreciar los valores éticos y estéticos que señalan al hombre como espíritu y no como un engranaje más de la máquina de la «tecnología de punta», de la cibernética, debió, lector del Quijote, seguir saboreando esa simplicidad y a la vez compleja calidad que   —190→   encierran las virtudes del hombre y que lo pueden llevar a alturas insondables. Al pan pan y al vino vino. Don Quijote es hombre antes que caballero y su hombría sumada a los códigos caballerescos lo hacen un enamorado excepcional. Dulcinea, una mujer deliciosa por la virtud y la belleza que simboliza, es nada más ni nada menos que un ser apetitoso y al parecer inalcanzable. En Denevi, bien lo dice un estudioso de su obra, se da

... la oposición tecnología/naturaleza (automatismo, frialdad, estereotipo opuestos a espontaneidad, placer, simpleza) que en su formulación tajante encubre otros dos aspectos: el rechazo de lo nuevo y distinto por un lado; por otro, el problema que otorga sentido a esta polémica y que la ciencia debe resolver: la finalidad y la utilización concreta del avance tecnológico109.



La sola cita de estas palabras nos está diciendo de la preocupación de Denevi por la nueva sociedad que lo invade todo, incluyendo a los países del tercer mundo que también ven en la técnica su salvación. De esta crítica franca y frontal de nuestro novelista no escapan tampoco los jóvenes que, infatuados por la tecnología, creen ver en ella el porvenir, el constante avance, la felicidad.

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La lección es simple. Debemos enfrentar estas creencias, esta nueva y malsana fe y volver al mundo del espíritu que, por ejemplo, nos ofrecen Quijotes y Dulcineas, simplicidad y belleza en el espíritu y en la naturaleza que nos rodea. No podemos organizarlo todo con criterio crematístico o de eficiencia. No podemos dejar de reír ni de alegrarnos. En una palabra, no debemos olvidar el otium cum dignitate, del que nos hablaban los antiguos clásicos. Si trabajamos sin olvidar ese especial otium no habremos de deshumanizarnos, no habremos de perder identidad y podremos seguir admirando los episodios del Quijote como el más arriba mentado en el cuento «El nacimiento de Dulcinea».

Quizá, y ya que hablamos de los antiguos clásicos, no sería errado comparar, mutatis mutandi, el escenario y los personajes de este precioso cuento con un idilio de Teócrito, con un cuadro de arte subido y sencillo.

Tulio Carella dijo hace mucho que «el mérito de Marco Denevi -como el de otras pocas excepciones-, reside en que ha vuelto a mirar a su alrededor, ha creído en lo que vio, y lo ha llevado a la escena»110. Estas palabras culminan el comentario sobre una obra de teatro de nuestro escritor, alabada unas veces, criticada otras, pero las recordamos aquí porque pensamos que el escritor, dramaturgo o narrador o ensayista, es uno solo. Este concepto que le merece a Carella se   —192→   puede extender después de más de tres décadas al Denevi escritor de casi todas sus obras. Permanentemente mira a su alrededor, cree en lo que ve y lo lleva a sus libros. Este escritor tan actual, precisamente por serlo, sabe también mirar a los clásicos si consideramos que los clásicos son tales por ser de permanente actualidad. Mirar lo que ocurre en las calles o en los edificios o en los hogares de la populosa Buenos Aires no implica ni mucho menos olvidar a don Quijote y a Dulcinea, que, traspasando los siglos, siguen presentándose tan vivos, tan sugerentes, tan actuales.

Donald A. Yates, en la introducción de una bibliografía de Denevi dijo -debe saberlo bien porque cuando estuvo largo tiempo en Buenos Aires con ocasionales visitas a Mendoza estudió e investigó mucho el campo de la literatura de imaginación y fantasía- que en ese campo Denevi era una de las figuras más interesantes de toda América Latina y agregó que «el gran narrador de Rosaura se disfrazó después de satírico y luego de moralizador, cultivando siempre un tono abstracto, irónico y, a veces, casi cínico»111. Estamos de acuerdo con el crítico. Claro que, vista desde los noventa su extensa obra, podemos decir que Denevi no se disfrazó de nada sino que unas veces más, otras veces menos, ha seguido siempre una línea que lo muestra satírico, moralizador, irónico y hasta cínico.

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Es un hombre libre y dentro de esa libertad escribe. Al respecto bien vale citar sus declaraciones a La Nación cuando afirma que

Ahora, luego de dieciocho libros publicados, sé lo que hago, lo haga bien o mal, pero siempre lo mejor que puedo. Si los demás me dicen que es bueno, me pongo contento. Si me dicen que es malo, me encojo de hombros, no trato de discutir ese fallo (ni de rever mi propio juicio). No compito con nadie ni por nada, salvo por el anónimo lejano y posible «joven secreto» de Mallarmé. Esa felicidad me basta. Ignoro las contiendas, las rivalidades, las postulaciones, los duelos, los certámenes. Todo lo cual me proporciona una especie de libertad tranquila que me permite escribir con una mezcla, si me atrevo a decirlo, de cinismo y respeto por mí mismo y por mi obra112.



No se trata de una declaración de corte senequista ni de un conformista ni de un misántropo. Todo lo contrario. Es un escritor que ha hallado su propia paz en su quehacer, el escribir sin presiones, respetando su propio talento, su lengua y aprendiendo con el ejercicio constante una técnica necesaria y lúcida. Su respeto por los clásicos lo empuja a aspirar «a ser un clásico, si fuese posible en vida»: lo dice en las mismas declaraciones; y creemos que cualquier lector suyo no lo habrá de desmentir. Su «amor» por Dulcinea, su   —194→   admiración por el Quijote no son cosa extraña en este lector de los clásicos que, quizá inspirado por ellos pudo abrir una brecha y hacerse un lugar en las letras argentinas.

Cuando decimos clásicos no estamos limitados al siglo XVII, el de Dulcinea. Clásico es también un Borges, extraordinario escritor de este lado del Atlántico y muy del siglo XX. Como en Borges, por ejemplo, hallamos en Denevi una afición al «juego» literario que surge de espejos borgeanos: la agudeza, el talento, la lengua como medio de expresión maleable, artístico y personal. Basta leer algunas Falsificaciones para confirmar lo que estamos diciendo. Biográficamente también lo podemos probar como, por ejemplo, cuando alguna vez dijo que

... leía todo cuanto caía en sus manos: novelas, cuentos, poesías, filosofía, historia y todo lo leía con la misma voracidad, con el mismo deleite, entreverando escuelas, géneros, autores113.



Declaraciones espontáneas, si las hay, pero muy propias del autor y siempre presumibles.

No cabe duda de que Denevi leyó el Quijote en profundidad y con madurez artística, y con mucha gracia hasta osó continuar al escritor alcalaíno imaginando a Dulcinea como un personaje de su propia producción. Es que los personajes cervantinos de trazos psicológicos   —195→   bien definidos podían también resucitar con su pluma y, a su manera, y, sin perder su carácter original, volver a vivir en nuestros tiempos. El afecto y la admiración que Denevi muestra por Dulcinea seguramente se funda en esa doble personalidad que son la primitiva aldeana Aldonza y la definitiva «dama», símbolo del amor.

Denevi, al igual que Cervantes y muchos otros hombres, ven en el amor la fuerza primordial del espíritu dotado de actividad volitiva, fuerza afirmadora, creadora de valores y apta para llevar, cuando es necesario, lo sensible a lo sublime. Ellos y nosotros creemos, afortunadamente, en Dulcineas y Quijotes unidos por el amor.





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Ángel Rosenblat y la actitud de Cervantes ante la lengua


En 1971 vio la luz el libro de Ángel Rosenblat titulado La lengua del Quijote114. De inmediato evoqué el excelente estudio para su tiempo, y en muchos aspectos de constante actualidad, de Julio Cejador y Frauca, La lengua de Cervantes115.

Ampulosidades aparte habrá que recordar siempre algunas afirmaciones de Cejador como cuando dice:

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Cuando Cervantes vino al mundo, el habla castellana acababa de salir renovada de entre las manos de aquellos eminentes artífices que durante los gloriosos reinados de los Reyes Católicos, Carlos I y Felipe II [sic], supieron tan diestramente acomodarla al nuevo mundo de ideas de la época moderna y al antiguo de la época grecorromana. Por otra parte, el habla vulgar, que tan poderoso vigor y tan vivaz colorido había mostrado en nuestros primeros dramáticos y autores picarescos, seguía corriendo con tan impetuosa vena y sabor nacional por debajo de la reciente lengua literaria, sin tomar en cuenta de ésta los elementos extranjerizos y aún mal asimilados que la desvirtuaban116.


Casi a continuación afirma que la lengua de Cervantes es la lengua castellana, en sus dos fases, erudita y vulgar, de aquel momento, en su apogeo, cristalizada en el mejor libro de nuestra literatura y por el más sincero, experimentado y culto de nuestros ingenios. Afirmará también una verdad indiscutible, las dos venas del habla cervantina conjugadas con inigualable arte, la vulgar y la culta. Lo importante es que en los inicios del siglo tenemos un filólogo que se dedica con especial énfasis e insólita cultura a estudiar un tema no siempre abordado por parecer árido y que, sin embargo, es imprescindible para bien entender el Quijote, Cervantes y la evolución de nuestra lengua. Por eso también Cejador se propuso nada menos que «abarcar el estudio completo del castellano encerrado en el   —199→   Quijote, considerándolo como el castellano en el momento histórico de su más esplendoroso apogeo»117.

Su convicción de que el Quijote necesita del comentario aclaratorio y hasta diccionario y gramática se funda en una creencia que se remonta al padre Sarmiento, Bowle, Pellicer, Clemencín, etc. Y bien sabemos que cada uno hizo lo suyo para poder dar a los lectores del Quijote una visión cristalina, que se acercara lo más posible a la que tenía el lector de los tiempos de Cervantes118.

Rosenblat, inteligentemente, continuó el camino de Cejador, en el sentido de hacer posible para el lector de la segunda mitad del siglo XX un estudio sobre el Quijote, aparentemente un conjunto de notas y comentarios al pasar pero que en verdad se asienta en una lectura profunda y afectuosa de la obra y en una admiración   —200→   científicamente fundada en Cervantes. Podríamos decir que el libro de Rosenblat no es simplemente la suma de cuatro estudios titulados «Actitud de Cervantes ante la lengua», «La lengua literaria de Cervantes», «Las "incorrecciones" del Quijote» y las «Conclusiones». Estas cuatro partes tienen un fundamento firme y luengas raíces que nos llevan a fines del siglo XVIII. Para decirlo con palabras del filólogo argentino citémoslo en estas conclusiones: «La labor filológica de hoy consiste en devolverle la claridad meridiana de 1605 y 1615, en explicar sus expresiones envejecidas y las alusiones hoy oscuras, en presentarlo tal como fue y como debe seguir siendo: una obra de tal claridad que cada hombre y cada generación puedan descubrir o vislumbrar en ella un sentido siempre nuevo y cada vez más profundo»119. Cejador, en su meduloso estudio, después de dedicar su esfuerzo a la ortología y ortografía, a la fonética, morfología, sintaxis, parataxis, figuras sintácticas y estilo, es decir, después de hacemos adentrar siguiendo los métodos de su tiempo, pero útiles aún, a través de más de quinientas páginas bien nutridas del primer tomo de su obra, y a manera de conclusión, escribe unas veinte para fijar los hitos a los que se puede llegar tratándose de conclusiones.

Así, las tres corrientes distintas de las letras del siglo XVI, la italianizante, la nacional y la atávica y a veces fraguada lengua de caballerías ocupan su lugar en la lengua cervantina y, por ello, no es extraño que concluya que «el Quijote abarca todos los géneros y   —201→   todas las maneras de lenguajes, es modelo sin par de la lengua castellana»120. Otro juicio suyo, que vale la pena recordar, es que de la idiosincrasia del autor, y de su «acendrado españolismo en el sentir y en el hablar resultó su estilo novelesco enteramente español, eminentemente moral y optimista en los caracteres, suelto y elegante en la exposición y castizo en el lenguaje»121. No nos vamos a detener en otras aseveraciones donde con fervor y abundantes elogios ensalza la lengua cervantina. Quizá, estas elogiosas conclusiones, que conforman todo un ditirambo, se resumen en el párrafo final: «La lengua de Cervantes es la lengua castellana en el momento de su mayor esplendor, y en el Quijote presenta los más acabados modelos en toda su rica variedad de tonalidades y matices, del habla caballeresca y anticuada, del habla erudita, del habla popular, del habla pastoril, del habla picaresca»122.

Ernesto Sábato nos recuerda al polígrafo dominicano Henríquez Ureña cuando repetía aquello de que «donde termina la gramática empieza el arte» y así enseñaba el lenguaje a la sombra de los grandes escritores, enemigo de toda «cristalización», deleitándose con la lengua más que preocupándose por su vivisección123.

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Hemos hablado de elogios y, en el caso de Cejador, de un verdadero ditirambo respecto de la lengua cervantina. Hemos hablado también de la admiración aunque dicha con menos énfasis de Rosenblat; pero tanto el primero como el segundo crítico admiran un Cervantes, precisamente, amante de la libertad, dueño de su lengua, artísticamente dotado, que no se propuso construir una lengua modelo pero que lo logró con difícil sencillez, con estilo convincente.

El hecho de que Cejador en su La lengua de Cervantes incluyera una gramática y un diccionario no significa pretender imponer reglas o fórmulas a los escritores del siglo XX sino más bien investigar en lo posible la calidad y la autoridad de Cervantes, que si es modelo de la lengua, no lo es por decreto sino por el derecho que da su arte que le es inherente y propio.

A principios de siglo, el nombre de un destacado filólogo español. Varias décadas después, a principio de los setenta, las opiniones de otro gran filólogo pero ahora argentino. La lección es una sola: la lengua cervantina, en especial la del Quijote, es el castellano por antonomasia, en el que conviven variados elementos, en el que se conjugan numerosas corrientes literarias y el que apadrina hasta el presente, mutatis mutandi, nuestra lengua muy viva y actual.

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Hemos dicho y repetido que Rosenblat (1902-1984) es un filólogo argentino. Para que no se piense que lo decimos por ignorancia o, peor, para adjudicarle a nuestro país un notable filólogo, quizá convenga recordar el «informe» que nos brinda el propio Rosenblat:

Nací al parecer el 9 de diciembre de 1902, en Wengrow, una aldea de Polonia que, según me dicen, es hoy una hermosa ciudad. Mi lengua materna era el idisch. Cuando tenía seis años, mi familia se trasladó a la Argentina, donde hice todos mis estudios: los primarios en Neuquén; los secundarios, en Bahía Blanca; los universitarios, en Buenos Aires. Por eso, cuando me preguntan, digo por lo común que he nacido en la Argentina. En parte por ahorrarme explicaciones, y quizá también porque acaso me hubiera gustado nacer allí. En cierto sentido, es efectivamente la tierra de mi nacimiento.

En 1927 cursaba yo mi último año de Letras en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires. Ese año llegó, contratado para dar el curso de Filología Románica y dirigir el Instituto de Filología, Amado Alonso. Me correspondió formar parte de su primer grupo de alumnos. Al salir del examen, me propuso incorporarme al Instituto, para trabajar con él. Esa invitación fue sin duda decisiva para toda mi vida124.


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La sencillez y el sentimiento con que nos explica el porqué de su argentinidad, que dicho casi con vacilaciones termina en la afirmación rotunda de que «en cierto sentido, es efectivamente la tierra de mi nacimiento», nos lleva a imaginar la profundidad con que la nación que lo formó desde la escuela primaria hasta la universidad caló en su ser y lo marcó para el resto de sus días. Dicho de otra manera fue un hombre agradecido.

Volviendo a su faz de investigador, por otra parte bien conocida, es nuestro deber recordar que desde su primer trabajo -La lengua y la cultura de Hispanoamérica: tendencias lingüísticas y culturales, Jena y Leipzig, 1933, reeditado muchas veces, continuando el camino trazado por Vossler y Spitzer, Sprache und Kultur- se nota la propia ruta que habría de seguir el autor: superar las limitaciones del positivismo de algunas escuelas lingüísticas y mantener una visión amplia de la lengua como vehículo y materia vivificante de la cultura.

Aunque a menudo sus investigaciones rebasan el campo de la lengua española y más precisamente del español americano, no sería arriesgado afirmar que sus aportes fundamentales en el ámbito lingüístico sistemático de la lengua americana, radiquen en el aspecto histórico, en los procesos que conducen a lo largo del tiempo la evolución de las normas idiomáticas. Nadie puede prescindir de sus trabajos si quiere investigar la formación del español americano; tampoco nadie podrá seguir discutiendo sobre el andalucismo del español de América, etc., si no recurre a las investigaciones   —205→   que sobre el particular realizó este notable filólogo. No es polémico, y si lo es, prefiere convencer con sus teorías que reprochar al adversario, ya que en todo momento siente, y con conciencia hispanoamericana, la relevancia de la conservación de la unidad idiomática para el futuro de Hispanoamérica.

En una de sus colaboraciones sostiene:

Nuestra pobre enseñanza gramatical es verdad que no enseña a hablar o escribir mejor, pero ha engendrado al menos dos terrores. Uno, el de un supuesto que galicado, que por lo común no es ni galicado ni incorrecto. Y en segundo lugar, el terror al gerundio, que es bastante general y sobre el cual nos piden que escribamos125.


Cuando leemos una introducción de este tenor, pensamos que el trabajo que sigue puede ser superficial o estar dedicado a lectores ayunos de las más elementales nociones de lingüística. Sin embargo, cuando con la misma bonhomía el autor nos aconseja que es correcto decir una olla de agua hirviendo o Echó a su hijo en un horno ardiendo, no hay error sino más bien el uso de un castellano autorizado y desde hace siglos por muy buenos escritores, caemos en la cuenta de que bien se pueden dividir los lingüistas en solemnes y   —206→   aburridos, por una parte, y en amenos y no menos serios en sus conclusiones. De esta colaboración sobre el terror al gerundio desglosamos apenas una muy breve lección para demostrar que la «incorrección de un uso de gerundio no es tan elemental»; que «los correctistas extremos que encuentran gerundios incorrectos en el Quijote y en casi todos los clásicos, han creado lo que para nosotros es el mayor peligro: el terror al gerundio que muchos ya ni se atreven a usar. Y es lástima, porque es una de las formas más ricas y hermosas de nuestra lengua»126. No nos extrañe, conociendo su estilo, que termine el artículo afirmando la delicadeza del tema y lo remate diciendo: «Y Dios nos libre de que caiga en manos de cualquier curandero del lenguaje».

Para que se vea que no todos los lingüistas están muy de acuerdo con el modo de hacer lingüística de Rosenblat creo conveniente mostrar una opinión aparecida en la sección de «Review Articles», en Romance Philology. Después de reconocer la elevada posición e increíble influencia que Ángel Rosenblat tiene en el mundo de la filología hispánica, después de encarecer el aporte del archivo que el maestro había conseguido en el Instituto de Filología de Caracas y por fin su calma y moderación, su benignidad, indulgencia, amenidad, no duda en agregarle otra cualidad como es la de la «chocarronería». Para no individualizar no teme ridiculizar a muchos cuando dice que es fácil entender el favor y la popularidad de   —207→   Rosenblat «si se recuerda que en los países hispánicos los eruditos sin dogmatismos más o menos originales son casi tan raros como los eruditos con deferencia hacia los lectores y con cierto sentido del humor»127. Quizá el autor de esta extensa reseña, que no es otro que el profesor C. P. Otero, de la Universidad de California, Los Ángeles, no haya tolerado por ejemplo que Marcel Bataillon haya dicho que uno de los trabajos breves de Rosenblat, cuya versión original es de 1933, es «la plus maniable, la plus attrayente, la plus inteligente initiation a l'espagnole d'Amerique». La ironía asoma sin disimulo como cuando el crítico dice que «si en lo que se refiere a la estructura silábica R. se atiene demasiado al uso, en lo que se refiere a la estructura sintáctica se atiene al uso demasiado poco». Para no extendemos en ejemplos de la mala voluntad del profesor Otero -mejor hubiese sido una franca oposición o una corrección sin adornos de ironías y burlas- terminemos con esta última cita: «R. tiene una marcada tendencia a hacer historia antes que lingüística, de lo que a veces resulta no poca confusión para el lector que, tras leer varias páginas en que se derrocha erudición por los cuatro costados, ni entiende una palabra de lo dicho ni sabe a qué carta quedarse respecto a la duda que motivó su consulta».

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Cuando el 11 de septiembre de 1984 muere Rosenblat, la Academia Venezolana, en su sesión del 17 del mismo mes y año, resuelve por «acuerdo» rendir homenaje al ilustre científico. Destaca que gran parte de su vida la dedicó al habla venezolana, su labor docente, su ejemplo y maestría en la investigación, la hechura del enorme catálogo destinado a servir de base al Diccionario de Venezolanismos, que acababa de aparecer, pero también lo hace con su «crítica e interpretación de textos magistrales de la literatura hispánica»128.

No cabe duda de que uno de estos textos magistrales de la literatura hispánica es el Quijote. Hace poco más de veinte años, en un comentario bibliográfico aparecido en una publicación especializada de la Universidad Nacional de Cuyo, nos animamos a decir que:

Los trabajos de Amado Alonso, Dámaso Alonso, Julio Cejador, Carlos Fernández Gómez, Helmut Hatzfeld, Martín de Riquer, Francisco Rodríguez Marín, Schevill y Bonilla y Leo Spitzer, entre otros, tienen en La lengua del Quijote una digna continuación sobre la experiencia recogida por estos autores y muchos otros y tras una larga y paciente labor personal Rosenblat ha logrado reunirnos en este libro un sin número de sugerencias y algunas valiosas conclusiones que a partir de ahora colaborarán en la importante tarea de dilucidar problemas, exponer situaciones   —209→   y situar recursos atinentes a la lengua de esta obra maestra universal129.


La tarea hubiese sido imposible si el autor no hubiese tenido un cabal conocimiento de la lengua española en general y en particular de la de la época de Cervantes. Tampoco hubiese sido posible sin el conocimiento a fondo del texto del Quijote y, por último, ya lo sugerimos en el comentario bibliográfico citado más arriba, sin un conocimiento de la crítica sobresaliente que la obra recibió a través del tiempo.

Se nota al leer el libro de Rosenblat un conocimiento detallado, sorprendente, del texto cervantino, que se logra solo con una lectura detenida y muchas relecturas, donde compiten el gusto y el ojo crítico. Nos parece ocioso subrayar los conocimientos filológicos porque de un filólogo nos estamos ocupando.

Dijimos que el libro comprende tres grandes partes y que la primera es la «Actitud de Cervantes ante la lengua». Hoy es casi un lugar común afirmar que Cervantes sigue la corriente humanística que dignificó, frente al latín, la lengua nacional. También que, dentro de ella, prefiere la sencillez a la afectación, pero que es defensor esforzado de esa propiedad y justeza que «se atiene a las normas superiores de la cultura»130.

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Si alguien desea saber el porqué del lenguaje arcaico que abunda en el Quijote verá seguramente con Rosenblat que hay todo un arte cervantino en su manejo, por ejemplo, frente a la abundancia de arcaísmos en algunos pasajes; en otros que nos parece extremadamente arcaico, es solo una palabra o una expresión la que le da el tono: fermosa señora, fermosas damas, me habedes fecho, quiero que sepades, las siete fadas que debajo de esta negrura yacen, desfacer agravios, desface los tuertos... «Pero la lengua arcaica emerge de pronto -tampoco de manera consecuente o sistemática- en ciertas circunstancias en que don Quijote entra en trance caballeresco»131.

También habrá de enterarse el lector de Rosenblat que muchas veces el mismo Cervantes es quien remeda ese lenguaje de don Quijote o -y la nota no es menos importante- que tal lenguaje disminuye notablemente su presencia en la segunda parte.

En lo que se refiere a las prevaricaciones del buen lenguaje se nos recuerda entre sus antecedentes al del vizcaíno o al del sayagués, recurso cómico tan usado en el teatro de los primeros tiempos. Amado Alonso, en su conocido estudio sobre el tema, llegó a analizar cada una de esas prevaricaciones y logró poner en evidencia que la preocupación de don Quijote frente a Sancho al que llama «prevaricador del buen lenguaje» (D. Q., II, 28) era, precisamente, aleccionarlo sobre un valor nuevo de la época, la buena crianza, que implicaba individualidad y estima social y en la que no podía   —211→   faltar el hablar bien.

Si del refranero se trata, quién no recuerda a Sancho con su lenguaje por momentos adornado de refranes y, en ocasiones, solo refranes, con valor semántico o simple retahíla de dichos a tontas y a locas. Lo que nadie podrá negar es que así como las prevaricaciones nos mostraban una faceta del lenguaje de Sancho, el refrán nos muestra otra que puede llegar al exceso. Claro que el refrán no es solo patrimonio de Sancho sino más bien un recurso cervantino también extendido a otros personajes y al mismo autor. Por un lado, el refrán es indispensable en el habla rústica que calificamos de pintoresca y agradable; por otro, su acumulación logra efectos cómicos notabilísimos. En este último caso basta citar la respuesta de Sancho a la Duquesa, incluida en el capítulo 33 de la segunda parte, donde la sarta de refranes termina con las siguientes palabras:

Y torno a decir que si vuestra señoría no me quisiere dar la ínsula por tonto, yo sabré no dárseme nada por discreto; y yo he oído decir que detrás de la cruz está el diablo, y que no es oro todo lo que reluce, y que de entre los bueyes, arados y coyundas sacaron al labrador Wamba para ser rey de España, y de entre los brocados, pasatiempos y riquezas sacaron a Rodrigo para ser comido de culebras, si es que las trovas de los romances antiguos no mienten.


Sobre el particular conviene detenerse en las observaciones de Rosenblat. Y tras ellas en las de muchos otros críticos que estudiaron el tema. Es el mismo   —212→   Cervantes quien sugiere su debilidad y hasta se hace responsable de esta casi enfermedad que lo lleva a Sancho a pronunciar refranes a borbollones. Creemos que un buen ejemplo de lo que estamos diciendo se da cuando frente a las recomendaciones de don Quijote para que modere el uso de refranes, Sancho le contesta:

-Eso Dios lo puede remediar -respondió Sancho-; porque sé más refranes que un libro, y viénenseme tantos juntos a la boca cuando hablo, que riñen, por salir unos con otros, pero la lengua va arrojando los primeros que encuentra, aunque no vengan a pelo; mas yo tendré en cuenta de aquí adelante de decir los que convenga a la gravedad de mi cargo; que en casa llena, presto se guisa la cena; y quien destaja, no baraja; y a buen salvo está el que repica; y el dar y el tener, seso ha menester.


(D. Q., II, 43).                


Ira de don Quijote, carcajada del lector.

En no pocas ocasiones, muchos profesores hemos pretendido hacer reflexionar a los alumnos sobre los valores patentes de la lengua cervantina, en especial la del Quijote. Abandonando muchos adjetivos y circunloquios hemos debido llamar su atención sobre las palabras discreto y discreción. Rosenblat llega a decir en un subtítulo de su libro que el ideal lingüístico de Cervantes es la discreción y lo ejemplifica abundantemente, con asombrosa erudición, antes y después de enunciarlo. La cuestión se facilita cuando se detiene en el conocido episodio, tantas veces admirado por los lectores, del diálogo entre don Quijote, Sancho y el   —213→   Licenciado, que termina con las siguientes y memorables palabras:

El lenguaje puro, el propio, el elegante y claro, está en los discretos cortesanos, aunque hayan nacido en Majalahonda: dije discretos, porque hay muchos que no lo son, y la discreción es la gramática del buen lenguaje, que se acompaña con el uso. Yo, señores, por mis pecados, he estudiado cánones en Salamanca, y pícome algún tanto de decir mi razón con palabras claras, llanas y significantes.


(D. Q., II, 19).                


Pocas veces se pueden leer juicios tan precisos y tan claros como los que acabamos de citar. La cualidad indispensable es la discreción (como antítesis de rusticidad), que no es incompatible con la naturalidad, con los modismos populares, las formas exclamativas, los refranes, cuyo tratamiento ocupa un crecido número de páginas de los inicios del libro de Rosenblat. El autor cree con Américo Castro que el gran escritor «está dentro de la corriente erasmista de exaltación del refranero como expresión de filosofía natural»132. Nosotros creemos que esto se puede ampliar, e incluir los descubrimientos de Cervantes sobre la lengua en esa enorme tarea de renovación que significa precisamente el Renacimiento en tanto que especial consideración de las lenguas clásicas y preocupación por las vernáculas. En este caso, el castellano.

La lengua del Quijote es la lengua de la cultura y la   —214→   lengua del pueblo fundidas en una realización superior. No hay que buscarla porque no la hallaremos «como un cuerpo de doctrina sistemática, sino como actitud vital de sus personajes»133. Con estas palabras Rosenblat se adentra en la segunda parte de su libro, «La lengua literaria de Cervantes», que trataremos en el capítulo siguiente.

Creo que a Rosenblat, filólogo, a Borges, poeta, a mí, simple lector, nos atrae

... la lengua viva y auténtica del escritor que se había propuesto contar cosas y que lo hizo con maestría. Era un poeta que supo hallar el misterio poético en las cosas simples, en los sentimientos pero sin sensiblería, en las virtudes pero sin moralina, en el ingenio agudo pero sin ostentación134.




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ArribaAbajo- XI -

Ángel Rosenblat y la lengua literaria de Cervantes


Acercarse a Ángel Rosenblat es, de alguna manera, hallar una verdadera linterna para explorar un tema a la vez difícil y apasionante. Así sabemos que mucho ha hecho para esclarecer el ambiente lingüístico americano, tan vasto y tan rico como su propia geografía. No nos llame, pues, la atención que, buen investigador y maestro, trate siempre de ordenar, clasificar en etapas históricas o en asuntos temáticos ese enorme caudal que viene desde el indigenismo y los términos locales hasta el fenómeno tan extendido que hace que la gente invente y reinvente con orgullo su propio mundo de comunicaciones.

Hablando de comunicaciones, debemos aclarar que no es ninguna novedad decir que la mayor parte de los   —216→   lingüistas consideran como función actual del lenguaje la función de comunicación. En otras palabras, la utilización de un código para la transmisión de un mensaje, lo que permite a los hombres relacionarse entre sí. Creemos también que todos coinciden en aceptar que esta función tiene un carácter fundamental. No es el momento de explicar aquí que una comunicación, entre un emisor y un receptor, es la posibilidad permanente de los intercambios, ya que los hablantes son alternativamente emisor y receptor. Sabemos también que funcional se utiliza a menudo en la lingüística para referirse a las necesidades de comunicación y ello justifica la definición de lenguaje como un instrumento de comunicación. Tampoco habremos de encontrar en este estudio de Rosenblat lo que se suele llamar función estética, aunque sabemos que esta función se refiere a la utilización de la lengua para una mejor comunicación más que una función autónoma aislable. Esta función estética utiliza el instrumento de comunicación y pareciera que no se la puede concebir sin intención comunicativa.

Observamos también que Rosenblat, al emplear la lengua como soporte de su pensamiento, simplemente tiene en cuenta que desde el punto de vista lingüístico es uno de los aspectos de la función de la comunicación y no determina hechos lingüísticos específicos.

Los rasgos o recursos que Rosenblat observa en la lengua de Cervantes son simplemente una elaboración de la comunicación y también en este sentido podemos hablar de función estética, es decir, el autor se refiere a la función estética de ciertos hechos lingüísticos   —217→   localizables para subrayar la búsqueda de una mejor comunicación del escritor.

Si avanzamos en este sentido, podríamos llegar a la conclusión de que a cada término constitutivo del proceso lingüístico: emisor, destinatario, mensaje, contexto, contacto, código, le corresponde una función respectiva: emotiva, conativa, poética, referencial, fática, metalingüística. Sin embargo, Rosenblat no hace gala, en este tratado, de conocimientos de lingüística general contemporánea, y, en este sentido, es más bien tradicionalista. Se nos ocurre como ejemplo, que un dato a tener en cuenta es que La lengua del Quijote se edita en Madrid en 1971 y que La lingüistique, guide alphabétique dirigida por André Martinet, es publicada en París, en 1969. En otras palabras, es evidente que Rosenblat conscientemente utiliza una terminología tradicional y no la novedosa pero que ya estaba en uso.

Todos opinamos con mayor o menor admiración que para tratar el español americano el nombre y la obra de Rosenblat han adquirido autoridad propia. A veces, se exalta este quehacer en detrimento de otro no menos importante: su conocimiento de la tradición hispánica que nace en la península y evoluciona en América. Ningún autor español pudo escribir sobre América o los americanos sin conceder -muchas veces inconscientemente- su tributo y americanizarse mucho o poco él también. Estos pormenores que luego son decisivos en la creación de esta lengua que solemos llamar español americano que, a su vez, se puede dividir -etnias, distancias, y características geográficas mediante- en una   —218→   cantidad notable de lenguas regionales, han sido estudiados por la filología y a esta filología Rosenblat dio gran parte de su vida.

Rosenblat va más allá: conocedor de la literatura culta del período colonial sabe muy bien por qué el habla familiar de América aún hoy está más llena de cultismos y expresiones literarias que la de España. Conoce también que expresiones populares como el romance, la copla y la décima, de constante improvisación, pasaron a América junto con el castellano. Por fin, conoce la lengua culta de la edad áurea de la literatura española que coincide con los grandes descubrimientos y la colonización. Tras lo dicho fácil es darse cuenta por qué Rosenblat, reconocido como un gran especialista en el campo del español de América, puede también ser reconocido por nosotros como un gran especialista en Cervantes, en particular en su lengua.

En la segunda parte de La lengua del Quijote, de Ángel Rosenblat, titulada «La lengua literaria de Cervantes», con sentido analítico, con médula y expresiones lingüísticas pero con un lenguaje que entienden tanto el profesional como un amplio público lector, recala en los recursos que más llaman la atención y, en particular, «sobre todos los que caracterizan más claramente su lengua», que son el tópico o lugar común, las comparaciones, las metáforas, las antítesis, los sinónimos voluntarios, la repetición deliberada, el juego con elipsis, el juego de palabras, el juego con los nombres, el juego con la forma gramatical, la paranomasia, la aliteración, la rima, el juego con los distintos niveles del habla...

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Acertadamente Rosenblat nos advierte que a pesar de que la lengua es patrimonio de todos, no es menos cierto que también es expresión de individualidad, vale decir que así como Góngora quería convertir ese patrimonio del común en un complejo sistema de recursos poéticos, llegando al extremo de calcar algunos de ellos de las lenguas clásicas, para hacerlo singular, propio, «el ideal de Cervantes era, en cambio, una lengua pura, cristalina»135.

No obstante, no hay que caer en la simpleza de pensar que Cervantes, por crear tomando elementos de la lengua común, es él un escritor adocenado. Por el contrario, precisamente, sabe seleccionar los elementos de la lengua común para crear una lengua literaria clara y expresiva, que con el correr de los años y de los siglos ha llegado por sus propios méritos a imponerse como lengua paradigmática.

Hablamos del tópico o lugar común porque es un verdadero placer observar cómo toma las frases hechas, los modos adverbiales, los lugares comunes y manidos para, jugando con ellos, lograr una expresión efectista cuando no también humorística. Un ejemplo: qué lector ingenuo no se ha sentido sorprendido por las palabras iniciales del libro famoso, «En un lugar de la Mancha...»; y por qué no decirlo, estas palabras han dado también mucho quehacer a sus comentaristas. La verdad la ha señalado un buen hispanista de nuestros tiempos, Francisco López Estrada, cuando la   —220→   reconoció como un verso octosílabo del romance burlesco «El amante apaleado», publicado en el Romancero General desde 1600 y que había aparecido aún antes en Las flores del Parnaso, de 1596. De ahí a comprobar que en numerosas ocasiones Cervantes inicia un capítulo con un verso hay un solo paso. No nos detendremos acá en el comentario luminoso de María Rosa Lida sobre por qué no quería acordarse del nombre. Remitimos a su conocida colaboración en la Revista de Filología Hispánica, I, 1939, 167-171. Tampoco en la fórmula notarial señalada por el mismo López Estrada.

Quién no recuerda el encuentro de don Quijote y los crueles yangüeses, donde sorprendemos estas palabras: «Ordenó, pues la suerte, y el diablo (que no todas veces duerme), que andaban...». El lugar común es evidentemente el diablo, que nunca duerme.

Resulta risueño que Rosenblat nos compare la Premática de Quevedo de 1600 contra los que tienen «la buena prosa corrompida y enfadado el mundo», donde ataca el uso de los refranes y de una gran serie de lugares comunes entre los que se incluyen modismos y comparaciones. Pues bien, Rosenblat afirma que casi todos esos lugares comunes aparecen en el Quijote. Vgr. ni en burlas ni en veras, echar pelillos a la mar, hombre de chapa, nacer en las malvas, predicar en desierto, poner puertas al campo, alma de cántaro, coger las de Villadiego.

Aunque Rosenblat le dedica varias páginas a las comparaciones, aquí solo remitiremos al capítulo correspondiente. Muchas de ellas son tradicionales y lexicalizadas,   —221→   algunas poco originales y que se aprecian solo en el uso paródico o burlesco que les asigna Cervantes.

No deja de ser original que, en el uso de las metáforas, Cervantes usufructúe la vena popular y la culta. Así reconocemos todavía en el siglo XX metáforas tradicionales y también metáforas nuevas o por lo menos cultas. No es infrecuente que las obtenga cuando se decide por destacar su sentido etimológico o las transmuta en situaciones hilarantes. Con una sonrisa podemos recordar lo que Américo Castro llamó una «grotesca imagen anímico-porcuna» cuando Sancho, explicándose ante el bachiller Sansón Carrasco sobre sus intenciones para cuando fuese gobernador, dice que él tiene «sobre el alma cuatro dedos de enjundia de cristianos viejos», asociando la grasa del cerdo y la cristiandad vieja. Expresiones parecidas y siempre metafóricas se pueden encontrar abundantemente, lo que le hace pensar a Américo Castro que todo el Quijote parece ser una forma secularizada de espiritualidad religiosa.

También en este caso los ejemplos son abundantes. Se puede hablar de un juego metafórico paródico, el escritor es consciente de lo que está haciendo. Lo vemos en la «Adjunta» de su Viaje del Parnaso, que es de 1613. Aquí incluye unos «Privilegios, Ordenanzas y Advertencias» de Apolo a los poetas españoles y Rosenblat perspicazmente nos hace notar que una de ellas dice así:

Que todo buen poeta pueda disponer de mí y de lo que hay en el cielo a su beneplácito; conviene saber:   —222→   que los rayos de mi cabellera los pueda trasladar y aplicar a los cabellos de su dama, y hacer dos soles sus ojos, que conmigo serán tres, y así andará el mundo más alumbrado; y de las estrellas, signos y planetas puede servirse de modo que, cuando menos lo piense, la tenga hecha una esfera celeste136.



Las palabras de Cervantes explicitan su punto de vista sobre el tema. Por su parte Rosenblat quiere ver en ellas, pero sobre todo en el ejemplo indiscutible de su prosa, un «mundo metafórico sobrio, cristalino, natural del clasicismo español»137.

En cuanto a la antítesis, debemos decir que es un recurso muy frecuente que aparece en las circunstancias más variadas, en el habla popular como en la culta, en toda la prosa narrativa cervantina. Los expertos en estilística quedarán siempre asombrados por el manejo que hace Cervantes de este rasgo de naturaleza dialéctica y lúdica.

Rosenblat, y debemos suponer que es un crítico mesurado, llega a llenar páginas y páginas de ejemplos que nos dan una muestra patente del uso de la antítesis en las más distintas formas. Creemos que merece la pena leer por curiosidad y también para muestra una prosa excelente cuando trata en particular la antítesis en la paradoja, tan cervantina como hispánica:

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En el Quijote la constante articulación de pequeños y grandes juegos antitéticos está al servicio de lo que se llamó el problematismo, perspectivismo o relativismo de Cervantes, su visión bipolar, ambivalente, de la vida y el mundo... Las antítesis cervantinas nos presentan así dos visiones aparentemente antagónicas, pero que se complementan y hasta interpenetran. Manifiestan o destacan dos caras de una misma verdad138.

En su tratado, el filólogo también se preocupa de los sinónimos voluntarios, que más que alarde verbal es un «recurso de encarecimiento de claridad y de realce expresivo», justificado a veces por su contenido rítmico o por su función reiteradora o intensificadora. Los ejemplos, como de costumbre, muy abundantes.

La repetición deliberada se da también en el juego expresivo del Quijote. Era ya un recurso frecuente en los libros de caballerías y más tarde simple agudeza o gala tradicional de la lengua poética. «El uso abundante de recursos iterativos fue ornato de la prosa erudita del siglo XV, y aún más tarde hallamos frecuentes testimonios de que la reiteración no repugnaba a los buenos autores», dice, en uno de sus estudios, Margherite Morreale139. De más está decir que uno de los propósitos   —224→   del uso de este recurso es el enfático y amplificatorio. Nos parece justo recordar que Rosenblat, apartándose de la opinión de Hatzfeld, en sus Estudios sobre el barroco140, quien a su vez se apoyaba en Dámaso Alonso, cuando se refiere al eco estilístico del barroco, sostiene que «repetición, paranomasia, consonancia y aliteración contribuyen a crear una atmósfera de juego expresivo que da su tono a toda la obra»141.

El juego con la elipsis, contrapartida del juego repetitivo y ocasionalmente combinado con este, aparece con gran insistencia, y el filólogo nos lo muestra con claridad muy suya en el texto del Quijote. Siendo como es un recurso muy frecuente tanto en la primera como en la segunda parte, no debemos olvidar que la elipsis muchas veces se nota en tanto que recurso del coloquio, en juego de palabras y hasta fructifica en un dinamismo verdaderamente teatral.

El juego de palabras puede ser de índole discursiva u oral y amplía el campo semántico de una palabra determinada. En el tratamiento de este tema, el filólogo nos recuerda que el título del libro de 1605 era El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha, que se transformará en la segunda parte en ingenioso caballero...; y aquí nos advierte sobre el uso de la palabra ingenio y cómo al cabo de algunos años y luego siglos, evolucionó hasta su actual acepción. De las variadas «autoridades» a las que recurre Rosenblat, nosotros podemos   —225→   detenemos solo en algunas. Quiero aclarar que leyendo estas pocas páginas dedicadas al uso y significado de la palabra ingenio, de inmediato recordamos una de las obras que han hecho famoso al exégeta y que se sigue reimprimiendo sin solución de continuidad. Me refiero, claro está, a Buenas y malas palabras en el castellano de Venezuela, que rebasando muy pronto las fronteras venezolanas ha instruido y divertido a una gran multitud de hispano-parlantes: el mismo modo de presentar el tema, sus variantes según autores, regiones y épocas y la sabiduría y el gracejo de su información.

En breve, ingenio, según Covarrubias, en su Tesoro, de 1611: «Vulgarmente llamamos ingenio a una fuerza natural de entendimiento investigadora de lo que por razón y discurso se puede alcanzar en todo género de ciencias, disciplinas, artes liberales y mecánicas, sutilezas, invenciones y engaños». Teniendo como base el texto cervantino, el filólogo llega a la conclusión de que don Quijote era hombre de ingenio y, tan importante como eso, que a Cervantes, a pesar de su pregunta en el prólogo de «¿Qué podía engendrar el pobre y el mal cultivado ingenio mío?», podríamos contestarle que nada más ni nada menos que el «ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha». Sus explicaciones sobre el particular quedan más patentes cuando nos dice que «con el sentido actual de ingenio se usaba entonces donaire, gracia o agudeza: Decir gracias y escribir donaires es de grandes ingenios -lo afirma don Quijote al bachiller Sansón Carrasco» (II, 3)142.

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Se nos dice que el uso de gracia, gracioso, y algunos derivados son insistentes, lo mismo que donaire, ingenio, agudo y no insistimos, porque cualquier lector de la literatura del Siglo de Oro sabe muy bien que los donaires, las ocurrencias, las soluciones eran una manifestación del afecto por lo exuberante del español. Tal característica vital ocurre en Cervantes como en la «comedia nacional», especialmente en el teatro lopesco y en el de sus seguidores, y, ya refinado, llegó a tener un verdadero código en la Agudeza y arte de ingenio, de Gracián.

El juego con los nombres es de evidente carácter satírico. Son ejemplos clásicos los que aparecen en las primeras páginas, cuando entrando en el mundo caballeresco, pone nombres a su rocín, a sí mismo y a la dama de la que debe enamorarse. No vale la pena traer a colación aquí el tema complejo y un tanto burlón de las conjeturas sobre el propio nombre del héroe caballeresco que deriva de quijada, quijana o quijano. Lo mismo el cambio del nombre de la labradora Aldonza por el de la señora Dulcinea del Toboso y tampoco se puede olvidar cómo en el proyecto de vida pastoril (II, 67) tras la derrota en manos del Caballero de la Blanca Luna se piensa en los nombres de los nuevos pastores: Quijotiz, Pancino, Sansonino o Carrascón, Niculoso y Culiambro.

Creemos que con estos solos ejemplos -Rosenblat acumula muchos más- se tiene una idea clara de la polionomasia que le permite a Cervantes jugar intensamente con los nombres.

Es en el juego con la forma gramatical, donde, osadamente, el novelista «se libera de las limitaciones del   —227→   lenguaje» al modificar, acomodar, jugar con el género, el número, el diminutivo, las fórmulas de tratamiento, las formas y flexiones verbales, el comparativo y el superlativo, las preposiciones y diversas terminaciones derivacionales, lo que lo lleva a crear nuevas palabras.

Por la lección que implican y por la comicidad que arrastran nos vamos a detener aquí nada más que en las fórmulas de tratamiento. Podríamos decir que hasta el siglo XV también en este aspecto prevalece la austeridad, tan tradicionalmente castellana, pero al ir finalizando el reinado de los Reyes Católicos ya se notaba cierto empaque, antes desconocido en los tratamientos. El caso máximo está dado cuando leemos en la documentación del tiempo que el tratamiento dedicado a Carlos I era nada menos que el de «Sacra, Católica, Cesárea Majestad». En el otro extremo vuestra merced fue reemplazando al vos y a través de una extraña evolución, terminó en usted.

En general, vuestra o vuesa merced es en el Quijote un tratamiento de respeto, mientras que implica mayor familiaridad. Cuando el caballero quiere establecer distancia respecto de Sancho, lo tratará de vos, sin que esto implique que el vos conserve en otras ocasiones un tono ceremonioso. Queda bien documentado que cuando aparecieron las dos partes del Quijote el vos era tratamiento para inferiores. De todas estas interesantes páginas dedicadas a las fórmulas de tratamiento creemos que vale la pena detenerse en la serie de tratamientos habituales en el español de aquellos tiempos -el Quijote sigue siendo un buen documento de obligada referencia que Rosenblat reúne en la p. 186 de su libro.

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La paranomasia, la aliteración y la rima son recursos de carácter fónico que, bien sabemos, se producen deliberada o accidentalmente.

El juego con los distintos niveles del habla es para Rosenblat quizá «lo más desconcertante» de la lengua del Quijote y lo «más típicamente cervantino». Al principio cada uno de los personajes del libro habla como debiera hablar: el vizcaíno como vizcaíno, los galeotes como galeotes, Marcela en su estilo pastoral, como lo que es. Sin embargo cuando la obra avanza, la situación tiende a variar. Así, las fórmulas y palabras exclusivas de un habla determinada se transfieren a otra: irrumpen discusiones injustificadas, discordantes, pintorescas, sorpresivas; se verifica lo que Rosenblat llama «una especie de extraña promiscuidad lingüística», basada en un gran desorden onomaseológico. El complejo discurso literario que se produce es realmente insólito, producto, no cabe duda, de la inteligencia lingüística y del talento creativo.

Sí, se ha dicho que uno de los nutrientes de la lengua cervantina es la popular. Por el reiterado recurso de nuestro autor en el Quijote podríamos afirmar sin temor a errar que es el romance el que mejor representa la poesía popular que, además, en la infinidad de temas que abarca incluye también el de las novelas caballerescas. No puede extrañar entonces que Cervantes haga uso de lo que era corriente en la conversación de aquellos tiempos: intercalar en su prosa versos de romances. Creemos que con la bibliografía que hoy se puede manejar basta con citar este recurso que a través de todo el libro se reitera una y otra vez.

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Sin embargo, esta imitación o simplemente utilización de un lugar común, como es la de intercalar versos de romance, culmina en la intercalación de otro lugar común pero ahora de la poesía culta, por ejemplo el conocido caso de los versos de Garcilaso, tan admirado y tan popular que tanto sus églogas como sus elegías, sus sonetos y canciones se repetían de memoria. Si esto hoy nos llama la atención, más puede llamarla el hecho de que en la segunda parte Cervantes lo utilice en un sentido burlesco cuando no cómico.

Cabe también recalcar que no siempre lo intercalado son versos de «el gran poeta castellano nuestro», como decía don Quijote, sino que, a veces, son otros los poetas y hasta autores anónimos quienes entran en el coloquio o en los juegos expresivos del gran escritor.

Hace bien Rosenblat en afirmar, a modo de conclusión -en la segunda parte de La lengua del Quijote- que Cervantes ha podido pasearse por todas las esferas sociales, por lo histórico y la actualidad, por lo específicamente literario que le da la tradición y la realidad contemporánea, con lo patético y lo ridículo, con una holgura y un arte insólitos y espléndidos. Así procede con la lengua y así procede con los personajes. «Es asombroso que la acción no se diluya o disgregue en una atmósfera de irrealidad o de falsedad y que los personajes mantengan una portentosa plenitud de vida»143.

Después de leer esta segunda parte del libro de Rosenblat, que muy atinadamente titula «La lengua literaria   —230→   de Cervantes», resaltan su conocimiento de la lengua española, la de aquellos tiempos y la actual, y el de la crítica fundamental que sobre el libro de Cervantes se ha escrito a través de más de tres siglos. Pero creo que un observador atento tendrá que admirarse también de su profundo conocimiento del texto cervantino, conocimiento que deriva indudablemente de toda una prolongada vida de leer y releer el libro con ojo crítico, sí, pero también con profundo amor y respeto. Solo así podemos explicamos la caudalosa cantidad de citas que ejemplifican tantos ítemes como trata y que fundan y refuerzan sus afirmaciones. Si bien no se autotitula, que nosotros sepamos, «cervantista», demuestra tal conocimiento de los temas tratados que bien podríamos otorgárselo sin necesidad de solicitud alguna, con solo evaluar el copioso material manejado y la virtud docente del crítico argentino de, sin caer en encasillamientos o simples esquemas, decir lo que se dice con orden y sencillez.

Esta segunda parte del libro, «La lengua literaria de Cervantes», está dedicada, como él lo dice, al «análisis de los recursos de su estilo los más productivos o más llamativos y sobre todo los que caracterizan más claramente su lengua»144. En este trabajo nos hemos detenido en un comentario de casi todos esos recursos y nótese bien que en nuestros tiempos, cuando la crítica literaria nos va acostumbrando a nuevas y novísimas terminologías, podría parecer la enumeración de Rosenblat un tanto anticuada. Pero pensamos que el autor, de la sabiduría del cual nadie duda, no   —231→   vio la necesidad de crear nuevas denominaciones para aquellos temas que ya las tienen. Su intención, es visible, es nada más y nada menos que mostrar, como él dice, la lengua literaria del Quijote. Pero, para ilustrarnos más, y esto lo puede hacer gracias a su propia ilustración, confronta cada uno de esos recursos con casos similares de otros autores coetáneos.

Rosenblat nos muestra la intención cervantina del cuasi permanente juego humorístico que a veces los lectores no captan por precipitación en la lectura del Quijote o simplemente por desconocimiento. El maestro lo dice claramente: «En realidad, todo en el Quijote es juego, pero juego para realzar una significación, o una doble significación. Todo se nos aparece lleno de intención, de buena o mala, o de buena y mala, de segunda intención y hasta de tercera y cuarta»145.

No faltan quienes elucubren que Rosenblat no fue exhaustivo, que pudo haber tratado además de los recursos de estilo, la adjetivación, las peculiaridades sintácticas de la prosa de Cervantes; y hasta habrá quien piense que nuestro autor debió vivir unos años más... para hacer más.

Independientemente de semejantes presunciones no se puede negar que esta segunda parte del libro de Rosenblat es esclarecedora, apabullante por su documentación, elocuente por sus conclusiones, en una palabra, un trabajo muy de Rosenblat.

Al respecto creemos conveniente recordar una palabra de nuestro querido amigo y, en muchos temas,   —232→   excelente maestro, el doctor Marcos A. Morínigo, que llegó a decir que «su vocación más entrañable, con todo, se cifró siempre en su labor docente. Siempre mantuvo ese papel humilde del maestro que quiere compartir su experiencia con un auditorio»146.

Pensamos que Rosenblat supo cultivar y difundir los métodos, viejos y nuevos, de la filología, que «ve en el lenguaje la expresión de una cultura, de una sociedad, en estrecho vínculo con la historia literaria y que concibe la lengua como una especie de lámpara maravillosa capaz de iluminar la vida del hombre y su alma»147.

Para quienes aún piensan que la filología es tediosa y ardua, leyendo los estudios de Rosenblat -y el que acabamos de comentar no es una excepción- habrán de sorprenderse, porque siempre tanto quienes leyeron sus libros como quienes escucharon sus lecciones y conferencias son testigos de que ellos congregan con felicidad la solvencia científica y la amenidad. Rosenblat sabía los secretos que esconden los estudios sobre el lenguaje o si se quiere sobre el logos, y ese respeto y su fina sensibilidad ante ese logos lo llevó a decir con inspiradas palabras lo que sigue:

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La palabra ha conducido al hombre por los caminos de la razón. Pero antes de haber alcanzado las formas proposicionales del lenguaje articulado, antes de tener la palabra, el hombre dispuso de otros medios expresivos. Danza y canto son, sin duda, anteriores al lenguaje. Y es precisamente del canto -según la seductora teoría de Jespersen- del que se ha desarrollado el lenguaje. Del canto de amor o de trabajo o de guerra, que era sin duda canto mágico. El lenguaje es al parecer una degradación del canto.

Pero al mismo tiempo que se degradaba como canto ha ido encontrando una doble grandeza propia. En la poesía, donde se acerca de nuevo al canto, donde vuelve, por virtud de encantamiento a despertar a los muertos, a hacer danzar a las deidades ultraterrenas, a crear seres y mundos nuevos. Y en la razón, donde, emancipado de viejos terrores ilumina y guía los pasos del hombre por los caminos infinitos de la filosofía y de la ciencia. Y siempre fiel a la virtud mágica de su origen, gracias a él no hay enteramente poesía sin razón ni razón sin poesía148.







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ArribaBibliografía

«Cervantes a la velada luz de un soneto de Borges», Revista de Literaturas Modernas, N.º 21, Mendoza, Universidad Nacional de Cuyo, 1988.

«Cervantes y Don Quijote en una parábola de Borges», R.L.M., N.º 23, Mendoza, Universidad Nacional de Cuyo, 1990.

«Borges y Cervantes, Don Quijote y Alonso Quijano», Nueva Revista de Filología Hispánica, T. XL, N.º 2, México, El Colegio de México, 1992.

«Un apasionado divulgador del Quijote: Alberto Gerchunoff», R.L.M., N.º 22, Mendoza, Universidad Nacional de Cuyo, 1989.

«Rodolfo M. Ragucci ante el Quijote de Cervantes», Actas del IIIº Congreso Argentino de Hispanistas, T. II, Buenos Aires, Asociación Argentina de Hispanistas y U.B.A., 1993.

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«Cervantes, escudo de Sarmiento», Cuadernos Americanos, Nueva Época, Año IX, Vol. 6, N.º 54, México, U.N.A.M., noviembre-diciembre, 1995.

«Entre burlas y veras, Alberdi evoca a Don Quijote», Actas del Simposio Nacional de Letras del Siglo de Oro Español, Mendoza, U.N. de Cuyo, 1997.

«La vis cómica del Quijote en Juan Gualberto Godoy», R.L.M., N.º 19, Mendoza, Universidad Nacional de Cuyo, 1986.

«Marco Denevi y la sin par Dulcinea», R.L.M., N.º 28, Mendoza, Universidad Nacional de Cuyo, 1995.

«Ángel Rosenblat y la actitud de Cervantes ante la lengua», Boletín de la Academia Argentina de Letras, T. LIX, (julio-diciembre 1994, N.º 233-234), Buenos Aires, Academia Argentina de Letras, 1996.

«Ángel Rosenblat y la lengua literaria de Cervantes», R.L.M., N.º 27, Mendoza, Universidad Nacional de Cuyo, 1994.