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Chequeo del teatro español. Perspectivas

Jerónimo López Mozo





Hasta no hace mucho, la historia del teatro era la de la literatura dramática. Cualquier ensayo sobre la materia se refería, esencialmente, a los autores y eran sus textos los que servían para describir su evolución. Se hablaba más de ellos que de su representación escénica. Si acaso, se recogía alguna información sobre la acogida dispensada por el público. Hay razones que justificaban que fuera así. Una, el protagonismo del autor, centro, hasta bien entrado el siglo XX, del hecho teatral. Otra, la escasa información que se tenía sobre las puestas en escena y el trabajo de los actores. Mientras los textos tenían garantizada una larga vida gracias a su publicación, no sucedía lo mismo con los detalles de su representación, debido, primero, a su condición de acto efímero y, luego, a que la documentación sobre su desarrollo solo empezó a ser importante a partir de la aparición de la fotografía y de las grabaciones sonoras. Hasta fechas recientes, las hemerotecas han sido la principal fuente de información de los estudiosos de teatro, que solía limitarse a las críticas publicadas en la prensa con motivo de los estrenos y al escaso material gráfico que las acompañaba. Pero, a lo largo del siglo pasado, son muchas las cosas que han cambiado en el teatro. Aunque el autor siga siendo pieza esencial, su capacidad de influencia ha quedado notablemente limitada por su creciente dependencia de elementos ajenos a la escritura. Un autor de teatro que no tenga en cuenta la existencia de barreras que dificultan su libertad creativa, o, en sentido contrario, que ignore las posibilidades que se le abren a partir de la incorporación a la creación escénica de medios artísticos y técnicos hasta hace poco inexistentes, está fuera de la realidad. Hoy las tendencias teatrales no son determinadas sólo por los autores, sino que la responsabilidad recae sobre el conjunto de creadores que intervienen en la puesta en escena de los textos. No estoy diciendo nada nuevo. Parece claro, pues, que al imaginar como será el teatro en el futuro más inmediato habremos de tomar en consideración que, más que en ningún otro momento de su historia, estamos ante un hecho colectivo y que ha llegado la hora de, utilizando palabras de César Oliva, «conciliar el interés literario del arte dramático con el social e histórico» (Oliva, 2002: 10). Eso es lo que me propongo hacer en este chequeo al teatro español. Si al cabo resulta que dedico más atención a los textos que a otros aspectos del quehacer teatral, no lo atribuyan a mi condición de autor, sino al convencimiento de que, sin negar cuanto llevo dicho, la dramaturgia nacional de cualquier país está íntimamente ligada a los contenidos de las obras que escriben sus dramaturgos.

Entremos ya en materia y hagámoslo ocupándonos de algo de lo que apenas se habla fuera del ámbito estrictamente profesional. Me refiero a todo aquello necesario para que el teatro pueda materializarse sobre un escenario, es decir, a los locales en los que se representa, tanto a su número como a sus características; a la atención que las diversas administraciones prestan a su desarrollo, cuestión esencial en un país como el nuestro en el que la cultura depende en buena medida del dinero de las instituciones públicas; a la organización empresarial existente para producir espectáculos y explotarlos; a sus criterios a la hora de hacer la programación; a la eficacia de las redes de teatro y a la profesionalidad y capacidad de sus gestores, de los cuales depende la contratación de las compañías que aspiran a realizar giras; a la influencia que ha tenido la descentralización de las competencias culturales surgida tras el nacimiento de las comunidades autónomas en la difusión de los espectáculos a lo largo y ancho de nuestra geografía; a la formación de los profesionales, atendiendo a la calidad de la enseñanza que, quiénes aspiran a serlo, reciben en las Escuelas Oficiales de Arte Dramático o en los centros privados, cuyo censo crece cada día; o, en fin, a la atención que se presta al teatro en la prensa diaria y demás canales de información. Habrá quien considere que no es éste el lugar adecuado para abordar tales cuestiones, estimando que tienen que ver más con la infraestructura de la industria teatral que con el teatro como manifestación artística. Sin embargo, no es así. Alguien que se proponga romper la imaginaria cuarta pared con la que el naturalismo separó a los actores de los espectadores y crear nuevos espacios, encontrará serias dificultades si los teatros, incluidos los de nueva planta, sólo disponen de escenarios a la italiana. En otro orden de cosas, ¿qué posibilidades tiene un autor de no verse marginado si se propone abordar un teatro socialmente comprometido o estéticamente innovador? Pocas, muy pocas, si sus propuestas carecen del soporte adecuado o no tienen cabida en los planes de los Señores del Teatro, poderosa y vaga institución a la que pertenecen tanto empresarios como funcionarios responsables de algunas de las actividades que acabo de mencionar, o artistas que ocupan áreas de poder político. No creo necesario ilustrar lo que digo con más ejemplos. La creación dramática no puede ir más allá de lo que los medios puestos a su disposición le permitan. Conocer los actualmente disponibles resulta imprescindible para fijar sus límites.

Fuera de Madrid y Barcelona no abundan los locales teatrales. Tampoco en ambas capitales. Aunque parece que su número es grande, no resulta suficiente para atender la oferta de espectáculos que se produce cada temporada. No hace muchas décadas, cuando las compañías radicaban es dichas ciudades, las obras se estrenaban en ellas y luego salían de gira por el resto del país, sobre todo si tenían buena acogida por parte de la crítica y del público. En la actualidad, es más frecuente que la andadura se inicie en provincias, en espera de encontrar un teatro disponible en cualquiera de las dos capitales del teatro, lo que no siempre sucede, aunque en su recorrido vaya cosechando éxitos. Tampoco es habitual que los espectáculos generados por compañías que tienen su sede en otras ciudades, logren encontrar hueco en la cartelera madrileña y de la ciudad condal. Ni siquiera les resulta fácil traspasar las fronteras de sus respectivas comunidades autónomas. Siendo cierto que esa división territorial establecida a la par que el actual sistema democrático ha tenido efectos positivos en muchos aspectos de nuestra vida, como consecuencia del traspaso de competencias a sus respectivos gobiernos, no podemos ignorar algunos aspectos negativos. En el ámbito de la cultura, y más concretamente en el del teatro, la actividad oficial está dominada por una notable estrechez de miras y el clientelismo ha adquirido proporciones alarmantes. Una especie de nacionalismo de andar por casa ha hecho posible que la protección oficial a las producciones propias limite el acceso de compañías foráneas a los circuitos locales, habiéndose alzado entre las comunidades auténticas barreras de incomunicación.

El problema se agrava cuando lo que las compañías ofrecen exige teatros bien equipados o escenarios no convencionales. No abundan, lo que no deja de ser sorprendente si tenemos en cuenta que no hace muchos años se llevó a cabo una importante campaña de rehabilitación de antiguos teatros. Se devolvió a los edificios su anterior esplendor y se introdujeron algunas mejoras técnicas, pero no se tomó en consideración que los escenarios a la italiana no satisfacen todas las necesidades del teatro contemporáneo. Hay, claro está, excepciones. Por ejemplo los teatros públicos, como el María Guerrero y el Español. Pero no tienen capacidad para suplir la carencia de espacios, ni siquiera la tendrán cuando se inauguren el Teatro Olimpia y el del Canal, actualmente en construcción. Por otra parte, tampoco es ese su principal cometido. En cuanto a las salas alternativas, más versátiles a la hora de ubicar el escenario, no suelen reunir las condiciones idóneas para servir de cauce a muchas de las fórmulas novedosas que se ensayan.

A esa falta de locales, hay que añadir la escasa inclinación de los de programadores a acoger obras de autores españoles, sobre todo las que tienen algún afán innovador. Entre las funciones de los teatros públicos o con fuerte apoyo de las instituciones, figura la de dar a conocer el teatro que actualmente se escribe en nuestro país, pero no podemos ignorar que su presencia en las programaciones suele ser testimonial. Cuando se produce alguna excepción, como sucede en el Teatro Nacional de Cataluña, que cada temporada encarga a cinco autores la escritura de sendos textos para ser representados, los resultados positivos no tardan en percibirse. Las salas alternativas, entre cuyos objetivos está mostrar un teatro que se aparte del de consumo capaz de atraer a nuevas generaciones de espectadores, tienen que postergar con frecuencia esa tarea para hacer frente a la precariedad con que desarrollan su actividad. Cuando su supervivencia está en juego, no parece lógico exigirles más de lo que hacen. Queda el teatro privado, al que pertenecen la mayoría de los locales. Siempre he mantenido que los viejos empresarios eran una rémora para el progreso del teatro y que sería bueno que su lugar fuera ocupado cuanto antes por gestores con ideas originales acordes con los nuevos tiempos. El cambio se ha producido y, en contra de lo esperado, estamos peor que antes. No voy a entrar en el apartado del teatro musical, cuyo control es ejercido por empresas multinacionales, que han introducido en el mundo del espectáculo esa fórmula comercial llamada franquicia. Para lo que nos ocupa, importa lo que sucede en los otros teatros comerciales, los que siguen acogiendo el teatro de texto. A bastantes de sus responsables se les pueden formular muchos reproches. Entre ellos, su afán de apostar sobre seguro, produciendo obras de autores extranjeros cuyos derechos son adquiridos tras saber que han sido estrenadas con éxito en sus respectivos países; o por encargar adaptaciones de conocidas novelas o de textos clásicos a profesionales ajenos al mundo de la escena, lo cual no sería censurable si la elección no obedeciera al propósito de que sus nombres sirvan de reclamo. En todo caso, digamos en su descargo que todavía hay quienes intentan conjugar el interés cultural con el beneficio económico. Lo que resulta preocupante es la degradación que se está produciendo en nuestro teatro de la mano de los menos comprometidos con la idea de que se trata de una manifestación artística. Han convertido los escenarios en sucursales de los peores programas que se ofrecen en la pequeña pantalla. Si al principio la televisión tuvo al teatro como modelo, y de él se alimentó con notable aprovechamiento, ahora las tornas han cambiado, y es la televisión la proveedora de materiales, casi todos deleznables. No puede negarse que esta oferta teatral goza del favor del público. Todo apunta a que se ha llegado a tal situación porque sus gustos se han ido adaptando a los contenidos que se le ofrecen. Si es así, sería absurdo pedir a los que controlan este mercado que hagan algo por dignificar su oferta1. A los que creemos que el teatro tiene algo mejor que ofrecer nos corresponde sugerir alternativas. En ello estamos, lo malo es que no encontramos dónde exponerlas2.

Las dificultades para estrenar condicionan, de un lado, el trabajo de los autores, y, de otro, la labor de los estudiosos y críticos, que, ante las escasas posibilidades de ver representados los textos, han de basar sus análisis exclusivamente en su lectura. Sorprende que, ante esta situación, las vocaciones aumenten. Nuevas generaciones de autores se suman a las ya existentes. No es una apreciación gratuita. El número de participantes en los numerosos premios teatrales que se convocan en España se aproxima, en muchos casos, a doscientos. Los talleres de escritura dramática están repletos de alumnos, al igual que los cursos de dramaturgia impartidos en las escuelas oficiales de arte dramático. Nunca como ahora se publican tantas obras, aunque puede que eso no sea necesariamente una buena señal, sino un espejismo que está lejos de reflejar la realidad. No solo porque las tiradas son pequeñas y la distribución deficiente, sino porque muy poco de lo que llega a la imprenta es aceptable. A la antigua práctica de la publicación de las obras por parte de sus propios autores se añade una modalidad nueva, como es la de buscar la cobertura de sellos editoriales acreditados, corriendo el autor con los gastos de edición. Como raramente los textos son sometidos al control de comités de lectores que rechacen lo que no posee una calidad mínima, el lector, ignorante de bajo que condiciones se ha editado el libro, queda defraudado. Me estoy refiriendo a una situación en la que no es fácil separar el grano de la paja. Algo parecido sucede si nos trasladamos al mundo del teatro alternativo. En él conviven compañías que desarrollan la actividad renovadora que justifica su existencia con otras que buscan la utilización de sus cauces de comercialización y distribución para poder llegar a los escenarios. Entre ellas abundan aquellas en las que el autor es, a un tiempo, empresario, director de escena y actor. Tampoco esto es nuevo en el teatro, ni hay razones para rechazar ese modelo de organización, pues en ocasiones arroja excelentes resultados. Lo que sucede es que, cuando se recurre a él como alternativa a vías de más difícil acceso, su presencia perjudica el prestigio adquirido por ese movimiento teatral. La programación de algunas salas delata que van camino de convertirse en centro de acogida de este tipo de compañías. Su paso por ellas suele ser efímero. A veces logran que algún medio informe sobre el espectáculo, pero casi nunca que acuda la crítica, con lo que rara vez disponen de opiniones sobre su trabajo ajenas a su entorno. A falta de crítica, suelen tomar como tal las líneas promocionales que aparecen en la prensa, olvidando que casi siempre reproducen lo que ellos mismos ha redactado. Nada de esto es bueno para el teatro, porque el que lo hace se engaña y, lo que es peor, desconcierta al público, provocando su rechazo.

La lucha de los autores por ver su obra representada empuja a pagar determinados peajes. Entre ellos, el de escribir obras que se ajusten a los gustos de los que han de decidir su representación. La aceptación de unas reglas de juego dictadas por otros perjudica la creatividad del escritor. A veces se trata de reducir el número de personajes o de situar la acción en un escenario único, pero a menudo, cuando afecta a los contenidos y a la forma de abordarlos, las renuncias pueden ser tan dolorosas como la práctica de la autocensura.

Sobre estos cimientos se apoya el actual teatro español y no es previsible que sean reforzados en un futuro inmediato, habida cuenta de que los responsables de analizar su estado están de acuerdo en que goza de buena salud. Se refieren, claro está, al aumento del número de espectadores y, como consecuencia de ello, de las recaudaciones. Esto es cierto si las cifras se analizan de forma global, pero, cuando se desglosan, hay motivos para preocuparse, sobre todo si nos detenemos en las referidas al teatro que nos ocupa y nos preocupa.

Hablemos ya de él y hagámoslo recordando una obviedad. El teatro de cada época es continuación del que le precede o consecuencia de él, incluso cuando se trata de rupturas. En arte no hay borrón y cuenta nueva. Sólo se rompe con lo que existe, lo que exige su previo conocimiento y su posterior rechazo. Sin embargo, en el caso español, se diría que a lo largo del siglo XX no siempre ha sido así. Si en los primeros tramos era posible seguir un hilo conductor, éste fue segado de raíz como consecuencia de la Guerra Civil. El conflicto bélico y su desenlace dieron al traste, cuando apenas había nacido, con el movimiento renovador iniciado por García Lorca y un importante grupo de autores. El que años después alumbró Buero Vallejo nada tenía que ver con aquél, no porque le rechazara, sino porque nacía de una realidad política y social distinta. Más adelante, durante los primeros años de la transición, no faltaron jóvenes dramaturgos que, sin conocerlo, rechazaron el teatro escrito por las generaciones que nos incorporamos a la actividad teatral durante el franquismo. Su ignorancia les impidió saber que muchas de sus propuestas eran calcos de otras formuladas en los años sesenta. Siempre me ha llamado la atención esa discontinuidad, unas veces deliberada y otras consecuencia de su nuestra accidentada historia. De ella me ocupé en un trabajo sobre la vanguardia teatral española, en el que llegué a la conclusión de que era sólo aparente. La veía como una especie de Guadiana, que unas veces discurre a la vista de todos y otras desaparece bajo tierra para aparecer donde y cuando menos se espera (López Mozo. 1998). Esa teoría la extiendo al teatro en todas sus manifestaciones, de modo que, en mi opinión, hay una continuidad, aunque a veces cueste trabajo percibirla. Es cierto que ha sido necesario recomponer ese hilo conductor tantas veces dañado o roto, resultando que autores como el citado García Lorca o como Valle Inclán han sido rescatados mucho después de su muerte, dándose la paradoja de que, ostentando la condición de clásicos contemporáneos, el público los ha ido conociendo al mismo tiempo que a los nuevos dramaturgos. No sólo eso. Ellos son los autores españoles más representados. El Centro Dramático Nacional ha ofrecido, del año 1990 hasta hoy, once obras de Valle Inclán3, cifra que se irá incrementando, pues su actual director, Gerardo Vera, ha anunciado que este autor sea la columna vertebral de su proyecto, que incluye, entre otras cosas, la representación de una pieza suya cada temporada. En cuanto a García Lorca, en el mismo período, el Centro Dramático ha programado cinco obras4. Frente a esto, sólo ocho autores españoles contemporáneos han visto representadas en él más de uno de sus textos durante los tres lustros a los que nos estamos refiriendo. Se trata de Agustín Gómez Arcos, José Sanchis Sinisterra y Antonio Buero Vallejo, con tres cada uno; y de José Luís Alonso de Santos, Francisco Nieva, Fernando Arrabal, Albert Boadella y Juan Mayorga, con dos5. Si repasamos la programación de García Lorca y de Valle-Inclán en otros espacios, los datos son parecidos, destacando su importante presencia en los repertorios de las compañías independientes. De todo ello se deduce que, en las postrimerías del siglo pasado, suyo ha sido el liderazgo del teatro español y nada apunta a que alguien pueda apearles de él.

Respecto a los autores que estamos en activo, no voy a ocuparme de los representantes del teatro de evasión, ni de aquellos que, asumiendo algún tipo de compromiso social, ya sea en el terreno de la comedia o en el del drama, emplean fórmulas tradicionales. Aunque entre ellos hay nombres prestigiosos, las posibilidades de que trascienda o inspire a otras generaciones son escasas, lo cual no significa que no haya otros que llenen los huecos que van dejando. Siempre existirá un teatro convencional, pero la vigencia de cada autor suele ser breve. Del resto de los autores, su papel en el nuevo siglo está condicionado por la edad, por la actitud que cada uno de ellos ha adoptado ante las corrientes actuales y, en fin, por la recepción que la crítica y el público les dispensa. Lógicamente, la producción de los más veteranos durante la última década ha sido escasa. Buero Vallejo sólo alumbró una obra, Misión al pueblo desierto, en 19986. Rodríguez Méndez, tras escribir en colaboración La gloria esquiva, en 1997, acaba de concluir, al cabo de ocho años, Estoy reunido. Más activos se han mostrado Martín Recuerda y Alfonso Sastre, que han escrito, al menos, cuatro piezas cada uno7. Lo sorprendente, es que, salvo la de Buero Vallejo y la escrita por Rodríguez Méndez en colaboración con otro autor8, ninguna de las obras ha llegado a los escenarios, y, en muy contadas ocasiones, lo han hecho otras anteriores de estos y otros autores de su generación, como Lauro Olmo o Carlos Muñiz. De nuevo, la excepción ha sido Buero Vallejo, de quién el Centro Dramático Nacional ha repuesto dos de sus mayores éxitos, La fundación e Historia de una escalera, y sendas compañías privadas han recuperado El tragaluz y Madrugada.9

Ignoro si la obra de alguno de los autores citados, todos ellos pertenecientes a la llamada generación realista, influirá en el teatro futuro. Creo, sinceramente, que no. Desde luego, porque no percibo su huella en la escritura de los creadores jóvenes, pero, también, porque algunos de los más representativos han venido mostrando su rechazo a cualquier tipo de evolución. Es el caso de Rodríguez Méndez, quién suele manifestarlo en artículos y entrevistas. Recientemente, admitía que su teatro, costumbrista y profundamente español, está en vías de extinción. Y añadía que «el teatro actual es muy malo, sólo busca lo original, lo vanguardista y lo epatante»10. Hay quiénes hacen una excepción con Buero. Es cierto que su magisterio ha sido reconocido por autores como Ricardo López Aranda, Rodríguez Buded, Domingo Miras, Ignacio Amestoy o Carlos Álvarez-Nóvoa, como también lo es que los éxitos obtenidos con las citadas puestas en escena del Centro Dramático Nacional han servido para sacarle del injusto olvido que empezaba a planear sobre su figura. Pero la realidad, nos guste o no, es que hace tiempo que Buero Vallejo dejó de interesar a los empresarios y al público. Son conocidas las dificultades que encontró para estrenar Las trampas del azar, que apenas resistió dos meses en cartel dada la escasa afluencia de público, algo que luego se repetiría con Misión al pueblo desierto11. Pero lo más negativo de cara a su proyección futura, es que los nuevos autores apenas conocen su teatro. Le consideran algo que pertenece al pasado, aunque curiosamente la mayoría reconozca su importancia en la historia del teatro español y muestre respeto por lo que representó en la España de la Dictadura. Buero Vallejo, que nunca aspiró a crear escuela, era consciente de su nula influencia entre los jóvenes dramaturgos y me consta que creía advertir en ellos una actitud de reserva, incluso de desdén, ante figuras tan instaladas como la suya12.

De los demás autores surgidos durante el franquismo, la mayor parte pertenecíamos al Nuevo Teatro Español, pero también los había de difícil adscripción. Unos y otros fuimos víctimas, como los autores realistas, de la censura, y, además, culpables de padecer un disparatado afán renovador de la escritura teatral que, en opinión de muchos, consiguió ahuyentar al público. Lógicamente, discrepo de tal acusación, aunque no la rebatiré aquí. Para lo que nos ocupa, lo que importa es señalar que las dificultades para desarrollar una actividad teatral normal propiciaron muchas deserciones. ¿Quién recuerda a Diego Salvador, Alfonso Jiménez Romero, José Martín Elizondo, Carlos Pérez Dann, Daniel Cortezón, José Arias Velasco, Manuel Pérez Casaux o Ramón Gil Novales? Muchos dejaron el teatro de forma brusca cuando ya tenían una interesante obra en su haber. Otros no renunciaron, pero su actividad creativa fue decreciendo a medida que iban constatando que las puertas del teatro seguían cerradas para ellos. José Ruibal, por ejemplo, no volvió a estrenar después de que se representara, en 1983, en el Teatro María Guerrero El hombre y la mosca. En los dieciséis años que transcurrieron hasta su muerte, solo escribió tres obras, todas en 1987, las cuales permanecen inéditas13. El acceso a los escenarios, cuando se producía, era esporádico. Miguel Romero Esteo consiguió que una compañía profesional representara su obra El vodevil de la pálida, pálida, pálida, pálida rosa en 198114 y no volvió a estrenar hasta 1996 gracias al empeño de Luís Vera, fundador y director de la compañía Ditirambo, que durante muchos años fue su gran valedor15. El Centro Dramático Nacional programó, en 1979, Retrato de dama con perrito, de Luís Riaza, y, al año siguiente, Ejercicio para equilibristas, de Luís Matilla16. Por su parte, el Centro Nacional de Nuevas Tendencias Escénicas estrenó, en 1982, El taxidermista, de Ángel García Pintado17.

Ninguno de estos autores ha vuelto a ser programado en condiciones aceptables. No se trata de una excepción, sino de una pequeña muestra de una realidad que afecta a buena parte de los autores a los que me estoy refiriendo. Llama la atención que el final de su presencia en la cartelera se produjera en torno al principio de la década de los ochenta, como si se tratara de la confirmación de lo que el profesor Ruiz Ramón había vaticinado sobre el porvenir del Nuevo Teatro o teatro no realista en unos cursos que dictó en la Fundación March en 1977. Reflexionaba el conferenciante sobre las dificultades para que un teatro escrito en un espacio histórico cerrado funcionara eficazmente en el nuevo espacio abierto tras la muerte de Franco. Y más en concreto se refería a la dificultad de dirigirse a un público del futuro con un teatro creado entre los muros de la sociedad de censura. Un público que, por otra parte, no existía sino como pura posibilidad imprevisible. Al final de su intervención formulaba tres preguntas: ¿De qué modo iban a ser rescatables esos textos?, ¿Quién intentaría rescatarlos?, ¿Para qué y para quién? (Ruiz Ramón: 243-251). Poco después, en 1979, Haro Tecglen nos acusaba de creernos genios incomprendidos, cuando, en su opinión, poseíamos una mentalidad de excombatientes cuyo teatro resultaba arcaico. Nuestro destino era el del dinosaurio: extinguirse por falta de adaptación (Haro Tecglen)18.

El hecho es que durante la década de los 80, la producción de este grupo de autores decreció de forma sensible, llegando a ser nula en algunos casos y, en otros, testimonial. No han escrito nada en la última década Miguel Romero Esteo, Ángel García Pintado y Jordi Teixidor, entre otros, y lo ha hecho con cuentagotas José Luís Miranda19. Hubo quiénes siguieron vinculados al teatro, pero desarrollando actividades ajenas a la escritura, como Luís Matilla, que se volcó en espectáculos destinados al público infantil e intensifico su actividad en el terreno de la incorporación de la práctica teatral a la enseñanza; Miguel Rellán, que se pasó al campo de la interpretación, o Roger Justafré, que lo hizo al de la dirección de dramáticos en televisión. A veces oigo que somos el testimonio de una época, lo que viene a ser lo mismo que una generación perdida. Sin embargo, unos cuantos decidimos seguir adelante. Saltamos aquellos muros de la sociedad de censura a los que antes me he referido y tuvimos fuerzas suficientes para alcanzar las lindes del siglo XX y adentrarnos en el actual. De un censo inicial superior a treinta autores, al menos diez o doce dimos ese paso. Quizás no seamos demasiados, pero casi todos escribimos con regularidad y formamos parte activa del actual tejido teatral. Alberto Miralles ha mantenido hasta su reciente muerte, acaecida en 2004, una extraordinaria actividad, que, referida a la última década, se resume en un total de veinte obras, a las que hay que añadir varias juveniles. Otros, como Fernando Martín Iniesta, Manuel Martínez Mediero, Jesús Campos, Antonio Martínez Ballesteros, Carmen Resino y yo mismo, hemos escrito entre seis y catorce piezas cada uno en el mismo periodo20. En general, fuimos conscientes de la necesidad de afrontar asuntos de interés para el espectador actual y de hacerlo con un lenguaje adecuado. No se trataba de renunciar a cuanto habíamos hecho con anterioridad, sino de buscar, utilizando la expresión de César Oliva, nuevos registros para nuestra dramaturgia (Oliva, 2004: 152)21. Es evidente que tal actividad solo afirma que seguimos en activo, pero no asegura que nuestra aportación al teatro que viene sea importante. Es verdad que publicamos buena parte de lo que escribimos, pero la irregularidad con la que nuestras obras llegan a los escenarios no invita al optimismo22.

Antes de seguir adelante, hemos de referirnos, siquiera brevemente, a otros autores, los del exilio, aquellos que siguieron escribiendo lejos de España, creando un teatro del que poco sabíamos, pero mitificábamos. Algunos nunca regresaron y otros lo hicieron esporádicamente, como Max Aub, José Ricardo Morales o José Antonio Rial, pero ya no nos pertenecían. Sí volvieron para quedarse Alejandro Casona y Rafael Alberti, pero cuando conocimos su obra, nos defraudó, quizá porque llegaba tarde, pero sin duda porque nos habíamos forjado una idea equivocada sobre ella. Tampoco debemos pasar por alto la existencia del Teatro Independiente, movimiento que alcanzó su máximo desarrollo en las postrimerías del franquismo y que, a pesar de que no sobrevivió al cambio político, dejó una huella profunda en la escena española23. Aquellas compañías, que carecían de sede fija y ligaron su actividad a la itinerancia, aportaron nuevas formas de producción, tanto en lo artístico como en lo referente a la gestión. Con ellas llegó la creación colectiva a España y el régimen cooperativo como sistema de funcionamiento económico. Hay quien ha querido ver en las actuales salas alternativas la continuación de aquel movimiento, pero no hay ningún vínculo que los una. Si acaso, el intento frustrado de los independientes por poseer sedes permanentes que funcionaran a la manera de los teatros estables. El teatro independiente murió. De sus miembros, la mayor parte se incorporó a los teatros públicos o a las compañías profesionales, al cine y a la televisión, y algunos hubo que lo hicieron a la Administración, ocupando cargos de diversa responsabilidad en el mundo de la política cultural24. En otros casos, sobre todo en Cataluña, los fundadores de los grupos independientes, aprovechando el prestigio que habían adquirido, siguieron trabajando con las mismas etiquetas, aunque sus objetivos y funcionamiento variaron radicalmente, hasta el punto de que algunas de las compañías han devenido en verdaderas factorías teatrales25. Al referirme a la huella dejada por el Teatro Independiente soy consciente de que se me puede reprochar que me remonte, en un chequeo del actual teatro, a un pasado que empieza a ser lejano. Confieso que, con el mismo argumento, he renunciado a hablar de los grupos de Cámara y del Teatro Universitario, y bien que lo siento, porque en mi fuero interno creo que, a pesar de tener un origen más antiguo, también merecen ser recordados. He dicho que la huella del Teatro Independiente fue profunda, aunque admito que hoy no lo es tanto. Permanece, quizá un tanto desdibujada y, por ello, cuesta trabajo percibirla. Pero piensen que hijos de aquél movimiento teatral son algunos autores de los que enseguida hablaremos y actores como Carlos Hipólito, José Pedro Carrión, Gloria Muñoz, Joaquín Hinojosa y Helio Pedregal, que tienen mucho que decir en el terreno de la interpretación26.

Más retomemos en hilo y hagámoslo en el momento en que España iniciaba su andadura democrática. A partir del año 75, se produjo en el teatro español el desembarco de una legión de autores de variada condición y procedencia, aunque en su estrategia de combate, no convenida entre ellos, el realismo era, bajo diversas variantes, la punta de lanza. Los había jóvenes que se iniciaban en la escritura teatral, pero también bastantes que, por su edad, hubieran podido pertenecer a cualquiera de las generaciones anteriores. Entre los jóvenes, Luís Araujo, Margarita Reiz, Ernesto Caballero, Eduardo Galán, Paloma Pedrero, Ignacio del Moral y Jorge Márquez, que, a la muerte de Franco, tenían menos de veinte años. Entre los de más edad, Fernando Fernán Gómez, nacido en 1921, cinco años después que Buero Vallejo y uno antes que Martín Recuerda; Francisco Nieva, que aventaja en dos años a Martínez Ballesteros y en tres a Romero Esteo; Domingo Miras, nacido en 1934, que es mayor que Jesús Campos, Martínez Mediero o Luís Matilla, todos ellos pertenecientes al Nuevo Teatro; José Sanchis Sinisterra, que nació el mismo año en el que lo hicieron Alberto Miralles y Benet i Jornet, 1940. Con José Luís Alonso de Santos, Alfonso Vallejo, Ignacio Amestoy, Fermín Cabal, Concha Romero y Rodolf Sirera sucede lo mismo, pues todos nacieron entre 1942 y 1948. Aunque en la incorporación de los de mayor edad a la escritura teatral se dio algún caso de vocación tardía, como el de Domingo Miras27, casi todos procedían del mundo del teatro, principalmente del Independiente, en el que habían desarrollado las más diversas tareas28. Hay que pensar que buena parte de las inclinaciones literarias no fueron espontáneas, sino que permanecían larvadas a la espera de que llegaran tiempos mejores29. Llegaron, en efecto. Buena prueba es que, en los primeros años de la transición, los escenarios españoles dieron acogida a numerosos títulos de este nutrido grupo de autores.

Si repasamos la cartelera a partir de 1978, encontramos, en ese mismo año, uno después de que la censura desapareciera oficialmente, Tú estás loco, Briones, de Fermín Cabal, y A tumba abierta, de Alfonso Vallejo, entre otros. En 1979, Del laberinto al treinta, de Alonso de Santos, Fuiste a ver a la abuela???, de Fermín Cabal y De San Pascual a San Gil, de Domingo Miras. En 1980, el número aumentó sensiblemente. Entre las obras estrenadas figuran La verdadera y singular historia de la princesa y el dragón, de Alonso de Santos; Los domingos, bacanal, de Fernán Gómez; La señora Tártara, de Nieva; Contradanza, de Francisco Ors; Ñaque o de piojos y actores, de Sanchis Sinisterra; María la Mosca, de Miguel Sierra y El cero transparente, de Alfonso Vallejo. Después de un bajón en 1981, en el que lo único destacable fue Ácido sulfúrico, de Alfonso Vallejo, al año siguiente se produjo una importante recuperación y un hecho destacable. De la recuperación dan fe los siguientes estrenos: El álbum familiar y Golfus de Emerita Augusta, de Alonso de Santos, Vade retro, de Fermín Cabal, Las bicicletas son para el verano, de Fernán Gómez, El camerino, de Medina Vicario, y Coronada y el toro, de Nieva. El hecho destacable, que El álbum familiar y Vade retro fueron programadas por el Centro Dramático Nacional y Las bicicletas son para el verano, en el Teatro Español, de titularidad pública. De 1983 a 1985 la relación es extensa: Esta noche gran velada y Caballito del diablo, de Fermín Cabal, Ederra, de Ignacio Amestoy, también estrenada en un teatro público, Del rey Ordás y su infamia y La coartada, de Fernán Gómez, Las aventuras y las andanzas del Aurelio y la Constanza y Luna negra, de Luís Araujo, Claves de vacío, de Medina Vicario, Soledad y ensueño de Robinsón Crusoe, de Ignacio del Moral, Penteo y Fedra de Lourdes Ortiz, El veneno del teatro, de Rodolf Sirera, Besos para la bella durmiente, La estanquera de Vallecas y Bajarse al moro, de Alonso de Santos, Rosaura, el sueño es vida, mileidi y El cuervo graznador grita venganza, de Ernesto Caballero, El grito humano, de Maribel Lázaro, Conquistador o El retablo de Eldorado, de Sanchis Sinisterra, Orquídeas y panteras, de Alfonso Vallejo, y La llamada de Lauren y Resguardo personal, de Paloma Pedrero. Más de cuarenta obras, a las que hay que añadir las estrenadas de autores pertenecientes a generaciones anteriores.

Mientras esto sucedía, algunos profesionales de la escena negaban públicamente la existencia de autores españoles que merecieran la pena. Importa señalar que, entre los detractores, los había con capacidad para influir en las programaciones, tanto de los teatros privados como de los públicos30. No fueron ellos los únicos responsables de que esta etapa esperanzadora concluyera, pero contribuyeron a ello. Sólo unos pocos sobrevivieron. Me apresuro a reconocer, como no puede ser de otro modo, que hubo una separación de grano y paja. No todos los autores ofrecían una obra con méritos suficientes para ocupar un lugar importante, ni siquiera discreto, en el teatro español. Pero también es cierto que, en el proceso de selección, fueron excluidos o reducidos a un papel testimonial autores de talento que tenían mucho que decir. Domingo Miras y Alfonso Vallejo son dos claros ejemplos. Aquél estrenaría en 1986 Las alumbradas de la Encarnación Benita y no volvería a hacerlo hasta 1992, en que fue representada Las brujas de Barahona. Hubieron de transcurrir diez años para que otra obra suya, Aurora, llegara a los escenarios31. De Alfonso Vallejo fue estrenada Gaviotas subterráneas en la Sala Olimpia, sede del Centro Nacional de Nuevas Tendencias Escénicas, en 198732. Después, no ha vuelto a ser programado por ninguna compañía, ni privada, ni pública. Sin embargo, estamos ante uno de los autores más representados por los grupos profesionales que suelen actuar fuera de los circuitos comerciales. En el período comprendido entre los años 1985 y 2000 más de veinte grupos incluyeron textos suyos en sus repertorios, llamando la atención que la citada Gaviotas subterráneas lo fuera por once de ellos.

Así, pues, a finales de los ochenta y en la década siguiente, los recelos que sentían por la dramaturgia nacional contemporánea los productores establecidos y los programadores trajeron como consecuencia que la presencia en los escenarios de los autores españoles empezara a ser, de nuevo, una rareza33. Ante el evidente desinterés por su obra, Francisco Nieva creó, para darla a conocer, una modesta compañía que llevaba su nombre y que, en su mayoría, estaba integrada por alumnos que acababan de salir de la RESAD34. También lo hizo Ernesto Caballero, que fundó en 1983 la suya, bautizada con el significativo nombre de Producciones Marginales. Otros fueron más lejos, como José Luís Alonso de Santos y, más tarde, Paloma Pedrero. En torno al primero nació la productora Pentación, que se ocupó de dar a conocer todas sus obras a partir de 1989. Con la misma finalidad, la de ocuparse primordialmente del teatro de Pedrero, surgió en 1996 Elmuro Producciones Teatrales35. Curiosamente ellos son, con alguna que otra excepción, los autores que han conseguido mantener con cierta regularidad su presencia en los escenarios en los albores del siglo XXI36. Hay que señalar que tienen en común algunas características, que son compartidas por otros compañeros. Compatibilizan la escritura con la dirección, a veces de sus propias obras, pero con frecuencia de autores a los que se sienten próximos. Tal es el caso de Ernesto Caballero, que se ocupó de la puesta en escena de La noche del oso, de Ignacio del Moral. Por otra parte, sus obras son representadas indistintamente en teatros públicos, comerciales y en salas alternativas. Quizás el caso más significativo sea el de Sanchis Sinisterra, quién, al mismo tiempo que el CDN programaba El lector por horas y la empresa privada producía La raya del pelo de William Holden, mostraba otros trabajos en escenarios alternativos, entre ellos Perdida en los Apalaches y Terror y miseria del primer franquismo en la sala Mirador. Debo citar aquí a dos autores cuya trayectoria tiene poco que ver con la que estamos describiendo. Se trata de Carlos Marqueríe37 y de Antonio Fernández Lera38. Frente al realismo dominante, ellos mantuvieron viva la llama de la vanguardia teatral, por lo que sus propuestas rara vez salen del ámbito de las salas alternativas.

Con este grupo de autores se consolidó una práctica que, hasta entonces, no había tenido excesivo desarrollo en nuestro país. Se trata de la creación de talleres de escritura teatral y de la introducción de estudios de dramaturgia en las escuelas oficiales de arte dramático. Alonso de Santos, Fermín Cabal, Paloma Pedrero, Sanchis Sinisterra e Ignacio del Moral han impartido, y siguen haciéndolo, decenas de cursos y talleres. Se trata un fenómeno muy importante, porque ha permitido establecer algo que antes no sucedía en nuestro teatro: puentes entre los autores consagrados y los noveles. Puentes curiosos en todo caso, porque, salvo el caso de Sanchis, que cuenta con seguidores de su teatro, lo que parece interesar a los alumnos es, sobre todo, el conocimiento de las técnicas de escritura, dejando a un lado el de la obra de sus profesores.

La mayoría de los nuevos autores que se iban incorporando a la vida teatral habían nacido en la década de los sesenta: Marisa Arés y Pablo Ley, en 1960; Lluisa Cunillé, en 1961; José Ramón Fernández y Antonio Onetti, en 1962; Sergi Belbel, en 1963; Antonio Álamo, Rodrigo García, Raúl Hernández, y Alfonso Plou, en 1964; José Miguel González, Juan Mayorga, Borja Ortiz de Gondra, Yolanda Pallín, Maxi Rodríguez y Francisco Sanguino, en 1965; Ignacio García May, Angélica Lidell y Rafael González, en 1966; e Itziar Pascual, en 1967. Una de las raras excepciones a esta regla es el caso de Iñigo Ramírez de Haro, que, habiendo nacido en 1954, se dio a conocer como autor hace apenas cinco años. En general, les une, además de la edad, salvo en la excepción señalada, su formación académica, su paso por talleres como alumnos, su interés por impartirlos a los que van llegando y alguna cosa más de la que enseguida nos ocuparemos. Guillermo Heras veía en esta amplia nómina un indicador de vitalidad y posibilidades de futuro (Heras: 105).

Algunos estudiosos destacan que suelen abordar asuntos que tratan de la defensa de la libertad del hombre mediante la recurrencia a personajes y situaciones extraídos del mundo de los suburbios, la droga, la soledad y la marginalidad. (Gómez García: 126). A este interés por los temas urbanos, se añade la proyección en sus obras de ciertas obsesiones propias de la época, que les sirve para traducir algunos de sus fantasmas personales (Oliva: 322) En cuanto a la estética, hay quién aprecia un regreso al lirismo y una recuperación del valor de la palabra, y, en la construcción dramática, una inclinación a estructuras secuenciales de corte cinematográfico por parte de unos y el mantenimiento de una arquitectura teatral de corte clásico, de otros (Gómez García: 126). César Oliva considera que este nuevo teatro, liberado de condicionantes estéticos, políticos y económicos del pasado, dispone de una completa libertad artística para producir su escritura, lo que le permite inventar espacios, comprimir relatos, alargar tiempos y alternar acciones. En un resumen sobre las características generales del grupo destaca que parten del realismo, aunque sea para despegarse de él en busca de nuevos registros; que utilizan el concepto de pequeña escena, con inclinación minimalista, que requiere la imaginación del espectador; el manejo de la acción o acciones dramáticas con la agilidad del video-clip; su interés por otros lenguajes escénicos, como la música, la danza o el cine; y, en fin, advierte cierta tendencia a la hipertextualidad, (Oliva, 2002: 319, 323).

Sin embargo, a la hora de poner nombre a este grupo de autores no se ha encontrado ninguno adecuado que tenga que ver con las características de su escritura o los asuntos que tratan. De ahí que, a diferencia de lo ocurrido con generaciones anteriores, que fueron bautizadas, con mayor o menor acierto, con los nombres de realista o simbolista, en este caso se recurrió al de un premio reservado a autores menores de treinta años obtenido por algunos de ellos: El Marqués de Bradomín39. No todos aceptaron de buen grado esta adscripción40, pero no cabe duda de que fue entre 1984 y 1995, período en el que existió, cuando tuvieron lugar sus primeros estrenos41.

Cuando más arriba señalaba que, entre estos autores, hay algo más en común, me refería a su disposición para formar con profesionales afines compañías que, con escasos medios, puedan llevar a escena sus obras, casi siempre en salas alternativas. ¿Lo desean así o lo hacen forzados porque el teatro comercial también les cierra sus puertas? No son pocos los que han declarado públicamente su preferencia por este tipo de salas, pero no siempre su teatro se corresponde con el que se supone que debe programarse en ellas, que, de acuerdo con su denominación, es el alternativo. A menos, claro está, que llamemos alternativo a un diálogo costumbrista representado ante una cámara negra, o a aquellas propuestas que describen los sectores marginales de nuestra sociedad. María José Ragué niega que esto lo sea, como tampoco lo es necesariamente lo que se llama nuevas tendencias. Para la ensayista, lo alternativo significa riesgo, búsqueda, investigación formal y temática. Es lo fronterizo, lo que llega hasta los límites en los que el profesional de la escena es capaz de adentrarse para comunicarse con el público (Ragué-Arias: 263).

Tengo algunas dudas de que la declarada preferencia de algunos autores por las salas alternativas y, a veces, el explícito rechazo de las que alguien ha llamado de mercado, sea sincero en todos los casos. No las tengo en los de Rodrigo García o Angélica Lidell, que forman parte de una corriente de ruptura que habían iniciado años atrás los citados Carlos Marqueríe y Antonio Fernández Lera. Esa fidelidad a unos espacios y a un público con cuya filosofía se sienten identificados, no significa que renuncien a que sus obras se representen en locales mejor dotados o desde los que puedan alcanzar una proyección mayor. Pero salvo para ellos y muy pocos más, actuar en esos escenarios es un suplicio del que ansían librarse. Cuando lo consiguen procuran no regresar a ellos. Pero no les es fácil.

La posibilidad para los jóvenes autores de salir del circuito alternativo son mínimas, porque en España no sucede como en otros países, en los que los productores y empresarios están atentos a lo que sucede en él y, cuando encuentran algo interesante, lo incorporan al circuito comercial. Las únicas vías a su alcance son las que ofrecen los teatros públicos y esas son las que vienen utilizando, aunque resultan insuficientes para satisfacer, no ya a todos, lo que es imposible, sino ni siquiera a los que han acreditado méritos para ser programados. Tales vías han sido, en primer lugar, el Centro Nacional de Nuevas Tendencias Escénicas42, que desarrolló su actividad a lo largo de la década 1984-1994. Por su escenario pasaron numerosos autores españoles, algunos pertenecientes al grupo que nos ocupa. Entre ellos, en producciones propias, Marisa Arés, Alfonso Plou y Sergi Belbel, y, en coproducciones con otras compañías, de nuevo Belbel y Plou además de Rafael González, Francisco Sanguino, Ignacio García May, Lluisa Cunillé, Rodrigo García y Antonio Álamo43. Cuando el CNNTE desapareció y la Sala Olimpia paso a formar parte del Centro Dramático Nacional, fue éste el que tomó el relevo en la promoción de los jóvenes dramaturgos44. De entonces a hoy han sido programadas obras de Antonio Álamo, Antonio Onetti, Borja Ortiz de Gondra, Ignacio García May, Pedro Víllora y Juan Mayorga45. Poco, muy poco para un censo autoral que no para de crecer. A él habría que ir añadiendo nombres como Inmaculada Alvear, Diana de Paco, Poli Calle, Juan Pablo Heras y un etcétera que empieza a ser largo. Hay algo más. Por formar parte de los jurados de premios teatrales y haber sido miembro del Consejo de Lectura del CDN durante ocho temporadas, han pasado por mis manos muchos de los textos escritos en los últimos años46. Puedo asegurar que, entre los dignos de ser tenidos en cuenta, se advierte una sorprendente pluralidad de estilos y tendencias que invitaría al optimismo sobre el porvenir de la escritura teatral si encontrara cauces por los que discurrir con fluidez. Que en esta generación sólo dos autores, Sergi Belbel y Juan Mayorga, hayan encontrado franco el acceso a los escenarios es preocupante. Quiénes conocemos la obra de ambos sabemos que ocupan el lugar que les corresponde, pero se echa de menos que otros autores con una obra importante y algunos éxitos en su haber, siguen marginados. Baste un ejemplo: sorprende que después de la acogida que el público y la crítica han dispensado a La trilogía de la juventud, representada en Cuarta Pared y llevada en gira por casi toda España, a lo que hay que sumar los numerosos premios cosechados, no haya proporcionado a sus autores, José Ramón Fernández, Yolanda Pallín y Javier Yagüe, la posibilidad de entrar en otros circuitos.

Me van a permitir que antes de seguir adelante haga un inciso. A los autores se nos ofrece una posibilidad a mitad de camino entre la lectura y la representación para dar a conocer nuestros textos. No es una fórmula original, pues se práctica desde hace muchos años. Me refiero a la lectura de piezas dramáticas ante un auditorio por parte de un grupo de actores, que, sentados en torno a una mesa o ante un atril, recitaban sus parlamentos. Lo novedoso es que esa posición estática ha desaparecido, de modo que los actores se desplazan por el escenario con el libreto en la mano, luciendo, a veces, el vestuario que requiere la obra, arropados por alguna utilería y hasta por un decorado mínimo. Por eso, estos actos ya no se anuncian como simples lecturas, sino como lecturas dramatizadas o, como dicen en Latinoamérica, semimontados. Lo malo es que algo que nació para ayudar a los autores a dar el salto a los escenarios, se ha convertido en un fin.

¿Cuáles son las perspectivas de cara a los próximos años, no sólo del último grupo de autores citados, sino de todos cuantos permanecemos en activo? Tanto o más que de los autores, depende de los diversos factores a los que me refería al principio de mi intervención. Parafraseando al filósofo, el autor es él y las circunstancias que le rodean. Mientras éstas no cambien, estará sumido en la confusión y a merced de lo que otros decidan sobre el rumbo a seguir por las artes escénicas. Algunos hechos recientes animan a pensar que los autores tienen cierta capacidad para influir en el proceso. Me refiero a los nombramientos de dramaturgos para gestionar la actividad de centros dramáticos o de instituciones públicas relacionadas con el teatro. Sin embargo, hay que advertir que, en la mayoría de los casos, los elegidos no lo han sido por tratarse de escritores, sino por su vinculación a otras actividades teatrales47. Las dificultades apuntadas a lo largo de mi intervención, sugieren diversas preguntas. ¿Escribimos las obras que deseamos o ese es un privilegio reservado a unos pocos? ¿Es cierto, como afirma César Oliva, que cada vez es más difícil distinguir entre el autor comercial y el que llega al estreno con la única pretensión de ser conocido por su entidad de dramaturgo? (Oliva, 2004: 224). Hay respuestas para estos interrogantes. En tales circunstancias, los autores tardaremos en salir del laberinto en el que estamos atrapados y no sólo por las trabas que nos impiden llegar al público, sino también porque la sociedad, instalada en un cómodo conservadurismo, rechaza todo cuanto puede herir su sensibilidad o sacarla del letargo en el que está sumida.

A los autores nos queda el recurso de publicar nuestras obras para que sean leídas y, en última instancia, el menos deseable de guardarlas en el cajón a la espera de tiempos mejores. A los demás profesionales de la escena, no. Si su trabajo no se materializa, no existe. El empresario lo es si programa y produce espectáculos. El director, si realiza puestas en escena. El escenógrafo, si sus bocetos se transforman en decorados. El actor, si actúa. De ellos y del papel que están representando en los primeros años del siglo quiero ocuparme, aunque sea brevemente. Aunque hay alguna excepción, los empresarios privados viven instalados en el presente, atentos a la cuenta de resultados de sus negocios. A diferencia de lo que sucede en otros sectores de la economía, ellos no incluyen el futuro entre sus preocupaciones, tal vez porque confían en que siempre tendrán a mano un tipo de teatro adecuado a la demanda. Ahora lo es el musical, que se nutre de producciones extranjeras contratadas siguiendo la formula de las franquicias. También las comedias que reproducen las series televisivas con mayor índice de audiencia. Y, en el mejor de los casos para los degustadores de buen teatro, las reposiciones de éxitos pasados o estrenos de piezas de autores foráneos que llegan avaladas por el triunfo en sus respetivos países, y que, a veces, deparan alguna sorpresa agradable. Nada o muy poco puede esperarse de ellos. Sólo cabe lamentar que los locales que explotan sean espacios vetados para el teatro de arte. El teatro que nos importa depende, hoy por hoy, de los teatros públicos entre cuyos cometidos figure la producción propia; de los semipúblicos que, como La Abadía o el Teatre Lliure, se inspiran en modelos bien asentados en el resto de Europa48; y de las salas alternativas. Sin embargo, no todos están en las mejores condiciones para cumplir satisfactoriamente esa función. Los teatros semipúblicos no han alcanzado todavía en nuestro país un desarrollo que le permita influir de manera significativa en el conjunto de la actividad teatral. Se trata de una fórmula interesante, pero su eficacia sólo podrá medirse cuando su número aumente. En cuanto al teatro público, que ha experimentado un notable crecimiento en disponibilidad de locales y en presupuesto, está lejos de tener un funcionamiento acorde con el que se supone que corresponde a una institución moderna y eficaz. Desde el momento en que los nombramientos y ceses de sus directores coinciden, casi sin excepción, con los cambios de gobierno, hay que dudar de la independencia de su gestión. No hay continuidad, ni, por tanto, proyectos a largo plazo49. Con motivo de una encuesta reciente para analizar el modelo de teatro público vigente en España, las respuestas de los profesionales consultados incluían comentarios que calificaban a tales centros de meros escaparates en beneficio de la administración política que los paga; de haberse convertido, con la excusa del servicio público, en proveedores de envoltorios de diseño para contenidos que estimulan la endogamia cultural elitista; de ser parte del mercado sin intención de modificarlo; de limitar sus objetivos a rellenar una programación y el patio de butacas, o de carecer de una autonomía similar a la que gozan La Comédie Française o la Royal Shakespeare Company. Para algunos, las programaciones se platean como alternativas “de calidad” destinadas a unos pocos iniciados, cada vez más ajenos a la realidad, en lugar de hacerlo para contribuir al enriquecimiento espiritual de los ciudadanos. No faltaban los que reclamaban la redacción de unos estatutos que regulen la actividad de los centros y, en lo inmediato, que los nombramientos no recaigan sobre una sola persona, sino sobre comités de dirección que antepongan a los gustos personales la materialización de proyectos50 (Cultural: 38-44).

Nos quedan las salas alternativas. Algo hemos dicho sobre el papel que están jugando y sobre sus dificultades, que lo son tanto para acoger determinado tipo de espectáculos, como de funcionamiento, pues sus reducidos aforos, entre cincuenta y doscientas localidades, no garantizan su viabilidad económica, ni la de las compañías que actúan en ellas. Con todo, son la máquina que tira del tren del teatro español vivo. Han incrementado el censo de salas de exhibición, las han abierto en zonas alejadas del centro de la ciudad, en el que suele concentrarse la oferta teatral, su presencia abarca toda la geografía española y empiezan a interesar a públicos que antes no las frecuentaban. Para muchos espectadores habituados a las grandes salas ha sido un descubrimiento agradable ver como en las de pequeño formato se produce un acercamiento al escenario que favorece el establecimiento de una relación con los actores más íntima y rica. Es llamativo que las salas con pequeño aforo estén dejando de ser exclusiva del teatro independiente. Empiezan a proliferar en otro tipo de locales. El Centro Dramático Nacional convirtió a finales del 2003 lo que fue cafetería del María Guerrero en una sala con capacidad para un centenar de espectadores, bautizada con el nombre de la Princesa. Poco después, el Nuevo Teatro Alcalá, dedicado al teatro musical, inauguraba un anexo con ciento sesenta butacas y, muy recientemente, el teatro Gran Vía seguía sus pasos abriendo en los bajos una segunda sala para trescientos espectadores. De cara al futuro, en el teatro de Comedia, sede de la CNTC, actualmente cerrado para someterlo a una profunda reforma, se prevé abrir una sala de medio formato para ensayos y para exhibición de espectáculos.

Mas volvamos a los demás profesionales de la escena y hagámoslo empezando por los tienen mayor protagonismo e influencia, que son los directores. A mediados de la década pasada, de un censo de unos ciento sesenta afiliados a la Asociación de Directores de Escena, casi un veinte por ciento no habían realizado ningún montaje en las tres temporadas anteriores y cerca de un centenar sólo había hecho uno51. Así, pues, apenas pasaban de treinta los que se habían responsabilizado de dos o más montajes. Son cifras que hay que tomar con algunas reservas, pues se refieren a los espectáculos representados en Madrid, pero que ponen de manifiesto las dificultades existentes en el sector para trabajar con cierta regularidad (López Mozo, 1997b). Sin embargo, en aquellos momentos, a la lista de consagrados, se estaban incorporando, desafiando las escasas perspectivas que tenían, nuevos valores. Entre los primeros estaban José Tamayo, Miguel Narros, Alberto González Vergel, Adolfo Marsillach, Luís Olmos, José Carlos Plaza, Ángel Fernández Montesinos, Jaume Melendres, Joan Ollé, Albert Boadella, José Luís Gómez, Mario Gas, Ricard Salvat, Toni Tordera, Carme Portacelli, Pedro Álvarez-Ossorio, Gerardo Vera, Josep Montanyés, Lluis Pasqual, Juan Margallo, Juan Antonio Hormigón, Juan Pastor, Carlos Marqueríe, Jesús Cracio, Manuel Canseco, Ricardo Iniesta, Ángel Facio, Antonio Malonda, Guillermo Heras, Juanjo Granda, Emilio Hernández y Juan Carlos Pérez de la Fuente52. Los que iban llegando eran Sergi Belbel, José Pascual, Eduardo Vasco, Rodrigo García, Alfonso Zurro, Calixto Bieito, Helena Pimenta, Rosa Briones, Eva del Palacio, Yolanda Dorado, José María Mestres, Vicente León, Sara Molina, Fernando Romo, Adolfo Simón, Elena Canovas, Francisco Obregón, Raquel Toledo, Alex Rigola, Laila Ripoll, Angélica Lidell, Alfonso Pindado y Javier Yagüe. Algunos de estos nombres, que hace apenas una década eran jóvenes promesas, hoy ocupan lugares destacados dentro y fuera de nuestro país. Y en el arranque del siglo van surgiendo nuevos nombres, como Ana Zamora, Mariano de Paco Serrano, Ainhoa Amestoy o Carlos Aladro. Hay, pues, varias generaciones de directores en activo, que representan un amplio abanico de tendencias. Algunas envejecen y otras van sustituyéndolas, como es lógico. Tradición y vanguardia conviven. Como conviven los que disponen de medios suficientes para afrontar grandes montajes y los que han de suplir la falta de medios con elevadas dosis de imaginación, lo que no significa que unos ofrezcan mejores productos que otros. En general, ningún autor, cualquiera que sea su escritura y su visión del teatro, debe tener, a la hora de poner en pie sus obras, dificultades para encontrar al director adecuado. Ahora bien, también es verdad que, como sucedía en el pasado, no son pocos los directores que no muestran el menor interés por el teatro español actual. Unos, sencillamente porque no les gusta, otros, porque consideran que los autores consagrados les proporcionan mayores garantías de éxito o, en el caso de los clásicos, porque gozan de absoluta libertad para someter los textos a procesos de reelaboración que desemboca en versiones, unas veces interesantes, otras disparatadas y casi siempre concebidas para su lucimiento. Es preocupante que estos ejercicios de megalomanía estén, en su mayor parte, financiados o producidos por instituciones públicas, y que la dramaturgia nacional no pueda contar con su concurso, aunque, tal vez, no haya motivos para lamentarlo. Desde el punto de vista artístico, es importante reseñar que se ha creado una corriente en la práctica de la dirección de escena en la que la brillantez de la puesta se antepone al contenido de la obra que se representa, lo cual no es bueno para el teatro. Ni tampoco, el abandono de una de las tareas esenciales del director, cual es la de dirigir a los actores. Actúan éstos según su criterio y capacidad, mientras el director trabaja codo con codo con el escenógrafo para lograr un espectáculo apabullante. Cuando llevamos sufridas varias agresiones de este tipo, agradecemos encontrarnos ante un escenario desnudo en el que los actores puedan dialogar con el público sin interferencias molestas. No estamos ante una moda pasajera, como piensan algunos, ni ante un fenómeno local. Quiénes apuestan por la formula son, declarados o no, seguidores, entre otros, de Robert Lepage, bien conocido en España53. Es deseable que, de cara al futuro, otros sigan los consejos de Peter Brook.

En el campo de la interpretación, se ha ido pasando de los actores autodidactas, que aprendieron su oficio sobre las tablas, a los egresados de las escuelas de arte dramático. Del oficio al método. Durante años han convivido en los escenarios y hay que decir que aquellos hicieron valer su sabiduría actoral y el peso de sus nombres. Los hay que siguen en activo. En cuanto a los que se han ido retirando, no ha sido su falta de formación académica la que les ha apartado de la escena, sino la edad. Entre los llamados a prolongar su actividad en los próximos años los hay que tienen una trayectoria consolidada y gozan de merecido prestigio. Lo extenso de la relación, me excusa de dar nombres. Con este panorama, el teatro español no debiera temer la falta de buenos actores. Sin embargo, sobre este atractivo paisaje, se ciernen algunos nubarrones. Hay actores, sí, pero resulta cada vez más complicado completar un reparto que responda a las necesidades concretas de la puesta en escena. Más lo es, por consiguiente, que existan compañías estables que permitan, entre otras cosas, crear repertorios. Marsillach lo intentó cuando puso en pie la CNTC y tuvo que desistir54. Se culpa de ello al cine y la televisión. Es verdad que estos medios acaparan a muchos profesionales, pero también lo es que les proporciona una estabilidad laboral que el teatro no les garantiza. Así, los actores desarrollan su actividad donde pueden, incluyendo la publicidad, la radio o el doblaje de películas. Pocos son los que al recibir una oferta para hacer teatro renuncian a lo que en ese momento están haciendo, convirtiéndose el auténticos pluriempleados. Esa múltiple actividad les obliga a cumplir largas y fatigosas jornadas de trabajo, lo que repercute, como no puede ser de otro modo, en su quehacer artístico. No creo que, en este terreno, se produzcan grandes novedades, como tampoco que, a la hora de formar las compañías, deje de confundirse la popularidad conseguida en la pequeña pantalla o en las páginas de las revistas llamadas del «corazón» con el talento.

Es posible que, de cuanto he dicho, se deduzca que el teatro español no vive su mejor momento. Pero, como reza el título del epílogo del último libro de César Oliva, las cosas son así (Oliva, 2004: 255). En esas páginas, su autor resume algunas de las conclusiones del Foro de Debate sobre el Teatro Español celebrado en Valladolid en 200155. Habla del enfrentamiento entre la rentabilidad y la viabilidad artística, de la sustitución de los elementos básicos de la representación por las aportaciones de las nuevas tecnologías, de como lo artesanal empieza a convertirse en manufactura, y, el público, de creador en mero receptor (Oliva (ed.): 255-264). Allí se habló, en efecto, del público y, de lo que se dijo, cabe deducir que, si las cosas no van mejor, no toda la responsabilidad es de los profesionales de la escena. Algo tiene que ver la sociedad a la que va destinado el teatro. Sería fácil decir que la nuestra, no merece cosa distinta. Fácil e injusto, porque la sociedad es plural. Y lo es el teatro. Así, el de consumo, tiene su público, por lo general de tendencia conservadora. El de arte y el comprometido, otro distinto, más inclinado a la reflexión sobre los asuntos que le preocupan. No es un público numeroso, es cierto, pero sí importante. Por eso a veces he dicho que el teatro que nos ocupa e interesa está abocado a ser de minorías, al menos en el futuro inmediato. La tendencia a reducir los aforos de las salas apunta en esa dirección, lo cual no es malo si esas minorías son amplias. Para conseguirlo, es imprescindible establecer unos canales de promoción que, en la actualidad, apenas existen o resultan poco eficaces. Se requiere también el concurso de los profesionales con mayor capacidad de convocatoria que estén dispuestos a rebajar su caché. Si creen en la importancia del teatro, deberían aceptar que trabajar en estas salas y en condiciones generosas, lejos de perjudicar sus carreras, las dignifica. Aquí me detengo, temeroso de empezar a presentar como realidad lo que es sólo mi personal sueño sobre el teatro.






ArribaReferencias bibliográficas

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